Hacia el oeste de Buenos Aires, tras una inexplicable loma estéril, se acurruca Villa Mandarina. Dicen que durante los tiempos míticos en este poblado pintoresco solían encontrar refugio desertores y linyeras. La fundó un pulpero alucinado, quien —perseguido por la justicia— se arrastró por la dilatada loma; los abrojos se metían bajo sus gastados pantalones y le hacían sangrar, la luz reverberaba en los cardos violetas y en la paja. El pulpero se instaló al final del yermo y aguardó confiado la llegada de los clientes que también vendrían mordidos por el hambre, la sed y el temor. Parece que los primeros consumidores fueron unos gauchos caídos en desgracia; con ellos el pulpero agrandó la toldería primigenia. En esa época —que se fue llenando de desertores, payadores y cuarteleras— el poblado ni siquiera tuvo nombre.
A principios de siglo el paisaje quieto fue destrozado por una caravana de carromatos llenos de inmigrantes. Como lo soñara el pulpero venían con hambre, sed y miedo. Las violentas sacudidas a lo largo del interminable promontorio habían alterado los rostros de los viajeros: exhibían piel sin color, bocas sin dientes, órbitas sin ojos. Las pañoletas de las mujeres eran tironeadas por el viento, el mismo viento que años después transportaría por fin el polen extraído a la tierra y que impregnaría el atardecer de fragancia doméstica. En efecto, esos carromatos traían semillas que dieron lugar a la primera plantación de cítricos que inspiró el nombre. Y Villa Mandarina se convirtió en una pequeña ciudad galvanizada por la tensión de emociones e intereses, como toda ciudad.
La alta y absurda loma siguió oficiando de escudo. Su hirsuta convexidad, donde refulgen los espinos en vastas planicies de roca indómita, impide que el Gran Buenos Aires consiga devorarla. Al ponerse el sol, ese escudo natural se enciende como una brasa. La muralla del cementerio arde unos minutos y luego se desintegra en la noche. El extremo derecho de la muralla, correspondiente a los judíos, es el último en apagarse. Un resplandor indirecto, emitido por el misterioso pedernal, subsiste más allá del tiempo justo.
Tobías acaricia el reseco portón. Lo abre un rato antes del estipulado para las visitas. Su tarea de sepulturero imaginativo no es simple: desde guardar las llaves hasta dirigir la excavación de las fosas, desde acomodar una mesita con mantel para las colectas hasta el lavado ritual de cadáveres. La tarea exige esfuerzo físico, aplicación mental y desgaste cardiaco. Ha llegado a considerarse un héroe. Y quien lo escucha unos minutos acaba otorgándole la razón. Es un hombre de abundantes y temerarias iniciativas. Como inventor habría revolucionado el mundo. Como sepulturero revoluciona el cementerio y la comunidad. Gracias a él, exclusivamente (“exclusivamente”, enfatiza con el índice apuntando el cielo), la comunidad judía de Villa Mandarina puede sobrevivir. Esto demuestra —insiste pisoteando modestias— que sólo quien entiende de muertos consigue salvar a los vivos.
Han empezado a cuestionarlo. La gente es muy ingrata. O ignorante. O falta de seso.
—Yo no elegí este oficio —protesta con su corpulencia bonachona cuando alguien reclama por un defecto de sus servicios; su nariz carnosa e irregular como un tubérculo se le hincha a medida que aumenta el enojo—. ¿Le parece que la lápida se ha inclinado? ¿Está seguro? ¿Y usted cree que me pagan para torcer lápidas? ¿No tengo bastante con cuidar que las pongan derechas, y en sus sitios, sobre todo en sus sitios?; si dependiera de los marmoleros, donde yace Jaime la lápida podría decir Bernardo; y donde Bernardo, Mauricio. ¡Y usted insulta porque el mantel de la mesita para colectas es demasiado claro! Hace un siglo que pongo siempre el negro que ya está aceitoso de mugre; lo he mandado a lavar, simplemente a lavar. ¿Qué tiene de malo este otro? ¿Tiene agujeros? ¿Tiene manchas? No; ¡es demasiado claro, blanquecino! La gente piensa que un mantel claro no es serio, no estimula las donaciones. ¿Acaso se ríe este mantel? ¿Acaso dice chistes…?
”¡Yo no elegí este oficio!; me lo propusieron. ¿Qué digo?: ¡me lo encajaron! La comisión directiva, vestida de gala, seria como los manteles negros, explicó la importancia del puesto vacante. “Sepulturero” (pronunciaron la palabra frunciendo los labios como si dijeran “príncipe”); “rango oficial”; “Jefe máximo de la provincia de los muertos” (por debajo de la comisión directiva, se entiende). Existen normas y tradiciones que cualquiera conoce bien, por supuesto, y que yo respetaría, por supuesto. El sueldo no interesa mayormente, por supuesto, dijeron. ¡Alto!, repliqué yo, sí que interesa. Vamos, vamos, intervino el presidente, ¿no sabe que el respeto y el temor que infundirá a partir de la asunción del cargo no tienen precio? Toda la comunidad pasará alguna vez por sus manos. Inclusive cada uno de ustedes —pensé al instante, con la morbosa inspiración que me provocaban— cada uno de los esforzados y amados dirigentes comunitarios me confiará su cuerpo rígido antes de entregarse a la tierra y sus blancos gusanitos. ¿Cómo osaba yo humillarme discutiendo monedas? No discuto —me enojé—; y tampoco acepto el cargo; seguiré siendo taxista, ¡ésa es una profesión! Transporto gente de toda clase, hablo y escucho, me muevo de una punta a la otra de la ciudad; todos me conocen y yo conozco a todos los hombres y hasta todos los perros. Además, ¿qué haría con mi viejo auto? No es problema, respondieron los de la comisión: si de transporte se trata, seguirá transportando: en lugar de vivos, cadáveres. ¿Le gusta el trabajo al aire libre?, ¡tendrá aire libre! ¿Acaso en el cementerio no sopla buena brisa, pura, perfumada? ¿Quiere hablar con la gente? ¡Hablará hasta aburrirse!: los deudos lo buscarán, preguntarán, perseguirán, criticarán. ¿Dice que lo conocen en la villa? ¡Por supuesto que lo conocen! ¡Por supuesto que nosotros lo conocemos! Conocemos su honestidad, su bondad y sobre todo sus iniciativas. ¡Necesitamos hombres con ideas, con imaginación! —se exaltaron—; estamos mal por la cantidad de burócratas y de obsecuentes traga-sueldos que impiden nuestro progreso. ¿Ahora entiende por qué decidimos ofrecerle el cargo? Está hecho a su medida: cuando Dios creó al primer sepulturero, ya pensó en usted —remató el presidente apoyando su índice en mi dotada nariz.
”Mantuve la negativa. El secretario —que parecía buen negociador— me siguió hasta casa con impúdica tozudez. La noche otoñal predisponía al buen humor, pero el secretario dele y dele con los muertos. La comunidad de Villa Mandarina no podrá sobrevivir sin un sepulturero; hay que ocuparse de los muertos para tranquilidad de los vivos. Se metió en casa. Mi paciente (aunque fea y estéril) mujer tuvo que servirnos una copita. Y dele con los muertos. Me dormía en la silla mientras el secretario pasaba revista a las dificultades económicas, las dificultades con los maestros de la escuela comunitaria, dificultades con el nuevo intendente municipal, dificultades con el hijo tarambana del rabino que no lo dejaba dormir de noche y entonces el rabino se dormía en los oficios, y ahora dificultades con el cementerio desde que murió “su antecesor” (decía “su antecesor” como si yo hubiera aceptado el puesto). Me dispersaba luchando con el peso de los párpados y la fuga de la mente y el río de hormigas que se desparramaba bajo la piel.
Entre las palabras del secretario vi el puerto de Buenos Aires y un enorme barco; decidí huir. Compré mi pasaje a un hombre con cara de caballo y gorra de oficial que se parecía a mí; le toqué la frente para asegurarme de que no era un espejo. El barco zarpó enseguida. Desde cubierta hice pito catalán a los que se quedaban en el muelle llorando por sus dificultades. Una imprevista tempestad comenzó a zarandear la nave. Las olas aumentaban de tamaño y empezaron a saltar como ballenas voladoras. Tuve miedo y me acosté en un rincón. Todo crujía, como si fuera a reventar. Pronto seré tragado por una de esas ballenas. Para salvarme debía aceptar la misión, como el profeta Jonás. Volver a tierra y aceptar la misión terrible. Que no me gustaba, por eso quería dormir. Pero el movimiento era muy agresivo. El secretario, sacudiéndome el hombro, repetía acepte Tobías, es una verdadera misión del cielo. Sus palabras venían mezcladas con el estrépito del oleaje. El cuarto de mi casa y la copita que sostenía en mi mano se fueron metiendo en el sueño hasta hacer desaparecer las ballenas, el barco, las montañas de agua. No pude fugar de mi perseguidor, que seguía presente y terco. Es así como este sueño tan raro, al que me entregué para escapar del secretario y su obstinado ofrecimiento, me indujo a ceder y cambiar mi oficio de vivos por otro de muertos. No sospechaba que recién en ese instante nacía mi historia de héroe comunitario.
Tobías, para convertirse en héroe —como machaca—, se dedicó en forma al nuevo trabajo. Que en realidad no era tan nuevo. Cuando adolescente había servido un par de años como ayudante de su antecesor. Aprendió un arte antiguo y complicado en el que se debe marchar por la delicada cornisa de rituales que emocionan y espantan. Los trámites —ahora llamados burocráticos pero más vetustos que toda burocracia— lo obligaban a controlar permisos, recibos, planos y discutir con deudos y alzarle la voz a un dirigente exaltado y servir de colchón entre deudos y dirigentes, despabilar al rabino, apurar a los peones que remueven la tierra, acopiar sudarios limpios para alguna emergencia, indicar el camino a los visitantes para que no se extravíen en el bosque de lápidas, disponer de agua de colonia para reanimar mujeres desmayadas, controlar la reserva de velas y pedir dinero a la comisión directiva para pagar todo eso. Pero la comisión directiva nunca tenía dinero aunque el grueso de sus fondos era producido por el mismo cementerio. Ni las colectas, ni las cuotas mensuales ordinarias, ni las extraordinarias, ni las campañas de emergencia de la gerencia desesperada o de la tísica cooperadora, ni los ingresos de cuanta idea, truco, rifa o engañapichanga podían arrimar, alcanzaban para sostener las instituciones religiosas (elementales), culturales (elementales), sociales (elementales), deportivas (elementales) y docentes (elementales) de la comunidad. Sólo el cementerio —temible y familiar, que concentra la luz rosada de la tarde— era apto para generar el chorro nutricio imprescindible. Pero el dinero que generaba el cementerio nunca alcanzaba para las necesidades del mismo cementerio. Faltaba lógica. Pero tampoco el mundo es lógico.
El tesorero solía explicar con pedagogía rotunda a los deudos de cualquier finado que si cada hombre paga alquiler por el escaso tiempo que habita sobre la inclemente superficie de la Tierra, ¿cuánto más debería pagar por habitar debajo, sin ruidos, conflictos ni desalojos durante milenios, hasta el Juicio Final? Ningún plan de Ahorro y Préstamo para la Vivienda podría soportar la cifra justa, inmensa. ¿De qué se quejan, entonces? La comisión directiva ofrece opciones en el cementerio: lotecitos más caros y más baratos. ¿Quieren cerca de la puerta principal, de los caminos principales, del monumento a los mártires? ¡Muy bien! Son los caros. ¿Quieren más barato? ¡Fácil también!, tienen que alejarse, alejarse de la puerta principal, del monumento. Los deudos, impacientes, contraatacaban y el tesorero: no se apuren; ahora les diré un secreto (repetía el secreto a cada familia): las personas inteligentes eligen por la ubicación (los entusiasma con los lotecitos caros). Es igual que construir una casa: los ladrillos se amontonan de la misma manera en cualquier sitio; pero si el sitio es bueno, la casa vale más. Otro secreto: ser enterrado cerca del monumento a los mártires equivale a estar codeándose con los justos; ser enterrado junto a la remota muralla es como marginarse entre los delincuentes.
Los previsores empezaron a comprar el terreno en vida para evitar que sus herederos se viesen obligados a cercenar lo recibido (y en las plegarias se les escapase una que otra maldición contra el irresponsable difunto). La mayoría, sin embargo, prefirió que el angustiante regateo se consumara después de su muerte, así descansaban en paz sin enterarse de cuánto les costaba descansar en paz, y que fuesen las nueras y los yernos que aún no merecían descansar ni en paz ni en ninguna otra forma, quienes sufrieran y lucharan a brazo partido con el tesorero por el precio del lote.
En los regateos (llamados elegantemente “discusión comercial”) los familiares gritaban que es asqueroso especular con la muerte y que no necesitan lugares de honor, pero que el finado fue un orgullo de la comunidad y merece un lugar de honor. Por lo general no se llegaba a un acuerdo rápido; la dramática polémica se extendía hasta que era necesario finalizar el velatorio. La negociación, que sufría enojosas interrupciones por abandonos tácticos de una parte o la otra, producía sudor, lágrimas y abundante ventilación de intimidades mutuas que testimoniaban la insensibilidad de los dirigentes —para unos— y la mezquindad de los deudos —para otros—. Las agujas del reloj se cruzaban. Era urgente la decisión. Cualquier decisión, como en un parto que ya no tolera prolongarse. A un judío no se lo debía ofender retaceándole la sepultura. Sin embargo, la carroza fúnebre, aún vacía, aguardaba en la puerta devolviendo los reflejos del sol porque todavía no se arribaba a un acuerdo; la multitud de curiosos se desparramaba hasta el centro de la calle. Entonces bajaba en paracaídas el paquete mágico: era la palabra destrabadora, lenitiva y eficiente. La silabeaba el tesorero poniéndose de pie: ¡con-ce-sión! La comisión directiva —humana y justa— ofrecía una pequeña pero excepcional con-ce-sión, en un gesto magnánimo que rompía el bloque de acero y ponía fin al absurdo combate. Los deudos pretendían aumentar rápidamente el tamaño de la concesión pero, acuciados por la urgencia (y la vergüenza) —demorar el entierro es para el muerto más mortal que la muerte— lanzaban un velado insulto que significaba rendición por agotamiento. Firmaban los compromisos, cheques, pagarés. Y el ilustre cadáver salía apurado con los pies para adelante.
Tobías aceleraba a los peones, aceleraba al rabino soñoliento, se aceleraba a sí mismo y a todo el espacio ante la llegada inminente de otro finado. El bosque de lápidas parecía moverse en la falda de la extensa loma, excitado por la incorporación de un nuevo miembro. El pórtico principal de madera reseca era abierto de par en par: el ataúd pasaba lanzando brillos en medio de un gentío posesionado, con el dolor en el alma (los menos) y el dolor en la cara (todos). La gente se infiltraba por los senderos angostos y un anillo de suspirantes rodeaba la fosa recién abierta, húmeda, oscura y fértil como un útero. Imagen que Tobías repitió a uno de los redactores del Boletín Comunitario y que suscitó la desgraciada iniciativa de proponerle un reportaje, ya que útero es madre, madre es amor y amor es felicidad. Tobías insistió en que la tierra es útero y cosas por el estilo, además de que, según el Génesis, el primer hombre fue creado de la tierra y todo hombre cuando muere regresa al origen, polvo fuimos y polvo seremos, pero nadie estableció que sea un polvo cualquiera. Él, Tobías, se sentía responsable de una misión que al principio no quiso aceptar pero que, con tantos ruegos de la comisión directiva, finalmente aceptó; y esa misión no sólo consistía en cavar un agujero, meter un cajón y taparlo para que no lo robasen, sino en preparar un manjar para la tierra, es decir para la madre. No se asuste, mi querido redactor, con la palabra manjar —dijo Tobías—; ¿antes le había gustado la palabra útero?, ahora que le guste la palabra manjar. Y le dio la siguiente explicación: cuando terminaban las ceremonias y se quedaba solo entre la población de lápidas y miraba cómo bajaba despacito la noche, pensaba en su trabajo y lo comparaba con el muy diferente de cocinero. Pero no era diferente: Tobías preparaba manjares para la tierra. No se escandalice, querido redactor: piense que lavaba con esmero el cadáver, lo envolvía en el sudario limpio y estiraba los pliegues con coquetería; al fin de cuentas su trabajo, como la cocina, necesitaba de paciencia, vocación y buen estómago.
El redactor tuvo accesos de vómito durante una semana y decidió romper la nota. Pero este inconveniente no importaba en Villa Mandarina porque los conceptos de Tobías, como todos los conceptos o hechos escandalosos que allí se producían, eran también difundidos en forma oral. Sus declaraciones se convirtieron en motivo de controversias. Quienes lo apoyaban recordaron su aprendizaje juvenil con el sepulturero fallecido y su tendencia a repetir los mismos errores y heterodoxias del antecesor. Pero quienes lo odiaban se quejaron ante la comisión directiva de que hacía mucho ruido cuando lavaba a los muertos, acusación a la que el buen hombre contestaba con la nariz gorda como una remolacha: ¡Qué culpa tengo!, si no quieren oír que se alejen; y si no se alejan, quieren oír; si no quieren alejarse y tampoco oír, entonces que donen una cámara acústica para lavar cadáveres. Se quejaron de que apareció con el largo delantal de nailon chorreando sangre. ¡Pero si la sangre de los muertos no chorrea! —gritó—. ¡Tienen conceptos delirantes sobre la muerte! ¡Era agua, agua! Se quejaron de que Tobías, con su maldito hábito de tomar iniciativas, invitó a un pariente para que entrase a ver cómo lavaba el cadáver, lo cual estaba prohibido excepto en casos de extrema necesidad. Tobías, que era imaginativo y sensible, opinaba distinto: ¿por qué los parientes serían excluidos de la última atención que se aplicaba al cuerpo de un ser amado? ¡Que entren, que miren!; se desesperan por controlar, criticar, sufrir; ¡vengan y sufran!, ¡gocen! También se quejaron —y ésta es la ultima queja que aceptamos transcribir— de que durante un velatorio, dando muestras de injustificable cansancio, apoyó su codo sobre el féretro y casi lo derrumbó; una mujer imaginó el desastre con tanta nitidez que se derrumbó de verdad arrastrando cuatro cirios y a tres piadosos ancianos con sus respectivos mantos rituales y libros de oraciones. Pero esta vez el perseguido Tobías no tuvo culpa porque no fue él sino el tesorero quien apoyó el codo tras un round agotador con los herederos feroces.
En fin, cada penosa etapa de la muerte se asociaba con Tobías. Si alguien agonizaba, el entorno percibía en el cuchicheo y en los olores al inevitable sepulturero. Después quedaba como estampado: cadáver (sonaba el nombre Tobías), lavado del cadáver (otra vez Tobías), discusión con el tesorero por el valor del lotecito (espiaba el ojo impertinente de Tobías), puesta del sudario (siempre Tobías), velatorio (entraba y salía Tobías), transporte al cementerio (intervenía Tobías), cavado de la fosa (ordenaba, controlaba, corregía Tobías), elección de la lápida (aconsejaba Tobías), colocación de la lápida (se metía a opinar Tobías), inauguración de la lápida (dirigía Tobías). Tobías circulaba por el hogar, el cementerio, la administración, impartía instrucciones, recomendaba tranquilidad. Decía e insistía que prodigaba tranquilidad. La necesaria y benéfica tranquilidad. Pero llenaba a todos de angustia.
Provocó una reunión urgente de la comisión directiva porque había encargado veinte retoños de árboles cítricos para plantar en el cementerio. Dijo que sería un homenaje de su comunidad a la villa que lleva por nombre Mandarina. Los frutos de esos árboles —comentó escandalosamente— se nutrirán de nuestros mejores muertos; serán frutos netamente judíos de la pampa argentina; los podremos vender a precio de oro en una gran kermesse; cada familia podrá volver a tener en sus manos, acariciar, besar y hasta paladear algo de sus muertos queridos. ¡Al diablo con sus malditas iniciativas! —rugió el presidente. Y dando histéricos puñetazos sobre la vidriada mesa de sesiones le ordenó limitarse a su trabajo y cancelar la compra de los cítricos antropofágicos.
La producción de muertos y la venta de lotes seguían a buen ritmo porque los ingresos alcanzaban para sostener las múltiples obligaciones comunitarias. Tobías se quejaba como siempre por exceso de trabajo y por carencia de sostén económico. Pero todo seguía más o menos igual. Seguía más o menos igual hasta que se produjo el inesperado cambio. Una noche el viejo intendente de Villa Mandarina tuvo un sueño horrible: la larga muralla del cementerio ardía y, en el extremo derecho, destinado a los judíos, ardía una lápida rústica. La inscripción decía: Aquí yace el Pulpero Fundador. La lápida empezó a moverse y risas macabras se propagaron bajo la tierra. Brotaban otras lápidas. Brotaban rápidamente, como cuchillos, extendiéndose desde el pie de la loma hacia la villa. Aparecían en los aledaños y luego en el centro interrumpiendo el tránsito, golpeando en el traste a los agentes de policía, que en lugar de hacer las multas salían corriendo. Las carcajadas del Pulpero Fundador hacían temblar el mundo. El intendente se precipitó —en su sueño— hacia el palacio municipal; los habitantes le abrieron paso, formaron una guardia de honor y de miedo; pero enseguida quienes lo rodeaban se pusieron rígidos y marmóreos: se convertían en otras tantas lápidas que lo cercaban, asfixiaban.
Se despertó con el cabello mojado. Es el exceso de población judía muerta —caviló— y, para impedir que las lápidas judías invadiesen la ciudad, promulgó una inédita ordenanza que prohibía extender el cementerio más allá de sus límites originales, lo cual causó gran sorpresa porque el intendente era buen amigo de los judíos y porque nadie había propuesto ampliar el cementerio. Y porque nadie imaginaba que tamaño decreto en el siglo XX iba a desencadenar un fenómeno tan extraño: brusca y total detención de fallecimientos judíos.
Era la primera vez, desde que el mundo es mundo, que un decreto antijudío provocaba beneficios de semejante magnitud. En efecto, los médicos se sorprendieron de sus inmerecidos triunfos con los enfermos de la comunidad: los casos agudos, si no curaban, se hacían crónicos, y los crónicos seguían crónicos; nadie agonizaba, nadie moría. El sepulturero se entregó a un merecido descanso.
No obstante el decreto oficial (malo para los judíos) y sus efectos asombrosos (buenos para los judíos), el pobre intendente siguió soñando el mismo sueño.
El rabino arriesgó una interpretación basada en las susceptibilidades del hombre. Hundiendo el pulgar en el aire, dijo que si las lápidas brotaban como cuchillos, debían simbolizar los cuchillos de los pobres delincuentes que se unieron al Pulpero; y que cuando los muertos se meten en el sueño con cuchillos, están amenazando; que si amenazaban era porque exigían algo que les correspondía y no se les había dado. ¿Qué podían exigir el Pulpero Fundador y sus amigos delincuentes? ¡Un monumento! Mientras no lo tuvieran, seguirían perturbando.
Pero el campechano médico del viejo y asustado intendente retrucaba con una interpretación más simple y desmitificadora (dicha sólo entre amigos): ¡Bah!, lo que pasa es que se siente caduco y teme convertirse también en una lápida.
Tobías se dirigió al redactor del Boletín Comunitario y dijo que en vez de perder tiempo con interpretaciones sobre el extraño sueño, había que luchar contra el maleficio que produjo la ordenanza (muy negativa para los judíos). Fue el primero en tener el coraje de llamar a las cosas por su nombre: ¿quién no se daba cuenta a esta altura de que las finanzas andaban peor desde que los judíos habían dejado de morir? Es maravilloso no morir, pero a causa de ello ya no alcanzaba el dinero para la sede social, hubo que disminuir el número de maestros, se despidió e indemnizó al portero del club, creció la hierba en el fondo de la pileta de natación, la que no se puede volver a llenar de agua porque ni hay presupuesto para arreglar el motor de la bomba. Se aumentaron las cuotas dos, luego cuatro, luego diez veces; y las donaciones ordinarias, extraordinarias, de emergencia, urgencia y hasta decencia se fueron apagando por aburrimiento. Si no se rompe este maleficio la comunidad morirá de una muerte que no produce cadáveres, ni necesita sudario ni entierro ni lápida.
Tobías habló como una máquina y terminó con impúdicas autorreferencias:
—Mientras el presidente, el tesorero y el secretario duermen, yo pienso y pienso y busco una idea, una iniciativa que nos destrabe. Por lo tanto yo, Tobías, me comprometo a vencer el maleficio que nos han mandado aquel Pulpero loco y los marginados que fueron enterrados con él. Yo traeré los muertos que necesita nuestro cementerio pese a la ordenanza del intendente. No se asuste, querido redactor, y si se asusta, no lo publique en el Boletín. Pero le digo que una fábrica de zapatos no funciona si no fabrica zapatos y un cementerio no funciona si no se fabrican muertos. No es tarea fácil, ¿acaso dije que era fácil? Es tan difícil que ningún otro ni siquiera la propuso en broma. Hacen falta imaginación y coraje. Tobías los tiene.
”Iré a Mercedes —anunció por doquier—, San Andrés de Giles, Luján, San Antonio de Areco, Rivas, Castelar, General Rodríguez, Escobar, San Fernando; hacia el Norte y el Sur, el Este y el Oeste; subiré la loma o la rodearé según convenga, y conseguiré muertos para nuestro cementerio. Donde haya una familia judía explicaré las ventajas de traer el difunto a Villa Mandarina, un lugar aislado, pacífico, protegido por una loma legendaria y seca como el Sinaí. Explicaré las ventajas del servicio, de las tarifas (sobre todo las tarifas) y de contar con un intendente tan amigo de los judíos que produjo una ordenanza fantástica que no nos permite morir. Describiré las ventajas del sepulturero (¿por qué no?) y su esmero por todos los detalles: linda lápida, siempre derecha y lustrada, con florcitas los que prefieren florcitas y con piedritas los que prefieren piedritas. Y bueno, usted me pregunta con los ojos todo el tiempo por qué yo, el sepulturero Tobías, me ocuparé de mendigar cadáveres si es una función de los dirigentes. ¿Me lo pregunta a mí? ¡Pregúntele a ellos! ¡Que vayan ellos si se animan! Pero no… no. Yo sé. No irán. Aumentarán la cuota, eso sí. Y armarán otra colecta, eso también. No les surge nada diferente, “original”, como se dice. ¿Y cómo les va a surgir? Vea: hay que estar en el oficio, en la muerte, para tener ideas vitales sobre la muerte. Ellos se limitan a pronunciar discursos. Se avergüenzan de los cadáveres, ¡y viven gracias a los cadáveres! Entonces, si la solución es que vaya Tobías… bueno, ¡irá Tobías!
No se publicaron sus nuevas e irritantes declaraciones, en parte por el susto del redactor y en parte porque ya no alcanzaban los fondos para editar el Boletín. Todos los judíos de Villa Mandarina, sin embargo, confiaron esta vez en la nueva y esperanzada iniciativa del intrépido sepulturero. Agotados los demás recursos, sólo cabía esperar un milagro.
Tobías desempolvó el viejo taxi y se lanzó por los campos como un conquistador. Recorrió ciudad tras ciudad y pueblito tras pueblito, explicaba, persuadía, lograba que le regalasen la nafta y la comida y le auguraran mejor suerte en la próxima parada. Era el salvador de su comunidad e intentaba comprometer a los otros en su empresa. Llegó incluso a ofrecer una tarifa increíblemente reducida para el primer cadáver, el que inaugurara la vía regia e incesante de cadáveres hacia la hermosa Villa Mandarina.
Su prédica fervorosa logró trizar resistencias. Su nariz gorda simbolizaba bondad, fruta, buen olfato, simpatía. En los oídos de los villamandarinenses sonaron trompetas. ¡Se produjo el milagro! Tobías era un héroe. El alocado proyecto cristalizaba por la ruta: en carroza venía el primer muerto importado. Mucha gente salió a la calle. Y cuando el inaugural paseo fúnebre recorrió las principales plazas y monumentos de la ciudad, más de uno se sintió tentado de aplaudir y gritar ¡viva el muerto! La carroza se detuvo respetuosamente junto a la sinagoga cuyas puertas fueron abiertas en señal de homenaje. Enfundada en trajes oscuros, formaba la comisión directiva en pleno, incluidos vocales suplentes y revisadores de cuentas. Transmitieron el grave pésame a la familia que, a partir de ese momento, era designada ilustre benefactora de la comunidad. Los empleados que aún no habían sido cesanteados, se incorporaron con inmensa gratitud al largo cortejo. Cuando la caravana (más festiva que llorosa) atravesó el área céntrica de la ciudad, las vidrieras atiborradas con artículos importados —que inundaron el país gracias a la nueva política económica nacional— contemplaron con asombro el único artículo “importado” a Villa Mandarina que no se autorizaba exhibir en vidriera.
Tobías abrió el reseco portón del cementerio; el chirrido de los goznes sonaba a música de violín. Su iniciativa genial reportaba el primer fruto, con dinero suficiente para oxigenar las finanzas comunitarias por una quincena. El excitado tesorero dijo al presidente que si hubiese informado al ministro de Economía sobre este insólito rubro de importación, en una de ésas mandaba un representante al entierro o ponía motocicletas con banderita delante de la carroza.
El rabino estuvo más despabilado que nunca y gorjeó maravillosas cadencias. Los solemnes llantos y los solemnes saludos terminaron en la modesta sala de sesiones de la comisión directiva con un solemne brindis en honor del difunto y los solemnes familiares. Tobías no pudo llegar porque después de un entierro debía ordenar muchas cosas; había alimentado a la tierra hambrienta con un manjar de lujo. Y como pasaba en toda cocina, al irse los invitados recién comenzaba la peor parte: limpiar y guardar. Él era el héroe de la jornada y, asumiendo su rol, prefirió que notaran (y les doliera) su ausencia.
Pocos días después llegó otro finado. Se renovó e incrementó la alegría, especialmente del tesorero, que ya calculaba excedentes y por lo tanto reactivación de proyectos archivados y reanudación de obras interrumpidas. De mantenerse el ritmo —se regodeaba besando la calculadora—, en pocos años seremos una de las comunidades más venturosas del país.
Pero luego transcurrió un mes sin que se pudiera conseguir otro cadáver. Mientras, en Villa Mandarina continuaba el hechizo: nadie daba señales de querer pasarse al otro mundo. Los miembros de la comisión directiva (en voz baja) y los restantes de la afligida comunidad (a voz en cuello) preguntaban por novedades (novedad quería decir: ¿y?, ¿para cuándo el próximo difunto?). Tobías, el perseguidor de muertos, era ya el perseguido: ¿y?, ¿qué perspectivas hay en Castelar, en San Miguel, en Rivas, en Lobos? El agobiado sepulturero relataba sus largos viajes, el esfuerzo a que se sometía y los terribles achaques de su auto. No es fácil convencer —repetía con frecuente fatiga y decepción—. La nariz se le deshinchaba y arrugaba: síntoma preocupante. Las finanzas metieron de nuevo su cabeza en la horca y el tesorero, en lugar de besar su computadora, la mordía. Para colmo de males, llegó una alarmante información: ahora ninguna comunidad vecina estaba dispuesta a permitir el éxodo de sus muertos sin ofrecer resistencia. ¡Lo único que faltaba! —dijeron—: canibalismo judío. Un grupo de activistas jóvenes de la dinámica comunidad de Abrojal había iniciado la campaña intitulada “defendamos nuestros cadáveres”.
El presidente, el secretario y el tesorero de la comunidad villamandarinense partieron a la disparada hacia las comunidades vecinas con el propósito de frenar la escandalosa guerra. Incluso detectaron un volante en el que se los acusaba de impulsar un “infame negocio necrofílico”. Recorrieron desesperados los cuatro puntos cardinales con el objeto de apaciguar y esclarecer. Y, si llegaba a ser absolutamente necesario, cargarían la responsabilidad sobre “el loco de Tobías”, autor, productor y realizador de la iniciativa. Pero en realidad fueron ellos los esclarecidos con garrotazos sobre tradición y ética. El golpe de gracia les fue asestado bajo la acusación de competencia desleal. ¿Habían supuesto ustedes, los muy imbéciles —les dijeron—, que una diferencia de tarifa y vagas promesas sobre mejor cuidado de las lápidas era suficiente para que una familia judía accediera a enterrar sus muertos en otro sitio? Los dos cadáveres que consiguieron —los únicos y los últimos— fueron llevados a Villa Mandarina por el enceguecido capricho de los deudos que se pelearon con sus respectivas comunidades. Fue un acto de venganza, no una elección.
Contusos y deshilachados, varios integrantes de la Comisión Directiva aseguraron que jamás volverían a importar cadáveres y que el cementerio, parafraseando a Abraham Lincoln, es de, por y para la comunidad local. Sin embargo los vocales, los revisadores de cuentas y los miembros suplentes (que no habían hecho penosas giras ni soportado la reprimenda de las otras comunidades) votaron en contra de esta política sosteniendo que si no se proseguía con la importación de cadáveres habría que cerrar el cementerio. Ante la insolencia de estos señores el gordo presidente, cuyo abatimiento había impresionado, se transfiguró en segundos; de una actitud vencida y quejumbrosa saltó a una furia salvaje. Parecía haber enloquecido. Lo que no pudo hacer a los presidentes de las otras comunidades, se le ofrecía como blanco tentador. Su voz recuperó bríos y, puesto de pie, tronó contra los irresponsables que le votaban al revés, contra el sepulturero, contra los que osaban contradecirlo. Siguiendo su ejemplo, también los demás miembros de la comisión directiva, incluyendo los suplentes, se pusieron de pie y en instantes los puños atravesaron la trinchera de la mesa de sesiones. El presidente se despojó del saco, la corbata y la mitad de la camisa. Aulló ¡a mí nadie me desautoriza! (y el aullido era tan fuerte que pretendía golpear a quienes sí lo habían desautorizado en la penosa gira), sacó a relucir su propia intemperancia y golpeó violentamente sobre la mesa hasta convertir en añicos el grueso cristal que a diario lustraba el gerente. Los polemistas volvieron a sentarse. Era el caos. Reinaba la confusión.
Mientras, el preocupado Tobías miraba el descenso de la noche sobre la muralla purpúrea del cementerio. Se oprimía las sienes buscando un remedio a esta enfermedad comunitaria. Lo habían obligado a abandonar su alegre oficio de taxista para que asumiera la “misión” de sepulturero. “Necesitamos hombres de ideas, de iniciativas”, le dijeron zalameramente. Y aceptó el trabajo. Tuvo la idea de plantar cítricos sobre las tumbas y vender a precio oro sus frutos a los mismos parientes, pero le vetaron la idea con horror; quiso organizar conciertos para los finados invitando a que uno o dos familiares se sentaran junto a la respectiva lápida como si fuese una butaca de teatro, y pagasen por ellos y por el muerto lo mismo que en un teatro común, la música podría ser religiosa o moderna, con todas las ventajas acústicas que sugería el lugar, pero también le vetaron esta productiva idea. Le vetaban todas sus iniciativas porque eran novedosas. Se arriesgó en el desesperado papel de héroe trayendo muertos de otra parte y fue castigado. Ahora que nadie moría en la villa ni era posible importar un cadáver de afuera, ¿qué significaba su rimbombante título de sepulturero?
Cuando la oscuridad deglutió la muralla, lo invadió otra súbita iniciativa. Fue un deslumbramiento, una revelación. Se puso de pie. Le zapateaba el pecho. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Se lanzó por el camino excitado como un profeta después de haber escuchado la voz del Señor. La doble hilera de árboles respiraba un nuevo polen. Apenas se distinguía el contorno muy negro de la loma. En alguna parte yacían los huesos del pulpero alucinado que fundó el pánico del intendente y fundó el hechizo que trastrocó el armonioso ciclo cementerio-comunidad. La nueva iniciativa le pellizcaba las piernas, le golpeaba la nuca. Se detuvo un instante, se frotó la cara con las manos, sintió dudas y exclamó a las estrellas, para probarse: ¡no, no!… La revelación, para ser creída y obedecida, debía seguir manteniéndose nítida y coherente, como en los tiempos bíblicos. Siguió caminando. Y la nueva idea continuaba nítida y coherente. Como en los tiempos bíblicos. Maciza como un martillo. Empezó a correr. La iniciativa seguía firme, estaba adherida a su alma y no lo abandonaría jamás.
De esta manera se acabó el maleficio.
En efecto, para sorpresa, dolor (y júbilo) de la comunidad judía de Villa Mandarina, murió uno de sus miembros. Pero no cualquiera. Se trataba de un personaje notabilísimo: el tesorero. El duro, amado y execrado tesorero que debía exprimir a los ricos para satisfacer al conjunto. Con el rostro hinchado (Tobías estaba viejo y este desenlace, tras tantas peripecias, le deshilachó la sensibilidad), no pudo contener las lágrimas cuando higienizó el cuerpo. Ayudó a cargar el ataúd y exigió ternura al depositarlo en medio de los cirios. Luego fue al cementerio. Ordenó a los peones que se alejaran y se puso a cavar él solo la fosa. Había terminado el maleficio con una muerte opulenta. Fue una elección terrible hecha por el pulpero y su legión de fantasmas. Tobías amaba al tesorero; ya no lo vería luchando con su gastada computadora para remendar los baches de las finanzas. Esta vez la tierra recibía un manjar excesivo. Tierra voraz, útero insaciable. Hacía meses que no comía. Su pala golpeó con ira (y entusiasmo). El borde filoso arañó, tajeó, revolvió los terrones y luego extrajo pesados montículos. El sudor chorreaba por su frente, su espalda; centelleaban la bronca y el triunfo. Triunfo sobre el maleficio.
Cuando llegó el apesadumbrado —y feliz— cortejo (las emociones estaban tan confundidas), Tobías se acercó al obeso presidente para recordarle que el tesorero había sido duro con los deudos y, aunque nos lastime, usted debe ser duro con los deudos de él. El presidente no le contestó y Tobías, molesto, le dijo que si no cobraba una fuerte suma, de nada valía esa muerte; volverá a imperar el maleficio. El presidente paseó una gélida mirada por sus ropas sucias, su cara empapada y sentenció: limítese a sus funciones, Tobías. Tobías le apretó el brazo: si no cobra una fuerte suma, pensarán mal de usted y de toda la mafia de la comisión directiva. El presidente se liberó de un golpe. Le espetó con desprecio: su lugar está junto a la fosa, Tobías. Y le dio la espalda.
La fauce esperaba. El cajón descendió lentamente, con ligeras oscilaciones. Como un pétalo negro. Poco a poco el pétalo fue desapareciendo. Una lúgubre cascada de tierra se deslizó hacia el fondo y en pocos minutos la boca estaba cerrada y un monstruoso labio marrón marcaba el sitio de la sepultura.
Los enardecidos vocales, revisadores de cuentas y suplentes, que tenían la sangre en el ojo por aquella violenta sesión en que se habían peleado con el tesorero, el secretario y el presidente, lograron imponer una cifra a los deudos del finado que trajo sustancial alivio a la escuela, al club y a decenas de asalariados. El presidente y el secretario temblaron por los números que danzarían tras sus respectivas muertes.
Como el maleficio había sido eficazmente deshecho, el ritmo de entierros volvió a la normalidad. Los desfiles hacia la loma exteriorizaban el retorno de la salud colectiva. El ciclo vida-muerte recordaba los buenos viejos tiempos. El bullicioso sepulturero aceleraba a los peones, al rabino, al cortejo y reclamaba artículos de limpieza, agua de colonia, mangueras, palas, vinagre, y al atardecer se quedaba a contemplar, satisfecho, el reflejo sangriento que la misteriosa loma devolvía sobre el extremo derecho de la muralla.
—Ya van dos años que acabé con el hechizo —asegura Tobías, suelto de cuerpo—. Soy un héroe; todo funciona bien. Y si alguien protesta que una lápida se ha torcido y el mantel para las colectas no es bastante negro, me río. Me río en la jeta, ¿me entiende? Porque son pequeñeces. ¿Qué valen frente al gran éxito? La muerte alimenta la vida; es una rueda. El Pulpero Fundador se metió en la cabeza del pobre intendente para frenar la rueda. Y la frenó. ¿Qué se hizo, entonces? Nada (porque las colectas son nada). Entonces yo, Tobías, al que dicen cara de caballo, nariz de remolacha, loco, irresponsable, taxista del otro mundo, traje la solución. El primer intento (importar cadáveres) no dio resultado. Lo acepto. El segundo, en cambio, romper el maleficio para que el cementerio sea de, por y para la comunidad como dicen que dijo un importante dirigente comunitario ya fallecido que yo no conozco, Abraham Lincoln, ese segundo intento sí dio resultado. Pero los miembros de la actual comisión directiva ya no son los de antes.
”Murió el tesorero iniciando la nueva era. Su muerte fue muy llorada (y festejada). Luego el presidente. Luego tres vocales. Con cada fallecimiento entraba un chorro de energía. La maquinaria empezó a funcionar y siguió funcionando. Yo soy el héroe. Antes, cuando traje dos cadáveres importados me aplaudieron. Y eso que el procedimiento fracasó. Ahora que el sistema marcha a las mil maravillas me cuestionan. Me retacean el colosal mérito. ¿Por qué? Porque se aferran a pequeñeces, porque no miran más allá de sus sombras. Porque en lugar de concentrarse en las grandes necesidades de la comunidad se prenden como desesperados a un insignificante detalle: mi utilización de cianuro.