El poderoso sortilegio del valor

23 de julio de 2010

Tras pasar toda la mañana mirándolo, Tuomas encendió el portátil por fin. Entró en el administrador de correos y ahí, en la carpeta que había creado exclusivamente para Silvia, estaba el correo electrónico que ella había prometido mandarle. Lo abrió. Solo había una larga dirección de Internet. No pinchó en ella. ¿Para qué? Sabía perfectamente a dónde le llevaría. Al mismo lugar que todos los enlaces que le había mandado hasta la fecha: a las fotos que colgaba en la web de pajilleros. Borró el correo. Como había hecho con todos los anteriores. No había vuelto a entrar en esa página desde la primera y única vez. Ni lo haría nunca más. No porque le diera vergüenza, que no le daba. Simplemente le era indiferente lo que ella hiciera con sus fotos.

Mentira.

No le era indiferente.

Le atormentaba pensar que solo le admitía en su vida porque esas fotos la ayudaban a llegar a fin de mes. Pero aún le dolía más recordar la angustia que empañaba los ojos de Silvia cuando le había dicho esa frase. Era el recuerdo de esa mirada lo que le había mantenido encerrado en su dormitorio toda la mañana.

Le daba miedo enfrentarse de nuevo a ella. Volver a ver sus pestañas brillantes por las lágrimas no derramadas.

No solo era un traidor egoísta y prepotente, también era un maldito cobarde.

Cerró con brusquedad el portátil y saltó de la cama. Se vistió apresuradamente con unos Dsquared2 que no se molestó en abrochar y una camiseta Alexander McQueen y salió de su dormitorio. Descalzo. Sin ropa interior. Sin afeitarse. Y, por supuesto, sin peinarse más que con los dedos. No tenía tiempo que perder.

Eran casi las tres de la tarde.

Silvia estaría a punto de marcharse con sus abuelos, si es que no lo había hecho ya.

Y él no la había visto en toda la mañana.

Kretyn!

—Pasad un buen viernes —murmuró Karol, inspirando profundamente cuando nieta y abuela se acercaron para despedirse. Ya sabía a quién le recordaba el olor que Tuomas llevaba impregnado en la piel durante la escenita del garaje.

—¿Debo sentir celos de Silvia? —inquirió Laura cuando las dos mujeres abandonaron el salón.

Karol arqueó una ceja, confundido.

Y Silvia hubo de hacer un esfuerzo por mantener su frente fruncida y sus labios apretados. Su rey ponía una cara tan mona cuando no sabía qué decir. Una mezcla entre el hastío de «¿Y ahora qué piensa que he hecho, pero no he hecho?» y el terror de «¡Que alguien me dé una pista antes de que mi reina se cabree!»

—La estabas olisqueando, jefe —le indicó Zuper antes de dar un trago al café.

—Ah, eso. —Karol suspiró aliviado—. Ya sé con quién estuvo Tuom ayer por la tarde —comentó conspirador.

Le había contado el derrumbe de su amigo en el garaje a Laura, y también a Zuper, no porque este tuviera mucho interés en Tuom, sino porque era un hombre de recursos y siempre podía contar con él para que se le ocurrieran buenas y extravagantes ideas.

—¿Quién? —susurraron ambos a la vez.

—Silvia.

—¡No me jodas, tío! —jadeó Zuper—. Ahora entiendo por qué tu jardinera apenas entra en el salón.

—¿Por qué? —inquirió Karol perdido.

—Ya sabes el refrán —replicó Zuper, dando otro sorbo al café.

Laura se echó a reír, intuyendo a cuál se refería, en tanto que Karol le miró intrigado.

—Donde pongas la olla no metas la polla —recitó Zuper.

—¿Por qué demonios iba alguien a poner la polla en una olla? —inquirió Tuomas, entrando en el salón en ese momento. Observó la mesa con disgusto, estaba recogida, y preguntó lo obvio—: ¿Ya se han ido?

No esperó a que le contestaran, se dirigió a una de las ventanas delanteras y escrutó con impaciencia el camino de baldosas amarillas para luego golpear con rabia el cristal.

—Kurwa! —Lo aporreó de nuevo cuando el viejo coche de Benito se puso en marcha en dirección a la cancela del muro—. ¡Joder! —repitió en español.

—Tuom, ¡basta! —Le detuvo el grito de Karol cuando se disponía a golpear otra vez el cristal—. Nie rób nic głupiego!

—¿Por qué no iba a hacer estupideces? Es lo que me pega. Soy un jodido estúpido —replicó Tuomas, dirigiéndole una furiosa mirada antes de encaminarse a su dormitorio.

—Tuomas, habla conmigo —le pidió Karol, yendo tras él.

Tuomas tomó aire con fuerza para luego señalar el mueble bar. No le vendría mal una charla regada con un poco de vodka. O tal vez con un mucho, pensó cambiando el rumbo de sus pasos.

Y en ese preciso instante, sonó el timbre del videoportero. También el móvil de Laura, y además lo hizo con una extraña canción que nunca habían oído.

—Tal vez Esmeralda se haya olvidado las llaves —comentó Zuper levantándose en tanto que Laura se alejaba presurosa para contestar la llamada.

—Ya voy yo —lo detuvo Tuomas.

Abrir la puerta era la excusa perfecta para obtener tiempo y pensar las respuestas que le daría a Karol cuando este le interrogara frente a un vaso de żubrówka. Caminó hasta la entrada, parándose frente a la pantalla del videoportero, en ella se veía a Silvia junto a la cancela cerrada del muro. Tuomas sonrió para sí, seguro de que Esmeralda se habría olvidado la llave; y él, desde luego, no pensaba dejar pasar la oportunidad de entregárselas a su nieta. Personalmente. Descolgó el auricular y, en ese preciso momento, sonó el timbre de la puerta. No el del videoportero del muro, sino el de la puerta de la casa.

Karol, Zuper y Alba miraron intrigados a Tuomas. Este se encogió de hombros a la vez que se llevaba el auricular a la oreja, ignorando el sonido del timbre.

Palideció.

—Id a casa, son unos amigos —respondió a lo que Silvia le decía—. Sí, los estábamos esperando —colgó con un fuerte golpe para luego girarse hacia el salón—. Wlod está en la puerta. Ha entrado después de que Benito saliera, aprovechando que estaba la cancela abierta.

—Kurwa! —Esta vez fue Karol quien soltó el exabrupto—. Laura, sube a la Torre y quédate allí. Zuper, vigílala —ordenó a la vez que salía disparado a la entrada, sin percatarse de la mirada entusiasmada de su reina.

Tuomas le esperó, conteniendo apenas la agitación que se había apoderado de él. Una buena riña era justo lo que estaba necesitando.

—No quiero peleas, Tuom —le advirtió Karol posando la mano sobre su hombro—, ha venido con sus abogados —señaló en la pantalla a los hombres que viajaban en el segundo coche—. Intentemos negociar.

—Negociar, ¿con qué? ¿Acaso estás pensando en darle lo que quiere? —siseó Tuomas, apretando los puños.

El timbre volvió a sonar. Impaciente. Desalmado. Peligroso.

—¡Por supuesto que no! Pero...

—Entonces no tienes nada con lo que negociar —le espetó furioso, impidiéndole hablar.

—Siempre hay algo con lo que negociar —expuso Laura llegando junto a ellos. El móvil todavía en la mano.

Zuper la seguía abatido, frotándose los dedos.

—Lo siento, tío, pero no he podido pararla. Es más fuerte que yo —masculló extendiendo una temblorosa mano mientras ella, esquivándolos a todos, se colocaba frente a la puerta—. Me ha hecho una llave de kárate que a punto ha estado de romperme los dedos.

—No ha sido de kárate —replicó Laura saliendo de la casa. Ignoró al abogado con pinta de petimetre que parecía pegado al timbre y atravesó el porche para aproximarse a los dos lujosos coches aparcados junto al camino de baldosas amarillas—. Caballeros, guarden las pistolas, los puños y la mala hostia, están siendo grabados. Sonrían por favor, no querrán salir con cara de perros rabiosos —les indicó las cámaras de seguridad a los guardaespaldas que custodiaban el primer coche, y a los abogados y el chófer que acababan de bajarse del segundo. Todos la miraron perplejos sin entender ni una sola palabra del discurso—. Oh, vaya, si son unos palurdos que no saben hablar mi idioma. ¡Qué lástima!, con lo bien que me había quedado. Karol, por favor, tradúceselo. Tuomas, cierra la boca, te pueden entrar moscas —le advirtió a sus polacos, quienes, a pesar de su asombro se habían colocado junto a ella para protegerla.

Karol abrió la boca para replicar que no pensaba traducirles eso —¡solo les faltaba cabrear a los matones de su padre!—, cuando Wlod rugió algo en polaco tras la ventanilla. Los guardaespaldas se hicieron a un lado y uno de ellos abrió la puerta trasera del Lincoln.

—Señor Sapkowski, créame si le digo que estaba deseando conocerle. —Laura le tendió la mano, interrumpiendo los ladridos del viejo—. No todos los días tengo la oportunidad de conocer a un arrogante hijo de puta como usted.

Karol dio un respingo y se apresuró a colocarse delante de ella. Si a su padre se le ocurría tocarla, lo mataría.

—Cómo se atreve —siseó Wlod, mirando asombrado a la altiva mujer que acompañaba a su hijo. Por supuesto, no le dio la mano.

—Oh, pues atreviéndome —replicó Laura, abandonando la protección de Karol para colocarse a su lado. ¿Desde cuándo los ratoncitos protegían a las gatas rabiosas?

Karol apretó los dientes al escucharla. Sus mejillas palpitando al compás de su furia a la vez que le envolvía la cintura con un brazo, atrayéndola contra él. Más tarde hablarían sobre los peligros que conllevaba insultar a alguien tan poderoso y mezquino como Wlod.

—¿Acaso he dicho alguna mentira? —preguntó Laura con mordaz inocencia mientras se contoneaba melosa.

Apoyó la cabeza contra el hombro masculino y ancló el pulgar en la cinturilla de los pantalones rojos de raso, la única ropa que él llevaba puesta. Karol, sin ser consciente de lo que hacía, le envolvió los hombros con el brazo para luego depositar un beso en su coronilla.

—Tal vez has sido demasiado sincera —señaló apretándola contra él sin apartar la vista del hombre que le miraba con los ojos entrecerrados.

—No es culpa mía si es un cabrón arrogante —desestimó Laura encogiéndose de hombros. Karol emitió un quedo gruñido.

—Laura..., los estás cabreando —musitó Zuper, solo por si no se había percatado de la cara cada vez más roja del padre de Karol.

—Déjala, yo me lo estoy pasando de maravilla —afirmó Tuomas, colocándose junto a ella.

—Gracias por el apoyo, Tuom. —Laura le guiñó un ojo a la vez que una pícara sonrisa se dibujaba en sus labios.

Sonrisa que no pasó desapercibida a Wlod. La observó con atención. También con cierto desprecio. No era fea, aunque sí muy vulgar. No tenía clase. Ninguna mujer debería vestir con pantalones rotos y camisetas de tirantes. Una zorra más, eso es lo que era. Aunque, la manera en que Karol la abrazaba indicaba que sentía cierto encaprichamiento por ella. Sonrió para sí. Tal vez su retoño no fuera tan maricón como pensaba. Lástima que siguiera frecuentando la nociva compañía de Tuomas.

—Tuom, no la animes, por favor —le reprendió Karol antes de fijar la mirada en su padre—. Basta de juegos. ¿Qué es lo que quieres, Wlod?

—Ya sabes lo que quiero. Lo que desconoces es lo que te ofrezco. —Wlod hizo un gesto a uno de sus abogados, quien se apresuró a acercarse llevando un portafolio del que sacó lo que parecía ser un contrato. Se lo tendió a Karol—. Adelante, cógelo —le instó engreído cuando Karol lo rechazó—. Te interesa leerlo.

—No. No lo creo. No me interesa nada que puedas ofrecerme. Ya no —rehusó.

Karol giró apenas la cabeza, dirigiendo una imperativa mirada a Tuomas para luego empujar a Laura hacia él. Tuomas se apresuró a tomarla de la mano y dar un brusco tirón que la colocó tras su cuerpo para acto seguido recular hacia la puerta con Zuper a su vera.

Laura bufó ostensiblemente.

¡Qué manía con protegerla!

Wlod observó la escena con fingida indiferencia, aunque, por supuesto no se le había pasado por alto la preocupación que había mostrado su hijo por la zorra deslenguada. Tal vez esa puta fuera más importante para Karol de lo que había intuido en un principio. Sonrió. Era bueno conocer las debilidades de su vástago ahora que parecía haberse convertido en un hombre digno de respeto.

—Lo que te dije hace un mes sigue vigente —continuó diciendo Karol cuando vio que tanto Tuomas como Zuper estaban a punto de sacar de ahí a su reina—. Aléjate de mí si no quieres que tus trapos sucios salgan a la luz.

—Deja de tirarte faroles, hijo, no tienes nada con lo que chantajearme —comentó Wlod con sorna.

—¿Estás seguro de eso? —Karol se mantuvo imperturbable mientras su corazón se paraba un instante para luego latir acelerado—. Tal vez quieras arriesgarte, al fin y al cabo tienes varios abogados. ¿Crees que serán tan buenos como para librarte de la cárcel?

Wlod sonrió artero, observándole con ¿orgullo?

—Lo que creo es que me puede llegar a gustar el hombre en el que te estás convirtiendo. Pero, por desgracia, el hombre que antes eras jamás habría guardado nada que pudiera perjudicarme. Era un patético perro faldero que cumplía mis órdenes sin vacilar —replicó mordaz, golpeándole con el contrato en el pecho—. Me tomaré una copa mientras lo lees, espero que tengas algo decente que ofrecerme —dijo caminando hacia la casa.

Karol le cerró el paso, con el contrato arrugándose en el interior de su puño.

—No creo haberte invitado a entrar —masculló con determinación.

Wlod arqueó una ceja, y señaló a los dos gorilas que estaban junto a él.

Karol se mantuvo impasible ante la amenaza.

Wlod elevó apenas las comisuras de sus labios. Había llegado la hora de bajarle los humos a su hijo.

—Pavel, Olek —llamó a sus matones.

—Debería esperar a hablar con sus abogados antes de mandar a sus gorilas a que nos masacren —dijo de repente Laura, asomando la cabeza entre los hombros de Tuomas y Zuper a la vez que se guardaba el móvil en el bolsillo trasero del pantalón.

—Laura, entra en casa. ¡Ya! —ordenó Karol al oírla, lanzando una mirada asesina a Tuomas y Zuper, sin percatarse de la cara de perplejidad absoluta que tenían estos. Era como si acabaran de ver un milagro. Uno muy difícil de realizar.

Se escuchó el tono agudo de un móvil sonando. Uno de los trajeados hombrecillos que acompañaban a Wlod se apartó un poco para hablar por teléfono.

—No me apetece. La diversión está aquí fuera —replicó Laura, apartando el brazo con el que Tuomas ya no la sujetaba, tan pasmado estaba, para acercarse a Karol con total tranquilidad.

—¡Laura! —siseó este, aterrado. ¿Acaso no se daba cuenta de lo que iba a pasar en pocos minutos?

Otro móvil comenzó a sonar.

—Espero que tu puta supla su falta de inteligencia follando bien —murmuró Wlod mirándola asqueado.

—No vuelvas a dirigirte a ella así —siseó Karol encarándose a su padre con ferocidad apenas contenida mientras Laura, quizá siendo consciente por fin del peligro, se hacía a un lado—. Es más, no la mires, no le hables, no te atrevas siquiera a respirar el aire que ella respira.

Wlod curvó las comisuras de la boca, complacido por el valor que estaba mostrando su hijo. Lástima que tuviera que meterle en vereda.

—No es más que una zorra estúpida, ya lo comprobarás cuando mis guardaespaldas se la follen —replicó.

Karol se lanzó contra él. De hecho a punto estuvo de meterse bajo los puños de los gorilas, que, lógicamente, se habían apresurado a proteger a su jefe, pero Tuomas y Zuper lo pararon, apartándole de una paliza segura.

—Le aconsejo que detenga a sus hombres, viejo, hay cámaras grabándolo todo —gritó Laura en ese momento, colocándose junto a Karol.

—No hay nadie grabando, puta —la espetó Wlod divertido mientras de nuevo sonaba un móvil—. Mis hombres se han ocupado de ello.

Las comisuras de su boca se curvaron al escuchar el gruñido de su hijo, a quien Tuomas y Zuper se apresuraron a sujetar. El pelirrojo comenzó a susurrarle algo al oído a toda velocidad. Los ojos del polaco se abrieron como platos.

—Oh, ¿habéis sido vosotros los del inhibidor de frecuencia? —indagó Laura después de besar a Karol para tranquilizarle—. Muy acertado... si fueran esas cámaras —señaló las que estaban sobre la puerta— a las que me refiero. Pero no lo son. Sé que no me creerá, yo tampoco lo haría si estuviera en su lugar, pero ahora mismo estamos siendo observados desde el espacio exterior.

Wlod enarcó una ceja, incrédulo.

Karol jadeó, pero, en vez de empujar a Laura tras él para protegerla, miró a sus amigos con una mueca de absoluta perplejidad. Tuomas y Zuper, en respuesta, emitieron sendas carcajadas histéricas, lo que provocó que Wlod enarcara aún más la ceja. Intuía que había algo que se le escapaba... igual que le pasó la primera vez que visitó esa horrible casa. Fijó su penetrante mirada en Laura.

—¿Desde el espacio exterior? Interesante.

—Sí, hace un rato me llamaron mis compañeros de trabajo indicándome que algún capullo había usado un inhibidor para bloquear las conexiones de las videocámaras —comentó encogiéndose de hombros—, así que hablé con unos cuantos colegas y, no sé cómo, uno de los satélites de allá arriba —señaló el cielo— se ha averiado y solo enfoca esta zona.

Wlod resopló despectivo, había pensado que era más lista, pero por lo visto se había equivocado por completo.

—Es un farol.

—Ya le advertí que no me creería. De todas maneras eso no es lo importante —comentó Laura—. Lo importante son los mensajes que están recibiendo sus abogados. Tal vez debería hablar con ellos, tal y como le he indicado antes. Por su bien... ya sabe.

Wlod, harto de tanta cháchara inútil, les hizo un gesto a sus hombres.

Los gorilas sonrieron, habían recibido una buena bronca por lo acaecido la vez anterior y tenían ganas de resarcirse.

Los dos abogados miraron a su jefe con las caras tan blancas como el papel.

—Usted verá, luego no diga que no le avisé —comentó Laura con indiferencia—. Por cierto, que asunto más feo el de Dyzek Król. Y mejor no hablamos de Rasia Lews ¿De verdad que no quiere esperar a hablar con sus abogados?

Todos los polacos la miraron asombrados al escuchar los nombres.

Wlod ladró varias órdenes a sus hombres. Los matones se quedaron inmóviles mientras que los abogados se acercaron a él presurosos y le susurraron algo al oído.

Tuomas, Zuper y Karol rodearon a Laura, protectores en tanto que esta esbozaba una sonrisa muy, muy perversa, que dejaba ver sus afilados colmillos.

—Laura, ese es tu nombre, ¿verdad? —Wlod se dirigió hacia ella.

Karol le cerró el paso.

—Hay que ser muy, pero que muy estúpido para guardar todos los correos electrónicos, apuntes contables y demás documentos incriminatorios en un ordenador portátil con la cantidad de piratas informáticos que hay sueltos por el mundo —aseveró Laura por encima del hombro de Tuomas.

—Te estás tirando un farol —masculló Wlod, impasible.

Laura se encogió de hombros y acto seguido comenzó a recitar una serie de números, letras y símbolos para luego continuar con una larga lista de nombres.

Wlod ni siquiera pestañeó. No así Karol, quien la miró pasmado al reconocer los apodos que había dado a muchos de los hombres a los que había sobornado y/o amenazado cuando trabajaba en la Sapk. Zuper le había advertido entre susurros, pero no había llegado a creérselo. Al menos no del todo. ¿Cómo había conseguido su reina esa información? Él mismo se había ocupado de hacerla desparecer mientras trabajaba para Wlod.

—Suficiente —la detuvo Wlod girándose hacia sus abogados, quienes en ese momento hablaban alterados por teléfono—. ¿Qué es lo que quieres?

—Oh, quiero romper este contrato —dijo, recogiendo los papeles que habían caído al suelo para hacer exactamente lo que había dicho—. Ah, por cierto, sé que no se ha tragado lo del espacio exterior, pero créame si le digo que les he pasado esas cosas tan feas que he encontrado en su ordenador a varios hackers que me tienen bastante aprecio y están deseando filtrarlo todo. Vaya putada, ¿verdad? Porque, si me hace cachitos, mis amigos se enfadarán y... en fin. Ya sabe —chasqueó la lengua tirando los papeles rotos al suelo.

Wlod parpadeó. Una sola vez. Y luego miró a su hijo.

Karol apretó los dientes, conteniendo apenas la risa histérica que estaba a punto de abandonar sus labios. Laura acababa de lograr lo que nadie había conseguido antes: dejar petrificado a su padre.

—Me gusta el hombre en el que te has convertido y me gusta la mujer que tienes a tu lado —dijo Wlod un instante después, fijando en la pareja una mirada cargada de respetuoso reconocimiento—. Y bien, ¿no me vas a invitar a entrar? Aún tenemos mucho de que hablar —comentó, como si los últimos diez minutos no hubieran existido.

—No. No quiero tu olor en mi casa —replicó Karol con determinación mientras Tuomas y Zuper le rodeaban.

Wlod asintió y ladró unas cuantas órdenes a sus abogados y guardaespaldas. Todos se subieron a los coches. Luego arqueó una ceja, señalando con un gesto a Tuomas y Zuper.

Karol les pidió que se retiraran, no así a Laura a quien estrechó con fuerza contra sí.

—No habrá pues ningún acuerdo entre nosotros —murmuró Wlod mirando el contrato hecho pedazos.

—No puede haberlo. Jamás permitiré que ningún hijo mío crezca bajo tus cariñosos cuidados. Antes prefiero convertirme en eunuco. Y lo haré, no lo dudes.

Wlod asintió con la cabeza, observando complacido a su hijo. No bromeaba, lo veía en sus ojos bicolores. Qué ironía. Toda la vida aborreciendo su debilidad, y cuando debía ser débil y ceder a sus órdenes, se mostraba fuerte e insolente, justo como debía ser el heredero que ambicionaba.

—¿Te harás cargo de la empresa cuando yo falte? —inquirió.

—No.

—Es un legado familiar.

—Que se la quede Laska, al fin y al cabo se ha prostituido para conseguirla.

—No tiene mi sangre. Y sus hijos tampoco la tendrán —masculló Wlod—. Da igual los datos que tu mujer me haya robado o los amigos que puedan filtrarlos —dijo fijando una penetrante mirada en Karol—. Si quiero, puedo hacer desaparecer esta vida que te has creado. Puedo demolerla hasta sus cimientos. Acabar con tus amigos, con tu zorra, con esta horrible casa —afirmó antes de que sus ojos volaran a Laura—. Pero no lo haré. Por ahora —sentenció dando media vuelta para dirigirse al Lincoln en el que estaban esperándole sus abogados.

Se acomodó en el asiento, miró durante un instante al hijo del que nunca se había enorgullecido, hasta ahora, y sonrió.

—Haga que vigilen a Karol y averigüe todo sobre la mujer que está con él —dijo a uno de los trajeados hombrecillos tras indicarle al chófer su destino.

Karol observó los dos vehículos hasta que atravesaron la cancela que Zuper se había ocupado de abrir y se perdieron en la distancia. Luego se giró hacia Laura.

—No vuelvas a hacer eso —le advirtió con rabia.

—¿El qué? —dijo ella toda inocencia.

—Lo que has hecho. Mi padre es temible como enemigo. No tienes ni idea de lo que puede llegar a hacerte —siseó con los dientes tan apretados como los puños.

—Oh, bueno. Me hago una pequeña idea: darme alguna paliza que otra, dejarme casi ciego, desterrarme del país... Pero no lo hará.

—Tus amigos y los datos que le has robado no te protegerán eternamente —siseó él, mesándose el pelo preocupado, casi histérico.

—No me hace falta que nada me proteja. No me hará daño.

—Claro que te lo hará.

—No. Yo soy la única que puede darle lo que quiere, no me tocará, al contrario, hará lo imposible por protegerme.

—¿Ah, sí? ¿Y qué quiere que tú puedas darle? —la increpó escéptico.

—Un heredero.

Karol se tambaleó sobre sus pies a la vez que la miraba petrificado.

—Tranquilo —susurró ella, besándole en los labios—. No pasa nada. Serás un padre maravilloso... cuando decidamos ponernos manos a la obra —finalizó divertida.

Karol volvió a respirar.

—Has estado a punto de provocarme un infarto —susurró contra sus labios—. Eres mala...

—Mala malísima —afirmó ella divertida.

—¿De verdad que había un satélite grabándonos? —inquirió Zuper horas después, cuando ya habían trazado un plan a seguir, pues Karol, a pesar de lo mucho que había insistido Laura, seguía desconfiando de que su padre se diera por vencido tan fácilmente.

—Por supuesto que no —exclamó Laura, sentada en el regazo de Karol, quien desde que se había ido Wlod, era total y absolutamente remiso a soltarla, de hecho, dudaba de que la soltara jamás—, tendríamos que habernos infiltrado en los ordenadores de la CIA o del FBI y eso es casi imposible.

—Entonces, ¿por qué lo dijiste? —inquirió Elke, que sentada junto a Zuper y Alba, miraba atónita a Laura.

—Porque necesitaba ganar tiempo para que los abogados leyeran los mensajes con los que les estaban bombardeando mis compañeros y eso me pareció lo suficientemente rimbombante como para que Wlod se parara a reírse de mi presunción.

—Entonces lo de los hackers sí que es verdad —indagó Eberhard, abrazado a Sofía.

Zuper los había llamado a todos para contarles lo que había pasado, y ellos no habían dudado un instante en acudir al Templo, a pesar de que era viernes y Elke y Eberhard tenían que tocar con los Spirits por la noche.

—Por supuesto —aseveró Laura con rotundidad—. Repartí entre mis amigos todos los paquetes de datos para...

Tuomas tomó su vaso vacío y se levantó del sofá encaminándose al mueble bar. Ya había oído esa parte, Laura lo había contado antes de que todos los amigos de Karol se presentaran allí. Llenó de hielos el vaso y se sirvió una buena cantidad de vodka. Dio un trago, la vista fija en las personas reunidas en el salón.

Ninguno de los allí reunidos había vacilado un instante en acudir al lado de Karol tras recibir la llamada de Zuper.

Pero estaba seguro de que nadie se habría molestado en acudir a su lado si le hubieran atacado a él. Quizá Karol, pero lo cierto era que no estaba del todo seguro. Desde luego nadie más, de su vida pasada o presente, se molestaría en acudir a su llamada por el simple motivo de que no tenía amigos que se preocuparan por él. A no ser que los comprara, por supuesto; al fin y al cabo eso era lo que siempre hacía. O lo que siempre había hecho, porque, de un tiempo a esta parte no le apetecía ser amigo de nadie. Bueno, sí. Quería recuperar la amistad de Karol. Ganarse quizá la de Laura. También la de Silvia. Frunció el ceño.

Mentiroso.

Quería ganar mucho más que la amistad de la irascible mujer.

Quería su respeto. Su admiración. Su deseo. Pero ¿por qué iba a respetarle, admirarle o desearle? ¿Qué había hecho él para merecer eso? Nada.

Se dirigió a la ventana en la que se apostaba cada mañana y escrutó el jardín. Aún faltaba un rato para el anochecer, los rojos, azules, blancos y naranjas de las flores inodoras que Silvia cuidaba brillaban con calidez bajo la luz anaranjada del atardecer. Debería ser una estampa hermosa. Pero no lo era. Era estéril. Triste. Incompleta. Porque faltaba Silvia.

A él le faltaba Silvia.

No la había visto en todo el día. Le dolió el corazón al darse cuenta de que ya no la vería hasta el día siguiente. Aunque... No había explorado el jardín en busca de las notas en las que ella le citaba. Negó con la cabeza. Dudaba de que hubiera dejado ninguna. No habían quedado en buenos términos el día anterior. Esta vez fue su estómago el que se encogió ante ese pensamiento. Apoyó la frente en el cristal, la mirada fija en la exuberancia de colores que había frente a él. Golpeó con las palmas el marco de la ventana y, girando sobre sus talones, se encaminó a la puerta principal.

Iba a buscar la jodida nota.

Porque soñar era gratis.

Y él necesitaba despertar. Salir de ese embrujo en el que se encontraba sumido. Renunciar a anhelar la amistad de una mujer que le despreciaba. Dejar de estar angustiado por haberla hecho sufrir y, sobre todo, blindar su corazón para que se comportara como siempre se había comportado: como la máquina que era.

Karol fijó una preocupada mirada en Tuomas cuando este abandonó de repente el salón. Giró la cabeza hacia la ventana y pocos segundos después le vio atravesar la finca para adentrarse en el jardín. No le sorprendió verle arrodillarse entre los anturios y los agapantos, pero sí estrechó los ojos cuando le vio echar a correr hacia la casa como alma que lleva el diablo. Y los abrió como platos cuando atravesó el salón y se detuvo frente a él para pedirle las llaves del todoterreno, pues el descapotable estaba destrozado. Él mismo se había ocupado de eso.

Karol asintió, todavía perplejo y le señaló el moderno aparador junto a la puerta principal. Tuomas ni siquiera se lo agradeció, echó a correr hacía allí con una enorme y esperanzada sonrisa en el rostro.

—Suerte, Tuom —musitó cuando su amigo salió de la casa y escuchó el motor del todoterreno arrancar con un fuerte rugido.

—Estúpida —siseó Silvia para sí, limpiándose de un manotazo la única lágrima que había tenido la audacia de abandonar sus ojos.

Se apartó de la ventana junto a la que llevaba esperando casi una hora y se dirigió a la cocina. Estaba claro que Tuomas no vendría. La tarde anterior no había sido tan perversa como él deseaba; no le había mantenido al borde del orgasmo, ni le había hecho suplicar ni llorar; en definitiva, no le había hecho pagar sus pecados y ahora él, como venganza, no acudía a la cita. Una sonrisa descarnada acudió a sus labios al comprender que eso era una estupidez. Tuomas no se molestaría en vengarse porque para eso era necesario que sintiera algo, y él no sentía nada. No tenía corazón. Para Tuomas ella solo era el medio para conseguir un fin. Y, como no le había proporcionado ese fin, simplemente habría pensado que no merecía la pena perder más el tiempo con ella. Y por eso no había acudido a la cita que tanto trabajo se había tomado en preparar.

—Idiota —susurró de nuevo, tirando a la basura las flores de lavanda que cubrían la vieja y resistente mesa que había arreglado meses atrás tras encontrarla tirada en la calle.

Recogió también la cuerda que había comprado para la ocasión, ya le daría algún uso, tal vez le sirviera para tender la ropa, pensó con pragmatismo; el jengibre se lo daría a su abuela para que hiciera galletas. Unas galletas que Tuomas devoraría. Se limpió otra estúpida lágrima de un manotazo mientras se recriminaba la estupidez supina de llorar cuando había conseguido justo lo que pretendía. No volver a verlo. O mejor dicho, no volver a jugar con él, porque verlo, por desgracia, lo vería cada mañana en la casa de su jefe.

Si lo pensaba fríamente, que él no hubiera acudido a la cita era lo mejor que podía pasarle porque, aunque se hubiera prometido a sí misma dejarle, aunque supiera sin ningún asomo de duda que él solo la estaba utilizando, que solo la haría sufrir, que esa no-relación que mantenían era tóxica, se conocía lo suficiente como para saber que jamás le apartaría de su lado. Por muy fuerte y distante que intentara aparentar ser, era una mujer débil e imperfecta que haría lo que fuera por mantener a su lado al hombre atormentado y perfecto del que estaba medio enamoriscada. Un hombre que no sentía absolutamente nada por ella, excepto la necesidad de que lo castigara.

Tomo el plug anal que tantas veces había usado con él y lo estrelló contra la pared con rabia. Iba a hacer lo mismo con el bote de lubricante cuando escuchó el potente motor de un coche en la lejanía. O tal vez no tan en la lejanía. El lubricante cayó al suelo cuando salió corriendo de la cocina para asomarse a la única ventana del salón distribuidor.

Tuomas se obligó a levantar el pie del acelerador cuando el todoterreno tomó como una bala la glorieta que había al principio del pueblo. Estaba atardeciendo y podría haber animales y personas deambulando por las calles; si atropellaba a alguien se vería obligado a detenerse para atenderlo ¡y llegaría aún más tarde!

Giró a la derecha nada más salir de la ruleta y enfiló directo hacia la casa de Silvia. Menos mal que vivía en las afueras, no creía que sus nervios pudieran soportar un segundo más de espera. Miró el reloj del salpicadero. Llegaba más de una hora tarde. Se maldijo en silencio por no haber examinado antes el jardín y aceleró sin acordarse de que no podía perder el tiempo atropellando a nadie. Las ruedas rechinaron contra el asfalto caliente cuando frenó bruscamente frente a la casa baja, subiendo el coche a la acera. ¡No tenía tiempo que perder aparcándolo! Tomó las llaves a la vez que saltaba del todoterreno.

Y, en el mismo momento en que sus Reebok EA76 tocaron el suelo, Silvia salió de la casa.

—Siento llegar tarde, pero me surgió un asunto y no pude salir al jardín hasta hace un rato —murmuró Tuomas con fingida indiferencia, obligándose a mostrar una calma que de ningún modo sentía. Porque, si se permitiera dejarse llevar y dar salida a lo que bullía en su interior en ese momento, caería de rodillas ante ella y, tras pedirle perdón por el horrendo ser que era, le suplicaría que le dejara besarla. Que le permitiera beber su sabor y lamer el tacto de su piel. Que le dejara adorarla.

—Ya. Bueno, entiendo que salir al jardín a buscar notas ocultas en flores no es muy... importante —musitó ella, echando de menos llevar vaqueros para poder meter las manos en los bolsillos traseros. Era tan estúpida que había vuelto a ponerse el vestido negro para recibirle. Y se sentía jodidamente desnuda sin sus vaqueros, sus botas de seguridad y sus camisetas de camuflaje.

—Sí es importante buscar las notas que me dejas —declaró Tuomas, el corazón en un puño al ver su cara de decepción—. Pero no pude salir antes. Tuvimos una visita inesperada.

—Claro. Los coches que entraron cuando mis abuelos y yo nos íbamos —comentó apática, decidida a no demostrarle lo mucho que le dolía descubrir que ni siquiera era tan importante para él como para que abandonara a sus amigos cinco minutos y saliera al jardín a buscar su nota. Tampoco para que hubiera mandado un jodido mensaje avisándola de que llegaría tarde.

Entró en la casa, indicándole con un gesto que la siguiera. Era una estupidez mantenerse fuera. Ambos sabían que, sin importar lo que él hiciera, ella siempre le dejaría pasar, ¿por qué demorar el momento?

—Nunca había visto un Lincoln antes —dijo yendo a la cocina. Tuomas la siguió extrañado. ¿Por qué no se dirigían al dormitorio?—. Son unos coches impresionantes.

—Son para carcamales. Me gustan más los Maserati —replicó él, mirándola preocupado, estaba demasiado apática, no parecía su imprevisible e irascible jardinera, sino una flor marchita—. Tenemos que hablar sobre lo que pasó ayer —dijo, armándose de valor.

—¿Has visto las fotos que colgué? —inquirió ella simulando desidia. No quería hablar sobre lo que había pasado. De hecho, no quería hablar sobre nada.

—No. No me interesan las puñeteras fotos —masculló Tuomas, enfadado porque le recordara el motivo por el que ella había aceptado el monstruoso acuerdo que tenían: el maldito dinero que conseguía con esas asquerosas imágenes—. Lo único que me interesa es...

—Ya lo sé. Lo único que te interesa es pagar por tus pecados —declaró Silvia, interrumpiendo lo que él pensaba decir—. Pero no pretenderás que lo haga gratis, ¿verdad? Algo tendré que ganar —comentó, fijando la mirada en sus maravillosos ojos verdes—. Quítate la ropa. Hoy probaremos otro escenario, hay que dar a tus seguidores nuevos ambientes antes de que se aburran y busquen otras fotos con las que hacerse pajas —indicó, recogiendo el lubricante y el plug que aún estaban en el suelo.

Tuomas apretó los dientes, repentinamente furioso. Eso es lo que era, un maldito cheque en blanco. Si hubiera sabido cómo se iba a sentir, la hubiera pagado por sus servicios en lugar de aceptar esas estúpidas fotos, al fin y al cabo era lo que siempre hacía cuando quería un poco de sexo: pagar por él. Sacudió la cabeza al darse cuenta de que era justo eso lo que más le había entusiasmado al conocerla. Que no quisiera su dinero. Solo su cuerpo... para ganar dinero.

—¿Otra vez el plug anal? Por mucho que cambies de ambiente, si siempre usas los mismos juguetes será igual de monótono —comentó hiriente quitándose la camisa gris de Prada para colgarla del respaldo de una silla—. De hecho, hasta yo comienzo a hartarme del juego. Francamente, las sesiones son tediosas, carecen de imaginación.

—Oh, no te preocupes —desestimó Silvia aparentando indiferencia y tragándose la rabia que la ahogaba. Así que no tenía imaginación, ¿verdad? Se iba a enterar de cuánta podía llegar a tener—, tengo algunas ideas que te pueden resultar muy interesantes.

—Eso espero. De todas maneras, entiendo que tu escaso presupuesto te limita mucho a la hora de adquirir nuevos juguetes con un mínimo de calidad, por tanto, espero que no te moleste si me tomo la libertad de comprar alguno para la próxima sesión —dijo él con rabiosa indolencia, doblando con cuidado los Armani Jeans que acababa de quitarse. Sabía que le hacía daño. Era lo que pretendía. Que le gritara, que le acusara, que le pegara. Cualquier cosa que le permitiera gritarle a su vez.

—Ojalá no haya próxima sesión —masculló Silvia en voz muy baja, odiándole por recordarle la enorme diferencia que había entre sus mundos.

Tuomas levantó la cabeza bruscamente mientras los carísimos vaqueros caían de sus brazos exánimes.

—¿Qué has dicho? —jadeó aterrado. No podía haber dicho eso. No. Seguro que no la había escuchado con claridad. Ella había hablado muy bajo y por tanto no había entendido bien sus palabras. No podía ser de otra manera.

—Que nos vendrá bien para la próxima sesión —mintió Silvia, acercándose a él con las cuerdas—. Date la vuelta y pon las manos en la espalda.

Tuomas tragó saliva, aliviado, y se giró lentamente, obedeciéndola mientras su corazón todavía latía aterrorizado. Había estado a punto de estallar en mil pedazos en el interior de su pecho.

Silvia le colocó los brazos de modo que la parte interior de las muñecas quedaran enfrentadas y luego las ató lo suficientemente fuerte como para que no pudiera soltarse.

—¿Bondage, Silvia? —inquirió atónito. En el mes que llevaban jugando nunca le había atado.

—La imaginación al poder —masculló ella empujándole hacia la mesa—. Túmbate bocarriba.

Tuomas observó el mueble con desprecio. Era una mesa pequeña, bastante vieja y ajada.

—Siento llevarte la contraria, pero no creo que aguante mi peso... ni mi tamaño. Me van a colgar las piernas —musitó esbozando una condescendiente sonrisa.

—No soy idiota, aunque parezcas pensar lo contrario —le espetó Silvia, furiosa—. Aguantará de sobra tu peso. Y sí, te colgaran las piernas, es lo que pretendo.

—No pienso que seas idiota —replicó Tuomas al punto—. Estás hoy muy sensible... No tendrás la regla, ¿verdad?

—Tiéndete sobre la jodida mesa o vete —siseó Silvia con los dientes tan apretados que Tuomas pudo oírlos rechinar.

—Está bien. Solo pretendía hacer una broma —musitó obedeciendo. Y sí, por extraño que pareciera, sí había querido hacer una broma. Una broma tonta y fuera de lugar, como se había demostrado.

Silvia le ayudó a tenderse sobre la mesa, algo nada fácil con las manos atadas a la espalda y en un mueble de dimensiones tan reducidas como ese. La cabeza le colgaba por un extremo y las piernas, desde las rodillas, por el otro. Le obligó a separar los muslos y le ató los pies a las patas con suaves pañuelos.

—¿Qué tal vamos con el tema imaginativo? —le preguntó mordaz.

—Bueno... No es una postura que no haya adoptado cientos de veces, en mesas más grandes, por supuesto. Y también más cómodas —replicó él, en igual tono.

—Oh, vaya, cuánto lo siento. Ya sabes, mi precario presupuesto no me permite más —replicó ella, herida—. Ya que no puedo equipararme a tus acostumbrados lujos, intentaré ser un poco más... original —replicó abriendo la nevera para sacar la raíz de jengibre.

—Oh, no te molestes, la verdad es que no es necesario ser original, sino mostrar cierto ánimo con respecto al sexo. La apatía mata la pasión —afirmó, en una clara indirecta hacia su actitud inapetente.

—Oh, debe de ser que como llevo más de un mes jodiéndote sin recibir placer a cambio, mi cuerpo ha optado por inmunizarse contra la pasión —masculló ella pelando el jengibre.

Si Tuomas hubiera estado en una mesa decente, en la que su cabeza tuviera espacio para reposar, se la hubiera golpeado contra la madera. Pero, como estaba precariamente atado a un diminuto y cutre tablón con patas en el que la cabeza y los pies le colgaban por los extremos, solo pudo bufar enfadado consigo mismo. Porque ella tenía razón. En todo el tiempo que llevaban con ese estúpido acuerdo, ella jamás había visto satisfecha su pasión... y cuando le había pedido que le devolviera el favor, él se había negado. Como el cabrón arrogante que todo el mundo pensaba que era. Pero no había sido arrogancia, sino cobardía.

—¿Esto es por lo que sucedió ayer? —musitó, decidido a explicar lo que le había pasado o tal vez a inventar una buena mentira que la dejara satisfecha—. No es que no quisiera comerte el...

—¡Cállate! —le increpó Silvia, girándose hacia él. El cuchillo, amenazador, señalándole apretado entre sus dedos—. Si vuelves a mencionar lo que pasó ayer, te irás de aquí y no volverás nunca más —siseó con rabia. No estaba dispuesta a permitir que le restregara la necesidad que había sentido de él. Bastante humillada se sentía ya, no hacía falta que nadie se lo recordara—. ¿Entendido?

Tuomas aceptó en silencio y dejó caer la cabeza. Ojalá pudiera borrar de la memoria de ambos la tarde del día anterior. Había abierto una fisura en la frágil relación que mantenían. Y la maldita grieta estaba amenazando con destruirlo todo. Cerró los ojos. Si no hubiera sido tan cobarde la habría tenido entre sus brazos. Pero él era así. Un cobarde egoísta que se escondía bajo capas y capas de arrogante prepotencia. Y no tenía intención ninguna de cambiar. Suspiró despacio y miró a su izquierda, donde Silvia se afanaba en algo.

—¿Qué estás haciendo? —Alzó la cabeza para ver qué era lo que la entretenía, manteniéndola lejos de él.

—Preparo un poco de jengibre —contestó ella lavando la raíz con agua fría.

—¿Jengibre? ¿Vas a ponerte a hacer galletas ahora? —inquirió con sorna, removiéndose molesto.

Maldita fuera. La necesitaba a su lado. Quería sentir su aliento sobre la piel y sus dedos sobre la polla. De hecho, quería sentirlos sobre todo su cuerpo, pero ella jamás le tocaba otro lugar que no fueran los genitales. Pero, sobre todo, ante todo, lo que más deseaba era un beso. Un jodido e inocente beso. O tal vez no tan inocente.

—No. Voy a hacer algo un poco más especial.

—Ah, estupendo. ¿Y no puedes hacerlo después? Te lo digo más que nada porque esta postura es bastante incómoda. Los brazos normalmente se atan abiertos en cruz —indicó apoyándose sobre los hombros y el trasero para arquear más la espalda, las malditas manos comenzaban a molestarle—. Y de todas maneras, el bondage no es algo que me guste especialmente. Preferiría estar en la cama, cómodamente tumbado.

—¿Y volver a la rutina? Qué decepción, Tuom, pensaba que querías un poco de imaginación. —Colocó la videocámara sobre la encimera, la puso a grabar y se giró al fin.

Tuomas entrecerró los ojos cuando vio lo que llevaba en las manos. Un falo de unos seis o siete centímetros de largo y dos o tres de diámetro. Amarillo. ¿De jengibre? Enarcó una ceja, intrigado.

—Según como reacciones a este usaré o no el otro —murmuró Silvia, colocándose entre sus piernas abiertas.

—¿El otro? —gimió Tuomas dirigiendo la mirada a la encimera en la que ella había estado trabajando.

No llegó a ver nada.

Sus ojos se cerraron al notar la húmeda y fría punta del resbaladizo dildo en el ano. Se tensó cuando ella empezó a presionar sin haberse molestado en usar lubricante antes. Pero no hacía falta, reconoció un segundo después. El agua fría y la propia textura de la raíz convertían el dildo en un juguete extremadamente resbaladizo. Se relajó mientras ella continuaba introduciéndoselo poco a poco y abrió los ojos como platos cuando lo tuvo dentro y comenzó a... quemarle.

—Pieprzyć! —exclamó apretando las cachas—. Qué mierda es esto —jadeó excitado, arqueando la espalda para presionar el trasero contra la mesa y sentir con más intensidad esa extraña quemazón.

—¿Qué tal? —inquirió Silvia, estudiando con atención sus movimientos y gestos.

—No lo sé... me quema —gimoteó intentando juntar los muslos, sin conseguirlo.

—Pero te gusta —afirmó ella, observando la rígida erección que se elevaba imponente sobre su pubis depilado.

—Joder, sí —gimió él sin poder evitarlo. No sabía qué narices le pasaba, pero quería más de esa sensación. Le quemaba y excitaba a partes iguales. Le hacía sentir un deseo tan potente que casi dolía.

—Bien.

Tuomas giró la cabeza al percatarse de que ella había vuelto a la encimera. Y en ese momento recordó que había otro dildo de jengibre. Dónde se lo pensaba meter, ese era el misterio. ¿Tal vez en la boca? Abrió los ojos como platos al ver el tamaño del diabólico artilugio.

—No, Silvia. Ni se te ocurra —jadeó removiéndose todo lo que las cuerdas le dejaban.

—No tengas miedo. Te va a gustar —susurró ella inclinándose sobre él, bañándole la polla con su aliento, excitándolo aún más.

—Eso es lo que temo, que me guste todavía más —gimoteó. Sus ojos fijos en el delgado y liso palito de jengibre que ella sostenía en la mano.

—Miedica —dijo Silvia con total apatía.

Tuomas la miró perplejo al escuchar su tono. Se suponía que cuando alguien llamaba miedica a otro alguien lo hacía en un tono jocoso, o al menos desafiante. De hecho, siempre que ella le había llamado miedica lo había hecho entre risas o susurros apasionados, pero nunca con esa horrible indiferencia; como si no le importara en absoluto lo que él sintiera.

—Silvia, espera... no sé si quiero esto —jadeó cuando ella comenzó a frotarle la punta del palito de jengibre contra el glande.

—Por supuesto que no lo quieres —comentó ella impasible, penetrándole apenas la uretra—. Te va a poner tan cachondo que me vas a rogar que te deje correrte.

Tuomas dejó caer la cabeza cuando comenzó a sentir la conocida quemazón en el interior de su pene. Todos sus músculos se tensaron, incluyendo ese que ya estaba demasiado duro. Era una sensación indescriptible. Incómoda, pero a la vez excitante. Le hacía desear más. Sus testículos se endurecieron y tensaron, preparándose para una posible eyaculación.

Apretó los dientes, decidido a soportar el excitante tormento.

Y ella comenzó a masturbarle.

Le envolvió el pene con una mano, acariciándole el frenillo con el pulgar a la vez que iba penetrándole con el palito. Lo insertaba unos milímetros y esperaba a que él se acostumbrara a la sensación mientras lo masturbaba lentamente. Apenas lo había introducido un par de centímetros cuando él empezó a temblar. Detuvo el avance del jengibre y, ciñéndole con más fuerza, aumentó la rapidez de sus caricias.

—¡Para! —gritó en ese momento Tuomas—. ¡Quítame esa cosa!

—Dejará de hacer efecto en diez minutos. ¿No puedes esperar? —replicó ella con hastiada calma.

Conocía la rutina a seguir. Ahora él la increparía, y cuando no le hiciera caso comenzaría a suplicar. Eso era lo que él deseaba. Pagar por sus malditos pecados. Pero ella estaba tan harta de ser la mala.

—¡No, joder! ¡Me correré antes! ¡Quítamelo! —gritó él, negando con la cabeza.

—No —dijo ella acariciándole los testículos.

Los acunó en la palma de la mano y los hizo rodar entre los dedos. Él continuó gritando órdenes e increpándola para que parara. Por supuesto no lo hizo. No era lo que él esperaba de ella, y no era cuestión de decepcionarle... podría dejar de acudir a sus citas si lo hacía. Al fin y al cabo, ella no era más que el medio para conseguir un fin.

—No sigas. Para, por favor. Para —jadeó Tuomas de repente, estremeciéndose cada vez más cerca del indeseado orgasmo. Las lágrimas comenzaron a fluir de sus ojos.

—No.

Silvia ralentizó el ritmo de sus embates hasta casi detenerse, momento en el que comenzó a jugar con el palito que le sobresalía del glande.

Tuomas sintió que la tortura se volvía más dulce y alzó la cabeza. Ella le estaba acariciando despacio, con una extraña y pensativa mirada. Parecía melancólica. Ausente.

—Silvia..., por favor, para. Déjalo ya —susurró, sin importarle correrse o no. Lo único que quería era borrar esa horrible expresión del rostro de su... de Silvia.

Ella levantó la vista y le miró a los ojos. Apretó los dientes y negó una vez con la cabeza. Él volvió a suplicarle que parara.

—No... —musitó masturbándole con más fuerza a la vez que le amasaba los testículos—. Esto se acaba aquí y ahora —dijo con una determinación que no sabía que tuviera.

—¿Esto? ¿De qué hablas? —jadeó asustado por su expresión—. Por favor, para...

—No. Eso es lo que quieres, que pare —siseó furiosa, adoptando el papel del ángel vengativo que llevaba asumiendo desde el principio—. Pero no voy a hacerlo. ¿Has pensado alguna vez que la mejor manera de pagar por lo que le hiciste a tu amigo es experimentando la misma impotencia y frustración que él? —inquirió con rabia. Harta de ser la mala. Harta de torturarle. Harta de representar ese estúpido papel. Harta de que él sufriera.

—No. Espera... qué vas a hacer. No puedes —sollozó Tuomas al intuir sus intenciones—. ¿Qué es lo que quieres? ¿La palabra segura? La diré, joder, la diré. Para.

—No, no la dirás porque no quieres ser absuelto de tus pecados —rebatió ella sin dejar de acariciarle, llevándole más lejos de lo que nunca habían llegado—. Son lo único que tienes, lo único que te hace sentir. Te asusta deshacerte de ellos, dejar de sentirlos.

—¡No! ¡No los quiero! Para. Por favor —lloriqueó, su cuerpo tenso como la cuerda de un arco mientras sus duros testículos se contraían, dispuestos a expulsar su preciada carga—. Diré la palabra.

—¿Se la has dicho a tu amigo? —inquirió Silvia, atrapando con los dientes el frenillo y tirando del él con cuidado de no acercarse al jengibre. Tuomas gritó, sacudiendo las caderas—. ¿Has sido capaz de pronunciar esa palabra? —Él negó con la cabeza, el placer incontenible e insoslayable recorriéndole, amordazándole, llevándole al borde del precipicio—. No la has dicho, y nunca la dirás.

—¡Perdóname! —gritó de repente—. Ahí la tienes. Ya la he dicho. Ahora para, por favor.

—No —rechazó ella antes de quitarle el jengibre del ano y meterle un dedo para acariciarle ese punto que sabía que le volvía loco.

—¡Por favor, perdóname! ¡Perdóname! —gritó de nuevo, deseando que Silvia se detuviera. Era la palabra que ella había elegido como segura. Tenía que detenerse.

—No soy yo quien tiene que perdonarte —dijo ella, liberándole del jengibre que le sobresalía del glande al sentir el pene palpitar y engrosarse más aún entre sus dedos—. Ni siquiera es tu amigo quien debe perdonarte. Eres tú mismo —afirmó ciñéndole la verga con más fuerza.

Tuomas negó frenético con la cabeza.

—¡No voy a correrme! —aulló— no lo merezco...

—Puede que tú no, pero los pajilleros que llevan un mes esperando a que te corras sí se lo merecen... han pagado sus buenos euros por verte, no querrás decepcionarles, ¿verdad? —susurró, recordándole lo que él ya no recordaba: la maldita cámara que le estaba grabando. Recordándole también el motivo por el que ella se prestaba a esa farsa: el dinero que ganaba con él.

Tuomas dejó caer la cabeza, herido de muerte. Renunció a luchar y permitió que su cuerpo se relajara aceptando el indeseado orgasmo como lo que era. Su última penitencia.

Sus caderas se sacudieron cuando eyaculó por primera vez en tres años y el semen manchó su estómago con el fruto del orgasmo más despiadado que había sentido nunca. Placer mezclado con pesar. Desolación con éxtasis. Y por encima de todas esas sensaciones, tristeza. Una amarga e intensa tristeza que parecía no tener fin.

Se acurrucó sobre la mesa, exhausto, doblándose sobre sí mismo cuando ella por fin le soltó los pies. Y se abrazó tembloroso cuando le liberó las manos. Las lágrimas brotando de sus ojos a pesar de tenerlos fuertemente apretados mientras los sollozos que trataba de silenciar hacían temblar sus labios.

Sintió los suaves dedos de Silvia recorriéndole la espalda con cariño, apartándole el pelo del rostro. La sintió inclinarse sobre él, su cálido aliento sobre su mejilla cuando ella comenzó a hablar.

—Se acabó, Tuom. No tienes más pecados que pagar. Todo ha terminado. Recupera tu vida y yo recuperaré la mía —le susurró al oído, abrazándole con ternura.

—Es una lástima —comentó él, tras carraspear un par de veces para librarse del ahogo que sentía—. Porque, si se ha acabado, no volveré a precisar de tus servicios y se acabarán las lucrativas fotos —espetó, deseando que Silvia sufriera tanto como él estaba sufriendo.

—Oh, no te preocupes —replicó Silvia apartándose de él, desgarrada por sus palabras. Tan herida como él lo estaba—. Ya les he dado lo que quieren, es hora de buscar otro entretenimiento. Pues, como bien has dicho antes, siempre lo mismo, la misma polla, aburre a la gente.

Tuomas se giró lentamente, hasta quedar sentado sobre la mesa, y la miró. Ojos inexpresivos en un inexpresivo rostro masculino de singular belleza manchado por las lágrimas.

Silvia dio un paso atrás, luego otro, hasta que su trasero chocó contra la encimera.

—Imagino que estarás de acuerdo en que nuestro arreglo ha terminado —dijo aferrándose con fuerza a la pulida madera. Tuomas asintió en silencio—. Estupendo. Yo... —vaciló—. Me gustaría que un... punto de nuestro acuerdo siguiera en pie. —Tuomas enarcó una ceja—. Voy a seguir yendo cada mañana a la casa de Karol, ya sabes, algunos necesitamos trabajar para comer, no tenemos la suerte de ser ricos y perfectos —apuntó con fingida diversión, haciendo la herida más profunda, más sangrante—. Quiero que todo siga igual entre nosotros en ese aspecto. No te acercarás a mí.

Un músculo palpitó bajo la mejilla de Tuomas.

—No hay problema —dijo, saltando de la mesa para empezar a vestirse—. No tengo interés ninguno en ti. Menos aún en tus estúpidas flores. De hecho, agradeceré dejar de oler a lavanda. Es nauseabundo —escupió saliendo de la casa sin mirar atrás.

Silvia esperó impasible hasta escuchar el rugido del todoterreno, y después, cuando se cercioró de que él y su coche estaban bien lejos, tomó la vieja cámara de vídeo y la estrelló contra la pared.

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