Karol
6 de agosto de 2010
Entro presuroso en mi despacho y cierro con llave, aislándome del mundo, reclamando una soledad que aborrezco. No así ahora. En este momento la necesito, la deseo. No quiero estar acompañado.
Miro la carta certificada que el cartero me ha entregado hace apenas cinco minutos. La volteo entre mis dedos una y otra vez, intentando averiguar mediante el peso cuántos folios contiene. La oriento hacia la ventana, intentando intuir a través del sobre las letras que no sé si quiero leer. Gruño frustrado. No puedo. Es demasiado opaco.
La lanzo sobre la mesa, colérico. No quiero abrirla. No me apetece.
Mentira.
No me atrevo a abrirla. Me aterra lo que pueda contener.
Tamborileo con los dedos sobre la pulida madera mientras miro el siniestro sobre por el rabillo del ojo. Color crema. Papel de 120 gramos. Interior blanco y membrete grabado. Sé quién me la manda sin necesidad de leer el remitente. Llevo esperando esta amenaza desde hace dos semanas. Por fin ha llegado. Aunque lo cierto es que esperaba recibirla de otra manera, más bien en forma de dos matones, en un callejón oscuro, tal vez con puños de hierro en las manos. No cabe duda de que una buena paliza le hubiera dado más fuerza a los argumentos que de seguro contiene esta misiva.
Por lo visto Wlod ha cambiado de estrategia desde el último encontronazo que tuvimos.
Vuelvo a tomar el sobre entre los dedos, lo giro un par de veces y al final hundo el abrecartas en uno de sus bordes y lo rasgo. Contiene una gruesa hoja coronada con el membrete de Lojek-Sapk Inc. Pero no son los abogados los que la han escrito. Es la pulcra letra de mi padre la que salta a mis ojos. Cierro el derecho y comienzo a leerla, y según voy analizando cada línea, una sonrisa de admiración se va dibujando en mis labios.
Maldito cabrón.
Ha vuelto a salirse con la suya.
Laura tenía razón, nos va a dejar tranquilos porque ya tiene lo que quiere. O lo tendrá. En un futuro. Wlod me conoce demasiado bien. Sabe cuáles son mis sueños. Lo que he deseado toda mi vida. Una familia. Más exactamente, la familia que nunca tuve.
Releo la carta, analizando de nuevo sus palabras. Por lo visto mi padre y yo tenemos algo en común: a ambos nos gusta Laura. A mí como mujer. A Wlod como contenedor genético. El muy cabrón la ha investigado y tras averiguar que tiene una inteligencia superior a la media y un carácter diabólicamente feroz e independiente, ha decidido que es más que adecuada para engendrar futuros y fuertes Sapkowski. Por tanto, ha decidido convertir a mi primogénito en su heredero legal. Todo será suyo a su muerte.
El único inconveniente es que yo no tengo ningún hijo. Pero me conoce bien, sabe que esa circunstancia cambiará pronto, quizá antes de lo que se imagina. Wlod hará su santa voluntad, como ha hecho siempre, porque no voy a dejar de formar una familia por él. Y tampoco puedo impedirle que deje sus acciones a mis futuros hijos.
Una sonrisa extraña, casi furiosa, se dibuja en mis labios mientras arrugo el papel entre los dedos. Wlod siempre ha sido mejor jugador que yo. Pero yo tengo algo de lo que él carece: una mujer que me quiere. Y, cuando llegue el momento, varios hijos a los que educaré para que no se parezcan en nada a su abuelo.
Estiro el papel y lo guardo en el sobre, más tarde se lo daré a Laura. Seguro que lo encuentra muy divertido. Es más, seguro que considera que ha ganado la partida. Y no le falta razón. Ha ganado. Ella siempre gana.
Miro el reloj de la pared. Aún es pronto, apenas las diez de la mañana. Y ya la estoy echando de menos. Me siento tentado de ir a su despacho para observarla trabajar. Pero a ella no le gusta, dice que la distraigo. Y tiene razón. Me encojo de hombros y saco los planos de la casa de Tuomas, hay que hacer algunas modificaciones. Ahora que está enamorado ha decidido construir un estudio en la primera planta para Silvia. Aunque eso no lo sabe ella. Va a ser una sorpresa. Es extraño ver a Tuomas tan ilusionado, parece otro hombre. En realidad lo es. Igual que yo.
Ambos somos hombres nuevos.
Extiendo los planos ante mí y busco el lugar propicio para ubicar el estudio. Y, en ese preciso momento, escuchó un ruido como nunca antes había oído. Una cacofonía de carcajadas estridentes, canciones infantiles, sirenas de policía y bomberos, bocinas y timbres telefónicos a cual más alto y estruendoso.
Me giró hasta quedar enfrentado a la ventana. Y allí está Laura. De pie contra la pared. Mirando furiosa los cientos de juguetes para bebés que se despliegan ante sus pies y que le es imposible sortear sin darles alguna patada para apartarlos. Y, claro, son juguetes infantiles, al más mínimo roce se ponen en marcha, como ya ha descubierto.
—Te pillé —afirmo esbozando una ladina sonrisa.
Ella se agacha, aferra un sonajero y me lo lanza a la cabeza.
Lo esquivo a duras penas.
—Te he pillado. Enséñame el santuario —exijo.
Ella me saca la lengua, furiosa, antes de lanzarme un cochecito de policía, un bebé de plástico que llama a su madre, varios bloques de construcción y un teléfono móvil rojo, azul y morado.
No puedo evitarlo. Estallo en carcajadas.
Ella se acerca presurosa a mí, se sienta a horcajadas en mi regazo y, tirándome del pelo con fuerza para que levante la cabeza, me besa con dureza no exenta de pasión.
Me excito al instante. El desafío, las risas y el santuario olvidados en mor de sus labios y su lengua. Respondo a sus envites y alzo las caderas cuando ella desliza la mano bajo la cinturilla de mi pantalón rojo y me aferra el pene. Gimo contra su boca cuando empieza a masturbarme. Intento meter la mano bajo su camiseta y acariciarla, pero ella salta de mi regazo. Dejándome perdido, solo, vacío.
—Diez minutos —me dice, abandonando la estancia.
—Diez minutos —repito.
Poso la mano sobre mi erguido pene, instándole a calmarse, y cuando lo consigo, salgo al pasillo. Me detengo un instante en la cocina para tomar un apresurado café y luego continúo mi camino. Entro en la torre y bajo casi con recelo la escalera que lleva al sótano. A los santuarios. La última puerta del largo pasillo está abierta. Es la que corresponde al nuestro. Al lugar que Laura llama El Edén. Me dirijo hacia allí, pero me detengo remiso frente a la entrada. No tengo ni idea de lo que hay detrás de ella. Empujo con suavidad y entro en una antesala con dos puertas, como todos los santuarios. Laura ha respetado eso, algo que ya imaginaba. Le gusta ser observada y a mí no me importa que nos miren follar. De hecho, me excita. Ignoro la puerta que da a la sala de observación y me dirijo a la del santuario. Empujo. Se abre con suavidad y me adentro en...
Parpadeo perplejo.
Laura ha convertido su santuario en un Edén. El suelo está cubierto por una fragante alfombra que imita un florido jardín. La estancia está dominada por un enorme jacuzzi que simula ser un estanque y cerca de este hay una cama, también inmensa, cubierta de pétalos de rosa. Hay sillones de extrañas formas, que desde luego son muy adecuadas para realizar las más complicadas acrobacias sexuales. Cuelgan extraños columpios del techo y yo no puedo evitar lamerme los labios al pensar en Laura allí, balanceándose contra mí.
Pero ¿dónde está mi ladrona?
Inspiró profundamente, pero no detecto su aroma. Solo el de cientos de flores. Frunzo el ceño. Aquí no hay flores. ¿Por qué huele como si las hubiera?
—Aceites esenciales —la escucho decir.
Me giro hacia el jacuzzi, y allí está ella, hundida hasta el cuello en el agua.
Entorno los ojos.
—Hueles los aceites esenciales de distintas plantas —explica de nuevo.
—¿Por qué no capto tu olor?
—Porque estoy dentro del agua.
—¿Por qué...?
—Porque no quiero que tu olfato despiste a tus otros sentidos de lo más importante —me responde antes de que pueda terminar la pregunta.
—¿Lo más importante?
—El tacto y el sabor de nuestro amor. Ven.
Y yo voy. Rendido a sus pies. A su amor. A su ingenio. A su audacia. A ella.