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Marchaban por la carretera conversando de las excentricidades de Tocho, ten con ten en sus cabalgaduras, ella pequeñita en un caballón prieto y él grandulón en un caballito criollo retinto, mas al apartar por el camino de herradura de Piñuelas, doña Lucrecia tomó la delantera; vestía pantalón gris caído sobre la bota baja, blusón suelto, sombrero de panamá y guantes y fusta del color del pañuelo amarillo trigo que llevaba anudado al cuello, y tras ella, siguiéndola, enfiló don Félix, sombrero tejano, espuelas, pistolas y su inseparable chicote en la muñeca, reloj de pulsera como decía él, cuando daba las horas de trabajo en las espaldas desnudas de los peones.

Vadearon un río transparente que corría sobre panecitos de piedras redondas, marchando por en medio un buen rato, el gusto de oír chapotear los caballos a paso de ganso, hasta salir a un playón en que el agua se arrinconaba para que todo el río se arrodillara en aquella curva a besar los helechos de fuego que caían de las peñas de tierra morada en lluvias de chispas, y del playón llegaron, por el mismo camino que se cubría de hojarasca quebradiza, entre barrancas lechosas de neblinas bajas, a lo espeso de un bosque lloroso de trementinas, ratos con ojos de cielo y ratos cegado por los matorrales que bajaban, como párpados de pesadas pestañas, a encortinar sus perspectivas.

—Aquí será el pic-nic… —detuvo su caballo doña Lucrecia, al tiempo de volver la cabeza tratando de que la oyera su acompañante, luego añadió—: ¿Qué horas tiene exactamente?… No es cosa que hayamos llegado tarde…

—Van a ser las nueve… —contestó don Félix, después de consultar su cronómetro, relojón que marcaba el tiempo lejos de la vida, como si fueran todavía horas antiguas, aislado, sepultado bajo cuatro tapas de oro profundo.

—A las nueve de la mañana en punto quedamos y esta gente es muy cumplida… —luego apagó la voz y como hablando con el rescoldo de su corazón le confió a don Félix, aproximando lo más posible su cabalgadura—: Hasta dónde hemos llegado… nunca se vio que la gente decente tuviera que hacer política… y por lo mismo me felicité de lo lindo el día que supe que usted hablaba inglés, pues era lo que nos hacía falta en esta zona, un intérprete de confianza, y si ese día no fui más explícita con usted, ¿se acuerda?, después hablamos fue todo lo que le dije, se debió a que estas cosas no conviene que se divulguen entre personas que no son de nuestra clase. Ni a la parentela hay que contarle nada. Nadie sabe. No son como nosotros que representamos dos grandes apellidos: Gago y Agromayor… ¿No le parece que es una garantía? Y menos a mi marido o al veleta de mi cuñado. ¡Gago, por su apellido tiene usted que jurarme que no les va a decir una sola palabra a ellos! El caso de Tocho, mi cuñado, es el que más me subleva. Inteligentazo, leído, viajado, valiente, el hombre hecho para capitanearnos…

—Pero con él sí que no se cuenta…

—Eso sería lo de menos, lo peor es que está contra nosotros…

—Tanto no creo…

—Es un irresponsable, por no decir otra cosa…

—Lo que pasa con Tocho es que él tiene su modo de pensar…

—Y a mi marido ni hablemos, sería como decírselo a Tocho. Es un infeliz completo: respira por los poros del hermano, ve por los ojos del hermano, habla todo el día del hermano… —golpeó la fusta en su muslo con cierta nerviosidad.

—Las nueve… —anunció don Félix y como si sólo eso esperara alguien allí escondido para hacerse presente, removiéronse los matorrales y se oyeron pasos que se acercaban a grandes zancadas.

—¡Hello! —se alzó una voz y se vio una mano que saludaba desde lejos agitando una caña a cuyo extremo flotaba un cucurucho blanco de cazar insectos.

—¡Buenos días, míster Maylan! —contestó doña Lucrecia, fría, pequeñita, decidida, y arrendó su gran caballo prieto, seguida de don Félix, al encuentro de un hombre corpulento, no muy alto, canoso, no muy viejo, nariz en gancho, ojos colgándole de los párpados, que daba la impresión de jefe de trenes, sin uniforme.

—Aquí voy a tener el gusto de presentarle a don Félix Gago… —dijo la amazona, acentuando los ademanes de presentación, pues sabía que míster Maylan no entendía español.

Don Félix echó pie a tierra para estrechar la mano del cazador de insectos, mientras éste, mostrando sus dientes blancos en su cara rojiza, llegábase risueño a saludar a la señora Agromayor de Marchena.

—Háblele, don Félix, háblele en inglés… —siguió ésta, preparándose a desmontar con la ayuda cortés de ambos caballeros, y ya en tierra, la rienda en una mano y la fusta en otra, insistió—. Sí, sí, Gago, dígale a lo que hemos venido, dígaselo en inglés… —y como don Félix, sin saber por dónde comenzar titubeaba, ella lo animó creyendo que lo cohibía el miedo de ponerse a decir cosas tan graves ante un desconocido—: Si por desconfianza lo hace, yo le aseguro que no debe tener temor alguno. Son agentes de contacto disfrazados de cazadores de mariposas, como míster Maylan, pero hay coleccionistas de plantas tropicales, pájaros, peces o fotógrafos especializados en ruinas mayas, en indios… porque… se le ha hecho creer a este gobierno que eso es lo mejor del país… —y tras una pausa en que con la fusta parecía golpear el aire, siguió doña Lucrecia, muy empinada en los talones de sus botas, lo que la hacía verse más alta—: En todo caso, tradúzcale lo que le voy diciendo: que estamos autorizados por la gente más pudiente de esta zona, toda gente de las mejores familias, y si no quiere comprometerse, explíquele que usted sólo actúa como intérprete…

De confianza o no aquel gringo bayunco, a don Félix se le clavó entre ceja y ceja, el terroso, el lampiño rostro de Sotoj y la cara de gusano de seda de su hermana que por culpa de aquel indio metido en sus terrenos, vivía a trisagios y coramina, y no sólo tradujo lo que doña Lucrecia decía, sino agregó de su cosecha, el resto…

Yes… yes… yes… yes… —repetía Maylan a cada pausa de don Félix, tomando nota en una pequeña libreta de cuanto aquél iba traduciendo de la avalancha de la señora Agromayor de Marchena y de lo que él ponía de su parte.

—¿Le dijo lo de los rublos? —inquirió ella con la voz tensa, dilatando sobre el desleído don Félix, sus pupilas de histérica.

—No, porque eso más parece un chiste…

—¿Chiste?… Y no llegaron allá conmigo los indios de la laguna a ofrecerme los tales rublos…

—¡Robles!… ¡Palos de robles, por Dios!… ¡Ellos que no saben hablar y usted con la obsesión de los rusos!

—Mi confesor me autorizó a que lo contara como cierto, y no me va a decir usted que la palabra de un sacerdote no es suficiente para transformar en verdad una mentira. Espero que no haya hecho lo mismo con lo del ferrocarril…

—Todo eso se lo dije…

—Le hizo ver que les va la bolsa a los accionistas del ferrocarril, si el gobierno exige que la compañía pague el impuesto que cobró durante años y años, en cada pasaje, impuesto que pertenecía al Estado, a las Casas de Beneficencia, que da lo mismo, porque el Estado es una gran casa de beneficencia de vagos que se llaman empleados… Además están construyendo una carretera para hacerle la competencia al ferrocarril, ¿se lo hizo ver?, y un puerto, para librarse del control de la compañía bananera, ¿se lo explicó bien?…

—Y también le expliqué clarín, clarín, lo del contrato. Deben echar a este gobierno de salvajes para firmar con nosotros el contrato, a gusto de la compañía, sin poner todo lo que estos bárbaros quieren imponerles: contrato colectivo, aumento del impuesto, aduana para los artículos que introducen, y lo de las tierras…

—Muy, muy bien, es el primer caso que se da en Centroamérica… gobierno más abusivo… quererle aplicar la ley agraria a una gran compañía…

—Mejor, diga usted, Gago, porque ellos nos van a ayudar a sacudirnos de estos bandidos, no por nuestra linda cara o nuestro lindo comunismo, sino por los millones de dólares que están perdiendo…

—Y por el ejemplo…

—Sí, sí, porque si aquí se dejan hacer esas compañías, las van a sacar a patadas de todas partes…

Mientras ellos hablaban, míster Maylan, que había apoyado en un árbol su caña de entomólogo, examinaba un pequeño plano trazado en papel manteca. Frunció y soltó la boca varias veces, antes de entregarlo a la pareja de vecinos connotados. Luego, dirigiéndose a don Félix, dijo:

—Voy a dejar a ustedes este plano que debe permanecer secreto. Como ustedes ven, corresponde a esta zona. En estos puntos, marcados con circulitos rojos, nuestros aviadores van a dejar caer armas y en estos otros, marcados con circulitos azules, van a descender en paracaídas algunos de nuestros efectivos dotados de lo necesario para hacer saltar depósitos de gasolina, plantas eléctricas, estaciones de radio, arsenales, talleres camineros, puentes, postes telegráficos y telefónicos, fuentes de abastecimientos de agua.

—Muy bien… muy bien… —repetía la diminuta señora, echada hacia adelante en sus empinados tacones, atenta a lo que don Félix le iba traduciendo.

—Una radio clandestina —siguió informándole el cazador de mariposas— anunciará en forma precisa cada una de estas incursiones, y de la gente que ustedes representan, y de todas las personas de esta zona que estén contra el gobierno, esperamos protección y ayuda a nuestros paracaidistas, y en cuanto al armamento, proceder a recogerlo y ocultarlo inmediatamente, salvo algunas armas marcadas con la hoz y el martillo que deben dejar que las tomen los campesinos…

—¡Ah, muy bien, pero muy bien…! —seguía repitiendo la pequeña gran dama, toda oídos a lo que le traducía Gago, y cuando comprendió que míster Maylan había terminado, tomando del brazo a don Félix, le pidió que tradujera lo que ella le iba a indicar—: Primero: necesitamos saber aproximadamente la fecha en que van a llover esas armas del cielo. ¡Dios sea loado!, y segundo: deben buscar otro medio para darnos la señal de alerta y las demás indicaciones, porque los que en esta zona poseen plantas eléctricas, no son partidarios de nuestra causa. Tocho, por ejemplo, lo que no nos permite instalar radios en nuestras casas.

Míster Maylan aclaró en seguida que lo de la falta de electricidad no era obstáculo. Se entregarían radiorreceptores de pilas a las personas que ellos indicaran. Y en cuanto a la fecha a comenzar las operaciones, no podía fijarse ni siquiera aproximadamente todavía, porque, aunque según los expertos, ya era satisfactorio el grado de saturación de la opinión mundial en cuanto al peligro que representaba aquel gobierno, faltaba desplegar el grueso de la propaganda por radio, cine y televisión.

Y concretó el cazador de mariposas.

—Hemos montado un aparato de información planetaria raramente visto. Vamos a realizar el primer gran ensayo de publicidad atómica. Vamos a pulverizar este país como un atolón. Gago se hizo explicar dos y tres veces lo que era un atolón, y cuando le tradujo lo que aquella palabra significaba a doña Lucrecia, ésta reía de su ingenuidad e ignorancia, seguía siendo, como decía su cuñado, una «analfabeta provecta», pues al oír «atolón», creyó que se trataba de una gran cantidad de «atol».

—Sabe, Gago, por qué ahora que hablan de publicidad, no me hace el favor de explicarle a míster Maylan que mi hija Coralia está para recibirse de eso en Estados Unidos, que estudia con el Profesor Carey —don Félix iba traduciendo—, y que sería bueno que aprovecharan sus servicios… Su nombre es Coralia Marchena Agromayor, estudia con el Profesor Carey y sólo le hace falta su tesis para graduarse.

Maylan tomó cuidadosa nota de los servicios que podía prestar la señorita Marchena Agromayor, haciéndole ver a la mamá, por intermedio de don Félix, que debía felicitarse, ya que su hija iba a tener oportunidad de asistir a la primera experiencia de publicidad en escala sólo comparable a las explosiones termonucleares.

—Y cualquier otra cosa que necesiten de nosotros —dijo por su cuenta Gago.

—Intensificar los motivos de zozobra en el frente interno —contestó el cazador de mariposas, ya nuevamente armado de su caña y su cucurucho de tela blanca—, no cejar en la constante guerra de rumores que debe ir en aumento…

—Así me lo dijo mi confesor —acotó doña Lucrecia…

—Mantener una nutrida correspondencia con amigos y parientes del exterior informándoles en verdaderos S. O. S., sobre las atrocidades que cometen los agraristas, presencia de aviones sospechosos, de submarinos extraños y… llegado el momento empuñar las armas.

—Dígale, Gago, que todo eso y más se lo he mandado a decir a mi hija, con quien nos escribimos todas las semanas.

Pero don Félix, considerando más importante lo que él iba a contestar, se conformó con decir:

—La mayoría de nosotros empuñará las armas, míster Maylan, ya tenemos los comandos formados y nos estamos entrenando.

Se convino en que Gago guardaría el plano en su casa, se despidieron y a sus caballos. Antes de arrancar, mientras se acondicionaban en sus galápagos, ella en su inmensa bestia prieta de ojos color de cáscara de limón, y él en su caballito criollo, cascarriento y crinudo, doña Lucrecia le pidió que le recordara a míster George Maylan lo de su hijita, favor que le iba a agradecer mucho.

El sol se convertía en el luminoso hueso frontal del mediodía. Al desaparecer los jinetes, Maylan observó las mariposas caídas en su cucurucho, algunas rayadas como cebras, otras con los colores de las plumas del pavorreal, sin faltar las negras, las amarillas, las coloreadas de sangre…

No lo hizo porque habría sido ridículo, pero al ver aquellas manchitas rojas en lo que era como un bonete blanco terminado en punta, tuvo la intención de ponerlo en su cabeza, y le faltaría entonces sólo la túnica para ser lo que había sido en su juventud, flagelador de negros en Atlanta City, vestido de Ku Klux Klan… bueno… se saboreó… sólo el «ganado» cambió… ahora empezaba a ser exterminador de indios…

Ya el sol pasaba del cenit, dejaba de ser el luminoso hueso frontal del mediodía, y cobraba, frente al cazador de mariposas, la expresión de un universo de llamas aullando.