— 2 —
—¡Que don Milocho éste!, ¿de dónde sale? —exclamó en la puerta de la Comandancia Militar, el Coronel Ponciano Puertas.
En pocas palabras le explicó el Guía de Turista que había ido hasta el puerto a dejar una clienta y de regreso los acontecimientos impidieron llegar a la capital. Se interrumpió el servicio de trenes, los pocos automóviles que por allí se encontraban desaparecieron y a caballo no era recomendable.
—¡Qué don Milochito éste!, ¿de dónde sale?
—¡Déjese de babosadas, jefe y regáleme un trago!
—Pase, pase a mi pabellón, allá hay una botella de whisky.
A Milocho le blanquearon los ojos de gusto al ver la botella, pero el gozo se le fue al pozo al levantarla. Mano de experto, al peso notó que sólo quedaba un regular trago para el hoyo de la muela. Se limpió la boca con el revés de la mano y se lo empinó.
—¡Qué don Milochote éste, ve dónde se fue aparecer, por donde menos lo esperaba!
—Y usted, mi coronel, qué hace…
—Estamos pacificando… No he dormido…
—¡Qué bueno que por fin haya paz!… —dijo Milocho y se mordió los labios hasta casi sentir el sabor de la sangre. ¿Cómo podía hablar de paz, si su país estaba invadido? Sólo por complicidad con el gran agresor. ¿Complicidad? Pero si él era más que cómplice, ciudadano del país que estaba acabando con su pequeña patria. Sacó el pañuelo para secarse el llanto de las manos, pues tuvo la impresión de que la mano con que juró fidelidad al poderoso, más que sudar, lloraba.
—Paz a toda costa —siguió el Coronel— pero hubo que volarse de un solo viaje un ciento de indios. Veintinueve fusilé de un jalón en Nagualcachita. Pacificando, don Milochito, y pancificando. A los hombres bala para que se pacifiquen, y a las hembras, panza para que se tranquilicen. Vaya a darse una vuelta por Nagualcachita, y me cuenta qué le parece el trabajito. Así secundamos nosotros la acción de los aviadores de ustedes, que hay que quitarse el sombrero para decirlo: son unos señores aviadores. Y no crea que nos doblamos sólo a los puros cabecillas. A todos. La ley fue por igual. Y casa en la que encontramos en las paredes rótulos con mierderías de sindicato, les pegamos fuego.
—Pero, Coronel, por lo general…
—¡No me jodicie, Coronel por lo general!… —interrumpió riendo Puertas.
—No, Coronel, lo que quise decirle es que generalmente no son los dueños los que pegan esa propaganda en las paredes de sus casas…
—Mientras se averigua, don Milo, se ordenó quemar las casas. Después sabremos quién los pegó.
—Lo que yo quisiera pedirle, Coronel, es que me consiga un caballo o una mula para seguir viaje a la capital. Pagaría lo que fuera… —le disgustaba hablar, estar al lado de aquel hombre. Él era muy infeliz, pero aquél era peor.
—No se lo aconsejo…
—Desde luego que con un salvoconducto de su puño y letra…
—Qué más salvoconducto que su inglés y su ciudadanía. ¡Puntería del hombre, hacerse ciudadano de allá con ellos, que es lo único que vale! Bueno, es verdad que ahora «Americanos todos»… —agregó el Coronel.
Y en su visita a Nagualcachita, Milocho tuvo la oportunidad de confirmar las palabras del jefe militar, en lo de los fusilados y el valor del inglés en aquella emergencia.
A la entrada de lo que fue esta población yacían veintinueve cadáveres en la postura en que cayeron, unos a lo largo, otros encogidos, éstos con zapatos, aquéllos descalzos, cuáles con trajes de casimir, cuáles con simples ropas de sufrida manta, las caras de amarillo jengibre, las barbas de basura, los ojos entelados de hielo de muerte, tatuados de agujeros de pólvora y de sangre. Un centinela lo detuvo, apuntándole al pecho un fusil ametralladora.
—¿Qué se le ofrece?… ¿Qué hace usted aquí?… ¿Quién lo ha mandado?… —éstas y otras preguntas se amontonaron en los labios de Milocho, indignado de que en su tierra un soldado extraño… pero… ¿él no era también extraño?… ¿y no era extraño el jefe?… ¿y no eran extraños todos?… Su pobre patria se había quedado sola, sola entre extraños…
—¿Quién vive?… —le demandó el centinela, sin bajar el arma.
—American… —contestó Milocho avergonzado, triste; sentiría tristeza siempre al decir que era americano.
—¿Entiende español?
—Lo hablo…
—Su nombre…
—One thousand eight… —respondió Milocho disimulando algo que quiso ser una sonrisa y que fue una plegadura de sus labios.
El soldado también sonrió. Rascóse la cabeza y le pidió un pitillo. Luego le dijo quién era él. Se llamaba Ernesto Sigüenza Montes, oriundo de Nicaragua. Lo habían contratado para hacer la guerra por precio fijo, pero hasta ahora no tenía recibido sino un pequeño adelanto, y en cuanto al saqueo, era una guerra bien insípida, con más muertos que saqueos.
—Y allí viene ese compañero… ése habla inglés, Míster… —se atajó Sigüenza al ver acercarse a un gigantón, la ametralladora al hombro, el sombrero haciéndole techo de rancho sobre la frente, abierto de piernas, corto de brazos.
—¿Quién es el señor, y qué quiere? —preguntó con voz áspera el centinela.
—Un reportero gringo… —le contestó Sigüenza.
—¡Ah, es de los nuestros!…
Y ya en inglés y en un tono más amable, le cantó que él era de la costa norte de Honduras, y que de allá se lo habían traído contratado para matar chapines. Y, cómo me iba a negar, si el maldito chapin sólo muerto es bueno. Y ahora con ustedes les llegó la hora. Con los aviones de ustedes no hubo babosadas y ya se están achicando. El chapin para orgulloso es tremendo. Allí los tiene con toda la gringada enfrente y no dan su brazo a torcer. Acabo de doblarme a un tal Pancho Talavera. Ciego, viejo y tembloroso, que apenas podía con la fe de bautizo, cuando le dije que era hondureño y que venía a «liberarlo» me escupió a la cara. Allí mismo lo tendí de un tiro…
Otros mercenarios le formaron rueda al mister, a quien la historia de Talavera despertó el instinto periodístico, según los de la mesnada, tal interés mostró por saber si se podía ver el cadáver. No hubo caso. El cuerpo de Talavera, como el de muchos patriotas más, ya bajaba hacia el mar en las aguas del Río Motagua. Lo que Milocho tenía era un sentimiento de admiración tan grande hacia Talavera. Mezcla de admiración y de gratitud. «Al menos», se decía, «al menos uno… uno… uno de nosotros les escupió a la cara»…
Entre los que le rodearon se acercó Jimeno Blas Funes, un dominicano de Ciudad Trujillo, contratado para echar bala en favor de los americanos.
—Yo soy de Costa Rica… —se presentó un carilindo, fijando sus ojos garzos en Milocho.
—Y ha resultado medio bueno para el refuego… —intervino un guanaco pescuezudo y lampiño, fumador de puro y planeador de endechas.
—No me contrataron para venir a conocer el paraíso de los turistas, sino para una guerra de exterminio… ¿verdad, Míster?…
—Ya salió éste con sus palabras «ticas»… Exterminio… Estercita te debías llamar y como sos lindo…
—Te callas o te meto una bala…
—Y para eso debes de ser bueno… —canturreó el guanaco—, para afusilar gente, si no que lo diga el finado Morazán.