— 5 —
Y en ese mismo sitio, la descarga segó la vida de Diego Hun Ig. Tiempo de mucha penalidad para todos los indios. La Galla, secundada por Luis Marcos, no sólo proporcionó la lista de todos los «comunistas» de la localidad, sino fue ella señalando las casas, a la escolta formada por soldados mercenarios. En el local de la Cofradía Grande se instaló una especie de tribunal. La Galla hacía de Presidenta, y las órdenes, encaminadas a limpiar el pueblo y alrededores de comunistas, se cumplían a ciegas, por hombres llegados de todas partes.
La Galla, después de aquella primera jornada de matanza de cofrades, se dejó caer en su cama, sin quitarse el pañolón con que se tapaba, sin sacarse las peinetas del pelo, con que se adornaba, sin prender la luz, a oscuras, y dijo a Luis Marcos, que se había quedado echando llave a la puerta:
—Ahora que dejen de tocar el tambor… de hacer sonar los tambores… los tambores… digo… ordeno que se callen…
El Pecoso no respondió. Quedóse, en la oscuridad, sin saber si encender la luz, temeroso, porque en la voz de La Galla había un tono desusado, angustioso y violento.
Ambos, igual que dos sombras, se revolvieron.
—¡El tambor!… —gritó La Galla—. ¡El tambor!… ¿Lo estás oyendo?
Aquél no escuchaba nada. Pero se guardó de hablar.
—¡Anda a que dejen esos malditos de meter tanta bulla!, ¡de orden de La Galla! Bernardina Coatepeque, que maten a los dueños de los tamborones. ¿Estás oyendo?
—Voy…
—Vamos.
Y tras él escapó La Galla, el rostro en visajes raros, la ropa recogida, como si fuera a cruzar un río, hasta las rodillas, gritando que se callaran los tambores. El pueblo olía a pólvora y a sangre. Sólo ellos dos iban por la calle. Aún quedaban algunos cadáveres de indios insepultos. Los tropezaban.
Un ruido de tambores, efectivamente, hizo que El Pecoso creyera que él también se estaba volviendo loco. Estaban en la plaza, no lejos del portalón de la Gran Cofradía, cuando Luis Marcos escuchó tambores, tambores muy grandes, tambores inmensos en el cielo, tambores que tronaban entre las nubes.
Pronto se dio cuenta que eran aviones. Quiso detener a La Galla, apretarla contra sus costillas, pero ésta era más fuerte que él, pobre huesoso, y apenas si le rozó la barba de dos días, en la mejilla, cuando aquélla se le escapó.
—Galla, Galla, son los aviones… los aviones… nuestros aliados… que están bombardeando… No son los tambores de los indios… Todo lo contrario, son los aviones de los gringos…
El anciano Tucuche, asomó por la quebrada de Melgarejo, orillándose para ver el cielo, desde aquel lugar con agua. Sus manos de hueso y pellejo, trataron de tomar del aire, algo que no se veía, un fluido, y lo tomó y al tenerlo con él, todo su cuerpo se tornó verde.
—Diego Hun Ig —habló al muerto que para él seguía vivo como el agua, el sol y el aire—. Ahora ya no ahorcan, ahora matan con bala… El desastre ha sido completo… Ha habido muchísimos de los nuestros muertos en secreto, en los pueblos, en los caminos… No es tiempo todavía de que la tierra vuelva a nuestras manos, pero ya llegará…
—Ja, ja, ja, ja… —reía La Galla, en la plaza y con ella se sacudía el látigo—, yo creí que eran los tamborones y son los aviones… ¡Qué me gustan los gringos; con sus aviones impusieron silencio a los tamboreros…! Ja, ja, ja, ¡indios lamidos, infelices queriendo oponer tambores de cuero rústico, contra los aviones de guerra último modelo!
Al día siguiente los hijos de Diego Hun Ig fueron todos a trabajar a la carretera. No se les pagaba, no se les daba rancho. Las hijas de Diego, llevaban en canastos algo de comida a sus hermanos. El capataz, teniente Cirilo Pilches, persiguió a una de sus hijas, y a la fuerza la obtuvo. «India comunista», le decía, mientras la ultrajaba, «aprende lo que es el amor libre, eso que tu padre proclamaba, aprende lo que es tener hijos para el Estado, porque tu tata eso era lo que quería, que todos ustedes fueran del Estado… Aquí está tu tractor, tu silo, tu sembradora…». La india apenas si luchó. Se dejó hacer. Era un animalito. El teniente era una persona. Tenía galones. Tenía dos pistolas. Tenía una espada. Era valiente. Distinguido. Héroe. Todo esto le valió para que lo condecoraran, al triunfar sobre sus indefensos paisanos tamboreros, los bombarderos gringos. Satisfecho, después de ver alejarse a la víctima que ya ni siquiera se detuvo a recoger los trastos de la comida hechos pedazos, volvió a la vigilancia de los peones que trabajaban en la carretera. En el bolsillo de atrás, llevaba el último número de Visiones, y siguió leyendo…
«… Temeroso, el cabecilla comunista Diego Hun Ig, de que en su casa encontráramos literatura marxista, y fotografías de Lenin, Stalin y Mao-Tse Tung, nos recibió en la puerta, al que esto escribe, y a un honorable vecino del lugar, y rodeado de perros feroces, ametralladora en mano, contestó a nuestras preguntas…».
Volvió a salir el sol. Arriba, en lo alto, seguía columpiándose con el viento un árbol de matasano. Tendía sus ramas sobre la hondonada siempre verde. El verdor ceniza de oro de las hojas del matasano, contrastaba con la esmeralda de la hondonada. Pero a partir de esos dos verdes, cerrados para siempre los ojos de Diego Hun Ig, otros ojos, otras generaciones de ojos niños seguían contando los once verdes del corazón de la Agüela del Agua, hasta juntar los trece verdes necesarios para el dosel del Joyoso Señor de las Plumas de Quetzal que una mañana de estas nuevas mañanas, repartirá definitivamente la tierra entre los indios tamboreros…