19
Ser lo que somos y convertirnos en lo que somos capaces de ser es la única finalidad de la vida.
ROBERT LOUIS STEVENSON
30 de mayo de 1916
Lucas despertó sobresaltado cuando miles de campanillas resonaron junto a su cabeza. Estiró un brazo y, siendo muy consciente de lo que hacía, golpeó con saña el despertador.
No había pasado la mejor de las noches, hacía menos de tres horas que había conseguido conciliar el sueño, y el maldito artefacto le estaba volviendo loco con su puñetero soniquete. Se bajó de la cama maldiciendo en silencio mientras se rascaba la cabeza y se dirigió tambaleante a la puertaventana. Descorrió de un golpe las cortinas. Aún no había amanecido, solo los locos estaban despiertos a esas horas. Los locos, y los que tenían que dar clases sobre contrabando, navegación, motores, tipos de barcos y rutas marítimas. Ese pensamiento le animó un poco. ¿Qué tendría en mente el señor Abad para ese día? Le había dicho que se reunirían en el comedor, pues esa mañana iban a hacer una excursión. ¿Adónde? Ni idea, pues no se lo había explicado. Pero intuía que no irían a ningún museo ya que Isembard no estaba invitado. Y lo cierto era que el profesor no se lo había tomado nada bien; según él, estaban pervirtiéndole con materias muy alejadas de lo que realmente debería saber un caballero. Y, en fin, quizá aprender a trazar rutas de navegación para evitar los barcos aliados y llevar contrabando no fuera lo que se dice honorable, pero era apasionante.
Ahogó un bostezo, tomó su ropa y se dirigió al cuarto de baño para darse un remojón que le despertara del todo. Era difícil estar completamente despierto a las seis de la mañana, más aún después de haberse dormido pasadas las dos. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? No quería, ni podía, renunciar a nada, y eso suponía sacar tiempo de donde no lo había.
Isembard no había bajado el ritmo de las clases, al contrario, lo había aumentado. Y el señor Abad, en contra de lo que podía parecer, había resultado ser un maestro severo que no admitía errores ni olvidos. Y como resultado de eso, debía estudiar el doble... con la mitad de tiempo para hacerlo. Lo que implicaba que tenía que organizarse muy mucho el escaso tiempo libre del que disponía, y como se negaba a perderse las tardes con Alicia, le tocaba aprovechar las noches. Estudiaba desde que acababa de cenar hasta el instante en el que todos se acostaban, momento en el que se deslizaba silencioso hasta el dormitorio femenino para su secreta y deliciosa reunión nocturna. Y, cuando Alicia comenzaba a bostezar, signo inequívoco de que estaba agotada, se retiraba a su cuarto a estudiar un poco más. No era de extrañar que estuviera agotado. ¡Jamás había trabajado tanto en su vida! Ni tampoco se había sentido tan bien. ¿Quién lo hubiera pensado? Le gustaba aprender, pero no era solo eso. Le gustaba estar allí, debatir con el señor Abad, el capitán e Isembard sobre cualquier cosa que se les ocurriese. Le gustaba bajar a la cocina y robarle galletas a la señora Muriel mientras esta le amenazaba con un cucharón. Le gustaba escuchar los apasionados discursos sobre el lugar de la mujer en la sociedad con los que la señora Jana chinchaba al capitán, y le gustaba ver como este bufaba y golpeaba irritado el suelo con el bastón. A veces, incluso se metía en la conversación, apoyando a la señora solo para ver como la cara del viejo se tornaba roja de rabia. Pero, sobre todo le gustaba estar cerca de Alicia, leer junto a ella, escuchar su risa y comprobar que día a día sus piernas eran más fuertes y sus sonrisas más preciosas. No cabía duda de que era una buena vida; lástima que su estancia allí fuera a acabarse tan pronto.
Sacudió la cabeza. No debía perder el tiempo en pensamientos vanos o llegaría tarde. Y justo esa mañana era imprescindible que llegara pronto. Le esperaba una excursión. Sonrió entusiasmado. Tras la visita al zoo había salido en varias ocasiones más. Había visitado algunos museos en compañía de Isembard y el señor Abad, sin la presencia de Etor o el viejo. Y eso era bueno, pues significaba que su abuelo iba confiando en él. También había ido de picnic a Collserola con la familia al completo, y esa sin duda había sido la mejor de todas salidas. Alicia y él habían recorrido el monte buscando a los animales que allí habitaban. Incluso habían visto varias ardillas. Eran unos animalillos muy curiosos y divertidos, y pasear con Alicia había sido... maravilloso.
Bufó enfadado al darse cuenta de que esa, junto con la visita al zoo, era la única vez que había podido pasear con ella fuera del jardín de la mansión. ¡Dos veces en dos meses! ¡Ni una más! Era tan injusto. Cuando Marc regresara y, lo haría ese mismo día, por lo que seguramente acudiría a la casa al día siguiente, la tendría cada mañana. Y cada tarde. Incluso algunas noches si lo que había dicho el capitán se cumplía. La llevaría de paseo. Irían al teatro y la ópera. La seduciría con su verborrea prepotente y la alejaría de él.
¡Maldito fuera por regresar!
Alicia era suya. Su amiga. De nadie más. Y mucho menos de Marc.
Tiró al suelo la toalla con la que apenas se había secado, se puso los pantalones y la camisa, y sin molestarse en abrocharse esta, salió descalzo a la galería. Entró en su habitación como una exhalación y de la misma manera salió al corredor exterior. Lo recorrió con veloces zancadas, la mirada fija en la puerta del dormitorio de Alicia. Irrumpiría allí y la besaría hasta que ella se reconociera suya. Hasta quitarle de la cabeza al puñetero sobrino del viejo. Sí, eso haría. Ya era hora de dejar de comportarse como un estúpido caballero y actuar como un hombre que sabe lo que quiere y que está decidido a tomarlo. Sea como sea.
Se quedó inmóvil en el mismo instante en que las yemas de sus dedos tocaron el pomo.
No. No lo haría. No irrumpiría en su habitación a esas horas de la mañana ni la tomaría entre sus brazos ni la besaría hasta robarle el aliento como un maldito acosador. Porque si lo hacía, Alicia se enfadaría. Y mucho. Le abofetearía con fuerza y le mandaría a hacer puñetas. Para siempre. No le dejaría volver a acercarse a ella.
Bufó furioso.
Él no era un animal en celo como los hombres del burdel.
Él era un puñetero caballero. O eso fingía.
Y como tal se comportaría.
Y los caballeros cortejaban a sus damas con sutileza. Con paseos por los parques y visitas al teatro y la ópera. Tal y como hacía Marc. ¡Ojalá le atropellara un tranvía!
—Lucas, ¿nunca los habías visto? —le llamó Enoc, extrañado al ver que se había detenido frente a unos malabaristas que hacían sus trucos en mitad de la calle, a pocos metros de donde estaba aparcado el Alfonso XIII.
—Sí, un montón de veces —musitó él ensimismado—. Alicia disfrutaría viéndolos. Ojalá pudiera salir a pasear con ella, le mostraría la Barcelona que yo conozco.
—Alicia conoce de sobra Barcelona. —Enoc lo observó con curiosidad. Parecía soñador.
—No. No la conoce. Solo ha visto lo que el capitán le deja ver. Barcelona es mucho más que teatros elegantes, museos y parques donde los capitalistas hacen picnics. Yo la llevaría a la Font del Gat o a la de los Tres Pins y bailaríamos en los merenderos hasta caer la noche. Pasearíamos por el mercadillo de la calle Migdia o por el del Ninot y tomaríamos café en alguna terraza mientras Alicia se ríe con los saltimbanquis y malabaristas. Nos pararíamos a escuchar los mítines callejeros de los anarcosindicalistas de la CNT y quizá hablaríamos con ellos. Iríamos en busca de los guiñoles o tal vez podríamos ir al cinematógrafo Diorama y ver Flor del arroyo, se ha estrenado este mes y Alicia quiere verla —explicó absorto.
—Muchas cosas quieres hacer... Y todas con Alicia. ¿Los dos solos tal vez? —inquirió Enoc con un deje de regocijo en su voz.
—¿Cuánta gente la acompaña cuando sale a pasear con Marc? —replicó Lucas desafiante—. ¿Addaia? No. ¿La señora Jana? Tampoco. ¡No les acompaña nadie! —espetó furioso—. ¿Por qué habría de ser distinto conmigo? Oh, espere, ya lo sé. Porque Marc, además de ser el puñetero sobrino del viejo, es el inteligente y audaz capitán de su maldito mejor barco, un hombre de provecho, lo que se dice un buen partido... mientras que yo soy solo un bastardo del que nadie debería fiarse —masculló entre dientes caminando airado hacia el Alfonso XIII.
—Estás muy equivocado, Lucas —protestó Enoc al escuchar cómo se refería a sí mismo.
—Seguro, por eso he salido de esa maldita casa ¿cuántas veces, cinco, seis? en dos meses. Y nunca solo. —Enoc abrió la boca para protestar, pero Lucas no se lo permitió—. Espere, ya sé por qué siempre me acompaña alguien; el viejo tiene miedo de que me pierda por Barcelona. ¿A que sí? —ironizó rabioso montándose en el coche—. Dejemos el tema, señor Abad. Tengo demasiada hambre para discutir.
—No es de extrañar, se nos ha hecho tarde —aceptó Enoc cambiando de tema. El muchacho estaba demasiado ofendido como para entablar una discusión calmada—. A mí también me crujen las tripas —comentó arrancando el coche.
—Espero que la señora Muriel no se enfade por tener que recalentar la comida.
—Oh, seguro que se enfadará, aunque no creo que sea solamente por la comida —declaró divertido observando a Lucas de arriba abajo.
No había un solo centímetro de su ropa que no estuviera manchado de carbón. Y mejor no hablar de su cara o sus manos. Si alguien le viera de lejos, lo confundiría con un africano. Aunque había merecido la pena. Incluso más de lo que había pensado. Pero ¿quién podría imaginar que al nieto del capitán le apasionarían tanto las máquinas? Biel tenía razón cuando decía que sería un gran ingeniero. Estuvo tentado de revolverle el pelo, y si no lo hizo fue porque mucho se temía que el muchacho no se lo tomaría nada bien. Aunque no era un muchacho, sino un hombre, y haría bien en recordarlo.
—Y bien, ¿qué te ha parecido el Tierra Umbría? —inquirió esperando ver su expresión sorprendida y entusiasmada.
—Impresionante —musitó Lucas—, nunca había imaginado que las calderas de los vapores fueran tan ¡enormes!
—Y eso que no es uno de los más grandes...
—Daría lo que fuera por viajar en uno de esos y poder verlo funcionar a plena máquina —musitó Lucas sacando del bolsillo un puñado de papeles que se puso a revisar de inmediato.
—Tal vez algún día —murmuró Enoc observándole de reojo. Lucas estaba tan ensimismado en sus dibujos que ni siquiera le escuchó.
Había imaginado que Lucas se mostraría asombrado al ver el interior del mercante, pero había ignorado por completo las enormes y abarrotadas bodegas, y apenas había arqueado las cejas ante las enormes grúas que trasladaban los contenedores. Tampoco le había interesado mucho la madera de teca que decoraba la cubierta de los oficiales o el lujo de la sala de mapas. De hecho, no había sido hasta que entraron en la sala de mandos que comenzó a mostrar algún interés. Interés que se vio totalmente desbordado al permitirle acceder a la sala de máquinas. En ese momento había dejado de mostrarse circunspecto para comenzar a asediar con preguntas a los mecánicos, los operarios e incluso al Jefe de Máquinas. Se había metido en cada hueco que había encontrado, había tocado cada indicador, cañería y manija, y, tras conseguir papel y lápiz, había dibujado cada elemento de las calderas. Y el ingeniero Martí, halagado, se había ocupado de estimular y excitar más aún su interés. Y, como resultado, no solo llegaban tarde a la comida, sino que Lucas estaba lleno de hollín, tenía una docena de hojas con planos detallados sobre las calderas y había aprendido más sobre los motores de un mercante en seis horas que muchos ingenieros de tierra en toda su vida. Sí. Definitivamente la excursión había merecido la pena.
Lucas intuyó que el estupendo día que había pasado iba a empeorar en el mismo momento en que el Alfonso XIII entró en los terrenos de la mansión Agramunt y vio un automóvil aparcado frente al garaje. Y no pertenecía a un desconocido. Por desgracia. Era el vehículo de alguien con quien no le apetecía nada encontrarse. De alguien que bien podría haberse quedado en alta mar, a ser posible en medio de una tormenta. Una muy complicada y peligrosa. ¡Maldita fuera su estampa! Sí que se había apresurado a hacer su visita el muy asqueroso. No podía haber esperado hasta el día siguiente. No. Tenía que fastidiarle la mañana, el día, y posiblemente el resto de la semana y puede que del mes.
Se apeó del Alfonso XIII con una mueca de resignación pintada en el rostro y, sin pensar en lo que hacía, le dio un tirón a las solapas de la chaqueta. Y fue en ese momento cuando se dio cuenta del estado en el que se encontraba su ropa, y también él mismo.
—¡Puñeta! —masculló mientras contemplaba el desastre en el que se había convertido su impecable traje. Acababa de proveer a Marc con munición de la buena para burlarse de él.
—Siempre puedes decirle a la señora Muriel que ha sido por una buena causa, aprender siempre lo es —murmuró Enoc, observándole divertido.
—¿A la señora Muriel? —Lucas le miró confundido. ¿Qué tenía que ver la buena mujer con Marc?
—Sí. No me gustaría estar en tu pellejo cuando te vea entrar por la puerta.
—¡Puñeta! —repitió Lucas, sacudiéndose la ropa, lo que dio como resultado que las manchas de grasa y hollín se extendieran más todavía.
—Lo estás arreglando —ironizó Enoc ocultando la risa, con escaso resultado.
—¿Por qué no se va un ratito a freír espárragos? —le espetó Lucas molesto, irguiendo la espalda a la vez que se dirigía hacia la casa.
Las carcajadas de Enoc le acompañaron durante el corto trayecto. Hizo caso omiso de él y continuó caminando mientras rezaba porque todo el mundo estuviera en el comedor. Al fin y al cabo era la hora de comer, y la señora Muriel se irritaba considerablemente cuando se veía obligada a recalentar las viandas.
Sí. Seguro que estarían todos en el comedor. Con la puerta cerrada.
Seguro que podría escabullirse hasta su cuarto sin que nadie le viera. Y una vez allí, se asearía y cambiaría antes de presentarse a la familia, la señora Muriel y el malnacido de Marc.
Entró en la casa.
No. No estaban todos en el comedor, sino en la sala de estar. Con la puerta abierta.
No. No pudo escabullirse. Y, ¡perra suerte!, la primera persona que se percató de su llegada fue quien menos deseaba Lucas que se percatara.
—¡Pero qué ven mis ojos! —Marc sonrió taimado, abandonó la sala de estar y entró en el salón. Los reunidos allí se apresuraron a seguirle—. Por Dios, capitán, ¿desde cuándo recoge a mugrientos indigentes? —exclamó mirando a Lucas de arriba abajo—. Un momento. Retiro lo dicho. Creo reconocer su cara bajo toda esa porquería. No es un indigente, aunque sí está mugriento. ¡Válgame el cielo! ¿Lucas? ¿Por qué te has disfrazado de mendigo? —inquirió burlón, sin percatarse del ceño fruncido del capitán ni de las miradas airadas de las damas—. Parece que hayas retozado cual cerdo en el estiércol... o mejor dicho, en el carbón. ¿Has estado practicando para un nuevo desempeño? ¿Carbonero, quizá? No cabe duda de que sería un trabajo adecuado a tus posibilidades. Aun así... —Se giró hacia Biel, mientras Lucas luchaba por contener la rabia—. Capitán, entiendo que el muchacho no goce de una clara inteligencia, pero ¿no podía haberle ofrecido un empleo más limpio? Está manchándolo todo.
—¡Marc, basta, discúlpate ahora mismo! —le regañó Alicia muy enfadada.
—¿Disculparme? ¿Por qué? En ningún momento he pretendido ofender su sensibilidad —arguyó señalando a Lucas con la mirada, sintiéndose fuerte ante el silencio aquiescente del capitán—. De hecho, me alegro mucho de que por fin haya conseguido un trabajo en el que ser de alguna utilidad. Aunque, si me permites un consejo —se dirigió por fin a Lucas—, deberías asearte un poco antes de presentarte así en la casa de tu patrón. Es una grave falta de educación.
Lucas inspiró con fuerza, los puños cerrados en los bolsillos de la chaqueta mientras observaba a los allí reunidos: el capitán cuyo semblante enfadado no auguraba nada bueno para él; la señora Jana y Alicia, cuyas airadas miradas indicaban que, a Dios gracias, estaban de su parte; Enoc en aparente calma que se vería rota si intentaba agredir al sobrino del capitán; e Isembard, guardando un disciplinado silencio mientras sus ojos llameaban furiosos. ¿Por su aspecto desastrado o por las palabras de Marc?
Apretó los labios, intentando amordazar las palabras, muy poco adecuadas para oídos femeninos, que pugnaban por escapar de su boca y, en ese momento, Isembard arqueó una ceja, instándole a defenderse. Pero ¿cómo hacerlo sin liarse a puñetazos?
Avergonzado, observó su chaqueta manchada, su camisa ennegrecida y sus manos embadurnadas de grasa y hollín. Y, causando el pasmo de los presentes, sonrió. Una sonrisa artera y peligrosa que no presagiaba nada bueno.
—Yo también me alegro de verle —afirmó acercándose a Marc para darle unas cariñosas, y excesivamente enérgicas, palmadas en el hombro. Manchando su inmaculado traje.
—¡Ten cuidado, botarate!
—Lo lamento mucho. Permita que subsane mi torpeza. —Lucas se apresuró a sacudir, sin ninguna delicadeza, la chaqueta de Marc con sus pringosas manos, extendiendo las manchas anteriormente dejadas y creando otras donde no las había.
Alicia y Jana estallaron en carcajadas. Y solo un milagro pudo lograr que Isembard, Enoc y el capitán mantuvieran las suyas a buen recaudo dentro de sus bocas.
—Apártate de mí —siseó Marc indignado.
—Será un placer, le puedo asegurar que no hay nada que desee más que perderle de vista —replicó Lucas admirando su obra. Puede que él estuviera sucio, pero Marc no le iba a la zaga—. Discúlpenos por llegar tarde, señora Jana, me abstraje en la visita de esta mañana y por mi culpa se nos echó el tiempo encima —se disculpó con sinceridad, liberando a Enoc de toda responsabilidad—. Por favor, no me esperen para la comida, pues, como el joven capitán Agramunt se ha apresurado a señalar, necesito con urgencia atender mi aspecto —declaró, satisfecho por haber sido capaz de verbalizar una frase tan correcta y pomposa. No cabía duda de que prestar atención a la verborrea de Isembard podía servir para mucho.
—Vayamos a comer, antes de que la comida se convierta en merienda por culpa de tu absoluta y vergonzosa falta de puntualidad —espetó Marc mirando atónito a Lucas. ¿Cómo era posible que ese energúmeno se hubiera convertido en un lumbreras en tan poco tiempo?
—No —rechazó Jana dirigiéndole una feroz mirada—. Mientras yo sea la señora de esta casa —indicó enfadada, recordándole a Marc cuál era su posición—, la familia al completo se reunirá para comer, independientemente de la hora que sea. —Biel sonrió orgulloso ante las palabras de su esposa. Si ella no las hubiera pronunciado, él mismo habría puesto en su lugar a su sobrino, aunque eso hubiera repercutido en el plan que tenía trazado—. No te inquietes por vuestra demora, Lucas —le dijo con amabilidad no exenta de cariño—. No se puede, ni se debe, poner horario a los conocimientos aprendidos. Estoy segura de que tu visita al Tierra Umbría ha sido provechosa.
—Mucho —intervino Enoc—. De hecho, el jefe de máquinas ha quedado impresionado —afirmó fijando una astuta mirada en Biel.
—Entiendo. Reúnase conmigo en el despacho tras la comida —exigió Biel con un deje de satisfacción en la voz.
—Si es que alguna vez comemos —masculló Marc, molesto al intuir que allí se cocía algo que desconocía por completo—. Espero que no nos hagas esperar mucho más, tortuga —gruñó dirigiéndose a Lucas.
—Seré raudo y veloz, comprendo que esa panza que asoma por su chaqueta reclama ser llenada lo antes posible y, teniendo en cuenta su tamaño, no debe de ser tarea sencilla —musitó Lucas escabulléndose por las escaleras, impidiendo la airada réplica de Marc.
—¿Cómo se atreve a dirigirse a mí en esos términos? —siseó este enfadado.
—Donde las dan, las toman —señaló Alicia altiva.
—No deberías darle alas a su desvergüenza, Alicia —la reprendió Marc—. Si sois indulgentes con él, solo conseguiréis que se muestre aún más rebelde y descarado.
—Un poco de rebelión de vez en cuando es buena cosa —recitó Biel la célebre cita de Thomas Jefferson—. Y siempre he pensado que el descaro bien entendido convierte a los hombres en leones —sentenció entrando en el comedor.
Jana, Alicia e Isembard se apresuraron a acompañarle, en tanto que Enoc permaneció en el salón, frente a Marc. Esperó hasta que el murmullo de las conversaciones se atenuó por la distancia y luego, se dirigió a la sala de fumar. Marc le siguió esbozando una taimada sonrisa que no le llegó a los ojos.
—Deja en paz a Lucas. No te ha hecho nada —le exhortó Enoc, cerrando la puerta para obtener una necesaria privacidad.
—¿No? Yo creo que sí. Está intentando arrebatarme lo que me pertenece —replicó Marc encarándose a él. Tan cerca que sus narices casi podían tocarse.
—La naviera nunca te ha pertenecido —siseó Enoc apartándose, obviando la doble intención de su réplica.
—Y supongo que, según tu teoría, Alicia tampoco es mía —rebatió Marc, moviéndose hasta quedar de nuevo frente a su antiguo amigo.
Enoc lo miró incrédulo.
—Nunca te ha interesado, más allá de ser el vehículo para la consecución de tus planes.
—No te equivoques, Enoc, todo lo que tiene el viejo me pertenece por derecho. Incluso tú —afirmó con ferocidad, aproximándose a él y aferrándole por las solapas de la chaqueta—. He sido yo quien ha llevado esta compañía hasta donde está. Sin mí seguiríamos transportando verduras y carbón en pailebotes ruinosos, y tú continuarías siendo el títere del viejo. Oh, espera. Todavía lo eres —aseveró soltándole con desdén.
—Creo recordar que fue el capitán quien se empeñó en comprar vapores, quien invirtió todo lo que tenía, y también lo que no, quien consiguió acuerdos imposibles y quien trazó rutas... poco convencionales.
—Y en cuanto lo hizo se quedó en tierra para cuidar de su puta feminista y su pupila tullida y fui yo quien me jugué el pescuezo en cada travesía. Solo. Sin más compañía que mi soledad y mis sueños —espetó Marc cerniéndose sobre Enoc. Los ojos de ambos hombres separados por un solo suspiro.
—No te consiento que hables así de la señora Jana y la señorita Alicia —le advirtió Enoc sin apartarse. La mirada alta, los hombros tensos, las manos cerradas en puños junto a sus piernas en forzada contención.
—Tienes razón, no es adecuado que me refiera a mi futura esposa en esos términos —musitó Marc apartándose de él y abandonando la estancia.