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Ernesto y Joaquín emergieron en el extremo de la ruta arrastrando sus mochilas. Llegaron frente a la solitaria estación de servicio y se derrumbaron bajo un árbol inmóvil. Desprendieron las correas, intercambiaron cigarrillos, apantallaron el calor. La siesta ardía.

Al mismo tiempo un hombre calvo con overol azul salió de la oficina y se instaló bajo el alero de la estación de servicio en un banquito de tres patas. Sacó una revista, mojó la punta del lápiz en su lengua y se concentró en las palabras cruzadas. Le sobraba tiempo: el tránsito había decaído en esta ruta provincial desde que se habilitó la nueva carretera nacional, varios kilómetros al sur. Había sido largamente proyectada y más largamente debatida; su construcción —dicen— benefició al país y a los bolsillos de varios ministros. No se benefició el pelado vestido de overol que fruncía los párpados y apretaba los dientes. Claro, pensaba: no era un político. Según él, ni siquiera benefició al país, porque la ruta provincial quedó librada al abandono, perjudicando campos y pueblos. Puteó a las perdices, los ministros, el calor y la universal peperina.

El cielo blanco quemaba. Ernesto y Joaquín palparon sus armas, decididos a consumar el robo. Paciencia: virtud esencial. Se corrieron unos centímetros tras la sombra. Los rayos perforaban el enramado y en el suelo se formaban monedas amarillas.

El pelado levantó de nuevo los ojos: estaba intrigado con esos mochileros que pretendían hacer dedo con este sol y en esta ruta. Levantó el banquito y se reintrodujo en la fresca oficina.

Joaquín estrujó el paquete de cigarrillos y lo tiró a la sartén del pavimento. Bostezó. Por ahí no pasaba ni un beduino. Terminarían asaltando al pelado y robándole la bicicleta. Se durmieron. Una hora, dos, el trayecto incomputable de una siesta canicular. La fatiga de la jornada anterior —y de la noche pergeñando planes— les ablandó los músculos y aclaró la piel. Algunas torcazas se aventuraron a saltar sobre la ruta incandescente y vacía. Por fin la tarde arrimó una brisa. Joaquín tuvo un sueño repugnante al principio; después el aire refrescó la humedad de su cabello alejándolo del horror.

Ernesto se despabiló de golpe, tenso; aferró el brazo de su compañero. En la punta del camino guiñaba algo, un auto tal vez. Joaquín se frotó con rabia los párpados, colocó la mano como visera y corrigió: es una rural. No, un auto, insistió Ernesto. Una camioneta, gritó Joaquín, una camioneta, segurísimo. Creo que tenés razón. Ernesto inspiró el aire dotado ya de cierta fragancia y palpó su revólver. Yo haré señas con el dedo; poné cara de circunstancias.

Alzaron las mochilas. Ernesto salió del círculo de sombras y lo emblanqueció la luz. Movió la mano con el pulgar extendido: maniobra universal, implorante. La bajó al notar que la camioneta iba frenando y desviándose hacia los surtidores de nafta. Ambos se palparon las armas ocultas. ¡Atentos!

El de overol salió de la oficina limpiándose migas de pan. El conductor de la camioneta bajó, trastabillando, ventilándose la camisa. Por la otra portezuela salió una muchacha con anteojos de sol. El pelado enchufó la manguera. Al rato contestó la pregunta señalando dónde los hombres y dónde las mujeres: antes esta ruta fue importante y las instalaciones, de primera, agregó con prescindible orgullo. El hombre caminó rápido hacia su objetivo. Ella hizo un rodeo: miró la camioneta, al pelado cargando nafta, tragó saliva, después se alejó.

—Van de camping —musitó Ernesto.

—Ahora van a mear —precisó Joaquín.

El pelado sacó la manguera y cerró la boca del tanque. Llenó con agua el radiador. Empapó un trapo gris y se puso a limpiar el parabrisas.

—¿Ya? —se impacientó Joaquín.

—¡Ya!

Sus zapatillas cachetearon el asfalto. El pelado limpiaba esmeradamente los fragmentos de mariposas estalladas contra el parabrisas; giraba su brazo sobre el vidrio y no comprendió cómo había aparecido la cara de un mochilero junto al volante. Espejismo del calor. Enseguida su cinturón lo arrastró hacia atrás, un ladrillo suelto en la explanada, o tal vez un poste caído, porque tropezó, cayó sentado, se nubló el cielo o un sombrero le tapó la nariz, qué carajo es esto, oyó el motor de la camioneta, nadie pagó un peso, un asalto. ¡Eh, eh!, gritó el conductor emergiendo con prisa del baño, los dedos enredados en la bragueta, el pelado había caído en un charco de aceite, la puta que los parió, la camioneta rechinó dolorosa con el cambio de marcha, culebreó con riesgo de volcar, sus neumáticos dejaron huellas en el asfalto y después se achicó tras una plateada estela de humo. ¡Policía! ¡Policía!, gritó la mujer, el pelado se sacudió el overol embadurnado, el hombre tenía la bragueta sin prender aún, ella soltó un llanto progresivo e hipante, él exigió al pelado atónito: haga algo, el pelado le mostró sus manchas negras y sus ojos perplejos, la estación solitaria, una bandada de torcazas regresando al pavimento, los tres desamparados, mientras Ernesto y Joaquín perforaban la ruta llevando júbilo en el corazón. Y en la camioneta, una pesadilla.