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Si tuviera que dedicar esta historia, no encontraría mejor destinatario que el maestro Domenico Puccarelli, su protagonista. Lo encontré hace poco en la Sociedad Italiana de Río Cuarto por mera casualidad. El 19 de septiembre se celebró el primer centenario de la institución con un banquete y llegué tarde comprimiendo contra el pecho la pila de libros que acababa de recuperar (mis amigos los arrancan gozosos de mi biblioteca y olvidan devolverlos). Los dejé en el guardarropas vacío: el aliento precoz de la primavera hacía innecesarios tapados y sobretodos. Ingresé en el salón repleto de gente. Un miembro de la comisión de festejos me guió entre las sillas apretujadas y el regocijante barullo hasta un rincón que permanecía milagrosamente desocupado.

El excelente vino, la abundante comida y el desopilante show borraron de mi conciencia la hora, el día y también los libros. De manera que a la mañana siguiente —frisaban las once—, enojado por haber olvidado los libros y tener que perder más tiempo yendo a buscarlos, subí otra vez los peldaños breves que conducían a la puerta que vio pasar tantos invitados. El hall resplandecía tras la fregada matinal con agua y detergente. Un silencio profundo —compensación violenta de la algazara que había trepidado casi toda la noche— parecía brotar de los espejeantes mármoles que recubrían los muros, como si el edificio se hubiera transformado en un cenotafio. Me dirigí a la secretaría administrativa y acerqué mis nudillos al cristal. Dudé unos segundos antes de atreverme a quebrar la tersura del silencio. Oí mis golpes, cortos, bien timbrados. Nada. Giré el pomo y escruté la habitación tapizada de vitrinas. Sólo necesitaba que alguien abriera el guardarropas para poder llevarme los libros. Una puerta plegadiza de varios metros cerraba el acceso al salón principal. Quizá allí hubiera algún ser vivo. Accioné el picaporte y ¡estalló la música! ¿Había movido el botón de un aparato invisible? La escala cromática se desgranó veloz hacia los agudos y retornó con brillo parejo hacia los graves para bifurcarse luego y volver a reunirse en una iridiscente producción de sonidos.

Entré y vi que muy lejos, al final de la inmensa sala vacía, sobre la tarima donde funcionó la orquesta, un anciano en camisa se encorvaba sobre el teclado. No podía sospechar que ese hombre marchito y sucio era nada menos que el otrora famoso Domenico Puccarelli.

Los sonidos rodaban por la bruñida pista de mosaicos y se arremolinaban hacia el altísimo cielo raso ornado con molduras. En un rincón se amontonaban sillas, tablones y caballetes. Me acerqué con curiosidad.

El músico era alto y flaco; su calva lustrosa terminaba en una mata de pelos grises que se enredaban sobre la nuca. La piel arrugada, sobrante, vibraba como si la estuvieran golpeando por dentro. Usaba gruesos anteojos de miope. Se había arremangado hasta los codos y en sus zapatos se notaban manchas de cal.

Caminé evitando su mirada y me instalé, con las manos en los bolsillos, a escasos metros. Había empezado a ejecutar el Clave bien temperado de memoria. Tocaba con exactitud, como una máquina, destacando con absoluto dominio del contrapunto la voz primordial. Observé la humedad de sus axilas, el vello de sus antebrazos tendinosos. Al finalizar la tercera Fuga se quitó los pesados anteojos. Extrajo un pañuelo abollonado y se secó la cara.

Carraspeé.

—Disculpe, ¿hay alguien de la gerencia, o de maestranza?

Se sobresaltó. Calzó con apuro las gafas.

—No… sé —su voz delataba inseguridad, retracción, como si hubiera sido descubierto con las manos en el delito.

—Hace rato que inspecciono —dije—, todo está vacío. Aunque anoche hubo fiesta; no pueden desaparecer los porteros, o los que limpian.

—Sí, claro —guardó lentamente el pañuelo en su descolorido pantalón, como si fuese un arma.

—Por lo menos tuve el placer de escucharlo —dije para demostrarle que yo era inofensivo.

—Oh… ¡gracias!

—Ejecuta muy bien a Bach.

Contrajo las fláccidas mejillas con súbita vergüenza. Su nariz volvió a exudar gotitas entre los pelos que oscurecían el dorso. Necesitaba disculparse.

—No es para tanto.

—Supongo que alguien le abrió la puerta —yo necesitaba acceder a ese maldito guardarropas.

—¡Sí! —exclamó como si lo hubiera acusado de violar un domicilio—. Me abrió el portero. Tengo permiso, ¿sabe?; puedo tocar un par de horas, todos los días. Excepto los domingos.

—¿Dónde se ha metido el portero, entonces?

—¿Quién? —preguntó azorado.

—Bueno, no se preocupe —el músico debía de estar arteriosclerótico y se paró, como si de repente hubiera tomado conciencia de haberme faltado el respeto o algún absurdo por el estilo. Su larga osamenta habría sostenido un cuerpo más relleno: le colgaban flaccideces en las caderas, en la reseca papada. Sus pantalones eran demasiado anchos (además de descoloridos) y un extremo desflecado de la camisa le caía por afuera—. No se preocupe —insistí—, ya me arreglaré.

Movió la cabeza en signo de conformidad. O sumisión. Y retornó al taburete.

—Adiós, maestro —lo saludé caminando hacia la salida.

El pianista permaneció boquiabierto, las manos con pecas apoyadas sobre las rodillas, los anteojos resbalando por la ensilladura brillante de su nariz punteada de barros. Abandoné el salón. Entonces volvió a tocar, apretando el pedal de la sordina.

Vi al portero que venía a mi encuentro arreglándose la bragueta. Sacó un espeso manojo de llaves y realizó una ágil selección. En el guardarropas con olor a encierro encontré mis libros tal como los había dejado.

—Gracias.

—Por nada.

Los sonidos enhebraban una conmovedora tristeza de Schumann. Fruncí el ceño.

—¿Quién es?

—¿El pianista?

—Sí.

Encogió los hombros.

—Hace una semana que viene por unas horas; el presidente le dio una autorización.

—Pero… ¿quién es, cómo se llama?

—Pucante, o Pucanti, algo así.