Tuomas

15 septiembre de 2010

Miro a mi chica. Está feliz. Salta de un lado a otro del salón y mueve las caderas eufórica mientras sacude el espantoso trofeo de plástico cutre que le han dado.

Por supuesto, hemos ganado el concurso de body painting. No había otra opción. Silvia tiene un talento innato para dibujar sobre mi cuerpo, y, además, mi abogado ha donado un buen montón de dinero a esa estúpida página para que tuvieran en cuenta su opinión, que por supuesto, es la mía. Aunque esto, obviamente, Silvia no lo va a saber nunca. Ni siquiera los administradores saben quién ha sido el generoso y anónimo donante, solo que han recibido una vergonzosa cantidad de dinero por votar a la mejor decoradora de cuerpos: Silvia.

Oh, estoy seguro de que si yo no hubiera intervenido habría sido igualmente la ganadora, pero nunca me ha gustado dejar nada en manos del azar, menos aún la felicidad de la mujer a la que le debo la vida.

Me apoyó en la jamba de la puerta mientras la veo danzar su baile de la victoria. Es preciosa. La mujer más hermosa que he visto nunca. Y es mía. De nadie más.

Siento el móvil vibrar en mi bolsillo. Salgo con disimulo del pequeño salón, entro en el diminuto cuarto de baño y echó la llave. Si es el mensaje que estoy esperando, no quiero que ella lo vea. Abro el correo y observo la foto que lleva insertada. Un hombre moreno con un hoyuelo en la barbilla me observa desde la pantalla, o me observaría si pudiera abrir sus hinchados ojos. Quizá también sonreiría, si no tuviera los labios partidos. La verdad es que Víctor no es tan guapo como Silvia lo describió. Quizá sea porque tiene la cara destrozada.

«Jódete, cabrón.»

Sonrío jactancioso a la vez que le doy la conformidad a mi abogado para que pague a los matones que le han hecho una cara nueva al exnovio de Silvia. A mí no me hubiera importado hacérsela yo mismo, pero ¿para qué estropearme los nudillos si puedo pagar a alguien para que lo haga por mí?

Nunca dije que fuera a dejar de ser un cabrón arrogante y prepotente.

Solo dije que quería aprender a amar. Y vaya si he aprendido.

Borro el mensaje y abandono el cuarto de baño.

Silvia sigue en el salón, bailando entusiasmada.

Y yo la miro dichoso.

Soy más feliz en esta casa ridículamente pequeña de lo que he sido nunca.

Tan feliz que a veces me tengo que pellizcar para asegurarme de que no estoy soñando.

¿Quién hubiera imaginado que el amor fuera algo tan... maravilloso?