El reconfortante ensalmo de la verdad

—¿De verdad que no sientes curiosidad por saber cómo será? —inquirió Laura, sentada sobre el regazo de Karol, quien a su vez estaba en su trono de sangre.

Estaban solos en el salón, todos sus amigos se habían ido al hotel donde esa noche tocaba el grupo de Eberhard y Elke. De hecho, Karol debería estar en el 54Sueños, dirigiendo su negocio. Pero Laura le había convencido de quedarse con sus malas artes. Malas artes que habían terminado de practicar en ese mismo lugar apenas media hora antes. Se suponía que ahora deberían estar relajándose. Pero ella había sacado a colación su Edén. El santuario que estaba decorando a su antojo. Y no había tema que más le intrigara que ese.

—Ninguna —replicó él con flemática paciencia. Por supuesto que sentía curiosidad. ¡Se moría de curiosidad! Pero, si se le ocurría demostrárselo, su reina era capaz de mantener el santuario cerrado durante un mes más solo para hacerle sufrir. ¡Y él todavía no había aprendido a forzar cerraduras!

—No te creo —murmuró ella, deslizando una mano por el vientre desnudo de él hasta colarse bajo la cinturilla del pantalón rojo y envolverle el duro pene con los dedos—. Estás deseando saber qué se me ha ocurrido.

—No tengo ningún interés en saber qué diablura se te ha ocurrido —especificó Karol, recolocándola sobre su regazo para que quedara a horcajadas.

—Va a ser un asalto a tus sentidos. —Le mordió el lóbulo de la oreja a la vez que se levantaba lo justo para que él no pudiera frotar su impaciente polla contra el sexo de ella—. Te voy a dejar ciego, sordo y sin olfato.

—¿Mudo no? —jadeó Karol, aferrándola por la cintura para obligarla a descender.

—Tal vez. Aún me estoy planteando ese asunto —susurró ella, meciéndose contra él, rozándole el vientre con su vestido de verano. No les había dado tiempo a desnudarse antes, quizá ahora tampoco—. No creas que es fácil de decidir. Por un lado me encantaría verte amordazado mientras te muerdo tus diminutos pezones —hizo exactamente lo que había dicho, y Karol gruñó, excitado por la mezcla de placer y dolor—, pero si te amordazo, ¿cómo vas a comerme el coño? Sería un tremendo desperdicio desaprovechar tu talentosa lengua, ¿no crees?

Karol le demostró lo acertado de sus palabras besándola despacio y a conciencia mientras la mecía contra su regazo. Ella deslizó de nuevo la mano entre los cuerpos de ambos, retiró el raso rojo que ocultaba el pene y, aferrándolo, lo dirigió a la entrada de su cuerpo.

Y en ese momento escucharon un rugido procedente del exterior.

Se separaron sobresaltados y sus miradas volaron hacia los ventanales que daban a la parte delantera de la casa. A través de ellos pudieron ver el todoterreno volando sobre el camino de baldosas amarillas.

—Dios santo, Tuomas, detente —farfulló Karol asustado al percatarse de la velocidad a la que atravesaba la finca.

—Tienes que hacer algo, Karol —susurró Laura levantándose de su regazo para sentarse sobre el reposabrazos con la mirada fija en lo que ocurría tras los cristales, igual que él.

El enorme coche no disminuyó su velocidad, al contrario, pareció aumentarla al tomar la curva que llevaba al garaje. Un lastimero chirrido inundó el aire cuando las ruedas traseras perdieron tracción, derrapando.

—Joder —siseó Laura, los ojos abiertos como platos cuando el coche giró sobre sí mismo para acabar deteniéndose perfectamente alineado con la puerta del garaje—. No me habías dicho que Tuomas sabía aparcar derrapando.

—Aprendió a hacerlo poco después de que se mataran sus padres —masculló Karol con rabia apenas contenida—, solía hacer espectaculares derrapes cuando estaba borracho. Incluso estuvo a punto de matarse un par de veces —apuntó con ironía dirigiéndose a la puerta.

Cuando instantes después Tuomas entró en la casa, se encontró cara a cara con un irritado Karol.

—Basta, Tuom, sea lo que sea lo que te pasa, detenlo. Te está destruyendo —le increpó este, furioso.

Tuomas resopló. Sus labios curvándose en un amago de sonrisa que no llegó a completarse. Esquivó a su antiguo amigo y se dirigió al mueble bar.

Karol le siguió, olisqueando con fuerza el aire y cuando Tuomas fue a tomar una botella de vodka, se interpuso entre él y su objetivo.

—¿Te estás follando a Silvia? —inquirió atónito. Tuomas apestaba a sexo, desesperación y lavanda.

—No. Ella me está jodiendo a mí —replicó Tuomas esquivándole de nuevo para hacerse con el vodka.

Karol le observó desaparecer por el pasillo. Un instante después escuchó el portazo que indicaba que se había encerrado en su dormitorio. Con una botella de żubrówka. Como en los viejos y amargos tiempos. Se giró hacia Laura, quien le miraba preocupada desde el sillón rojo y luego volvió la cabeza hacia el pasillo. No se oía ningún ruido. Nada. Toda la casa estaba en completo silencio.

—No puedo ayudarle —musitó volviendo a mirar a su reina—. No quiere mi ayuda.

Laura no dijo nada, no rompió el horrible silencio.

Karol se giró hacia el pasillo. ¿Por qué no se escuchaba el ruido de las ventanas del cuarto de Tuomas al romperse? Por qué no la madera de la silla crujir al ser estrellada contra la pared o el impacto del portátil reventando contra el suelo. ¿Por qué Tuomas no liberaba su rabia como había hecho en el garaje, destruyendo lo que le rodeaba?

Porque no era la rabia lo que le consumía, sino la desesperación. Una desesperación tan intensa y profunda que le estaba destrozando sin que nadie hiciera nada por ayudarle.

Ni siquiera él.

Echó a andar hacia la habitación. Se detuvo un segundo delante de la puerta, se llenó de aire los pulmones y, sin permitirse dudar, aferró el pomo y giró la muñeca. La puerta se abrió suavemente, sin oponer resistencia. No estaba cerrada con llave.

Karol se quedó inmóvil bajo el umbral.

Tuomas estaba de rodillas en el suelo, doblado sobre sí mismo mientras se abrazaba el estómago. Todo su cuerpo se estremecía con silenciosos sollozos. Elevó la cabeza lentamente, sus ojos dos oscuros pozos de desesperación.

—Ayúdame, por favor, ayúdame —murmuró con la voz rota, meciéndose adelante y atrás—. He vuelto a hacerlo. He vuelto a destruirlo todo. Te arruiné la vida hace tres años y ahora he vuelto a hacerlo. Destrozo todo lo que toco.

—No, Tuom, no me arruinaste la vida, me hiciste libre —murmuró Karol arrodillándose frente a él.

Tuomas negó con la cabeza, sus ojos desenfocados mirándole sin ver.

—Te perdí.

—No. Estoy aquí, contigo.

—Y ahora la he perdido a ella —continuó Tuomas, como si no le hubiera escuchado—. ¿Qué mal hay en mí que destruyo todo lo que quiero? ¿Tan horrible soy que no puedo conseguir que nadie me quiera?

Karol negó con la cabeza, las palabras no servirían de nada en ese momento. No eran lo que Tuomas necesitaba para romper el dique y expulsar todo lo que llevaba dentro. Le abrazó atrayéndole hacia él, obligándole a hundir la cabeza entre su cuello y su hombro.

Y Tuomas se aferró a él, estremeciéndose contra su delgado cuerpo, sintiendo contra su pecho los fuertes latidos del corazón de Karol. Los hizo suyos, se acopló a su ritmo a la vez que mudos gritos de desesperación abandonaban sus ojos en forma de lágrimas.

—Perdóname —susurró de repente.

—No. Perdónate tú mismo. Yo estoy harto de perdonar lo que perdoné hace tiempo —replicó Karol abrazándole con más fuerza—. Deja de atormentarte con el pasado que no puedes cambiar y haz algo para recuperar lo que hoy has perdido —le instó, intentando averiguar lo que había ocurrido.

—No se puede perder lo que nunca se ha tenido —murmuró Tuomas con voz ronca para luego comenzar a desgranar su historia a su amigo.

Apoyada en el quicio de la puerta, Laura les observaba con una aliviada sonrisa en los labios. Dos hombres, amigos, más que hermanos, se abrazaban arrodillados en el suelo, apoyándose uno en el otro. Confesando uno, escuchando el otro. Completos de nuevo.

—Menuda ironía, siempre he usado mi dinero y mi aspecto para conseguir todo lo que quería. Cada maldita cosa que he deseado ha sido mía a cambio de una sonrisa y un buen fajo de billetes. Hasta ahora. La deseo más de lo que puedo alcanzar a comprender y para ella solo soy un bonito cuerpo que utilizar y con el que conseguir dinero; ya ni siquiera eso. Solo tengo lo que me merezco —comentó Tuomas horas después, mirando ensimismado el vaso de vodka que había frente a él, el primero que Karol le permitía beber en esa larga noche.

Estaba agotado, la noche anterior no había conseguido conciliar el sueño, esa ni siquiera iba a intentarlo. Y Karol se estaba aprovechando vilmente de su agotamiento para exprimirle emocionalmente. Y a él le parecía estupendo. Cuantas más palabras vomitaba, mejor se sentía.

—¿Estás seguro de que no lo hizo por otro motivo? ¿Que solo aceptó ese estúpido acuerdo para ganar dinero con tus fotos? —rebatió Karol con evidente incredulidad.

Había tenido tiempo de conocer a Silvia durante ese mes, y no era el tipo de mujer que se entretuviera humillando a nadie por mucho dinero que necesitara o por mucho que se lo pidiera Tuomas. Miró a su reina de reojo, buscando un poco de ayuda para animar a su amigo, pero Laura, recostada en un sofá con un portátil sobre las piernas, seguía centrada en lo que quiera que estuviera haciendo y no se percató de su angustiada mirada. O no quiso percatarse, que también era posible. Su reina no era muy paciente con la autocompasión y Tuomas la destilaba por cada poro de su cuerpo.

—Completamente seguro. Nunca me ha mentido sobre los motivos que la llevaron a aceptar mi estúpida oferta. Y la admiro por ello. Yo siempre me he movido por dinero o por poder, buscando lo que más beneficios me reportara. Silvia ha hecho lo mismo, solo que por una causa más decente que la mía: por necesidad. Además, me lo merezco, no cabe duda. Me he comportado con ella como el cerdo arrogante y egoísta que soy. Exigiendo sin dar nada a cambio. Una y otra vez. Hasta que se ha cansado de mí. Lo que no entiendo es cómo ha aguantado tanto —balbució hundiendo la cabeza en las manos.

—¿Y no te has planteado que puede haberte mentido? —inquirió Karol, obviando la parte final del discurso, que por cierto, había escuchado ya varias veces esa noche.

—¿Por qué iba a mentirme? —replicó Tuomas alzando la cabeza, en sus ojos un tenue brillo de esperanza.

—¿Por qué miente todo el mundo? Para protegerse, para no sentirse vulnerable, para no mostrarse débil... Hay mil motivos. Más aún si ella siente algo por ti y cree que tú no lo sientes por ella. No se arriesgará a exponerse.

Tuomas resopló burlón.

—Y por eso cuelga todos esos vídeos míos en Internet, ¿para no exponerse? ¿Incluso el que ha grabado hoy? —masculló Tuomas dando el primer trago a su vaso de vodka—. No. Tengo lo que me merezco. Nada más.

—No me extraña que te haya mandado a la mierda, eres realmente aburrido con toda esa cháchara autocompasiva —espetó Laura de repente, haciendo que ambos hombres la miraran confundidos—. Me he portado mal, soy un cerdo arrogante, un cabrón egoísta, un gilipollas prepotente, un esnob insoportable, bla, bla, bla —lloriqueó imitando el tono de Tuomas—. Pues sí, eres todo eso y más. ¿Y qué? Para los gustos están los colores. Karol te quiere y a mí incluso me caes bien. ¿Por qué no puede sentirse Silvia atraída por ti? ¿Por qué tienes que buscar excusas para explicar que aceptara tu oferta? Tal vez le apetecía conocerte mejor porque se sentía intrigada por ese aire trágico que te das. Quizá te hiciera las fotos porque simplemente le gustas. Quién sabe, tal vez haya caído rendida ante tu culo duro, tu tableta de chocolate y tu carita de niño travieso —comentó enfadada, cruzándose de brazos.

—Laura... —la reprendió Karol.

—Silvia aborrece mi belleza —replicó Tuomas bajando la cabeza—. La odia. Me lo ha dicho infinidad de veces. Detesta mi cara y mi cuerpo. No le gusto. Nunca le he gustado. Solo me hacía esas fotos para ganar dinero.

—Tan listo que te crees y eres un completo idiota —siseó Laura levantándose del sofá en el que estaba medio tumbada para dejar sobre la mesa el portátil abierto—. ¿Hace cuánto que no te molestas en entrar en esa página web que no haces más que mencionar? —inquirió, abriendo en la pantalla la primera imagen que Silvia había colgado en la página de los pajilleros, aquella en la que, con el culo en pompa y un cubo entre las piernas, se ordeñaba el pene.

—¡Vaya! —jadeó Karol fijando la vista en la pantalla—. ¿No había otro sitio más elegante donde colgarla? —ironizó observando la imagen.

No sabía qué le molestaría más a Tuomas: la postura humillante que había sido obligado a adoptar, con una cuerda en el ano simulando una cola y arrodillado en un cobertizo lleno de aparejos de jardinería o el que Silvia la hubiera colgado en esa página tan carente de gusto, calidad y estilo. Mucho se temía que era la segunda opción. El esnob que había en Tuomas no aceptaría jamás estar en un sitio con tan poca... clase.

Tuomas bufó altanero, dándole la vuelta al portátil para no ver su foto.

—Como comprenderás, no me hace especial ilusión verme en esa página —indicó Tuomas a la defensiva. ¿Por qué le atacaba Laura? ¿Qué había hecho para ganarse otra vez su desprecio?

—Lo que significa que no te has molestado en mirar las fotos y los vídeos que Silvia cuelga allí, y con los que según te ha dicho, y tú tan estúpidamente has creído, tanto dinero gana —masculló Laura tecleando algo y volviendo a girar el ordenador.

Tuomas estrechó los ojos, confundido. Karol en cambio los abrió como platos para luego dirigir una admirada mirada a su reina. Nada como una mujer para descubrir los entresijos guardados en el corazón de otra mujer.

—¿Dónde están los vídeos? —musitó Tuomas haciendo bajar la página—. ¿Y el resto de las fotos? ¿Qué has hecho con ellas? —farfulló mirando enfadado a la ladrona—. No quiero que las borres. Silvia necesita el dinero que gana con ellas.

—¿De verdad eres tan estúpido? —murmuró Laura, asombrada—. Yo no he borrado nada. Silvia nunca las ha subido.

—Pero ella me dijo... me mandó incluso los enlaces —rebatió Tuomas buscando las fotos y grabaciones que tenían que estar en algún lugar de esa página, pero que no estaban.

—Y tú no te moléstate en abrirlos, porque de haberlo hecho, hubieras visto las suaves y desenfocadas imágenes que subía.

Laura minimizó la página y amplió un extraño administrador de correo en el que estaban todos los correos electrónicos recibidos, ¡y borrados!, de Tuomas. Este parpadeó no muy sorprendido, no era la primera vez que hackeaba sus cuentas de correo.

Laura fue abriendo uno a uno los escasos correos electrónicos que Silvia le había enviado y pinchando en los enlaces.

—Kurwa twoja mać —musitó Tuomas al ver que todas las fotos que abría se correspondían con las pocas que había en la página web.

—Deja tranquilas a nuestras madres, Tuom —le reprendió Karol, divertido al verle tan absolutamente estupefacto.

—Te ha estado dando pistas que tú no te has molestado en ver —afirmó Laura, señalando cada imagen con el cursor del ratón.

—No lo entiendo —balbució Tuomas—, se pasaba toda la sesión haciéndome fotos y grabando vídeos. Incluso me ordenaba que mirara a cámara para que se viera bien mi cara, porque decía que una cara bonita vendía mas —jadeó abrazándose el estómago.

—Supongo que intentaba no quedar demasiado expuesta ante ti, tú mismo has dicho que no ha tenido una buena experiencia con los chicos guapos —comentó Laura, sus dedos volando sobre el teclado—. Tiene una curiosa carpeta en su ordenador. Se llama «Sueños secretos». ¿Quieres ver las fotos que ha guardado ella?

—¿Te has colado en su ordenador? —jadeó Tuomas perplejo—. No puedes hacer eso...

—Claro que puedo —bufó ella—. Ha sido insultantemente fácil. ¿Quieres verlas o no?

Tuomas asintió con la cabeza. Qué diablos. No era perfecto, era un cabrón arrogante, egoísta y prepotente; si a sus cualidades tenía que añadir la de espiar en ordenadores ajenos, adelante. Tampoco era que no hubiera hecho cosas peores.

Laura esbozó una taimada sonrisa a la vez que tecleaba instrucciones y un instante después apareció en pantalla la biblioteca de imágenes de Silvia.

—Estamos dentro de su ordenador. No toques nada, no borres ni traslades nada. Solo abre los archivos y míralos. Nada más —le advirtió abriendo la carpeta mencionada y acercándole el portátil.

—¿Cuándo ha sacado estas fotos? —se preguntó Tuomas turbado.

Había cientos de imágenes de él en esa carpeta, pero ninguna correspondía a las sesiones de sexo. Silvia había captado todas y cada una de sus expresiones, tristeza, alegría, euforia, rabia, dolor, desesperación... Había instantáneas de él subiendo y bajando del coche, inmóvil tras el volante, caminando por la calle, desnudándose y vistiéndose en la habitación, pensativo en el salón, acurrucado en la cama, derrotado... pero fueron las otras imágenes, las que no le mostraban por entero, las que más le impactaron. Había fotografiado sus manos, sus dedos estirados y encogidos, sus pies y sus tobillos, su trasero, su pene erecto y su pene dormido, sus ojos abiertos y también cerrados, su frente fruncida y su nariz arrugada, las mil sonrisas que podían esbozar sus labios, también los mil gestos de desamparo y rabia. Había desmenuzado cada parte de su ser, cada instante de su personalidad, cada trozo de su alma y lo había guardado en imágenes.

—¿Dónde están las otras? —se preguntó al llegar a la última—. ¿Dónde están las que me toma durante las sesiones? ¿Dónde están los vídeos?

—No están —afirmó Laura regresando a la biblioteca de imágenes—. Puedes buscarlas si quieres, pero no las vas a encontrar.

Tuomas se apartó del portátil, negando con la cabeza. Si Laura decía que no había más, no las había.

—Pero me las hizo, incluso me enseñó algunas en la pantalla de la cámara —replicó abrumado.

—Imagino que sí las haría. Y que incluso las descargaría al ordenador. Elegiría algunas para subirlas a la página web y el resto las borraría. Hay un rastro de archivos borrados en el disco duro, si quieres puedo intentar comprobar a qué corresponden, pero llevará bastante tiempo y desde luego, no puedo hacerlo desde este portátil.

—No. No es necesario. Las fotos no están en la página web ni en el ordenador, los vídeos tampoco —murmuró desconcertado—. ¿Por qué me ha mentido?

—Si todavía te lo preguntas, después de haber visto sus «sueños secretos», es que eres más idiota de lo que pensaba —le espetó Laura, apagando el portátil.

Tuomas miró a Karol, aturullado por la regañina y, sobre todo, por lo que parecía dar a entender. Karol arqueó las cejas a la vez que se encogía de hombros y Tuomas desvió la mirada hacia Laura, quien, recostada de nuevo en el enorme sofá, lo miró enfadada. Tuomas se miró las manos a la vez que negaba con la cabeza, abrumado por el más que posible significado de lo que había descubierto.

—Tengo que hablar con ella —soltó al fin, levantándose del sillón. Karol asintió con la cabeza—. Hablaremos, y lo aclararemos todo. Tal vez incluso la bese —murmuró frotándose el estómago, que de nuevo parecía poseído por un millón de hormigas—. ¿Te puedes creer que aún no la he besado? —Miró a Karol esbozando una burlona sonrisa—. Ni siquiera la he tocado. La única mujer a la que he deseado con esta intensidad, y no me he atrevido a besarla...

—Tal vez por eso todavía no las besado —comentó Karol, divertido al verlo tan atolondrado. Tuomas enarcó una ceja, confundido—. Los hombres solemos hacer estupideces cuando estamos enamorados y nos negamos a aceptarlo...

—No puedo estar enamorado. No creo en el amor —resopló Tuomas mesándose el pelo.

—Entonces es hora de que empieces a creer, Tuom, porque estás gravemente enfermo de amor —se burló Karol.

Tuomas le enseñó la mano derecha con el puño cerrado y el dedo corazón estirado.

Karol estalló en carcajadas.

—Necesito que me vuelvas a dejar el coche —dijo Tuomas de repente, la decisión ya estaba tomada, no pensaba dejar pasar más tiempo.

—¿Por? —Karol detuvo sus carcajadas, mirándole confuso.

—¿No lo recuerdas? Destrocé el Grancabrio el otro día —replicó burlón.

—Ya sé que lo destrozaste, yo estaba allí. Lo que no entiendo es para qué quieres mi coche.

—Para ir a casa de Silvia.

—¿Ahora?

—¿Por qué esperar más?

Karol inclinó la cabeza en tanto que Laura soltaba un sonoro bufido.

—Apestas —dijo la ladrona—. Llevas puesta la misma ropa desde ayer por la tarde, no te has duchado, incluso me atrevería a decir que todavía tienes la tripa manchada de la corrida de esta noche. Así no vas a conquistarla, vas a espantarla.

Tuomas se miró a sí mismo y emitió una sonora palabra en polaco, que, por la cara que Karol puso, tuvo que ser muy, pero que muy ofensiva. Acto seguido se dirigió presuroso al cuarto de baño.

—¿Cuánto crees que tardará en darse cuenta? —le preguntó Laura mirando a través de la ventana el jardín que los tímidos rayos del amanecer comenzaba a iluminar.

—No se dará cuenta —replicó Karol—. Tiene otras cosas en la cabeza mucho más importantes, y además, no ha dormido en dos días. Dale un respiro.

Laura bufó, poniendo los ojos en blanco. ¡Hombres! Ciegos inútiles incapaces de mirar más allá de sus narices. O más allá de los cristales de una ventana.

Cuando Tuomas regresó al comedor parecía otro. Se había duchado, afeitado y peinado. Y, como siempre, vestía con su impecable estilo; unos vaqueros Marc Jacobs negros que completaba con una camisa blanca firmada por Vivienne Westwood. En los pies, las Reebok EA7.

Karol enarcó una ceja, sonriendo ladino. Su amigo se había vestido para conquistar, no cabía duda. Laura, sin embargo, puso los ojos en blanco al verle. ¿Se podía ser más pijo? ¿No se daba cuenta de que la ropa que llevaba costaba mucho más de lo que Silvia ganaba en todo un mes?

Tuomas atravesó el salón, totalmente ajeno a las miradas de la pareja y se dirigió a la entrada a por las llaves del todoterreno. Regresó enfadado un instante después.

—¿Dónde has escondido las llaves del coche?

—Mira por la ventana —replicó Karol ahogando un bostezo.

—¿Quieres que las busque en el jardín? —exclamó alucinando. ¿Pero qué manía les había dado a todos con esconder cosas en el jardín?

—No, idiota. Quiere que mires por la ventana —le increpó Laura.

—Vale, ya estoy mirando. ¿Y qué?

—Es de día —indicó Karol antes de que su reina y su amigo comenzaran a discutir.

—Ya lo veo —replicó Tuomas, sin entender a dónde quería llegar.

—Llevamos despiertos toda la noche —comentó burlona Laura—, de hecho, solo faltan diez minutos para las ocho de la mañana.

Tuomas giró la cabeza bruscamente al escucharla, y luego volvió a mirar por la ventana.

—Pieprzyć! —siseó dirigiéndose a la puerta principal.

—No está el horno para bollos, Silvia. —Esmeralda chasqueó la lengua—. Benito, afloja el pedal que vas lanzado —regañó a su marido cuando a este se le ocurrió acelerar hasta los sesenta kilómetros por hora—. No vas a dejar el trabajo y no hay más que hablar —dijo, dirigiéndose de nuevo a su obtusa nieta.

Silvia, sentada en el asiento trasero del coche, puso los ojos en blanco. Su abuela llevaba todo el viaje en plan ametralladora, había empezado a abroncarla cuando habían ido a recogerla para llevarla a trabajar y, viendo el paso que llevaban, no se libraría de su regañina hasta que pudiera escapar al jardín. Miró el reloj del salpicadero. Menos más que solo le quedaban diez minutos para empezar a trabajar.

—Haré lo que me dé la real gana —gruñó entre dientes.

—Por supuesto que no lo harás —replicó la anciana—. Yo te busqué el empleo, yo se lo pedí como favor al señor Karol, y yo, personalmente, respondo ante él de tu buen hacer. Y no pienso quedar mal porque hayas discutido con el señor Tomás. Si eres adulta para meterlo en tu cama también lo eres para resolver los problemas que tengáis. No vas a dejar el trabajo. Y punto.

Silvia abrió los ojos como platos. La boca también.

—Yo... ¡Yo no he metido a Tuom en mi cama! ¿De dónde has sacado esa estupidez? Si ni siquiera coincidimos en el jardín ni dentro de la casa... ¡ni en ningún lado! —farfulló totalmente ruborizada.

—¿Ah, no? Y entonces, ¿de quién es el cochazo, descapotable para más señas, que aparca noche sí y noche también delante de la puerta de tu casa?

—¿Cómo sabes eso? —inquirió sobrecogida.

—Las lenguas vuelan, cariño —apuntó Benito tomando con cuidado el desvío que les llevaría al Templo—. Y tu abuela y sus amigas las tienen muy largas.

—¿Cómo crees que averigüé que la casa en la que vives ahora estaba para alquilar? Porque tu vecina es la cuñada de la nuera de la hermana de Feli —explicó Esmeralda, tras decidir ser benevolente y obviar la inoportuna intervención de su esposo.

—Joder, abuela, ¿desde cuándo tienes al FBI trabajando para ti? —masculló Silvia con sorna.

—Desde que era niña y mangoneaba a todas sus amigas —apuntó Benito. Detuvo el coche frente a la cancela del muro que cercaba el Templo y pulsó el mando a distancia para abrirla.

—Ya habló el listo. —Esmeralda asestó una mortal mirada a su marido y luego se giró en el asiento para encararse a su nieta—. La cuestión, cariño, es que no puedes abandonarlo todo cuando las cosas no salen como tú quieres. Lamento mucho que hayas discutido con el señor Tomás, pero no vas a dejar el trabajo por eso.

—¿Lo lamentas? Creí que te caía fatal —apuntó Silvia enfadada, cruzándose de brazos.

—Al principio, sí. No lo voy a negar. Es un cabroncete arrogante y prepotente, pero también tiene buen fondo y eso es lo que cuenta. Tampoco me parece mal que tenga tanto dinero y sea tan guapo. —Silvia bufó poniendo los ojos en blanco al escucharla. Esmeralda se limitó a darle unas tranquilizadoras palmaditas en la rodilla—. Sí que lo es. Está para comérselo, reconócelo. Y, además, a cualquier abuela le gusta un hombre que se pasa cada segundo de cada mañana de cada día delante de una ventana contemplando extasiado a su nieta, pero que, sin embargo, se esconde cuando ella entra en la casa —susurró suspirando.

—Yo se lo pedí... —murmuró Silvia—. Le dije que no quería verlo en la casa.

—Y él te ha hecho caso. Un hombre obediente es muy buena cosa —aseveró Esmeralda.

Silvia y Benito emitieron sendos bufidos. Aunque cada uno por un motivo distinto.

—Nada más lejos de la realidad —masculló la joven.

—Pues no lo parece. Y, de todas maneras, si no hace lo que tú quieres, siempre puedes tenerle a base de pescado durante una semana, verás como en seguida cambia de parecer y te hace caso.

—Tuomas odia el pescado —musitó Silvia, enarcando una ceja.

—Por eso mismo, cariño, por eso mismo.

—Hablando del rey de Roma —dijo Benito, deteniendo el coche frente a la casa.

Silvia tragó saliva al ver a Tuomas junto a la puerta. Estaba guapísimo. Como siempre. Vestía pantalones y camisa de marca, ¡hasta las jodidas deportivas eran de Armani! Y porque no tenía por costumbre llevar ropa interior, si no, seguro que sus calzoncillos serían como poco de Galliano. Se miró a sí misma. Pantalones vaqueros reconvertidos en shorts por obra y gracia de unas tijeras poco afiladas, camiseta de tirantes, chanclas del chollo y ropa interior del Alcampo. No cabía duda de que eran el día y la noche.

Se encogió de hombros y, fijando la mirada en el suelo, bajó del coche y se dirigió al maletero para sacar la mochila con la ropa de trabajo.

—¿Te hace falta que te ayude a meter la compra en casa? —le preguntó a su abuelo, rezando para que rechazara su oferta. Lo último que le apetecía era pasar junto a Tuomas.

—Me mentiste —siseó este tras ella, sobresaltándola.

—¿Qué haces? Vete —susurró Silvia entre dientes, sin darse la vuelta, sacando con manos temblorosas la mochila—. Tenemos un trato...

—A la mierda tu estúpido trato. —Tuomas le quitó la mochila de las manos y la tiró al suelo para luego agarrar a Silvia por los hombros y obligarla a girarse—. Me engañaste.

—¡Nunca te he engañado! —exclamó ella empujándole para luego darse la vuelta, tomar la mochila y dirigirse al jardín—. Vete... tengo que trabajar.

—¿Nunca, segura? —se burló él, asiéndola por la muñeca para que no se le escapara—. ¿Dónde están las fotos y los vídeos que me dijiste que habías subido? ¡¿Dónde?!

—Ah, eso... —se defendió ella, intimidada. ¡Lo había averiguado! Y, joder, sus abuelos en vez de ir a la casa, se habían apoyado en el coche para observarlos. ¡Maldito Tuomas y su don de la oportunidad!—. Bueno, no me ha dado tiempo a subirlos aún.

—¿No te ha dado tiempo a colgar los de hace tres semanas ni los de hace un mes? —gruñó enfurecido, tirando de ella, pegándola a su cuerpo tenso—. Mentirosa. ¿Por qué no los has subido? —siseó exasperado, su cara a un suspiro de la de ella—. Contéstame, ¿por qué?

—¡Porque no me ha dado la real gana! —escupió con idéntica furia a la vez que forcejeaba para escaparse de sus dedos de hierro, alejándose unos pasos de sus abuelos—. ¡Suéltame!

—No. Quiero una explicación —susurró él, en voz apenas audible, siguiéndola para volverla a atrapar—. ¿Por qué me hiciste creer que estabas conmigo por el dinero que te proporcionaban los malditos vídeos que nunca has subido?

—¿Qué yo estaba contigo? ¿Pero de qué hablas? Tú y yo jamás hemos estado juntos —espetó ella con desprecio, golpeándole el pecho con la mochila, la cual acabó de nuevo en el suelo—. Cuando dos personas están juntas, ambas dan y ambas reciben. Y tú solo sabes exigir. Jamás das nada a cambio. Y yo estoy harta de dar. ¡Harta! —siseó rabiosa, dejándole tan paralizado que la soltó al fin—. No me gusta lo que quieres que te haga. No quiero hacerlo. No quiero verte llorar. No quiero verte sufrir —escupió con los ojos llenos de lágrimas, caminando hacia atrás, apartándose de él—. Búscate a otra, yo no lo soporto más.

—Si no te gustaba, si no querías hacerlo, si no ibas a ganar dinero con ello... ¿Por qué me hiciste pensar lo contrario? —susurró Tuomas en voz baja para que nadie más que Silvia pudiera escucharle.

—Ya ves, porque soy imbécil —replicó ella.

—No lo eres. Nunca lo has sido —rechazó Tuomas y, acercándose a ella, le envolvió la nuca con sus manos para acariciarle con los pulgares las mejillas—. ¿Por qué me engañaste? ¿Por qué no quieres verme sufrir? Por favor, Silvia, necesito saberlo

—Pues te vas a quedar con las ganas, cabrón arrogante, egoísta y...

—Prepotente... lo sé —la interrumpió Tuomas, esbozando una de sus devastadoras sonrisas, seguro de su victoria—. Pero a pesar de eso, te gusto.

—No me gustas. Ese es un sentimiento de niños y yo soy una mujer —replicó ella, enseñándole los dientes, furiosa. ¡Cómo se atrevía a trivializar los sentimientos que le estaban rompiendo el corazón!—. Si alguna vez decido sentir algo por ti, que lo dudo, será... ya sabes...

—No. No sé.

—Amor —apuntó Esmeralda en voz alta. Sobresaltando a la pareja.

Benito la regañó por interrumpir la romántica escena, y la anciana se defendió asegurando que de no ser por ella estarían bloqueados sin saber qué decir.

Tuomas miró a la pareja de ancianos apenas un instante y luego se centró de nuevo en Silvia.

—¿Amor, Silvia? ¿Serías capaz de amarme? —inquirió con seriedad, sus ojos verdes brillando esperanzados. Silvia se cruzó de brazos y giró la cabeza, hurtándole la mirada—. Yo no creo en el amor —confesó reverente, aproximándose más a ella.

—Ya lo sé, siempre lo he sabido —suspiró Silvia, dando un paso atrás—. ¿Entiendes ahora por qué soy imbécil?

Recogió la mochila del suelo para a continuación darle la espalda y dirigirse al jardín.

—Creo en el deseo y la necesidad —susurró Tuomas yendo tras ella, envolviéndola entre sus fuertes brazos—. Te deseo tanto que me duele. Te necesito tanto que me dejas sin respiración. Eres mi tormento y mi éxtasis. Mi pasión y mi calma. Mi paz y mi furia. No voy a permitir que me dejes. Voy hacer lo que sea necesario para mantenerte a mi lado.

—Pues como no me encadenes —protestó enfadada, intentando soltarse. Tenía que irse de allí y dejar de escuchar sus palabas o caería rendida a sus pies.

—Si es necesario... —replicó Tuomas. Hundió la nariz en el cuello femenino, besándolo mientras sus fuertes dedos se desplegaban acariciantes bajo los pesados pechos de ella.

Silvia cerró los ojos, atormentada. El primer beso que le daba. Y tenía que dárselo en ese momento. Cuando estaba luchando por no olvidar todas las promesas que se había hecho durante la noche.

—No me hagas esto, Tuom, no me hagas amarte. No quiero que me vuelvan a romper el corazón —balbució descansando contra él. Sus manos envolviendo las de él y la cabeza reposando sobre su fornido hombro mientras Tuomas le recorría la frente con alados besos.

—Dime dónde puedo encontrar a quien te hizo sufrir y le daré su merecido —siseó él con ferocidad, recordando a Víctor.

—Pues ya puedes ir dándote de cabezazos contra la pared —replicó ella, sonriendo apenas.

—Ah. Yo. Claro, cómo no —susurró Tuomas apretando los dientes. Por supuesto que le había hecho daño. Era su especialidad. Hacer daño a los que quería—. ¿Puedo argumentar en mi defensa que soy un cabrón sin sentimientos incapaz de empatizar con los demás?

—No. No puedes. Porque no lo eres —rebatió Silvia girándose entre sus brazos para atrapar los labios de él cuando resbalaron por su mejilla.

Y por fin sus lenguas se tocaron por primera vez. Fue apenas un roce, un instante infinito, un grito silencioso mientras sus corazones y sus cuerpos clamaban por más.

—Enséñame a amar. Haz que crea en el amor —suplicó él volcando su angustiada alma en los ojos, poniéndola ante ella, a sus pies—. Obra el milagro.

—Es un proceso lento —murmuró Silvia, el corazón golpeándole con fuerza el pecho.

—Tengo todo el tiempo del mundo —susurró él, sus labios a la distancia de un beso.

—Ah, Tuomas, lo primero que tienes que aprender es que el amor solo habla en plural —susurró, envolviéndole la nuca con las manos—. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Sus miradas se encontraron de nuevo, quedando atrapadas cuando él bajó la cabeza y ella se puso de puntillas. Sus labios se unieron y sus lenguas se acariciaron y chocaron. Sus alientos se mezclaron mientras las manos y las pieles se reconocían y los cuerpos se acoplaban. Ella le envolvió con una pierna la cadera y él la acercó, presionándole con ambas manos el trasero. La concavidad de ella acomodó la turgencia de él. Jadearon al sentirse. Gimieron al unísono.

Y, en el momento en el que sus voces amenazaban con convertirse en una sola, una tercera se unió a ellos.

—No creo que este sea el lugar adecuado para hacer eso —gruñó en voz muy alta Esmeralda.

Silvia saltó hacia atrás, sobresaltada y ruborizada. Tuomas se giró despacio mientras acomodaba con disimulo la camisa para que le tapara aquello que a la anciana no le gustaría en absoluto ver.

—Esmeralda, tiene usted el don de la oportunidad —siseó estirando el brazo para atrapar a Silvia, quien intentaba escapar sin ningún disimulo.

—Y usted, señor Tuomas, tiene el descaro y la desvergüenza de los jóvenes —replicó la anciana cruzándose de brazos.

Se miraron a los ojos, desafiándose en silencio mientras Silvia intentaba soltarse del agarre del polaco.

—Este no es el lugar adecuado para lo que estabais haciendo —repitió la anciana—, pero en cambio, sí es el momento adecuado. —Asintió una sola vez, giró sobre sus talones y se dirigió a la casa, ignorándoles.

Silvia miró a su abuela con los ojos abiertos como platos a la vez que negaba con la cabeza. Lo que acababa de suceder era... inconcebible.

—Me temo que voy a comer y cenar pescado durante más días de los que quiero pensar —musitó Tuomas—. Pero va a merecer la pena —finalizó, tirando de ella para volver a alojarla entre sus brazos—. Tu abuela tiene razón, vamos dentro —susurró mordisqueándole el labio inferior para luego adentrarse en su boca y volver a saborearla, gimió sin poder evitarlo. Era exquisita.

Silvia le devolvió el beso durante unos instantes y luego se apartó resignada.

—Nos vemos luego —dijo recogiendo de nuevo la mochila del suelo. A ese paso no se cambiaría nunca de ropa.

—¿Luego? ¿Por qué? —Tuomas la miró estupefacto. Acababan de besarse. Ella le había vuelto a admitir en su vida. Todo estaba resuelto. Ahora tenían que conocerse. En profundidad. En el sentido bíblico. ¿Por qué iban a esperar más tiempo?

—Tengo que trabajar —explicó ella, encaminándose al jardín.

Tuomas abrió los ojos como platos al ver que pretendía escapársele. ¡Otra vez!

—No tienes que trabajar —protestó, arrancándole la puñetera mochila y lanzándola lejos. Otra vez.

—¡Claro que tengo que trabajar!

—Hoy no.

—¿Y puede saberse por qué hoy no? —inquirió Silvia apoyando las manos en las caderas.

—Porque además de ser un cabrón arrogante, egoísta y prepotente también soy el mejor amigo de tu jefe y le voy a pedir que te dé el día libre.

—¿Qué? ¡No digas chorradas! —protestó.

Protesta que se vio interrumpida cuando Tuomas, harto de tanta tontería, se la echó al hombro, dejándola sin respiración. Quizá calló no tanto por el súbito impacto —que no fue nada del otro mundo— como por la sorpresa —que sí fue morrocotuda—.

¡Cómo osaba cargársela al hombro como si fuera un saco de patatas!

En mitad del jardín.

Delante de las ventanas del salón.

A la vista de todo el mundo —incluyendo sus abuelos—.

¡Joder!

—Cabrón arrogante, ¡suéltame ahora mismo! —exclamó Silvia cuando sus pulmones dejaron de estar paralizados y volvieron a llenarse de aire, hecho que más o menos coincidió con el momento en el que cruzaron el umbral y entraron en la casa.

—No —rechazó Tuomas atravesando el salón con tranquilidad no exenta de rapidez. Puede que Silvia estuviera descalza, había perdido las chanclas, pero sus pies seguían siendo mortales—. Tu jardinera se toma el día libre —indicó a Karol al pasar junto al sillón rojo, donde este y su reina dormitaban.

—Estupendo —murmuró Karol, estirándose para luego levantarse con Laura en brazos, quien no estaba dormida, pero sí muy a gusto—. Lo dejo a tu cuidado, Silvia —dijo, dirigiéndose a la Torre.

—Mímale, pero no le dejes hacer todo lo que quiera. Al menos no tan pronto. Que se lo curre un poco —apuntó Laura guiñándole un ojo.

Silvia abrió los ojos como platos y, apoyando las manos en el trasero de Tuomas, se elevó todo lo que pudo. ¿De verdad le habían dicho lo que había oído? ¿Pero qué clase de jefes tenía? Unos muy raros, desde luego.

—Ah, por cierto —dijo de repente Karol, girándose apenas—. Tu abuela me ha dicho que si no estás a las tres en la puerta asumirá que Tuomas ha encontrado el lugar adecuado, además del momento, y que por tanto se desentenderá de todo.

—Joder —susurró Silvia, ruborizándose por enésima vez aquella mañana.

—A eso vamos, nena, a eso vamos —afirmó Tuomas.

Por supuesto, se ganó un fuerte y ardiente —en el peor de los sentidos— azote en el trasero. Tampoco le importó en exceso. Al fin y al cabo se lo había dado Silvia, a quien acababa de secuestrar y a quien pensaba mantener encerrada entre sus brazos, contra sus labios y bajo —también sobre— su cuerpo durante horas y horas.

Abrió la puerta del dormitorio con la mano libre, la cerró con un golpe del talón, se dirigió a la cama, —porque la primera vez tenía que ser en la cama, luego ya verían—, y la dejó caer sobre el colchón.

Silvia se incorporó de inmediato, enfurecida. Echando chispas por los ojos.

—Cómo se te ocurr...

Por supuesto, él la silenció con un beso.

No fue un beso tierno y suave como en un principio había pretendido. Aunque lo intentó. Sabe Dios que lo intentó, pero no resultó. Estaba demasiado desesperado por probarla. Demasiado deseoso de saborearla, de sentir sus dulces labios y recorrer el interior de su boca como para ir tan despacio como había pretendido. Claro que Silvia tampoco se lo puso fácil pues, cuando se colocó a horcajadas sobre ella y posó los labios sobre los suyos, ella le golpeó con las palmas de las manos en los hombros. Así que tuvo que sujetarla. Y lo hizo. Le colocó los brazos por encima de la cabeza, anclándolos al colchón con una mano. Y, como no podía ser de otra manera, Silvia arqueó la espalda. Sus rotundos pechos apenas ocultos por la ajustada camiseta sobresalieron más todavía, secándole la boca a Tuomas. Tragó saliva e, ignorando a pura fuerza de voluntad los preciosos, imponentes, perfectos y maravillosos pechos que despuntaban bajo él, volvió a bajar la cabeza para lamerle lentamente la comisura de los labios. Y ella le mordió. ¡Oh, Dios! Jamás un mordisco había sido tan excitante. Tan lujurioso. Tan carnal. Su pene comenzó a palpitar con fuerza, reclamando el mismo trato que sus labios. Pero Tuomas consiguió domeñarle, de nuevo a pura fuerza de voluntad. Una fuerza de voluntad que cada vez escaseaba más. Se apartó un poco, sin soltarla, y respiró despacio. Iba a hacer las cosas bien. Iba a seducirla lentamente. La iba a besar hasta escuchar sus jadeos. ¡Y lo iba a conseguir aunque en el proceso perdiera la vida, la cordura, la sensatez y se le reventaran los huevos y el pene!

Inspiró con fuerza, la miró fijamente, advirtiéndole con la mirada que se portara bien o si no se atuviera a las consecuencias, y bajó la cabeza con la honesta e inocente —también ingenua— intención de besarla lentamente.

Silvia prefirió atenerse a las consecuencias.

En el mismo momento en el que Tuomas posaba de nuevo sus labios sobre los de ella, sacó la lengua y le lamió. Él jadeó excitado. Y ella se coló dentro de su boca. Le recorrió el cielo del paladar, los dientes afilados, el interior de los carrillos... le succionó la lengua y le mordisqueó los labios. Y mientras lo hacía, frotaba sus enhiestos y doloridos pezones contra el torso masculino.

Y Tuomas, a pesar de toda su determinación y buena voluntad, sucumbió.

Le soltó las manos para hundir los dedos en el dobladillo de la estúpida camiseta que no le dejaba acariciarla como era debido. Se la arrancó de un tirón. Por supuesto, la rompió en el proceso. Parpadeó confundido al ver que tenía un trozo de tela en cada mano y acto seguido las lanzó lejos. Compraría más. Mil más. Dos mil más. Todas las que ella quisiera. Pero, cual no fue su sorpresa al descubrir que los escasos segundos que había tardado en tirar la molesta prenda, ella se había tapado los pechos con las manos. Los preciosos y deliciosos pechos que todavía no había visto. Que no había catado. Que no había lamido, acariciado ni mordisqueado. Echó hacia atrás la cabeza y emitió un furioso gemido.

Silvia estalló en una sensual carcajada al verlo tan ansioso. Y nervioso. Y desesperado. Y, porque no decirlo, frenético. Así que decidió trastornarle un poco más. Abrió despacio los dedos, mostrando con lujuriosa lentitud lo que se ocultaba debajo de ellos.

Un músculo palpitó en la mejilla de Tuomas mientras sus ojos se clavaban en el aro dorado que atravesaba uno de los arrugados pezones. Tragó saliva y se lamió los labios, observando hipnotizado como ella comenzaba a jugar con los dedos sobre el maldito aro. Él también quería jugar con el aro. Quería lamer el aro. Morder el aro. Chupar el pezón y tirar del aro. Llenarse la boca con su sabor y enredar la lengua en el aro.

Eso quería. Eso deseaba. Y eso hizo.

Le apartó las manos de donde bajo ningún concepto deberían estar y luego tomó con palpable euforia los rotundos pechos. Los juntó, de manera que ambos pezones se tocaran, y luego frotó la cara contra ellos. Los degustó, lamió y besó hasta aprender su sabor y, cuando ya no pudo refrenarse más, se dedicó a los pezones. Jugueteó con el aro, tiró y succionó como había deseado, los abarcó entre sus labios primero uno, después el otro, y jugó con ellos con lengua y dientes. Y, cuando Silvia jadeó contoneándose excitada debajo de él, se apartó apenas de ella y de un brusco tirón se quitó la camisa por la cabeza.

Tampoco esta prenda salió indemne de la pasión desatada del polaco.

Silvia se lamió los labios al ver frente a ella el torso musculado, lampiño y sudoroso de Tuomas. Sí, lo había visto multitud de veces. Pero jamás había sido suyo. Hasta ahora. Se incorporó hasta sentarse, obligándole a él, que aún estaba a horcajadas sobre ella, a erguirse. Acercó su boca hambrienta a los moldeados pectorales y raspó con los dientes una de sus tetillas. Él se estremeció con fuerza, sus manos colgando junto a las caderas, la cabeza caída hacia atrás. Ella atrapó el pequeño y duro pezón entre los dientes y tiró. Él tembló. Ella recorrió con labios, lengua y dientes su torso mientras él abría y cerraba los puños ansioso por tocarla. Temeroso de tocarla. Dibujó de saliva cada músculo con carnal intrepidez y mientras lo hacía, sus manos descendieron osadas hacia la rígida turgencia que los pantalones apenas podían contener. Deslizó los dedos sobre la tela, tentando y acariciando. Volviéndole loco.

Hasta que Tuomas no pudo soportarlo más y saltó de la cama para quitarse los pantalones. Cuando estaba a punto de deshacerse de la primera pernera, se dio cuenta de que no se había librado de las deportivas. Se las quitó de sendas patadas, luego los calcetines —era una falta de estilo atroz follar con ellos puestos— y, por último, se deshizo, por fin, de los malditos pantalones. Cuando levantó la cabeza, Silvia todavía estaba en la cama, con los vaqueros recortados puestos, mirándole con evidente lascivia. Así que se irguió despacio y giró sobre sus talones, mostrándole con lentitud su lujurioso esplendor hasta quedar de nuevo enfrentado a ella, su solido e impaciente pene meciéndose duro y erguido en su pubis. A escasos centímetros de los labios de ella.

Silvia se aproximó lentamente. Lo besó libidinosa. Presionó con la lengua en la abertura de la uretra y luego tomó el pene con una mano y comenzó a enterrarlo en el interior de su boca.

Tuomas se apartó bruscamente.

—Si me la chupas, me correré —siseó arrodillándose en la cama junto a ella.

La obligó a tumbarse, desabrochó los botones de los shorts vaqueros y se deshizo de ellos de un tirón.

Jadeó excitado al ver el precioso tatuaje que decoraba el vientre de Silvia. Se agachó para depositar un suave beso sobre las alas abiertas del hada que, acurrucada sobre una flor, parecía mirarle con dulce picardía.

—¿Cómo pude ser tan cobarde? —musitó contrito, frotando su nariz contra la traviesa cara del hada, para al instante siguiente agarrar a Silvia por los tobillos y obligarla a separar las piernas—. O Boże! —susurró agitado al ver los anillos que decoraban el sexo femenino. Ese era el brillo que había visto dos noches atrás, cuando ella le había pedido que le hiciera un cunnilingus y él, acobardado, se había negado—. Ty pieprzony dupek! —siseó enfadado hundiendo la cara entre los muslos femeninos para saborear lo que tan estúpidamente se había negado—. Ty przeklęci tchòrze!

—Eh, Tuom, si vas a cuchichear mientras me comes el coño, por favor, hazlo en cristiano —jadeó Silvia, tirándole del pelo para que levantara la cabeza.

—Nie mogę teraz rozmawiać —murmuró Tuomas, incapaz de pensar en otro idioma que no fuera el propio en ese momento—. Nie mogę oddychać.

Volvió a bajar la cabeza y observó con ojos vidriosos el turgente clítoris que escapaba del capuchón que ya no podía contenerlo. Le dio un suave lametazo con la lengua plana y luego atrapó con los dientes uno de los dos anillos que le adornaban los labios vaginales.

—Ah, no —Silvia le volvió a tirar del pelo, obligándole a apartarse—. En cristiano o te quedas sin desayunar —le advirtió.

Tuomas la miró con los ojos desenfocados durante un instante, sin comprender a qué se refería. Intentó bajar la cabeza pero ella se lo impidió, obligándole a salir del estupor en el que estaba sumido y pensar.

—Ah... O Boże! ¡Oh Dios! —susurró, intentando recordar las palabras que había dicho. Silvia le soltó y él volvió a hundir el rostro en el vértice entre sus piernas.

Lamió con fruición los húmedos pliegues, prestando especial atención a los anillos que los atravesaban tras percatarse de que cada vez que tiraba de ellos, Silvia jadeaba temblorosa.

—Ty pieprzony dupek! ¡Maldito estúpido! —musitó cuando la sintió aferrarse de nuevo a su pelo—. Idiota por no haber sabido ver. Por no entender. Estúpido. —Afiló la lengua y la penetró despacio, arrancándole trémulos gemidos mientras le acariciaba el clítoris con los dedos—. Ty przeklęci tchòrze! ¡Maldito cobarde! —siseó antes de atrapar con los labios los pliegues atravesados por el anillo y succionar—. Tan asustado. Tanto miedo. Eres perfecta. Todo lo que deseo. Me aterras —gimoteó incapaz de expresarse con corrección—. Me asusto y te pierdo. —La penetró con dos dedos mientras frotaba la cara contra su pubis—. Nie mogę teraz rozmawiać. Ahora no puedo hablar —susurró soplando sobre el sensible clítoris. Silvia tembló bajo él, contra él. Su vagina palpitó, apretándole los dedos. El clítoris se endureció e hinchó mientras ella se estremecía al límite del éxtasis—. No puedo pensar. Solo sentir. Solo tú. Tu tacto, tu piel, tu olor, tu sabor. No puedo hablar —gimió ascendiendo por el cuerpo de Silvia hasta que su rígido pene quedó acunado contra el sexo femenino—. Nie mogę oddychać. Ni siquiera puedo respirar —finalizó, hundiéndose lentamente en ella.

Silvia le rodeó las caderas con sus piernas, abriéndose a él. Su vagina ajustándose al grueso y largo pene, succionándolo, exigiendo más. Y Tuomas se lo dio. Sin dudar.

—Mírame —susurró cuando ella cerró los ojos.

Silvia le obedeció.

Tuomas colocó los pies de ella sobre sus hombros, penetrándola más profundamente.

Comenzó a moverse y Silvia se estremeció, incapaz de resistirse por más tiempo al éxtasis. Se tensó, su vagina palpitando contra la imponente erección a merced de las oleadas de placer que la devoraban mientras sus labios gemían sollozantes y su espalda se arqueaba. Tuomas llevó los dedos al henchido clítoris y lo acarició, aumentando y sosteniendo el orgasmo, bebiéndose sus gemidos con besos salvajes.

—Siento haber sido tan rápida —susurró Silvia minutos después, aún bajo él. Aún empalada por él. Aún temblorosa y excitada—. Han pasado muchos meses desde la última vez... y tú lengua y tu polla son mágicas —suspiró con picardía.

—Tenemos todo el tiempo del mundo —murmuró Tuomas comenzando a moverse de nuevo.

En esta ocasión fue él quien no tardó en correrse. Apenas habían pasado cinco minutos cuando comenzó a estremecerse y un trémulo jadeo abandonó sus labios.

—Parece que estamos abocados a no llegar juntos —comentó ella burlona, relajándose bajo él.

Tuomas enarcó una ceja y esbozó una de esas ladinas y deslumbrantes sonrisas con las que advertía a sus oponentes que siempre conseguía todo lo que se proponía.

Minutos después, Silvia dejó de estar relajada. Tuomas también.

Les llevó el resto de la mañana y dos intentos más llegar juntos al orgasmo. Pero no porque fuera complicado, que tal vez sí lo era, sino porque ellos lo convirtieron en un juego. En un desafío. En un duelo por ver quién hacia caer al otro. Y los dos eran muy buenos jugadores. De hecho, solo el agotamiento que ambos arrastraban impidió que se enredaran en un cuarto asalto. Al menos por el momento.

—¿Cuándo te mudarás? —preguntó Tuomas de repente, tumbando de costado frente a ella, sus dedos retozando en la suave curvatura de la tripita femenina mientras la observaba embelesado.

—¿Cuándo me mudaré a dónde? —preguntó Silvia a su vez, ahogando un bostezo. Había pasado la noche en vela, llorando, y la mañana entera follando. Como una salvaje. Como si no hubiera un mañana. Y claro, tanto trajín la había dejado exhausta, ergo estaba a punto de caer en los brazos de Morfeo. Y las caricias de él no hacían más que adormecerla más.

—Aquí.

—¿Aquí? ¿Mudarme? ¿A esta casa, que por cierto, es de mi jefe? —Se incorporó, alarmantemente despierta. O mejor dicho, despiertamente alarmada—. ¿Por qué iba a hacer eso? —gimió.

—No pretenderás que sea yo quien me mude a tu casa —replicó Tuomas, los ojos abiertos como platos—. Es demasiado pequeña, necesitamos más espacio, apenas si tienes sitio para ti, mucho menos para mí. Voy a quedarme a vivir aquí, en Alicante, indefinidamente —decidió en ese momento—, por lo tanto traeré todas mis cosas. Necesitaré un par de vestidores para mi ropa, no me gusta mezclar la de invierno con la de verano —comentó abrazándola—. Y otros dos para ti, te voy a comprar la ropa más bonita que hayas visto jamás —afirmó antes de fruncir el ceño—, pero no dejaré que te la pongas. Estarás siempre desnuda para mí. Eres demasiado hermosa como para ocultarte —aseveró soñador. Silvia enarcó una ceja, no cabía duda de que Tuomas desvariaba. Y mucho—. Además necesitaremos un garaje de tres plazas para el Quattroporte, el Grancabrio y el... —la miró con atención—. ¿Qué coche quieres?

Silvia parpadeó un par de veces y negó con la cabeza.

—No sé conducir.

—Oh, bueno, te enseñaré, será divertido —propuso él abrazándola mimoso—. Lo ideal sería irnos a vivir a la casa que Karol me está construyendo, pero me temo que todavía tardará un tiempo. Así que mientras tanto, te mudarás aquí, conmigo.

—No pienso mudarme a vivir aquí, a la habitación que te ha dejado tu amigo en su casa —replicó Silvia con una calma que no sentía.

—Oh, bueno, entonces tal vez alquile una suite en...

—De hecho, no voy a irme a vivir contigo a ningún lado —le interrumpió antes de que siguiera esbozando el cuento de la lechera. Una lechera con mucho dinero y bastante esnob, eso sí.

—Oh... ¿Por qué? —preguntó él, arqueando una ceja.

Le estaba prometiendo el cielo y ¿no lo quería? ¡Mujeres!

Sacudió la cabeza. No. Mujeres no. Silvia. Solo ella rechazaría su dinero, sus regalos y su casa, o mejor dicho, un hotel. Sonrió. Era más que perfecta. Era única. Y le quería a él. Y él daría la vida si fuera necesario con tal de conservarla a su lado.

—No voy a mudarme a ningún lado porque me gusta mi casa. Y porque necesito un tiempo para... reeducarte.

—¿Reeducarme? ¿Qué pretendes hacerme? —preguntó con burlona curiosidad.

—Quitarte toda esa pátina de esnob que te impide brillar —replicó ella—. Si me fuera a vivir contigo ahora mismo, no aguantaría ni media hora antes de estrellarte una sartén en la cabeza —explicó divertida, para luego abrir la boca en un enorme bostezo—. ¿No podemos hablarlo más tarde? —preguntó dándose media vuelta y abrazándose a la almohada.

De verdad de la buena que tenía muchísimo sueño.

—Ah, vaya —musitó Tuomas pegando su torso a la espalda de ella para luego colocar la mano bajo sus exquisitos pechos. Se estaba tan a gusto con ella entre los brazos. Inspiró profundamente para degustar su delicioso olor y, un instante después, sus dedos ascendieron unos centímetros, hasta tocar el dulce y prieto pezón. Jugó con el aro que lo decoraba—. Y yo que me consideraba perfecto.

—Y lo eres. Demasiado perfecto. Demasiado guapo, demasiado rico, demasiado elegante, demasiado esnob... Tengo que normalizarte un poco antes de que estés preparado para afrontar la vida en común —manifestó Silvia, arqueando la espalda.

—¿Y si me pongo un anillo en el pezón? —inquirió él de repente.

—¿Para normalizarte? —jadeó Silvia totalmente atónita. ¿De qué demonios estaban hablando ahora?

—¿Qué? —Tuomas la miró perplejo—. ¡No! Para que juegues con él cuando me mordisquees las tetillas —apuntó tirando del aro de ella—. ¿Crees que dolerá mucho ponerse un aro en la polla? —inquirió pensativo mientras deslizaba la mano libre hacía el vientre femenino... y más allá.

—Estoy segura de que duele mucho —afirmó Silvia, esbozando una sonrisa que se apresuró a ocultar para continuar con voz muy seria—: Muchísimo. Un verdadero tormento, al fin y al cabo es la zona más sensible de vuestro cuerpo...

Tuomas dio un respingo, como si algo —las joyas de la familia— le hubiera dolido de repente.

—Yo, sinceramente, prefiero adornarte con un cockring escrotal y algún juguete uretral, estoy segura de que lo disfrutarías mucho.

—¿Uretral? ¿Con jengibre? —musitó Tuomas con voz ronca, lamiéndose los labios. Su pene se alzó inhiesto contra el trasero de Silvia.

—Solo si te portas bien y me dejas dormir —le advirtió ella, acunándose contra los fuertes brazos de él. Ya que su jefe le había dado el día libre, bien podía usarlo para descansar un poco.

Tuomas abrió la boca para protestar, y volvió a cerrarla ipso facto al ver que ella emitía un suave bostezo. Su chica tenía sueño, de hecho, sus ojeras y el cansancio de su voz le indicaban que estaba agotada. Tanto como él. Por tanto, ignoró los deseos de su pene erecto, colocó la mano con forzada inocencia en la acogedora cintura de la mujer a la que abrazaba y frotando la nariz contra el suave pelo de ella, cerró los ojos.

Cuando los abrió horas después, Silvia continuaba entre sus brazos, plácidamente dormida. Hundió la cara en su alborotada melena negra y la apretó más contra él. Ella se removió perezosa, entreabriendo apenas los ojos a la vez que una soñadora sonrisa se dibujaba en sus labios. Se giró lentamente entre sus brazos, hasta quedar frente a él, y luego le frotó la nariz contra su torso lampiño, emitiendo un adormilado suspiro.

Y, en ese preciso momento, Tuomas comprendió por qué Karol había tenido esa mirada embelesada cuando un mes atrás le había preguntado si había dormido alguna vez con alguien a quien amara. ¿Cuáles habían sido sus palabras? «Verla despertar, desperezarse, abrir los ojos lentamente». Sí, había algo mágico en despertar junto a la persona a la que amabas.

Y, sí, por mucho miedo que le diera, no le cabía la menor duda de que estaba a punto de enamorarse total e irracionalmente de Silvia. Tal vez ya lo estuviera. Y, de ser ese el caso, que lo era, no pensaba confesárselo a ella. Habían hecho un nuevo trato. Silvia tenía que enseñarle a amar. Y él no pensaba perderse ni una sola lección.