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Toda ella se sacudía en los trastumbos que daba el jeep en que iba al lado del Coronel. Guantes, anteojeras, revólver y una ametralladora de mano en la parte de atrás. Algunas galletas, una botella de coñac y agua mineral.
Las tías se quedaron esperando que volviera la sobrina de la inspección al campo de batalla. El sueño les cerró los ojos.
Valeria volvió a la luz del día siguiente. Una inmensa tristeza la aplastaba. El jeep la sacudía como bulto. Una cosa inerte. Traía sed. Una sed insaciable.
—¿Es tan terrible lo que viste? —le preguntaba la sorda, listas las uñas para pincharla si tardaba en contestarla, tan ansiosa vivía de noticias en su retiro, detrás de la muralla de su sordera.
—Sí, terrible…
—¿Muchos muertos?
—¿Muchos caballos muertos? —corregía a la sorda la tía Luz—. ¡Pobrecitos los caballos! A los animales es a los que les tengo más lástima, qué saben los pobres…
—¿Y heridos? ¿Muchos heridos? —seguía la sorda su interrogatorio—. Los que se dan los grandes banquetes en la guerra, son los zopilotes y los cuervos…
—¡Eso, eso, tía Sofía! —gritó Valeria para que la oyera—. Vi el banquete de un zopilote de pescuezo colorado… sobre una pobre mujer. Fue lo que más me espantó.
—Un quebrantahuesos —dijo la tía Luz.
—Sí, un quebrantahuesos, picoteando la carroña de la infeliz mujer, llevándose por pedazos sus entrañas…
—Bebe, bebe, para que te pase la impresión —le sirvió dos, tres vasos de agua la sorda.
—Y te deben doler los riñones… —comentó la tía Luz, al ver a Valeria doblarse de un lado con la palma apoyada en la cintura.
—Sí, tía, el jeep es peor que un caballo de trote.
Durmió toda la mañana. La almohada al despertar estaba empapada en llanto y en saliva sangrosa. Dormida se mordió los labios y la lengua. Le dolían los senos. Tendióse boca abajo. El vientre tenso, las piernas largo a largo. Olía el almidón de las sábanas. Los ojos contra los trapos blancos, sin ver nada, oyendo rodar el día.
Salió de su habitación a media tarde. Iba a empezar esa noche otra espantosa espera. Prinani de León le había prometido, no sólo no mandar a Najarro a la capital, sino ponerlo esa noche en libertad, y algo más, dejarlo allí en la casa con ella, para que estuviera más seguro. En el cuartel general nadie iba a sospechar del escondite. El problema eran los niños y las criadas. Los mandarían a una granja que las tías poseían en las afueras de la población.
Acobardada, llorosa, alzó los ojos en la oscuridad de su cuarto apenas alumbrado por una candela que ardía ante una imagen. En la puerta, igual que un fantasma, acababa de pintarse la silueta de su marido, acompañado del Coronel.
Valeria se alzó del borde de la cama para abrazar a Chus. Este estrechóse a ella. Apretado nudo que rompió la voz de Prinani de León:
—Su libertad, Najarro, se la debe a estas buenas mujeres. Son las tías de su esposa, al cedernos su casa, las que comprometieron mi gratitud… —los ojos acerados de Valeria hicieron tragar saliva al Coronel; se interrumpió para seguir diciendo—: Faltando a mis deberes he permitido que salga usted y permanezca oculto en esta habitación, al lado de su esposa, hasta que terminen las acciones de guerra…
—Créame, Coronel, que no encuentro palabras para agradecerle…
—Sencillamente lo hará reconociendo ante su esposa, la mujer que escogió para madre de sus hijos, que es usted un criminal de la peor laya. Oculten ustedes a los seres que formaron esta verdad tremenda: su padre se confabuló con una potencia extranjera para invadir su patria.
Najarro estaba anonadado. Valeria se tragaba los goterones de lágrimas en silencio. Las tías, afortunadamente, no habían vuelto de la granja. Fueron a dejar a los niños y a las criadas y estarían por regresar.
—Su acción, Najarro, es la del hijo que penetra en la alcoba de su madre para atacarla mientras duerme, y no penetra solo, sino acompañado de otros bandidos a paga, y ni siquiera pagados por él, no, pagados por otro… Se da cuenta… No, no intente hablar… Cállese… Cállese…
Y salió de la habitación, sin perder su cara de muñeco al que se da cuerda para que injerte blasfemias, denuestos, interjecciones a lo largo de un monólogo que acabó con gritos y amenazas a los subalternos que vencidos por el sueño, hasta parados se quedaban dormidos.
Najarro se desplomó de cansancio en la cama de su esposa. Valeria sentóse al borde y tras contemplarlo largamente, le pasó la mano por el cabello empapado en sudor helado.
—Tendrás que estar mucho tiempo escondido… —atrevió ella, después de un rato, como si hablara con la oscuridad, tan borroso se miraba el cuerpo de Najarro.
—No creo…
La voz salió de su garganta con dificultad por la postura en que había caído, la cabeza perdida entre las almohadas.
Después de un momento en que no se supo bien si sollozaba o respiraba fuerte para no ahogarse de la pena, levantó la cabeza para hablar.
—No, no creo que tenga que estar escondido mucho tiempo. La cosa está bien vendida. No es así no más. Este Coronel baboso me va a pagar el sermoncito cuando triunfemos.
—Pero, Chus, cómo van a triunfar si los derrotaron. No seas iluso.
—Nos derrotaron por tierra, pero ahora van a venir los aviones. Por eso te decía yo que la cosa estaba bien vendida. Los aviones de los gringos nos van a dar la victoria, al final. Ya verás. Sólo es cuestión de unos días.
—Pero, Chus, no sé si he oído bien. Aviones de los gringos has dicho…
—Y de quién otro, si sólo ellos tienen aviones como los que se necesitan y aviadores que los saben manejar…
—Van a bombardear, van a destruir las ciudades…
—¡Qué importa!
—Van a matar mucha gente…
—Lo que queremos es triunfar, ah, sí, triunfar… mandar nosotros… que los gringos nos pongan en el gobierno…
Y esa noche empezó la batalla aérea. No hubo batalla. Hubo masacre. Sin interrupción de días ni de noches, la aviación que anunció Najarro sembró la destrucción y la muerte en un país indefenso.
Las poblaciones se estremecían al paso de las enormes máquinas aéreas y las explosiones de las bombas. Valeria andaba enloquecida huyendo de un lado a otro de la casa para no hablar con las tías, con los oficiales con quienes solía conversar, con el Coronel, con ninguno, temerosa de no resistir la tentación de acusar a su marido por aquellos bombardeos inicuos. Denunciarlo, sí, denunciarlo, gritar el nombre de su esposo, escondido en el cuartel general, como uno de los que aceptaron que los gringos bombardearan ciudades abiertas con aviadores que habían peleado en Corea y… algo más grave, uno de los que sabía que parte de la alta oficialidad del ejército estaba vendida, lo que no dejaría salvación para el gobierno.
Najarro extrañó que Valeria no se apareciera por la habitación en que él estaba escondido, sino muy de tarde en tarde, pretextando visitas a la granja para cuidar a los niños, y todas sus sospechas se confirmaron, cuando ésta dejó de hablarle, de mirarle a los ojos, ignorándolo, como si no estuviera, o sacudiéndose de horror, como electrizada, cuando él la tocaba un hombro, una mano. Evidente. Prinani de León le había exigido que fuera suya, y a ese precio compró su vida y libertad. Después siguió con ella y ahora ya también ella estaba «encanchinada».
Encendió varios cigarrillos seguidos. No los fumaba. Se los comía. Una y otra vez, hasta hacerse daño, dio con los puños en la pared. Su único consuelo era oír el rugido de los aviones y los estruendos lejanos de las bombas. Cada explosión era un paso más hacia la victoria, hacia su venganza.
Valeria volvió esa noche como atontada, echóse en la cama sin desvestirse, llenos los oídos del rumor de los aviones. Los seguía oyendo. Los seguía oyendo.
—Chus…
—Vala…
—No puedes dormir…
—No, no me duermo…
—¿Oyes los aviones?
—No van a dejar ni polvo…
—Chus, es tu patria, es tu tierra…
—No van a dejar ni polvo y si mañana domingo no renuncia el gobierno, de la capital van a quedar las piedras…
—Es odioso… ¡Malditos!… ¡Malditos gringos! ¡Malditos sean los gringos!
—Estás loca…
—¡No, no, no quiero oír!
Los aviones bramaban apocalípticos sobre campos dichosos. Las tías se refugiaron en la granja, no sólo para estar más cerca de los niños, sino por el peligro que significaba para ellas quedarse en su casa, convertida en objetivo militar.
—¡Ja, ja… —reía Chus Najarro, oyendo los aviones—, ja, ja, ja, cómo va a quedar el coronelito ese!
—No triunfarán ustedes, Chus, no es posible, tenemos el ejército…
—Está vendido…
—Tenemos el pueblo…
—Está desarmado.