La sorprendente magia del amor

SÁBADO 7 de agosto de 2010

¿Cuánto puede cambiar un hombre por amor?, pensó Karol al atravesar la puerta de la Torre y entrar en el salón. Se apoyó sigiloso en la pared de piedra; nadie se había percatado de su inesperada llegada y quería que siguiera siendo así.

¿Cuánto valor hace falta para mostrarte como realmente eres ante tu amada y suplicarle que te acepte, que te ame?, pensó mirando a Eberhard y Sofía. El matrimonio estaba sentado en uno de los largos sofás. Discutían sobre algo que había hecho Eberhard. O mejor dicho, Sofía le echaba la bronca a su marido mientras este la acariciaba con dedos juguetones. Un instante después, la fiera mujer se rendía, convirtiéndose en moldeable arcilla en manos de su amante esposo. Las mentiras y el miedo de Eberhard habían estado a punto de acabar con ellos. Con su amor. Hasta que al final el alemán había encontrado el valor para sincerarse con su mujer. Y Sofía había premiado su valentía aceptándolo como era y amándolo aún más.

Karol sonrió agradecido. El amor que Sofía y Eberhard se profesaban había sido el que había abierto la primera grieta en la coraza con la que cubría su atormentado corazón. Giró la cabeza buscando a Zuper, Alba y Elke. Estaban sentados en otro de los lagos sofás. Jugando a las cartas. Más o menos. Ciertamente Alba estaba jugando al póquer, pero Elke y Zuper, en cuanto la joven dómina se despistaba, intercambiaban sus cartas. Básicamente le estaban haciendo trampas. Se fijó en la sonrisa perspicaz de Alba. Ah, lo sabía. Por supuesto que sí. Y más tarde, en la Mazmorra, les castigaría por ello. Y eso era algo que Elke y Zuper también sabían. Y esperaban. Con impaciencia.

¿Cuánto valor hace falta para convertir la amistad en amor?, porque eso era exactamente lo que habían hecho Alba y Elke, transformar su maravillosa amistad en un irreductible amor en el que más tarde habían acogido a Zuper. Los tres se amaban con apasionada entrega y juguetón entusiasmo, ninguno de ellos era más que otro, ni amaba más que otro. Eran felices en su perfecta pareja de tres. Y le habían ayudado a ser feliz a él.

Las dos mujeres, Alba y Elke, le habían brindado su amistad, desgarrando aún más la coraza que Eber y Sofía se habían ocupado de agrietar. Con ellas había encontrado el valor de las risas, de los juegos, incluso de las cosquillas. El placer de una charla sentado en el sillón y, por qué no decirlo, también el horror de ser interrogado sin compasión hasta reventar la coraza y liberar el miedo. Zuper en cambio era más... ladino. Más perspicaz. Él no interrogaba, no le hacía falta. Él era capaz de averiguar su estado de ánimo solo con mirarle. El pelirrojo era su Pepito Grillo particular. Era quien le había obligado a ver lo asustado que estaba y lo estúpido que era su miedo.

Sus ojos se dirigieron hacia el otro extremo del salón, allí, jugando con su travieso hurón estaba la mujer más maravillosa del mundo. La más especial. La más perfecta.

Entre todos le habían empujado hacia ella.

Laura. Su ladrona.

La indiscutible reina del templo y de su alma. La mujer que poco a poco había ido robando la coraza que cubría su aterrado corazón hasta dejarlo desnudo, vulnerable y palpitante para luego tomarlo entre sus manos y envolverlo en amor y cariño, amistad y juegos.

Se llevó una mano al pecho para calmar los agitados latidos que amenazaban con escucharse en todo el salón e inspiró despacio, llenándose los pulmones con los familiares olores de sus amigos y su amada. Oh, sí. La amaba. Más que a nada en el mundo. Por siempre. Cerró los ojos un momento, paladeando el sentimiento que brotaba de su alma y le inundaba el cuerpo y cuando los abrió, dirigió la mirada a los grandes ventanales que daban al jardín.

Toumas estaba allí. Como cada mañana. Observando embelesado a la mujer que cuidaba de las flores. A simple vista parecía que nada había cambiado para él. Pero no era así. Su mirada ya no era desesperada sino ilusionada. Sus manos no presionaban el cristal intentando traspasarlo, sino que lo acariciaban. Su cuerpo no destilaba amarga impotencia sino impaciente deseo. Porque Tuomas ya no agonizaba. Ya no observaba a Silvia con exasperada necesidad sino con contenida calma.

Y no tendría que esperar mucho, pensó Karol al escuchar la voz de Esmeralda indicándoles que la comida estaba casi hecha. Sus amigos se levantaron al unisonó para ir a la cocina y ayudarla a poner la mesa. De hecho, él también se levantó para dirigirse hacia allí, aunque dudaba de que le dejaran hacer nada. Por lo visto Esmeralda tenía la infundada idea de que él era un desastre en la cocina. ¡Y todo por ese estúpido incidente con la lavadora!

Se detuvo al ver por el rabillo del ojo que Tuomas se dirigía subrepticiamente a uno de los cuartos de baño. Exactamente al que Silvia usaba para ducharse y cambiarse tras trabajar en el jardín.

—¿Qué te hace pensar que esta vez te va a dejar quedarte? —inquirió, acercándose a él con evidente diversión.

Tuomas dio un respingo, sobresaltado, y luego se giró despacio para encararse con su graciosísimo amigo.

—No es mi intención quedarme, sino robarle algunos besos —replicó muy digno, para luego mascullar enfadado—: Creo que es lo mínimo que me merezco por respetar sus estúpidas normas. ¿Cuánto crees que tardará en ablandarse y aceptar que vivir juntos, aquí o en un hotel, mientras construyen nuestra casa es lo más razonable?

—No creo que le moleste convivir contigo, siempre y cuando lo hagáis en su casa —contestó Karol mirándole perspicaz—. Pero eso no es lo que quieres, ¿verdad?

Tuomas gruñó sonoramente y Karol apenas pudo evitar echarse a reír al ver su mueca de frustración.

Tuomas no hacía más que intentar convencer a la testaruda muchacha de que se mudara a vivir al Templo. Y ella no solo se negaba, sino que para más tortura, solo aceptaba pasar las noches con él si dormían en su diminuta casa. Y su amigo, el esnob, arrogante y prepotente Tuomas, dormía cada noche abrazado a su chica en una estrecha cama de noventa centímetros, con sabanas de algodón en lugar de seda y con una almohada de espuma en vez de plumas. También la ayudaba a hacer la cena y a recoger la casa. Más o menos.

Silvia estaba decidida a normalizarle... y no cabía duda de que lo estaba consiguiendo.

—Nunca aceptará vivir aquí —repitió Karol al ver que Tuomas no decía nada—. Es más, creo que está cumpliendo muy bien su propósito de convertirte en un hombre normal, pronto aprenderás a cocinar y hasta te pondrás un delantal para no mancharte tus Armani Jeans —dijo, conteniendo apenas una carcajada al recordar la confidencia que Tuomas le había hecho el día anterior. Por lo visto había sido obligado a limpiar el cuarto de baño. ¡Él! Que en su vida había limpiado nada—. Estarás de lo más estiloso. Quién sabe, tal vez hasta crees una nueva moda: delantales a juego con la escobilla del baño o algo similar.

—No te rías —le advirtió Tuomas. Karol apretó los labios y negó con la cabeza—. No se te ocurra reírte —le amenazó de nuevo, luchado él mismo por no reír. Giró la cabeza a un lado y a otro y, al ver que estaban solos, siseó—: Al menos yo no escondo juguetes para bebés en el garaje...

—No vayas por ahí, Tuom —protestó Karol, cortando toda hilaridad.

—Ni busco desesperado la manera de entrar en uno de los santuarios de mi propia casa porque mi novia no me deja verlo hasta que le demuestre ser más listo que ella... cosa que no serás nunca —se burló con malicia—. Pobrecito, hace una semana que está construido y todavía no lo has catado.

—Tuomas, ten cuidado —le advirtió Karol acercándose a él con una peligrosa mirada.

—¿Por qué? ¿Vas a pegarme? Te recuerdo que soy más fuerte, más grande y más listo —se defendió burlón poniendo las manos en la cintura y pavoneándose sin piedad.

—No eres más listo. Pero sí tienes más cosquillas —afirmó Karol lanzándose contra él de repente. Le tiró al suelo e ipso facto comenzó a dedicarle una de las torturas favoritas de Alba y Elke.

Tuomas le miró sorprendido durante unos segundos y luego estalló en la carcajada más sincera y espontánea que había soltado en toda su vida.

—Recuérdame por qué nos hemos enamorado de estos... niños —escucharon sobre ellos la voz airada de Silvia.

—Oh, porque tienen unas pollas extraordinarias y saben utilizarlas —fue la descarada respuesta de Laura.

—¿Cuánto tardarán en terminar mi casa? —inquirió Tuomas.

Estaba sentado a la mesa mientras esperaba impaciente a que Silvia acabara de tomarse el café para irse a la pequeña casita de ella. Algo que, pese a todas sus protestas, estaba deseando. Era sábado, lo que significaba que al día siguiente no tendrían que madrugar para que Silvia llegara a su hora a trabajar. Iban a tener un día y medio para ellos solos. Y Silvia había dicho que le iba a pintar el cuerpo. No podía esperar a que llegara el momento. Ah, esos pinceles... convertían la pintura en un verdadero éxtasis.

—Siete u ocho meses más —contestó Karol.

—Estupendo. ¿No podías haber contratado a unos obreros que fueran un poco más rápidos que los caracoles? —espetó enfurruñado.

—¿Ahora sí te corre prisa tenerla? —replicó Karol, divertido.

—Prueba a vivir tú en una casita de cuarenta metros cuadrados y sin garaje. Ni siquiera tengo bidé en el baño —espetó Tuomas, ganándose un coscorrón de Silvia, quien a cambio recibió un dulce beso.

—Bueno, yo vivo en una de sesenta metros cuadrados que comparto con siete chicos más —resopló Zuper.

Tuomas lo miró con los ojos abiertos como platos.

—¿Sesenta metros para ocho personas? —inquirió estremeciéndose. Zuper asintió indiferente—. ¿Por qué no te mudas a la Mazmorra de Alba? Seguro que es más amplia que tu casa.

—Sí, pero prefiero mi casa. Si viviera en la mazmorra le quitaría el misterio al asunto, lo convertiría en algo normal y típico y se volvería aburrido —argumentó Zuper, con toda la razón del mundo.

—Entiendo —murmuró Tuomas pensativo para luego fijar la mirada en Karol—. Estoy enamorado y tengo extraños gustos sexuales, de hecho, no hago ascos a ninguna perversión —dijo antes de dar un trago a su café. Karol enarcó una ceja, intrigado. Silvia por su parte enrojeció visiblemente—. Lo que me lleva a pensar que soy el candidato perfecto para uno de tus santuarios.

—No te falta razón —aceptó Karol, ignorando el gemido aterrado que escapó de Silvia. Y de Eberhard. Apoyó los codos en la mesa y juntó las yemas de los dedos a la altura de sus labios—. ¿Quieres uno?

—No —rechazó Tuomas, abrazando a una aliviada Silvia—. Por ahora. —El alivio de la joven se esfumó—. Entiendo que he empezado con mal pie con tus amigos —comentó señalando con indiferente altivez al resto de los allí reunidos—, y por eso no voy a pedirte ningún santuario. Sería incómodo para ellos tenerme como vecino.

—Vaya, qué generoso —comentó Eber, burlón.

—Oh, no, en absoluto. La verdad es que me ha convencido Silvia —replicó Tuomas esbozando la más peligrosa de sus sonrisas—, es ella la generosa. Aunque lo cierto es que no le encuentra el gusto al tema de los santuarios. En cambio, a mí sí me hacía ilusión veros follar, en especial a ti —dijo mordaz, fijando la mirada en Eberhard—. El sexo con estatuas me intriga bastante. —El alemán bufó enfadado y Tuomas continuó hablando—. Y tampoco haría ascos a ver cómo te torturan tus chicas, pelirrojo —afirmó mirando a Zuper—. Incluso me ofrecería voluntario para darte algunos latigazos.

—Oh, Tuomas, no seas pesado y deja de meterte con Zuper y Eber —le reprendió Silvia antes de que alguien se enfadara y acabaran discutiendo, amigablemente, por supuesto, como solía pasar al menos un par de veces por semana—. Anda, vámonos a casa, tenemos muchas cosas que hacer —le instó levantándose de la silla.

Tuomas arqueó las cejas varias veces y la acompañó presuroso.

—¡Polaco! —le llamó Alba cuando estaba a punto de abandonar el salón. Tuomas se dio la vuelta, intrigado por el tono amistoso de su voz—. Eber y Sofía son demasiado tímidos para dejar que les mires, pero yo no. Tú y tu mujer estáis invitados a la Mazmorra cuando queráis. Podréis mirar, pero no tocar. Zuper y Elke son solo míos.

—Por supuesto —susurró Tuomas sobrecogido por el regalo que la rubia le había hecho. No era una tregua, era mucho más, le acababa de ofrecer su amistad—. Gracias por tan inesperada invitación, me siento honrado. —Y no había ni un solo asomo de burla en su voz.

—¿Inesperada, Tuom? En absoluto. Yo diría que merecida. Puede que comenzáramos con mal pie, pero también los cabrones arrogantes y egoístas que demuestran ser buenas personas pueden tener amigos. Y tú los tienes, mal que te pese.

—No me pesa, Alba, al contrario. Me llena de congoja —replicó Tuomas esbozando una temblorosa sonrisa.

—Hasta para dar las gracias eres pretencioso —susurró Silvia abrazándole—. Anda, vámonos antes de que te pongas a llorar —le instó. Y no estaba hablando en broma.