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La Galla recibió meses después la visita de una antigua compañera de colegio. La verdad es que le causó una inmensa sorpresa volverla a ver. Pero pronto se entendieron. El simple comentario sobre la situación «tan difícil», les permitió ponerse de acuerdo. Lo único que La Galla tenía que hacer era ir escribiendo en una hoja de papel los nombres de todos los «comunistas» de la localidad.
—¿Hay muchos, Bérnar? —le preguntó aquélla, con su mejor sonrisa de dientes descarnados, recordando que así la llamaban en el colegio.
—Todos los de la Cofradía Grande, ¿te parece poco?
—Pero las cofradías son asunto de la iglesia, para festejar a los Santos, a la Virgen.
—Allí tienes, es la Cofradía de Santo Domingo, la que recibió las tierras que se les repartieron aquí, o sea la Cofradía Grande.
—Sí, sí; ¡hasta dónde se han infiltrado!; pero no les va a durar mucho, porque ya los planes están listos, y por eso, porque sé cómo murió tu papaíto, vine a buscarte. En cada lugar se están levantando las listas de los «comunistas», para que no se escape uno.
Al irse la visita La Galla endureció los ojos. En sus facciones suaves, aquellas dos monedas negras, no vagaron, quedaron fijas en un punto.
El Pecoso entró con un joven que llevaba al hombro una cámara de retratar, y dijo ser periodista.
—Es hijo de un amigo mío —lo presentó El Pecoso y volviéndose al periodista, agregó—: Con su papá trabajamos en la comisión de límites y allí fue donde yo pesqué este resfrío que ya no me quito más… —tosió—. ¿Y su papá, cómo está?
—Papá murió hace tres años…
—No lo sabía. No sabe cuánto lo siento. Fuimos tan amigos.
—¿Y viene a entrevistar? —se metió La Galla, curiosa y pronta—. ¿A quién? Como no entreviste a los indios.
—Pues a los indios vengo a interviuvar —dijo el periodista, mirando la punta de su zapato, lo que frecuentemente hacía al hablar.
—Cada vez inventan nuevas palabras —dijo La Galla, esa palabra «inter…». «Inter…» yo no la había oído nunca.
Acompañado de Luis Marcos, El Pecoso, marchó el periodista en busca del Cabeza de los cofrades, Diego Hun Ig.
Desde la puerta que en una cerca se abría sobre un gran patio sombreado de árboles frutales, dieron voces, preguntando si estaba el dueño. Asomó una mujer menuda, pronta a esconder la cara tras sus manos, hija de Hun Ig. Le preguntaron por Diego.
—Allí está, pues… —contestó la indiecita.
—Dile que aquí lo busca un señor…
—Le voy a decir, pues… —y escapó indecisa.
Al momento apareció la figura del Principal. La cabeza peinada con pomada, la camisa muy limpia, el pantalón hasta la rodilla, bordado y los caites nuevos.
Se acercó y tras saludar al señor Marcos, supo que el periodista iba a entrevistarlo. Hubo que decirle que le iba a hacer algunas preguntas.
—¿No es policía? —desconfió Diego.
—¡Qué bárbaro! —le dijo El Pecoso—. Es periodista, de los que escriben en los periódicos. ¿Entiendes?
—Sí entiendo… ¿Y qué quieres preguntar?
—Lo primero sería que pasáramos adelante… —dijo El Pecoso.
—No es fuerza —intervino el periodista, que no había hablado—; en esta forma tiene más carácter la interviú. —Y pensó—: El jefe de los comunistas entrevistado por un periodista (Exclusivo para la Revista Visiones, de circulación continental).
—Desde luego, si quieren pasar… —dijo Diego, franqueando la puerta.
—No, no se moleste. Son dos o tres preguntas. ¿Es usted comunista?
Diego se quedó sin entender. La hija vino a ponerse a su lado, olorosa a verbena, y seis chicos de diversas edades le siguieron. Todos rodeaban al padre.
—¿Y eso qué es? —preguntó a turno Diego.
—Es, el amor libre, tener muchas mujeres —trató de aclarar El Pecoso—, y entregar los hijos al Estado…
—No tengo más que un mujer y todos éstos mis hijos. Los grandes van a la Escuela, y yo los voy a mandar a todos pa’que todos pues aprendan.
—Ese es el «comunismo» —dijo El Pecoso—, ya ves que si sos «comunista» querés entregar a tus hijos a las escuelas del Estado.
—Bueno, yo no sé, pero quiero mandar a los hijos a la Escuela para que aprendan a leer.
—Dígame, señor —siguió el periodista—, si en su Cofradía, después de recibir las tierras, están queriendo comprar un tractor, una sembradora y hacer un gran silo.
—Sí, señor, eso estamos queriendo…
—Muy bien —se repantigó, Marcos El Pecoso—, muy bien…
—Ponga allí —se avispó el indio—, que ahora ya somos propietarios, que ya todos somos dueños, que todos tenemos nuestras parcelas, y que vamos a ser ricos, a tener nuestro «pisto».
—Una pregunta más, ¿lo que usted tiene, es sólo suyo o es de todos?…
Diego contestó de inmediato:
—Mío nada más. Cada quien tiene lo suyo. Lo que va a ser de todos es una imagen de Nuestro Patrón Santo Domingo, que mandamos hacer ya hace tres meses.
—¿Y el tractor y el silo y la sembradora?
—Todo eso sí va a ser de todos, así como Santo Domingo. Todo de todos. Todos van a dar su participación, pues.
—Ya ves —dijo El Pecoso—, eso es ser «comunista», viene de tener cosas en común, en comunidad.
—No sé yo lo que es, pues, pero la tierra no es en común, jamás, ah, eso nunca; la tierra que me regalaron es sólo mía, y mía y no me la dejo quitar. Por algo me la dieron, pues.