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—¡Ladies and gentlemen!… —Empezaba diciendo Milocho al cruzar con el bus lleno de turistas el Puente del Matasano, iba de pie, entre serio y sonriente, al lado del chófer.

—¡Ladies and gentlemen!… me apresuro a comunicarles… atención… atención… oigan lo que tengo que hacerles saber urgentemente… la ciudad a la que estamos entrando fue destruida en noviembre de 1773 por los terremotos de Santa Marta… atención… atención… esta ciudad fue destruida por los terremotos de noviembre de 1773… lo advierto, por si alguno de ustedes creyera que fue echada abajo por sus bombarderos, en los últimos ataques aéreos a este país…

Y más adelante, tras recorrer las calles entre ruinas de la Ciudad de Antigua, al detenerse el bus, descender los turistas y enfrentarse como hormigas de colores, a la inmensa soledad de San Francisco, Milocho saltaba a una de las gigantescas columnas derribadas y gritaba:

—¡Repito que esta ciudad no fue destruida por los bombarderos de los señores… sino por esos señorones que están allí presentes!… —y señalaba los volcanes de Agua, Fuego y Acatenango, no sin orgullo, hervorosos los labios de su risa, producto enlatado para hacer reír a turistas, máxime cuando alguno de ellos se apresuraba a tomar en serio nota taquigráfica de lo que acababa de oír.

Se lo encargaban por cable. Llegó a ser el guía preferido por los millonarios. Sus festivas labias, su alegría triste, la alegría que gusta a los magnates, y su envejecida risa de clown.

Ladies and gentlemen, no se preocupen, fueron nuestros volcanes los que destruyeron esta ciudad grande y poderosa, y en cuanto a la obra de sus pilotos que dejaron en el suelo otras de nuestras poblaciones, tampoco se preocupen que, por lo que ustedes ven, los terremotos nos tenían entrenados… país de expertos en ver caer ciudades.

—Muchas gracias, señor, por lo que ha dicho —interrumpió alguno de los turistas—, al hacernos la preciosa salvedad de que esta ciudad no fue destruida por nuestra aviación… La agrego a mi lista… Ya son muchas las cosas que no hemos destruido nosotros.

—Poca importancia, señor… —decía otro de los turistas—. Ninguna importancia… si nosotros la hubiéramos destruido ya estaría reconstruida… Por eso mejor que los destruimos nosotros y no los terremotos… Pero como ser peligroso que se fuera a creerse que nuestra aviación había hecho esta ciudad en ruinas, la vamos a reconstruir…

—¿Reconstruirla? —se le fue el aliento a Milocho.

—Sí, señor, vamos a reconstruirla en seguida…

—¿Reconstruirla en seguida?…

Ya Milocho no podía hablar.

—Pero, señor, si por eso advertí que no la destruyeron ustedes…

—Eso no importa…

—Sí importa, señor, sí importa…

La amenaza de este turista obcecado y multimillonario fue llevada a los periódicos locales, con letras grandes, en las informaciones, y tratada en los editoriales, como tema de candente actualidad. «No, no —se leía en los periódicos entre líneas—, que no la reconstruyan, que no se molesten… bastante arruinados nos tienen ya, para querernos acabar de arruinar, quitándonos nuestras ruinas, base de la industria turística del país».