Prólogo

Febrero, 1916

Oriol abrió los ojos lentamente y estudió la habitación en la que se encontraba, la costosa lámpara del techo, cromada y con bombillas, le indicó que estaba de nuevo en casa. Los cuadros de las paredes, el buró de caoba, las sillas tapizadas en seda y la lujosa cama en la que agonizaba daban muestra de la riqueza del dueño de aquella mansión.

Su padre. El honorable y aburrido capitán Agramunt.

Una sonrisa perversa se dibujó en su rostro demacrado de profundas ojeras y pómulos hundidos. Un rostro teñido con la palidez cadavérica que precede a la muerte y en el que se reflejaba el profundo odio que sentía ante quienes le acompañaban en sus últimas horas.

Biel Agramunt, su amantísimo padre, dueño de una de las navieras más importantes de Barcelona, la Compañía Marítima Agramunt. Sus fuertes y envejecidas manos apoyadas en el respaldo de una silla, el recio cuerpo de antiguo marino inclinado cual buitre que espera la muerte de su presa para darse el ansiado festín. Las cejas canas fruncidas en un gesto de desapasionada espera.

Jana, la joven esposa del viejo, una puta de cabellos rubios y cuerpo frágil que esperaba silente tras el anciano, acariciándole la espalda con una de sus perfectas y delgadas manos. ¿Dándole consuelo? No, solazándose con él de su pronta muerte.

Un poco más allá, Alicia, la hija de la puta, una lisiada de rostro angelical y cuerpo inútil que le miraba con fingida tristeza. Seguro que estaba impaciente por hacerse con una buena tajada de la herencia que solo le debería haber correspondido a él. Y junto a ella, de pie ante la puertaventana que daba al corredor exterior, protegiéndola como siempre hacía, Enoc, el hombre al que su padre confiaba todos sus secretos, su mano derecha. La persona que probablemente habría encontrado el tugurio en el que había pasado las últimas semanas y le había llevado a la mansión.

Todos ellos le miraban impacientes y hastiados. Tras años esperando a que la última gota de sangre de Montserrat Bassols, de su madre, se desvaneciera convertida en polvo en el panteón familiar, creían que ya había llegado el momento de su liberación.

Ilusos.

Aún tendrían que esperar muchos años más para verse libres del estigma que tanto aborrecían.

Biel Agramunt se irguió al ver la malévola sonrisa de su hijo. Hacía cuarenta años que lo había tenido en sus brazos por primera vez. Cuarenta años tapando sus excesos, pagando sus deudas, escondiendo sus maldades. Cuarenta años viendo esa misma sonrisa y sabiendo que tras ella vendría un nuevo disgusto. Negó con la cabeza. ¿Qué más podía hacer ya? Oriol estaba en su lecho de muerte, no disponía del tiempo necesario para procurarle más daño. Doc, el médico que le había visitado minutos antes, había declarado que le quedaban apenas unas horas de vida. Su cuerpo, destrozado por la mala vida que se había empeñado en llevar, no aguantaba más. La bebida, el opio y cualquier otra droga que pudiera pagar, o hacer que él le pagara, habían terminado con él.

¡Maldito fuera por ocultarse de él!

¡Maldito por matarse lentamente!

¡Maldito por no aceptar sus consejos!

¡Maldita una y mil veces la sangre de Montserrat que había convertido a su único hijo en un depravado!

—¿Crees que todo termina conmigo, padre? —susurró Oriol sibilante, complacido al ver la desesperación y el arrepentimiento en el rostro del anciano—. ¿Crees que la basura con la que te he salpicado todos estos años acaba aquí y ahora? Ah, lo estás deseando. Esperas con ese gesto de pena en la cara, pero yo sé que esperas impaciente mi muerte. Estás deseando enterrarme muy profundamente y olvidarte de mí. —Una maliciosa sonrisa crispó su semblante moribundo—. Casi puedo escuchar lo que pasa por tu cabeza. Adiós a la sordidez y a las murmuraciones. Adiós a la sangre maldita. Por fin podrás olvidarte de que alguna vez existí, de que mamá existió. Antes de que acabe la noche tus amigos te darán palmaditas en la espalda y te consolarán diciendo que has sido un buen padre, que no fue tu culpa que yo me torciera. Y tú te regodearás pensando que esa inútil lisiada que no lleva ni una gota de tu sangre en las venas, esa insulsa a la que has moldeado a tu imagen y semejanza, se prometerá con Marc y será tu heredera. Reconócelo, estás deseando que muera para librarte del estigma de mamá.

—Nunca he deseado tu muerte, hijo, ni la de tu madre —replicó Biel, apretando los puños para no montar en cólera ante el insulto dedicado a su pupila.

—¿No? Qué lástima, me he esforzado mucho porque así fuera. Creo que como mínimo deberías odiarme, pero claro, siempre has sido excesivamente decente y perfecto en los asuntos familiares. Dime al menos que me aborreces, me encantaría escucharlo, estoy muriéndome, ¿no puedes siquiera hacerme esa concesión?

—No te odio, Oriol, nunca lo he hecho. Siempre he tratado de...

—Ya, ya. No me des sermones, no tengo tiempo para oírlos, y además me los sé de memoria: nunca es tarde para alejarse de los vicios, eres un buen hombre aunque no lo sepas, no tienes la culpa de haber caído en la depravación, nunca debería haberte dejado solo con tu madre... bla, bla, bla. ¿No te cansas de justificarme? —le preguntó con una sonrisa zaina que truncó un ataque de tos. Biel se apresuró a acercarse a él y pasarle un paño húmedo por la frente—. No hagas eso. Me aburres con tu fingida compasión, lo que quiero es tu odio, no tu bondad. Quiero que me detestes de la misma manera en que detestabas a mamá, de la misma manera en que te detesto yo. Pero mis esperanzas son vanas, mi muerte se acerca y con ella tu descanso. Ya no quedará nada que pueda mortificarte.

—Todo podría haber sido diferente entre nosotros si ella no... —El anciano se interrumpió negando con la cabeza, de nada servía repetir las palabras tantas veces dichas.

—¡No culpes a mamá! Ella era perfecta. Ojalá hubieras muerto tú en su lugar.

—No digas eso, Oriol —susurró Alicia, incapaz de mantenerse callada ante semejante atrocidad—. No debes desear la muerte de nadie.

—¿No? Te complaceré. —La miró malicioso—. No te deseo la muerte, me basta con que continúes lisiada el resto de tu vida.

—¡Oriol! —gritó el anciano, aterrado por la crueldad que mostraba su hijo.

—No hay más descendientes. Conmigo desaparece el último vestigio de mamá, nada podrá herirte ya —farfulló Oriol, volviendo al único tema que le importaba. Una nueva andanada de tos le hizo callar. Cuando habló de nuevo la sangre manchaba sus labios—. Su estirpe se extinguirá y eso te satisface. Aunque quizá exista una manera de solucionarlo. No me apetece verte feliz.

El capitán Agramunt negó con la cabeza, agotado de intentar ver en Oriol una humanidad que nunca tendría. Su único hijo estaba tan maldito como su difunta esposa.

—¿Qué harías si te dijera que no soy el último, que tienes un nieto?

Biel levantó la mirada, aturdido, y observó al moribundo. Este sonrió.

—No, no estoy mintiendo. Hace tiempo engendré un niño con la puta más asquerosa que pude encontrar.

—¿Qué ha sido de él? —preguntó el anciano con los dientes apretados.

No necesitaba preguntar si lo que acababa de escuchar era verdad. El único pecado que nunca había cometido Oriol era la mentira. Adoraba demasiado mortificarlo con sus envilecidas hazañas como para ocultárselas.

—¿De verdad quieres saberlo? Piénsalo bien, padre. Si callo no sabrás nunca si ese niño vive o está muerto. Serás libre para dejar toda tu fortuna a Marc y a la lisiada, ellos seguro que hacen realidad tu sueño de tener un heredero adecuado. Pero si sigo hablando... ¿Serás capaz de ignorar lo que te cuente? ¿O buscarás a tu último descendiente a pesar de que tal vez sea aún peor que yo?

—¿Dónde puedo encontrarlo? —susurró Biel con determinación.

—Oh, eres increíble, ni siquiera te planteas que pueda estar muerto —se burló.

—Si lo estuviera, tu cara no manifestaría la felicidad que muestra.

—No te equivocas. Está vivo. Lo dejé al cuidado de la puta en la que lo engendré... y ella lo ha convertido en mi digno sucesor.

—¿Dónde puedo encontrarlo? —reiteró Biel.

—Es un muchacho muy guapo, idéntico a mamá, tiene sus mismas facciones delicadas, sus manos de dedos largos y delgados, sus ojos azules, claros como el cielo en un día de verano —dijo rememorando los rasgos de la única persona a la que había amado nunca: Montserrat Bassols, su madre.

—Dime dónde está —demandó el anciano, sus manos apretadas en puños.

—Antes dime lo que quiero oír —exigió Oriol con una despiadada sonrisa.

—No puedo odiarte, eres mi hijo...

—Eso puedo solucionarlo —siseó Oriol divertido al anticipar su última perversidad, la más cruel, la más aviesa, la que más daño podía hacer—. Tu nieto se llama Lucas y la última vez que lo vi estaba en Las Tres Sirenas. No te será difícil encontrarlo, tiene cara de ángel y boca de puta, o al menos eso afirman los que la han disfrutado.

—Eres un monstruo —afirmó Biel dando un paso hacia atrás. Se giró y caminó hacia la puerta dando tumbos. La mujer que había permanecido a su lado se acercó presurosa hasta él, y, abrazándole, le prestó su apoyo. Ambos abandonaron la estancia sin mirar atrás.

El silencio de la oscura habitación fue roto por la risa satisfecha del moribundo.

—Vayámonos, señorita Alicia, él no merece su compasión —indicó el hombre que quedaba en el dormitorio a la angelical muchacha que negaba tristemente con la cabeza.

—No tiene mi compasión —afirmó Alicia—. Pero sí mi compañía. Nadie merece morir solo —sentenció acercándose a la cama y tomando la mano del monstruo. Este se apresuró a zafarse de ella.

—Ni siquiera un ángel puede hacer cambiar a un demonio —suspiró Enoc sentándose.

—Pero sí puede hacerle sus últimas horas menos dolorosas —aseveró ella.