En mi casa no había libros. Vi un libro por primera vez aquel día que rompí el vidrio de la escuela con una honda armada con una rama en Y, dos tiras de neumático y un pedazo de cuero. Jugábamos en el patio de tierra, en un recreo caluroso que empezaba a hacerse infinito, y yo acababa de descubrir en mí, urgente y fatal, el deseo de impresionar a una alumna nueva. Era la hija del médico, y tenía una cabellera rubia que le llegaba hasta la mitad de la espalda, unos lentes redondos que agigantaban los ojos azules y una caja de 36 lápices de colores hechos en Suiza. Hubiera podido preguntarle algo, o pedirle un lápiz prestado, pero entonces me pareció que el mundo de las palabras era pobre e insuficiente, y que jamás la alcanzaría con cortesías, bromas o insultos. En ese momento vi al zorzal, en el patio de tierra, atontado por la sed o el calor. Busqué en mi bolsillo un canto rodado y apunté al pájaro, que acababa de iniciar un vuelo torpe rumbo al techo de la escuela. La piedra no se interesó en el pájaro verdadero, y buscó, en cambio, en el cristal de la ventana, su tembloroso reflejo. El estallido del vidrio apagó todos los sonidos a mi alrededor, excepto el susurro metálico de los álamos, que ahora me sonaba lúgubre y premonitorio. La alumna nueva se agachó para recoger uno de los pedazos del vidrio, y lo miró como si nunca en su vida hubiera visto nada semejante. Indiferente a la sorpresa de los demás, miré la mano que sostenía el vidrio y descubrí el tajo diminuto y la gota de sangre. Nadie más lo veía, porque todos estaban pendientes de mí, todos esperaban ver con qué artes trataría de esconder la honda, fundirme entre los otros, simular inocencia. Pero no hice nada de eso, sólo miraba la gota de sangre en la mano de la niña, que parecía ofrecerla como algo que se ha traído de muy lejos y con enormes cuidados. El silencio duró hasta que fue pronunciado mi nombre, «Alumno Lebrón» y luego, como para que no quedaran dudas sobre mi identidad, «Alumno Santiago Lebrón», y esas palabras devolvieron sus ruidos al mundo. Volvieron las canciones de las niñas que saltaban a la soga y las onomatopeyas de abordajes piratas y disparos de Colt. Yo no pude volver tan pronto a la rutina; me arrebataron la gomera, que fue a parar a ese museo invisible donde maestras y directoras de escuela han guardado por siglos los elementos incautados, y me mandaron de castigo a la biblioteca del pueblo.
Era una casa pintada a la cal, solitaria y húmeda, que cumplía la doble función de depósito de libros y celda de aislamiento. El castigo se prolongó por una semana, y de puro aburrido empecé a curiosear los anaqueles, y a revolver entre los tomos sueltos de enciclopedias viejas y algunas novelas de aventuras. Así empecé a leer. Lo que al principio me llamó la atención fue que hubiera muchos libros con los pliegos sin guillotinar. No se me ocurrió que uno mismo debía cortar las páginas, yo pensaba que esos libros ya eran así, que era ley sagrada leerlos con dificultad, como quien espía. Libros destinados a guardar un secreto.
La alumna nueva estuvo unos pocos meses y luego se marchó, tan leve como había llegado, porque su madre se había aburrido del pueblo y obligó a su esposo a buscar un trabajo mejor. Como no abundaban las novedades en Los Álamos, durante más de un año se siguió hablando de ella y de sus lápices de colores. Nadie habló nunca de la gota de sangre, que quedó sólo para mí. También en la vida real había cosas que quedaban escondidas entre páginas sin guillotinar.
Hace muchos años que soy dueño de una librería de viejo. Está en el pasaje La Piedad; la calle es angosta y eso evita el agobio de sol. Me siento protegido por los libros, que forman paredes irregulares, los muros de mi castillo. Ya en tiempos de su antiguo dueño (Carlos Calisser, alias el Francés) la librería se llamaba La Fortaleza. Atrás está mi despacho y una escalera por la que subo a mi dormitorio. Tengo una otomana, una mesita de luz de madera lustrada, un velador de bronce. No necesito más. El cuarto no tiene ventanas. A pesar de mi edad, no me hacen falta ni lentes ni la luz del día para leer.
He aprendido que una librería debe huir por igual del orden y del desorden. Si la librería es demasiado caótica y el cliente no puede orientarse por sí mismo, se va. Si el orden es excesivo, el cliente siente que conoce la librería por completo, y que ya nada habrá de sorprenderlo. Y se va también. Téngase en cuenta que las librerías de viejo existen sólo para lectores que detestan hacer preguntas: quieren conseguir todo por sí mismos. Además, nunca saben lo que están buscando, lo saben cuando lo encuentran. En La Fortaleza dejo que principios de clasificación contradictorios coexistan: así en una pared domina el orden alfabético, en otra las rarezas, en otra las crónicas de viajes o los clásicos. Mi sección favorita es la de los tomos sueltos: un segundo volumen de Los demonios de Dostoievsky, Albertine desaparecida de Proust, el apéndice del diccionario etimológico griego de Lidell-Scott, el tomo tres de El corazón de piedra verde de Salvador de Madariaga… Esos libros, que son los clavos mayúsculos, ofrecen sin embargo, de vez en cuando, el modesto milagro: aparece un cliente al que le faltaba justo ese tomo. Es bueno ver que alguna vez, en el rompecabezas del mundo, una pieza encuentra su lugar.
En La Fortaleza no hay sólo libros. Tengo cuatro máquinas de escribir arrumbadas, a la espera de que me arme de paciencia y las arregle, y esta Hermes en la que escribo, aceitada y brillante, y que uso a veces para redactar alguna carta comercial. En los días que corren cuesta conseguir cinta de máquina, y ni hablar de repuestos, pero si la máquina todavía funciona es porque debo ser uno de los pocos en la ciudad que conoce el arte perdido de repararlas.
Olivetti, Corona, Underwood, Hermes, Continental, Remington, Royal. Todavía me parece oír el ruido de las máquinas sonando en la noche.
A los veinte años salí de mi pueblo, Los Álamos, y me vine a vivir a la ciudad. Llegué con una valija de cuero que ya en ese entonces era vieja, y que mi padre, que nunca salió del país, había cubierto de etiquetas de hoteles de Europa y grandes trasatlánticos. Conseguí un cuarto en una pensión de la calle Sarandí, enfrente del cine Gloria, y empecé a rastrear el paradero del tío Emilio, el único hermano de mi padre. Después de dos semanas de búsqueda lo encontré: tenía un taller de reparación de máquinas de escribir y calculadoras en la calle Venezuela. Atravesé el portón, que estaba abierto, y caminé entre máquinas desarmadas y latas de sardinas transformadas en ceniceros. Entraba una luz lechosa por una claraboya: en el fondo del taller estaba el tío Emilio, bien afeitado, peinado a la gomina, una medallita de oro sobre la camiseta agujereada. Ajustaba una tuerca y daba una pitada a su cigarrillo, otra vuelta y una pitada más. Me presenté y me miró sin sorpresa, como si todos los días recibiera un sobrino distinto.
—Así que vos sos Santiaguito. Tu padre, que en paz descanse, era un loco. Y decime, ¿qué sabés hacer?
No podía decirle que en Los Álamos me pasaba siempre las tardes en la biblioteca del pueblo, entre enciclopedias a las que faltaban tomos y novelas de Pierre Loti, Eugenio Sue, Emilio Salgari, Rafael Sabatini y Julio Verne. A veces me acompañaba Marcial Ferrat, mi amigo desde siempre, que sacaba y devolvía un único libro, La guerra y la paz. Nunca llegó a terminarlo. Yo había esperado en vano el ingreso de un libro nuevo, pero sólo entraron cincuenta ejemplares del mismo, Las alambradas de la memoria, los recuerdos de un estanciero de la zona. ¿Qué interés podían tener para mí esos recuerdos, que repetían lo que me rodeaba? Vacas, vacas, vacas. Yo quería que me hablaran de lo que no veía, de lo que estaba lejos. (En la juventud confundimos el extranjero con el porvenir). Si le hubiera hablado de mis lecturas, mi tío habría pensado que era un afeminado. Le dije que sabía algo de motores, y que tal vez las máquinas de escribir no fueran tan distintas.
—Está bien. Los buenos mecánicos trabajan con el oído. Conocí a uno que no se ponía el mameluco: camisa blanca, almidonada, y nunca una manchita. Con estas máquinas también hay que trabajar con el oído. Escuchá. Tac, tac, tac.
En los días siguientes, me hizo escuchar máquinas con distintas fallas. Recorría el taller tocando una ahí y otra allá: él señalaba grandes diferencias, pero a mí me sonaban todas iguales. Empezó a darme tareas sencillas para hacer. Él se reservaba los trabajos más delicados, y a mí me tocaba armarlas y desarmarlas, o buscar las piezas en un mueble lleno de cajoncitos. Además de técnico hacía de cadete: iba a retirar las máquinas a las oficinas del centro y las devolvía después. Donde más pedían sus servicios era en el diario Últimas Noticias. A veces iba al diario tres veces en el día.
—En las máquinas de los diarios vas a ver que la X siempre está sucia. Las secretarias de las oficinas no la usan nunca, pero los periodistas se la pasan tachando.
Me había empezado a doler la espalda de tanto cargar las máquinas. Mi tío me pagaba muy poco, pero al menos aprendía un oficio. Él estaba contento con tener un discípulo:
—Lo más difícil es cuando una máquina se cae al piso. A lo mejor no hay nada completamente roto, pero la máquina entera empieza a fallar, como si hubiera perdido el alma.
A veces me invitaba a comer a un bodegón que había a la vuelta de su taller. Miraba la lista de platos, como si dudara en elegir, y decía:
—En la variedad está el gusto. —Pero pedía siempre lo mismo: bife con ensalada y queso fontina con dulce de batata.
También le gustaba hablar de mi padre. Yo tenía recuerdos borrosos; él les daba precisión, los corregía y coloreaba. Algunos hubiera preferido mantenerlos difusos y en blanco y negro. Lo único que sabía con certeza de mi padre era que había sido viajante de comercio, y que murió en un accidente de auto en el año 35, camino a Catamarca.
—Tu padre era un loco, Santiaguito. Corría con el auto como si lo persiguiera el diablo. Sabía vender. Podía venderle cualquier cosa a cualquiera. Y la clave de su éxito era que nunca trataba de convencer. Dejaba que la gente se convenciera sola. En Trenque Lauquen, en el año 28, lo arrestaron por vender un agua milagrosa que aseguraba la longevidad. En un primer momento hablaba sin convencimiento, dejaba que la gente dudara. Los frascos quedaban sin vender. Pero al terminar el speech, cuando se iba, dejaba caer como al descuido la libreta de enrolamiento. La libreta pasaba de mano en mano: ahí decía que tenía setenta años. La gente quedaba maravillada de su piel sin arrugas, del pelo negro, brillante, sin una cana: claro, en realidad tenía 34. Los frascos volaban, agua milagrosa para todos.
—Y al final lo arrestaron…
—Esas cosas pasan. A pesar de ese problemita con la justicia guardó un buen recuerdo del agua milagrosa. Se tomaba un frasco por semana. Pero el agua milagrosa no puede contra la velocidad, los malos caminos, las curvas cerradas, la lluvia.
Una tarde insistió en ir en persona a buscar una máquina al diario. Cuando volvió al taller, la dejó en la mesa, entre morsas y destornilladores, y me dio una tarjeta.
—Andá mañana a ver al fulano éste. Es el jefe de mantenimiento del diario. Quieren un técnico que esté de diez a seis en el diario, que no salga de allí. Y que, de paso, cambie los cueritos de las canillas, las lamparitas, esas cosas.
Me limpié las manos de grasa antes de tomar la tarjeta. Por más que uno se lavara las manos no había modo de sacarse la grasa por completo: quedaba entre los pliegues de los dedos, debajo de las uñas, en las líneas de la palma.
—Eso no significa que tenés que olvidarte de tu tío. Pasá, de vez en cuando.
Le dije que iba a pasar. Y que cuando me pagaran, lo iba a invitar yo al bodegón de la vuelta. Después seguimos trabajando juntos hasta que la luz de la claraboya se apagó y hubo que encender las lámparas.
Últimas Noticias tenía su propio edificio sobre Paseo Colón; una mole sombría de seis pisos. Los talleres estaban a la vuelta. Llegaba temprano, antes de la limpieza, cuando el piso todavía estaba cubierto por la ceniza de infinitos cigarrillos y por bollos de papel que escondían malogrados comienzos de notas. Los vidrios estaban siempre sucios, manchados por años de humo, y la luz de afuera nunca se decidía a entrar. Antes de ponerme a trabajar daba un lento paseo de una punta a la otra de la redacción mientras me fijaba cuáles eran las máquinas que tendría que arreglar ese día. Si alguna se averiaba, la dejaban apoyada contra el lomo, vertical. Algunas máquinas tenían inscripciones en la base: cuando un periodista moría —lo que no era nada insólito: desordenados hábitos nocturnos— se anotaba su nombre y sus dos fechas con la témpera blanca que se usaba para las correcciones. Así quien usaba la máquina sabía que antes había pertenecido a tal o cual prócer del periodismo.
Eran máquinas duras, la mayoría habían sido compradas en los inicios del diario. Walton, el fundador, había viajado a Bayenna, Nueva Jersey, en 1932, para conocer la fábrica y encargar las máquinas —Underwood modelo 5—, porque le gustaba hacer todo en persona. La foto de Walton en el puerto, junto con las cajas, colgaba enmarcada en la planta baja del diario. Quien visitaba la redacción veía antes que nada la llegada de las máquinas al puerto y a Walton con un sombrero de ala ancha, que el viento se empeñaba en arrancarle. Murió quince años después de la fundación del diario y su hijo, que en ese entonces alargaba una carrera de leyes más allá de todo plazo razonable, quedó al mando.
Las manos suaves y veloces de una mecanógrafa no hubieran estropeado una de aquellas Underwood ni en un siglo, pero los dedos de los redactores eran pesados, y las máquinas debían soportar sus arrepentimientos y cambios de humor, que se manifestaban en forma de bruscos golpes del carro o puñetazos contra el teclado. A lo largo de la jornada, distintas clases de emociones atravesaban la redacción y todas terminaban dejando alguna huella en las máquinas.
Yo me ocupaba de quitar la mezcla de pulpa y tinta que borraba los contornos de las letras; engrasaba los mecanismos, ajustaba tuercas y tornillos, y reemplazaba los diminutos resortes. Abstraído en mi trabajo, apenas me daba cuenta del movimiento a mi alrededor: primero los empleados de limpieza, que ventilaban y barrían los últimos restos de la noche —incluido algún periodista, en general Germán Hulm, que se quedaba dormido en los sillones de cuero verde del hall—, luego la señora Elsa, encargada del horóscopo, que era la primera en llegar del plantel de redacción, y diez minutos después Felipe Sachar, que entraba con un maletín ajado abarrotado de papeles, siempre a punto de explotar, pero que se abría en el instante que llegaba al escritorio, como si ese caos portátil escondiera un mecanismo de relojería. Yo ayudaba a Sachar a levantar los papeles, porque me parecía que iba contra las leyes naturales que un hombre tan voluminoso se pusiera en contacto con las regiones inferiores.
Felipe Sachar se definía como cruzadista («Decir que soy un cruzado sería una exageración») y había hecho imprimir algunas tarjetas con su nombre y profesión. Insistía: «El oficio de quienes trabajamos con el diccionario no figura en ningún diccionario». Alto y robusto, vestía siempre el mismo saco a cuadros. Su juego recibía el nombre de criptograma, porque una vez completado aparecía una frase escondida (frase que Sachar sacaba de una recopilación de citas célebres, que abusaba de Oscar Wilde y de Montaigne). Las palabras cruzadas se publicaban en la última página, junto con el horóscopo y tres tiras de historietas compradas a los sindicatos norteamericanos. A Sachar le tocaba compartir la página con Agente X 9, Trifón y Sisebuta y una historieta de guerra cuyo nombre no recuerdo, en la que siempre había un oficial pidiendo refuerzos por radio. Junto a las palabras cruzadas había una sección periodística titulada «El mundo de lo oculto», que se ocupaba de seguir los pasos de médiums, mentalistas, hipnotizadores y acólitos de Madame Blavatsky. La sección estaba firmada por Míster Talvez.
Le pregunté a la amable señora Elsa si sabía quién era el que se escondía tras el seudónimo: imaginaba que entre el autor de «El mundo de lo oculto» y la astróloga habría alguna clase de complicidad.
—Sólo el director lo sabe —respondió la señora Elsa, mientras sacaba el tejido de su cartera, como hacía siempre apenas terminaba su columna. Aun en verano tejía bufandas. Elsa era una de las pocas personas de la redacción capaces de escribir con los diez dedos, y nunca debí reparar su máquina, ya que la cuidaba como a un hijo—. Todas las tardes llega al diario un sobre a nombre del señor Walton. Es lo único que puedo decirle.
—Debe ser alguien que conoce muy bien el ambiente esotérico —dije, por decir algo.
Sachar intervino:
—No necesita conocer nada. Los esotéricos repiten siempre las mismas cosas, de fenómenos distintos sacan las mismas conclusiones. En todo encuentran mensajes: en las pirámides, en los naipes, en las estrellas, en la borra del café. Como dijo ya no recuerdo quién, el ocultismo es la metafísica de los idiotas.
La señora Elsa volvió la cabeza, ofendida, y se concentró en su tejido. Sachar quiso arreglar las cosas:
—Le aseguro que no estaba pensando en el horóscopo. Una cosa es la adivinación y otra la astrología, que es casi una ciencia. Soy Tauro y usted siempre le pega con sus predicciones.
—¿En serio?
—Palabra —Sachar se puso la mano derecha sobre el corazón—. Además, no me olvido de la bufanda que me tejió el invierno pasado.
—¿Todavía la conserva?
—La dejé olvidada en un taxímetro. Pero conservo la sensación alrededor de mi cuello. A propósito, señora Elsa, ese color me va perfecto.
En cuanto a las predicciones de la astróloga, Sachar decía la verdad: el horóscopo estaba escrito con tanta precaución que sus palabras siempre acertaban. Con el paso de los años, las predicciones habían sido reemplazadas por sabios consejos: como un hada buena, la señora Elsa hacía propaganda a la honestidad, la fidelidad, el tesón.
Las columnas del Míster Talvez no eran tan apologéticas de los profesionales de la adivinación como lo pretendía Sachar. El cruzadista estaba celoso —pensaba yo— porque en los últimos años la columna se había expandido a expensas del santoral, mientras que su juego seguía del mismo tamaño desde los comienzos del diario. Míster Talvez tomaba un personaje cada día, exponía su modo de trabajo sin afirmar jamás que su poder era cierto. Contaba la historia del arte adivinatorio sin juzgar su eficacia. Muy a menudo su columna estaba formada por pequeños textos, a veces brevísimos e incomprensibles, como si hubiera algún tipo de información en clave para lectores avisados.
—Esas columnas le hacen creer a la gente en cosas que no existen —decía Sachar mientras trazaba con un lápiz negro de punta blanda sus limpios diagramas—. En cambio yo trato de educar al lector a través de mis definiciones. Lo paseo por la historia, la literatura, la pintura, la botánica…
Sobre todo por la botánica. Sachar hacía cultivo intensivo de un diccionario de plantas, al que recurría siempre que tenía que reunir en una palabra letras que el idioma español apenas soportaba juntas. Así surgían esas definiciones que eran la pesadilla de los lectores: familia de dicotiledonias de hojas sencillas, alternas, flores en amentos, fruto indehiscente, con semillas sin albumen. Rara vez germinaban.
Cuando yo terminaba con la última máquina guardaba las herramientas en mi valija y me sentaba a conversar con él, a pesar del humo de su pipa, que era su manera de mantener una distancia de un metro y medio del resto del mundo. De vez en cuando me explicaba los trucos de su trabajo. Si no me hubiera sentado con él a charlar, si no hubiera atendido sus explicaciones, mi vida habría tomado un rumbo totalmente distinto. No hay ejercicio tan vano como ponerse a pensar en el pasado, y a decirse: si en vez de ir a esa cita, hubiera faltado, si en vez de hacer esa llamada… ¿Pero cómo sustraernos a ese juego? Creemos que todas nuestras decisiones son azarosas, que no están conectadas: hasta que aparece, demorada y nítida, la frase escondida.
Una mañana encontré a Sachar con la cabeza apoyada contra la máquina de escribir. No era una postura rara en otros periodistas, que a menudo se dormían mientras trabajaban (en aquel entonces, la noche tenía un prestigio que luego perdió y quedarse dormido durante el día era la prueba de que se llevaba una vida intensa). Pero esa conducta era impensable en Sachar. El día anterior me había dicho que se quedaría trabajando hasta tarde. Quería adelantar unas palabras cruzadas para irse a jugar al casino de Mar del Plata. Era un hábito que repetía todos los meses. Me voy a la playa, decía, en pleno invierno, y yo lo imaginaba solo, con un vaso de whisky en la mano, perdiendo su sueldo a la ruleta, en el intento de descubrir, detrás de las combinaciones del azar, algún tipo de esquema. Tenía que regresar caminando desde la terminal de Constitución hasta su casa, porque perdía todo y no le quedaba plata ni para el taxi.
Volcado sobre la máquina, parecía menos un hombre que una construcción derrumbada por un cataclismo inexplicable. Quizás había muerto mientras los colegas todavía llenaban la redacción: su escritorio estaba apartado y un poco escondido detrás de una columna. Me quedé mirando el monumento fúnebre, sin saber qué hacer, hasta que un ordenanza me ayudó a echar el cuerpo hacia atrás. En un rincón se oía el llanto apagado de la señora Elsa; sobre el escritorio habían quedado abandonadas la lana y las agujas. Las teclas de la máquina se habían enterrado tan profundo en la frente de Sachar que le habían dejado marcas violáceas. Durante unos segundos comprendí, con desconsuelo, que no sabía nada de Sachar; que en tantas conversaciones, nunca le había preguntado si estaba casado, si tenía hijos, o qué había hecho antes de convertirse en cruzadista.
Una vez que se llevaron el cuerpo, Lajer, de turf, que era uno de sus viejos amigos, revisó los cajones. Había una tijera, papeles, diccionarios y un cortaplumas. Levantó la máquina para escribir el nombre, pero entonces vimos que el mismo Sachar se le había adelantado, alertado por alguna premonición:
F. SACHAR
1878−1950.
Cuando me tocaba ir al taller, en general para reparar algún problema eléctrico o para ocuparme de asuntos de plomería, me quedaba charlando con los tipógrafos, que solían ser más amables que los periodistas. Dos veces por día, a las cinco de la tarde y a las diez de la noche, llegaba un cajón de botellas de leche. Como nunca había visto a ninguno tomar una gota, les pregunté por qué la pedían.
—Ah, nosotros no pedimos nada —decía Tieck, el alemán—. Pero la empresa está obligada por una ley de salud pública a darnos leche. Es para combatir el saturnismo, la enfermedad del plomo.
—No es de hombres tomar leche —decía el vasco Ezcurra—. Nosotros se la damos a los chicos pobres. Al saturnismo, lo curamos con vino.
Todos los tipógrafos eran o socialistas o anarquistas: y siempre discutían sobre la revolución. Ninguno dudaba de su inminencia, pero no se ponían de acuerdo sobre qué convendría quemar primero. Tieck, que era alemán, quería incendiar la Casa de Gobierno; Ezcurra prefería el Congreso, porque parecía un palacio, y los palacios recuerdan a las monarquías; a Dodkin, anarquista e hijo de rusos, no le parecía mala la idea de quemar la ciudad entera. Terminaba toda discusión diciendo:
—Mejor empezar de cero.
Tres días después de que velaran a Sachar en el salón principal del Sindicato de Prensa me encontré en el taller de composición con el jefe de redacción del diario. Bajo y corpulento, Buenavista se movía de un lado a otro con un derroche de energías. Cojeaba discretamente de la pierna izquierda, pero ese defecto en su andar lo alentaba a ser más veloz. A los cargos directivos sólo llegaba gente de la sección política, pero Buenavista había dado el gran salto a partir de la jefatura de policiales. Los lentes velaban unos ojos claros, adiestrados en la búsqueda de errores. Los descubría sin detenerse a leer, como si brillaran en las pruebas de galera. Perseguía palabras repetidas, giros inapropiados, gerundios mal puestos. Más de una vez, Sachar había comentado:
—Pobre Buenavista, siempre buscando lo que falla. Así se sufre. ¿Qué importancia tienen los nombres mal escritos, las fechas cambiadas? Las palabras están hechas para el error, todo lo que decimos con palabras estará equivocado siempre.
—Pero usted es muy cuidadoso con las palabras cruzadas —le había dicho yo.
—Es que el juego en sí mismo es un error. Perder el tiempo con estas tonterías no tiene sentido. Si además me equivoco, ya es una exageración.
Me corrí del paso de Buenavista para que hostigara tranquilo a los tipógrafos, pero giró hacia mí.
—Venga conmigo —dijo. Pensé que me iba a recriminar que perdiera el tiempo con aquellos revolucionarios del plomo.
—Tengo que cambiar unas lamparitas, señor.
—Las cambiará después.
Entramos en el túnel que unía el taller con la redacción. Era un largo pasillo subterráneo de azulejos blancos, cuyo piso estaba casi siempre con dos centímetros de agua. Buenavista, que hacía aquel trayecto con frecuencia, usaba siempre galochas.
—Sé que usted era amigo de Sachar —dijo en tono de confidencia.
—Lo escuchaba. Me explicaba cómo hacer los juegos…
—Sachar estuvo en el diario desde el número cero. Era irremplazable.
—Irremplazable —repetí, cabizbajo.
—Pero es justamente a los irremplazables a los que hay que reemplazar de inmediato. Los inútiles pueden dejar su lugar vacío sin problemas. Y no había nadie mejor que Sachar en lo suyo, ni en este diario ni en ningún otro. Cada mañana noventa mil personas completan las palabras cruzadas. Envidio esa paciencia.
—¿Por qué no publica juegos viejos hasta encontrar un reemplazante? Nadie se va a dar cuenta.
Buenavista suspiró, desencantado.
—Ésa es exactamente la mentalidad argentina. Hagamos las cosas mal, total nadie se va a dar cuenta. Por eso estamos como estamos y nos gobierna quien nos gobierna, si es que puedo hablar en confianza. ¿Puedo?
Incliné la cabeza, en señal de asentimiento.
—Tengo otro motivo para no repetir juegos viejos. Sachar se lo pasaba escribiendo invectivas contra el régimen, escondidas entre las palabras. A veces estaban muy escondidas tras complejos sistemas de cifrado; pero otras no. Me di cuenta porque más de una vez dejó sus mensajes casi a la vista. Espero que usted no intente hacer lo mismo cuando le toquen los próximos criptogramas.
—Me parece que se equivocó de persona. Soy el que arregla las máquinas de escribir. Sirvo para eso.
—Trabaja con letras, después de todo. No puedo encargarle a un periodista profesional que se ocupe de los juegos: me van a venir con que no es su oficio, me van a hacer problemas con el sindicato. Así que desde mañana se viene con traje y corbata y sin herramientas. Aquí tiene cien pesos por si le falta el traje. La sastrería de acá a la vuelta está en liquidación.
Guardé la plata en el bolsillo. Automáticamente pensé: compro un traje de cincuenta y me quedo con el resto.
El túnel llegaba a su fin.
—No se vaya todavía, que falta algo. ¿Le contó Sachar su secreto? —Negué con la cabeza—. Sachar era Míster Talvez. Y ése es otro asunto que queda en sus manos.
Las primeras palabras entraban fácil en los casilleros, pero mientras completaba el diagrama me veía obligado a buscar más profundamente en el diccionario. A medida que la tarde avanzaba, entraba en un estado de desesperación y recorría un desencuadernado diccionario Sopena, cuyas páginas caían a mis pies, en busca de la palabra mágica que contuviera, por ejemplo, una A como primera letra, una Z como tercera y una H como quinta. Entonces disculpaba a Sachar, y salía a pedirle ayuda a la botánica.
Trabajaba con lápiz y goma, borrando hasta perforar el papel pautado. Cuando iba al buffet a buscar un sándwich o una taza de café, los de turf completaban mis diagramas con obscenidades. Dedicaban más tiempo y estudio a sus bromas que a su propio trabajo. Para hacer los juegos contaba con el recuerdo de las palabras de mi maestro; no tenía pistas en cambio de cómo convertirme en Míster Talvez. Vacié los cajones de Sachar, puse todo en una caja, la até con hilo sisal y la llevé a mi cuarto.
En esa época vivía, como ya he dicho, en una pensión sobre la calle Sarandí. Era un cuarto estrecho y mal iluminado, en el que procuraba estar tan poco tiempo como fuera posible. Mientras estaba solo, encerrado, sentía que no vivía: la vida verdadera estaba afuera, en la calle, en la redacción, en los bares por los que peregrinaban mis compañeros del diario, a quienes trataba de seguir en sus noches interminables. En las pensiones los ruidos nocturnos son mensajes en morse de vidas extraviadas: un disco rayado en el fondo del pasillo, que el melancólico Nicasio Paz, aprendiz de cantor, escuchaba para aprender a seguir a las orquestas de Fresedo o Caló, los pasos de insomne del sastre Luman en el piso de arriba, los sollozos apagados de la viuda Battle, que poco después enloqueció y se arrojó desde el cuarto piso de la casa Harrod’s.
Frente a la pensión estaba el cine Gloria. Yo sentía que de un lado de la humanidad estaban mis vecinos de pensión y del otro las parejas que entraban al cine Gloria, y que salían del programa doble con arrugas en la ropa, rubor en las mejillas, una vaga idea del argumento de la primera película y sin recuerdos de la segunda. Por suerte mi cuarto daba a un pozo de aire y luz y no al intolerable espectáculo de la felicidad ajena.
Vacié la caja de Sachar sobre la cama y me arrepentí de inmediato, porque así mi cuarto quedaba contaminado por el aire fúnebre de aquellos papeles. Hojas de papel cuadriculado con borradores de juegos y apuntes para las columnas se mezclaban con cajas de fósforos de cera y paquetes vacíos de tabaco para pipa. Estuve largo tiempo separando la basura de aquello que podía serme de utilidad. Encontré volantes de publicidad de médiums y mentalistas, un cuadernillo escrito por un hipnotizador, un volumen con la correspondencia de un tal Magnus, y apuntes dispersos que Sachar sacaba de enciclopedias y de revistas. Algunos los publiqué después:
«En Eslovaquia, en el siglo XII, se cortaba la cabeza a las brujas y se las dejaba en los cruces de caminos clavadas en picas. Se creía que las cabezas responderían las preguntas de los viajeros perdidos».
«El escarabajo Aegiptanus, que vive en algunas zonas desiertas de la India, secreta un líquido capaz de momificar los cadáveres de pequeños animales. En una aldea del sur de la India se encontró un cadáver humano completamente preservado a causa de una invasión masiva de estos insectos; está expuesto en el Museo de Entomología de Calcuta».
«En Roma se practicaba un juego conocido como sortes virgilinae que consistía en formular una pregunta y luego señalar al azar un verso de la Eneida. La obsesión por el juego llevó a muchos a la locura. Los versos más temidos eran aquellos en los que Eneas encuentra un árbol que sangra; es Polidoro, el marino convertido en planta. Como Virgilio tenía fama de nigromante y experto en pócimas vegetales, se suponía que aquí estaba encerrado un maleficio».
Otras noticias eran más cercanas: el mentalista Aviglione se presentaría durante todo el invierno en el circo de los Hermanos Faure; Irina Lamas, quiromántica, daba una conferencia sobre la relación entre las manos y el destino en el salón Artemisa; acababa de aparecer una nueva traducción del tratado Isis sin velo, de Madame Blavatsky.
Como mi sueldo había aumentado, pude comprarme camisas nuevas y corbatas y hasta un sombrero, y pagar entradas de cine y cenas en algún restaurante. Pasé cuatro meses noviando con una chica del Once, estudiante del conservatorio, que me dejó por un violinista veinte años mayor. Sufrí como se sufre a esa edad: un día se piensa en el suicidio, al otro todo está olvidado. Era alguien sin mayores ambiciones: pensaba que tendría una vida normal, que haría algún progreso en el diario, que me casaría, formaría una familia. Ni siquiera me dominaban las pasiones políticas que yo veía a mi alrededor: me sentía como un extranjero en medio de las discusiones y los odios. Salía en ese entonces, en la revista Rico Tipo, una historieta que se llamaba «El vendedor de hielo», cuyo héroe sufría toda clase de percances, sin inmutarse jamás, frío como las barras de hielo que vendía: mis compañeros de trabajo decían que me parecía a él. Nada me preocupaba, nada me encolerizaba, nada me hacía temblar. Hasta que me llegaron las primeras noticias del Ministerio de lo Oculto.
A la noche salíamos en grupo del diario, y echábamos a caminar por la Avenida Corrientes. Pronto se nos unía gente de otras redacciones. Todos parecían conocerse de un pasado remoto, para mí inalcanzable; estaba condenado a ser el nuevo, el que no había estado en el momento oportuno, el que se había perdido lo mejor.
Era difícil adivinar la evolución del grupo en la calle: a veces entrábamos en un café, agrupábamos sillas en torno a una mesa siempre insuficiente, Fernet algunos, otros ginebra, yo una Hesperidina, y transcurrían las horas, como si esperáramos a alguien. ¿Pero a quién esperábamos? Yo no me animaba a preguntar. Otras veces íbamos directamente a uno de los bodegones del pasaje Carabelas, o seguíamos por Corrientes, asomándonos a las librerías angostas y profundas. Nunca había una consulta sobre qué era lo que queríamos hacer, ni un líder que decidiera por nosotros; era como si la calle misma tomara la decisión. Todos estábamos de acuerdo en ir a un lugar o a otro; mientras no saliéramos del centro, o desde esas pocas cuadras que eran nuestro centro. Me acuerdo de Lajer, de turf, que trataba en vano de explicarme quién era quién; me acuerdo de la presencia, en ese ambiente de hombres, de la imponente pelirroja Alejandra Levy, que hacía ilustraciones para el diario y también para El Hogar, y que llegó más tarde a dibujar algunas historietas sentimentales en Intervalo; me acuerdo del Flaco Fabrici, alto y melancólico, cronista especializado en incendios, y cuyo nombre encontré en uno de los libros del cajón de Sachar. Cuando le devolví el libro —una novela policial del Séptimo Círculo— sonrió con melancolía y me dijo:
—Pobre Sachar, nunca me devolvía los libros. Tuvo que morirse para que al menos uno llegara de regreso.
A veces el grupo se dividía en dos o tres batallones; división que no estaba fundada ni en peleas ni en simpatías profundas, sino sólo en la necesidad de continuar una conversación o de escapar de otra. El grupo desertor desaparecía sin saludar, aprovechando un semáforo en rojo o la distracción de una vidriera. Yo me veía arrastrado a uno u otro grupo casi sin darme cuenta.
Un viernes de lluvia, la invisible corriente de energía me arrastró hacia un grupo que portaba paraguas abiertos, un escudo sobre nuestras cabezas. Continuamente embestíamos a los otros transeúntes, y a los toldos de los negocios, con la arrogancia de la pequeña multitud. El ritmo discontinuo de la charla nos llevaba a descuidar la lluvia y los charcos y los taxímetros, cuyos choferes nos insultaban. Una muchacha de impermeable azul perdió el tacón de su zapato y yo me aventuré entre los coches para alcanzárselo. Cuando quise acordarme me rodeaban desconocidos: mis amigos se habían perdido. Frente a mí se levantaba un tótem, que los transeúntes se esforzaban por esquivar. Era un hombre robusto, vestido con un saco cruzado. Tenía los ojos achinados y una cicatriz en la frente, tan grande que el sombrero no alcanzaba a taparla.
—Buenos noches, Míster Talvez. Soy el comisario Farías.
Le tendí la mano y la miró como si hubiera descubierto un extraño insecto que no sabía si ignorar o aplastar. Con un gesto me obligó a seguirlo hasta un gran automóvil negro que parecía un coche fúnebre: un auto norteamericano, cuya marca yo desconocía. Estaba abollado y tenía dos o tres impactos de bala en la puerta del conductor. En el asiento trasero se apilaban cajas de cartón y papeles sueltos. La lluvia fría había dejado de importarme, porque ahora el interior del auto era la intemperie. El comisario me empujó para que subiera en el asiento del acompañante. Puso en marcha el auto, que dio un gemido ahogado, y empezó a conducir rumbo al Bajo. No sabía de qué se me acusaba, pero empecé a disculparme:
—Escribo la columna porque me mandan. Ya sabe, como Sachar murió…
—No se excuse. No es un delito escribir esa columna. La leo con mucho interés.
—Soy nuevo en esto…
—Yo quisiera ser nuevo en algo. No pertenezco a la policía normal, ¿sabe?
—¿No? ¿Y a qué departamento…?
Temí que fuera a decirme que era de la temida Coordinación Federal.
—Al mío, sólo al mío. Le contaré. Empecé mi carrera en la institución en Bahía Blanca. Me ascendieron a sargento en el 42. Al año siguiente, cuando colaboré con la captura de la banda de Maldonado, que había robado las oficinas del Ferrocarril del Sur, me permitieron hacer un curso para pasar a oficial de la Federal. Eso tengo que agradecérselo al peronismo. Así llegué a comisario. En el 48, seguí la pista de uno de los asaltantes del Banco Rojas. Estaba en una pensión de Constitución. Sabía que estaba solo, que sus cómplices habían quedado atrás, pero cuando entré en la habitación lo encontré con una mujer. Apártese, señora, le grité, mientras apuntaba. No me fijé en lo que hacía la mujer. En esos casos, uno no mira a las mujeres: están ahí, como puede estar una mesa o un perchero. Sólo tenía ojos para el desgraciado, un tiro en el brazo, otro en el pecho. Mientras tanto, la mujer había alcanzado el revólver, bajo la almohada. Vos, le dije. Pensaba que una palabra sobraría para desarmarla. Basta con que una mujer, alguna vez, nos haya hecho caso, para creer que todas lo harán. El balazo me pegó en la frente. Me llevaron casi muerto al policlínico. Es raro que una mujer haya disparado a la cabeza. En general, tiran al corazón.
El comisario frenó de golpe: había estado a punto de atropellar a un borracho.
—No se preocupe, uno menos no perjudica a nadie. Hay que combatir el alcoholismo. Le decía: tuvieron que ponerme una placa de metal en la cabeza. Entonces empecé a escuchar voces. Venían de lejos. Me parecía reconocer al sargento Vega, que murió en un camino de estancia en 1942, y cuyo cuerpo encontré comido por los perros y sepultado por la escarcha. También una mujer que se ahorcó con mi única corbata, negra con lunares amarillos, en un cuarto de hotel. Frecuenté a espiritistas para que me librasen de la pesadilla. Mis jefes advirtieron mis movimientos y me pidieron que me especializara en esa clase de cosas. Lo hicieron para que no me alejara del todo de la institución. Tengo una pensión por invalidez, pero cuando necesitan de mis servicios, me llaman. Y trabajo, por supuesto, para el Ministerio de lo Oculto.
—¿Qué ministerio es ése?
—Vigilamos las actividades de espiritistas, adivinos, sectas.
—Hacen bien en desenmascarar a los farsantes…
—Al contrario. Los farsantes no nos interesan. Nos preocupan los que tienen poderes de verdad. Los rusos ya cuentan con un departamento de detectives telépatas, ocupados de descubrir a los disidentes políticos.
—¿Dónde trabaja? —pregunté nervioso, para sacar al comisario de un breve silencio. Me inquietaba más cuando estaba callado que cuando hablaba—. ¿Tiene una oficina?
—Este auto es mi oficina. En el asiento de atrás está mi archivo. Mi sala de interrogatorios, en cambio, se muda de un sitio a otro. Espero no tener que mostrársela.
Pasamos junto al Luna Park, cuyas luces brillaban amarillas y borrosas bajo la llovizna; las siluetas de los boxeadores se repetían en los afiches rosados y celestes de los muros. Farías detuvo el auto poco más adelante, en la cuadra del Palacio de Correos, que parecía, en el aire saturado de humedad, un verdadero palacio abandonado. Todo estaba oscuro excepto, en lo alto, una ventana iluminada. Farías se volvió hacia mí:
—¿Ve esa ventana? Ese es el Ministerio de lo Oculto.
—¿En el Correo Central?
—En el Correo Central. El señor Crispino siempre está trabajando, pero no lo vamos a molestar ahora. Mañana usted tiene que presentarse en la oficina 665 del Palacio de Correos. Y que nadie se entere, ni sus jefes ni sus amigos. Sus enemigos podrían aprovechar la oportunidad si se enteran de que trabaja para nosotros.
—¿Qué enemigos? Tengo 23 años. Acabo de entrar al diario.
El comisario dejó atrás el Correo Central y tomó Leandro Alem, rumbo al sur.
—Todos tenemos algún enemigo que no sospechamos, en el que tal vez ni siquiera pensamos, pero que pasa noches de insomnio pensando en nuestro mal. Siempre hay un enemigo en alguna parte, que nos identifica con todas las cosas que funcionan mal en su vida. También usted, tan joven, tiene enemigos.
—Yo no. Imposible.
—Si conquista a una mujer, aunque dudo de que eso le vaya a ocurrir, con esa cara de papanatas que tiene, desplaza a alguien. Si ocupa un puesto, deja a alguien sin trabajo. Respiramos el aire que otros podrían respirar, y caminamos por caminos que otros se creen con derecho a pisar. Estoy seguro de que en alguna parte hay alguien que daría su brazo derecho por verlo muerto.
Farías me dejó en la esquina de la pensión, como para darme a entender que sabía dónde buscarme.
Una de las ventajas de mi cambio de sección era que ya no tenía horario. En aquella época, a nadie se le hubiera ocurrido controlar las entradas y salidas de un periodista. El último en entrar era siempre Hulm, que llegaba después de haber perdido el día en un recorrido de bares que nunca repetía, con varios whiskies encima, y escribía una columna sobre los personajes con los que se cruzaba en el camino. Escribía durante diez minutos, quince como máximo, y después se iba a dormir a los sillones del hall. A veces se quedaba allí hasta la mañana.
Un martes, antes de entrar a trabajar, tomé el tranvía 2 hasta el Correo Central. Cuando bajé, el viento estuvo a punto de arrancarme el sombrero, y una basurita me entró en el ojo derecho. Abandonaba el Correo un ejército de carteros de uniforme azul, doblados por el peso de sus sacas. En el salón central, la multitud buscaba su mostrador: estaban los que venían con encomiendas envueltas en papel madera y adornadas con medallones de lacre, los cadetes de las oficinas que llegaban con cientos de sobres atados con cordel amarillo, filatelistas con sus lupas colgadas al cuello o sobresaliendo del bolsillo superior del saco, que querían comprar las planchas con el sello de emisión del día. Como funcionaba un solo ascensor, y había una larga hilera de espera, busqué una escalera que me llevó a un pasillo lleno de oficinas. A un lado de cada puerta se leía, en las placas de bronce: Documentación Oficial, División buzones, Asuntos postales antárticos, Cartas extraviadas. A la Oficina 665 le correspondía una placa vacía, como si la paciente labor de labrar los otros bronces se hubiera interrumpido allí.
Golpeé. No escuché ninguna invitación a pasar, pero igual abrí lentamente la puerta. Sentado frente a un gran escritorio lleno de papeles, y de espaldas a una ventana, había un hombre calvo, esmirriado, con lentes redondos.
—¿Señor Crispino?
—Se retrasó diez minutos —dijo sin levantar la vista de sus papeles. Con una lapicera plateada, firmaba y firmaba.
—El edificio es grande —me excusé.
—El comisario Farías me dice que usted puede trabajar para nosotros. Como el finado Sachar.
—Acabo de entrar al diario. Hasta hace poco arreglaba máquinas de escribir.
—Sabemos todo sobre usted. Esto que está a mi alrededor no es una oficina de correo. —Levantó la vista hacia mí—. Esto es el Ministerio de lo Oculto.
—¿Y por qué funciona aquí, en el Correo?
—Porque el Ministerio de lo Oculto está oculto. ¿Es muy difícil de entender?
Me invitó a sentarme con un gesto desdeñoso.
—Muchas cosas que antes se tomaban como supersticiones hoy son ciencia. Las agencias secretas, que antes reclutaban militares, científicos e intelectuales, ahora buscan mentalistas, espiritistas. En Hungría hay hasta una oficina de Asuntos Gitanos. Aunque el uno por ciento de todo lo que se dice sea cierto, ese uno por ciento nos basta. Sachar recibía un sobre todos los meses por su colaboración. Se lo jugaba en el casino, desdichadamente. Espero que usted no haga lo mismo.
—¡Yo no juego, señor! —Sentí que sobreactuaba un poco mi sentido de la virtud.
—Me alegra escuchar eso.
—¿Y qué hacía Sachar para el Ministerio?
—Él nos decía en quién podíamos confiar, en quién no. Invertimos mucho en esa gente que aparece en su columna y que usted describe con ironía… No quisiéramos malgastar el dinero del pueblo.
—Tengo que pedir permiso en el diario.
—¿Permiso? Yo le doy todos los permisos que necesite. Usted no tiene que hablar con nadie. Nadie sabe que existe este Ministerio. Si se llegara a saber, la credibilidad del gobierno quedaría dañada. Enemigos sobran, como sabe. Los informes los hará llegar a esta dirección…
Anotó en un papel, con letra redonda:
Casilla de Correo 394. Correo Central.
—Debe concentrar en una o dos páginas, no más, todo lo que averigüe de cada mentalista. Es fundamental que anote su impresión sobre la autenticidad o falsedad de sus poderes. Luego depositará sus informes en un buzón especial que está en la esquina de su pensión, Sarandí e Independencia.
—Ahí no hay ningún buzón.
—Abra bien los ojos y lo verá. ¿Sabe identificar un buzón? Son esos cilindros rojos, metálicos…
—Sé lo que es un buzón. Pero paso por ahí todos los días.
Hizo un gesto imperioso con la mano para que me marchara. Volvió a firmar sus papeles. Salí sin decir más y traté de cerrar con suavidad la puerta alta y pesada, pero una corriente de aire la cerró de un portazo.
Me fui caminando al diario. Esa noche, al llegar a casa casi me llevo por delante el buzón, rojo y brillante. Lo toqué para ver si no era un sueño, un sortilegio creado por Crispino. La pintura estaba fresca.
La señora Elsa de vez en cuando me llevaba los restos de los postres que cocinaba. Budín de pan, flan, tarta de manzanas. Yo le agradecía y me traía el postre a la pensión, donde lo comía de noche, bien tarde. Era bueno comer algo dulce antes de dormir. Ayudaba a corregir la soledad de la juventud. A veces envidiaba a Nicasio, mi compañero de pensión. Él quería ser cantor de tangos, y se presentaba en audiciones en las radios, para ver si lo contrataban. Salía temprano, con el traje azul con rayas blancas y peinado a la Gardel; volvía con el nudo flojo de la corbata, ojeras, los hombros caídos. «Aquí llegamos los dos —me decía—: yo y mi fracaso. El dúo Los inseparables». Pero al menos él sabía qué quería ser. Mis ambiciones, en cambio, eran difusas. Cada vez que pasaba por la esquina tocaba el buzón rojo como si ahí se escondiera el porvenir.
Empecé a ir a funciones de teatro donde se presentaban hipnotizadores, a conversar con quirománticos, a juzgar la labor de mentalistas. Recuerdo que me impresionó un tal Melchor, que actuó en un teatro de la Avenida Córdoba, enfrente del cine Regio: se presentaba como un adivinador de pensamiento, pero era evidente que se las arreglaba para inducir al público a pensar lo que él quería. Lo conseguía con sutiles alusiones: a veces una palabra, a veces señales con las manos. El espectador creía que elegía una carta, o un nombre libremente; pero en realidad aceptaba los dictados del mago.
Durante meses, escribí mis informes. A veces lo hacía temprano, antes de que llegaran los otros, o los sábados a la mañana, en una Smith Corona que tenía en la pensión y que me había regalado mi tío (tenía que tener cuidado con no escribir de noche: molestaba a los otros pasajeros). A principios de mes me presentaba en la oficina del Correo Central para recibir instrucciones y el sobre con mi dinero.
Crispino siempre me dejó trabajar con libertad, y sólo en tres oportunidades me encargó temas de investigación. El primero fue una entrevista con el famoso mentalista Aviglione, que según se decía podía mover objetos con la mente. Crispino estaba muy entusiasmado por el caso, pero tuve que revelarle que no era más que un ilusionista. Los objetos se movían, sí, pero gracias a hilos muy finos, que Aviglione movía con destreza.
El segundo caso fue el de una sofisticada estafa conocida como La máquina del destino. La máquina la había inventado el Ingeniero Franklin, que en realidad ni era ingeniero ni se llamaba Franklin, era un vividor oriundo de Tacuarembó que tenía tres pedidos de captura en el Uruguay. Franklin había armado una red de gitanas que le mandaban sus clientes. Para dar con Franklin, tuve que visitar a una adivina que trabajaba en la Plaza Flores. Le mostré la mano y se quedó mirando las líneas, recorriéndolas con sus dedos sarmentosos. Me dijo que yo estaba solo, que caminaba perdido en la ciudad, que no sabía qué buscaba. Yo era un poco crédulo, y sus palabras me impresionaron: me di cuenta después de que lo mismo se podía decir de todos los hombres. Cuando estaba a punto de cerrarme la mano, agregó, como si descubriera de pronto algo que se le había escapado:
—Usted va a cometer un crimen.
Primero le dije que me parecía increíble, pero después pregunté, curioso:
—¿Cuándo?
—Al destino no le importan las fechas. Antes o después son palabras que no significan nada en el idioma de la eternidad.
—¿A quién voy a matar?
—Eso no lo sé. Ahí dice el pecado, no la víctima.
—¿Y hay un modo de solucionarlo?
—Hay. Pero duele la mano. Y duele el bolsillo.
Me dio un papel con una dirección.
—¿No podría usted misma ocuparse?
—Nosotras leemos el destino, pero no lo cambiamos. Sólo la ciencia cambia el destino.
El consultorio del Ingeniero Franklin estaba en la planta baja de un edificio del barrio de Constitución, sobre Garay, al lado de una amueblada. Me recibió solícito y sonriente, conversador como un peluquero. En las paredes había diplomas borrosos, en los que no se leía casi nada, salvo el nombre del ingeniero y sellos vistosos de instituciones extranjeras. Antes de mostrarme la máquina me hizo pagarle la consulta. Entonces pasamos a la sala que él llamaba «quirófano».
La máquina era un torno de dentista al que le había cambiado algunas partes, más para impresionar a los pacientes que por su utilidad. Había adosado al brazo mecánico un bisturí. Con una lupa estudió las líneas de mi mano.
—Con la máquina Franklin, borramos las líneas conducentes a la desgracia, al crimen, al incesto. Cuando es necesario, dibujamos otras líneas, que aseguran un buen porvenir. La operación cuesta trescientos pesos.
—¿Duele?
—Todo lo que sirve, duele. Mejor eso que la culpa. Mejor eso que la prisión. Con mi máquina, Rascolnicov se hubiera ahorrado cavilaciones y Siberia. Con el método Franklin se hubiera evitado el atentado de Sarajevo y la Gran Guerra no hubiera ocurrido. Le advierto que tendrá las manos vendadas por una semana.
—¿Hay que operar las dos?
—Todo está escrito dos veces. El destino sabe que no basta con decir la verdad: hay que repetirla.
Pedí turno para el martes siguiente: anotó mi nombre (el nombre falso que le di) en un cuaderno de contabilidad. Por supuesto, no volví. Me gustaban mis manos como estaban. Hubiera debido escribir el informe de inmediato, pero me demoré. Y cuando lo hice atribuí a Franklin méritos inmerecidos. Pensaba que si seguía diciendo que en el ocultismo todo era ilusión o estafa, se acabarían los pagos de Crispino.
El tercer caso fue el de los anticuarios. Ha pasado medio siglo, y no se ha cerrado todavía.
Fue Crispino el que me habló de los anticuarios por primera vez. Yo había ido a su oficina a retirar el sobre: era una mañana fría y lluviosa. Sepultado bajo capas de abrigos, me recibió con una pregunta:
—¿Ha oído hablar del profesor Benjamín Balacco?
—No.
—Es un antropólogo, experto en creencias. Ha publicado un Diccionario de Supersticiones Sudamericanas. Balacco va a hacer una reunión de especialistas en mitos y supersticiones, y yo quiero que usted asista en mi nombre. El encuentro se hará en el Hotel Lucerna.
Recordé el edificio, en la esquina de Córdoba y Reconquista.
—Que yo sepa, el Hotel está cerrado —dije.
—A Balacco se lo prestaron para esta ocasión. Está vinculado a la familia que posee la mayoría accionaria del hotel.
—¿Quiere que vaya y lo entreviste? ¿O quiere que asista a las charlas?
—Quiero que se reserve el sábado y el domingo para ver lo que Balacco tiene para mostrar. Hace tiempo que financiamos sus investigaciones. El titular de la cartera, ministro de lo Oculto —cuyo nombre no puedo revelarle, como comprenderá— está esperando que le dé una prueba que justifique el manejo de los fondos reservados.
El asunto me causaba fastidio. Mis fines de semana no eran extraordinariamente excitantes, pero pasar el sábado y el domingo en el abandonado Hotel Lucerna, escuchando conferencias, no sonaba mejor.
—¿Usted va también?
—Iría con gusto. Pero no puedo dejar que me vean. Este escritorio es una trinchera, que no debo abandonar.
—¿Y qué dice Balacco que tiene?
Hizo una señal para que me acercara y dijo en un susurro, como si alguien más pudiera escucharnos:
—Un anticuario.
Se quedó esperando que diera muestras de una fuerte impresión.
—¿Alguien que vende antigüedades?
Suspiró con fastidio.
—Alguien que no sufre el paso del tiempo ni la enfermedad y que sólo puede morir por violencia. Se les atribuye el poder de transfigurarse cuando se sienten en peligro.
—¿Cambian su aspecto?
—¿No le ha pasado nunca que descubre desde la ventanilla de un tren o en una muchedumbre a alguien que ha muerto? Cuando nos pasa esto es que hemos visto a un anticuario. Balacco se lo explicará mejor.
Debajo de unos papeles sacó un libro de tapas negras, grueso y ajado, y me lo tendió: era el diccionario del que me había hablado. Supersticiones Sudamericanas. Busqué en la A y leí en voz alta:
—«El profesor Amadeo Lippi encontró en octubre de 1916 en la biblioteca de Parma la obra de Pietro Gauderio, de la que no nos ha llegado más que un fragmento. La obra era la crónica de una especial raza de enfermos, que habían hecho de su mal un culto. Estos enfermos recibieron el nombre de antiquari, porque los dos infectados que Gauderio encontró se dedicaban a esta profesión».
—Me salteo unas líneas llenas de citas y fuentes —le dije a Crispino.
—Los libros de los académicos son como los parques a la noche: fuentes, citas y oscuridad.
Seguí: «En el Río de la Plata, entre la comunidad de vendedores de antigüedades, se han encontrado ecos de esta superstición. Tres rasgos caracterizan al mal: la exagerada longevidad, la capacidad de evocar en los demás el rostro o los gestos de personas que han muerto y la sed de sangre, que los anticuarios llaman sed primordial».
Le devolví el libro. Crispino esperaba mi opinión: por primera vez me veía como una autoridad.
—No hace falta ir a ningún hotel —dije—. Con sólo leer esto, ya puede retirar los fondos. No hay que malgastar el dinero del pueblo.
—Cuando hable conmigo olvídese del cinismo que abunda en las redacciones. Falta mucho para que entre en la edad en que se toleran los sarcasmos. Además el profesor no me diría que tiene algo si no lo tiene. Es hombre de palabra.
Me encogí de hombros. Yo tenía sentido común, pero estaba lejos de ser un fanático del sentido común.
—Si hay que ir, voy.
—Balacco está avisado de que va usted —dijo, como para señalar que aquello no dependía de mi voluntad.
Levantó los ojos hacia mí. Era un burócrata prematuramente envejecido, pero aquellos ojos eran los de un niño.
—No me envidie —dije—. Conozco mejores programas.
—Lo envidio de todas maneras. Usted irá a donde yo no puedo. Usted, que tiene la edad de la aventura.