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Quince hombres en el cofre del muerto... ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!

ROBERT LOUIS STEVENSON, La isla del tesoro

6 de abril de 1916. Por la tarde.

«Soy un idiota. Un imbécil. Un puñetero estúpido.»

Lucas miró de refilón el reloj de bolsillo que Enoc le había dado hacía unos minutos, cerró los dedos sobre él y contuvo a duras penas las ganas de estrellarlo contra la pared. En lugar de eso se giró en la cama hasta quedar tumbado de espaldas a la puertaventana.

Quizá así pudiera ignorar la tentación.

Porque, si de algo estaba seguro, era de que el mezquino señor Abad la había dejado abierta para provocarle... Y que, en cuanto la traspasara rompiendo su promesa, correría a decírselo al maldito capitán. Y no es que le importara demasiado la opinión que el viejo tuviera sobre él, pero no estaba dispuesto a quedar como un mentiroso.

—¡Vas listo, viejo! No pienso caer en tu trampa —rugió airado dando un puñetazo a la almohada. En poco menos de dos horas se vería libre de su promesa, y por Dios que iba a cumplir con cada maldito segundo. Aunque le costara la cordura.

Exhaló un suave gruñido, recostó la cabeza en la almohada e ignoró a fuerza de voluntad la necesidad de girarse y mirar la puerta abierta que daba al exterior. A la libertad.

Debería estar contento en vez de furioso, esa misma mañana había recibido la noticia de que Oriol estaba muerto. No volvería a ver su asquerosa cara nunca más. Pero aunque el día había empezado mejor de lo que podía esperar, había continuado mal... e iba a acabar peor.

El gigantón había permanecido durante horas en el dormitorio, hablando sin parar, quejándose por tener que hacer de niñera, mareándole con sus «sí, señor» y «no, señor». Poco después de las diez había regresado el médico, y con él, el capitán. Le habían mirado como si estuvieran tramando algo y habían asentido en silencio, poniéndole los nervios de punta. Luego, el matasanos le había tendido la maldita botella mientras le miraba con una ceja arqueada. Y, habida cuenta de que no le permitían abandonar la estancia y de que además tenía necesidades que no podía soslayar por más tiempo, no le había quedado otro remedio que hacer uso de dicho recipiente. Al menos habían tenido la deferencia de permitirle cinco minutos de intimidad. Después, el doctor había dispuesto varias botellas sobre el escritorio y dado instrucciones de que evacuara cada tres horas. Instrucciones que por supuesto no pensaba cumplir. Instrucciones que se vio obligado a cumplir cuando Etor decidió que habían pasado las tres horas. ¡Era imposible discutir con el gigante! No atendía a razones, se limitaba a soltar un extenso discurso sobre las instrucciones recibidas mientras hacía crujir sus nudillos. Y tenía unas manos enormes... y a él, para qué negarlo, le dolía todo el cuerpo. Prefería dejar pasar un par de días más antes de recibir una nueva paliza.

Poco después del mediodía Enoc había aparecido con una bandeja de comida, relevando a Etor de su vigilancia. Lucas casi se alegró al verle, al menos constituía un cambio en la decoración del dormitorio. Dejó la bandeja sobre la mesilla y tras describirle lo que le pasaría si no se lo comía todo, acercó una silla a los pies de la enorme cama, sacó una baraja de cartas del bolsillo y comenzó a hacer solitarios sobre las sábanas.

Lucas comió aliviado al comprobar que su guardián se limitaba a hacer un solitario tras otro, dejándole tranquilo. Prefería con mucho la callada indiferencia de Enoc a la parlanchina vigilancia de Etor. Cuando terminó, se propuso hacer algo, cualquier cosa, que le liberara de la monotonía. Si pasaba un solo segundo más tumbado, se volvería loco.

—No debes abandonar el lecho —le advirtió Enoc cuando se incorporó en la cama.

Lucas ignoró su orden y se levantó. Al instante siguiente volvía a estar tumbado, con el fornido antebrazo de su guardián presionándole la tráquea.

—No digas que no te lo advertí —musitó Enoc burlón—. ¿Te vas a portar bien? —Esperó a que el joven afirmara y luego le soltó para retomar su pasatiempo favorito: hacer solitarios.

Lucas bufó airado y buscó algún entretenimiento. No lo encontró. ¿Qué puede hacer un hombre enfadado que está clavado en la cama? Nada. Excepto mirar como otro hombre hace un solitario tras otro.

A media tarde, cuando regresó Etor, estaba tan hastiado del silencio, del siseo de las cartas y de no hacer nada que lo recibió con un atisbo de esperanza. Podría hacerle enfadar y de esa manera escuchar uno de sus monólogos, al menos eso le entretendría un rato. Pero en contra de lo que había supuesto, Enoc no abandonó la habitación, sino que retiró la silla dejando un espacio libre junto a la cama. Espacio que el gigantón aprovechó para colocar una butaca y sentarse. Enoc repartió una mano y comenzaron a jugar al póquer. Y Lucas no pudo evitar prestar atención. Los observó, al principio entre aburrido e intrigado, y poco después, con una sonrisa ladina. ¡Eran unos inútiles! Etor era incapaz de mantenerse quieto mientras jugaba y en unas pocas manos Lucas había aprendido a interpretar sus expresiones y averiguar así su jugada. Se frotaba las manos cuando estaba impaciente, se tocaba la oreja si tenía una mala jugada, se estiraba cuando llevaba buenas cartas y se rascaba la calva cuando dudaba. ¡Era un libro abierto! Un libro que Enoc no sabía leer, pues cometía un error tras otro.

—Me pone nervioso con tanto mirarme y sonreír. —Etor tiró las cartas observando enfadado a Lucas—. Así no puedo jugar bien, no, señor. Me mira y sonríe, y eso no está bien.

—No creo que pretenda ponerle nervioso, tal vez solo se aburre y por eso mira, para aprender a jugar —replicó Enoc mientras barajaba.

—No necesito aprender, sé jugar de sobra —masculló Lucas arrogante.

—¡Pues juega y deja de mirarme! —exclamó Etor enfurruñado.

Enoc esbozó una sonrisa ladina y repartió cartas para tres jugadores. Lucas cogió las suyas, las miró, jugó y ganó. Y volvió a ganar dos manos consecutivas. Perdió la cuarta y la quinta, por culpa de unas cartas malísimas, y ganó de nuevo la sexta.

—Gana porque no apuesta, sí, señor. Y eso no es justo, no, señor, no lo es —masculló Etor ofendido. Su suerte se había esfumado en el momento en que el chaval había entrado en la partida.

—¿Qué tendrán que ver las apuestas con la maña? —replicó Lucas enfadado. Nadie ponía en duda su juego, y menos que nadie el torpe gigantón.

—Como no te juegas nada, no te importa arriesgarte a perder. Apuéstate algo y verás cómo no ganas tanto ni eres tan listo, no señor.

—No tengo nada con lo que apostar —escupió Lucas herido en su orgullo, lanzando las cartas sobre la cama.

—Claro que lo tienes —rebatió Enoc con una peligrosa sonrisa en los labios—. Tienes todo el tiempo del mundo. Juégatelo.

—¿Qué?

—Es muy fácil —dijo acercándose hasta el buró, de donde cogió una cajita. La abrió, volcando su contenido sobre la cama—. Cada ficha valdrá diez minutos.

—Qué tontería —protestó Lucas mirando pensativo las fichas de colores.

—Si ganas, Etor y yo nos comprometemos a abandonar la habitación y mantenernos alejados de ti tantos minutos como fichas tengas.

—¿Y si pierdo? —inquirió sagaz.

—Abandonaremos la habitación dejándote solo tantos minutos como fichas pierdas... —Lucas arqueó una ceja. Era el mismo trato que si ganaba—. Con la diferencia de que te comprometerás a no abandonar el dormitorio. En definitiva, si ganas, tendrás tiempo para intentar escapar. Si pierdes, tendrás que ser capaz de mantener tu promesa a pesar de que te sabrás libre para intentar huir —explicó mirándole desafiante—. ¿Aceptas?

Lucas frunció el ceño, miró las cartas, las fichas, y por último, las puertaventanas.

—De acuerdo —dijo tomando las cartas para repartir.

—Antes jura que no te escaparás si pierdes —le detuvo Enoc.

—Juro que no me escaparé durante tanto tiempo como haya perdido, ni un instante más —siseó Lucas entre dientes. Enoc asintió, soltándole la mano—. Ahora jurad vosotros que no moveréis un dedo si perdéis —exigió.

Enoc sonrió e, ignorando el semblante perplejo de Etor, juró.

Media hora después, Lucas fue consciente de que le habían engañado como a un niño de teta. Etor seguía siendo un libro abierto, pero Enoc sabía leerlo... y utilizarlo en su provecho.

Alicia se detuvo frente a la biblioteca y escuchó pensativa el inquieto pasear del capitán. No cabía duda de que había algo que lo atormentaba. Quizá no fuera el mejor momento para hacer lo que pensaba hacer, pero el pobre muchacho llevaba encerrado todo el día, ¡con Etor!, estaría a punto de perder la cordura. Además, el capitán no tenía por qué saber que iba a contradecir sus órdenes. Inspiró profundamente para armarse de valor y abrió la puerta.

Biel detuvo su deambular en el mismo momento en que el pomo giró. Aferró el bastón con fuerza, esperando encontrarse con Enoc, pero fue Alicia quien entró en la estancia. Sonrió y se acercó a ella, inclinándose para recibir su beso en la mejilla. ¿Podía existir una mujer tan apacible y cariñosa como su dulce niña? Conocer a Jana y a su hija le había devuelto a la vida. Eran dos mujeres excepcionales, dos luchadoras que habían puesto la felicidad al alcance de su mano. Acarició con ternura el pelo corto de Alicia. Su frágil niña, su tesoro más inesperado. Ella y su madre se habían convertido en la razón de su existencia. No permitiría que nada ni nadie las hiciera daño. Y en ese nadie, incluiría a su propia sangre sin dudarlo un instante.

—He acabado el último libro que me regalaste —dijo la muchacha—. He disfrutado mucho leyéndolo, acertaste con él.

—Tuve suerte —musitó Biel, tomando nota mental de acudir a la librería para comprar uno nuevo. Ese era uno de sus mayores placeres, recorrer las estanterías en busca de un título que pudiera gustarle a Alicia, y luego, al entregárselo, ver la sonrisa en sus ojos. No había suerte en que acertara con los libros, sino empeño y paciencia en revisar cada nuevo tomo.

—Y, como iba de piratas, he sentido la necesidad de leer otra vez La isla del tesoro —comentó Alicia con cierto nerviosismo—. ¿Recuerdas dónde lo colocamos la última vez?

Biel negó con la cabeza y al ver que Alicia se dirigía al extremo oeste de la biblioteca, decidió revisar las estanterías de la zona este. Y mientras lo hacía, echó furtivas miradas al reloj de pared. Había pasado poco menos de media hora desde que Enoc y Etor habían salido del dormitorio de Lucas. Media hora en la que había escuchado el silencio, atento a ruidos de pasos, voces airadas, golpes... cualquier sonido que le indicara que su nieto no había cumplido la promesa de permanecer en su cuarto, dando como consecuencia que Enoc incumpliera la suya de no darle caza. Pero la ausencia de ecos indicaba que, una vez más, había errado en sus suposiciones. Por lo visto su nieto pensaba cumplir con su apuesta. Al menos por el momento.

Cuando Enoc le expuso su idea de tentarle con las cartas le pareció una buena manera de probar la supuesta honorabilidad de Lucas. Esa que tanto se esforzaba Enoc en defender y en la que él tan poco se atrevía a confiar. Volvió a mirar el reloj. En poco más de una hora sabría de qué pasta estaba hecho el hijo de Oriol.

—Capitán —le llamó Alicia—, lo he encontrado, pero no puedo alcanzarlo.

Biel sacudió la cabeza, liberándose de sus inquietos pensamientos y se acercó hasta ella para coger el libro. A cambio recibió una dulce sonrisa de agradecimiento antes de que la muchacha abandonara la estancia, dejándolo de nuevo a solas con su inquietud.

Alicia cerró la puerta de la biblioteca y se abrazó a una de las columnas que se alzaban tras la barandilla que rodeaba la galería interior. Miró hacia arriba, a la bóveda acristalada que dotaba de luz al salón de la planta baja mientras intentaba tranquilizar su conciencia. No estaba bien mentir al capitán, pero, al fin y al cabo ella no le había mentido, solo había omitido cierto detalle. No era tan grave. Y si el capitán supiera lo que pensaba hacer, se lo prohibiría, igual que había hecho con su madre. Y no estaba dispuesta. Irguió la espalda, y recorrió el enorme cuadrado que era la galería interior hasta la habitación de Lucas. Pero no se detuvo allí tal y como había previsto. No lo hizo porque Etor estaba sentado frente a la puerta en lugar de en el dormitorio volviendo loco al joven con sus «sí, señor» y «no, señor». Enarcó una ceja y el gigante le respondió llevándose un dedo a los labios, instándola a guardar silencio. Alicia se encogió de hombros y continuó hasta su propio dormitorio. Antes de entrar, volvió la mirada hacia Etor, quien parecía absorto en sus pensamientos.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué Etor no se encontraba junto al nieto del capitán? Aunque, pensándolo bien, eso haría más factible su empresa. Era más fácil conseguir la adhesión de Enoc que la de Etor.

Atravesó su alcoba y abrió con mano trémula la puertaventana que daba al exterior y, antes de salir, se llevó el libro al pecho e inspiró profundamente. ¿Qué se reflejaría en la cara del muchacho cuando la viera por primera vez? ¿Repugnancia? ¿Lástima? Fuera cual fuera su reacción, no sería distinta a todas las que ya había visto reflejadas en el rostro de los demás. Mejor enfrentarse a ello pronto que tarde. Al fin y al cabo, su situación no tenía visos de cambiar, y ella no pensaba mantenerse oculta para no despertar su aversión o, Dios no lo quisiera, su compasión.

Salió al exterior decidida a no dejarse vencer por la cobardía. Esa misma mañana su madre y la señora Muriel le habían comentado que Lucas se quedaría unos meses y todas ellas se habían propuesto hacer que su estancia fuera lo más agradable posible. El capitán había dado al traste con sus buenos propósitos al prohibirles visitarle. Ni siquiera Jana había conseguido hacerle cambiar de opinión, lo que no le había dejado a ella otro remedio que mentir. No. Que omitir ciertos detalles. Suspiró, su madre también se enfadaría cuando descubriera que había estado sola con él en la habitación. Pero no iba a permitir por más tiempo que él se sintiera como un paria en la casa.

Se deslizó por el corredor exterior hasta que se percató de que Enoc estaba escondido tras un tupido conjunto de jazmines, muy cerca de la puerta abierta que daba a la habitación de Lucas. Le miró intrigada, y él se limitó a llevarse un dedo a los labios pidiéndole silencio al igual que había hecho Etor.

Alicia frunció el ceño, extrañada, antes de asentir con la cabeza y entrar en el dormitorio prohibido.

Enoc abrió los ojos como platos y fue tras ella pero se detuvo antes de cruzar el umbral, en contra de lo que opinaba el capitán, él no estaba tan seguro de que el aislamiento al que sometían a Lucas fuera adecuado a sus planes. Y Alicia tenía ese efecto tranquilizador y apacible que el joven tanto necesitaba. Se metió las manos en los bolsillos y observó en silencio el interior de la habitación.

Lucas estaba tumbado de espaldas a la joven, fingiendo no percatarse de su presencia.

Alicia por su parte lo miraba remisa mientras recorría con los dedos las cubiertas del libro. La vio llevarse una mano al pecho e inspirar en silencio antes de abrir la novela.

No la oyó entrar. Ningún sonido anticipó su presencia, ningún susurro de pasos. Pero la sintió. Fue consciente de ella en el mismo instante en el que entró en la habitación. El aroma a cítricos y miel le rodeó, despertando sus sentidos con un abrazo de dulzura.

No se movió. Continuó tumbado dándole la espalda, con la parte inferior del cuerpo cubierto por la suave colcha y los ojos cerrados. Se mantuvo exánime, atento al más mínimo sonido de pasos, pero nada percibió. Se obligó a respirar lentamente, seguro de que el intruso sería alguna de las mujeres de la casa que había ido allí para reírse del perro domado. Apretó los labios, enfadado. Esperaría hasta que se acercara a él y luego le daría un susto de muerte. Sí, eso haría. Sería lo único divertido que le iba a suceder en todo el día.

—Capítulo 1: Y el viejo marino llegó a la posada del Almirante Benbow...

Lucas parpadeó atónito al escuchar su voz. La recordaba de la noche anterior cuando, en mitad de la locura que se desató, ella había sido la única que la había alzado para intentar defenderle. Y ahora estaba allí, sola con él, ¿leyéndole un cuento? ¡Qué demonios! Seguro que estaba allí sin el permiso del maldito capitán. ¡Solo le faltaba que también le abroncaran a él por eso! Se removió en la cama, decidido a encararse con ella y echarla. Ella paró su narración en cuanto lo sintió moverse. Y él supo que si se giraba y la asustaba se quedaría sin la única cosa buena que le había pasado en todo el día.

Se detuvo y volvió a retomar su postura de espaldas a ella. Tampoco pasaba nada porque escuchara su angelical voz unos minutos más.

Alicia observó sus movimientos y cuando comprendió que pensaba seguir calmado, carraspeó para aclararse la garganta, repentinamente cerrada, y continuó leyendo.

—«Quince hombres en el cofre del muerto... ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»

Lucas sonrió al escucharla entonar la escabrosa canción. Había intentado enronquecer su voz y darle un tono gangoso, pero en lugar de parecer un pirata siniestro se asemejaba más a un ángel ebrio. Miró el reloj, quedaba poco más de una hora para que se cumpliera el plazo.

«Al menos estaré entretenido», pensó dejándose acariciar por la dulce voz que le contaba una historia de piratas y tesoros enterrados.

En el corredor, Enoc sonrió satisfecho al ver la escena que se desarrollaba en el dormitorio. No cabía duda de que Lucas había caído bajo el embrujo de Alicia. Reculó en silencio hasta los jazmines tras los que se había ocultado y se sentó con las piernas estiradas y los tobillos cruzados, encantado de escuchar a Alicia mientras vigilaba.

—«Verlo allí tendido, muerto, hizo que las lágrimas inundaran mis ojos. Era la segunda muerte que veía, y el dolor de la primera estaba aún fresco en mi corazón.» Hemos llegado al final del tercer capítulo —señaló Alicia cerrando el libro—. Es tarde, debo marcharme.

Lucas abrió los ojos y sacudió la cabeza para salir de la ensoñación. La voz de la muchacha le había metido en la piel del joven Jim. Había vigilado junto a él la posada del Almirante Benbow, atento a la llegada de un marino con una sola pierna y había visto a Perro Negro, al mendigo ciego y la marca negra que este había puesto en la mano al capitán, quien acababa de morir en el capítulo. ¿Qué pasaría ahora con el misterioso cofre?

—No es tarde, aún no ha anochecido —murmuró con voz ronca. Y se odió a sí mismo al darse cuenta de su tono suplicante. ¿Cómo había podido embrujarle así con una simple historia de piratas?

—Sí lo es. Mañana retomaremos la historia por donde la hemos dejado —le aseguró afable.

Lucas apretó los dientes, enfadado. Se negaba a rebajarse pidiéndole que se quedara. No obstante, al no oír sus pasos abandonando la habitación se giró hacia la puertaventana, intrigado por conocer a la muchacha que le había trasladado a otro mundo solo con su voz. Pero ella ya no estaba. Se había ido de la misma manera que había entrado, en completo silencio. Frunció el ceño, su oído izquierdo tenía el tímpano roto, pero el derecho le funcionaba perfectamente, y estaba seguro de que ella no había dado ni un solo paso.

Enoc se levantó cuando Alicia salió al corredor exterior. La saludó con un gesto y ella en respuesta arqueó una ceja y se llevó un dedo a los labios, pidiéndole silencio tal y como él había hecho antes. Enoc frunció el ceño, fingiendo pensárselo, y a la postre asintió con la cabeza. Guardaría en secreto su pequeña escapada. Ella se lo agradeció con una dulce sonrisa. La siguió con la vista hasta que desapareció en el interior de su habitación y luego miró el reloj. Parpadeó sorprendido, había pasado más de una hora. Y Lucas no había abandonado la estancia a pesar de que el plazo se había cumplido y estaba, supuestamente, sin vigilancia. Torció los labios en un gesto ladino y, asomándose al dormitorio, echó una mirada al joven, quien miraba aturdido a su alrededor. No pudo evitar sonreír, el belicoso muchacho no había abierto la boca durante el tiempo que Alicia había estado allí, salvo al final, para pedirle que se quedara. Sacudió la cabeza, satisfecho. Si había alguien capaz de domar al chico, esa era Alicia, al fin y al cabo también había domado a su abuelo.

Echó un nuevo vistazo a la habitación, y al ver que Lucas había vuelto a tumbarse decidió que por esa noche, el riesgo de fuga había pasado. Caminó hacia el extremo opuesto del largo corredor y entró en la casa a través del estudio que nadie usaba para a continuación dirigirse a la biblioteca, donde el capitán le esperaba.

Ambos hombres se miraron. Enoc asintió con la cabeza y Biel exhaló aliviado el aire que había retenido.

—Ocúpese de que le suban la cena a mi nieto, señor Abad —ordenó al salir de la estancia.

Lucas miró la hora por enésima vez y luego desvió la vista a la puertaventana. Estaba tentado de salir para sentir el aire fresco en la cara. No para escapar. No era tan idiota, sabía de sobra que había pasado el plazo y estarían acechándole, esperando a que intentara huir para darle caza y humillarle. Pues ya podían esperar a que las ranas criaran pelo, porque no les pensaba dar el gusto.

—Tal parece que sí eres capaz de cumplir una promesa —comentó Biel entrando en el dormitorio seguido por Etor.

—¿Ya le han ido con el cuento sus perros falderos? —inquirió Lucas con desdén.

Biel apretó los labios a la vez que daba golpecitos en el suelo con la punta del bastón.

Lucas, por su parte, lo miró desafiante a la vez que se sentaba erguido en la cama.

Y cuando la lucha de voluntades estaba a punto de explotar, alguien golpeó la puerta.

—Capitán, el señor Abad nos ha informado de que Etor y el joven señorito cenarán aquí —declaró un tanto arisca la señora Muriel, entrando sin esperar permiso.

—Así es —replicó Biel con su voz de capitán mientras la miraba con una ceja enarcada.

—Entiendo pues que solo —recalcó la palabra solo— cenarán en el comedor, como una familia —y volvió a recalcar la palabra familia—, la señora, la señorita, el señor Abad y usted.

—Efectivamente.

La señora Muriel asintió con mirada despectiva y, sin mediar más palabras, se dio la vuelta abandonando la estancia con un indignado revuelo de faldas.

Biel parpadeó perplejo. ¿A qué venía esa muestra de mal humor?

—Etor, pasará la noche con mi nieto —le dijo al gigante—. Intente no dormirse —indicó antes de irse.

Biel se anudó con flojedad el cinturón y tras dar un somero tirón a las solapas del batín abandonó el vestidor. Una vez en la habitación se sentó frente al escritorio de caoba y, mientras fingía revisar unas notas, miró de refilón la puerta de su baño privado. Jana se había encerrado allí nada más subir de cenar, y de eso hacía más de una hora. Un golpe proveniente de allí, uno más de tantos, le hizo acercarse. Golpeó la puerta con los nudillos y al no recibir respuesta, ya que un gruñido no se consideraba como tal, entró.

—¿Qué haces? —musitó al ver a su mujer arrodillada en el suelo, rodeada de todos los potingues, peines y espejos que deberían estar en el tocador, el armario y las estanterías.

—¿Acaso está ciego, capitán? —resopló trasladando un bote de un sitio a otro con un fuerte golpe—. Reordeno el tocador.

—¿No puedes hacerlo mañana?

—No, capitán, voy a hacerlo ahora —replicó ella con un gruñido.

—Te espero entonces en la cama.

—Puede esperarme sentado si así le place.

Biel frunció el ceño, alarmado. Cuando su esposa le hablaba así, significaba que estaba muy enfadada. Un nuevo golpe, esta vez del cepillo con mango de nácar, le indicó que no andaba desencaminado en sus suposiciones.

—¿Puedo saber el motivo de su enfado, señora, para así poder disculparme y de esa manera irnos a dormir de una buena vez? —inquirió con su voz de severo capitán de barco.

—No se atreva a ser condescendiente conmigo, capitán —le advirtió poniéndose en pie.

—Jana... —murmuró tendiendo la mano.

—No le has permitido comer ni cenar con nosotros —ignoró su oferta de paz.

Biel parpadeó un par de veces hasta que entendió a quién se refería.

—Doc ordenó que no se levantara de la cama —apuntó rotundo.

—Tampoco me has dejado verlo en todo el día.

—Creo haberte explicado que el señor Abad y yo teníamos un plan...

—Ah, sí... ¡Matarlo de aburrimiento! ¡Aislarlo como si fuera un paria! ¡Acorralarlo hasta que no pueda más! ¡Un plan maravilloso que solo se te podía haber ocurrido a ti, grandísimo botarate! —exclamó Jana elevando las manos al cielo.

—Eres una mujer, no puedes entenderlo —masculló Biel enfadado, no le gustaba que su dulce esposa usara ese lenguaje tan poco adecuado.

—No vayas por ese camino, capitán —le advirtió indignada cruzándose de brazos—. No podrás capear la tempestad si lo haces.

Biel bufó sonoramente, dio un fuerte golpe con el bastón en el suelo y abrió y cerró la boca como un pez antes de girarse y salir del baño echando pestes en voz casi inaudible. Jana, por supuesto, le siguió. No era cuestión de dejarle escapar ahora que le tenía sitiado.

—¿Cómo te sentirías si te encerraran entre cuatro paredes, vigilado por un bruto que hace crujir sus nudillos cada segundo? —Se encaró a él airada.

—Es necesario.

—No lo es. Es cruel. ¿Has pensado, siquiera por un instante, cómo tiene que sentirse? Le has dejado todo el día solo con Etor, y cuando por fin le releva alguien con la inteligencia suficiente como para entablar una conversación, ¡le tiende una trampa!

—Necesitábamos comprobar si podíamos fiarnos de su honorabilidad.

—¡Honorabilidad! ¡Paparruchas!

—¡Señora, ese vocabulario! —tronó Biel golpeando en el suelo con la punta del bastón.

—Capitán, ¡ese bastón!

Biel resopló como lo haría Moby Dick antes de embestir contra el barco del capitán Ahab y acto seguido lanzó el bastón contra el escritorio.

—No está siendo razonable, señora.

—Eres tú quien no lo eres. ¿Qué pretendes conseguir encerrándole?

—Está empeñado en escaparse —indicó Biel por toda respuesta.

—Apenas puede moverse.

—No te dejes engañar por los morados de su cara, es un muchacho fuerte e inteligente. Si le dejo sin vigilancia, huirá.

—¿Seguro? Las puertas están cerradas con llave, hay marineros recorriendo el perímetro de la finca... Y, digas lo que digas, no creo que esté en condiciones de escabullirse y escalar los muros. Si lo intenta no llegará lejos.

—Es un muchacho de recursos.

—Tú también. Si consigue escapar, cosa que dudo, manda a la guardia tras él. Pero hasta que lo haga, concédele un respiro, no lo acorrales.

—¡No lo estoy acorralando!

—Sí lo estás haciendo. Y no tienes ni idea de lo horrible que es sentirte acorralado, Biel —susurró mostrándole en su mirada toda la vulnerabilidad que ella una vez había sentido—. Hazme caso, si sigues por ese camino solo conseguirás que te odie.

—No puedo dejarle libre por la casa, no sabemos qué clase de hombre es.

—Ni lo sabrás nunca como sigas hostigándole —sentenció altiva.

—¿Quieres que le diga a Etor que abandone el cuarto y le deje sin vigilancia? —preguntó el viejo marino con voz muy, pero que muy suave.

—Sí, eso quiero.

—Bajo su conciencia caiga, señora —rugió Biel, sabiéndose vencido, antes de salir.

Lucas observó al gigante, tentado de taparse los oídos con las manos para no escucharle. De hecho, lo había intentado hacer un instante antes, y el dolor que había sentido en el tímpano le había hecho comprender que no tenía salida.

—No es normal que el señor Abad y tú me ganarais tantas veces a las cartas, porque yo siempre gano, sí, señor. Pero tú me traes mala suerte —masculló Etor rascándose la calva.

—¿Por qué no te duermes un rato? —masculló Lucas hastiado. No había parado de hablar desde que había entrado con la cena, y de eso hacía casi dos horas. ¿Por qué demonios le había ordenado el capitán que permaneciera despierto? ¿Era otra táctica para torturarle? Si lo era, no podía haber encontrado nada más espantoso que hacerle.

—El capitán ha dicho que no me duerma y no me voy a dormir, no, señor, porque cuando me dan órdenes las cumplo, sí, señor.

—¡Cállate! —exclamó Lucas a punto de perder la cordura.

Y el gigante, tras mirarle perplejo unos segundos, se calló. Lo cual daba buena cuenta de la sinceridad de su anterior afirmación.

Lucas lo miró pasmado y acto seguido se sentó en la cama. Con Etor callado el silencio de la noche se le antojaba denso, amenazador. Su mirada vagó hasta la puerta abierta que daba al corredor y, al ver que las cortinas ondeaban, un estremecimiento le recorrió. Sacudió la cabeza, enfadado por asustarse por un simple soplo de aire. Oriol estaba muerto y enterrado. Y allí iba a quedarse. Volvió a tumbarse con lentitud haciendo caso omiso del dolor. Se había metido en suficientes peleas como para saber que en un par de días estaría como nuevo.

Apoyó la cabeza en la almohada, con la vista fija en el exterior y poco a poco el cansancio le fue rindiendo y sus ojos al fin se cerraron.

El estruendoso ruido de la puerta chocando contra la pared sobresaltó a Etor e hizo que Lucas se despertara y mirara a su alrededor aterrado, para encontrarse con el furioso semblante de su abuelo. Este lo miró despectivo y acto seguido le lanzó una cuerda al gigante.

—Etor, átele un tobillo a la cama y luego vaya a su cuarto a dormir durante toda la noche. Y tú, polizón, mañana le darás las gracias a mi esposa por esta locura —ordenó furioso antes de abandonar el dormitorio.

—¿Qué? ¡No! —Lucas se encogió sobre la cama al ver al gigante levantarse de la silla y dirigirse a él con la cuerda en las manos—. El capitán bromeaba, Etor.

—El capitán nunca bromea —arguyó este apartando las sábanas que le cubrían.

—Vamos, hombre, somos amigos, no me hagas esto —murmuró Lucas al sentir las manazas del gigante asiendo su pie—. Si no me atas, mañana te dejaré ganar todas las partidas —propuso, seguro de que era mucho más fácil sobornarle que enfrentarse a él.

—No me gustan las trampas. No, señor, son de malnacidos.

Y Lucas hizo lo único que podía hacer: unió ambas manos formando un puño, tomó impulso y le golpeó con todas sus fuerzas en la espalda a la vez que alzaba las rodillas contra su cara. Etor se tambaleó un instante, y Lucas, sin pensarlo un segundo, saltó de la cama en dirección al corredor. No llegó muy lejos. Antes de que consiguiera siquiera acercarse a la puerta dos enormes manazas le aferraron por la camisa y le lanzaron de vuelta a la cama.

—No eres un buen amigo —bufó Etor—, un amigo no me pegaría por la espalda. No, señor.

—¡Un amigo tampoco me ataría! —jadeó Lucas al sentir que le tumbaba bocabajo y se sentaba sobre su espalda.

—Entonces no somos amigos, no, señor —replicó Etor con irreductible lógica mientras le enrollaba la cuerda al tobillo.

—Pero podemos serlo —apuntó Lucas—. Si tú no me atas, yo no te pego...

—El capitán ha ordenado que te ate, y yo siempre obedezco al capitán, sí, señor. —Ligó el extremo de la cuerda a la pata de la cama y abandonó la habitación.

—Espera... ¡No puedes dejarme así!

Pero sí podía, algo que quedó claro en cuanto cerró la puerta.

Lucas se sentó en la cama con las piernas encogidas y con dedos trémulos intentó deshacer el nudo mientras miraba una y otra vez a las puertaventanas. La brisa de la noche movía las cortinas mientras luchaba contra la áspera cuerda, arañándose las yemas de los dedos, hasta que por fin aceptó que era imposible desatar los nudos. Tiró de la cuerda para averiguar cuánto espacio tenía, y se dio cuenta de que lo había atado bien corto. Ni siquiera podía dar un paso más allá de la cama. Golpeó esta con los pies y las manos, intentando desarmarla, pero la maldita pieza era de madera maciza. Miró a su alrededor, buscando algo más contundente con lo que golpearla, pero no había nada a su alcance, por lo que, derrotado, se tumbó decidido a no dormir en toda la noche.

En el exterior, oculta tras el jazmín y cobijada por la oscuridad de la noche, Alicia observó la agonía del muchacho. Más de una vez estuvo tentada de entrar en el dormitorio e intentar calmarle, pero no se atrevió. Esperó hasta que dejó de moverse y su respiración se hizo regular y luego lenta. Y una vez convencida de que se había quedado dormido, regresó a su cuarto. Al día siguiente pensaba hablar muy seriamente con el capitán.