Bajo el chorro de luz en el que flotan partículas amarillas, Mercedes acomoda el block de papel carta. Escribe nuevamente a su amiga de Barcelona. Anota la fecha. El encabezamiento: “Querida Beatriz”. Pasa sus dedos por la frente para ayudarse a seleccionar pensamientos. Duda si excusarse por la demora (las excusas postales siempre suenan a falso) o entrar de lleno en la peripecia alucinante de los últimos dos meses. Por el remitente, Beatriz advertirá el brusco cambio de domicilio. Se frota los ojos arruinándose el resto de maquillaje. Y recuerda.

Cuando ella, Mercedes, se casó con Horacio —hace tres años—, se ubicaron en un departamento próximo a Plaza Irlanda. Cuarto piso, dos dormitorios (uno servía de estudio) y un living bastante luminoso. El sobrio edificio tenía una década, y todos sus habitantes —excepto la familia del rotisero Luppi— lo ocupaban desde su inauguración. En contraste con los buenos interiores, la entrada principal se conservaba aún hoy fría e inhóspita; los propietarios coincidían en la necesidad de hermosearla, pero cuando en las vibrantes asambleas de consorcio se insinuaba una decisión, la mayoría optaba por dejar las cosas como estaban.

Luppi, a los pocos meses de su mudanza, tuvo el gesto audaz y generoso de instalar en la abandonada entrada un cacto que sobraba en su balcón… para insuflar algo de verde, algo de presencia, algo de alegría, dijo. Es un vegetal noble —publicitó con su grandilocuencia infectada de lugares comunes—: aguanta la soledad, ¿vio?, la falta de riego, el maltrato, digamos. Pero esta oblicua crítica fue recibida por Martín, el encargado, como un ataque; aunque su desidia era proverbial, no iba a permitir que lo provocase un recién llegado como Luppi. Manejando la simpatía de unos y la antipatía de otros, Martín consiguió erizar a la emperifollada y erótica señora Leonor, volcánica habitante del octavo, que increpó duramente a Luppi por “arruinar” la entrada con esa monstruosidad llena de alfileres. El pobre rotisero tuvo que resignarse —tragando maldiciones— a empujar el cacto al primitivo ángulo de su balcón, ayudado por Javier, su hijo epiléptico.

Mercedes recuerda que entonces también le había escrito a Beatriz sobre la enfermedad de Javier, algo asombrada por esa extraña mezcla de morbosidad con la que se la pretendía vincular. En efecto, murmuraban el encargado Martín y la lujuriosa Leonor que los ataques no se suprimían con comprimidos, sino con frecuentes relaciones sexuales (prescripción de un neurólogo coreano y para las que su padre debía gastar una buena suma). Javier tenía unos veinte años, lo eximieron del servicio militar, no se le conocía novia ni amigos, al principio parecía educado y hasta seductor, pero se tornaba pegajoso en cuanto le daban confianza. Como nunca lo vieron con un ataque, la pícara Leonor conjeturaba que le pusieron el letrerito de epilepsia para disimular, pero que en realidad debía tratarse de otra cosa, otra cosa peor, por supuesto. Ella aprovechaba sus encuentros con el joven —en la vereda, el ascensor— para hacerle preguntas y pedirle algunos servicios, por ejemplo llevarle la bolsa o ir a pagarle la factura del gas. O quedarse un rato en su departamento.

Leonor le resultó muy pintoresca a Mercedes y sobre ella escribió varios párrafos a Beatriz: siempre estaba cansada y protestaba por el calor, el frío, la humedad, la gente, el transporte, los comerciantes y, desde luego, el idiota de su marido. Nunca dejaba de subirse los pechos y repintar los labios. Es bueno don Víctor —replicaba el epiléptico Javier—, porque don Víctor era efectivamente bueno y porque la señora Leonor se quejaba de él pero no soportaba que otro lo denigrase. Doña Leonor lucía brillante y rellenita; amaba y odiaba con rapidez pasmosa, de manera que nadie podía estar seguro de su cariño ni debía tomarse en serio su hostilidad. En el subibaja de sus afectos predominaba, sin embargo, un firme desdén cuando apuntaba al gordo Francisco Villalba, del tercero, a quien consideraba un repugnante viejo verde porque la quiso tocar en el ascensor y, no conforme con eso, propuso llevarle la bolsa de comestibles hasta el octavo y siempre, a pesar de su edad y su grasa, andaba mirando mujeres y haciendo sufrir a la propia (aunque seguramente la propia ni sufría ni se enteraba: es un zoquete con peluca).

El habitante más extraño del edificio —aquí coinciden todos los consorcistas, incluso Mercedes, Leonor y el gordo Villalba— era Funes, a quien apodaban “el silencioso”. Apenas saludaba. Caminaba mirando el piso. Vestía siempre de riguroso traje y corbata, como si nunca se modificaran las condiciones de la oficina donde estaba encerrado toda la semana. El único elemento atractivo era una vieja pipa gris que chupaba incesantemente pero pocas veces llenaba de tabaco. Su cabello adherido al cráneo relucía como piel de foca. Nadie había podido verle nunca el color de los ojos porque no levantaba los párpados. Evitaba las conversaciones y apenas cambiaba una opinión cuando se sentía acorralado. En las asambleas de consorcio se limitaba a votar, generalmente por la negativa. Vivía en el sexto piso, contrafrente. Su aislamiento era lamentado por unos (qué vida más triste) y elogiado por otros, especialmente Leonor (se ahorra los mil problemas que yo me hago por los demás).

Este pequeño universo fue transmitido fragmentariamente por Mercedes en las cartas que enviaba a su amiga Beatriz, antes de la catastrófica tempestad. Le contó que iba con Horacio a las asambleas de consorcio porque no eran demasiado largas y quería apuntalar ciertas iniciativas, en particular esa serie de refacciones que se venían discutiendo por necesarias pero no se implementaban por costosas. De pie en la desolada tierra de nadie que era el largo hall de entrada, los consorcistas charlaban en desorden hasta que Roque Rodríguez, el experimentado administrador, abría con parsimonia su carpeta y daba comienzo al orden del día. La conducta de los principales protagonistas era siempre igual: doña Leonor miraba el techo o la calle o al “ojo alegre” de Francisco Villalba —siempre sonriente y pulcro a pesar de su agresiva obesidad—, que a su vez miraba cuanta pierna de mujer estuviese a su alcance; el rotisero Luppi se apoyaba contra la pared concentrándose en el informe como si estuviera en la ópera a la que decía amar, aunque nunca podía concurrir; Funes —el silencioso— estudiaba las baldosas y de cuando en cuando movía la cabeza expresando no, no.

En diez renglones le contó Mercedes a Beatriz el excepcional y terrorífico desenlace de una asamblea. Era la primera vez que veía transformarse una inocente reunión de consorcistas en campo de guerra. No sospechaba Mercedes que ese campo de guerra prefiguraba otro, más alucinante, y que los tendría a ella y a Horacio como protagonistas. En efecto, Mercedes consideraba a sus vecinos seres adultos y razonables a pesar de las murmuraciones, las ironías y la encubierta hostilidad. Pero no capaces de bordear la agresión física. Los tambores empezaron a repicar con elípticas acusaciones al atildado administrador Rodríguez. La rabia era tan intensa que ya tenía poca vinculación con los problemas del edificio. Sólo cabía echar a Rodríguez o trozarlo como a un pollo. Pero Roque Rodríguez, con suficientes cicatrices de otras luchas, calmosamente aguardó que se produjese un claro en la tormenta para desviar los cañones contra los “verdaderos” responsables de tanta calamidad —que no estaban en la reunión para oponérsele—: proveedores, comerciantes, la Municipalidad, la compañía eléctrica. Como no lograba persuadirlos y como seguían acusándolo de usar mal los fondos, cedió a la tentación de un contraataque (y aquí le falló la experiencia); denunció, fuera de sí, que un miembro del consorcio había abusado de sus atribuciones trayendo artículos más baratos que resultaron un desastre. No quería dar nombres.

Dé nombres, lo desafiaron. No puedo, empezó a transpirar. Si no habla claro, miente, sentenció el gordo Villalba. Roque Rodríguez advirtió que a pesar de sus años en estas lides se había enredado como un principiante; levantaba un pie para sacarlo del pozo y se hundía más. Que nombre para acá y nombre para allá, tuvo que pronunciar con súbita ronquera a don Víctor, marido de la señora Leonor —agregó como pidiendo disculpas a quienes no recordasen de quién se trataba (todos recordaban por supuesto y ya sentían el escalofrío de la explosión inminente)—, que se largó a comprar repuestos para la calefacción central sobre los que nada entendía. Puso la carpeta bajo la axila mojada y esperó la reacción de los consorcistas quienes, teóricamente, deberían trabarse en lucha fratricida por el error de uno de ellos, situación que le iba a permitir escaparse ileso (más que ileso era un iluso). Ante sus ojos aparecieron diez uñas sanguinarias resueltas a despedazarle las mejillas. Entre varios rodearon a Leonor, la sentaron en la escalera y echaron aire con un diario mientras Roque Rodríguez ponía pies en polvorosa.

Lo curioso es que la administración continuó a cargo del mismo Rodríguez y nadie se atrevió a pedirle rendición de cuentas a don Víctor. Es decir, como si nada hubiese ocurrido. Pero ocurrió, y el resentimiento acumulado se desplazó a otro objetivo, como se puso en evidencia poco después. Fue horrible.

Mercedes le había comunicado por carta a Beatriz el nacimiento de su primer hijo, Rafael que venía a coronar una serie de satisfacciones; con el bombo en ristre se había recibido de odontóloga y poco después Horacio fue ascendido a jefe de sección en Harrods. El matrimonio Villalba subió a felicitarlos con un sonajero para el bebé; el administrador Roque Rodríguez les regaló un portarretratos “para la primera foto”; el encargado Martín llevó un ramito de flores; y la emperifollada Leonor, arrastrando a don Víctor, bajó del octavo excusándose de que no tenía tiempo para salir de compras y, aunque llegaba con las manos vacías, ansiaba conocer al niño, qué criatura más hermosa, debe de pesar como cuatro kilos, hasta mi piso sube su llanto, parece que tiene la garganta de Carusso, ojalá que no los moleste demasiado de noche, mis dos hijas fueron un azote, rajaban las paredes, gracias a Dios y la Virgen ya son grandes pero siempre encuentran un motivo para escorchar y piden que les cuide los chicos y yo contesto gracias, los nietos son preciosos pero no me vengan con mamaderas y pañales, cada una los aguanta a su debido tiempo, pero este Rafaelito, la verdad, es hermoso, hermosísimo, salió a la madre, y que Horacio te cuide, todos los hombres se idiotizan con el primer hijo y olvidan que sin mamá no habría hijo ni hogar ni nada, vamos Víctor, ¿cuántas veces hay que decirte?

“De modo, Beatriz —escribió Mercedes en la última carta de hace dos meses y medio, justo antes de que estallase la tempestad—, que Rafael ha cumplido su primer año de vida en este edificio lleno de habitantes que por ahí son simpáticos y serviciales y por ahí tienen la conducta de perfectos desconocidos. Es como un barco cuyo capitán (el administrador Rodríguez) sólo se deja ver en las asambleas recordándonos su autoridad con informes, facturas y recibos, y manejado por un timonel perezoso (Martín), el encargado de quien todos se quejan pero nadie prescinde.”

Es obvio que Mercedes no dedicaba todo el contenido de sus cartas al edificio y sus personajes de sainete. Pero el conjunto de sus apostillas armaban un cuadro en el que tampoco faltaban referencias a Martín, digno representante de una raza cuya característica saliente consistía en pasar horas charlando en la vereda con otro encargado. La mujer de Martín, en cambio, era admirable: bajita, avispada, que para mejorar sus recursos salía diariamente a vender algo a domicilio (libros, ropa, zapatillas). Cuando permanecía en casa ayudaba a su marido a limpiar las escaleras. Martín tenía antecedentes de pintor y electricista; “pero desde que vivimos acá no recuerdo que haya arreglado un fusible ni pintado una puerta”. Leonor lo acusaba de realizar changuitas en todo el barrio, menos en el edificio. Pero nadie proponía despedirlo. Cada dos o tres semanas subía la bronca general: Martín no recogió los residuos, Martín no encendió la calefacción, Martín hizo una fiesta en la terraza con música a volumen catástrofe. Cuando el administrador Rodríguez preguntaba si lo ponemos en la calle, alguien se encargaba de repetir: y, malo conocido mejor que…

Este Martín, denostado y tolerado a la vez, distribuía la correspondencia con parsimonia. Hacía dos meses y medio exactamente, llegó un vehículo con el primer relámpago de la tempestad.

Tocó el timbre; cuando le abrió Mercedes, le entregó un sobre. Desde el palier descascarado se quedó mirando al niño que se esforzaba por mover el sonajero de su silla. El encargado Martín le hizo una mueca y Rafaelito dibujó una sonrisa llena de luz. Martín se acercó entonces a la criatura y, poniéndose en cuclillas, frunció los labios y emitió sonidos cómicos. Rafaelito soltó carcajadas. Tras unos minutos, satisfecho de su tarea, Martín se incorporó y vio a Mercedes encogida sobre un banquito, atrozmente pálida. ¿No se siente bien? No… creo que me voy a desmayar. Martín corrió a la cocina en busca de agua. Al volver, sus ojos se prendieron a la carta que yacía sobre la mesa. Su texto en mayúsculas, breve, podía ser capturado de un solo golpe.

Era una amenaza corta e insultante. La hoja parecía respirar, como si fuese un monstruo con vida. Al pie, en el lugar de la firma, tres pirámides, tres puntas de cuchillo, tres espeluznantes, reconocibles y diabólicas letras A quitaban cualquier duda sobre la autenticidad del mensaje. Mercedes advirtió la sorpresa de Martín y abolló el papel. Demasiado tarde. Entonces lo miró a los ojos y le dijo: por favor, no lo comente. Pierda cuidado, señora. Rafaelito tampoco reía.

Y aquí empezaron los círculos del infierno. Mercedes esperó ansiosamente a Horacio, ¿es posible que le haya ocultado cosas tan graves?, porque ella no militó en política ni se ha vinculado con guerrilleros; posiblemente se han confundido, sí, confundieron su familia con otra. Ofreció comida a Rafael, Rafael se embadurnó y ella gritó, el niño empezó a llorar y ella lo besó, lloró también, lo meció en sus brazos, lo acostó y aguardó que se durmiera; después subió a colgar ropa en la terraza, preparó la cena aunque faltaba mucho, acomodó los placards dejando las cosas igual que antes y buscó en el lavadero la ropa que había colgado en la terraza. Por Dios, estoy mareada. La gente emigra —pensaba con angustia creciente—, circulan amenazas feroces. Las tres A invaden domicilios, matan en la calle, puntean los zanjones con cadáveres. Beatriz se había marchado a Barcelona por razones de trabajo, y ahora ellos se tendrán que ir por una amenaza. Ya no es la Argentina de antes. Se matan los bandos opuestos y se matan dentro del mismo bando para purgar flojos y también matan a inocentes por error o para no perder la mano. Mercedes no deja de caminar y suspirar, esto antes era noticia, noticia lejana. Sensación de cosa ajena, de que a una no le concernía. Las tres A eran un chisme político o una ficción de exagerados. Pero ahora entraron en su casa.

Horacio alisó la hoja hostil y tampoco entendió. Era un empleado de comercio; responsable; pintón a lo sumo; se llevaba bien con sus jefes; por ahí hacía bromas a sus compañeros. Le gustaba el fútbol y leía de vez en cuando un libro. Votó por los peronistas pero nunca fue lo que se dice un fanático. Conoció a Mercedes en Harrods, precisamente. Ella estudiaba odontología y él era un empleado con perspectivas. Charla, café, salidas, tragos. Un hotel céntrico. Ganas de casarse. En su familia tampoco había políticos ni guerrilleros ni militares.

—Tiene que ser un error, Mercedes, tranquilicémonos; he oído de gente que recibe amenazas y no les llevan el apunte.

—Pero otros se van, Horacio.

Horacio releyó por décima vez el texto que ya no parecía tan hiriente y se esforzó por encontrar una salida; se le ocurrió que la carta no se dirigía a ellos porque no tenía encabezamiento ni decía Mercedes ni Horacio.

—Pero el sobre sí.

Quizá debían consultar con alguien.

—Tené cuidado —dijo Mercedes.

Horacio se tapó el rostro con las manos y balbuceó en qué clima vivimos. Mercedes fue hacia la cocina: ¿tenés hambre? No, pero comeremos igual.

Esa noche contaron las rayas de la celosía de abajo arriba y de arriba abajo, oyeron el tictac de sus propios relojes y percibieron la respiración acelerada de Rafael. Repasaron culpas posibles y advirtieron que la culpa y la inocencia se confundían. Eran culpables para los que decían hay que comprometerse, actuar, “porque esta vez el país se encamina en serio”, y ellos fueron algo indiferentes. Pero también serían culpables por no haber sido indiferentes del todo, “porque la política es la calamidad nacional”, según dicen otros. Ella metida en su odontología y él en su trabajo, no tuvieron vocación de una cosa ni de la otra. Y los querían castigar no se sabía por qué. Para volverse locos.

El encargado Martín cumplió, aparentemente, con la promesa de guardar silencio. Una semana más tarde entregó a Mercedes otro sobre sin remitente. Al cerrarse la puerta, el impertinente encargado permaneció quietito en el palier. Aguardó la reacción que se iba a producir. Escucha entonces el ruido de una silla y pudo adivinar la angustia a través del muro. Era una segunda amenaza.

Mercedes enseguida pensó en su amiga Beatriz. Nos iremos a Barcelona, murmuró, y abrazó muy fuerte a su hijito que empezaba a llorar.

En el hall se cruzó con doña Leonor, que lucía un escote más grande que los de costumbre. ¡Qué cara! ¿Te sucede algo, querida? No, no… —intentó una excusa—, usted sabe, hay que despertarse de noche para darle la mamadera… ¡Cómo no voy a saber! Ya te dije que criar hijos es un sacrificio, ¡que se levante tu marido! Lo hace, el pobre. Pero vos tenés muy mala cara, Mercedes. Qué sé yo… Contame, trataré de ayudarte —le acarició el brazo—. No sé —volvió a suspirar Mercedes—. El anónimo, ¿verdad?

Mercedes se sobresaltó. No te preocupes —Leonor la tranquilizaba—, estas cosas pasan, se difunden. ¿Se difunden? Claro, querida, pero lo importante no es el anónimo sino tus relaciones. No… no entiendo —a Mercedes le empezaron a temblar los labios—. Digo que, por ejemplo, importan tus vinculaciones, o las de tu marido, con la guerrilla, claro. ¡Pero Leonor! —gritó Mercedes—. Cómo, ¿no es así? ¡Usted supone!… Querida: las amenazas no vienen porque sí. ¡Es absurdo, ridículo! —los ojos se le llenaron de lágrimas—; no tenemos nada que ver. Pero algún pariente —insistió Leonor—, algún amigo, algún favorcito, dicen que el apoyo ¿cómo se llama? el apoyo… ¡logístico! eso, consiste en llevar mensajes, ocultar a algunos… ¿nada de eso? ¡Nada, Leonor, nada! Se lo juro por lo que quiera. Está bien, entonces es un error, o una broma; ¿podría ser una broma? Así piensa Horacio, pero ¿quién puede ser tan malvado para jugar una broma semejante en estos tiempos? Es un mundo de porquería —sentenció Leonor. Mercedes se frotó los ojos con un pañuelito color arena: estamos desesperados. Te comprendo querida, no es para menos; vos y tu marido deben fijarse muy bien con quiénes se juntan.

Mercedes quedó abombada. Era evidente que Leonor desconfiaba; es decir, todos desconfiaban.

Esa noche sonó el timbre y apareció el gordo Francisco Villalba. Discúlpenme la hora —dijo mientras atravesaba la puerta con dificultad—; quería charlar con ustedes, acompañarlos.

—Siéntese —Horacio le acercó una silla.

Villalba resopló:

—Me enteré del problema.

Horacio se sentó también.

—Parece que la noticia ha circulado. No lo tome a mal, es un asunto serio y es mejor que todos nos hayamos enterado.

—Mercedes está muy preocupada, don Francisco, pero yo la obligo a reflexionar: si no tenemos culpa, si no estamos metidos en nada, ¿qué nos pueden hacer?; se trata de un error.

—¡Dos veces ya cometieron el error! Le han enviado dos amenazas —Villalba extendió el pulgar y el índice.

Horacio bajó los párpados.

—¿Puedo ver los mensajes? —preguntó don Francisco estirándose la papada.

Horacio se incorporó y Mercedes le preguntó a la inesperada visita qué deseaba beber. Un poco de whisky, hija, dijo mientras sus chispeantes ojos le recorrían la cadera. Horacio volvió con las funestas hojas. Don Francisco calzó los lentes y las examinó a contraluz, las superpuso, indagó con afán detectivesco la clave que le permitiría resolver el enigma.

—Bueno —se aclaró la voz y guardó los lentes en el bolsillo de su camisa tirante— parecen auténticas, nada menos que de las tres A.

Mercedes se retorcía las manos mientras aguardaba la suerte de veredicto que iba a lanzarles el gordo consorcista.

—Lamento comunicarles mi opinión, lo lamento de veras: estimo que es muy muy grave.

—¿Entonces? —Horacio lo miró como al oráculo que proveería la solución maravillosa.

—Y… supongo que ustedes deben estar complicados en alguna cosa, ¡no me pregunten qué! Piensen, sincérense con su conciencia.

—¡En nada! ¡Complicados en nada! —rugió Horacio.

Villalba bebió su whisky y se levantó trabajosamente. Desde el palier volvió a decir: estimo que es muy, muy, muy grave. Movió el pulgar y el índice: dos advertencias, ¡dos!

Mercedes cerró la puerta y dijo a Horacio: —Le escribo a Beatriz ya mismo, nos vamos a Barcelona, nos vamos enseguida.

Horacio la abrazó: —Es un error, es un error de mierda.

Mercedes insistió: —Vendemos todo y nos vamos, nos vamos antes de que sea tarde.

Horacio percibió que el gordo Villalba esquivaba saludarlo. En el ascensor, el dicharachero Luppi se resistió a desarrollar con él una conversación sobre el estado del tiempo. La hostilidad del consorcio íntegro se manifestaba sin pudor. Una tarde, al regresar Horacio del trabajo, notó que Javier le huía. Indignado, corrió al muchacho: ¡qué te pasa! Nada… nada. ¿Estás muy apurado hoy? Horacio tenía espuma en la boca como si él fuera el epiléptico, tenía la rabia de noches en vela. Sí, sí, tartamudeó Javier y logró zafarse. Horacio subió al cuarto piso esmerándose por recomponer su aspecto, que Mercedes no se llevara otro disgusto. La encontró llorando: la bruta de Leonor me dijo que debemos irnos, me lo dijo en la cara. ¿Así nomás? Que por nuestro bien, por Rafaelito, por todos, o si estamos esperando que nos pongan una bomba.

Horacio abrió el diario, lo plegó y lo tiró contra la pared: hijos de puta.

Tocó el timbre el rotisero Luppi.

—Buenas noches. Permiso —voz indecisa, labios secos.

—Qué desea —replicó Horacio con sequedad.

—Hablar con usted.

—Hable.

Luppi se bamboleó. Acarició la solapa de su saco gris.

—Es importante, ¿nos sentamos? —propuso.

Horacio crujió los dientes y le ofreció el sofá. Luppi buscó firmes puntos de apoyo.

—Mi hijo Javier se asustó… No me interprete mal, le ruego —dijo con mirada lastimosa—. Creo que usted no nos entiende, en el buen sentido quiero decir —tragó saliva, se atoró, tosió, enrojeció—. La conducta extraña suya, digamos, produce… —volvió a toser.

—¡Conducta extraña mía!

—Sí, claro —se pasó el pañuelo por la boca y la garganta—. Entre los vecinos hay una cordialidad, digamos un aprecio (Horacio evocó el “aprecio” que a Luppi le brindó Leonor cuando quiso adornar la entrada con un cacto y el “aprecio” que reinaba en las belicosas reuniones de consorcio), un clima de… de familia, ¿no?

—Ahá.

—Como toda familia —guardó el pañuelo, se aclaró la garganta—, una familia moderna, digamos, con problemitas, broncas pasajeras —sonrió con pretendida complicidad—. Pero en el fondo nos queremos. Somos… gente linda, como dicen en la tele.

—Ahá —Horacio, impaciente, cruzaba y descruzaba las piernas.

—Bueno, como le digo, de repente, ¿no?, esta situación, digamos, tan… de ustedes. Me entiende, ¿no?

—No.

—Esos papeles, cartas, cómo se dice… Anónimos. Preocupan mucho. Créame, Horacio, preocupan mucho.

—Gracias.

—Nada que agradecer, por favor —miró al cielo raso, parecía más tranquilo—. Por eso le decía, somos una familia buena, nos preocupamos. Corresponde que nos preocupemos. Desde hace rato, digo días, los vecinos hablamos. Y claro, desgraciadamente, ¿ve?, desgraciadamente coincidimos en que el asunto es, cómo decir, peligroso.

Horacio contrajo su entrecejo. Luppi llegaba al motivo central de su visita: bajó la cabeza y arremetió:

—Me han designado varios, o sea una mayoría, o sea casi todos, para que venga a conversar con usted. Para que… para que le transmita eso. Eso: la preocupación general.

—Está bien —Horacio sabía que no era todo, pero tuvo que pronunciar la frase de circunstancia—. Ojalá que esa preocupación nos ayude a salir del trance.

—Sí, eso, salir del trance —Luppi se entusiasmó, era el gancho que necesitaba—. Salir. Tiene que decidirse rápido, antes de que sea muy tarde. Salir de aquí —por primera vez lo miró a los ojos con una mezcla de susto e insolencia.

—Usted insinúa…

—Claro, amigo, eso, salir, mudarse, es una solución, ¿no es cierto? Puedo recomendarle una empresa de mudanzas muy responsable. Vea —adquirió postura, seguridad: era un enano asqueroso—, en una tarde lo sacan con todos sus muebles y lo instalan donde pida, aunque sea en la otra punta de Buenos Aires. Muy eficiente. Y barata. Si dice que va recomendado por mí, hasta le harán un flor de descuento —Luppi ya se manifestaba en la plenitud de su osadía.

Horacio miró el piso. Luppi se le acercó y dijo al oído:

—Horacio, amigo, el edificio hierve, hay pavura, impaciencia. ¿Sabe qué opinan algunos?, que dos amenazas, porque ustedes recibieron dos ¿verdad?, que dos son el límite. O sea una noche de éstas nos invade un comando y volamos todos. Hágame caso —le puso la mano en el hombro—, váyase con su familia antes de que sea tarde —y agregó en el más persuasivo tono—: lo digo por su bien, créame.

—Me… —Horacio tragó saliva—, me resisto a huir… como un delincuente.

—No es huir —movió la cabeza—. Es salvarse. Eso. Tiene una mujer recién recibida, con posibilidades en cualquier país. Y un hijito. ¡Piense, hombre!

—¡Cree que no pienso! —se hundió los dedos en el cráneo y estalló; era imposible frenar tanta bronca—. ¡Por qué me amenazan, ah, por qué! ¡Soy trabajador honesto, boludo de tan honesto! ¿Por qué?, ¡dígame!

La presión que el edificio empezó a ejercer sobre Horacio y Mercedes registró otro aumento cuando la mujer del encargado la encontró a Mercedes en la terraza colgando ropa y ofreció ayudarla. Mientras extendían las sábanas chicoteadas por la brisa, le contó sobre sus dificultades en la venta a domicilio.

—Ya no es como antes —suspiraba—. Hay tanto peligro en todas partes, la gente no se anima a dejarla entrar a una. Se mueren de miedo cuando ven mi bolsa; imagínese, ¡mi pobre bolsa llena de trapos! —revoleó los ojos, impotente. Al rato agregó—: ¿Sabe qué pasó anoche? —Mercedes había escuchado la gritería, por supuesto, y creyó reconocer los chillidos de Leonor, pero prefirió no darse por enterada—. Fue terrible —insistió la mujer de Martín—: venían la señora Leonor y don Víctor del cine y les pareció que un auto cargado de ladrones los estaba esperando en la esquina. La pobre se asustó, no era para menos; ni siquiera se animó a entrar porque adentro estarían los cómplices. Empezó a gritar, a pedir ayuda. Del auto, que era un patrullero, bajaron los policías y golpearon a don Víctor por equivocación, imaginando que él la asaltaba. La señora Leonor, más aterrada todavía, siguió gritando y se acercaron los pocos que andaban por la calle, sonó un tiro, o varios; no hubo heridos felizmente, pero la señora se descompuso y cayó de nuca, le salió algo de sangre por el pelo. Un desastre. Para no creer. Me dijo Martín que hoy era el comentario del barrio entero.

—Vámonos —rogó Mercedes con la cara hinchada por el llanto—. No soporto un día más.

—¿Adónde?

—A Barcelona.

—¿Con qué dinero? ¿Quién me dará trabajo?

Rafaelito empieza a chillar, lo alza, le encaja el chupete, lo agita en sus brazos, chilla más.

—¡Tengo miedo! Allí conseguiremos algo, no me importa qué, Beatriz nos ayudará.

—¡Beatriz, Beatriz! —Rafaelito chilla, Horacio chilla—. ¿Una mujer soltera como Beatriz mantendrá a toda nuestra familia? ¡Qué estás diciendo!

Sonó el timbre. Aparecieron varios consorcistas. Muchos, unos quince por lo menos. Se apretujaban en el palier. Tenían aliento salvaje. Se adelantó el abdomen de Villalba y tras él se movió la cabeza vendada de Leonor.

—Venimos a exigir que abandonen el edificio.

También estaban Luppi, su mujer y el epiléptico Javier. Todos agresivos, enojados. Decían, superponiéndose las voces, que ustedes dejaron pasar demasiado tiempo, no es justo que los buenos paguen por los pecadores, váyanse de una vez. Asomaban sus dientes y los ojos escupían abominación. ¿Qué esperan? ¿Que nos maten a todos? ¿Que nos consideren cómplices? ¡Váyanse al campo! ¡Váyanse al extranjero! Ya no era sólo Villalba, el otrora simpático picaflor, ni el conciliador Luppi ni la apasionada Leonor: la furia recorría cada rostro. Esa masa apretujada no parecía humana, sino un pulpo que extendía sus mortíferos tentáculos. Quería invadir el pequeño departamento y castigar a Horacio y a la temblorosa Mercedes. Horacio buscó en Luppi su fragmento generoso, el que había dicho que eran buenos, que lo querían ayudar. Pero eso ya no existía. Nadie deseaba ayudar, menos esperar.

Horacio se desesperó e hizo lo que jamás en su vida: aplastar la puerta en las narices de sus visitantes. Un clamor fantástico trepidó en la profunda garganta de la escalera. El monstruo rechazado bramó su cólera, zapateó el piso, golpeó las paredes. E intentó cobrar venganza: meterse con violencia en el departamento, arrancar los cuadros, tirar los muebles por el balcón. Horacio dio tres vueltas a la llave, aseguró el pasador y sostuvo la puerta con ambas manos. Del otro lado forcejeaban, insultaban, exigían. La presión haría estallar los muros. La horda ya no se conformaba con arrojarlos a la calle: quería matarlos.

El administrador Rodríguez telefoneó a Horacio. Con respeto y aparente comprensión manifestó haber sido informado del terrible problema y le rogaba que lo entrevistase enseguida. Lo recibió con un largo apretón de manos, le convidó café, cigarrillos, y le contó sin rodeos que fue llamado de urgencia por la mayoría de los consorcistas: habían celebrado una “especie” de asamblea (no la podría llamar asamblea por la convocatoria irregular y porque usted no fue citado). Rompiendo la mezquina costumbre de deliberar parados en el inhóspito hall (porque nadie quería gastar su living con los vecinos), la señora Leonor ofreció su departamento.

—Présteme atención —dijo Rodríguez—: reina el pánico. Esperan la bomba noche tras noche. No son los mismos de hace un mes. No comprenden las razones por las cuales ustedes todavía no se han mudado.

Horacio lanzó una risita triste.

Rodríguez agregó que era cierto, vivimos tiempos anormales. Al principio las amenazas indignaban, un anónimo era delito, un asesinato era noticia. Ahora es un lugar común. Algunos piensan que ustedes estaban metidos en la cosa. Escúcheme, no se altere…: uno de ellos barruntó que si no se van, es porque otro grupo los está protegiendo, imaginan que son un sándwich entre bandos enemigos. Y que tal vez ustedes esconden armas…

Horacio vació el pocillo y lo miró perplejo: —Armas… ¡yo! —le brotó un ronquido animal.

Rodríguez intentó calmarlo:

—No son malignos, tienen simplemente un terror de novela. Así como alguien puede entrar aquí con una ametralladora y hacernos pomada, alguien puede encargarse de cumplir la amenaza de las tres A. Y le aseguro que no son mala gente porque en medio de la locura don Víctor, por ejemplo, ofreció encargarse de averiguar quién tiene una estancia en el Sur donde ustedes puedan refugiarse, otra locura, estoy de acuerdo, pero vale como gesto. Funes no sólo se mantuvo silencioso como siempre, sino que ni siquiera aceptó que se contratase una empresa de mudanza para que les vaciara el departamento de prepo y les llevase las cosas a un guardamuebles.

—¿Eso pretendieron? —a Horacio se le había oscurecido la voz.

—¿Comprende ahora por qué mi urgencia en hablarle? —dijo Rodríguez—; el panorama pinta muy feo.

—¿Y a nadie se le ocurre que somos unas pobres y absurdas víctimas, que no tenemos un carajo que ver con esta guerra, que necesitamos protec…? —se le cortó la palabra y se precipitó a la calle.

Un golpe lo despertó. Tembló la cama. ¿Terremoto? Creyó ver resplandores de incendio que se expandían por el dormitorio. Mercedes corrió hacia la cuna para levantar a Rafael. Horacio se tambaleó hacia el corredor en medio de un estrépito de vidrios rotos. ¡La bomba! —recordó—, el cumplimiento de la esperada amenaza. Suponía que iba a encontrar un boquete. O que se desmoronaría el techo. Ya lo abrumaba la resignación de los vencidos. Regresó donde su mujer y la abrazó. En eso cayó otro bloque de vidrios cuyo escándalo parecía iluminar la noche. Luego se instaló el silencio. Las paredes dejaron de ondular. Encendió por fin la luz y esperó descubrir una hecatombe. La claridad se expandía por los muebles, las cortinas, las paredes: todo permanecía en su sitio. Asombrosamente ordenado e intacto. Avanzaron, de nuevo por el corredor hacia la cocina. Mercedes gritó y Horacio quedó tieso ante el espectáculo: una maceta reventada despedía sus entrañas de terrones sobre los mosaicos. Y un collar de vidrios emitía tristeza a su alrededor. Se precipitó hacia la ventana de la que colgaban trozos aserrados. Alguien les había arrojado la maceta. Miró las otras ventanas: desde alguna habían cometido la agresión. Pero estaban vacías, negras. Volvieron al dormitorio con taquicardia e impotencia.

Cuando Horacio salió para el trabajo pisó un montículo de basura desparramada junto a su puerta. Crispó los puños y voló hacia el departamento del encargado. Sus suelas resbalaron por la mugre adherida. Sentía que el mal olor le inundaba el alma. ¡Martín, Martín! Lo atendió su esposa, en camisón, los timbrazos salvajes la habían sobresaltado. Martín no está, dijo. ¡Desparramó basura junto a mi puerta! —vociferó Horacio—. ¡Lo haré echar! Pero Martín no está —ella repetía asustada—, no está, ha viajado al interior para visitar a su madre. ¡Entonces quién mierda fue! No había que sacar los residuos —siguió explicando ella—, puso un cartelito en el espejo del ascensor. ¡Pero quién mierda tiró mierda en mi puerta! La mujer se frotaba los brazos, tenía frío, no podía saber.

Horacio regresó a su departamento, buscó la escoba, la pala, una bolsa de plástico y, barboteando maldiciones, recogió la porquería que de buena gana frotaría en las tetas de Leonor y en los ojos de Villalba y se la haría comer a Luppi y al idiota de su Javier. Gruñendo como un animal enjaulado hizo un nudo en la boca del plástico.

La derrota lo impregnaba y lo retorcía. Volvió junto a Mercedes y dijo lo que se había estado resistiendo a decir: nos vamos a otro barrio, por ahora.

Bajo el cono de luz Mercedes relee el encabezamiento: “Querida Beatriz”. Y se destraba.

“Empiezo advirtiéndote que el nuevo remitente es correcto: nos mudamos hace apenas una semana. Hemos sufrido días espantosos. El vía crucis se inició con la alucinante amenaza de una organización que ni me animo a mencionar. A nuestro terror —enorme y justificado en esta época— se sumó el de los consorcistas. Es imposible disimularlo. Nadie, en la Argentina, goza de seguridad. En algunas cartas te describí a los vecinos más pintorescos. Bueno; ahora te aseguro que dejaron de ser pintorescos: se transformaron en demonios. Empezaron a dudar de nosotros y luego a perseguirnos. ¡Y de qué manera! Terminaron por odiarnos. Se sintieron víctimas, como si fuésemos los criminales por cuya causa les harían volar el edificio. Una locura colectiva, Beatriz, como las de otros siglos. Se fueron cerrando en una idea fija y perentoria: hacernos desaparecer. El peligro éramos nosotros —fijate qué enormidad— y se eliminaría con nuestra eliminación. Creo que hubieran sido capaces de lo peor. Los únicos moderados parecieron ser don Víctor (que nos buscaba una estancia para huir) y Funes —el silencioso—. Hace mucho te decía que este solitario me impresionaba como un resentido o un perverso, un individuo que se devora a sí mismo. Pero, según el administrador, fue el único en votar contra las iniciativas vandálicas del resto. Horacio se resistió a mudarse, no se resignaba a entrar en la calesita del absurdo. En plena noche nos arrojaron una maceta haciendo polvo los vidrios de la cocina. Y no te cuento las demás cochinadas.

”Por fin huimos, Beatriz. Triunfó el disparate. Que se reveló tanto más burdo cuando días después Horacio fue a la oficina del administrador para finiquitar asuntos pendientes y éste, cariacontecido, le contó que el rotisero Luppi, el generoso y anodino rotisero Luppi, padre de Javier y amante frustrado de la ópera, también acababa de recibir una amenaza como la que habíamos recibido nosotros. ¿No es para enloquecer?

”Con esta novedad el edificio entró literalmente en estado convulsivo: los ataques de epilepsia que no aparecían en Javier aparecieron en el conjunto de los consorcistas. Leonor tuvo una crisis de película, tiró al piso a Luppi y le arrancó pedazos de cabello; al gordo Villalba le vino una diarrea que no pudieron frenar ni con una montaña de carbón. Lo increíble fue que el pánico provocado por las nuevas cartas de amenaza a Luppi no desembocó en la exigencia de expulsarlo, como pasó con nosotros, sino en vislumbrar a Funes como el culpable de todo este horror. Para los enloquecidos vecinos Funes dejó de ser un individuo despreciable y se convirtió en el siniestro autor de los anónimos. Así le contó el administrador Rodríguez a Horacio, aún tembloroso de perplejidad. No había pruebas pero, culpable o no, el administrador preveía que Funes iba a ser prolijamente despedazado: Leonor le arrancará los ojos y, entre Luppi, Villalba y demás consorcistas le incendiarán el departamento. Para el administrador, Funes es inocente, es un pobre diablo incapaz de escribir amenazas. ¿Lo sabremos alguna vez? Por ahora oficia de víctima. Argentina está sedienta de víctimas.”