10

Su conducta me parece impropia de un caballero, de un marino y, sobre todo, de un inglés.

ROBERT LOUIS STEVENSON, La isla del tesoro

Enoc observó como Marc le tendía altivo su abrigo y su sombrero a la asustadiza ayudante de la señora Muriel, para luego dirigirse con paso firme a las escaleras. Ni siquiera se había molestado en preguntar si el capitán le recibiría en el despacho, lo daba por sentado. No cabía duda de que era digno sobrino del viejo.

—Señor Agramunt —le llamó. Marc se giró, mostrando una sesgada sonrisa en su rostro de rasgos severos y tez aceitunada, más oscura ahora, tras pasar varios meses en altamar.

—Señor Abad —saludó con una ligera sacudida de cabeza.

—Quizá prefiera tomar un café en la sala de fumar antes de subir al despacho. —Enoc fijó una penetrante mirada en él, intentando averiguar qué se ocultaba tras su sonrisa burlona.

—Por supuesto. Nunca rechazo un café, menos aún si está acompañado de un buen habano —aceptó Marc cambiando el rumbo de sus pasos.

Enoc le encargó a Cristina que se ocupara del servicio para después dirigirse a la sala de fumar. Cuando entró, Marc estaba apoltronado en la austera butaca que solo el capitán usaba, relajado, con las piernas estiradas y los tobillos cruzados mientras jugaba con un puro entre los dedos. Un puro que nadie le había ofrecido. Enoc negó con la cabeza, estaba claro que no había cambiado en absoluto. Ocupó el sofá que había frente a la butaca y comenzó a liarse un cigarrillo mientras esperaba a que Cristina sirviera el café y se marchara, cerrando la puerta.

—Pareces un lechuguino —señaló desdeñoso el perfecto traje, los zapatos bicolores y su brillante cabello peinado a la moda. Nada que ver con el muchacho que había conocido, y mucho menos con el capitán que era cuando estaba a bordo del Luz del Alba—. ¿Sigues empeñado en pretender a la señorita Alicia?

—Por supuesto. Es lo mejor para todos. Ella consigue un marido a pesar de su... condición. Y yo consigo la jugosa herencia que le dejará el capitán —aseveró Marc cortando la punta del puro antes de encenderlo.

Enoc se fijó en sus dedos largos y velludos acabados en pulcras uñas. Hubo un tiempo en que eran callosos y ásperos.

—No te basta con el tercio que te ha prometido —replicó con repulsa.

—¿Por qué debo conformarme si puedo conseguirlo todo? —Frunció los labios, expulsando una bocanada de humo que poco a poco fue convirtiendo en aros.

—No hace falta tenerlo todo. —Enoc giró la cabeza, desviando la mirada del rostro de su antiguo amigo.

—Ese ha sido siempre tu gran problema, Enoc, no tienes ambición. —Tiró el caro habano apenas fumado en la taza de café que no se había molestado en probar.

—Y tú tienes demasiada. No voy a permitir que le hagas daño a Alicia.

—No pretendo hacérselo. Es más, la haré muy feliz no obligándola a cumplir con sus deberes conyugales cuando nos casemos.

—Si ella te acepta.

—Lo hará, no existen muchos candidatos entre los que pueda elegir —afirmó burlón. Muchos eran los cazafortunas que se habían acercado a Alicia, y el capitán los había echado a todos a patadas, consciente de que el único interés que podía despertar su amada pupila en ellos era económico. Ningún hombre con fortuna se acercaría a una tullida.

—Te ha salido un competidor —rebatió Enoc esbozando una enigmática sonrisa.

—Ninguno del agrado del viejo, seguro —replicó Marc con arrogancia.

—No es un competidor en los afectos de Alicia, sino en los del capitán —le advirtió Enoc. Aunque en vista de cómo se comportaba Lucas cuando ella estaba presente, comenzaba a dudar de su primera afirmación.

—¿Del capitán? Tonterías. Nadie es capaz de complacerle, excepto yo, y solo porque tengo su sangre y no me dejo pisar. —Por algo estaba al mando del mejor de sus barcos, el Luz del Alba.

—He encontrado a su nieto.

La morena tez de Marc empalideció a la vez que sus manos se tensaban, cerrándose en puños.

—¿Lo has encontrado?

—Sí. Y no es un niño, sino un hombre. Imagino que lo conocerás esta tarde —le informó Enoc levantándose—. El capitán nos espera en el despacho —apuntó dirigiéndose a la puerta.

—Maldito seas, Enoc —siseó Marc aferrándole la muñeca para impedir que abandonara la sala—. ¿Por qué demonios has tenido que encontrarle?

—Porque así me lo ordenó el capitán —contestó dando un tirón que solo consiguió que la presa de Marc se hiciera más férrea.

—Y tú siempre haces lo que el viejo te ordena... —Se encaró a él hasta que solo les separó un aliento.

—Ya sabes que sí.

—Ese ha sido siempre el problema, Enoc. Tu lealtad no está con quien la merece —masculló soltándole para acto seguido salir de la estancia.

Marc subió las escaleras con pasos rápidos, sintiendo la presencia de Enoc pegada a su espalda, aunque estaba seguro de que este guardaba las distancias, tal como siempre hacía desde que habían dejado atrás la niñez. Estuvo tentado de girarse e intentar sorprenderle, quizá así pudiera ver un asomo del muchacho que había sido. En algunas cosas no había cambiado; a pesar del alto salario que le pagaba el capitán seguía vistiendo su sempiterna camisa blanca y el chaleco de paño con múltiples bolsillos pasado de moda. Continuaba llevando el pelo demasiado largo y alborotado, y en sus manos callosas y con cortes se notaba que seguía gustando del trabajo duro. Pero el muchacho travieso y delgado que había sido se había transformado en un hombre nervudo, de rasgos afilados y con una mordaz sonrisa en la boca. Ya no había nada agradable en su semblante.

Sacudió la cabeza ignorando el rumbo de sus pensamientos y, sin molestarse en golpear la puerta, entró en el despacho.

Biel apartó la mirada del periódico y esbozó una amplia sonrisa al ver entrar a su único sobrino. Se levantó para estrecharle la mano e indicarles a él y a Enoc que tomaran asiento.

—¿Has tenido algún problema durante el viaje? —preguntó yendo al grano como era su costumbre.

—Solo al regresar, el oficial de aduanas quiere un poco más por cerrar los ojos —apuntó Marc enfadado—. Algunos hombres no saben dónde está su límite.

—¿Investigó la bodega?

—¿Usted qué cree? —replicó ladino, arrancando la risa de Biel. Y acto seguido pasó a detallar cada negocio, más o menos legal, que había realizado con éxito.

Biel escuchó con atención a su sobrino, apuntando en un libro cada pormenor que había que solucionar y cuando la narración de este dio paso a los prolegómenos del viaje, centró la mirada en los hombres que le acompañaban. La tensión que reinaba entre ellos era palpable y le molestaba en exceso. No era bueno para la empresa que su posible heredero y su hombre de confianza tuvieran roces. Ambos tendrían que hacerse cargo del negocio cuando él faltara, y la fricción entre los dos podía crear problemas. Negó con la cabeza, echaba de menos la amistosa camaradería salpicada de peleas y desafíos que había reinado entre ambos cuando acogió a Enoc en su casa y Marc se acostumbró a tener un competidor. Nada que ver con la cortante relación que mantenían ahora. Se preguntó, no por primera vez, qué habría ocurrido entre ellos cuando Marc capitaneó por primera vez el Luz del Alba con Enoc de primer oficial. Todo había cambiado a raíz de ese viaje, el último que Enoc había aceptado hacer.

Lucas resopló aburrido, ¿el maestrucho no iba a callarse nunca? ¡A ese paso le iba a salir el abecedario por las orejas! Miró por enésima vez por la ventana esperando ver a alguien que le entretuviera un poco de la tortura, pero Alicia había desaparecido en su habitación, igual que la tarde anterior. Por lo visto recibía cada día a su enfermera. ¿Por qué?

—Lucas, haz el favor de sentarte correctamente y prestarme atención —le regañó Isembard, de pie frente a la pizarra, señalando las letras que componían su nombre.

Lucas arqueó una ceja, cruzó los tobillos y se repantingó más aún.

Isembard inspiró profundamente, intentando contener la frustración que le corroía, y acto seguido dejó la regla sobre la mesa con un fuerte golpe y borró lo escrito en la pizarra. Había llegado la hora de comprobar si la estrategia que había trazado durante la noche era más acertada para su irritante alumno. Sacó de su ajada cartera de piel un mapa y lo desplegó sobre el caballete de tres patas.

—¿Te gustaría saber dónde está el Teide? —Observó a Lucas con suma atención, escrutando su reacción.

—No —replicó este mirando por el rabillo del ojo el mapa. ¿Dónde estaría el puñetero volcán? Se lo estaba preguntando desde que había escuchado a Jana y Alicia hablar sobre él. No le hacía ni pizca de gracia que hubiera un volcán cerca de él. ¡Podía estallar!

—Imagino que tampoco te interesa la cueva de la que hablaron ayer la señora Agramunt y su hija —abrió La Esfera por las páginas en cuestión, poniéndola sobre la mesa.

Lucas no pudo evitar mirar las fotos con atención. Con demasiada atención para alguien que aseguraba no interesarse por ellas. Se aproximó a la mesa y contempló absorto la cumbre nevada de la montaña, para luego estrechar los ojos ante las columnas llenas de letras que flanqueaban la imagen. Bufó enfurruñado y desvió la vista a la otra página, donde observó pensativo las extrañas tonalidades rojizas de la foto antes de descender despacio, examinando con curiosidad cada detalle hasta llegar al pie de página.

Y, en ese preciso momento, Isembard creyó ver que los labios del muchacho se movían creando palabras. Entornó los ojos y se acercó a él. Y justo en ese instante, Lucas levantó la cabeza e Isembard pudo ver la intriga y la fascinación que se reflejaban en su mirada. Una mirada que anhelaba conocimientos. Una mirada que se volvió huraña al saberse descubierta.

Lucas se apartó de la mesa para volver a recostarse con indolencia en la butaca, como si no le interesase en absoluto saber nada de volcanes que pudieran explotar bajo sus pies.

—Este es un mapa de Europa y África —explicó Isembard—. Nosotros estamos aquí —señaló Barcelona—, y el Teide, la montaña más alta de España, está aquí —marcó una isla—, en Tenerife, frente a las costas de Marruecos. Es un largo viaje —trazó la ruta con la regla—, pero tu abuelo tiene barcos en los que algún día viajarás.

—No me gusta viajar —masculló Lucas cruzándose de brazos.

Isembard sonrió satisfecho al ver los ojos del muchacho clavados en el mapa, y acto seguido comenzó a explicarle como se habían formado las Islas Canarias por las erupciones volcánicas. Esperaba que su plan diera resultado.

Había pasado toda la noche meditando sobre cómo orientar la educación del joven, y había llegado a la conclusión de que era muy probable que su orgulloso, inteligente y rebelde alumno intentara boicotear todas sus lecciones. Y no estaba dispuesto a eso. Quería que Lucas demostrara a su injusto abuelo de qué pasta estaba hecho. Y por Dios que lo iba a conseguir. Por tanto, había trazado una estrategia a seguir. Lo prioritario no era que aprendiera a leer y escribir, sino tentarle con la promesa del conocimiento y conseguir que, aún en contra de su díscola voluntad, sintiera curiosidad y quisiera aprender.

Cuando entrada la tarde la clase terminó, Lucas salió del estudio al corredor exterior. Caminó presuroso entre el maremágnum de plantas que allí había, entusiasmado por contarle a Alicia cosas sobre los volcanes que seguro que ella no conocía, pero se detuvo remiso al llegar a la puertaventana que daba al gabinete y darse cuenta de que era probable que estuviera en compañía de su enfermera. ¿Qué estarían haciendo? Extendió la mano hacia el pomo, solo había una manera de averiguarlo.

—¡Lucas! ¿Qué se supone que vas a hacer? —exclamó Isembard al verle junto a la puerta. Le había seguido, intrigado por su extraño comportamiento, ¡y menos mal que lo había hecho!

—No es de tu incumbencia —replicó molesto por haber sido pillado in fraganti. El maestrucho era sigiloso como una anguila.

—Claro que lo es. Mi cometido no es solo inculcarte conocimientos, sino enseñarte modales, y no hay falta de educación más atroz que entrar en el espacio privado de una dama. ¡Sepárate ahora mismo de esa puerta! —Lucas se giró furioso, pero antes de que pudiera ponerse a despotricar, Isembard continuó hablando—. Yo también siento curiosidad por averiguar el motivo de que la señorita Alicia requiera los servicios de una enfermera, pero te aseguro que lo que estás pensando no es la manera correcta de hacer las cosas.

—¿Y cuál es la manera correcta? —inquirió Lucas burlón.

—Haciendo uso de la inteligencia. Acompáñame. —Isembard se dirigió de nuevo al estudio—. Vamos, apresúrate o será demasiado tarde.

Y Lucas, curioso, le siguió.

Atravesaron el estudio y salieron a la galería, deteniéndose allí.

—¿Y ahora qué? —bufó Lucas metiéndose las manos en los bolsillos e inclinándose sobre la baranda para ver el salón.

—Ahora, esperamos. Saca las manos de los bolsillos y aléjate de la barandilla, no querrás parecer un vago indolente delante de las señoritas —le reprendió.

Lucas gruñó sonoramente y, para la absoluta sorpresa de Isembard, obedeció sus indicaciones.

Un instante después la puerta de las estancias privadas de Alicia se abrió, dando paso a las dos jóvenes. Isembard sonrió engreído. Él también se había percatado la tarde anterior de la presencia de las muchachas. Alicia era una muchacha encantadora, y su acompañante era demasiado... llamativa como para no verla. Y él no estaba ciego. Carraspeó con delicadeza caminando hacia ellas.

—Señoritas —las saludó con una leve inclinación de cabeza—. Qué maravillosa casualidad coincidir con ustedes. No hay nada más grato que el placer de disfrutar de su presencia iluminando la sombría tarde.

Lucas parpadeó al escuchar el pomposo discurso. ¿Casualidad? ¡Pero si estaban esperándolas! Miró a las mujeres y se encontró con sus radiantes sonrisas. No cabía duda de que estaban encantadas por los almibarados cumplidos del lechuguino que tenía por profesor.

—Señor del Closs, Lucas, que agradable coincidencia —los saludó Alicia divertida—. Permitidme que os presente a Addaia, mi enfermera y amiga.

—Un verdadero placer conocerla, señorita Addaia —musitó Isembard tomándola de la mano para besársela. Lucas se apresuró en imitarle a pesar de sentirse idiota.

—Tutéenme por favor, no me siento cómoda con tanta etiqueta —murmuró la joven, enrojeciendo al saberse el centro de atención de ese hombre tan atractivo.

—Addaia..., posee un hermoso nombre, casi tan bello como usted —aceptó Isembard con una deslumbrante sonrisa.

Lucas los miró alucinado. ¿El mariposito estaba coqueteando con la enfermera? Y, ¿ella estaba sonrojándose por esa sarta de majaderías? ¡Ver para creer!

Alicia observó el gesto huraño de Lucas y se tapó la boca para ocultar la sonrisa que escapaba de sus labios, a ella también le resultaban un tanto empalagosas las formas del acicalado profesor.

—Como sigan así el capitán se va a ahorrar mucho dinero en azúcar, bastará con que Isembard meta el dedo en el café para que se endulce —susurró Lucas fingiendo un escalofrío, y Alicia no pudo por menos que reírse. No cabía duda de que era ocurrente. Y certero.

Lucas escuchó su risa y la sensación de sentirse atrapado que le había acosado durante todo el día, desapareció. La galería se llenó de luz, como si el sol se hubiera dado cuenta de que aún no era demasiado tarde y hubiera decidido brillar a través de la bóveda acristalada, iluminando con sus rayos a la joven. Vestía un sencillo vestido azul marino que contrastaba con la palidez de su cara. Lucas estrechó los ojos. ¿Palidez? Se inclinó sobre la silla hasta que su rostro quedó a la altura del de Alicia y la observó con preocupada atención. Parecía infinitamente cansada, sus ojos estaban apagados y bajo ellos se dibujaba la sombra de unas leves ojeras. Tenía el pelo alborotado, como si se hubiera pasado los dedos por él una y otra vez y sus manos reposaban laxas sobre su regazo, como si no tuviera fuerza para levantarlas. Apoyó una mano en el respaldo de la silla, cerniéndose más aún sobre ella y le retiró un mechón de pelo, tan suave como la seda, que le había caído sobre la frente.

—¿Qué habéis hecho ahí dentro para que estés tan agotada? —preguntó inquieto. No habían pasado ni tres horas desde que se habían separado tras la comida. Fuera lo que fuere lo que hiciera con su enfermera, no le gustaba. No, si la dejaba tan débil.

—Lucas, necesito hablar contigo un momento. Si nos disculpan —siseó Isembard con los ojos abiertos como platos al percatarse de la postura que mantenía y la pregunta que acababa de pronunciar. Le asió del brazo obligándole a erguirse para después alejarse unos pasos de las jóvenes—. No se interroga a las damas. Y mucho menos debes ¡abalanzarte sobre ellas! —le regañó en voz baja.

—No estoy interrogando a nadie, solo he hecho una pregunta —susurró enfurruñado—. ¡A ver si tampoco voy a poder hablar!

—Lucas, Isembard, ¿os apetece tomar un café con nosotras? —les llamó Alicia al intuir que estaba a punto de producirse un nuevo encontronazo entre alumno y profesor.

—Sí —aceptó Lucas al instante—. Estoy muerto de hambre, y seguro que el sabiondo está sediento, no ha parado de rajar en toda la tarde —masculló enfadado, dirigiéndose a las escaleras.

Isembard enarcó una ceja al escucharle, y, a continuación, movió la cabeza.

—Será un placer disfrutar de su grata compañía, señoritas —dijo con galantería, volviendo a sonrojar a la enfermera y haciendo que Alicia sonriera con picardía. Luego se giró hacia Lucas y enarcando una ceja se situó junto a Addaia, quien empujaba la silla de Alicia.

Lucas apretó mucho los dientes al ver que el maestrucho caminaba junto a las chicas, quienes parecían encantadas, mientras que él, como el estúpido que era, estaba solo. ¡Por qué no pensaría antes de hablar! Metió las manos en los bolsillos y caminó de regreso.

—Saca las manos y no arrastres los pies —le susurró Isembard en voz queda.

Lucas puso los ojos en blanco y acto seguido, una sagaz sonrisa iluminó su semblante.

—¿Me permite? —le preguntó a Addaia para, sin esperar su aquiescencia, tomar el lugar que ella ocupaba tras Alicia. Si empujaba la silla, no solo estaría más cerca de su amiga y más lejos del profesor, sino que además mantendría las manos ocupadas y no se ganaría regañinas.

—Vaya, si hasta has preguntado antes de tomar el puesto de Addaia. ¡Qué derroche de educación! —murmuró Alicia divertida.

—He estado practicando —replicó él con ironía.

—Lástima que se te haya olvidado esperar a que ella aceptara.

Lucas se detuvo y se inclinó hasta que su cabeza quedó a la altura de Alicia, ganándose un fuerte carraspeo de Isembard que, por supuesto, ignoró.

—¿Me estás echando la bronca? —preguntó con seriedad entornando los ojos.

—De una manera muy sutil —aceptó ella.

—Eso me había parecido —musitó él arrugando la nariz.

—Lucas... ¿Qué voy a hacer contigo? —dijo ella alborotándole el pelo a la vez que una cantarina carcajada escapaba de sus labios.

Isembard contempló a los dos jóvenes, turbado por la estrecha amistad que parecían compartir aunque apenas se conocían. Se giró hacia Addaia y vio en ella un atisbo de satisfecha complicidad que, decidió, debía investigar.

Llegaron a las escaleras y Alicia hizo sonar la campanilla dorada que había al pie de estas, mientras, Lucas pensaba en cómo iban a bajar la silla. Su duda se resolvió apenas un instante después cuando Etor apareció para, tras saludar respetuoso a la muchacha, tomarla en brazos y descender con ella hasta el pie de las escaleras donde la esperaba una silla idéntica a la que habían dejado arriba. Y mientras descendían, Lucas se sintió extrañamente irritado, no le parecía bien que un bruto como Etor transportara a alguien tan frágil como Alicia. ¡Podía dejarla caer!

Atravesaron el salón, con Lucas empujando de nuevo la silla y entraron en la sala de estar donde se encontraron con Jana, Biel y un desconocido al que Alicia saludó llamándole Marc, quien, en respuesta, tomó su mano besándola más tiempo de la cuenta.

Lucas arrugó el ceño, molesto. ¿No se suponía que los ricos se trataban todos de usted? ¿Por qué el papanatas ese la llamaba por su nombre y la trataba como si fueran viejos amigos?

—Lucas, señor del Closs, les presento al señor Agramunt, mi sobrino. Acaba de regresar de un largo viaje capitaneando el Luz del Alba, el mejor de mis barcos —indicó Biel con evidente orgullo.

Lucas miró al sobrino del capitán de arriba abajo, deteniéndose en la mano de Alicia que todavía sujetaba entre las suyas y, sin saber por qué, sintió un odio visceral hacia él.

Marc observó despectivo al hombre esquelético que había frente a él. Contempló sus manos callosas de uñas rotas y su cabello alborotado y sonrió burlón. No tenía nada que temer de él, con su complexión delgada, su pelo castaño y sus ojos azules era la viva imagen de Oriol. El capitán jamás le legitimaría como su nieto, de hecho, ni siquiera se había molestado en vestirle de manera adecuada, sino que más bien parecía haberle dado los desechos del difunto. Parecía un rufián de la peor calaña, e intuía que tenía un genio vivo que en nada complacería al viejo, solo era cuestión de azuzarlo un poco para que saltara. Le saludó con una breve y desdeñosa inclinación de cabeza y, a continuación, lo apartó de la silla de Alicia para empujarla junto a un sillón, en el que se sentó ignorando la mirada airada del muchacho.

Lucas apretó los puños, furioso por el examen al que había sido sometido y por la manera en que le había arrebatado lo que era suyo, y se dirigió hacia el arrogante sobrinucho para dejarle las cosas claras. Y lo hubiera hecho de no ser porque Isembard, haciendo gala de una torpeza nada habitual en él, tropezó interponiéndose en su camino.

—Quien alza la voz pierde la razón —susurró en su oído mientras le sujetaba discretamente por el codo. Se había percatado de la insultante y provocadora actuación de Marc, y no había sido el único—. Fíjate en las damas, ¿qué crees que les ha molestado?

Y, aunque remiso a dar su brazo a torcer, Lucas contempló la escena que se desarrollaba ante él. Jana miraba enfadada al sobrino del capitán, mientras Alicia, con la barbilla muy alta, demostraba sin ambages su malestar hablando con Addaia e ignorando intencionadamente a Marc, quien, más divertido que enfadado, observaba a las muchachas. Y mientras, el capitán, sentado en una austera butaca, le observaba a él con una ceja enarcada, aguardando su más que esperada reacción.

Lucas cuadró los hombros e, irguiendo la espalda, dio un somero tirón a su chaqueta, tal y como había visto hacer a Isembard en infinidad de ocasiones ese día, y se dirigió con paso calmo hasta un sillón cercano a Alicia. Si el viejo quería ver una pelea de gallos iba a tener que buscarla en otro lugar.

Biel se echó hacia atrás y asintió satisfecho a la vez que se daba golpecitos con el bastón en los pies. Por lo visto el polizón sabía guardar las formas. Y lo hacía mucho mejor que su ambicioso sobrino. Sonrió complacido.

Alicia respiró aliviada al comprobar que Lucas ignoraba a Marc y, totalmente consciente de lo que hacía, le dedicó su sonrisa más radiante. Lucas la recibió encantado.

Marc estrechó los ojos, disgustado por la reacción de su futura esposa. Estaba claro que el golfillo se había dado cuenta de que ella era el talón de Aquiles del capitán y había empezado a ganársela para su causa, con la complacencia de esta. ¡Estúpida! ¿Acaso no se daba cuenta de que no era más que un palurdo ignorante sin ningún mérito a sus espaldas? Aunque, dada su condición de tullida, entendía que fuera fácil encandilarla con solo prestarle un poco de atención, algo que el muchacho había hecho al empujar la silla. Bufó despectivo y comenzó a relatar los prolegómenos de su viaje, decidido a deslumbrarla, consciente de que iba a tener que esforzarse un poco más de lo que había pensado.

Lucas escuchó la narración decidido a mostrarse aburrido. Pero le fue imposible. Marc hablaba de países lejanos donde las mujeres eran negras y mostraban sus pechos, de mares en los que las olas eran tan altas como casas y de sitios donde había templos erigidos hacía decenas de siglos. Relataba su viaje, fascinándoles a todos con una cultura que Lucas sabía que jamás tendría. Y mientras refería una aventura tras otra tomaba de la mano a Alicia, le hacía cumplidos, le sonreía o le acercaba el café y las pastas. Y Lucas quería matarle. Solo que no podía hacerlo. Al menos no en presencia de tanta gente, por lo que compuso su semblante más hastiado mientras hervía de rabia por dentro.

La visita llegó a su fin gracias a que Addaia recordó lo tarde que era y su necesidad de regresar a casa antes de que fuera noche cerrada. Isembard, como el caballero que era, se apresuró a acompañarla, mientras que Marc, listo como un zorro, le pidió permiso al capitán para dar un paseo a la mañana siguiente con Alicia. Permiso que, por supuesto, le fue concedido.

—Así que mañana te vas con ese pedante —masculló Lucas a Alicia en voz baja cuando solo quedaban ellos, el capitán y su esposa, quienes permanecían en un hosco silencio en un extremo de la sala.

—Eso parece —murmuró ella con desagrado. Marc la hacía sentir como si le estuviera haciendo un favor al pretenderla. Y ella no necesitaba ni favores ni maridos, vivía muy feliz siendo soltera—. ¿Te importaría acercarte a la biblioteca y traer el libro que estamos leyendo? —le preguntó para evitar seguir hablando del tema.

Lucas asintió con la cabeza, abandonando la sala ante la sorpresa de su abuelo. ¿Desde cuándo el muchacho obedecía las órdenes sin protestar? Observó intrigado como Alicia seguía con la mirada los pasos de Lucas y luego se giró hacia su esposa.

—Torres más altas han caído —musitó ella observando complacida a su hija—. A veces no hacen falta arietes ni cañones, solo simples palabras —afirmó antes de darse cuenta de que estaba conversando con su enemigo. Dejó de hablar, enfurruñada.

Cuando Lucas regresó minutos después, se encontró con la mirada de su abuelo fija en él. Se la devolvió sin dudar, hasta que Alicia, cansada del silencioso combate, le pidió el libro. Lucas se lo tendió, sentándose frente a ella, y apenas un instante después estaba absorto en su voz, contemplando deslumbrado sus labios, inmerso en la apasionante historia de John Silver el Largo y el joven Jim Hawkins e imaginándose ser él quien estaba en Bristol a punto de embarcar para buscar la fabulosa isla del tesoro.

No fue hasta que la señora Muriel entró para anunciarles que la cena estaba servida que se dio cuenta de que el capitán y su esposa seguían con ellos. Se levantó presuroso para tomar el puesto que le correspondía tras la silla de ruedas, no iba a permitir que nadie más la empujara, solo él sabía cómo hacerlo adecuadamente. La llevó hasta el comedor y luego giró sobre sus talones para regresar a la sala y recoger el libro. No quería arriesgarse a que se perdiera dejándolo en cualquier lado. Subió a la biblioteca y lo colocó en su estantería, pensando que ojalá él también pudiera navegar por mares ignotos. Y, en ese preciso instante, recordó que ni siquiera era libre para salir a dar un paseo con Alicia, como al día siguiente haría el arrogante sobrino del capitán.

Bajó malhumorado solo para encontrarse al viejo en la puerta, en compañía de su perro faldero. Chasqueó la lengua irritado al darse cuenta de que les había puesto en bandeja el motivo perfecto para que le reprocharan su falta de modales delante de Alicia y su madre. ¡Estaba siendo impuntual, obligando a todos a retrasar la cena! Isembard echaría humo por las orejas cuando se enterara. Ese pensamiento le animó un poco.

—He ido a dejar el libro en la biblioteca —explicó desafiante.

—Es bueno que un grumete sea ordenado —aceptó Biel entrando en el comedor sin reprenderle. Ni con las palabras ni con la mirada.

—Parece que has ascendido de categoría —musitó Enoc palmeándole la espalda.

Lucas lo miró confuso, hasta que se percató de que el viejo no le había llamado polizón. Entró en el comedor con la espalda muy recta y una ufana sonrisa dibujada en los labios. Una sonrisa que no desapareció en todo el tiempo que duró la cena.

Alicia terminó de abrocharse el camisón, acercó la silla a la cama para luego posar los pies en el suelo y, tras tomar aire decidida, se impulsó con las manos en los reposabrazos y, sosteniéndose sobre su debilitada pierna sana, se aupó hasta sentarse en la cama.

Sonrió enaltecida.

El esfuerzo de cada tarde por fin estaba mereciendo la pena, ¡cada vez lo hacía mejor!

Ayudándose de las manos y el pie izquierdo reculó hasta quedar apoyada en las almohadas que cubrían el cabecero y tomó el libro que estaba sobre la mesilla de noche, el último que le había regalado el capitán. Acarició sus tapas, indecisa. Todavía era pronto para dormir, pero... no le apetecía leer, ¡prefería soñar despierta!

Aunque Lucas no era consciente de ello, toda la rutina de la casa había cambiado con su llegada. Las comidas eran mucho más amenas, pues aunque ni ella ni su madre hablaban con el capitán, y por ende con Enoc, sí lo hacían con Lucas, y esa noche él había resultado ser una caja llena de sorpresas. Puede que no supiera leer ni escribir, pero sabía hablar francés. No el idioma correcto que ellas manejaban, sino el argot que usaban los marinos y los inmigrantes que vivían en el Raval, de quienes lo había aprendido. Asimismo descubrieron que era capaz de entenderse en turco debido a su trabajo en el puerto. También sabía muchísimo sobre barcos, ya fueran pailebotes, vapores, goletas... tanto, que hasta el capitán se había quedado impresionado. Era muy inteligente, aunque él no lo supiera. Cuando no estaba empeñado en mostrarse arisco ni ofensivo, mantenía una conversación pulida, con palabras que supuestamente no debería conocer y sabía crear el ambiente perfecto para la intriga antes de dar el golpe final con alguna anécdota graciosa.

Un verdadero cúmulo de sorpresas, ese era el nieto del capitán, y la tenía fascinada.

¿Cómo sería vivir en la Barceloneta y luchar cada día para conseguir trabajo? ¿Cómo sería estar en el mar?, ¡dentro del agua!, lejos de las casas de baño y sus restricciones. ¿Y jugar a las cartas con los marinos en los merenderos? ¡Ojalá pudiera probar el pescado asado al fuego que cocinaban las mujeres de los pescadores! Y... cómo sería pasear sin nadie que la vigilara, escuchar la buena fortuna de boca de las gitanas del puerto, ver los saltimbanquis y malabaristas que se ganaban la vida en las calles o escuchar los mítines improvisados que algunos hombres daban subidos a una caja en mitad de las plazas.

Cerró los ojos e imaginó que paseaba por el Raval, aquellas calles por las que ninguna persona de buena cuna debería caminar. Lucas empujaba la silla y nadie se atrevía a burlarse de ella por estar lisiada gracias a la ferocidad de su mirada. Pasaban ante teatros de mala muerte, tabernas llenas de marineros tatuados y casas de tolerancia8 donde mujeres cubiertas por exóticas prendas atraían a sus clientes con provocativos bailes. Si ella pudiera bailar, vestida decentemente por supuesto, acudiría cada tarde a la Paloma y asistiría a los concursos de baile... y ganaría alguno.

Si pudiera bailar... bailaría a todas horas, no solo en sueños.

—¿Estás dormida?

Alicia despertó sobresaltada del maravilloso duermevela en el que se había sumido. Se sentó en la cama, tapándose con las sábanas hasta la barbilla y, tras encender la luz de la mesilla, buscó el origen de la voz, aunque sabía perfectamente quién era su dueño. Lo habría reconocido entre miles de voces sin equivocarse. Dirigió la mirada hacia el corredor exterior, y allí, en el umbral de la puerta se encontró con sus iris claros. Por lo visto, Lucas todavía no había aprendido que debía llamar a la puerta y esperar permiso antes de abrirla.

Le observó con los ojos entornados, más inquieta que enfadada.

—¿Ha pasado algo? —inquirió preocupada.

—Eh... No —musitó aturdido, era extrañamente agradable ver que parecía preocupada por él—. El café que he tomado cuando hemos ido a la sala de fumar me ha despejado y no consigo dormirme.

—No tienes cabeza, Lucas. ¿Cómo se te ocurre tomar café antes de acostarte?

Lucas se encogió de hombros, tampoco él entendía por qué diantres había ido con el viejo y su perro faldero. Simplemente le había apetecido estar un rato más con ellos.

—Además, tú no fumas —comentó divertida. Lucas asintió remiso, tenía razón. El humo del tabaco no le traía buenos recuerdos, aunque comenzaba a encontrar el olor a pipa inexplicablemente tranquilizador—. No deberías imitar las malas costumbres del capitán y el señor Abad, no hay nada más desagradable que el sabor del tabaco en el aliento de un hombre.

Lucas apretó los dientes y a punto estuvo de cruzar el umbral sin ser invitado. Se detuvo antes de hacerlo, apoyándose en el marco de la puerta con fingida indolencia.

—¿Acaso te ha besado algún hombre, como para saborear su aliento? —inquirió molesto.

—No es de tu incumbencia —señaló envarada. ¡Por supuesto que la habían besado! Una sola vez, e intuía que más por estrategia que por deseo. Fue Marc, justo antes de partir. Y había sido hasta cierto punto interesante... al menos hasta que sintió su lengua entrando en su boca y el sabor acre del tabaco inundándole el paladar. Ojalá Marc no hubiera estado fumando antes de besarla. Hubiera sido mucho más agradable.

Lucas apretó los dientes y hundió las manos en los bolsillos al escuchar su respuesta. ¡Por supuesto que era de su incumbencia!

Permanecieron en silencio, las miradas encontradas y los ceños fruncidos, hasta que Lucas, harto del silencio, chasqueó la lengua enfadado.

—¿No me vas a invitar a entrar? —preguntó incómodo.

—¿Debería?

—Tienes la luz de la mesilla encendida... si alguno de los guardas mira hacia aquí nos verá y le irá con el cuento al viejo y este montará en cólera —comentó enarcando una ceja.

—Quizá deberías irte a la cama —le desafió Alicia.

—El problema es que no tengo sueño —replicó cruzándose de brazos, inamovible.

—Entonces pasa y cierra la puerta. —Lucas sonrió al comprender que se había salido con suya—. Ah, no. Ni se te ocurra —le regañó ella al ver que se disponía a sentarse en el borde de la cama—. Ahí tienes una silla —le indicó señalándosela.

Lucas estrechó los ojos, miró enfurruñado a Alicia y acto seguido tomó la silla y la acercó a la cama.

Alicia apretó los labios, decidida a no reírse de su rebeldía.

—El viejo ya no me llama polizón —comentó sentándose.

—¿Ah, no?

—Antes de la cena me ha llamado grumete. —Alicia enarcó una ceja, sin saber bien qué decir—. Por lo visto ya no piensa que estoy de más en su casa. Ahora me toma por un niño que está a sus órdenes —masculló fingiéndose enfurruñado.

—Oh, vaya. Me alegro de que formes parte de la tripulación de la mansión Agramunt —afirmó animada. Él podría fingir que le molestaba, pero sus ojos mostraban que estaba ilusionado.

Lucas sonrió orgulloso sin poder evitarlo, y luego, viendo que ella no parecía estar demasiado cansada, se atrevió a decir lo que llevaba toda la tarde deseando contarle.

—¿Sabes que hay volcanes debajo del mar? —Irguió la espalda, tan presumido como un pavo real.

—Eh... no, no lo sabía —mintió Alicia mirándole sorprendida. Se había pasado toda la cena quejándose por tener que perder el tiempo con clases tontas, y sin embargo ahora parecía muy ufano por la información recabada—. Y, ¿explotan como los que están en tierra? —Lucas asintió orgulloso—. Cuéntame cómo lo hacen...

Y Lucas se lo contó. Y cuando acabó de contarle todo lo que había aprendido sobre los volcanes, se quedó en silencio, pero solo un instante, no fuera a ser que ella bostezara y por tanto él tuviera que irse. No le apetecía nada meterse en la cama.

—¿Qué crees que trama John Silver el Largo? —preguntó de improviso.

—Ah, no. No me sacarás ni un solo dato sobre La isla del tesoro —replicó Alicia riéndose con ganas.

—¿Ya te lo has leído? —La miró estupefacto. Ella asintió con la cabeza—. ¿Y por qué lo estás leyendo otra vez?

—Por el placer de ver tu cara cuando lo leo.

—¿Mi cara?

—Oh, sí. Tendrías que verte. Frunces el ceño y te muerdes los labios cuando algo te intriga, pero lo mejor sin ninguna duda es cuando sacudes la cabeza y asientes con fuerza durante las peleas —afirmó echándose a reír.

—Eres preciosa cuando te ríes —musitó Lucas contemplándola embelesado.

Alicia abrió los ojos como platos al escucharle.

—No digas tonterías, tengo dientes de caballo —refunfuñó tapándose la boca.

—No, no los tienes. Me gusta cuando sacudes la cabeza y los rizos se te alborotan —murmuró él acercándose para separarle las manos de los labios—. Pareces una pilluela —afirmó cogiendo un mechón de pelo y acariciándolo antes de apartárselo de la mejilla.

—¿Parezco una pilluela? —¿Tenía que tomarse eso como un cumplido?

—Sí, tus ojos brillan como si fueras a hacer una travesura y se te arruga la nariz —susurró besándole la punta de la nariz, casi sin ser consciente de lo que hacía.

—¿Estás coqueteando conmigo? —Alicia lo miró con desconfianza, pegándose al cabecero. ¿Por qué Lucas estaba actuando así?

—No. Por supuesto que no —se apartó de golpe. Confuso. ¿Qué demonios estaba haciendo?—. Solo bromeaba. No te lo tomes en serio —replicó burlón revolviéndole el pelo.

—¡Menos mal! Me estabas asustando —suspiró—. Es muy tarde, vete a la cama, mañana seguiremos hablando sobre La isla del tesoro.

—Sí, eso haré. Tengo la cabeza como un bombo por culpa del maestrucho, parece empeñado en repetirme lo mismo una y otra vez —masculló. Sí. Por eso se había comportado de esa manera tan rara, porque tenía la cabeza alborotada con todo lo que había aprendido. Otra explicación no había. A él no le gustaban las mujeres, ni siquiera las que olían tan bien como Alicia.

—Quizá si prestaras más atención, Isembard no tendría que repetirte la lección tantas veces —le amonestó.

—Bah, tonterías —rechazó Lucas dirigiéndose hacia la puerta—. Descansa. Intentaré no despertarte —musitó avergonzado girándose en el umbral.

—No intentes deshacerte de mí, estaré vigilando tus sueños —replicó ella arqueando una ceja con cariño.

Lucas abandonó el dormitorio con una sonrisa en los labios.