–¿Y tú sabes de dónde viene la expresión «C’est une autre paire de manches[12]»?

Pasean por las calles ocres y rojas de Siena, calles que suben y que bajan, que te dejan sin aliento, te provocan punzadas en el costado, acercan a los enamorados, separan los corazones rencos. Philippe ha pasado el brazo sobre los hombros de Joséphine, juega con el asa de su bolso, y escucha mientras lee el lema de la ciudad grabado sobre la puerta Camollia. COR MAGIS TIBI SENA PENDIT, «Siena te abre más aún su corazón». Él tiene buenos recuerdos de los años que estudiaba latín. Pasaba de las lecciones, pero le encantaba traducir. Se concentraba en Cicerón o en Plinio el Viejo, y tenía la impresión de que resolvía un enigma criminal. Philippe Dupin, detective.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?

Joséphine gira la cabeza. El sol pálido de este mes de febrero ilumina sus ojos con luz de bruma. Ella quiere aprovechar cada minuto, llenarlo de belleza y de aromas.

—Así que… ¿no lo sabes?

Él dice que no con la cabeza. Ella se yergue, adopta la postura de un conferenciante, cruza los dedos y explica:

—Bien, pues porque en la Edad Media, las mujeres, para no tener que cambiarse toda la ropa, solo se cambiaban las mangas del vestido. La costumbre era llevar mangas bastas y recias en casa, y por la noche, cuando salían, mangas lujosas y elegantes. ¡Y eso era otro par de mangas! Los ladrones de aquellos tiempos solo robaban las mangas… Era muy buen negocio.

—¿Sabes muchas historias de ladrones de mangas? —pregunta él rozando los labios de Joséphine, y depositando un beso que tiene el sabor del café que han tomado en la Trattoria Papei, un ristretto en el que el terrón de azúcar se mantenía derecho y luego se disolvía tapizando el fondo de la taza con un jarabe espeso.

—¡Oh, sí! —suspira ella bebiendo su beso azucarado—. Por ejemplo, la historia del botón…

Él sonríe, un ligero vaho emana de su boca.

¡Y pensar que yo no sabía que era posible quererse así!, piensan ellos, uno y otro, sin atreverse a reconocer la ingenuidad de esa sorpresa. Pensar que yo creía que había que sufrir y equivocarse, que te hicieran daño y ser desgraciado, calcular, ser astuto, callarse, temer. ¡Todo se ha vuelto tan fácil desde aquella tarde en la que ella vino a verme a Londres! Estaba bajo mi balcón, lanzando piedrecitas contra los cristales del salón, por poco no la oigo. Abrí la ventana. Me asomé y… ¡Cuánto le quiero!, se dice ella. Desde aquella tarde en que le murmuré amor mío bajo su balcón, en Montaigu Square. Tiré unas piedrecitas y esperé a que saliera a la ventana… Ella lanzaba piedras en la oscuridad con su impermeable blanco, y yo estuve a punto de no verla… Hace tres años de eso. Él bajó, él gritó: ¡Joséphine! Y yo no pude decir nada. El amor me convierte en una estatua de piedra. Muda, paralizada por el miedo a perderle al minuto siguiente. Salto a la pata coja entre embelesada y pasmada.

—El botón se inventó en Italia, en el siglo doce. Al principio, era de coral porque se consideraba una joya. Y después, un buen día, se convirtió en algo útil. Encontró su lugar, su función. Y se quedó para siempre. ¡El tenedor también es de esa época!

Él pone cara de asombro para que ella siga con la conferencia.

—También se inventó en la Edad Media y la iglesia lo consideró un invento del diablo.

—¡Tú sí que inventas, Joséphine!

—¡De eso nada! Teodora, la princesa bizantina, que había cometido el terrible pecado de comer carne con un tenedor de oro de dos puntas, murió víctima de la gangrena. Hicieron todo lo posible para parar la infección cortándole trozos del cuerpo cada vez más grandes. Pero no la salvaron. Cuando murió, solo quedaba el tronco.

Joséphine se separa, finge una reverencia, exige un receso en Naninni, via Banchi di Sopra, detrás de la piazza del Campo.

Se escapa y corre a esperarle un poco más lejos, en la esquina de dos calles en pendiente bajo el escudo de una contrada, un caracol pintado sobre el frontón de la casa. ¡La contrada del Caracol o cuidado, prudencia! El caracol tiene razón. Demasiada felicidad la aturde. Necesita recuperar el aliento. Afinar el oído, agudizar la vista para localizar el peligro maligno, oculto bajo un gran dosel, que la apuñalará inevitablemente. Porque está claro, esto no puede durar.

A veces, de noche, ella se despierta y le mira dormir. Hace tres años ya y sigue sin acostumbrarse. Y le roza apenas con el dedo, como si le sorprendiera verle allí, en su cama. Su cabello negro, denso, su boca firme, flexible, la nariz recta, los músculos de su torso desnudo, la sábana blanca sobre sus caderas morenas, sus manos largas… Tiene un aire lejano, distante. Si encendiera la lamparita roja, ¿me reconocería? Ella juega a provocarse el miedo, ahoga un ataque de risa bajo la sábana blanca. Luego se sienta en la cama, se balancea sobre las caderas y se pregunta muy en serio: ¿es posible que él me quiera tanto como le quiero yo?

Esa idea le parece tan estrafalaria que ya no puede volver a dormir. Contempla el día que se filtra detrás de las cortinas para recuperar pie y la cordura. ¿Siempre hay que sufrir cuando estás enamorada? ¿Enamorada? Sería mejor decir poseída, invadida, descolorida y repintada con los colores de él. Buscar la palabra exacta la relaja. Saborea en sus labios el resto de su último beso y se tranquiliza. El deseo no se finge, el deseo de un hombre que se posa sobre una mujer y la embellece. Ella se siente engalanada con ese deseo. El modo como él la rodea con sus brazos cuando están tumbados en la cama… La abraza, la acopla a su cuerpo y todo parece fácil. Un beso, y las preguntas se desvanecen, borradas ante una evidencia que se impone, bésame, bésame otra vez. La voluptuosidad puede ser una ciencia exacta, aunque dure una hora, una noche. Los cuerpos solo intercambian confidencias. Es un pacto secreto firmado sobre la piel del otro.

Lo cual no impide que ella se pregunte siempre por qué, una y otra vez.

De día es aún peor.

De día… ella busca su imagen en los espejos para saber si es digna de ir acompañada de este hombre tan guapo. Porque entonces, cuando él ha desanudado su abrazo, cuando ella afronta sola la calle, la mirada de las mujeres y la mirada de los hombres, ya no está segura de nada. Es como si otra persona se instalara en su cabeza. ¡Y lo hace todo por su bien! Joséphine intenta hacerla callar, pero no siempre lo consigue.

Y el miedo la domina.

No se atreve a levantar la vista por miedo a descubrir un atisbo de decepción en la mirada de Philippe. Teme que él capte un detalle que le desanime. O que su amor invente una mujer ideal, más bella, más inteligente, a quien ella debe parecerse a toda costa. Parecerse a esa otra que él inventa o, para ser sincera, que yo fabrico. Ganas de estar guapa como en una foto. ¡Menuda idiotez! Sería tan fácil si pudiera ser simplemente yo, Joséphine Cortès, sin trampa ni cartón, y que él me quisiera así…

Yo siempre he creído que me querían por equivocación.

Que yo era una especie de relleno.

Desde muy pequeña.

Le cedía toda la brillantez a Iris…

El lugar preferente en las fotografías.

El mejor sitio en la mesa, en el cine, en el coche.

Yo hacía de segundona. Dócil y anuente.

A veces, en el cristal de una vitrina o en las manchas de un espejo viejo, tropieza con un fantasma. Una silueta morena y esbelta con la mirada azul, gélida, y una melena oscura, que le pregunta: ¿Joséphine? ¿Qué haces tú ahí? Ella se altera y pregunta: ¿Iris? ¿Eres tú? Y basta con que entonces se vuelva hacia Philippe, y note en su cara un gesto un poco ausente, un poco abstraído, basta con que en ese preciso momento él se pase la mano por los ojos como si quisiera recuperar un recuerdo, para que ella olvide por completo su felicidad.

Iris no vuelve nunca de noche.

De noche, Joséphine se dice que la felicidad no es una mercancía que se expone en un mostrador, que se pesa y que se compra para poseerla mejor. Es un estado del espíritu, una decisión del alma. La felicidad es mantener los ojos muy abiertos y buscarla por todas partes.

Y ella ha decidido ser feliz.

En la via Banchi di Sopra, Philippe levanta la mirada hacia una madonna pintada sobre una puerta y declara:

—Mañana iremos a Arezzo a ver los frescos de Piero della Francesca.

Joséphine asiente. Si solo dependiera de ella, irían al Palazzo Ravizza de la piazza del Campo parándose en los museos, las iglesias y los salones de té. Si solo dependiera de ella, recorrerían todas las callejuelas de Siena para dejar su huella y que la ciudad se convirtiera en sus dominios.

En febrero no hay oleadas de turistas. Es temporada baja, dicen los hoteleros entre bostezos. Philippe y Joséphine están a sus anchas en el Palazzo Ravizza. La propietaria les ha asignado la habitación más grande, con gruesos cortinajes de color verde en las ventanas, techos altos y unas columnas dóricas que le dan un aire de palacio romano. En Siena, viven en la misma dirección, duermen en la misma habitación, en la misma cama. Si no, él vive en Londres y ella en París.

Antes de llegar a Siena, hicieron una parada en Florencia.

En el hotel Savoy, un hotel tan chic que ella no sabía dónde meterse. Se miraba los zapatos y le parecían penosos. Un calzado para pisar ortigas y el barro de los prados.

La chica de la recepción era alta, rubia, encaramada sobre tacones altos. Nacida para comerse la felicidad a bocados. Armonizaba con los ramos de flores blancas, los taburetes de piel suave, la carpintería y el olor tenue de las velas perfumadas.

Cuando ellos llegaron, ella había manifestado con una gran sonrisa: bienvenido, señor Dupin. Señora… Y luego había ignorado a Joséphine, relegándola a la categoría de figurante. Una excursionista que olía a sudor, a esfuerzo, con las pantorrillas sin depilar y las uñas mordidas.

La chica había hecho una pequeña pausa y había añadido: nos alegramos mucho de volver a verle, señor Dupin. ¿Le gustaron entonces la villa Kennedy de Fráncfort y el hotel Amigo de Bruselas? Enumeró los nombres de los hoteles de su cadena con una enorme sonrisa de complicidad. Joséphine, con sus zapatos embarrados, callaba. No podía evitar pensar en esos establecimientos donde él había estado con Iris o con alguna otra mujer igualmente bella. Ella había bajado los ojos, dio un paso atrás. Tuvo ganas de cambiarse el abrigo, el bolso, las uñas mordidas, de cortarse el mechón que le caía sobre la frente…

Philippe se había quedado callado un momento. Martilleó con el índice el mostrador de madera clara. Se hizo un silencio, incómodo. La joven esperó, manifestó su sorpresa arqueando las cejas y se le congeló la sonrisa.

Philippe había dicho: hemos cambiado de opinión, señorita. Iremos directamente a Siena. Anule nuestra reserva, por favor.

Había vuelto a meter las maletas en el coche alquilado y se habían marchado.

Bajo la lluvia.

Los limpiaparabrisas sonaban como varillas gruñonas, clang, clang, clang. Daban el tono, agrio, entrecortado, se burlaban de sus zapatos, de su abrigo sin forma, de su sabiduría de universitaria de tres al cuarto.

Él había conducido hasta Siena sin decir una palabra, con cara de malhumor. Setenta kilómetros de silencio. La lluvia difuminaba la carretera, oscurecía el cielo. Joséphine callaba. Se frotaba los zapatos con el bajo del abrigo, escondía las uñas con las mangas del jersey, se comía los labios. Evidentemente ella no encajaba en ese vestíbulo de hotel. Él había preferido salir corriendo.

Ella había tenido ganas de excusarse, había extendido la mano hacia él… Él, enfadado, le había devuelto una mirada fugaz. Entonces el dedo de Joséphine se había desviado hacia el botón de la calefacción, y había fingido que la bajaba.

No tiene remedio ese misterio del hombre a quien amamos y que de repente se convierte en un desconocido, justamente porque le amamos y, al amarle, perdemos el poder de razonar, chocamos contra un muro doloroso que no podemos romper.

Cuando llegaron al Palazzo Ravizza de Siena, había un caballero anciano en la recepción meciéndose en una silla. Un anciano con un uniforme anticuado, con un chaleco abierto sobre un vientre redondeado, y un cabello escaso que trataba de cubrir un cráneo desnudo, dibujando una mísera tela de araña. Philippe había dicho que había reservado una habitación, que llegaban un poco antes de lo previsto, y que si eso suponía un problema. En absoluto, había dicho el anciano decrépito levantándose y tirando del chaleco; había llamado a la propietaria del hotel para avisarla de que el signore y la signora Dupin habían llegado. ¿Podían darles su habitación o todavía estaba ocupada? Certamente, había respondido la propietaria.

Y así fueron a parar a esta inmensa suite con vistas a la campiña toscana y a los tejos tiesos como bastoncitos de regaliz. Como únicos ocupantes del piso, podían pasearse por una sucesión de salones, dejarse caer sobre sofás acolchados, abrir un viejo piano de cola, hojear las partituras o sentarse junto a chimeneas altas como las puertas de un torreón.

La orquesta tocaba el vals de El gatopardo, Burt Lancaster abría el baile con Claudia Cardinale, Joséphine bailaba con sus patéticos zapatos. El viejo palacio no la intimidaba, ni ese caballero anciano con una tela de araña en la cabeza.

Este último había depositado sus maletas, abrió el bar, los armarios, les enseñó el cuarto de baño, la caja fuerte, les había entregado la llave y después se había ido, encorvado hacia delante como si llevara el mundo cargado a la espalda.

Philippe había arrastrado a Joséphine hasta la enorme cama, la había aprisionado entre sus brazos y había susurrado: bienvenida al Palazzo Ravizza, bella ragazza. Ella había hundido la nariz en su hombro.

No estaba enfadado.

—Habrá que comprar un regalo para Zoé —dice Philippe—. ¿Un bolso bonito de piel, unos pendientes de aros, un paraguas?

Joséphine se echa a reír a carcajadas.

—¿Por qué te ríes?

—Por la palabra «paraguas» y además… —añade muy bajito— porque soy feliz.

Él la abraza. A ella le gustaría que él contestara que es feliz también. Pero él no dice nada y la sujeta fuerte, con un brazo alrededor de la cintura. Es una prueba este brazo que me rodea. Vale más que cualquier declaración.

Si Shirley le preguntara: ¿qué te gusta de él?, ella abriría los brazos y diría: todo, todo, todo. Pero ¿qué? Shirley exigiría detalles, adjetivos concretos. Entonces ella balbucearía: no sé, primero me parece guapo, seductor…, y además me gusta su mirada, su deferencia, la elegancia de su cuerpo y de su alma. Me mira y yo me vuelvo especial, única. ¡Tonterías! ¡Cursiladas!, gimotearía Shirley con desdén. Un hombre y una mujer son escalofríos, asedios, ataques feroces, una mano que se aferra a la nuca, una boca que muerde, gritos, clamores, en resumen, el ardor de un circo romano. Pues, continuaría Joséphine ruborizándose, yo diría su olor. Cuando estoy en sus brazos y aspiro el olor de su torso, me siento ebria y feroz. ¿Y qué más?, suspiraría Shirley, molesta por la mojigata lentitud de su amiga. Me gusta su piel, limpia, apetitosa, la textura de su piel. Pero ¿apetitosa cómo? ¿Le comes, le lames, te frotas contra él como el pedernal piedra? ¡Eso no es asunto tuyo! ¡Cuéntame, Joséphine! ¡Dime algo más, entonces! Me gusta su voz… cuando hacemos el amor, que me hable, que ordene con voz firme: espera, espera, o que murmure como un mendigo: Joséphine. ¡Menuda estupidez! Shirley se partiría de risa. ¡Mi pobre Joséphine! No, ¡te prohíbo que digas mi pobre Joséphine! En sus brazos, de noche, yo soy una reina. La reina de la fiesta. Me atrevo a todo cuando él murmura mi nombre, o susurra: eres guapa, eres suave, eres mi segunda piel… ¡Ah! ¡Ah! Esto se pone interesante, admitiría Shirley. ¿Y lucháis? ¿Él te sujeta, te pincha, te clava los dientes? ¡En absoluto! Nos fundimos, abrimos brechas y nos aventuramos, maravillados, inventamos mil ternuras, mil expectativas que terminan en unos fuegos artificiales que me devoran, me provocan, invaden todo mi cuerpo, y… se me escapa un grito tan ronco, tan brutal que me estalla la cabeza y al final, al final… caigo al suelo, decapitada. Después, tengo mariposas por todo el cuerpo y pierdo completamente el norte.

Entonces Shirley se callaría. Impresionada. Y diría: ¡me quito el sombrero! No obstante, añadiría, puntillosa: ¿eso pasa todas las veces?

Sí, diría Joséphine, todas las veces.

Y con eso le cerraría el pico. O casi.

Es difícil cerrarle el pico a Shirley.

—Y también compraremos un regalo para Shirley —dice Joséphine.

—Prometido. Zoé y Shirley. ¿Y Hortense también?

—Hortense y Gary ¡No nos olvidemos de Gary!

—Ni de Alexandre y Becca.

—Un chal para Becca. Y para Iphigénie que cuida a Du Guesclin… un panforte en un pan de hostia relleno de fruta confitada, miel, azúcar y canela. ¿Falta mucho para Naninni?

—¿A quién más quieres llevarle un regalo?

—A Marcel, a Josiane. Y a Junior… ¡Yo quiero mucho a Junior! Nadie le entiende. Estoy segura de que sufre por ser tan distinto. ¿Sabes que se le metió en la cabeza producir energía? Y Hortense dice que lo consiguió.

Él la mira con una sonrisa tenue en la que brilla el deseo, y Joséphine ya solo ansía una cosa, volver a la cama enorme del Palazzo Ravizza.

El sol se levanta sobre las Crete. Una luz blanquecina acaricia los cristales. Ellos se despiertan, sonriendo al verse abrazados. Se vuelven hacia la luz que invade poco a poco los vidrios de las ventanas e ilumina con lenguas de fuego cada cristal de color.

Joséphine descansa, inmóvil, atenta. Quiere retener este momento y convertirlo en un instante perfecto. Un minuto de felicidad que guardará en un frasco.

Ve la hora en la esfera del reloj de Philippe, sobre la mesita de noche.

Las ocho y veintisiete.

Entorna los ojos y empieza el inventario. El olor a jabón de las sábanas, la tela blanca y un poco áspera pegada a su nariz, la mano de Philippe que le acaricia la espalda, pasos sobre la grava del jardín, un pájaro que emite un trino, otro que le contesta, una voz en el pasillo, una mujer de la limpieza que deja un cubo, una escoba, una puerta que golpea en el piso de arriba, buongiorno, grita un hombre en la ventana, la boca de Philippe pegada a su oreja, sus labios que le bajan por el cuello, el calor de sus brazos, el vello moreno de sus muñecas…

Ella aprieta los párpados para precintar esos tesoros. Que no desaparezcan nunca. ¡Es tan fácil fabricarse felicidad!, se dice, acurrucada en la calidez de este minuto perfecto.

Vuelve a abrir los ojos.

Las ocho y veintiocho.

Se miran, juegan con sus manos entrelazadas. Él le acaricia todos los dedos, los extiende, los besa uno a uno, le abre la palma de la mano, se la acerca a los labios, la saborea y le da un beso largo.

—Cierra los ojos… —ordena Philippe.

Ella obedece y le tiembla la boca.

Los labios de él se posan sobre sus sienes, se apoderan de ellas, imponen un beso. Ella se estremece, se tensa esperando una caricia, una orden, no sabe.

Él le pasa la mano por el pelo. Le da la vuelta a la nuca. Ella gime. E inmediatamente el día baña toda la vidriera con su luz dorada.

—¿Estás bien? —pregunta él, envolviéndola con la sábana para que no tenga frío.

—Muy bien.

Ella parece reflexionar mientras orilla la sábana entre los dedos.

—En Florencia estabas muy enfadado. ¿Era por mí?

—Tenía ganas de darle una bofetada a esa chica. ¡Qué mala educación!

—No me has contestado…

Él se queda callado. Intenta distraerla soplándole en el pelo.

—Cuando lo percibes todo —continúa Joséphine— captas hasta el más mínimo detalle; chirría. Es así. Hay personas que tienen la epidermis sensible y otras la piel de cocodrilo.

Ella desliza un dedo entre los pliegues de la sábana, juega con los bordados para disimular sus sentimientos. Para tener el valor de seguir.

—Estabas indignado conmigo en Florencia.

Él se aparta, se incorpora, le roza el hombro.

—¿Indignado? Es una palabra un poco fuerte.

—¿Molesto?

—Sí.

—Porque yo no tenía unos zapatos apropiados, ni tampoco el…

Ella ha hablado con voz temerosa, él la interrumpe con un gesto de ira que no domina:

—¡No me importan en absoluto tus zapatos!

Sujeta la barbilla de Joséphine entre los dedos y la obliga a mirarle.

—No me importa en absoluto que no lleves unos zapatos de tacón bonitos, el bolso de moda, un reloj de marca, las uñas pintadas, las mechas lisas… Lo que no soporto es que te achantes delante de una rubia pava, que sistemáticamente te achantes delante de todas las pavas, sean rubias o morenas.

Una sombra se extiende sobre su cara, crispa las mandíbulas, contrae las aletas de la nariz, frunce el ceño, se le agudiza la mirada.

Ella baja los ojos, derrotada, y se le escapa:

—Lo sabía.

Entonces él suelta un grito ronco con la rabia del hombre que lleva mucho tiempo conteniéndose.

—Joséphine, ¿cómo quieres que te quieran si tienes tan mala opinión de ti misma? ¿Cómo quieres que yo te quiera si no te quieres tú?

Joséphine se ha apartado. Busca el plumón con las manos para envolverse, tiene frío, le da vueltas la cabeza. Es como si tuviera un precipicio dentro del cuerpo, y cayera por él a toda velocidad.

—¿Ya no me quieres?

—Te odio cuando te pones así.

—Pero…

¡Ella querría decir: pero si yo he sido siempre así y tú lo sabes! Me visto mal, no sé peinarme, ni maquillarme, no soy brillante, cómoda en cualquier parte, guapa como…

Ella le mira, destrozada.

Él la provoca y se encara.

—Venga, dilo… ¡Dilo!

Su voz es dura. Un cubo de agua fría. Joséphine mueve la cabeza, muda.

—¡Te lo diré yo! Crees que no eres guapa como Iris, elegante como Iris, brillante como Iris… y que por lo tanto yo no puedo quererte. Pero ¿sabes qué? Es exactamente por eso por lo que te quiero. Te quiero porque eres opuesta a tu hermana. Porque tú tienes corazón, porque tú tienes alma, porque tú te paras delante de un cuadro y te quedas allí plantada con la boca abierta durante una hora, porque yo digo «paraguas» y te echas a reír, porque saltas en los charcos con los pies juntos, porque recoges a un pobre perro infecto en la calle y le adoptas, porque hablas con las estrellas y crees que te escuchan, porque cuando amas haces que me crea el rey del mundo. Por eso te quiero, y podría darte treinta y seis mil razones. Mira, por ejemplo, me encanta tu forma de comer rábanos, empiezas por la punta y sigues hasta las hojas. ¡Pero, Joséphine, no soporto que te rebajes, que te consideres fea e inútil continuamente! Un hombre necesita pasearse del brazo de una diosa, no de una mendiga. ¿Entiendes?

Joséphine dice que no con la cabeza. Querría decirle que es demasiado tarde, que ella siempre ha llevado los zapatos equivocados, el abrigo equivocado, que no sabe andar con tacones altos. ¿Cómo aprendes a llevar diamantes en la cabeza cuando siempre has vivido rodeada de ortigas?

—El otro día en Florencia, delante de aquella chica, me vi fea. Sucia y fea.

—¿Sucia?

—Sí.

—¿Y te pasa a menudo eso?

Ella encoge los hombros. Desconfía. No quiere dejarse llevar por esa ternura histérica que le llena los ojos de lágrimas, cuando recuerda determinados episodios de su infancia, acabará llorando como una Magdalena, y ella odia a las personas que se regodean en el llanto.

—¿Te pasa a menudo eso? —repite él, inclinado sobre ella.

—¡Ah, estoy acostumbrada!

—Dímelo, dímelo o no te soltaré.

Y la estrecha entre sus brazos.

—Tengo la impresión de que no valgo la pena, que no intereso a nadie.

—¿Y por qué?

Ella no tiene ganas de hablar de eso. Ahora no. No quiere llamar al mal tiempo. Sería capaz de acudir corriendo.

—¿Y si bajáramos a desayunar?

—¿Un día me contestarás? —insiste Philippe.

—Un día…

Se han tomado el café, devorado las bruschette y el jamón, los huevos revueltos, las lonchas de pecorino. Joséphine unta una capa de mermelada en una rodaja de pan tostado y se le cae un poco en el libro. Suelta un gritito y se pone a limpiar la página ilustrada. Philippe lee el periódico y le traduce los titulares. Suena su móvil, se disculpa y descuelga, es de la oficina, dice, se levanta y se aleja.

Desde el comedor, Joséphine atisba a lo lejos una luz sobre las Crete y va hacia el jardín para contemplar los destellos alternos de los rayos, el abanico de colores que acaricia las laderas redondeadas de las colinas. ¡Extrañas colinas! Calvas, lisas, curvas. Parecen cráneos de viejos canónigos en un refectorio, encorvados sobre sus platos, entonando plegarias. Dios está en todas partes en este paisaje iluminado.

Las nubes han desaparecido, solo queda la suave luz toscana envolvente, límpida, que transforma el paisaje en un museo. Se podría recortar cada casa, cada campanario, cada cruz y colgarlos en las paredes. El rojo anaranjado de un tejado se funde con el rosa de un bosquecillo, que rebota un verde intenso sobre una ruina de piedras comidas por el musgo, salpicado de flores blancas y azules.

Joséphine abre los ojos, embelesada y atónita. ¡Tanta belleza, tirada ahí como con negligencia!

Lucien Plissonnier, papaíto, ¿estás ahí? Me gusta imaginarte en los nubarrones, tendiendo la mano hacia mí. Necesito hablarte, aquí, inmediatamente.

Ella levanta la cabeza hacia el cielo sin estrellas y solo ve el sol. El sol y filamentos de nubes blancas.

Se sienta en una mesa y deja el libro, Mi museo imaginario o las obras maestras de la pintura italiana de Paul Veyne. Un libro grueso que incluye los cuadros más bellos de Giotto a Tiepolo. Cinco siglos de maravillas. Aunque pesa, ella lo lleva a todas partes. En las iglesias y los museos le lee párrafos a Philippe. Él hace comentarios, comenta los blancos coloridos de los cuadros, las perspectivas, ¿sabes que la perspectiva se inventó aquí, en Italia? Italia vivió una epidemia de genios durante cinco siglos. Y en la misma época, los pintores flamencos y holandeses experimentaron el mismo impulso, la misma hambre de innovación, de color, la alegría inaudita de pintar. Ella escucha y los cuadros adquieren vida con miles de pistas que la arrastran hacia el placer. El placer de ver de otra manera, porque él le enseña a ver.

Pero esta mañana, sola en el jardín, sentada en medio de la reverberación temblorosa de los rosas, verdes, naranjas, se le ocurre otra cosa: preguntarle al libro y pedirle consejo a su padre.

Cuando las estrellas no brillan, cuando la estrellita del extremo de la Osa Mayor no se ve y no puede parpadear, ella interroga a los libros. Ellos ocupan el lugar del cielo estrellado. Ella hace una pregunta, coloca un dedo al azar y lee la palabra que responde a su pregunta.

A veces, se contenta con una sola palabra. A veces forma auténticas frases. Desde hace unos días, la palabra que aparece más a menudo bajo su dedo es «mitad».

Mitad, mitad, mitad.

Ella trata de entenderlo. ¿He encontrado mi mitad en la persona de Philippe? ¿Estoy en la mitad del camino? ¿Soy mitad feliz?

Esta vez, en los jardines del Palazzo Ravizza su dedo se posa sobre «familia numerosa». Ella sonríe. ¡No puede decirse que formen una familia numerosa, Philippe y ella! Tres hijos entre los dos, no es una tribu.

Vuelve a empezar y su dedo topa con «familia».

Vale, se dice, así que es algo relacionado con la familia.

Vuelve a empezar y lee «mitad». ¡Otra vez!, exclama. ¿Mitad de familia?

Venga, último intento. Esto es demasiado confuso, no entiendo nada. Cierra los ojos, se vacía otra vez, inspira, pone el dedo y… lee la palabra «hermana».

Joséphine palidece. Familia, mitad, hermana. ¿Es posible que no sea su padre quien le habla, sino Iris? ¿Iris que aparece en los escaparates, que le recuerda que solo posee la mitad del amor de Philippe, que la otra le corresponde a ella?

Está a punto de poner una última vez el dedo, cuando oye los pasos de Philippe sobre la grava. Cierra el libro.

—¿Todo bien? —le pregunta, intentando disimular su nerviosismo.

Familia, mitad, hermana. Familia, mitad, hermana.

—Sí. Nada especial. Gwendoline se espabila perfectamente, como si fuera la jefa del despacho. Y he telefoneado a Becca. En Murray Grove todo va bien también. Te manda un beso. ¿Estás lista?

—¿Adónde vamos?

—A Arezzo. Conozco un restaurante pequeño cuyos propietarios me han intrigado durante mucho tiempo. Veremos si eres lista…, si averiguas el misterio de esta pareja.

Porque ellos no viven juntos.

Porque ella no sabe casi nada de su vida en Londres. Solo lo que él quiere enseñarle, lo que ella capta durante fines de semana demasiado cortos. Eurostar el viernes por la tarde y Eurostar el domingo después de comer.

Porque ella vive en París.

Porque un día, decidió volver a Francia. Lejos de Montaigu Square, de Becca, de Alexandre, de Annie.

Y de Philippe.

Era un viernes de abril.

Hacía siete meses que Joséphine y Zoé vivían en Londres.

Habían tenido que dejar a Du Guesclin en París. Bajo los excelentes cuidados de Iphigénie. Él las había visto marchar sin moverse, con las patas muy rectas en el umbral de la portería, y una sabiduría profunda y triste en la mirada. Ella le había dicho muy bajito: volveré, Doug, volveré, no te abandono, pero es que es complicado llevarse un perro a Inglaterra. En casa de Iphigénie estarás bien, los niños te adoran, te mimarán y yo vendré a verte a menudo, te lo prometo. Él la observaba, muy serio, como si supiera perfectamente que mentía. Ella había seguido hablándole. Entonces, cansado de oír mentiras, él había levantado la vista y la había fijado en un punto, más allá de Joséphine, basta de lloriqueos, parecía decir, haz lo que tienes que hacer, coge tus pingos y vete, yo ya he vivido solo, me espabilaré. Joséphine se había levantado, avergonzada de abandonarle.

También había hecho falta convencer a Zoé de que Gaétan iría a verla cuando pudiera. Joséphine le pagaría el billete del tren. La madre de Gaétan había aceptado. Esto no es asunto mío, es él quien decide, yo, ya sabe… y había hecho un gesto vago con la mano, para explicar que ella ya no estaba segura de nada. Vivían, su hijo y ella, en un pequeño apartamento del distrito decimonoveno. Después de muchas experiencias adversas[13], ella había acabado encontrando trabajo en una papelería. Le encantaba el material escolar. Le calmaba los nervios.

Zoé tenía entonces dieciséis años. Se negó a vivir en Londres. ¡Pero yo no tengo nada que hacer allí! ¡Yo quiero quedarme en París! ¡No tienes derecho a disponer de mí! Con las mejillas coloradas, el vello de las cejas despeinado como un moño desgreñado y sus enormes ojos refulgentes de rabia. Había gritado, había llorado y había adoptado posturas de suplicante propias de una contorsionista, había hecho huelga de hambre, huelga de colegio, huelga de mimos, huelga de palabra… pero había acabado cediendo ante la intransigencia de su madre. De mala gana. ¡Odio a los adultos, asesinos del amor! ¡Carniceros de sueños! ¡Patéticos representantes del orden! Había escogido muy bien sus improperios para que no creyeran que improvisaba. No, ella pensaba todo aquello, lo sopesaba, lo empaquetaba y se lo lanzaba como chorros de brea ardiente. ¡No creáis ni por un momento que habéis ganado en absoluto, no os durmáis en los laureles, yo me vengaré, convertiré vuestra vida en un infierno! Su boca adquiría el gesto firme y amenazador de un policía.

Joséphine la escuchaba, desamparada, trataba de abrir una brecha, de negociar una tregua. Proponía un período de prueba, digamos que volveremos a hablarlo dentro de tres meses, de tres semanas, de tres días… ¿Tres horas?

Philippe abría la puerta de la nevera para picar un trozo de queso, se servía un burdeos añejo, se apropiaba del periódico y se iba a leerlo al salón. Es tu hija, yo no quiero meterme.

Zoé se había pasado mucho tiempo disgustada y luego, un día, sin que Joséphine supiera el porqué, había entrado en vereda mientras repetía con convicción: ¡cuando cumpla dieciocho años, cuando cumpla dieciocho años, entonces seré mayor de edad y libre! ¡Y ya veréis!

Joséphine disponía de dos años de tregua.

Zoé no era capaz de estar enfadada mucho tiempo.

Del lanzamiento de insultos incendiarios, había pasado a la manifestación exaltada del dolor. Padecía infinitas dolencias. Se palpaba el vientre, se tomaba el pulso, se sopesaba la cabeza, sacaba la lengua creyendo que estaría negra de bilis, exigía ir al médico, un certificado que demostrara que estaba bien de salud. Luego, armada con el preciado documento, mejoraba poco a poco, arrastraba su cuerpo de jovencita con una languidez que deseaba inaccesible, y Joséphine sonreía al verla abandonar uno a uno todos sus males, por misteriosas posturas de abatimiento.

También había noches en las que Zoé no conseguía conciliar el sueño. ¿Cómo lo hago para dormir si mi cuerpo lo desea, pero mi cabeza se niega? Joséphine se sentaba en su cama, ponía la mano sobre el vientre de su hija y esperaba.

Observaba cómo sus párpados tiernos y rosados se volvían pesados, temblaban, y finalmente se cerraban como una cortina de pestañas negras enmarañadas. Zoé se dormía con Néstor, su peluche descolorido y deforme, pegado a la nariz.

Joséphine contemplaba la cara redonda y deliciosa, la boca con las comisuras hacia abajo y enfurruñada, y se decía: mi hija de dieciséis años me ha declarado la guerra porque tiene un amante. Mi hija de dieciséis años, que me ha declarado la guerra porque tiene un amante, se duerme respirando el olor anodino, ligeramente empalagoso, de su peluche.

Zoé se había matriculado en el penúltimo curso del liceo francés, la rama de letras.

Alexandre estaba matriculado en el penúltimo curso del liceo, la rama de ciencias.

Eran uña y carne.

Celebraban largos conciliábulos, de noche, en la habitación de uno o del otro. Escuchaban la misma música, iban por la calle pegados para compartir los auriculares. Utilizaban un lenguaje secreto que Joséphine intentaba descifrar. Gritaban high five y juntaban las manos con una palmada. Él la llamaba Zouille, ella le llamaba Louxi. ¿Él preguntaba Luxor? Ella contestaba Nefertiti.

Joséphine no estaba segura de entenderlo.

Parecía que todo se había calmado.

Ellos se marchaban por la mañana después de haber devorado, mientras terminaban de vestirse, un tazón de chocolate caliente y tostadas con mantequilla, que les servía Annie mascullando que no se desayuna de pie, que había que sentarse y masticar bien. Y beberse el zumo de naranja porque tiene vitamina C. Ellos contestaban con la boca llena que no tenían tiempo y que parecía un disco rayado, ¡todas las mañanas la misma canción, estamos hartos, Annie!

—Y por cierto, ¿qué dice una verdura cuando está harta?

Annie reflexionaba con las manos sobre el vientre.

Salsifís[14] —chillaba Zoé.

—Muy gracioso —refunfuñaba Annie—. Bébete el zumo.

—Y… —proseguía Alexandre mientras engullía una tostada—. ¿Tú sabes por qué ya no hay mamuts en la tierra?

—¡No se habla con la boca llena!

—¡Porque ya no hay paputs!

Y se echaban a reír a carcajadas ante la cara de consternación de Annie, que intentaba comprenderlo y no se reía.

—¿Y sabes por qué se aburren los jardineros?

Annie levantaba los ojos al cielo.

—¡Porque se dedican a ver cómo crece la hierba! —gritaban al unísono—. ¡Cómo crece la hierba, Annie!

Chocaban las manos. High five! High five!

Cogían un abrigo, una bufanda, una mochila y se iban a buscar el autobús. El 98, el 6 o el 24, daban un paseíto a través del parque y llegaban a South Kensington y al liceo. Zoé protestaba, no le gustaba andar. Alexandre insistía, así no se pondría jamona.

—¡Yo no estoy jamona! —se indignaba Zoé.

—Porque yo te obligo a andar.

—Pues tú tienes un cuello de jirafa y unas orejas como dos ceniceros.

—¡De eso nada! ¡Todas las chicas están locas por mí!

—¿Qué me das si te cuento lo que Melly dijo ayer tarde?

—¿Qué dijo Melly?

Joséphine les oía parlotear hasta la calle. Luego se asomaba a la ventana y les miraba alejarse. Toda va bien, pensaba al verles doblar la esquina.

Estaba angustiada sin poder evitarlo.

Ella no oía la continuación del diálogo. Cuando ellos estaban protegidos por el anonimato de la calle, y corrían para coger el autobús en George Street.

—¡Deja de hacer esas bromas tan tontas! Ya no somos niños pequeños —decía Alexandre.

—A ellos les tranquiliza creer que lo seguimos siendo. Así no desconfían…

—¿De verdad crees eso?

—Sí. Y mientras tanto, yo lo preparo todo.

—Lo preparas todo a escondidas. No es para tanto.

—No tengo más remedio. Ellos se niegan a escucharme.

—Cuando llegue el día… les dará un ataque.

—Tú no digas nada, ¿eh? No digas nada, me lo has prometido.

—Eso no impedirá que les dé un soponcio. Y yo, ¿qué cara pondré?

—Pondrás cara de no saber nada.

—Mi padre se pondrá hecho una furia. ¡Y tu madre!

—Tú no sabes nada y punto.

—No. Cuanto más lo pienso más me doy cuenta de que no soy capaz.

—¿Me dejas colgada? ¿Es eso? Y yo que creía…

—¡Para, Zoé, para! Lo que quieres hacer es muy gordo.

—Eso no es cosa tuya, sino mía. Lo único que te pido es que te calles. ¡No creo que sea tan difícil!

—No podré, te lo juro. Hay que pensar en algo para que no me echen la culpa.

—¡Ay, los tíos! ¡Siempre tenéis miedo!

—¡Ah!, porque Gaétan también…

—¡Para nada! Gaétan está de acuerdo conmigo.

—No estoy tan seguro, colega.

Aquella mañana, como de costumbre, Annie había comentado lo de las vitaminas del zumo de naranja, que las tostadas no había que zampárselas tan deprisa, y que había que sentarse a la mesa con las manos limpias, Alexandre y Zoé habían huido gritando: ¡hasta la tarde, besos!, y Joséphine les había dicho adiós por la ventana.

Alexandre se parece a Philippe.

Alto, delgado, moreno, casi roza la marca del metro ochenta que hay en la cocina. Con un remolino que le cae sobre un ojo y una cara huesuda de un clasicismo casi enervante. Le salvan las pintas que lleva: el pelo enmarañado, un faldón de la camisa por fuera del pantalón, unos brazos de deportista olímpico, un gesto un poco insolente del mentón, y un brillo de desdén en la mirada, como si te examinara el alma con una linterna.

A veces, Joséphine suele preguntarse si aquel cuerpo adolescente esconde un anciano socarrón de barba blanca.

¿O fue la muerte de su madre[15] lo que le hizo madurar de golpe, mezclando las cenizas de la infancia con un dolor de adulto, y le daba esa mirada seria y a veces condescendiente? Alexandre se anima cuando está con su padre, se comunica y va de acá para allá, pero con Joséphine habla poco y su mutismo actúa en ella como la sosa cáustica. La descompone y la vuelve torpe. Él la mantiene a distancia. Un no-me-toques que la deja helada. Y si su padre se extraña, ¿no le das un beso a Joséphine?, él le acerca la mejilla sin inclinarse. Erguido, mudo, como si desconfiara. Ella tiene que ponerse de puntillas para darle un beso, que lanza como una pelota a una cesta, rezando por que no caiga de lado. Él nunca se enfrenta a ella, nunca dice una palabra que pueda considerarse incorrecta. Tiene esa educación antigua, adquirida, y no puede olvidarla, pero todo su cuerpo rechaza la promiscuidad. Joséphine preferiría que fuera menos pulido, más arisco, aunque tuviera que soportar pullas, pero también obtendría arrebatos de ternura, de naturalidad. En resumen, que no le gusta la sangre fría.

Amánsale, se dice. Ten paciencia.

Se recrimina, se da ánimos, reflexiona.

Nunca habla de eso con Philippe.

Becca se había marchado de buena mañana a Murray Grove, para seleccionar la ropa que había que distribuir y preparar la comida. Philippe y ella, juntos, habían conseguido realizar su proyecto: convertir un ala de la iglesia en un albergue para mujeres solas, rescatadas de la calle. Un refugio, una etapa para que adquirieran fuerzas y para ayudarlas a volver a la vida. A medida que iban pasando los días, ellas recuperaban la dignidad perdida gracias a una alimentación equilibrada, una cama, una ducha, clases de cocina, de costura, de yoga, de cerámica, de pintura, de piano, de informática, cursos adaptados a las necesidades de la pequeña comunidad. El pastor Green, responsable de la sede, se había comprometido a apoyarles, entusiasmado con su proyecto. Había encontrado voluntarios que llevaban los talleres, había organizado una guardería para niños pequeños y él se ocupaba personalmente de entretenerles mientras sus madres asistían a clase.

Cuando no había servicio religioso, la entrada de la iglesia estaba atestada de cochecitos y sillitas, y el suelo cubierto de juguetes.

Aquella mañana, Philippe se había marchado temprano a su despacho de Regent Street.

Ahora tiene dos despachos. El antiguo, donde continúa ocupándose de sus negocios, y el nuevo donde se ocupa de la Fundación para Mujeres Solas. FWO, o For Women Only.

El primero está en el último piso de un edificio antiguo, en una calle del viejo Londres, y es lujoso, majestuoso. Con pantallas de televisión finas como el papel de fumar, obras de pintura contemporánea colgadas en las paredes. Una Trophy Wife de Maurizio Cattelan, donde Stephanie Seymour emerge como un mascarón de proa. Una Mujer que llora de Urs Fischer. Y también una Marilyn de Nate Lowman.

Los clientes que esperan en la salita observan estas obras de vanguardia, y entran en el despacho de Philippe afectados todavía por el asombro, el respeto e incluso el desagrado que provocan. Philippe les parece entonces un hombre ilustrado, brillante, paradójico. Y él aprovecha esta leve superioridad para ofrecerles consejo y conseguir que firmen contratos.

El otro despacho, el de Murray Grove, es modesto. Una tela escocesa clavada con chinchetas en el marco de la ventana a modo de cortina, una mesa con caballete, un teléfono viejo, un ordenador, montones de carpetas incluso en el suelo, facturas pendientes pegadas a paneles de corcho en la pared. Una habitación a merced de las corrientes de aire. En cuanto se sienta a su mesa, Philippe se pone unos mitones, una bufanda y un buen chaleco de lana.

Va tres tardes a la semana. En la pared, un grafiti que encontró al llegar: «Cuando el hombre haya talado el último árbol, contaminado la última gota de agua, matado el último animal y capturado el último pez, entonces se dará cuenta de que el dinero no es comestible».

La Fundación le exige cada vez más dedicación. Él intenta encontrar trabajo a las mujeres convalecientes. A menudo consigue implicar a sus clientes ricos. Les arranca un puesto de secretaria, de azafata, de documentalista o de telefonista. Os sorprendería, explica él, la cantidad de mujeres con un título que hacen la calle, que tienen verdaderos deseos de dejarlo, y están dispuestas a trabajar a destajo. A veces media con la alcaldía para conseguir un alojamiento. Aprendo un oficio nuevo, se dice, me he convertido en asistente social.

Levanta la mirada hacia la frase de la pared. La relee. En Murray Grove no gana dinero, todo lo contrario, pero se siente rico.

En su sitio.

Shirley se ha unido a él. Se ocupa de las comidas con Becca. Ha creado un programa, The Healthy Food Program, para enseñar a la gente a alimentarse bien. Verduras, frutas, cereales, almendras, nueces, huevos, pollo, pescado. Recorre todas las tiendas bio y compra barata mercancía a punto de caducar. Ella controla la buena calidad de las comidas que se sirven y no transige.

Ha adquirido la costumbre de ir a ver a Philippe a su despacho al final del día, y vacía su corazón mientras se seca las manos con el delantal. Su relación con Oliver, su amante, pasa por un bache. Ya no son capaces de hablar, él solo habla con su piano, sus palabras están en las notas y a mí me deja sola, frustrada, llena de rabia e impotente. Se aleja, se aleja y yo no sé por qué. Me digo que la culpa es mía. Cuando él da algún paso y se acerca demasiado yo le rechazo, y cuando se controla otra vez yo le agobio y él se queda mudo. Me mira, triste, y yo me enfado conmigo misma. ¡Es horrible! Dime, Philippe, ¿tengo un defecto incurable? ¿Algo que salta a la vista y que yo no veo? ¿Por qué nunca me van bien las cosas con los hombres? Shirley inclina la cabeza sobre sus largas piernas y se lamenta. Yo creía que lo había entendido todo, le daba lecciones a Joséphine, me consideraba una mujer realizada, libre, y de repente, ya no sé nada. ¿Puede ser que yo no quiera a nadie? Dime, Philippe, ¿soy capaz de amar o tengo el corazón seco como una pasa? ¿Por qué son tan difíciles de entender los hombres? Tú debes de saberlo…

Philippe suele salir en defensa de los hombres que Shirley acusa con vehemencia. Ella se va mascullando que él tiene ideas preconcebidas, pero siempre vuelve con más preguntas.

—Entonces, ¿ya no me odias? —le pregunta él sonriendo.

—Me enerva tu sensatez, tu serenidad. ¡Como si fuera tan fácil!

A veces se quedan hablando hasta muy tarde, Philippe mira el reloj. ¡Dios mío! ¡Las nueve! Joséphine estará preocupada. Mañana seguimos, te lo prometo.

Aquel 22 de abril por la mañana, Zoé se había marchado al liceo francés con la mochila y una bolsa que a Joséphine le había parecido muy pesada.

—¿Has de llevarte todo eso?

—Hoy tenemos gimnasia y me llevo ropa para cambiarme. Después voy a estudiar a casa de Lucy. También he cogido los libros.

—¿A qué hora volverás?

—A las seis, seis y media.

No paraba de consultar su reloj y de colocarse el asa de la bolsa sobre el hombro; parecía que tenía prisa por marcharse.

—Me voy pitando, mamá.

—¿Quieres que esta tarde vaya a buscarte al liceo?

—No hace falta. Iré a casa de Lucy, ya te lo he dicho.

—Llámame si cambias de opinión.

—No cambiaré de opinión.

Joséphine había arqueado una ceja, sorprendida de la firmeza de su hija.

Zoé se había acercado. Había apoyado la mano en el brazo de su madre. Su tono de voz se había vuelto suave y cariñoso.

—Mamaíta…, te quiero. Y nunca te haré daño. Nunca.

—¿Por qué dices eso?

—Eres una mamá fantástica. La mamá más fantástica del mundo.

Se había echado en brazos de Joséphine, y Joséphine había sentido que el mundo se hundía bajo sus pies. Zoé siempre había derrochado ternura. Repartía mimos a destajo. Se lanzaba contra su madre, escondía la cabeza en su regazo y empezaba a hacerle confidencias sin pies ni cabeza.

Joséphine necesitaba esta fogosidad brutal como el aire que respiraba. Solo hacemos bien aquello que amamos. Y ella amaba por encima de todo ser «mamá».

Un vínculo que acababa de restablecer aquella mañana del 22 de abril.

Cuando Zoé se marchó, Joséphine se había puesto a hacer sus cosas. Todas las mañanas dedicaba dos horas a la correspondencia. Contestaba todas las cartas, todos los e-mails, el testimonio de todos y cada uno de los hombres y las mujeres que se sinceraban, le contaban sus miedos, sus esperanzas, el tiempo pasado, el tiempo perdido.

Su última novela, Hombrecito[16], que había terminado de escribir en Londres, se había publicado en Francia. Serrurier, su editor, la telefoneaba de vez en cuando para darle las cifras de ventas y salpicaba sus frases con «fabuloso», «nunca visto», «formidable», «tiene usted un público, Joséphine. Gusta a la gente, les gusta leerla, les gustan las historias que cuenta. Ha creado un género, ha creado un estilo, ha creado un universo, en resumen, que espero el tercer libro». Añadía: «olvídese de la universidad, de las tesis y las conferencias, eso no le aporta nada y allí la odian. Usted se ha salido del redil y eso no se lo perdonarán».

No obstante, después de comer, Joséphine se enfrascó en la redacción de su nueva conferencia, mientras esperaba que surgiera una idea nueva que le exigiera dejarlo todo para dedicarse a ella. Le gustaba esta alternancia entre las tesis, los estudios y la escritura de una novela. Le daba sensación de libertad.

Aquel 22 de abril después de comer, por tanto, Joséphine escribía la introducción de una conferencia sobre las damas de Zamora, que debía pronunciar a finales de mayo en la universidad de Glasgow. La historia de un escándalo que estalló en un convento de religiosas de Castilla, en julio de 1279, tras la visita del obispo que había expresado su indignación por la relajación de la disciplina y las costumbres de las monjas.

En la Edad Media, no todas las mujeres que se refugiaban en las comunidades religiosas lo hacían por vocación. Algunas simplemente pretendían eludir el poder de los hombres, y desde su punto de vista el convento era el único modo de ser independientes y plenas, de eludir a un marido que pretendiera imponerse o desposeerlas de sus tierras. Una vez que estaban a salvo no querían renunciar a su libertad. Algunas rezaban, estudiaban, pintaban, escribían, llevaban una vida irreprochable, mientras seguían gobernando granjas, bosques y castillos. Pero otras, más frívolas, habían optado por frecuentar una comunidad de frailes predicadores, los dominicos, que vivían cerca. Estos últimos habían provocado la ira del obispo. Él quería luchar contra tal «depravación», y exigió que esas pecadoras fueran castigadas.

Pero la cuestión que se planteó realmente fue qué hacer con aquellas mujeres. Echarlas fuera de los muros del convento era dejarlas a merced de la violencia, de la brutalidad de sus padres, de sus hermanos, de sus maridos. Si las leyes del hombre no las protegían, ¿no le correspondía a la Iglesia hacerlo?

El tema apasionaba a Joséphine. Pensaba en el destino de esas mujeres derrotadas, maltratadas, torturadas, casadas a la fuerza, empleadas como esclavas. Pensaba en Murray Grove, en las mujeres que había allí. ¿Cuántas aprovecharían el cobijo de la iglesia para rehacerse y marcharse en busca de una vida nueva? ¿Cuántas aprenderían a quererse a sí mismas y se negarían a permitir el maltrato, la explotación? Ella tomaba notas, intentaba establecer un paralelismo entre la condición femenina en la Edad Media y en el siglo veintiuno, cuando de repente levantó la vista y vio la hora.

Las siete y media.

Zoé no había vuelto. Alexandre tampoco.

Fue corriendo a la cocina.

Annie daba el último toque al plato que había cocinado para esa noche. Mezclaba perejil, tomillo, laurel, olía, dudaba, salpimentaba.

—¡Les he hecho un potaje, señora Joséphine, una maravilla! Espero que esta noche cuando levanten la tapa de la fuente…

—¿Ha visto qué hora es, Annie?

Annie levantó la vista al gran reloj de péndulo que había sobre la pila y exclamó:

—¡Son casi las ocho! ¡Y los niños no han vuelto!

—Ya deberían estar aquí los dos. Esto no es normal. No han llamado. Debe de haberles pasado algo.

Fue a la habitación de Zoé. A lo mejor su hija estaba allí y ella no la había oído, absorta en el destino de las damas de Zamora.

Empujó la puerta. La habitación estaba vacía. Ordenada. Ni jerséis en el suelo, ni paquetes de galletas abiertos encima de la cama, ni mallas tiradas en cualquier parte, ni libros abiertos, ni un vaso medio lleno sobre la mesa, ni el pijama apelotonado. La habitación no parecía la habitación de Zoé.

Iba a cerrar la puerta cuando un detalle la alarmó. Néstor no estaba encima de la cama. Ni debajo de la cama. Ni bajo la almohada. Ni en el armario. Ni en un cajón del escritorio.

Marcó el número de Zoé. Buzón de voz.

Volvió a marcar. Una vez y otra.

Siempre el mismo mensaje. «¡Hola! Soy Zoé, leave a message y hasta luego», pregonaba su hija con voz despreocupada.

Volvió a la cocina, se dejó caer en una silla.

—No contesta al teléfono y no está tampoco en su habitación.

—Claro que no está. ¡Yo la habría oído entrar!

—Y Néstor ya no está —murmuró Joséphine.

—¿Cómo que «Néstor ya no está»? Ella nunca se lo lleva al liceo. Nunca.

—Precisamente. ¡Ay, Annie, intuyo que ha pasado algo! ¿Dónde está Alexandre? Él debe de saberlo.

—Telefonéele.

Joséphine tuvo un momento de pánico al pensar en interrogar a Alexandre, pero marcó el número.

Él no descolgó. Ella dejó un mensaje.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —repetía Annie presionándose con la cuchara de madera la zona del corazón—. ¿Y él no está en su cuarto?

—Usted vuelva a llamarle desde el teléfono fijo y yo voy a ver si ha vuelto por casualidad.

A lo mejor descuelga si le llama Annie…

Corrió al dormitorio de Alexandre. El cuarto estaba desordenado y él no estaba.

—No contesta —dijo Annie cuando Joséphine volvió a la cocina—. ¿Usted tiene el teléfono de Lucy?

—No.

—¿Y el de sus padres?

—Tampoco. Solo sé la dirección. Una vez aparqué enfrente.

—Vamos a buscar el número de teléfono y les llamaremos —declaró Annie, tomando el control.

Joséphine telefoneó al señor y la señora Diammond. Lucy contestó que Zoé no había ido al liceo ese 22 de abril. Había visto a Alexandre en el pasillo entre clase y clase, pero no había hablado con él. El profesor de francés estaba enfadado y quería telefonear a Joséphine. ¿No lo había hecho?

—No. Debe de haberlo olvidado. Yo creía que estaba en tu casa. Ella me había dicho que teníais que estudiar juntas esta tarde.

—Eso no puede ser, señora Cortès. Yo tenía que ir al dentista. Acabo de volver. Ella lo sabía. ¿Cree usted que es algo grave?

—No lo sé, Lucy. Y a Alexandre, ¿has vuelto a verle después?

—Ha estado en el liceo todo el día. Pero le vuelvo a decir que no hemos tenido tiempo de hablar. Yo creía que Zoé no se encontraba bien. Ya le pasó dos veces el mes pasado… Llegó tarde a clase y precisamente el profesor le dijo que no estaba dispuesto a tolerarlo y que tendría que llevarle una nota para justificar las ausencias.

—Ah… —dijo Joséphine.

—Lo siento muchísimo, señora Cortès. Volverá, seguro. A lo mejor ha ido a comprar algo. Sé que buscaba un vestido, decía que tenía una cita muy importante y que tenía que estar a la altura.

—Ah… —repitió Joséphine.

—A lo mejor quiere darle una sorpresa…

—A lo mejor. Gracias, Lucy. Si te telefonea, dile que me llame enseguida, estoy preocupada.

—De acuerdo, señora Cortès. Se lo diré.

Joséphine colgó y le lanzó una mirada de angustia a Annie.

Se quedó callada, tratando de reunir fuerzas y ganar perspectiva en silencio, devastada por una tristeza que se extendía como un charco cada vez más grande. Pronto la ahogaría.

Se quedó postrada en la silla, dejando que Annie fuera de acá para allá, se asomara a la ventana, revolviera la habitación de uno, la habitación del otro, rebuscara mientras mascullaba: ha debido de dejar una nota en algún sitio, han ido los dos a subirse a la noria, y a estas horas aúllan de risa y de terror, mientras se balancean en una barquilla colgados en el vacío.

Joséphine seguía sentada, paralizada por el miedo a algo que no quería mentar.

Dieron las ocho, las ocho y media, las nueve y Zoé todavía no había vuelto. Alexandre tampoco.

Ella marcó el número de Philippe. Él no contestó.

Philippe cierra la puerta de la iglesia, enfila la alameda que franquea el recinto de ladrillo rojo, levanta la cabeza hacia los brotes de los árboles enormes, aspira el aire y piensa en el guiso que le ha preparado Annie, en el buen vino que descorchará, en la jornada que describirá. Acelera el paso, llega tarde. Shirley quería saber por qué los hombres no hablan. Él le había explicado que los hombres, cuando tienen un problema, se refugian en su cueva y no salen hasta que no lo han entendido o han tomado una decisión. Eso de la cueva es demasiado fácil, había protestado Shirley.

A él le gusta hablar con Shirley, y entre ellos se establece poco a poco un vínculo afectuoso y tierno.

Joséphine se hunde en las tinieblas de la espera, impotente, desolada, cuenta los latidos desbocados de su corazón, 34, 35, 36, 37, 38. Ella sabe sufrir sin decir nada, como una mujer honorable, pero su cabeza imagina mil posibilidades disparatadas. Zoé ha conocido a un chico en Internet y ha ido a encontrarse con él, Zoé ha saltado de la Torre de Londres, Zoé ha seguido a un desconocido, Zoé está en peligro y yo no puedo hacer nada. Ay, me gustaría mentirme, decirme que esto no es nada, pero el dolor que me atenaza es más fuerte que yo y me asegura lo contrario, que esto es grave, que no es un retraso, un despiste, soy incapaz de desentrañar este peso que me acogota, me oprime el pecho y me domina, esta desgracia que me corroe. ¿Y por qué no ha dejado una nota? Vuelve, Zoé, vuelve, haremos todo lo que tú quieras, volveremos a vivir en París, tú recuperarás fuerzas y yo, yo esperaré. Esperaré para vivir mi amor, tendré toda la paciencia del mundo, vuelve.

—¡Señora Joséphine! ¡Señora Joséphine! He encontrado, he encontrado…

Annie irrumpe en la cocina y agita un sobre, un sobre con dos palabras escritas por las que ella daría la vida: «Querida mamá».

—Estaba debajo de SU almohada, en SU habitación, ella lo escondió allí antes de irse al liceo. Sabe perfectamente que usted se levanta temprano y se hace la cama enseguida. Lo tenía todo calculado.

Joséphine coge el sobre, lo rasga, saca una hoja de papel con las palabras de Zoé. Algunas están tachadas, otras subrayadas, y otras escritas en mayúscula.

Mamaíta:

Ante todo, ANTE TODO, no te preocupes.

Extraño demasiado a Gaétan. Me duele demasiado estar separada de él.

Hace un mes, cuando hablamos por Skype, tomé una decisión. Él estaba tirado en la cama, abrazado a la almohada que le tapaba los ojos, y yo no conseguía llegar hasta él. Le pregunté: ¿qué te pasa, qué tienes? Puse «Someone Like You» a todo volumen y bailé, bailé, él sonrió y luego dijo: Zoé, no me gusta mi vida.

Y yo, yo tengo miedo de que me abandone.

Si Gaétan se va, yo ya no seré nada, mamita, porque gracias a él he logrado ser ALGUIEN. Quiero decir que ya no me sentiré capaz de hacer la selectividad, ni de hacer deporte, ni de pasear por el parque. Le quiero muchísimo. Así que voy a reunirme con él.

No iremos a París. No nos quedaremos en Londres. Iremos a un lugar SECRETO y cuando hayamos llegado y estemos instalados, te lo diré pero con UNA condición, mamaíta, y es que no vengas a buscarme. De todas maneras, ya no podrás hacer nada, será demasiado tarde.

Zoé

P.D.: No vale la pena interrogar a Alexandre. Él no sabe nada. Solo sabe que planeo algo.

Joséphine había leído la carta una vez, dos veces, tres veces. Después se la había leído en voz alta a Annie.

—¿Qué quiere decir esto, señora Joséphine?

Estaban las dos en la cocina, mirándose como si fueran a descifrar la solución del enigma la una en los ojos de la otra.

—¿Por qué dice que será demasiado tarde? —había balbuceado Annie—. Eso se dice cuando ya no hay nada que hacer… Vaya, yo lo entiendo así. Alexandre a lo mejor sabe…

—Zoé dice que él no está al corriente de nada.

—Eso es imposible, señora Joséphine. ¿Usted cree que ella le habría escondido algo?

—Como ha hecho con nosotros. No hay nadie más decidido que una chica de dieciséis años enamorada.

Ambas estuvieron un buen rato interrogándose con la mirada, planteando todo tipo de hipótesis que no se sostenían. Si no estaban ni en París ni en Londres, ¿dónde estaban? ¿Y quién les había ayudado a escapar?

—Lo principal es que están bien, señora Joséphine.

—Sí, tiene razón. Pero ¿realmente dice eso la nota?

—Debería telefonear a la madre de Gaétan… Quizás ella lo sepa.

No lo sabía. En Francia estaban en plenas vacaciones escolares y Gaétan se había marchado a casa de un amigo. Ella no sabía su nombre. Sí, él le había pedido dinero. No, no le había dicho nada más. Sí, se había llevado cosas, una bolsa grande incluso. No, ella no había notado nada especial. ¿Y Domitille? ¿Y Charles-Henri? ¿Su hermano y su hermana están al corriente quizás? Ay, señora Cortès, es usted encantadora, pero hace mucho tiempo que no sé nada de ellos y Gaétan tampoco. Somos una familia rara, desestructurada, ya sabe, fuera de lo normal.

Entonces había vuelto Alexandre. Había tirado la bolsa en la entrada, había asomado la cabeza por la cocina.

—¿Zoé no está?

—No. No ha vuelto. ¿Tú sabes dónde está?

Joséphine le clavó los ojos, tratando de adivinar si lo sabía todo o no. Le pareció que durante unos segundos él la había mirado con pena y luego volvió a su mutismo habitual.

—No.

—Cuando os habéis despedido esta mañana…, ¿ella no ha dicho nada?

—No.

—¿Ha entrado en el liceo contigo?

—No me acuerdo. Me he encontrado con amigos y…

—¿Por qué no nos avisaste?

—¿De qué?

—De que estaba planeando algo. Lo dice en la carta que ha dejado.

—Parecía muy contenta.

—No basta con parecerlo, Alexandre.

—Y si a mí me basta, ¿qué?

Él había recuperado esa cara de no-me-molestes y el gesto altanero del mentón.

Joséphine había inclinado la cabeza, furiosa por ceder ante ese chaval de dieciséis años, demasiado débil para mantener una discusión, incapaz de pensar en una réplica contundente.

—Entonces qué, ¿has adivinado el secreto de la pareja del hostal? —pregunta Philippe.

Están en un pequeño restaurante de la piazza Grande de Arezzo. En la carta una lista de ensaladas y de pasta. Y tres postres. Nada más. Pero, asegura Philippe, son los mejores platos de pasta y las mejores ensaladas de la Toscana. Y la vista más bonita de la ciudad, las residencias medievales con torres almenadas y el palacio del Tribunal. El propietario tiene pinta de ser alguien que conoce el negocio y a quien no conviene provocar. Taciturno, alto, ancho de espaldas, parece una torre vigía. Controla el comedor con ojo avizor y cada vez que un plato está listo para servir da un golpe con el canto de la mano. Lleva un peinado raro, una corona ahuecada de pelo castaño, y tiene unos brazos finos, casi femeninos, sorprendentes en ese cuerpo macizo, y la piel muy blanca.

Joséphine levanta la cabeza y ve a una joven que pasa entre las mesas, con los brazos cargados de platos, una sonrisa descarada, el pelo negro, denso, brillante, recogido con una cola de caballo alta, un par de ojos ardientes que ríen, una cintura fina, y unas piernas largas y morenas que se adivinan por el corte de la falda. Da vueltas entre las mesas repartiendo frases y sonrisas.

—Está enamorada.

—Sí. Pero ¿de quién?

—¿De un cliente del comedor?

—Busca bien.

—Todo son familias.

—Fíjate bien…

Su mirada se detiene en el hombre que está detrás del mostrador. La luz del foco que hay encima de la cocina ilumina un bigote discreto sobre el labio superior y otorga a su mirada una pasión extraña, entre tierna y febril.

—¿El padre y la hija? —sugiere Joséphine. Bebe un trago de montepulciano—. ¡Mmmm, cómo me gusta este vino! Te aviso de que acabaré diciendo tonterías. Enseguida se me sube a la cabeza… ¿El padre está celoso y vigila a su hija? ¿Sería capaz de matarla si la viera besando a un hombre?

—Mira otra vez.

Ella inclina el cuerpo hacia allí. Agudiza la mirada. Ve, bajo la camisa de cuadros del hombre, una molla de grasa del tamaño de una boya, que podría ser perfectamente un pecho de mujer.

—¿La madre y la hija? La persona que está detrás del mostrador es una mujer. Así que es su madre… Pero ¿dónde está su amante? ¿En la cocina? ¿Escondido en ese armario que vemos ahí?

—Muévete un poco hacia la izquierda, estira el cuello disimuladamente y fíjate. No tendrás que esperar mucho…

Al final de numerosas idas y venidas, la chica deja un plato sobre el mostrador y pasa detrás para recoger otro. La mujer mayor ha dado un paso hacia atrás, protegida por la puerta del armario entreabierto que la oculta de la mirada de los clientes, pero no de Joséphine. La joven se acerca, la roza, le lanza una mirada penetrante e impulsa el cuerpo hacia delante para escapar. Con un gesto contundente la mujer escondida lanza un tentáculo de pulpo, atrapa a la pícara, le da la vuelta y la chica se comba como una muñeca de trapo, se abre, se ofrece, se deja besar el escote. Recupera la compostura con energía, se arregla el pelo y regresa al comedor bailando con sus largas piernas. Le brillan los ojos y tiene una leve rojez en el cuello. La mujer vuelve a sus fogones con una sonrisa tenue, casi una mueca.

Joséphine exclama:

—Una pareja de mujeres… ¡Qué tiernas!

—Y tan enamoradas como el primer día que las vi. Durante mucho tiempo creí, como tú, que eran padre e hija…

Joséphine se vuelve hacia la mujer que está detrás del mostrador, que vigila a su amada mientras corta cebollas y pimientos de modo mecánico. La amada que va y viene y suelta un sarcasmo, sonríe, aparta la mano de uno, coge el dinero de otro, se abre un botón de la blusa, pero siempre vuelve a la mujer, encasqueta la pierna bajo el mostrador, se restriega con ella y la mayor palidece. Aprieta los labios, los muerde, los moja y, en su mirada, Joséphine detecta el hambre, la fiebre y también, después, como un destello repentino, la soledad y la angustia de verse desposeída.

—Yo, yo sería más como la mujer de los fogones —murmura Joséphine.

El montepulciano la anima y empieza a hablar como si se confesara:

—Yo creo que siempre se tiene miedo cuando se ama realmente.

—¿Porque tú no te consideras digna de ser amada?

—Sí.

—¿Porque te consideras sucia y fea?

—¡Oh, eso, eso no solo me pasa contigo!

Joséphine tiene la costumbre, cuando se siente atrapada, de creer que todo va contra ella: levanta la cabeza y mira al problema de frente. ¿Qué es lo que no funciona con Philippe? ¿Por qué dudo a todas horas cuando hace tres años que nos queremos?

Y plantea una pregunta temeraria:

—Dime.

—¿Dime qué? ¿Quieres un postre?

—Dime, ¿por qué siempre tengo miedo de que me abandones?

—Porque no sabes nada del amor.

Joséphine no se acoquina y replica:

—¿Yo no sé nada del amor?

—No. Crees que lo sabes todo, pero eres una principiante. ¿Quieres postre?

¡No!, está a punto de chillar Joséphine.

Due ristretti —pide Philippe.

Él sonríe, fija la mirada en la jovencita de nuevo en la barra, cuya frente acaba de tropezar con la de su compañera.

—Mira esa chica… Es feliz porque recibe amor, mucho amor. Y ella lo da a su manera, y considera que el pacto es justo. Da, recibe, ama, es feliz. Ella no se hace preguntas. Pero la mayor… no se cree la suerte que tiene. Y reparte a diestro y siniestro. Lo da todo, pero no sabe recibir porque no está acostumbrada. Es una principiante, como tú. Y, como tú, tiene miedo.

—¿Y eso por qué? —pregunta Joséphine.

—Porque a ti nunca te han dado amor.

—¡Sí!, ¡papá! —replica Joséphine.

—Tienes razón, pero él murió cuando eras pequeña. Has crecido sin amor. Has crecido pensando que nadie te querría nunca. Porque la mirada de tu madre te decía que no valías nada.

—Ella solo tenía ojos para Iris…

—Pero no la miraba. Se veía en ella. Iris era una prolongación suya. Eso no es amor.

—Yo creía que sí. Y me comparaba.

—Y te decías que eso era normal. Que Iris era guapa, brillante…

—Y yo, sucia y fea.

—Entonces te convenciste de que, para que te quisieran, tenías que darlo todo. Es lo que hiciste con Antoine, con Iris, con tus hijas… Dar apasionadamente. Sin recibir nunca nada. Y se ha convertido en una costumbre. Incluso lo consideras normal.

Joséphine no deja de mirarle a los ojos. Philippe ordena las piezas de su rompecabezas interior.

Él le acaricia la mejilla y añade:

—Recibir el amor que te dan es un arte.

—Que tú conoces a la perfección.

—He aprendido.

—¿Y cómo se hace?

—Primero hay que aprender a quererse a uno mismo. Decirse que uno merece ese amor. Dite que eres una mujer fantástica.

—No puedo. Imposible.

—Fíjate en Hortense.

—¡Ella sabe más que yo! —suspira Joséphine.

—Ella es como esta chica…, segura de sí misma. Porque tiene una base sólida: el amor de su madre.

Joséphine rasca la manga de la chaqueta de Philippe y confiesa en voz muy baja:

—Yo envidio a esta chica. Ama a quien le place sin importarle lo que piensen los demás. Le importa un pito que su amante les parezca vieja y fea.

—Eso no le preocupa, tienes razón.

—Es eso, ser libre.

—Un día, tú serás como ella, Joséphine.

—Dime, ¿tú me ayudarás?

—Te vigilaré de cerca, pero lo conseguirás tú sola.

Ella se apoya en el respaldo de la silla y sopla, decepcionada.

—Un día —prosigue Philippe— volveremos a ese hotel de Florencia y, en lugar de retroceder y bajar la vista, te adelantarás y mirarás de frente a esa presumida.

—Eso lo dices para contentarme…

—Tú lo puedes todo pero no lo sabes.

—¿Tú puedes besarme, ahora, sin más?

Él se inclina hacia ella, toma su cara entre las manos, posa los labios sobre su boca, y la besa lenta, largamente.

Y ella deja de tener miedo de todo.

Ha llegado el día de partir. Dejan Siena y sus murallas.

Han sacado las maletas, las han puesto sobre la cama, han vaciado los armarios, han guardado los cepillos de dientes, la crema de afeitar, la leche desmaquilladora, han mirado bajo la cama, detrás de las cortinas, en las mesitas de noche.

Philippe dice: bajo a pagar y envío a alguien a recoger las maletas. Joséphine finge que quiere asegurarse por última vez de que no se olvidan nada.

Espera que él cierre la puerta y se acoda en la ventana ante las Crete onduladas y peladas.

Anoche, ella habló por fin.

Anoche, se levantó, apoyó la frente en la ventana. Reflexionó sobre la conversación del restaurante de Arezzo, sobre la pareja de mujeres, sobre aquella que lo da todo y no sabe recibir.

Philippe se reunió con ella. Juntos contemplaron la noche y luego ella dijo con un suspiro:

—Cuando te dije fea y mala…

Él asintió para animarla.

—… habría podido añadir… y casi ahogada.

Él esperó que continuara, que encontrara la fuerza para continuar.

—No me gusta hablar de eso porque siempre lloro y…

—Cuéntame.

Ella lo contó.

Habló de aquel día, en Las Landas, cuando su madre la había abandonado en el mar embravecido. Ella tenía siete años, Iris once. Habían ido a bañarse las tres. Habían nadado lejos, lejos. Su padre, en la orilla, las seguía con la mirada, nervioso. Él no sabía nadar.

La tormenta se había formado en cuestión de minutos. Ellas se habían colgado del cuello de su madre, las dos. Las olas las golpeaban, el agua salada les escocía en los ojos. Entonces Joséphine había notado que su madre la rechazaba.

Henriette había agarrado a Iris y, sujetándola con un brazo, había llegado a la orilla nadando a crol.

Joséphine había visto alejarse a su madre y a su hermana. Y esa fue la prueba irrefutable de que a ella no valía la pena salvarla. Había batallado y había bebido litros de agua de mar, pero había acabado llegando a la orilla, con la cara y el cuerpo arañados por la arena y algas pegadas en la frente, en los brazos, con los hombros ensangrentados, escupiendo, vomitando el agua salada de los pulmones, fea y sucia, fea y sucia.

Pero viva.

Había recorrido un largo camino desde entonces.

A pesar de las olas o gracias a las olas.

Había aprendido a cabalgar sobre ellas.

Pero no podía desembarazarse de esa arena y esas algas que la ensuciaban y la asfixiaban.

Fea y sucia, fea y sucia.

La última vez que había visto a su madre, fue en el entierro de Iris[17]. Días después, Joséphine la había telefoneado, buscaba fotos de su hermana y ella de niñas, quería llevarlas a enmarcar.

—Y ella me contestó… «Joséphine, no me llames más. Ya no tengo ninguna hija. Tenía una y la he perdido».

Ella se había vuelto hacia Philippe y había concluido:

—Ya está. Ya lo sabes todo.

—¿Por qué nunca me habías contado nada?

—Quizás porque pensaba que ella había querido salvar a Iris y no a mí con razón. Cuando recuperé la consciencia, estaba en brazos de papá que me llevaba lejos de mi madre, llamándola criminal. Había estado convencido de que yo iba a morir. Y yo también…

—Y ahora estás muy viva, y tienes motivos de sobra para estar orgullosa de ti misma.

—¿Tú crees? —había dicho ella sin apenas voz.

—No lo creo, estoy seguro.

Ella quiere recordar una vez más esta noche.

Se ha atrevido a hablar. A un hombre, su hombre.

Un hombre al que se ha confiado, un hombre que la ha escuchado, un hombre que la espera en la recepción del Palazzo Ravizza.

Se seca los ojos y sonríe.

Coge el bolso. Se pone el abrigo. Mete las manos en los bolsillos, con el brío de un soldadito que parte a la guerra.

Sus dedos se deslizan por el forro de los bolsillos. Uno está roto. Joséphine se sorprende. Mete la mano en el fondo y sus dedos topan con un papel enrollado como un cigarrillo fino.

Es una nota de Zoé: «Aprovecha el viaje, mamaíta, abre bien los ojos, llénalos de belleza y de amor, yo te quiero como una loca con todo mi corazón».

Zoé no volvió aquella tarde del 22 de abril.

Alexandre se encerró en su habitación, tras haberle repetido a su padre que él no sabía nada. Zoé no le había contado ningún plan de huida, ni de suicidio, ni de un desconocido con quien había contactado en Internet. Estaba pálido y lacónico, pero no parecía preocupado.

El potaje de Annie se enfriaba en la olla de fundición. Annie acabó metiéndola en la nevera, llorando por el porvenir incierto de su guiso, para no reconocer que lloraba ante la idea de no volver a ver a Zoé.

Philippe tuvo a Joséphine entre sus brazos durante un buen rato.

No podía hacer otra cosa: ella no se tenía en pie. En cuanto la soltaba, se derrumbaba.

Ya no lloraba, ya no le quedaban lágrimas. Miraba fijamente el suelo con actitud de animal vencido.

Él la acostó en su enorme cama. Se quedó tumbado a su lado. Ella temblaba, repetía: Zoé, mi bebé, ¿dónde estás? Después, agotada, se quedó dormida.

Philippe fue al ordenador de Zoé.

Repasó el histórico de las búsquedas en Internet y fue a parar a una página que Zoé había consultado muchas veces.

Desde hacía tres meses.

Desde que había cumplido dieciséis años.

Fue así como encontró la pista de la fugitiva.

Porque se trataba de una fuga.

El histórico mostraba las búsquedas de Zoé, sus solicitudes, sus indagaciones. Y finalmente se detenía en la página de Gretna Green, una localidad en la frontera entre Escocia e Inglaterra, famosa por sus bodas relámpago. Una especie de Las Vegas europeo. En Escocia es legal casarse a los 16 años. Zoé debía de haberse enterado por una amiga del liceo. Y había urdido pacientemente un plan. Ahorró, pidió dinero prestado. Había comprado dos billetes de tren a Glasgow y luego a Gretna Green. Rellenó toda la documentación por Internet. La página web explicaba que había que tener dieciséis años, no tener vínculos conyugales, ser responsable y estar mentalmente sano, no tener ningún parentesco con el futuro cónyuge, ser de distinto sexo, presentar un certificado de nacimiento y, para los extranjeros, un certificado de capacitación para contraer matrimonio que podía obtenerse en el propio ayuntamiento.

¿Cómo ha podido conseguir ese documento?, se preguntaba Philippe. ¿Tiene uno falso? ¿Gaétan se ha agenciado dos certificados falsos?

Después de encontrarse con Gaétan en Londres, habían huido juntos a Gretna Green para casarse.

Joséphine y Philippe cogieron un tren a Escocia a la mañana siguiente.

En Gretna Green alquilaron un coche. Recorrieron las calles de esa pequeña ciudad famosa por sus bodas desde 1754, desde aquel célebre día en que un herrador había casado en su fragua a dos jóvenes fugitivos. Una localidad que se jactaba de ser la Disneylandia de los novios del mundo entero. Con sus casitas parecidas a la de Blancanieves y los siete enanitos, una retahíla de tiendas de recuerdos, carteles de estilo rústico y pequeños setos supuestamente encantadores. Un decorado de cartón piedra para atraer al turista y sacarle el dinero.

Buscaron a diestra y siniestra, preguntaron a los habitantes, les enseñaron fotos de Zoé, de Gaétan, comprobaron los registros de los hoteles.

Los fugitivos solo les llevaban un día de ventaja.

Les encontraron en una tienda de recuerdos.

Zoé dejó caer el tazón que tenía en la mano.

Gaétan se puso colorado al verlos y balbuceó: ¡mierda, tu madre!

Joséphine abrió los brazos y Zoé corrió hacia ella. Parecía agotada por su osadía, aliviada de ver a su madre.

Pero aun así no quería renunciar a su proyecto, no puedo vivir sin él, mamá, escúchame… Volveré a hacerlo si me obligas a separarme de él.

Fueron a tomar un té a un hostal.

Hay que convencerles para que vuelvan por voluntad propia, le había dicho en voz baja Philippe a Joséphine, porque si no, no podremos hacer nada. Según la ley escocesa son adultos y libres de hacer lo que quieran. He telefoneado a la embajada y me han asegurado que ya ha pasado otras veces, y que la boda se pudo impedir, pero en ningún caso extraditar a los fugitivos a la fuerza.

Philippe habló con Gaétan. Él se dejó convencer, el primero. Y aceptó, con la cabeza gacha, volver a París. Parecía aliviado de que le hubieran pillado. Como si la boda, hecha realidad, fuera una carga demasiado pesada.

Zoé no quería saber nada.

Joséphine acariciaba a su hija con la mirada y se decía: la he encontrado, está aquí delante de mí, y apoyaba un dedo en el brazo de Zoé para convencerse, le cogía la mano, la palpaba, le recogía un mechón detrás de la oreja, sonreía.

—¡No me escuchas! —gritaba Zoé.

—Creí que me moría. Deja que vuelva a respirar.

—Quiero vivir con Gaétan. Me quedo aquí. Me he informado, tengo derecho.

—¿Y de qué viviréis? ¡Solo tenéis dieciséis años!

—Ya me espabilaré. Yo trabajaré y él también. Pero como mínimo estaremos juntos. ¡A ti te da igual, tú tienes a Philippe!

—Eres demasiado joven para casarte.

—¡Eso lo dirás tú!

—¿Y cómo se te ha ocurrido esto de la boda?

Por primera vez desde que se habían vuelto a encontrar, la cara de Zoé se relajó y sonrió.

—¿De verdad quieres saberlo?

Joséphine asintió.

—Leyendo Orgullo y prejuicio de Jane Austen… Hay una pareja de enamorados que huye a Gretna Green para casarse. Yo he hecho lo mismo que ellos.

Joséphine le había prometido que volverían a vivir en París.

—¿Con Gaétan?

—Con Gaétan.

—¿Vendrá a vivir con nosotras?

—Volvemos a París. Luego ya veremos.

—Yo no me voy de aquí si no me juras que él vivirá con nosotras. Ya no soporta vivir con su madre. Es depresiva, mamá, llora, ríe, se atiborra de pastillas, fuma, amenaza con beberse la lejía.

—Hablaremos con ella.

—¿Y Philippe? ¿Tú crees que estará de acuerdo?

Philippe no dijo nada. O en realidad, sí. Después de un largo minuto de silencio en el pub de Gretna Green, cuando Gaétan y Zoé fueron a buscar sus bolsas al bed and breakfast donde habían dormido, levantó los ojos hacia Joséphine, la aisló con su mirada como si estuvieran solos en el mundo, y pronunció estas palabras:

—Tú sabrás si…

Ella se quedó muda, incapaz de hablar, incapaz de escoger entre su amor y su hija. Se frotó las manos, las retorció, frunció el entrecejo para no llorar. Sabía que no podía escoger, pero también sabía que se marcharía con Zoé.

Hubo que negociar con el liceo francés, explicar que sí, que aquello era una locura, pero que Zoé no terminaría primero en Londres.

—Este año tiene la selectividad de francés, señora Cortès. Es muy importante que Zoé la apruebe.

—Ya lo sé, señor Valentin, ya lo sé… Veré si su antiguo liceo puede readmitirla.

—Comete usted un grave error…

Philippe se iba todas las mañanas al despacho, pasaba por Murray Grove después de comer y volvía tarde. Le daba un beso en la frente, se servía un vaso de burdeos, unos anacardos, unas almendras, cogía el periódico y se instalaba en el salón, siempre en el mismo sillón, siempre bajo la misma pantalla. Distante, educado. No estaba hostil, estaba silencioso.

—Supongo que también rumia cuando está contigo —le decía Joséphine a Shirley.

—Parece un autómata. Es imposible desmontarlo o darle cuerda para que hable.

—Pero ¿por qué no dice nada?

—Porque los hombres no hablan. Se meten en su cueva, se encierran, rumian y no vuelven a salir hasta que han resuelto su problema. ¿Cómo lo sé? Porque Philippe me lo explicó.

—Me duele todo el cuerpo, Shirley, tengo retortijones y no puedo tragar.

—¡Qué suerte! Yo, cuando estoy triste, me atiborro de azúcares y grasas, engordo, me miro al espejo y me dan ganas de tirarme por un puente.

—¿Me avisarás si le ronda alguna?

—Te lo diré, te lo prometo.

—Eres como mi hermana.

—¡Mejor que tu hermana!

—Estaré preocupada. Es un hombre tan seductor… Quizás cometo una locura.

Eso es evidente, pensó Joséphine cuando reservó las plazas en el Eurostar, una mujer jamás debería dejar a ese hombre.

Ellas habían vuelto a París.

Gaétan se había instalado en casa de Joséphine, en el enorme piso de la avenida Raphaël.

Zoé había tenido que repetir primero. Gaétan también. Sus notas eran tan malas que no había alternativa.

Y desde entonces, Joséphine vivía con una pareja joven en su casa. No se acostumbraba. A veces les oía reír, a veces no oía nada. A veces se peleaban, salían de la habitación dando un portazo. A veces se iban, por la mañana, cogidos de la mano, y se besaban mientras esperaban el ascensor.

Un día, ella había entrado en la cocina y había encontrado dos biberones con zumo de naranja Tropicana. Se los habían comprado ellos, y se los bebían mientras hacían los deberes.

Por la noche, cuando se metía en la cama, Du Guesclin lamía sus pies desnudos con la lengua rasposa, y luego se acostaba relajado sobre la alfombra, soltando un profundo suspiro.

El primer fin de semana, ella se había quedado en París. Esperó a que Philippe la llamara, que le dijera: ven, ven, te echo de menos.

Él no llamó. Seguía encerrado en su caverna. Ella esperó el lunes, el martes, el miércoles. Marcó su número de teléfono. Tenía las manos húmedas. Estaba a punto de soltar el auricular cuando él descolgó.

Ella le preguntó si le gustaría que fuera.

Él contestó: sí. Ella subió de un salto al Eurostar.

Él la esperaba en el andén. Nunca más volvieron a hablar de ello.

Ella había dejado atrás a Philippe y Montaigu Square.

Desertó de la familia que estaba construyendo.

Vivía partida por la mitad.

Familia, mitad, hermana.

Contempla las Crete una última vez. Sus cráneos de frailucos calvos. Los tejos rectos y puntiagudos. El tejo macho es recto, esbelto y orgulloso, le explicó el señor con una tela de araña en la cabeza, el tejo hembra es redondo, tosco, poco agraciado.

Ella se había echado a reír.

Habrá sido feliz en Siena.

Saber reconocer lo que te hace feliz es un primer paso.