El trepidante embrujo del amor
23 de junio de 2010
Laura tecleó la última orden, subió el volumen de los altavoces al máximo y, dando una eufórica palmada, saltó de la silla y comenzó a bailar una peculiar danza de la victoria. Pixie, por supuesto, se unió a ella. Saltó entre los pies de su humana mientras esta bailaba como lo harían los egipcios, o como las Bangles decían que bailaban los egipcios que, seguramente, no tendría nada que ver con cómo bailaban los egipcios en realidad. Fuera como fuese, Laura estaba eufórica y necesitaba dar salida a esa efervescencia que bullía en todo su ser. Esa misma mañana había conseguido encontrar por fin la minúscula brecha en la seguridad de la Sapk que tanto necesitaba. Y ya había abierto una puerta trasera y el rootkits que la ocultaba. Ahora solo le faltaba colarse dentro y decidir con qué le podía hacer más daño al papá de Karol.
—¡Te voy a joder vivo, cabrón! —gritó feliz mientras sacudía con fuerza las caderas y proyectaba los brazos, con las manos y los dedos muy estirados, a ambos lados de su cuerpo.
Pixie se irguió —más o menos— sobre las patas traseras, imitando a su humana. Laura meció la cabeza con fuerza al más puro estilo heavy metal, mezclado eso sí, con el baile ficticiamente egipcio. Pixie alzó las patas delanteras y arrugó los bigotes. Laura metió el pie derecho en la caja de virutas de embalaje del hurón. Pixie se lanzó ofendido contra la estúpida humana que estaba destrozando su juguete favorito. Laura perdió el equilibrio cuando, al intentar esquivar al proyectil animal en que se había convertido Pixie, pisó con el pie libre una caja de pizza que había en el suelo. La caja de pizza salió disparada. Laura cayó de culo, haciendo volar la caja de virutas y Pixie, destrozado por la pérdida, se vengó de la única manera que sabía: saltó a la mesa y empujó con saña una pila de revistas, tirándolas al suelo. Laura gritó enfadada, ¡había tardado siglos en hacer esa torre! Pixie, herido por los gritos de su humana, saltó a la encimera de la cocina, se irguió sobre las patas traseras y se apoyó, con muy mala leche, en el brick de zumo —abierto, por supuesto— que allí había. Laura se lanzó hacía él para impedir el desastre. Pixie empujó. Laura gritó. La música terminó. Y el timbre sonó.
Laura se quedó petrificada.
El timbre volvió a sonar.
Con insistencia.
Como si quien estuviera tras la puerta llevara un rato llamando sin que nadie le hiciera caso.
Laura miró a Pixie.
Pixie se escondió en su jaula. De tonto no tenía ni un pelo.
Laura apagó los altavoces y luego se acercó a la puerta. Se puso de puntillas y pegó un ojo a la mirilla para ver si sus temores eran acertados.
Lo eran.
Karol estaba en el rellano. Tan atractivo como impecable. Se había engominado el pelo azul y lo llevaba de punta. Vestía unos ajustadísimos pantalones, de un blanco nuclear, abarrotados de cremalleras negras de distintas longitudes, todas ellas abiertas, mostrando su pálida piel. Piel que quedaba bien a la vista gracias a la camiseta sin mangas, y casi sin costados, que apenas le cubría el torso. Completaban su imagen unos botines tan azules como su pelo y la raya de los ojos profusamente pintada de negro, sombreando el parpado inferior con un ligero estilo gótico que no desentonaba en absoluto con la claridad marmórea de su piel. Estaba guapísimo.
Y ella estaba hecha un desastre.
Suspiró.
Soltó un sentido «¡joder!».
Volvió a suspirar y abrió la puerta.
Karol la miró de arriba abajo, parpadeó, miró tras ella, parpadeó más rápido, volvió a mirarla y arqueó una ceja. Estaba (des)vestida con unos boxer de hombre y una vieja camiseta manchada de...
—Espero que eso sea zumo de tomate —comentó, tendiéndole las flores que había recogido esa misma tarde para ella.
—He tenido un pequeño percance con Pixie —replicó Laura arrebatándole el ramo de las manos—. ¿Flores, Karol? Vaya, ¡qué original! —comentó con sorna, llevándoselas a la nariz—. ¿Las has recogido tú? —inquirió sorprendida al no oler nada. Era imposible que él las hubiera cortado, su ratoncito no era el tipo de hombre que se tomaba la molestia de meterse en un jardín con unas tijeras de podar y elegir flores para su chica. ¿O sí?
Karol asintió esbozando una orgullosa sonrisa. No había sido fácil cortarlas, o quizá sí lo hubiera sido con una herramienta apropiada, pero como había querido hacerlo él mismo, había esperado a que Silvia se marchara y justo cuando ella ya no estaba, se había dado cuenta de que había olvidado preguntarle cómo cortarlas. Así que se había decantado por uno de los cuchillos de la cocina. Quizá no había hecho la mejor elección. Pero ¿quién iba a pensar que los tallos de las flores fueran tan duros? Él no, desde luego. Además, el cuchillo de sierra debería haber cortado. Para eso tenía sierra. Para cortar. ¡Pero no sus dedos!, pensó mirándose el pulgar envuelto en una tirita.
—Debí haberlo imaginado, solo tú eres capaz de elegir esta mezcla de colores y que quede tan bonito —comentó Laura ignorando con una sonrisa los daños colaterales en las manos de Karol—. Son preciosas, gracias —dijo, dándole un ligero beso en la barbilla antes de apartarse de la puerta e indicarle con un gesto que pasara.
Karol entró en el estudio, esquivó el enorme charco rojo que se extendía junto a la cocina y las cientos de revistas desparramadas en el suelo y esperó junto al sillón lleno de cajas de pizza a que Laura cortara la boca a una botella de refresco de cola de dos litros para luego llenarla de agua. Frunció el ceño. Cualquiera diría que una ladrona tan buena como ella viviría con algunas cuantas comodidades más. Pero no. El estudio seguía siendo tan diminuto, desordenado y espartano como recordaba.
—¿Trabajas en algo? —preguntó de repente, al darse cuenta de que eso era algo que desconocía de su ladrona. De hecho, eran muchas las cosas que no sabía de ella. Aunque no le importaba. Conocía lo importante. Cómo era. Cómo sentía. Cómo amaba. Y que trataba las flores que acababa de regalarle como si fueran el regalo más valioso del mundo. Sonrió ufano.
—¿Aparte de dedicarme a robar, quieres decir? —replicó ella al punto. Karol asintió—. Trabajo para una empresa de seguridad —indicó, mirando los tallos de las flores según las colocaba en la botella.
¿Con qué demonios las habría cortado Karol?, pensó mientras acariciaba las enormes flores rojas que parecían vulvas con embelesado cariño. Su ratoncito se había cortado un dedo —lo miró de reojo—, tres dedos por conseguir esas flores. ¡Era un encanto! Se acercó a él y le dio un beso de tornillo que le dejó sin respiración.
—¿TGSystem? —inquirió él cuando recuperó el aliento.
No cabía duda de que había acertado de pleno con las flores. Le regalaría un ramo nuevo cada día. Aunque se quedara sin dedos en el proceso. Y, hablando de dedos, se llevó dos al paquete e intentó colocárselo de manera que la argolla dejara de frotarle la polla, porque, si continuaba así, acabaría por mancharse los pantalones. Había sido un error caer en la tentación, le estaba costando la misma vida contenerse. Y eso por no hablar del dolor de huevos derivado de la excitación constante.
—¿Te ha costado mucho trabajo sumar dos y dos? —se burló Laura, observando de reojo sus tejemanejes en la entrepierna. Pobrecito, parecía estar muy, muy, muy cachondo. Se lamió los labios, lasciva.
—Con todo el dinero que me cobran bien podrían pagarte un buen sueldo —masculló él.
—Ah, eso. Cobro un buen sueldo, pero como no me gustan mucho las tareas de la casa, prefiero tener pocas cosas. Así hay menos que limpiar.
—Ah, pero ¿limpias alguna vez? —inquirió Karol mordaz.
—Es una pena —dijo Laura con desafiante ironía. Karol arqueó una ceja, confundido—. Es una pena que con lo bien que habías empezado, la hayas fastidiado tanto —resopló dirigiéndose a la puerta y abriéndola—. Di adiós.
Karol observó a su ladrona, suspiró profundamente y se quitó la camiseta.
—¿Alguien te ha dado permiso para despelotarte? —inquirió Laura, estrechando los ojos intrigada. Se mordió los labios para no sonreír de oreja a oreja. Su ratoncito iba a pelear. Tal vez fuera buena y le dejara llevarla a la cama, tras una buena lucha, por supuesto. No era cuestión de desaprovechar la increíble erección que lucía.
—¿Te he contado alguna vez que Eberhard secuestró a Sofía? —le soltó él, ignorando los alaridos desesperados de su palpitante pene y sus tensos testículos para dirigirse al fondo del estudio.
Laura parpadeó sorprendida. ¡¿Qué tenía que ver el tocino con la velocidad?! Y, sobre todo, ¿adónde narices se dirigía y por qué no se había quitado aún los pantalones? ¡Pero si estaba a puntito de caramelo! ¿Cómo podía seguir manteniendo encerrada su gorda y deliciosa polla? ¡Menuda crueldad!
—Sí. Eso hizo. La secuestró y la llevó al Templo. Y allí la conquistó —continuó diciendo Karol, dándole la espalda al detenerse frente al estrecho armario.
—¿Y tú crees que esos métodos prehistóricos te van a dar resultado conmigo? —preguntó divertida. Su ratoncito a veces era tan inocente... y tenía un culito tan mono. De buena gana le daría un mordisco.
—No. Además, tú ya has estado en el Templo.
Abrió la puerta y seleccionó de entre todas las prendas que allí había una minifalda vaquera de volantes y una blusa de tirantes que dejó sobre la cama.
Laura lo miró perpleja. ¡¿Pero qué narices estaba haciendo?!
Karol sonrió al ver su gesto. No era fácil sorprender a su ladrona, y él lo estaba haciendo. Irguió la espalda, orgulloso, y se dirigió hacia donde ella continuaba inmóvil, todavía sujetando la puerta abierta. Le apartó la mano del pomo y cerró. Luego se cernió sobre ella, acorralándola contra la pared, y enredó los dedos en el bajo de la vieja camiseta. Ella arqueó una ceja y se cruzó de brazos, desafiante, impidiendo que se la quitara.
—Ya te advertí que no era una chica fácil —le espetó altanera.
—No, no lo eres. Eres una chica manchada de zumo de tomate —replicó Karol con voz suave—. Eber no conquistó a Sofía porque se atreviera a secuestrarla —continuó contando la historia—, sino porque se atrevió a dejar de tener miedo —afirmó pegando su boca a la de ella en un dulce beso a la vez que comenzaba a subirle la camiseta por la tripa.
—Estás haciendo trampas —murmuró Laura contra su boca—. No puedo resistirme a tus besos...
—Lo sé —replicó, cortando el beso para quitarle la camiseta.
Luego, enredó los dedos en los boxer que aún vestía y se los fue bajando sin dejar de besarla en el cuello, los pechos, la tripa y por último el pubis. Dio un pequeño lametón en el delicioso clítoris y ascendió de nuevo a su boca.
Laura cerró los ojos, decidida a disfrutar un poco más de sus besos y caricias antes de complicarle un poco el cortejo. Le envolvió las caderas con una pierna y se frotó contra su abultada erección como una gata en celo. Él respondió alzándola contra su pelvis y echando a andar. Laura sonrió maliciosa contra sus labios, pobrecito, en cuanto la dejara en la cama, lo empujaría, tirándolo al suelo. ¿Acaso su ratoncito no aprendía nunca?
Karol sintió la sonrisa de ella contra su boca, y reprimió la suya propia. Profundizó el beso y, sin dejar de restregarla contra su rígida polla, abrió los ojos, comprobando que ella los tenía cerrados, y se dirigió al cuarto de baño. Entró en la ducha y la soltó de repente. Ella bajó los pies al suelo para no acabar cayendo de culo. Él le guiñó un ojo, dio un paso atrás y giró la llave del agua caliente. Una lluvia templada cayó sobre ella, empapándola.
—Dúchate, apestas a zumo de tomate —dijo, saliendo del diminuto habitáculo y cerrando la puerta.
—¡Pero bueno! —le llegó el grito ofendido de ella, seguido de un fuerte golpe en la puerta que sonó a la altura de su cabeza.
Karol tomó nota mental de protegerse la cabeza cuando cabreara a Laura; no cabía duda de que tenía una puntería excelente. Arrugó la nariz mientras se miraba el torso desnudo; tenía restos de zumo de tomate esparcidos por las tetillas, donde se había apoyado contra ella. Había hecho bien en despojarse de la camiseta. Y también en no ducharse con su ladrona. Había imaginado una noche inolvidable, y desde luego no empezaba con una sesión de sexo rápido en la ducha. De hecho, tenía otra cosa mucho mejor que el sexo en mente. Se pinzó la nariz. Apestaba a tomate. Se dirigió al fregadero. Extrañamente no había platos sucios en él. Luego recordó las cientos de cajas de comida preparada que había esparcidas por todo el estudio y entendió el motivo de que no los hubiera. Se inclinó sobre la pila y abrió el agua caliente para asearse. Un grito furioso desde el cuarto de baño le indicó que el calentador no era capaz de proporcionar agua para dos grifos a la vez. Lo cerró con rapidez y continuó lavándose con agua fría.
«Es lo que tiene el amor —pensó—; no importa sufrir si con eso contentas a tu amada».
Acabó de asearse y volvió a colocarse la camiseta, decidido a no olvidar por qué estaba allí y en qué trampa no debía caer.
—Ya estoy —dijo Laura saliendo del baño—. ¿Y ahora qué? ¿Qué maravillosa idea se te ha ocurrido para conquistarme? —preguntó enfurruñada. La había puesto cachonda, la había despelotado, la había metido en la ducha, ¡y se había largado! ¡Cabrón!
—Cierra los ojos —dijo Karol, acercándose a ella con una sonrisa depredadora. Estaba preciosa envuelta en esa toalla de florecitas rosas.
—¿Que los cierre? No estarás pensando en volver a meterme en la ducha para abrillantarme, ¿verdad? Porque te lo advierto, soy una ladrona mala malísima que está al límite de su escasa paciencia. Te puedo hacer la vida imposible —le amenazó estirando mucho el dedo índice.
—Quiero vestirte —susurró, retirándole embelesado un mechón de cabello húmedo del rostro.
—¿Vestirme? —Laura echó un vistazo a la ropa que había sobre la cama, se encogió de hombros y cerró los ojos.
Karol la despojó lentamente de la toalla para después susurrarle al oído que se agarrara a sus hombros. Ella obedeció y él se agachó lentamente hasta quedar arrodillado frente a ella. Le hizo levantar un pie y luego el otro, para a continuación comenzar a ascender despacio los dedos por sus piernas llevando con ellos las delgadísimas tiras de lo que Laura imaginó era un tanga.
Pero no lo era.
Porque los tangas no tenían nada de metal en la entrepierna, ¿verdad?
Ni eran tan absolutamente diminutos.
Ni tenían algo que se mecía contra su piel.
Abrió los ojos de golpe.
—No hagas trampas —susurró Karol besándola en los párpados—. Tengo que colocarlo bien antes de que puedas verlo.
Los cerró de nuevo.
Karol colocó el lo-que-fuera de metal sobre su clítoris, enmarcándolo. Encajó la cinta que salía de ese marco entre sus labios vaginales de forma que le frotara la entrada de la vagina para luego ascender por la grieta entre sus nalgas como un tanga normal y corriente. Solo que no era normal. Ni corriente. Y además, el marco, o lo que fuera que le había colocado sobre el clítoris, tenía algo que se balanceaba sobre él. Acariciándolo. Excitándolo.
¡Oh, Dios!
—Ya está —susurró Karol dando un paso atrás para contemplar su obra.
Laura abrió los ojos y bajó la mirada a su entrepierna.
—¡Jo-der! —jadeó sin aliento.
El lo-que-fuera era un corazón de oro, hueco, que tenía una perla engarzada en oro blanco que colgaba de él y le rozaba el clítoris cada vez que se movía.
—¿Dónde lo has conseguido? —susurró atónita. Jamás había visto nada igual.
—Conozco una joyería erótica en Paris; me pasé a echar un vistazo —comentó Karol, admirando su regalo. Era perfecto para ella.
—Ah... —musitó ella más sorprendida de lo que quería aparentar. Su rey del deseo había volado a Paris para comprarle una joya. ¡WOW!—. Es alucinante... Y me pone a mil —confesó meneando las caderas. Un suave gemido escapó de sus labios cuando la perla le rozó el henchido clítoris—. ¿No hay joyas para vosotros? —indagó intrigada. Y al ver el destello en los ojos de Karol, sonrió con pícara curiosidad y se lanzó a desabrocharle los pantalones.
—No —la detuvo él—. Tenemos que irnos; ya lo verás más tarde —dijo poniéndole la blusa y agachándose para hacer lo mismo con la falda.
—Pero ¿qué clase de conquista es esta? —se quejó ella meciendo las caderas. Era extraño sentir el coño tan desnudo bajo la ropa—. Se supone que ahora es cuando tienes que tirarme en la cama e intentar hacerme el amor...
—Mucho me temo que a la ladrona que pretendo conquistar no le gustan las cosas previsibles. Ni fáciles. Me ha pedido que me esfuerce. Y eso voy a hacer —comentó abriendo la puerta y haciendo una reverencia—. Adelante, bella dama.
Laura arqueó una ceja, esbozó una peligrosa sonrisa, y salió del estudio. Ya se ocuparía al día siguiente de limpiar el desastre, al fin y al cabo, tampoco era que se notara mucho entre todo el caos que siempre reinaba allí.
Acompañó a Karol hasta el todoterreno, y este, tomándola del brazo, la llevó hasta la mismísima puerta del conductor, dándole las llaves.
—¿Quieres que conduzca?
—Tengo ciertos problemas con el enfoque y las distancias, por lo que cuando conduzco necesito taparme el ojo —comentó él poniéndose el parche en el ojo derecho a la vez que daba la vuelta al coche para acomodarse en el lugar del copiloto—. Y por la noche me da la impresión de que mis reflejos menguan. No es que no pueda conducir —especificó—, pero prefiero que tú lo hagas por mí —explicó acomodándose en el asiento—. No corras demasiado.
—Me gustaría matar al hijo de puta de tu padre —siseó Laura arrancando el coche.
—No. No te gustaría —replicó Karol con una embelesada sonrisa en los labios. Su agresiva ladrona no era más que una gatita enfurruñada que arañaba pero no mordía.
—Está bien, no me gustaría matarle. Pero sí me gustaría arruinarle —gruñó pegando un fuerte acelerón.
Karol arqueó una ceja, suspicaz. Eso sí que la veía completamente capaz de hacerlo.
—¿De verdad no quieres que te ayude? —le preguntó Laura tiempo después, casi rozando la media noche. Estaba tumbada bocabajo sobre una enorme manta que Karol había extendido en la arena y le enfocaba con una linterna que dejaba bastante que desear.
—No puede ser tan complicado —gruñó él amontonando por enésima vez los cuatro palos que había sacado del maletero del todoterreno y colocando entre ellos una bola de papel de periódico que se apresuró a encender. Y que el viento apagó de un resoplido.
Laura contuvo una carcajada histérica. Estaba totalmente excitada. El corazoncito de oro y la perlita estaban haciendo estragos en su coño. Y en su clítoris. Y en su vulva. ¡Joder, si incluso le estaba poniendo cachonda el roce de la cinta contra el agujero del culo! Y Karol, en vez de oler su excitación, empalmarse, ponerse bruto e intentar follarla como un jodido animal sobre la manta, ¡tenía su estúpida nariz metida en una hoguera que de ninguna manera iba a arder!
Emitió un desesperado gruñido, se puso en pie y se dirigió al sendero de tablones de madera que, en ese lugar recóndito de la playa de la Mata, recorría el linde entre el Parque del Molino del Agua y las dunas que daban inicio a la playa.
Karol esperó a que ella se alejara y luego se giró hasta quedar sentado en la arena. Esbozó una satisfecha sonrisa. Le estaba sacando de quicio, tal y como pretendía. Metió la mano bajo la cinturilla de los pantalones y se colocó la gruesa erección de manera que le molestara lo menos posible. Cosa harto difícil e improbable. Si ella estaba cachonda, él estaba cardíaco; su olor era tan intenso que cada vez que inhalaba sufría una sobredosis de lujuria y, por si eso no fuera suficiente para volverle loco, la argolla estaba haciendo estragos en su contención. Pero resistiría. Estaba en juego su futuro. Tenía que sorprenderla. Demostrarle que jamás se aburriría a su lado. Hacer que le deseara más allá de todo límite y, cuando lo consiguiera, unirla a él para siempre. Se acarició el pene para encontrar un poco de alivio mientras ella deambulaba por los tablones, agachándose de vez en cuando para coger algún palito que encontraba, hasta que de repente...
Karol se incorporó de golpe. Alarmado.
¡¿Qué narices estaba haciendo su ladrona?!
Robar, evidentemente.
Laura arrancó uno de los tablones sueltos que conformaba el paseo. Luego otro. Y así hasta cuatro, que sujetó contra su cuerpo con un brazo. Luego regresó, se arrodilló junto a Karol, excavó un amplio hoyo en la arena y cubrió el fondo con trozos de periódico. A continuación hizo varias bolas de papel que colocó en el centro del agujero, las cubrió con los palitos que había recogido, formando un tipi y, robándole el mechero de la mano, prendió fuego a las bolas, protegiéndolas con la mano libre.
Cinco minutos después, cuando el fuego crepitaba tomando fuerza, colocó los tablones que había arrancado alrededor de la incipiente hoguera, formando un tipi mayor a la vez que sonreía complacida.
—¿Vas a quemar los tablones del paseo? —inquirió Karol, tragando saliva—. Son un bien público. Del ayuntamiento...
—Estaban medio rotos, ni siquiera he tenido que tirar mucho para arrancarlos. Tenían que cambiarlos de todas maneras, así que casi puede decirse que les he hecho un favor —replicó ella encogiéndose de hombros.
—¿No crees que va a ser una hoguera demasiado grande? Se supone que no se puede hacer fuego en la playa —comentó preocupado. Malo era hacer fuego sin permiso, pero hacerlo además con tablones robados... en fin.
—Es la noche de San Juan, estamos en mitad de una playa inmensa, alejados de cualquier asomo de civilización y los vecinos más cercanos están a más de quinientos metros y tienen una hoguera tres veces más grande que la nuestra. Nadie va a venir a detenernos. Relájate —dijo ella burlona, sentándose en la manta—. ¿Podemos cenar ya? —inquirió, apretando los muslos para hallar algún alivio. El que fuera. Caminar buscando palitos no había sido la mejor idea para calmar el fuego que devoraba su cuerpo. ¡Maldita perla!
Karol esbozó una picara sonrisa al ver su gesto, y acto seguido se levantó del suelo, mostrando sin pudor la tremenda erección que se marcaba bajo sus pantalones; tomó la mochila y sacó un par de bocadillos envueltos en papel de aluminio.
Laura los miró con los ojos entrecerrados.
—¿De qué son? —preguntó, no es que fuera muy romántico, pero lo cierto es que ni esperaba ni deseaba una cena de gala en mitad de la playa. De hecho, prefería eso. Más rápido de comer, para poder follar con su ratoncito lo antes posible.
—De tortilla de patatas.
—Dime que no los has hecho tú —susurró sopesando con cierto resquemor uno de ellos—. Porque si la tortilla es obra tuya, y cocinar se te da igual de bien que hacer hogueras, nos vamos a morir de hambre.
—Los ha hecho Esmeralda —replicó él, un poco picado.
—¡Gracias, Señor! —exclamó Laura mirando al cielo, y, acto seguido, abrió el bocata, tomó un pequeño trozo de tortilla y se lo metió en la boca.
Gimió al saborearlo.
Karol gimió también, solo que él no había probado su bocadillo.
Laura sonrió, bebió un largo trago de agua, y volvió a gemir.
—Lo estás haciendo a propósito —gruñó él, removiéndose para recolocar el pene en sus estrechos pantalones.
—¿Ocurre algo? —preguntó toda inocencia, clavando la mirada en la entrepierna de Karol—. Oh, pobrecito, mira cómo estás. ¿Quieres que tu reina te lo cure? —murmuró, dejando el bocata en el mantel, ¿quién quería tortilla, teniendo una deliciosa salchicha disponible?
Se lanzó sobre Karol y, mientras le lamía la boca, le desabrochó con desquiciante lentitud los botones de la bragueta. No había acabado de soltar el último y la endurecida e inquieta verga ya había saltado a sus manos. La sacó de los pantalones, bajando estos lo suficiente para que le enmarcaran los testículos. Se arrodilló y acunó con golosa impaciencia la verga entre los dedos mientras se inclinaba hacia su regazo con una sola idea en la mente: darse un atracón.
Karol soltó el bocadillo que todavía sostenía en las manos cuando el aliento de Laura le calentó la polla. Se echó hacia atrás, recostándose sobre los codos, y observó con lujuria contenida como ella entreabría los labios y depositaba un suave beso sobre su pene. Se estremeció sin control al sentir su ávida lengua acariciándole el glande para luego presionar contra la abertura de la uretra. Jadeó elevando las caderas cuando le arañó la sensible piel de la corona con los dientes. Gimió sollozante cuando le chupó golosa, avanzando cada vez un poco más, lamiéndole las venas que surcaban el tallo y succionándole perezosa el frenillo. Y, a punto estuvo de correrse cuando su cálida y húmeda boca le albergó hasta la empuñadura. Cerró los ojos y arqueó la espalda, al borde del orgasmo, solo para sisear frustrado cuando ella se apartó de repente.
—Eres una caja de sorpresas —susurró Laura, empujándole para que se acercara más al fuego y poder ver mejor la joya que le adornaba el sexo y que acababa de palpar con la lengua—. Es alucinante... ¿La llevas puesta toda la noche? Claro que sí —se respondió a sí misma—. No te has apartado de mí ni un segundo —susurró asombrada mientras tocaba la alhaja muerta de curiosidad. ¿Cómo podía parecer tan tranquilo? Ella estaba al borde del orgasmo por culpa de su corazón de oro, y llevaba solo un par de horas con él.
Karol emitió un quedo gemido cuando Laura recorrió la suave cinta de algodón elástico que le encerraba los testículos y la base del pene. Cinta que a su vez servía de sujeción para la argolla de oro que le rodeaba el tallo, pero sin ajustarse a él, de manera que a cada movimiento el pesado aro le frotaba las pelotas y la verga.
Llevaba toda la noche sufriendo esa excitante tortura.
Y ahora Laura estaba jugando con ella, acariciándole los huevos y el pene de paso. Respirando sobre el glande. Lamiéndole la gota de semen que acababa de escapar de la uretra. Gimiendo a la vez que se chupaba los labios.
No lo resistió más. La tomó de la cintura y la sentó a horcajadas sobre él para luego agarrarse la polla y dirigirla al único lugar en el mundo en el que quería estar.
—Estamos impacientes esta noche —comentó Laura al sentirle apartar la cinta del tanga.
Dejó que la colocara en posición y descendió con lentitud, empalándose con su pene. Se restregó contra él, sintiendo en el clítoris la suavidad de la perla y la calidez de la piel de su ratoncito. Y cuando Karol, incapaz de mantenerse inmóvil, hincó los talones en el suelo y comenzó a mecer las caderas, dio un salto, apartándose de él y echó a correr.
Karol exhaló una ronca carcajada, se subió los pantalones, sujetándoselos con una mano —en ese momento le era físicamente imposible cerrar la bragueta— y salió corriendo tras ella. La atrapó al llegar al sendero de madera, pero se le escapó de entre los dedos haciendo un ágil quiebro. ¡Gata traviesa! Continuó persiguiéndola sin perder un instante. Se internaron en el Parque del Molino de agua, espantando a los murciélagos que volaban tranquilos por encima de sus cabezas, y volvió a atraparla al llegar a un diminuto estanque de aguas verdosas. La besó apasionadamente, envolviéndola en sus brazos y ella se frotó contra él, debilitándole, para luego darle un fuerte empujón y echar a correr de nuevo. Karol suspiró, y acto seguido fue tras ella, disfrutando como nunca con el juego. Atravesaron iluminados senderos de piedras rosas asustando a lagartijas colirrojas y asustándose a su vez, al menos Karol, poco experimentando en las lides del campo, de una culebra que, ofendida, le sacó su bífida lengua. Laura estalló en una alegre carcajada al escuchar el grito aterrado de su ratoncito, y sin parar de correr, abandonó las sendas humanas para perderse entre dunas pobladas por achaparrados y retorcidos pinos carrascos.
Karol la siguió, feliz de sentir de nuevo la suave arena de la playa bajo sus pies descalzos. Ascendió sin resuello una duna especialmente empinada y cuando llegó a la cima, Laura le estaba esperando. Le echó las manos a la nuca, enredó uno de sus pies en los de él, y lo tiró al suelo. Se montó a horcajadas sobre él y se meció lentamente contra su pene apenas erecto, haciéndole gemir de placer y, obviamente, endureciéndolo de nuevo.
Karol se incorporó hasta quedar sentado y la envolvió entre sus brazos; esta vez no se le escaparía.
—¿Me quieres? —susurró ella, frotándole las tetas contra los labios.
Karol no respondió, tenía la boca ocupada en paladear los tentadores pechos de su ladrona. Incluso con la tela de por medio eran una delicia.
Laura echó la cabeza hacia atrás y exhaló una risa que acabó convirtiéndose en un gutural gemido. Su travieso ratoncito estaba usando los dientes con sus pezones y los dedos con su clítoris. Le dejó continuar un instante más antes de tensar los músculos de las piernas y repetirle la pregunta.
—¿Me quieres?
—Más que a nada en el mundo.
—Pues entonces... ¡Atrápame y no me dejes escapar! —gritó saltando de su regazo y echando a correr de nuevo.
O al menos intentándolo.
Porque, Karol podía tropezar dos veces con la misma piedra, pero no tres. La aferró el tobillo y tiró, haciéndola caer. Y Laura, en lugar de rendirse, esbozó una juguetona sonrisa y se impulsó pendiente abajo, hacia la playa.
Karol la observó rodar por la duna y luego levantarse de un salto y echar a correr. Por supuesto, fue tras ella. Su ladrona jamás jugaba para perder, y eso incluía no dejarse pillar por él. Ni tan siquiera ponérselo un poco más fácil. Si quería atraparla, en todos los sentidos, tenía que poner toda la carne en el asador y demostrarle que no se arredraba ante nada. Por tanto, cuando se percató de que se le iba a escapar de nuevo, hizo lo único que podía hacer: se lanzó sobre ella y la abrazó con fuerza, tirándola de nuevo al suelo. Rodaron juntos unos cuantos metros hasta detenerse sobre del sendero de madera que separaba la playa del parque. Ella intentó zafarse, pero él no la soltó. Rodaron de nuevo, hasta acabar en la playa, envueltos en fina arena y bulliciosas risas. Ella bajo él. Las piernas de Laura rodeando las de Karol. Y las manos de Karol sujetando las muñecas de Laura.
Él fijó la mirada en ella, y sonrió. «No te dejaré escapar. Nunca.»
Ella fijó la mirada en él, y sonrió. «No me dejarás escapar. Nunca.»
Karol bajó la cabeza y la besó. Despacio. Con lánguida pasión y contenido frenesí. Embriagándose con la esencia de ella. De ambos. Absorto en el tacto de sus pieles sudorosas y crujientes por la arena. En la promesa de sus dedos entrelazados y en el combate de sus labios mordientes y sus lenguas pendencieras.
—Te quiero en el Templo, conmigo —jadeó sin respiración, su boca junto a la de ella.
—Convénceme —le desafió Laura, envolviéndole la cintura con las piernas para mecerse contra él.
—No —gruñó él, sujetándola ambas muñecas con una mano para con la otra sacarse el pene de los pantalones—. No necesito convencerte. Eres mi reina. Tu lugar está en el templo, conmigo.
—Eso suena un poco machista, ¿no crees? —replicó Laura, exhalando un ronco jadeo cuando él la penetró.
—Me es indiferente. Te quiero en el Templo. Conmigo. A mi lado. Siempre —gimió entrecortadamente con cada embestida.
—¿Por qué? —inquirió ella retorciéndose de placer. Cada vez que él enterraba su gruesa y dura polla, frotaba ese punto totalmente enloquecedor de su interior y a la vez friccionaba con su pelvis contra la joya y esta le amasaba el clítoris. ¡Casi no era capaz ni de pensar!
—¿Por qué, qué? —siseó Karol con los dientes apretados. Cada vez que se enterraba en Laura, ella le ceñía con fuerza la polla y su vagina palpitaba contra él, mientras que la argolla le masajeaba los testículos y la base del pene, robándole la poca cordura que le quedaba.
—¿Por qué debería vivir contigo, en el Templo, para siempre? —gimió ella, arqueando la espalda para que la penetrara más profundamente, y de paso para recordarle que tenía un par de preciosas tetas que estaban completamente abandonadas.
—Porque vives en una pocilga diminuta, y yo te ofrezco un templo del deseo —indicó él, prestándole la atención requerida a sus hermosos pechos.
—¡Eh! ¡Mi casa será una pocilga, pero es mía! —jadeó sin aliento, dándole un tirón a su maravilloso pelo azul.
—Porque estás harta de comer hamburguesas y pizza, y Esmeralda cocina de maravilla y está deseando alimentarte y malcriarte —la tentó, arrancándole la estúpida blusa para tener acceso completo a sus arrugados pezones. Gimió contra uno antes de pasar al otro.
—Tentador, pero no lo suficiente —objetó ella, apretándole la cabeza contra sus pechos a la vez que alzaba las caderas para mecerse contra su polla. Esbozó una pícara sonrisa al comprender que su ratoncito estaba jugando a ser el gato. Se enamoró un poco más de él, si es que eso era posible—. Busca otra razón, y que sea un poco más convincente, por favor.
—Porque te quiero y tú me quieres a mí —declaró Karol penetrándola hasta la empuñadura y haciendo girar la pelvis.
—¡Cuánta seguridad! Y yo que creía que solo estaba encaprichada —gimoteó Laura dejando caer la cabeza hacia atrás—. Tendrás que esforzarte un poco más para conven...
—No he acabado —la interrumpió Karol. Se quedó inmóvil dentro de ella, consiguiendo toda su atención—. Tienes que quedarte conmigo porque te necesito. Porque ya no sé vivir sin ti. Me has puesto la vida patas arriba y ahora no puedes dejarme solo —aseveró con voz profunda, sus ojos bicolores atrapando los verdes de ella—. Había aceptado que jamás amaría ni tendría a nadie que me amara, y era todo lo feliz que podía ser viviendo una vida a medias. Hasta que apareciste tú y me hiciste desear lo que nunca me atreví a soñar. Y ahora quiero más. Más de ti. Más de tu cuerpo. Más de tu sabor. Más de tu olor. Más de tus retos y más de tus risas. Quiero más. Solo más. Y no creo que sea fácil saciarme.
—Eres un ladrón —susurró Laura acariciándole el rostro, estremecida por sus palabras—. Me acabas de robar el corazón.
—Es lo justo, tú hace tiempo que me robaste el mío —susurró Karol meciéndose de nuevo, moviéndose dentro de ella a la vez que bajaba la cabeza para volver a besarla.
—Ah, no. Ni se te ocurra besarme ahora —rechazó Laura girando la cabeza—, estoy demasiado sensible y emocionada, y conseguirías cualquier cosa de mí...
—¿Ah, sí? Que interesante —murmuró antes de lamerle la comisura de los labios—. Vivirás en el templo, conmigo. En nuestra Torre.
—Pixie vendrá conmigo —exigió ella apartando la cabeza. No iba a dejar que la besara. Podía resistirse a su polla y sus embestidas. A sus caricias y sus malditas joyas sexuales, pero no a sus besos. Y necesitaba estar consciente para negociar, así que no habría besos.
—Se quedará en la parte de abajo, la torre es solo para los reyes —aceptó Karol. Se hundió por completo en ella, frotando la pelvis contra la joya de su clítoris, y cuando ella jadeó, se apoderó de su boca.
La besó hasta dejarla suave contra él, tan lánguida y receptiva que el más mínimo roce la hacía estremecer. Y él se estaba ocupando de rozarse mucho contra ella. La rozaba con sus manos, con sus dedos, con sus labios, con sus dientes, con su pene...
—Quiero un... santuario —alcanzó a decir Laura, luchando contra el inminente orgasmo.
—Ya sabes las reglas. Solo puedes tenerlo si me quieres —la retó.
—Oh, por favor, sabes que cumplo las reglas —gimoteó Laura elevando las caderas para pegarse más a él—. Hace meses que las cumplo.
—Eso no me vale. Quiero oírtelo decir, bella dama —replicó él, sin apartar la vista de sus ojos.
Laura apretó los labios.
Karol sonrió con provocadora picardía y comenzó a moverse más rápido. Más duro. Más profundo.
Ella le clavó los talones en las nalgas y las uñas en los hombros, instándole a no parar. A darse más prisa. A ser más brusco. A enterrarse con más fuerza.
Él echó la cabeza hacia atrás, y se mordió con fuerza los labios, intentando contener el incontenible orgasmo que amenazaba con desbordarle antes de conseguir saciarla a ella.
Ella se abrazó con fuerza a su cuello, pegando los labios a su oreja.
—Te quiero —susurró en voz apenas audible. Karol gimió con fuerza y comenzó a temblar—. Te quiero —dijo un poco más alto.
—Te quiero —susurró él, uniendo su voz a la de ella.
Karol se empaló profundamente en ella, y su interior le ciñó con fuerza, latiendo contra la rígida verga en alas de un orgasmo que no parecía tener fin y que le provocó su propio éxtasis.
Hundió la cara en el hueco del cuello femenino y se embriagó con el olor que Laura desprendía mientras temblaba debajo de él. Excitación, pasión, lujuria y, por encima de esos matices, un olor más potente, más intenso. Un olor adictivo y fascinante, mágico en todas sus facetas. El del amor correspondido.
Tuomas se limpió las lágrimas que le surcaban las mejillas con el dorso de la mano.
Le había hecho llorar.
Le había hecho gritar.
Le había hecho suplicar.
Ignorando el placer que le producía el roce del plug que penetraba su ano, se sentó despacio sobre el viejo colchón lleno de bultos y, encorvando la espalda para que las pinzas no le tirasen, se limpió las lágrimas que habían vuelto a brotar de sus ojos, emborronándole la visión. Sí. Silvia le había hecho llorar. Había gritado, implorándole que se detuviera. Y había gemido y sollozado. Y le estaba agradecido por ello, porque por cada lágrima vertida, había liberado un pecado. Solo le quedaban mil más que pagar.
Pero no esa noche.
Había agotado por completo sus fuerzas y su determinación. Solo quería quitarse toda la parafernalia que llevaba encima, irse al Templo y encerrarse en su dormitorio con la cabeza bajo la almohada para no escuchar a Karol regresar feliz y enamorado. Era incapaz de ver el brillo de sus ojos bicolores sin que se le agarrotara el estómago por la envidia.
Tal vez no era tan buen amigo como pretendía ser. Una amarga risa escapó de sus labios. ¿Cuándo había sido bueno con alguien? Sacudió la cabeza y las pinzas se mecieron, trasmitiéndole destellos de dolor y placer. Malditos artefactos infernales. Inspiró despacio, obligándose a guardar una aparente calma y de un tirón se liberó las tetillas. Jadeó sin aliento cuando el dolor estalló en sus torturados pezones. Se los frotó hasta calmar el ardor y luego reculó por la cama, el plug anal moviéndose en su interior, haciéndole jadear. Apoyó entre resuellos la espalda en la pared en la que debería estar el cabecero. Aún no tenía fuerzas para levantarse.
Su visión era de nuevo borrosa por culpa de las estúpidas lágrimas. Volvió a limpiarse los ojos y echó un vistazo a su alrededor. Estaba en uno de los dos dormitorios de esa diminuta casa baja. Sentado sobre sábanas amarillentas en un colchón que probablemente tendría más años que él, desde luego sí tenía más bultos que él, y Tuomas gozaba de unos estupendos y trabajados abdominales. Estaba rodeado por paredes blancas y suelos de terrazo. Iluminado por una bombilla, tan desnuda como él, que colgaba del techo mientras una vieja cámara le enfocaba. Y, sobre todo, estaba solo. Acompañado únicamente por sus atroces pecados y sus indeseados remordimientos. Se movió ligeramente a la derecha, desde allí podía ver a Silvia. Estaba al otro lado de la puerta, en el salón que distribuía las distintas estancias. Tecleaba algo en un viejo ordenador. Imaginó que estaría subiendo a Internet las fotos y los vídeos que acababa de hacerle. A la página web de sexo más cutre de todas. Tampoco era que mereciera más. Además, eso era exactamente lo que él quería. Sufrir. Como había sufrido Karol. Ser humillado, como él había humillado a su amigo. Pagar por sus pecados, liberarse de los remordimientos, silenciar su conciencia.
Nuevas lágrimas corrieron por sus mejillas. Pero esta vez no se las limpió.
Parpadeó hasta que su vista se aclaró y dirigió la mirada a su ingle, donde su insolente polla continuaba erecta. Sonrió desdeñoso. Tampoco en esa ocasión se había permitido llegar al orgasmo. O tal vez debería decir que Silvia le había concedido no llegar al orgasmo. Le había pedido que no le permitiera correrse. Y ella había accedido. Tras hacerle llorar. Y suplicar. Y gritar.
Sacudió la cabeza, decidido a ignorar esos recuerdos, y centró los ojos en el grueso anillo de silicona que le ceñía el escroto y la base del pene. De él salía una delgada extensión que le recorría el perineo para acabar hundiéndose en su ano, donde se convertía en una bola que, a cada movimiento, le frotaba la próstata acercándole al indeseado orgasmo.
Deslizó los dedos por el juguete, había tenido varios de ese estilo, con una y dos bolas, solo que los suyos eran de oro y de platino. Desde luego no de simple y barata silicona. Había sido un esnob incluso en ese aspecto. Todavía lo era. Pero aun así, agradecía a Silvia la deferencia de haberse gastado el dinero en ese juguete en vez usar uno que ya tuviera, pues era evidente que la joven no nadaba en la abundancia. Y, también era innegable por cómo había desarrollado la escena, que le gustaba jugar con cockrings5 y que sabía cómo sacarles el mejor partido. De hecho, a la vista de cómo le había ornamentado la polla, no había duda de que a la arisca jardinera parecían gustarle mucho los jodidos adornos sexuales.
Retiró los dedos del anillo que le apresaba el escroto y, mordiéndose los labios para silenciar los gemidos que pugnaban por escapar de su garganta, ascendió lentamente por el tallo hasta tocar la baratija que le cubría el glande. También era nueva, Silvia la había sacado del paquete delante de él. Era una serpiente de plata, con el cuerpo enroscado y la cabeza alzada. El cuerpo, por supuesto, era un anillo que le ceñía el tallo mientras que la cabeza ascendía por el glande para acabar hundiéndose un par de centímetros en la uretra. Acarició la fruslería y un fogonazo de placer le recorrió el cuerpo, haciéndole palpitar la polla y tensando más aún sus testículos.
No cabía duda de que Silvia tenía una perversa imaginación, pensó mientras rozaba con las yemas de los dedos las delgadas cadenas que ella había enganchado a la cabeza de la serpiente para unirlas a dos pinzas de tender la ropa, que eran las que acababa de quitarse. Un invento barato y cutre, pero muy eficaz. Cada vez que ella tiraba de las cadenitas, las pinzas le torturaban las tetillas y le tiraban de la serpiente, que a su vez le frotaba el glande y la uretra, moviéndole la polla, por lo que el anillo de la base movía el plug anal, provocándole un placer como jamás había sentido con cada tirón.
Y, Silvia sabía perfectamente cómo y cuándo tirar de las malditas cadenitas para mantenerlo al borde del orgasmo.
Cerró los ojos, visualizando de nuevo toda la escena que habían desarrollado.
La joven había orientado una vieja cámara de vídeo hacia la cama en la que él estaba tumbado de espaldas y, tras ponerla a grabar, le había ordenado levantar las caderas y masturbarse. Y él lo había hecho. Se había sacudido la polla mientras ella caminaba a su alrededor, sacándole fotos. Se la había meneado con las piernas bien abiertas y el culo bien alto, mostrando a la maldita cámara el plug que se hundía en su ano. Hasta que no había podido más. Hasta que los testículos se contrajeron dispuestos a descargarse y su polla palpitó al borde el orgasmo.
Se había detenido. Aún no estaba dispuesto a correrse. Todavía tenía que pagar más.
Y ella había agarrado la cadena y había empezado a tirar. Volviéndole loco. Acercándole más y más al indeseado éxtasis.
Le había pedido que se detuviera. Ella se había negado, riéndose mientras le informaba de quién decidía si él debía correrse o no. También le había dado una palabra de seguridad, una que él nunca sería capaz de pronunciar, con la consigna de que en el momento en el que la dijera, ella pararía. Para siempre. Se acabaría ese juego. Y todos.
Así que se había clavado las uñas en las palmas de las manos y había comenzado a humillarse. Al fin y al cabo eso era lo que había ido a buscar allí.
Había suplicado jadeante que se detuviera.
Había gritado, implorándola que parara.
Y al final había llorado.
Había vertido amargas lágrimas al sentirse al borde del orgasmo. Y ella había parado. Solo para volver a torturarle minutos después. Una y otra vez. No sabía durante cuánto tiempo había estado atormentándole, ni cuantas lágrimas había vertido mientras el aborrecido e indeseado placer le recorría implacable.
Silvia se había detenido cuando él ya no era capaz de soportarlo más y la odiada palabra de seguridad estaba a punto de escapar de sus labios. Había soltado las cadenas con insensible desinterés para después sacar las tarjetas de memorias de la cámara de fotos y de la de vídeo. A continuación había ido al salón para encender el viejo portátil y subir la película y las imágenes a Internet mientras él continuaba llorando en la cama. Agotado. Mortificado. Confundido.
En paz.
Por primera vez en mucho tiempo con la conciencia callada y los remordimientos amordazados.
La paz no había durado mucho, apenas unos minutos, pero, tras tres años de agónico arrepentimiento, era un descanso sentir que había liquidado el primer plazo de su deuda.
De repente, escuchó de nuevo sus gritos suplicantes. Por lo visto Silvia había subido la grabación a Internet y ahora estaba recreándose en ella. Esbozó una asqueada sonrisa, eso era ni más ni menos lo que se merecía. Cerró los ojos, permitiendo que las lágrimas fluyeran libremente de ellos.
Silvia se giró sobre la silla y observó al perfecto y guapo polaco al que no podía detestar a pesar de habérselo propuesto. Continuaba llorando. Sintió lástima por él. Por el sufrimiento que había leído en sus preciosos ojos verdes. Por la dolorosa necesidad que él sentía de expiar unos pecados que jamás debería haber cometido. Por los remordimientos que le torturaban, obligándole a doblegarse y suplicar. Se sintió tentada de acudir a su lado y acariciarle la frente para sosegarle de alguna manera.
Negó con la cabeza, poniendo los ojos en blanco. ¿Acaso era una idiota que no aprendía las lecciones? No podía confiar en los hombres guapos y perfectos. Eran desalmados y crueles. Y jugaban con los sentimientos de las chicas tontas y débiles como ella.
No necesitaba otra lección, había aprendido bien la primera.
Intuyendo que él se había tragado todo el teatro, detuvo la reproducción del audio que había grabado y subió a la página web las primeras fotos que le había hecho, aquellas en las que todavía mostraba orgulloso su pene erecto y su penetrado y prieto culo; le proporcionarían dinero suficiente como para cubrir los juguetitos que le había comprado y de paso le servirían de prueba. Apuntó los enlaces para dárselos al polaco. Eran una buena coartada si él quería comprobar que las había colgado, aunque dudaba de que se atreviera siquiera a escribir las direcciones en la barra de su navegador. Apagó el portátil y regresó al dormitorio. Él abrió los ojos al oírla entrar, pero no se movió.
—¿Aún sigues empalmado? —inquirió, mirándole la entrepierna con fingido desprecio.
—Es complicado deshacerme de la erección con estos anillos puestos, la próxima vez piénsalo un poco antes de decorarme como un árbol de navidad —replicó altanero señalando la serpiente—. Tienes un gusto espantoso.
Silvia no pudo evitar sonreír. Puede que el polaco quisiera que le humillara y le obligara a suplicar, pero dudaba de que aguantara mucho. No estaba hecho para ser sumiso. Era un magnífico espécimen, orgulloso y arrogante. Y además tenía una bonita polla, gorda y larga, con sinuosas venas recorriéndole el tallo y unos tensos testículos un poco más oscuros que el resto de su piel. Era una lástima que no quisiera hacer uso de tan agradables atributos.
—Si te hubieras corrido no tendrías este problema —repuso ella, sentándose en la cama, peligrosamente cerca de las caderas de él—. ¿Quieres que lo solucione? —le preguntó desafiante, envolviéndose la mano con la cadena que aún se anclaba al pene para tirar de ella.
Tuomas jadeó, alzando las caderas a la vez que negaba con la cabeza.
—Creo que aún no lo has comprendido —le espetó Silvia, dando un nuevo tirón antes de envolverle el pene con la mano libre y comenzar a masturbarle—. En lo que a ti respecta, soy una jodida diosa del buen gusto, porque si me dices lo contrario, me puedo enfadar y mandarte a la mierda... y entonces, ¿quién te humillará y te hará llorar? ¿Cómo pagarás tus pecados? ¿A quién suplicarás que no te permita correrte? —le instigó, presionando el pulgar contra la serpiente que se hundía en el glande.
Tuomas gimió, sujetándole las manos para que parara. Para que se detuviera el placer.
Ella chasqueó la lengua, simulando disgusto. No le daba ni dos semanas más soportando esa fantochada. Y bien que le venía a ella, pues tampoco creía que pudiera fingir mucho más tiempo que era una cabrona prepotente.
—¿Estás seguro de lo que estás haciendo? —le preguntó—. Ya sabes cuáles son las reglas.
Tuomas emitió un quedo gemido y apartó las manos. Sí, sabía cuáles eran las reglas. Tenía que acatar todo lo que ella quisiera hacerle.
—Eso está mejor. Ahora pídeme disculpas.
Tuomas apretó mucho los dientes, y se disculpó.
—Buen chico —dijo ella, pellizcándole las mejillas antes de salir del cuarto.
Tuomas se tumbó de lado, sollozando de placer y rabia mientras las lágrimas volvían a surcar sus mejillas. Se acunó la palpitante polla con una mano mientras se sostenía los punzantes y doloridos testículos con la otra.
Silvia negó con la cabeza desde la puerta, apenada. Entendía la necesidad de mortificarse que él sentía. Ella también la había sentido. Y por eso mismo sabía que no le serviría de nada, excepto para cavar más profundo el pozo.
Fue a la cocina y, cuando regresó, volvió a sentarse en la cama y le instó a tumbarse bocarriba con las piernas separadas. Tiró despacio del plug que le invadía el ano mientras él contenía los jadeos de placer, y cuando lo hubo sacado, le untó los genitales de aceite con suaves caricias. Luego aferró con los dedos el anillo de silicona que rodeaba el escroto y la base del pene e, ignorando los gemidos que el polaco no conseguía contener, tiró de él, quitándoselo. Y por último, le colocó sobre el pene un paño en el que había envuelto varios hielos.
Tuomas siseó, arqueando la espalda ante el desagradable dolor.
—Si no quieres correrte no queda otra opción —le indicó Silvia con amabilidad—. No debes permanecer más tiempo con los anillos puestos.
Tuomas la miró asustado al escuchar su tono afable. Ella no podía ser amable. Tenía que hacerle sufrir, hacerle pagar, humillarle. No podía ser buena con él. ¡No se lo merecía!
—Así que has venido a visitar a Karol —comentó ella de repente, haciéndole jadear espantado—. Oh, vamos, no me mires así. Solo pretendo centrar tu atención en algo que no sea tu polla, a ver si conseguimos que se aplaque un poco —le explicó divertida, guiñándole un ojo.
Quizá fuera por ese guiño divertido o tal vez porque estaba agotado y confundido o, simplemente, porque necesitaba hablar con alguien a quien no hubiera herido, alguien que no le juzgara ni tuviera que perdonarle, que, tras un breve silencio contestó.
Y resultó que establecieron una extraña tregua mientras su erección bajaba. Y también después. Pues él no se molestó en advertirle de que el anillo ya le quedaba holgado, y ella por su parte, fingió no darse cuenta de que el pene que había bajo sus manos se había reducido considerablemente.
5 En ingles: anillos para el pene.