Isaac pensó que no debía sentirse apesadumbrado. Le estaban por rendir un homenaje a su papá. La ciudad íntegra, liberada en fiesta. ¿No lo merecía, acaso?

Aunque el homenaje resultaba tan curioso. Y le producía la angustia de las premoniciones infaustas.

Porque vivimos encerrados en el ghetto, decía Hilel, su hermano mayor.

Se aglomeraba mucha gente, sí. Todos querían estar cerca de su papá. Algunos llegaban caminando, otros en carruajes. También venían los soldados con sus panoplias relucientes abrazados a un bosque de alabardas. Y el obispo. Hacía mucho calor.

Los viejos, los niños, los ricos, los miserables, los condes, los frailes, todos acudían. A causa de su papá. Como para estallar de alegría.

Tan bueno que era con él. ¿Por eso lo querían honrar? Seguramente. Pero se trataba de un judío. Ningún gentil debía honrar a un judío, ¿quién lo ignoraba? Muchos años atrás, en una gran asamblea que realizaron los dignatarios de la Iglesia en un lugar llamado Westminster, decidieron prohibir estos homenajes. Y desde entonces los judíos sólo se pueden ensalzar entre ellos. De lo contrario sobrevienen calamidades. A su papá, sin embargo, lo honraría una multitud gentil, contraviniendo la antigua y respetada resolución. ¿Qué significaban si no esas carrozas, banderas, trajes de fiesta y alfombras en las calles?

Se vive tan encerrado en el ghetto —había insistido Hilel, su hermano mayor— que uno se entera demasiado tarde de lo que ocurre en la ciudad. Su padre, esa oportunidad, no estuvo de acuerdo: ¿para qué te interesa saber lo que ocurre afuera? Si es bueno para nosotros, llegará; y si es malo, mejor ni enterarse, porque de nada sirve.

Pero ahora tenía razón su hermano, lucubró el pequeño Isaac. A lo mejor se produjo otra asamblea en Westminster y se decidió dejar sin efecto la vieja prohibición. Si así fuese no tendría nada de curioso lo que estaba por ocurrir. Al homenaje lo entenderían Hilel, papá y él mismo. Sólo el calor permanecería inexplicable. El pequeño Isaac dispuso concurrir sin su pesado caftán negro.

Cuántos soldados, se admiró. Una vez los soldados marcharon hasta una casa vecina, derribaron la puerta con hachas, golpearon a rabí Jaime y se lo llevaron sin atender los gritos de su familia. Pero otra vez —se acordaba Isaac— acudieron para detener un progrom. Son muy vigorosos; a Isaac le gustaría tener tanta fuerza como ellos. Papá replicó que a esa fuerza le faltaba otra interior, más trascendente. Sin embargo, protestó Isaac, no estaría de más la que ellos tienen. Papá meneó su cabeza blanca: tanto a la vez es demasiado.

Los soldados avanzaban en grupos, como si integraran fantásticos animales rectangulares erizados de moharras, protegidos con caparazones y sostenidos por cien patas firmes y ruidosas. Se abrían paso entre la turba dirigiéndose hacia la gran plaza donde se tributaría el homenaje.

Si supiéramos lo que pasa fuera del ghetto, pensó Isaac, si fuera cierto que en Westminster se ha dispuesto honrar nuevamente a los judíos, entonces pronto nos enteraríamos de que la ciudad honraría también a su hermano Hilel, por ejemplo, y a sus tíos, y a otros parientes. Todos los días serían días de fiesta. Y la gloria de papá se hará muy grande. Se dirá: esta costumbre de volver a honrar judíos empezó con rabí Moisés ben Job (mi papá). A partir de él los cristianos y los judíos se aman, se hacen regalos, se visitan, se elogian y ayudan. ¿Acaso ya no estaban dando comienzo a esa preciosa realidad? Convergían en la plaza, empujándose: el alcalde, los corregidores, el obispo, órdenes religiosas enteras, corporaciones de zapateros, herreros, cartógrafos, molineros, carpinteros y albañiles, los pordioseros, los guardias, los niños, las cortesanas, los inválidos.

Isaac aprobaba la concurrencia. Su papá era un hombre muy valioso. Había sido recibido por príncipes y cardenales, había ayudado a señores y corporaciones, financió largos viajes de descubrimiento, escondió a familias perseguidas, estimuló centros de estudio, él mismo realizó travesías importantes y por último decidió recluirse en el ghetto para alentar a sus hermanos, leer los libros santos, dedicarse a los únicos hijos que le quedaban. Tal vez en la ciudad conocían otras hazañas que al pequeño Isaac aún no le habían contado. Y que explicaban holgadamente esa súbita, multitudinaria, festiva demostración.

El calor no aflojaba. Aunque lo retasen, se quitaría el caftán; estaba decidido. La camisa lo estrangulaba, sus cabellos rojizos se enrulaban con la transpiración. Por eso estaba tan inquieto, supuso. Tan asustado.

De pronto, interfiriendo el rumor poderoso de la multitud, empezaron a doblar las campanas. Su sonido se multiplicó rápidamente. El cielo se pobló con colores metálicos. Como si las campanas del mundo entero se hubieran lanzado a rodar en una fantástica molienda de badajos. El pequeño Isaac se tapó las orejas, apartó sus cabellos húmedos. La camisa le seccionaba la garganta. O la emoción. Tañían por papá, amistosamente. Y a pesar de su revuelo glorioso y ensordecedor, dejaban filtrar el perpetuo paso de los soldados, los cánticos de las procesiones, el fragor taladrante de la plebe que avanzaba como un río oscuro, incontenible, hacia la plaza del ayuntamiento. ¡Qué alegría!

¿Alegría?, le increpó Hilel con dureza.

Están por honrar a papá: es para llorar de alegría, hermano.

Hilel empezó a llorar. Los soldados golpeaban el pavimento con sus tacos sonoros. Isaac lloró también: por el homenaje, por su papá, por el increíble calor que le ampollaba la piel. Sus lágrimas se reunían con los hilos de la transpiración, con las primeras gotas de sangre que brotaban de las ampollas. Y el llanto que era de alegría se extrañó por la falta de risa. La risa no podía cruzar su garganta bloqueada. El pequeño y travieso Isaac quería comprender. Por qué el calor, y la sangre, y el ruido, y el llanto.

Sus párpados se alzaron: reinaban la pena y el calor de julio. ¿Su hermano Hilel sabía? Las honras eran, en realidad, honras fúnebres. Su casa estaba retraída en la tristeza, se habían ocultado los espejos con telas opacas, clausurado aberturas, cerrado los patios. La negrura del ghetto expresaba la profundidad de la aflicción. Moisés ben Job, su papá, era un hombre muerto. En Westminster prohibieron honrar a los judíos pero sin aclarar que la proscripción se extendiera más allá de la muerte. Entonces el homenaje era lícito. Y el pueblo tenía derecho a desbordarse para manifestar su aprecio por un benefactor tan piadoso como el papá de Isaac. Porque ya estaba muerto, claro.

Doblaban las campanas. El sonido que en el sueño premonitor le pareció tan alegre, ahora sabia amargo. La multitud colorida y bulliciosa que había imaginado en su cuarto fuliginoso, ya era una gorda serpiente que apenas cabía en las callejuelas de la ciudad, que se estiraba perezosamente hacia la plaza mayor, latiendo contra los muros, emitiendo un sonido ronco, temible.

Isaac estaba más angustiado que antes. No podía quedarse encerrado en esos cuartos estrechos, penumbrosos. Debía ver, escuchar mejor, enterarse de cada uno de los detalles que involucraban al justo de su papá. Esquivó horcones, muebles, muros. Cruzó infinitos cuartos y cámaras del ghetto. Recorrió el camino frecuente que conducía a la miserable escuela. Trepó escaleras sucias, atravesó corredores pringosos, abandonó salas atestadas de objetos vivos y muertos. Buscó ansiosamente los límites del ghetto. Límites que el ayuntamiento prohibió ampliar, por eso las viviendas debieron crecer hacia abajo, hacia cuevas que se comunicaban mediante túneles que a veces se derrumbaban, o hacia arriba, apilándose un cuarto sobre otro, en forma caótica y absurda, enlazándose con puentes que cruzaban de forma caprichosa los angostos callejones. Isaac subía agitándose. Las campanas sonaban con mayor insistencia. Y en la formidable catarata de bronces se mezclaba el rebumbio de la multitud que fluía hacia la plaza del ayuntamiento.

En su carrera hacia los techos divisó la calle exterior. Escuadrones erizados de armas luminosas se abrían camino comprimiendo hacia los costados a mendigos, vendedores ambulantes, caballos y sirvientes. Entre un escuadrón y otro, rodeados por un círculo que los lacayos se esforzaban en mantener libre, los condes vestidos con sedas y terciopelos se desplazaban en lujosas cabalgaduras.

Hilel le dio alcance y ordenó que retrocediera. Isaac meneó la cabeza húmeda de lágrimas y transpiración. ¿De qué servía ese ruido y boato si estaba muerto? —quiso explayarse—. La gorda serpiente se deslizaba por la calle como un río lento, negro, cargado de ramas, troncos y piedras. Van a honrar a papá, a papá, a papá muerto. ¿No es así, Hilel?

—Volvamos, Isaac.

—¡No, quiero ver!

—No hay nada que ver.

—¿No merece papá un gran homenaje?

—Sí, lo merece.

—¿No fue recibido por príncipes y cardenales? ¿No lo habían respetado judíos y gentiles de comarcas lejanas? ¿No habían llegado hasta él emisarios buscando consejo?

—Sí, pero es un funeral, un verdadero funeral, Isaac.

—¿Por qué no participa el ghetto?

—¡Estás loco!

Y la extrañeza de Isaac se agudizó ante la cara transfigurada de su hermano Hilel. ¿Acaso estaban resentidas las autoridades de la comunidad? ¿Acaso es incompatible el homenaje gentil con la piedad de los judíos? ¿Acaso se interpretaba esa manifestación como una ironía?

Hilel no podía responder preguntas de ese tono. El pequeño Isaac era una máquina de hacer preguntas irritantes. Y en vez de contestarlas, Hilel estalló en una nueva crisis de sollozos. Isaac, mirándolo sacudirse de modo inconsolable, tuvo un presentimiento horrible: ¿se habría convertido papá?, ¿es eso, Hilel?, ¿es eso? ¿La ciudad celebraba entonces su traición al ghetto, a sus hermanos, a sus antepasados? ¿De ahí tantos monjes y órdenes religiosas enteras, de ahí el tañido victorioso de las campanas, de ahí la presencia de ricos luciendo joyas y pobres luciendo llagas? ¿Y el ghetto cerrado y triste?

Esto lo pensó y no lo dijo. Para qué. Lo cierto era que no vería más a su padre: no sólo por muerto, sino por apóstata. Sin embargo, era el papá que había dirigido las cenas de Pascua y explicado con ternura y placer cada tramo de la ceremonia, el papá que enseñaba a enrollar las filacterias, cantar dulces canciones y no perder jamás la esperanza. Ese papá no podía haberlo traicionado a él, ese papá podía morir pero nunca abandonarlo.

—¡Adónde vas! —le increpó Hilel con voz irreconocible.

El pequeño Isaac miró la muralla. Su hermano hizo señas enérgicas para que retrocediera. Delante se extendía un puente angosto, luego una especie de torre ciega y de inmediato la calle exterior. Por ella ondulaba la descomunal serpiente. Hilel intentó sujetarlo del brazo, no fuera a querer arrojarse como un suicida en las fauces del monstruo.

A las campanas liberadas se acopló el sonido imponente de las trompetas. Empezaba el acto, las honras a Moisés ben Job. E Isaac anhelaba llegar a él, aunque su hermano se opusiera, aunque la familia y toda la comunidad lo condenaran por desobediente. Corrió por el puente precario, rodeó la torre, miró por última vez a Hilel y se arrojó sobre la muchedumbre. Su cabeza roja como un meteorito se hundió en la piel del ofidio.

Gritos, rebuznos, relinchos, protestaron por su intempestiva incorporación. Rebotó sobre hombros y cabezas. Fue arrojado livianamente hacia delante y atrás. Las ventanas y almenas se movieron caóticamente ante sus ojos despavoridos. Su cuerpo rodaba: tan pronto veía la piel oscura del monstruo, tan pronto una cinta de cielo delimitada por el borde de los muros. Se abrieron gallardetes, se encalabrinó un caballo y el pequeño Isaac cayó de pie en el claro que rodeaba a un conde. Se tambaleó, magullado y dolorido. Un sirviente le aferró un brazo con odio, lo hizo girar en el aire y volvió a encastrarlo violentamente en la multitud que lo acababa de expulsar. Las entrañas de la serpiente lo aprisionaron con fuerza. Y tras recibir nuevas contusiones llegó a la plaza del ayuntamiento. La cinta de cielo que asomaba en las callejuelas se dilató en un círculo inmenso. Isaac, para escapar de los golpes, trepó a un carro. La sangre que habían manado sus ampollas en el sueño premonitor, ahora existía en su cara y en sus dedos.

Vio el palco cubierto con doseles de terciopelo. Los soldados lo mantenían libre de intrusos con látigos de alambre. Una amplia circunferencia de alabarderos brindaba apoyo hincando a la muchedumbre para que no se desbordase. En el palco permanecían sentados los hombres ilustres. Desde allí controlaban todo: la gente excitada, los tapices colgados de los balcones, las banderas rendidas al viento, el flujo incesante de más pueblo, más animales, oriflamas, monjes y cruces.

¿Cómo será el rostro de mi papito muerto? ¿Tendrá los ojos abiertos o cerrados? ¿Peinada o deshecha la barba? ¿Blancos o rosados los labios? ¿Limpio o sucio el caftán? A Isaac le aguijoneaban las articulaciones, sentía sus manos pegajosas de sangre, le dolía la cabeza.

Irrumpió frente al palco una correntada de inválidos portando velas. Se desplazaban sobre angarillas conducidas por frailes o se apoyaban en muletas y otros extraños medios de locomoción. Tenían las órbitas hundidas, la piel seca, horribles cicatrices. Sus rostros parecían máscaras de una grotesca felicidad. Vestían túnicas con dibujos e inscripciones. Eran los penitentes, los que habían pecado y mortificaban sus cuerpos hasta destruirlos para salvar el alma. También querían honrar a papá.

¿Quién estaría ausente en semejante fasto? Sólo los judíos. Entendían que no era forma de honrar a un muerto o un apóstata.

De pronto el fragor de campanas, trompetas, ruidos animales y el bullicio de la multitud se unieron en un solo haz largo y estridente. Ingresó en la plaza el hombre que originó el acontecimiento. Allí estaba. ¡Y estaba vivo, con los ojos abiertos, los labios rosados, la barba intacta! Lo rodeaba un séquito de honor, ataviado con sedas y brocatos. El pequeño Isaac gritó también, o creyó gritar, porque su garganta ya había dejado de emitir sonidos. Extendió los brazos hacia él, para llegar a su lado, abrazar sus rodillas, decirle cuánto lo amaba.

Un paje desenrolló el pergamino dorado. Callaron las campanas y trompetas. La multitud se esforzó en reprimir interferencias. El paje movió los labios explicando los motivos del homenaje y enumeró los méritos excepcionales de Moisés ben Job. Y las encumbradas autoridades que presidían la manifestación desde el palco movían aprobatoriamente sus cabezas engalanadas con sombreros lujosos.

El niño no podía escuchar y menos entender. No discernía aún por qué el homenaje, por qué tanta gente, por qué soñó con calor, ampollas y sangre, por qué tanto despliegue para su papito que, gracias a Dios, aún vivía y merecía el cariño del mundo entero. El paje lo estaba aclarando, pero el diminuto Isaac no captaba sus palabras. Estaba lejos, tampoco podía estirar su cabeza magullada. Los golpes que había recibido en las entrañas de la serpiente y los estragos de la emoción anularon sus fuerzas. Pero sabía ya que su papá no era un traidor como se había imaginado en un instante de perplejidad. Se insistía por doquier que era judío. Y entendiendo cada vez menos se desmayó.

Cuando abrió los ojos, registró por fin el tamaño impresionante de la plaza vacía. Algunos perros perseguían los residuos que el viento empujaba sobre el pavimento, mezclados con gallardetes abandonados. Y sobre el estrado hacia donde habían conducido a su adorado padre en ese bochornoso día de julio, aún se agitaban como ramas quebradizas los restos que había calcinado la hoguera.