En los días que siguieron a los hechos del Hotel Lucerna estuve en estado de alerta, esperando la respuesta a mi informe. El buzón había dejado de representar el porvenir y ahora sólo era un recordatorio del pasado. Cada vez que pasaba junto a él (había empezado a llamarlo el buzón maldito) le daba una patada. Esperaba que de tanto patearlo con el tiempo acabara por hundirse en la tierra.

Seguí con mis palabras cruzadas y con mis columnas; creía que mi camouflage como espía del Ministerio era perfecto hasta que un día el jefe de redacción, Buenavista, se me acercó y me dijo al oído:

—Déles noticias, no deje de darles noticias. No importa qué. Hay que mantenerlos entretenidos.

—Siempre trato de entretener a los lectores.

Buenavista le robó sin escrúpulos la silla a la señora Elsa, que había ido a la cocina a hacerse un té. La astróloga, taza en mano, apareció segundos después y siguió de largo, orbitando, a la espera de su sitial.

—Usted sabe a quiénes me refiero. ¿Pensaba que su colaboración era secreta?

—No me quedó más remedio.

—Ni a nosotros. Nos controlan a través del papel. La subsecretaría de difamaciones públicas, como la llamaba Sachar, nos tiene en la mira, pero mientras en el Ministerio de lo Oculto estén contentos, todo va bien. Unos burócratas nos salvan de otros burócratas. ¿Leyó la Ilíada? ¿Vio esos dioses que cinchan para uno u otro lado, según las circunstancias, un poco por celos, otro poco porque no tienen mucho que hacer? Así son los funcionarios para nosotros, nuestras modestas deidades justicialistas.

Me dio unas palmadas en el hombro y devolvió la silla a la ofendida señora Elsa.

Pierino Porcospino, el ejemplar que había tomado de la habitación 555, era un viejo libro para niños. En la portada había un muchacho vestido con una túnica roja. Al parecer el niño había cuidado tan poco su higiene que sus pies se habían convertido en raíces, y dedos y cabellos en hojas y ramas. Este monstruo vegetal no era el único castigado por sus malos modales. Una niña que jugaba con fósforos acababa por arder y sólo quedaba de ella un puñado de cenizas. Un inapetente crónico adelgazaba tanto que desaparecía, para recibir en su tumba, a modo de epitafio, el rechazado plato de sopa. Un niño que se negaba a cortarse las uñas era perseguido por un sastre que blandía una tijera gigantesca. Con ella le cortaba las uñas… y los dedos.

Recorrí el libro en busca de algún papel que su dueño hubiera dejado entre sus páginas. Sólo encontré un ex libris pegado en la portadilla con el dibujo de una muralla almenada. Si se la miraba con detenimiento se descubría que el castillo no estaba hecho de ladrillos sino de libros. Abajo decía:

Ex Libris C.C.

Me gustaba ir a ver libros nuevos, aunque no tenía plata para comprarlos. Me gustaba el olor de la tinta fresca, la goma con que pegaban las tapas, el papel nuevo. Visitaba la librería Anaconda, en la calle Florida, o la Biarritz de la Avenida Córdoba, o las librerías de la Avenida Santa Fe, sitiadas por casas de ropa y zapaterías de mujer. Así me resarcía de la biblioteca popular de Los Álamos y de sus páginas quebradizas. Pero para averiguar quién había sido el dueño de aquel libro de nada me serviría la Anaconda o la casa Acme, o el Palacio del Libro: tenía que ir a las librerías de viejo, a Corrientes, a Riobamba y a Lavalle, a los puestos callejeros de Tribunales y a los sótanos de Avenida de Mayo.

En una de esas expediciones le mostré a un viejo librero, a quien llamaban —supe después— el barbado Barbera, el ex libris de Pierino Porcospino. Se puso los lentes para mirarlo bien. Al fin dio su veredicto.

—Es un Rasmussen. ¿Eso era lo que quería saber? ¿O estaba interesado en vender el libro?

—Quiero hacerme un ex libris como éste.

—Hacerse un ex libris… —me sonrió como si desconfiara de mis intenciones—. Después de la guerra los ex libris se dejaron de usar. El mundo cambió, los pequeños lujos inútiles se perdieron. ¿Para qué quiere usted un ex libris? Un ex voto le vendría mejor. Hágale una promesa a la Virgen de Luján.

—Quiero saber de dónde salió éste en particular.

—Un Rasmussen, ya le dije. Basilio Rasmussen era un grabador de La Boca. Murió hace diez años… no, once. Hacía trabajos para bibliófilos: guardas de oro, papel marmolado, también ex libris. Tenía una técnica personal para el papel marmolado, fabricaba una especie de gelatina, y luego agregaba muy lentamente los colores, uno cada seis horas. No sé cómo podía trabajar en ese tugurio, cerca del puente. La humedad chorreaba por las paredes. Y sin embargo nunca se le despegó un papel. Se tomaba el 86, bajaba del tranvía en el Parque Lezama e iba de aquí para allá con su valija, entregando y recogiendo trabajos casa por casa. Es raro que el Francés haya vendido un libro al que le puso un ex libris de Rasmussen. ¿No se lo habrá tomado prestado, no?

Ahora que la idea del robo había venido a su cabeza, miró para ver si yo llevaba otros libros en mis manos.

—¿Qué francés? —pregunté, como si no me hubiera dado cuenta de su desconfianza.

Me señaló las iniciales del ex libris.

—Carlos Calisser, alias el Francés. Hijo y nieto de libreros. Pasaje La Piedad, sin número. Ahí tiene su librería, La Fortaleza. En cuanto al libro, no espere sacar una fortuna. No vale nada.

—¿Ni por el ex libris?

—Los ex libris, qué tontería. ¿Usted cree que han funcionado alguna vez? ¿Cree que un ex libris ha provocado la devolución de un libro, o ha hecho a un ladrón desistir de sus intenciones? —Barbera se acarició la barba entrecana—. El primero que escribió sobre los ex libris en esta ciudad, el coleccionista Bartolomé Ravignac, generoso prestamista de libros, se hizo hacer unos grabados con una leyenda sencilla: Quiero volver a casa. Y cuentan que todas las semanas volvían a casa sus ex libris, pero solos. Los libros nunca volvieron.

Hubiera pasado frente a la librería sin verla si no fuera porque el pasaje La Piedad es tan breve como suele ser la piedad. En la vidriera había unos pocos libros ajados: una novela de Somerset Maugham, La muñeca sangrienta de Gastón Leroux, unos manoseados ejemplares de la revista Leoplán, una Guía Peuser del año 38. Desde afuera no se veía nada del interior, excepto murallas de libros. Un cartel decía abierto, pero la puerta estaba cerrada.

Al día siguiente volví. El cartel decía cerrado, pero la librería estaba abierta. Colgado de la puerta había una especie de carillón formado por tubos de cristal. El ruido me recordó a la lluvia. En un tocadiscos escondido en alguna parte sonaba un disco en mal estado. La púa se obstinaba en saltar sobre las palabras de Los mareados. No reconocí al cantor. Pasé junto a una mesita donde yacía, sin cinta, una Hermes de los años veinte. Había alguna pieza suelta: alguien había intentado desarmarla y se había arrepentido. En el fondo, tras un escritorio ordenado y limpio, un hombre que aparentaba unos cincuenta años, con el pelo completamente blanco, encolaba el lomo de un libro maltratado. Tenía unos lentes dorados, de aro de oro, y detrás los ojos grises anunciaban algo que llamaré, provisoriamente, y a falta de una palabra mejor, melancolía. Sobre la mesa se enfriaba una taza de té.

—La librería está muy escondida. Casi paso de largo.

—Está escondida, pero usted, por ejemplo, la ha encontrado. Mire tranquilo los libros, a menos que tenga algún título en mente. Será un placer ayudarlo.

Detrás de su amabilidad se escondían las ganas de que dejara de molestarlo. Con una diminuta tijera cortó una tira de tela celeste, que pegó sobre el lomo del libro.

—¿Usa una tela especial?

—Claro. La de mis camisas viejas.

Puse sobre el escritorio el libro que llevaba.

—Lo mostré en otra librería y pensaron que me lo había robado.

—¿Usted un ladrón? —Me miró por primera vez—. No. Los ladrones de libros son menos visibles. Están ensimismados, no miran a los ojos. Caminan como si se arrastraran. A veces hacen algún comentario, pero es algo trivial, algo que uno quiere de inmediato apartar de la mente porque tiene gusto a vacío. Usan colores oscuros, marrones o grises, se confunden con las tapas de los libros. Llevan ropa holgada, grandes bolsillos. Usted no es un ladrón. Es algo mejor o algo peor que un ladrón.

Abrí el libro y dejé a la vista el ex libris.

—Dijeron que Carlos Calisser no vendería un libro con un ex libris de Rasmussen.

—Y eso es cierto. Lo di en préstamo. Pero veo que ahora el libro ha pasado a otras manos.

Tomó el libro. Si el ejemplar le causaba alguna emoción, a causa del destino de su dueño, no lo demostró.

—Pierino Porcospino. Es la traducción italiana de un libro alemán: Der Struwwelpeter. Pedrito el desgreñado, en la traducción de la editorial Calleja. Un libro que enseñaba a los chicos normas de conducta. El autor era un psiquiatra, Heinrich Hoffmann. No se sabe si Hoffmann se burlaba de la disciplina prusiana o si era su apóstol. Era médico alienista y director de un hospital psiquiátrico. Y sus libros parecen hechos por un loco o para un loco. ¿Le puedo preguntar cómo lo consiguió?

Había pensado varias mentiras para esa pregunta. Me decidí por la más simple:

—El dueño anterior lo olvidó en un café.

—¿Y viene a devolverlo? ¿O a venderlo?

¿Venía a devolverlo? Le hice un ademán ambiguo, como ofreciéndoselo. Él lo empujó hacia mí.

—Puede quedárselo. El dueño no lo necesitará.

—¿Quién es?

La pregunta le cambió el humor. Miró la hora en un reloj de la pared. Me di cuenta de que era un reloj muerto, que marcaba para siempre las 3 y 25 del día o de la noche.

—Ya estoy cerrando.

—Es temprano.

Se levantó de la silla. Era más alto de lo que había imaginado; alto y también un poco encorvado, acostumbrado a lidiar con un mundo que no estaba hecho a su exacta medida. De un gancho que estaba en la pared sacó unas llaves. No insistí y dije un saludo en voz baja. Al pasar junto a la Hermes me detuve: me molestaban esas piezas sueltas, ese trabajo interrumpido. La máquina tenía sed de tinta y de aceite.

—Es un cachivache. No funciona —dijo para que yo siguiera de largo y desapareciera con mi libro.

—Puedo arreglarla.

—Está definitivamente estropeada. No me animo a tirarla porque soy de encariñarme con las cosas viejas.

—Puedo arreglarla —repetí.

—¿Puede?

—Me dedicaba a eso. ¿Me la llevo?

Me fui con la máquina bajo el brazo.

«Los oráculos no han dejado de hablar, sólo que no tenemos oídos para escucharlos», escribió Lichtenberg, a quien había descubierto poco tiempo antes en una edición de la editorial Tor. Yo copié la frase en mi Mundo de lo Oculto. El alemán tenía razón. La señora Elsa, mi pitonisa personal, me lo había anunciado:

—La luna en Saturno: golpes a su puerta. Va a recibir una visita inesperada.

Pero yo no presté atención, hasta que Farías apareció en la redacción.

El comisario avanzó por un pasillo hecho de silencio. Los periodistas se daban vuelta a mirar adónde iba, y cuando comprobaban que seguía de largo respiraban con alivio. Iba hasta el fondo, hacia la zona donde nos ocupábamos de mártires, signos zodiacales y palabras cruzadas. Iba hacia mí.

Nunca había sillas libres, pero Farías consiguió una, como si se la hubiera alcanzado algún asistente secreto. Se sentó frente a mí y puso sus manos sobre el escritorio. Estaban vendadas.

—Fui a visitar a ese ingeniero del que habló en su informe. El de la máquina que cambia los destinos.

—Franklin…

—Un hombre brillante. Todas las gitanas de la ciudad trabajan para él.

—¿Se dejó operar?

—Andaba necesitando un cambio de rumbo. Ya le dije: esta placa de metal en la cabeza me hace escuchar voces. El otro día hasta me pareció escucharlo a usted. A lo mejor un día aprendo a manejar el mecanismo y me entero de lo que dice la ciudad entera.

Adelantó sonriente las manos hacia mí. Los vendajes colgaban, deshilachados, sucios.

—¿Y la cicatriz? —pregunté por decir algo—. El ingeniero Franklin debería trabajar con un médico, con una enfermera, por lo menos.

—Debería, pero no quiere que nadie se entere de sus métodos. Sacrifica la asepsia en el altar del secreto.

Se sacó la venda de la mano derecha y me mostró la palma lacerada, los coágulos de sangre.

—Hasta usted puede leer en esta mano. ¿Sabe lo que dice?

—No.

—Que debe ser cuidadoso con lo que escribe. No me preocupa tener las manos así, pero en la institución me han visto, y el jefe mismo de la Federal quiere que vaya a ver a un psiquiatra. A un judío, se da cuenta. Spitzer, Spaitzer, algo así.

Sobre el escritorio había varias hojas de papel pautado, con el nombre del diario escrito en azul. Farías apoyó la mano sobre una de las hojas y dejó una borrosa impresión de su palma.

—Quiero que siga a Balacco. El próximo anticuario que encuentre tiene que ser mío. Y ni una palabra a Crispino. Desde ahora usted trabaja sólo para mí.

Pensé en pedirle consejo a Buenavista o a Crispino, pero me di cuenta de inmediato que no serviría de nada. Los dos tenían algún poder, pero éste no llegaba a la zona de realidad que habitaba el comisario. Era como pedir ayuda para luchar contra el monstruo de una pesadilla. Un arma del mundo real no servía para atacarlo. Una puerta del mundo real no servía para escapar. Había que encontrar la solución en la misma pesadilla.

Confié en que la postergación cansaría a Farías, que él mismo se aburriría de sus planes. Confié en que se iría borrando poco a poco, como un afiche callejero expuesto a la luz, hasta que su misma cicatriz terminaría por desaparecer.

Tardé en reparar la Hermes de Calisser, porque me costaba encontrar unos repuestos que necesitaba. Mi tío me aconsejó visitar una casa de repuestos que quedaba enfrente de la Morgue judicial, en la manzana de la Facultad de Ciencias Económicas. Tuve que esperar que un empleado displicente buscara la pieza durante media hora, pero al final la conseguí. Con la pieza envuelta en papel de diario en el bolsillo me encaminé por Uriburu hacia la Avenida Santa Fe. Al cruzar Paraguay me encontré con Luisa, que acababa de salir de la Facultad de Medicina. Llevaba unos libros en las manos y cuando me puse a su lado se sobresaltó. Estaba pálida, sin maquillaje; vestía una capa de color crema, con cuello de piel y grandes botones. Temblaba y tiritaba.

—Justo acá nos venimos a encontrar —me dijo con una sonrisa—. Yo la llamo la cuadra antártica.

La Facultad de Medicina y la Maternidad Pardo encajonaban con sus altas paredes una cuadra hostil, donde el viento reunía sus ráfagas dispersas y enhebraba hojas secas en fugaces remolinos.

—Cualquier lugar es bueno para mí.

Sonrió distraída, como si no hubiera escuchado bien. Caminamos juntos hacia Charcas.

—Después de lo del hotel no me puedo concentrar en nada. Me despierto a la noche pensando que estoy en el Lucerna, y que oigo pasos en el piso de arriba. Además mi padre no me dijo nada, pero yo creo que al final lo trajo al sótano.

—¿Qué fue lo que trajo?

—El cuerpo, qué otra cosa.

—¿Y no bajó a mirar?

—No, me da miedo.

—Puede pedirle a Montiel.

—Usted no entiende. Luciano es discípulo de mi padre. No lo puedo poner entre él o yo. Hablando de Luciano, mañana hay un torneo.

—¿De qué? —pregunté, aunque sabía de qué se trataba.

—De esgrima —dijo sorprendida de que hubiera alguien que no estuviera al tanto de la fama de Montiel—. ¿No quiere venir? A él le encantará volver a verlo.

A él le encantaría verme tanto como a mí. Me dijo que el combate era en el Club Espadas y Corazones. Dije que iría por decir algo. Pero cumplí, por supuesto. Las mujeres lindas viven en un mundo distinto, en una Suiza privada, donde toda la gente es puntual, donde nunca nadie falta a una cita.

El Club era una casona que se venía abajo; la esgrima ya no interesaba a nadie, ni siquiera a los militares, que preferían dedicar su tiempo libre a perfeccionarse en el tiro al blanco en el polígono del Círculo Militar o en el Tiro Federal. El gimnasio estaba helado. Apenas llegué encontré a Luisa, que había comprado un chocolate con almendras y me convidó. Subimos por las gradas y nos sentamos en el cemento frío. Yo me puse a fumar, impaciente.

—Qué alegría que haya venido. Es bueno que nos encontremos en un lugar menos fúnebre que el Hotel Lucerna. O menos helado que la cuadra antártica.

Pero en la cuadra antártica estábamos solos y al gimnasio fueron llegando las madres, los primos, las novias de los esgrimistas. Y además, en alguna parte del edificio, en un vestuario húmedo y frío en cuyas perchas colgaría con esmero su camisa blanca y su pantalón de lana inglesa, estaba Montiel. Después de un par de combates entre adolescentes solemnes, Montiel salió a la palestra. Su uniforme parecía más blanco que el de los otros contrincantes. Concentraba la luz que entraba por unos ventanales altos. Recibió más aplausos que los demás. ¿Qué importaba quién ganaba, quién perdía? Él ya tenía su triunfo sólo con entrar.

Luisa se sintió obligada a explicar ese entusiasmo:

—La gente se acuerda de que hace siete años ganó el campeonato argentino. Después tuvo algunos combates en Francia.

—¿Le fue bien?

Luisa tosió.

—La esgrima no es como otros deportes. Ganar no es tan importante. Hay códigos de honor muy estrictos. Hasta no hace tanto tiempo había duelos y eso mantenía el interés en la técnica y en el sentido de la esgrima. A veces Luciano se lamenta de que los duelos ya no se hagan más.

—Claro, el coraje, el honor, esas cosas —dije distraído.

—Eso hizo que a la esgrima ahora nadie le dé importancia. Antes era una cuestión de vida o muerte saber sostener un florete, una espada, un sable. Para los nuevos, para los que creen que es un deporte como cualquier otro, sólo se trata de puntaje, de medallas, de vanidad.

Abajo Montiel iba al ataque irreflexivamente. El adversario parecía demasiado delgado para él, como si el peso de la máscara estuviera a punto de hacerlo caer hacia adelante. Yo, por supuesto, quería que el otro ganara. El gimnasio parecía quedarle chico a Montiel: era fácil imaginarlo, como en las películas de Errol Flynn, saltando por escaleras o colgado de una lámpara. Era una esgrima del desenfreno, de los saltos, no de reglamentos rigurosos, de puntos y de faltas. Ganó el combate porque el contrincante se quedó atribulado frente a tal despliegue de energía. Miré con odio al enclenque espadachín en el que había puesto mis esperanzas.

—¿Más chocolate? Coma tranquilo, a Luciano no le vamos a guardar nada.

Acepté.

El segundo rival, un hombre bajo, de profusos bigotes, no era tan tonto como el primero: deslucido y paciente, esperó a que Montiel se equivocara. Yo trataba de no mirar, no quería perder de nuevo. Pero la estrategia había sido oportuna y Montiel estaba ansioso por equivocarse. A cada estocada suya que no llegaba a destino reaccionaba con algún ademán exagerado, como si se tratara de una injusticia. Yo contenía mis ganas de aplaudir.

Ante las situaciones de peligro para su enamorado, Luisa me pellizcaba el brazo. Yo acercaba a ella mi rodilla izquierda, como si la rozara por pura distracción. Teníamos nuestra propia finta. Cuando perdió Montiel, Luisa clavó sus dedos en mi brazo, como si necesitara consolarme de una decepción:

—Estaba tan ilusionado con volver a los torneos. Pero después de los treinta nadie se puede dedicar del todo al deporte. Están el trabajo, la familia, las obligaciones.

Que yo supiera, Montiel era rico, no tenía esposa ni hijos, no trabajaba de nada, no tenía ninguna obligación. Administraba unos campos que debían de administrarse solos, porque según me había contado Luisa no los visitaba nunca; y dedicaba todo su tiempo libre a secundar al profesor Balacco en sus paseos por las sombras.

Abajo, en la palestra, un veterano profesor y una dama de sociedad repartían unas medallas con cintas azules.

—Esto ya terminó. Acompáñenos a tomar algo a la Confitería Suiza que está a la vuelta. La pastelería es buenísima. Entre usted, yo y el strudel de manzanas le levantamos el ánimo.

Miré el reloj, donde descansan todas las excusas.

—Tengo que ir al diario. Déle mis saludos a Montiel. ¿Podemos vernos otro día?

—Se pierde el strudel…

—Me pierdo algo mejor.

Luisa iba a responder, pero el campeón derrotado ya venía hacia ella, en busca de consuelo.

Aquel encuentro en la cuadra antártica fue mi perdición; desde entonces ya no me pude sacar a Luisa de la cabeza. ¿Qué puede hacer la voluntad cuando tiene al azar en su contra? Los Balacco, padre e hija y servidumbre (la madre había muerto cuando Luisa era chica), vivían en una casona de la calle Arenales. Apenas tenía un momento libre me paraba frente a su casa para esperar un encuentro fortuito. En mi cabeza imaginaba diálogos, excusas, invitaciones a prolongar la duración del sorpresivo encuentro. Pero Luisa no aparecía. Más visible me hacía yo, más invisible ella. Con el correr de los días me conocí de memoria la casa, la distribución de puertas y ventanas, las manchas de humedad, los gatos de la cuadra, las plantas oscuras que crecían tras las rejas, bajo las ventanas adornadas con mosaicos andaluces. En ese tablero vertical que formaban paredes y ventanas yo jugaba bajo el frío, bajo la llovizna, y apostaba con horas de espera, con dolor de garganta, con fiebre, por un premio esquivo: el fugaz instante en que de lejos la vería.

A menudo al que encontraba era al profesor Balacco, que llegaba de noche tarde, después de interminables cenas de camaradería, o que salía de viaje, arrastrando una valija de cuero, que a menudo pateaba por los escalones de entrada. Yo me escondía bajo mi sombrero gris, para que no me reconociera. A Luisa la vi entrar una vez pero no me dio tiempo a abordarla. Para no despertar sospechas, daba vueltas manzana.

A veces, de noche, a la salida del diario, me quedaba largo rato mirando por las ventanas a Luisa, que iba de cuarto en cuarto, encendiendo luces, borrando de la casa toda oscuridad, como si supiera que era la actriz de una obra nocturna. La obra era misteriosa y yo necesitaba completar cada uno de sus gestos: si abría la ventana, yo imaginaba que buscaba oler el jazmín del país que crecía debajo, o la tierra después de la lluvia, o ver los estragos que entre las plantas había hecho la última tormenta; si la veía entre papeles, imaginaba que abría una carta de una amiga lejana, que se había ido a vivir al extranjero.

El amor nos convierte en inspectores, en metódicos funcionarios: analizamos las pruebas y establecemos conexiones entre hechos lejanos. Apliqué a mi desvarío una exigente disciplina, y así como ella cumplía su deber de actriz en las ventanas iluminadas, y convertía el más trivial de los objetos (un disco de jazz que ponía en el combinado, una taza de té, un trapo con el que intentaba quitar una mancha de la pared) en algo misterioso y esencial, yo cumplía también con mi oficio de espectador, y no dejaba que nada se quedara sin interpretación. Me había acercado sin entender nada; y ahora, como exige la locura amorosa, entendía todo, entendía demasiado.

Después de verla —después de no verla— iba a la librería: terminadas la intemperie y las vueltas manzana necesitaba el amparo de La Fortaleza. Yo me había convertido en un habitué desde que había arreglado la máquina. Calisser me recibía sin palabras de bienvenida ni de rechazo. A veces me alcanzaba en silencio un libro que habría de servirme para mi columna. Todas las conversaciones las comenzaba yo:

—Para un hombre que ama los libros debe de ser difícil venderlos. ¿No siente la tentación de quedárselos todos, de echar a los clientes?

Calisser dio una carcajada parecida a un ronquido.

—Ésa no es la tentación de los libreros. Lo que soñamos es quemar todos los libros.

Pero Calisser no odiaba los libros tanto como decía. Me recomendaba lecturas, me acercaba los policiales de Rastros, de la colección de tapas naranjas de la editorial Hachette, del Séptimo Círculo.

—Ésta es basura, ésta es buena, ésta es mejor…

No hacía diferencias entre clásicos, novelas policiales, revistas de historietas.

—A lo largo de la vida hay que estar alerta a las señales.

—¿Qué señales?

—Las que nos rodean. No podemos vivir creyendo que todo es azar. Tenemos que encontrar la idea de un orden, de un destino; si no, estamos perdidos. Las novelas policiales nos ponen alerta sobre esas señales, nos dicen que abramos los ojos.

—Las novelas policiales no tienen nada que ver con lo que usted está diciendo. Sólo hay crímenes y detectives y mansiones y mayordomos, o crímenes y detectives y callejones y mujeres bellas y terribles.

—Hay más. En las novelas policiales todo es conspiración, conjura, secreto. Todas las cosas terminan por encajar, por tener un sentido. ¿No ha visto cómo, dispersos por ahí, hay objetos perdidos, un paraguas roto, un zapato sin cordones, la carta de una mujer, una cajita de fósforos? Pero al final esos objetos que parecían ser parte del azar se convierten en señales del destino. Así, siempre que leemos, vemos cómo todo se completa, nos permitimos soñar con la unidad perdida y reencontrada. Las novelas policiales simulan ser racionalistas, pero son lo único que nos queda de la mística.

Gracias a Calisser fui armando mi biblioteca. Mi biblioteca-valija, en realidad, porque ponía todos los libros en mi vieja valija con calcomanías de trasatlánticos y hoteles, que al cabo se llenó. Uno de los primeros libros que me regaló fue un ejemplar de la Eneida que yo había estado curioseando.

—Es una mala traducción. Pero las malas traducciones son fundamentales en la historia de la literatura: son la prueba de que los buenos libros resisten cualquier cosa. Sin las malas traducciones, ¿qué mérito tendría nuestra fe?

Los libros empezaron a juntarse en columnas por el suelo. A la valija iban los mejores, los importantes. Pero mis criterios cambiaban y los libros, así como entraban, salían.

La dueña de la pensión, que entraba para limpiar, se alarmaba por la cantidad de libros.

—No meta más papeles en mi casa —me decía—. Yo le alquilo la pieza para dormir, no para que haga la Biblioteca Nacional. Tenga en cuenta que los libros pesan. En una pensión de la calle Paraguay el piso se vino abajo. Y además los libros envenenan la sangre. La tinta pulverizada es un veneno que flota en el aire. Donde hay muchos libros la gente se enferma.

Aunque interrogaba a Calisser con insistencia, no había logrado arrancarle ni una palabra sobre el dueño del libro Pierino Porcospino. Noche tras noche, yo me ponía a imaginarle un oficio, un lugar para vivir. Me preguntaba si tenía una esposa, alguien a quien su ausencia alarmara, alguien que todavía lo estuviera esperando. Calisser, que sin duda lo había frecuentado, ¿sabía algo de la vida de los anticuarios? ¿Sabía del asesinato cometido en el Lucerna?

A menudo me ponía a pensar en aquella jornada del hotel, como si lejos de ser un episodio cerrado fuera un capítulo abierto, como si el tiempo echara nueva luz sobre cosas que en su momento parecían sin importancia. Así ocurría con el destino del cadáver. Yo había asistido con indiferencia a las discusiones: el deseo de Montiel de deshacerse del cuerpo y borrar toda huella, la voluntad de Balacco de conservarlo, el temor de Luisa de que aquello terminara en su casa. Me parecía que el hecho de la muerte borraba cualquier otra consideración. Ahora, en cambio, como si la aventura hubiera forjado en mí cierta madurez o, al menos, cierto cambio de perspectiva, el asunto me parecía de suma importancia. Aquellas cavilaciones se hacían más intensas porque no tenía nadie con quien compartirlas.

Luisa me llamó un día al diario. Me quedé mudo frente al teléfono: yo ya la adoraba con esa veneración sin fallas que se reserva para las mujeres perfeccionadas por la ausencia. Por un instante temí que hubiera detectado mis paseos nocturnos, mi repetida acechanza. Y entonces dijo las palabras mágicas, el único hechizo que mi modesta fe en lo sobrenatural podía aceptar:

—Tenemos que encontrarnos.

Me citó en la confitería Ideal. Eligió una mesa contra la pared. Eran las cinco de la tarde, la hora en que se reunían las amigas —señoras que acababan de mirar los vestidos de la tienda San Miguel, y que venían cargadas de bolsas— y los enamorados ociosos. Luisa tenía ojeras, como si no hubiera dormido. Era joven y hermosa: las ojeras, que hubieran afeado a otra mujer, a ella le daban un aire oscuro, un encanto nuevo: ¿quién puede resistir a la belleza cuando la acompaña el pecado?

Señaló con un gesto de horror las sombras bajo sus ojos, como si fuera la primera marca de la lepra. Las mujeres bonitas tienen en común esa última coquetería de inventarse defectos irreparables, de mirarse al espejo y declararse monstruos.

—La Facultad —le dije—. Mucho estudio.

—No es la Facultad. Es que no puedo dormir en esa casa.

—Múdese.

—¿A lo de Montiel?

—A cualquier parte.

—No puedo dejar a mi padre solo. Quién sabe lo que haría ese viejo loco en la casa enorme. Yo pongo un poco de cordura en su vida.

—¿Y qué tengo que ver yo?

—Quiero que me acompañe al sótano. Quiero ver lo que hay abajo. Quiero saber si vivo en una cripta. A veces pienso que está vivo, que de alguna manera eso sigue pensando, cavilando.

Llegué a su casa un domingo en uno de esos interminables atardeceres del verano: su padre estaba afuera, en Salta o en Jujuy, la servidumbre de franco. Hizo que la acompañara a la cocina, me sirvió un poco de mate cocido y unas vainillas. Recuerdo la taza blanca, con el asa grande, el borde astillado. La memoria nos deja ese sedimento: detalles sin importancia que son la marca de la realidad. Hablamos de tonterías, no de lo que nos incumbía. Luisa desapareció unos minutos para volver con una linterna y un farol a querosén, que encendió con una llama azul. La puerta del sótano estaba en el cuarto de planchado, junto a la cocina. Bajamos al sótano por una angosta escalera de baranda floja.

—Cuidado con los escalones, que son altos.

Nos envolvía el perfume dulce del querosén. Había imaginado el sótano como el que tenía en mi casa en Los Álamos; éste, en cambio, parecía una enorme caverna, cuyos límites no se veían.

—En estas casonas viejas, los sótanos a veces son más grandes que la propiedad —descubrí un dejo de orgullo patricio en su voz.

Caminamos lentamente entre bicicletas oxidadas, cochecitos de bebé, muñecas de porcelana, cajas de cartón donde se acumulaban cuadernos escolares, baúles con vestidos de su madre. Luisa avanzaba con el farol en alto. Dio un grito agudo cuando la manga de su vestido se enganchó en un clavo. Apoyó el farol en una caja de madera, junto a un perchero de sastre donde se superponían abrigos y sombreros.

—Acá las polillas reinan. En la semana voy a comprar naftalina.

Pero lo decía sin convicción. Me atreví a pensar que las polillas continuarían imperturbables sus rancias dinastías de comedoras de lana.

Aquella ciudad nocturna también tenía sus dioses: por encima de las cajas se veían estatuillas egipcias, muñecos de trapo que en Perú se dejan sobre las tumbas, máscaras africanas que nos espiaban.

—Es el museo de mi padre. Si conservó el cuerpo, tiene que estar aquí. ¿Nota algo raro?

—Todo es raro —iluminé con la linterna un pequeño yacaré embalsamado.

—Fijate bien —en la intimidad de lo oscuro ya podíamos tutearnos.

El polvo me hizo toser. Ella se quedó junto a la luz del farol, sin ánimo de alejarse. Un destello me llamó la atención. En un rincón, sobre una mesa de coser, el haz de mi linterna encontró una pecera esférica y por un momento creí que estaba frente a una extraña criatura submarina. Entonces descubrí los ojos enormes, la boca descolorida, el cabello flotando como un manojo de algas. La sien derecha mostraba, deshilachados, los bordes de la herida producida por el disparo. De la aventura del Hotel Lucerna había quedado aquel recuerdo hundido en formol.

No dije nada. Le hice una señal para que subiéramos y aceptó, aliviada de dar por terminado el paseo. Una vez en la superficie giré la perilla para apagar el farol de querosén. Ella se quedó de pie, junto a la mesa del comedor diario, interrogante, esperando una respuesta; me acerqué despacio a ella y busqué su boca. La tomé de la cintura mientras la besaba, y ella se dejó besar sin resistencia. Puse mi mano sobre su nuca, y la retuve suavemente contra mí. Ahí hubiera debido terminar todo, como terminan las cosas en el cine. La vida, ay, siempre continúa. Un minuto después se apartó, me miró con impaciencia, y supe que esperaba una respuesta. Podría haberle mentido, decir que no había visto nada, que no podía haber nada, pero quise hacer el triunfo más perfecto. No me bastó el beso, quise tener una especie de conquista moral, quise ser el que denunciaba el horror, la locura, la oscuridad. Entonces, para apartarla por siempre de su padre y de su novio y de los otros conjurados de la noche, hablé:

—No quise decírtelo en el sótano, para no asustarte. En una pecera llena de formol está la cabeza del anticuario.

Se llevó la mano a la boca y sin decir nada me miró con horror. Al instante comprendí que había algo más; un destello de fascinación.

—¿Solamente la cabeza? ¿Y qué hicieron con el cuerpo?

—¿Cómo voy a saberlo? —dije un poco ofendido. Quería horrorizarla, no despertar su curiosidad.

—Mi padre no hubiera podido cortar esa cabeza. Tiene horror a las sierras. Debe de haber sido Luciano. ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Cómo pudo empuñar el serrucho y obedecer a mi padre y no decirme nada?

A los 10 años yo había tenido razón en usar la honda y tirar contra el zorzal para llamar la atención de la alumna nueva y rubia. Había tenido razón en despreciar las palabras y elegir el camino de la acción. Para impresionar a las mujeres no sirven las palabras: son mejores los zorzales muertos a pedradas y las cabezas cortadas guardadas en el sótano. Aquella noche del Hotel Lucerna, Montiel había vencido el miedo a la policía, a los otros anticuarios, a las consecuencias de los actos. Era un cazador, y los cazadores no desdeñan los recuerdos; había resuelto seguir los consejos de su maestro, empuñar la sierra, conservar el trofeo.

Luisa me besó por última vez, pero al instante dijo, como si la cabeza cortada fuera la única pieza que faltaba para poner en marcha el mecanismo de una demorada decisión:

—Dentro de cuatro meses me caso con Luciano.

Al llegar a la pensión, la dueña me avisó que tenía una llamada. El teléfono estaba en la planta baja; en la pequeña salita dos huéspedes leían la sexta de La Razón.

—Crispino…

—¡Silencio! No diga mi nombre. ¿Qué le dijo a Farías?

—Últimamente nada…

—Tenga cuidado con él. Ya no sigue mis órdenes. Trata de puentearme y tener acceso al ministro mismo. ¡Se va a llevar una gran sorpresa! Usted, todo lo que sepa, al buzón.

—Así he hecho siempre hasta ahora.

—Si lo ve a Farías, averigüe qué se tiene entre manos. Sabe sobre los anticuarios algo que nosotros no.

—Si no le dice nada a usted, menos a mí. Se limita a amenazarme.

—Ponga su cerebro en marcha. Farías ha prometido resultados para fin de mes. ¿Qué va a pasar a fin de mes? ¿Le dijo algo Balacco?

—El profesor está de viaje, señor Crispino.

—¡No vuelva a decir mi nombre!

La comunicación se cortó.

En invierno la redacción, con las ventanas cerradas, era una zona de niebla. Calisser, en cambio, detestaba el tabaco, y cuando yo entraba a la librería con el cigarrillo encendido, me lo hacía apagar.

—Que el humo esté lejos de los libros. Odian el olor a papel quemado.

—¿No le molesta estar siempre rodeado de libros viejos? ¿No le gustaría tener una librería con libros recién llegados al mundo, con olor a papel nuevo?

—Estoy acostumbrado al papel viejo. Además, yo siempre releo los mismos libros. Nunca los leo enteros: sólo páginas, capítulos sueltos.

—Yo no me conformaría con eso. Cada libro es una totalidad.

—Eso es una ilusión. Es como decir que una vida es una totalidad. Aunque sea una larga vida, una muy larga vida, nada se completa. Sólo hay capítulos sueltos.

Imaginé que eso era lo más cercano a una confesión que podía esperar de Calisser. También él lo había notado, y ahora abría un libro de contabilidad, para consignar alguna venta y evitar así toda conversación. Sobre la mesa había una edición de los cuentos de Edgar Allan Poe. Encuadernada en cuero, guardas de oro. Le pregunté cuánto costaba.

—Ni le digo el precio. Es la primera edición de Poe en español. Está por encima de sus posibilidades.

Seguí curioseando entre los estantes, hasta que reuní ánimo para preguntar:

—¿Qué va a pasar a fin de mes?

—Estamos en junio. A fin de mes habrá más frío. ¿Por qué?

—¿Le hablé del comisario Farías?

—Lo mencionó al pasar.

Algo cambió en la atención de Calisser, porque empezó a jugar con un abrecartas que tenía sobre el escritorio, una pequeña daga cuya hoja tenía una inscripción en alfabeto cirílico. Le dije en voz baja:

—Yo sé que usted no tiene ninguna relación con aquellos a los que llaman los anticuarios. Ya me lo ha aclarado. Pero si llegara a saber algo de ellos, dígales que el comisario Farías les tiene una sorpresa.

—¿A fin de mes?

—A fin de mes.

Con la pequeña daga, Calisser cortó las páginas sin guillotinar de un pequeño libro. Siempre era muy cuidadoso pero esta vez hizo demasiada fuerza y la página se rasgó por donde no debía. Sentí que había hablado de más, que me había comprometido en una guerra que nada tenía que ver conmigo. Mejor salir de la librería, volver a mi cuarto, estar solo.

Apenas llegué a la puerta oí a Calisser a mis espaldas:

—Espere. Llévese el Poe.

En los días siguientes traté de hablar con Luisa, pero nunca contestaba el teléfono. Atendían la cocinera, la mucama, el padre, o nadie. Una vez descolgaron y escuché un maullido; me pareció natural que el gato atendiera el teléfono, sólo para negarme a Luisa. Volví a mi puesto de guardia, volví a mi juego nocturno, a mi tablero vertical de puertas y ventanas. Vestido con un impermeable usado que me había regalado mi tío, la esperé.

Montiel apareció de las sombras y me empujó hacia adelante. Por un momento temí que me retara a un duelo a florete.

—Vamos. Lo invito a un trago.

Iba a poner de excusa una misión periodística, pero no me salieron las palabras. Lo seguí hasta una confitería en cuya barra mujeres muy maquilladas fumaban a la espera de oficinistas, hombres de negocios y abogados de la zona. Nos sentamos a una mesa junto a la ventana. Se nos acercó un mozo alto, cadavérico, de guardapolvo bordó. Lo llamó «Señor Luciano». Montiel pidió un whisky y yo una Hesperidina.

—No crea que no lo entiendo. Luisa es una mujer especial. Es linda, es inteligente, tiene encanto. Estudia medicina, y sé que eso es un defecto, pero espero que no dure mucho rato. Los estudios son para las mujeres un pasatiempo que dura hasta que se casan. Y tiene la voz grave. Yo dejé a muchas mujeres por el asunto de la voz. Prefiero el suicidio a despertarme con un gritito agudo… —Aflautó la voz—: Hola, querido. ¿Cómo dormiste? ¿Qué soñaste? ¿No me vas a contar? Lo entiendo, entiendo su entusiasmo. Pero vamos a casarnos. Y no lo quiero ver más. No quiero que el doctor Balacco se entere de su insistencia, de sus modales, o de su falta de modales.

—¿Está tan seguro de que ella quiere casarse?

Montiel sonrió. Antes de contestar miró a las mujeres que fumaban en la barra; las miró con una mirada muerta, sin interés, sin verdadera atención.

—A los treinta uno siente, más que en cualquier otra etapa de la vida, la tentación del suicidio. Yo también lo pensé. Alcanzamos lo que se puede alcanzar. ¿Después qué? No basta el dinero, no bastan los viajes. Las cosas van perdiendo su sentido. Amarillean. El otro día leí, en los apuntes de Facultad de Luisa, que hay una enfermedad degenerativa en la cual las papilas gustativas pierden su capacidad de identificar sabores y al final todo sabe igual, la miel, la sal, el vino, el vinagre. Yo antes me sentía así. Una mañana de lluvia, en un hotel de Montevideo, con una mujer dormida a mi lado, sostuve una pistola contra mi cabeza. Me gustaba la idea de despertarla con el disparo. Pero no disparé. Y no disparé…

No encontraba las palabras. Las mujeres, el coro mudo que merecía nuestra modesta tragedia, seguían fumando. Una tosía. Otra se acercó a una mesa. Otra trataba de arreglar un collar de cuentas de colores.

—… por Luisa… —conjeturé, sólo por sacarlo de su prolongado silencio.

Me miró con incredulidad y después se rió.

—No… por Balacco. Lo había conocido el día anterior. Como si leyera mi corazón, me dijo que toda la trivialidad de la vida cotidiana, los actos repetidos y absurdos, serían anulados por un milagro sangriento. Era lo que yo estaba esperando.

—¿Y ese milagro sangriento ya se produjo?

—Usted sabe bien que sí.

Terminó su vaso y pidió otro, con un gesto.

—No se acerque a esta casa. No se atreva a volver a mirar a Luisa. No soporto la idea de que usted esté ahí en la calle, al acecho, como un depravado. ¿Qué es lo que espera? ¿Que se desvista? ¿Quiere verla cuando se pone el camisón? Lo abofeteé una vez. Puedo hacerlo de nuevo.

Montiel no me asustaba. Me fastidiaba, me aburría. Dejé un billete sobre la mesa y salí del bar. En la esquina sentí la mano en el brazo.

—Basta, Montiel —le dije.

Pero no era Montiel. El comisario Farías me hizo entrar en su auto fúnebre.

Avanzamos a toda velocidad por Alem y después por Paseo Colón. La humedad de la noche ya tenía la consistencia de la niebla. Por el vidrio empañado se veía poco y nada. Estuvimos a punto de chocar tres veces. Una vieja, asustada, encandilada por los faros, se echó hacia atrás y cayó sobre el empedrado.

Los papeles que llenaban la parte de atrás del auto empezaron a volar. Los archivos de Farías escapaban por una ventanilla rota. Al comisario no le importaba.

—¿Conoce el circo de los hermanos Faure?

—De nombre.

—Antes, cuando tenía que hablar con alguien, lo llevaba al circo.

—¿A ver la función?

El comisario rió.

—No, fuera de función. Los circos tienen una gran cantidad de elementos que permiten trabajar. Basta con dejar a alguien colgado del trapecio. O con atarlo al gran blanco giratorio del lanzador de cuchillos. O ponerlo en la caja del mago y empezar a hacer el truco de las espadas. Aunque saben que es un truco, se asustan igual. Si todo eso falla, la jaula del león. ¿Vio alguna vez un león de cerca?

—En el zoológico de Palermo.

—Los leones de circo son bestias dopadas, dormidas, inofensivas, pero igual la jaula no falla nunca. Me acuerdo de un anarquista obcecado. Había pasado por todas las disciplinas, hasta por la cuerda floja. Pero bastó que el león demostrara alguna curiosidad para que las palabras empezaran a salir de su boca.

Nos detuvimos frente a una casa de la calle Garay. Yo ya la conocía. Pensé en las posibilidades que tenía si echaba a correr. Como si adivinara mis pensamientos, movió la cabeza.

—Pero el circo está lejos. Yo creo que los hermanos Faure querían huir de mí, por eso se fueron. Es una lástima. Además, me daban entradas gratis. Yo se las daba al portero de casa. Nunca me gustaron los circos.

Franklin era un farsante peligroso; pero ahora me hubiera alegrado de verlo. Necesitaba que hubiera alguien más que Farías en el mundo. Pero era evidente que Franklin no estaba: Farías tenía las llaves de la casa y se manejaba como si fuera el dueño. Subimos por una escalera casi a oscuras. Abrió la puerta del consultorio. La sala de espera estaba desordenada, en el piso había bollos de papel, una botella de leche, un cepillo de dientes, como si el falso ingeniero hubiera tenido que marcharse de apuro y hubiera perdido algunas cosas en el camino.

Farías me empujó hasta la sala de operaciones. Traté de resistirme y me golpeó con el puño cerrado en la mandíbula. Nunca había recibido un golpe así. Tuve un momento de aturdimiento; supe entonces por qué, en las tiras cómicas de los diarios, cuando alguien recibía un ladrillo o un piano en la cabeza le dibujaban estrellitas alrededor. Las historietas, los tangos, las novelas policiales: tarde o temprano descubrimos que dicen la verdad.

Cuando las estrellas me abandonaron me encontré sentado en el sillón de dentista, con las manos atadas con correas de cuero a los brazos del sillón. Ahora mi mano izquierda estaba apoyada en lo que parecía una bandeja que la inventiva de Franklin había dotado de pequeñas arandelas de metal, una para cada dedo. Mi mano ya estaba inmovilizada, con la palma hacia arriba.

—El ingeniero no puede atenderlo. Me dejó a mí a cargo.

Probó las perillas y botones de la máquina, hasta que el motor se encendió. El aparato hizo un zumbido y empezó a temblar. El ruido del motor iba y venía, sonaba como la respiración de un animal.

—No sé qué está haciendo Balacco. Yo estaba ahí porque estoy enamorado de su hija.

—No me interesa Balacco. No me interesa su hija. Quiero saber por qué avisó.

—No avisé nada.

—Al principio confiaba en que usted, a través de Balacco, me iba a traer algún dato. Pero después me di cuenta de que no iba a ser así. Los esperaba en una reunión. Había preparado un grupo de viejos amigos para visitarlos. Tenía la fecha, el lugar, la hora. Los perdí. Ninguno vino.

—¿Quiénes?

—Sus amigos. Los antiquari.

El comisario se sacudió como si hubiera recibido un golpe y se llevó las manos a la cabeza. Cuando el dolor pasó volvió a su trabajo.

—En la institución me obligaron a ir a un doctor. A un judío, como le dije la otra vez. Doctor Spitzer o Spaitzer. Trabaja en el manicomio de mujeres. ¡Las locas son tanto peores que los locos! Conversamos, y me habló de una paciente ambulatoria, como la llamaba él, una mujer que fumaba todo el tiempo y cuyo marido, aseguraba, había desaparecido. El doctor Spitzer o Spaitzer quería saber si ese marido había existido y si realmente había desaparecido, como ella decía. Me pidió que averiguara en el Departamento de Policía si había algún dato sobre el caso. Lo extraño es que la mujer aseguraba que ese hombre era inmortal, que no envejecía, que tenía una resistencia extraordinaria a las enfermedades. Ella había trabajado en un café hasta poco tiempo antes; él se dedicaba a vender y comprar libros viejos. Rastreé a la mujer, hablé con ella, le pagué unas copas, y ella me fue contando sus penurias. A veces un hombro donde llorar funciona mejor que los golpes para extraer una confidencia. Así supe el nombre del librero que mataron en el Hotel Lucerna, y supe que los anticuarios se reunían el último viernes de cada mes en el primer piso del Salón La Antártida, en la Avenida San Juan. Pero nadie vino. Alguien había arruinado la cita.

—Yo no tuve nada que ver —dije, con un hilo de voz.

—No tiene sentido que niegue eso. El cobarde de Crispino se lo dijo a usted, usted a ellos.

Había un bisturí adosado al brazo mecánico. Con ese instrumento Franklin hacía sus incisiones. El comisario clavó el bisturí en la palma de mi mano. El dolor me hizo dar un salto. Grité. Farías estaba preparado: me puso un trapo en la boca como mordaza. De inmediato empecé a sentir una sed que era peor que el dolor. El bisturí volvió a caer, a cortar. Yo cerraba los ojos, no quería ver la púa ensangrentada. Bajaba y subía, como un pájaro dando picotazos.

—Tenemos que reforzar la línea de la vida, para asegurarnos su largo porvenir. Usted cometió un error y quiero darle la oportunidad de repararlo. Quiero los nombres de todos los anticuarios. Quiero saber dónde encontrarlos.

Le tenía miedo a la crueldad de Farías, pero pronto me di cuenta de que había algo peor: su estupidez, su torpeza. Apenas podía controlar la máquina. Cuando volvió a bajar el brazo mecánico, el bisturí se hundió en mi muñeca. Farías, incrédulo, miraba la sangre que salía de la herida y que ahora le manchaba el traje, la camisa, la cara. Buscó un pañuelo, se limpió los ojos de sangre.

—Esta máquina de mierda…

Ya no hablaba, ya no preguntaba. Ahora se daba cuenta de que había ido demasiado lejos. Entonces retrocedió. Farías huía de mí. Huía del tajo en mi muñeca, de la sangre que brotaba sin control. Me di cuenta de que iba a morir sin poder decir una palabra, sin poder gritar, y que iba a morir con esa sed atroz que ahora me llenaba la garganta.

La realidad no era algo continuo, se encendía y se apagaba como el motor asmático de la máquina de Franklin. Abrí los ojos y Farías ya no estaba. Oí una puerta que se abría o que cerraba con un golpe; pero todos los ruidos del mundo me eran ajenos. La ciudad que estaba afuera, con sus colectivos y sus tranvías, y el taller de mi tío, y la redacción llena de humo, y Luisa con una barra de chocolate para casos de urgencia, todo era tan extraño, tan remoto, tan extinguido para mí como una ciudad que los siglos han sepultado bajo arena.