–¡Qué fea es la gente! —suspira Hortense recolocándose las gafas en la punta de la nariz—. No es de extrañar que yo tenga tanto éxito…
Sentada en el marco de la galería del salón, vestida con un cárdigan verde anís, un vaquero pitillo de color rojo y manoletinas Arlequín en los pies, observa las idas y venidas de los transeúntes en la calle.
—Son bastos, son gordos, son grises, tiemblan, hacen muecas, se quejan, parecen quejicas tontos del bote…
Gary, tumbado en la cama con unos auriculares en las orejas, sigue el ritmo con sus enormes pies. Un calcetín negro, un calcetín rojo. Uno, dos, tres, cuatro, suspiro, cinco, seis, siete, ocho, pausa, tresillo, medio suspiro, nueve, diez.
—O a veces —continúa Hortense— son mejillones: tristes filamentos largos que vagan sin objetivo, inclinados a la derecha, inclinados a la izquierda.
Gary se despereza. Bosteza. Se alborota el pelo. Su camisa Brooks Brothers amarillo limón sube y sobresale por el pantalón de terciopelo. Aparta los auriculares y su mirada se posa en Hortense, una bruja deliciosa de naricita fisgona y larga melena caoba, que huele al champú de hierbas de Kiehl’s que utiliza dos veces por semana, y que a él le impide tocar, «¡con lo que cuesta!», escondiéndolo bajo una manopla en el estante de la ducha o detrás de la taza del lavabo. Gary siempre acaba encontrándolo. ¿Do o do sostenido?, se pregunta frunciendo el ceño. Vuelve a abrir la partitura para asegurarse.
—Todos vestidos de marrón, de gris, de negro. ¡Ni botones rojos, ni bufandas verdes! Sillas, como te digo, sillas. Un ejército de sillas que esperan temblorosas el trasero del amo. ¿Ves lo que te digo, Gary? Esta gente va de luto. Estas personas ya no tienen esperanza. Andan por la calle porque les han dicho que se levanten temprano, que cojan el tren o el metro, que vayan a la oficina, que inclinen la cabeza ante el presumido pringoso que tienen por jefe. ¡Yo me niego a ser una silla!
—¿Tú no tienes hambre? —pregunta Gary, que vuelve a cerrar la partitura y murmura do sostenido, sí, eso es do sostenido, mi, re, fa, si bemol, do.
—Yo me niego a ser una silla, yo quiero ser la torre Eiffel. Yo quiero inventar una prenda que estilice, que realce, que tienda hacia el cielo. «La simplicidad es la sofisticación definitiva». Ese será mi eslogan.
—Leonardo da Vinci lo dijo mucho antes que tú.
—¿Estás seguro? —dice ella extrañada, mientras golpea con la manoletina la parte inferior del encofrado de madera sobre el que está encaramada.
—Yo te lo soplé al oído ayer noche. ¿Ya no te acuerdas?
—¡Pues peor para él! Se lo birlo. Ha llegado mi hora, Gary. No quiero ser ni periodista, ni auxiliar de prensa, ni la humilde estilista de una cadena, yo quiero inventar, crear… Imponer mi sello.
Hace una pausa. Se inclina hacia delante como si hubiera descubierto un espécimen elegante en la calle, pero se incorpora otra vez, decepcionada.
—Para triunfar en este oficio, hay que estar un poco loco. Llevar una cantimplora con coca-cola, pantalones bombachos, un manguito de cebra, calentadores fosforescentes… Yo no estoy un poco loca.
—¿No tienes hambre? —pregunta otra vez Gary, adoptando el gesto pensativo del hombre apoyado sobre un codo.
La imagen del salón de té de la Neue Galerie en la Quinta Avenida acaba de venirle a la mente. Café Sabarsky. Le gusta ese local acogedor, la carpintería, las mesas redondas de mármol y ese viejo piano Yamaha negro que se aburre en un rincón. Descifrar la partitura le ha abierto el apetito. Tiene hambre.
—¿Hambre? —contesta Hortense distraída, como si le preguntaran si quiere adoptar una cacatúa con cresta amarilla de Oceanía.
—Yo me muero de hambre, quiero una tarta de manzana caramelizada con nata encima. Quiero ir al Café Sabarsky. Es cómodo, es silencioso, es plácido, está lleno de pasteles apetitosos, de ancianos con el pelo blanco, de adornos recargados, de platos con la cenefa plateada y de niños buenos que se sientan bien y no chillan.
Hortense se encoge de hombros.
—Yo tengo talento, soy brillante, tengo un título de Saint Martins, y he demostrado mis méritos en GAP y demás. Me falta dinero y un enchufe…, un marido rico. No tengo un marido rico. Quiero un marido rico.
Recorre la habitación con la mirada, como si pudiera estar escondido debajo de una cama o una cómoda.
—Me pregunto si tomaré la tarta de manzana o la schwarzwälder kirschtorte. Tengo dudas.
—Y si tú vendieras las joyas de la Corona…
—Y un chocolate vienés caliente. Con mucha nata.
—Iré a hablar con tu abuela.
—Superabuela es muy cicatera.
—Apuntaré con una pistola sus sienes plateadas.
—Un chocolate caliente muy espeso con nata batida y una schwarzwälder kirschtorte. Un pastel de chocolate enorme con nata y cerezas. Coge tu abrigo.
Hortense obedece. Cuando Gary tiene hambre, no atiende a nada. Ella echa un último vistazo al maniquí con ruedas, con el patrón de un vestido prendido con alfileres. Tres semanas de trabajo. Un plisado perfecto que sale en abanico de la cintura y acaba al bies a la altura de la rodilla. El busto ceñido, prieto, y las caderas disimuladas, ágiles, misteriosas. La simplicidad es la sofisticación definitiva. ¡Divino!
—¿Tú qué piensas de mi último modelo?
—Todavía no lo tengo claro.
Ella espera, con el corazón alterado, que él emita su veredicto. Él es su público primordial. Es a él a quien quiere complacer. Por quien afila sus cuchillos. Ambos aprenden juntos, crecen juntos, ella le asombra, él la asombra, no se cansan nunca. Cuando ella le toca con actitud posesiva, él la aparta con un ligero golpe de hombro y le advierte con la mirada: ¡esto no, Hortense! ¡Esto no! Déjame respirar. Y si él se acerca demasiado cuando ella está esbozando una idea, ella le rechaza con un gruñido. Él dice: vale, lo he entendido, ya volveré más tarde. Eso no les preocupa, se reencontrarán por la noche en la enorme cama donde la piel de ambos se inflama con caricias desgarradoras, que ambos saben prolongar tan bien, prolongar hasta que el otro pide clemencia. Siempre gana Gary. Hortense es impaciente y voraz. Sería incapaz de vivir así con nadie que no fuera él. Su piano da fluidez a mis diseños, las notas de Schubert, de Bach, de Mozart aportan ritmo, holgura a mis creaciones.
Ella espera que él coloque las palabras justas. Él las escoge siempre con tino, nunca usa un término por otro. Dice peripecia, contratiempo, vicisitud, imprevisto, según la importancia de la situación. Él le enseña a profundizar en sus ideas. Continúa por ahí… Continúa…, la interrumpe cuando va demasiado deprisa y se atranca en una explicación. El otro día, después de haber trabajado y reflexionado durante mucho rato, ella había encontrado una definición del amor que les sentaba tan bien como los guantes de un gran modisto. El amor, había proclamado ella mientras él se preparaba un café, es que dos personas se quieran, sean capaces de vivir cada una por su lado, pero decidan vivir juntas. Es nuestra historia.
Había suspirado satisfecha, él la había agarrado y habían rodado sobre el enorme sofá desfondado que hace de frontera entre sus dos dominios: la música y la costura. La alta costura, rectifica Hortense arrugando la nariz.
—¿Y si…? —dice Gary.
—¿Si subiera un poco las tablas de la falda?
—¿Y si… me dejara tentar por la zitronenschnitte? Es esponjosa, crujiente y el limón no estropea los dientes. No lo tengo claro… ¿Tú qué tomarás?
—Nada —replica ella, dolida—. Yo te miraré comer y pensaré en mi plisado. Quizás debería desplazar un poco el talle… O no.
—Siempre dices eso y luego pides montones de pasteles y te los zampas sin dejar ni las migas, rebañas el plato, hablas con la boca llena, eres absolutamente gorrina, Hortense Cortès.
—Es que he decidido mentalmente no engordar. Es una cuestión de estrategia. Yo soy más fuerte que las calorías, que tienen aterrorizadas a las chicas de todo el mundo. Pero yo las desprecio, y ellas se ofenden y me evitan.
—Ponte el abrigo que en el Parque hace viento. Iremos a pie, así estimularemos la circulación.
—Maxime Simoens era propietaria de su casa de moda a los veintitrés años…
—Coge tus guantes, la bufanda, el gorro. Olvídate de tu vestido y tus alfileres. ¡Mi estómago habla y debes someterte, mujer!
En el Parque, mientras avanzan luchando contra el viento, Hortense se cuelga del brazo de Gary. Él va dando zancadas, ella trota a su lado. Él frunce el ceño buscando un acorde que se le escapa. Ella retira un alfiler del maniquí con ruedas. Él ronda el acorde de semicorcheas, ella ya no está convencida de su drapeado. Ambos vagan por sus pensamientos, ignorando a los corredores que dan vueltas a su alrededor, a las ardillas, el césped y las colinas, a los lanzadores de frisbee, los vendedores de bretzels y de salchichas, a los toboganes y las pelotas. Es invierno y el Parque está pelado, marrón. Ya no se parece a las postales que compran los turistas.
Los árboles se mueven, las ramas tiemblan, el viento sopla y les irrita la nariz, no ven nada. Solo Hortense habla en voz alta. Como si quisiera exorcizar ese peculiar espasmo en el vientre que la paraliza y la arrastra hacia el suelo. Todas las mañanas despierta con ese espasmo en el vientre. No sabe cómo llamarlo, cómo calificarlo. Es una opresión que la parte en dos y la proyecta hacia un miedo denso. ¿Y si la vida se le escapara? Hasta ahora ha vivido a toda velocidad una película en colores, pero desde hace un tiempo se debate en un gris que la deprime. ¿Y si dejara pasar su oportunidad? Prácticamente es casi una vieja. Veintitrés años, el principio del fin, la muerte de las células, la decrepitud de las neuronas, lo dicen todos los libros de ciencia y de vida. Ha entendido perfectamente que el tiempo ya no es su amigo. Ya no sabe hacia dónde ir. Y pronto se le terminarán los ahorros. Se retuerce un mechón de pelo, se inclina sin soltarse del brazo de Gary, coge una ramita seca del suelo, se levanta la melena con una mano, pasa la ramita y se hace un moño sofisticado, recupera el hilo de sus pensamientos con la frente despejada y el cuello erguido y grácil de una soberana. Dar el pego. Disimular las dudas. Ignorar ese nudo en el estómago. Actuar. La acción vence al miedo. Ella siempre ha presentado batalla.
—O a lo mejor… lo cambio todo. La parte de arriba fruncida y la de abajo lisa. Una falda tubo, y un top con doble forro ceñido al pecho, tres botoncitos de perla sobre un drapeado que realce la cintura. ¿Qué me dices?
Él solo escucha las últimas palabras y le parecen desagradables. Dos patos cojos cruzan contoneándose e interrumpen su fantasía. Manchas en el sueño. Notas disonantes. Él odia la disonancia.
—¡Podrías contestarme!
—Hortense, por favor, busco una nota…, una notita bisagra que conducirá a todas las demás. Está ahí, cerca, casi la tengo. Deja que la pille y luego te prometo que te escucho.
—La crisis lo está cambiando todo, ¿entiendes? Las cifras de venta están por los suelos, el producto textil soporta cada vez más impuestos, las marcas lo saben y se concentran en sus valores seguros, en su patrimonio, en su imagen. He de colarme e instalarme ahí antes de que sea demasiado tarde. Si no dejaré de existir y tendré que dedicarme a coser dobladillos.
Se aferra más fuerte al brazo de Gary para arrastrarle hacia ella, a su problema, al nudo del estómago que se convierte en un nudo en la garganta.
—¡Pero para ti solo existe la música en la vida! —exclama ella—. Habla conmigo, Gary, habla conmigo.
Se inclina hacia él y recibe una bocanada de su colonia mezclada con la de la lana de su chaquetón azul marino. ¿Cuánto tiempo hace que arrastra ese viejo chaquetón? Se niega a cambiarlo por otro. Hortense no le ha visto con ninguna otra prenda. Tiene la huella de su brazo en la manga derecha. Una zona donde el paño de lana está un poco rozado. Es mi brazo el que ha hecho esto, es mi marca. Se agarra, le zarandea, él se suelta, ella se cuelga de nuevo.
—Tengo que innovar, tengo que inventar. Ese es el único antídoto contra la crisis. Solo la creatividad reavivará el mercado. Y tengo que hacerlo yo sola. Me siento sola, tan sola…
Él no vuelve la cabeza. Sigue avanzando en busca de la última nota. Mi, sol, la, si, do, do sostenido…, el sueño se ha desvanecido. La nota se ha ido. Él aprieta los puños, aprieta la mandíbula. Aparta con un golpe de cabeza la punta de la bufanda que le tapa la nariz. Tira de la manga de su viejo chaquetón. Tira otra vez. Busca con todas sus fuerzas. La cólera se abate sobre él como el viento sobre los árboles. Se enfurece. Estaba a punto de encontrarla. No debo crisparme, se dice, no debo crisparme, todavía tengo las primeras notas. El acorde reaparecerá con la relajante calidez del salón de té.
Ese es su refugio. Es allí donde compuso el primer movimiento de su primer concierto para piano. Soplando sobre la nata batida de su chocolate vienés. Garabateando con la punta del lápiz las notas que se atropellan en su cabeza. Siempre lleva el cuaderno en el bolsillo. Y un lápiz pequeño de punta gruesa que corre sobre el papel.
—O sea que te da igual —insiste Hortense—, tú no escuchas, no me escuchas, ¿qué soy para ti? ¿Un mueble? ¿Un florero? ¿Una bombilla floja?
Se suelta del brazo de Gary. Se aparta. Mantiene la cabeza erguida contra el viento. Vuelve a sentir el espasmo que le contrae el vientre. No piensa ceder. Ni al espasmo ni a la indiferencia de Gary. Seguirá completamente sola. Por otro lado, siempre estamos solos en la vida. Meterme eso en la cabeza y no olvidarlo nunca. Sola, sola, sola. Sí, pero ¿qué hago yo completamente sola? Le da un puntapié a una pelota tras de la cual corre un crío sin aliento, ella la lanza en dirección contraria, el crío chilla y se echa a llorar. Te lo has buscado, gruñe ella. ¡Solo tienes que correr y atraparla, no es el fin del mundo! ¡Tienes dos pies y dos piernas!
El niño deja de llorar y se la queda mirando, extrañado.
—¿Por qué lloras? —le pregunta mientras baja las orejeras de su gorra de trampero canadiense.
—No lloro. Pírate.
—¡Eres mala! ¡Eres mala y eres fea, que es peor! Llevas una rama seca en el pelo. Es feo.
Ella se encoge de hombros y se seca los ojos con el dorso de la manga. Se vuelve hacia Gary para emprenderla con él. Gary ha llamado a un taxi y sube sin esperarla.
—¡Gary! —grita ella notando cómo reaparecen las lágrimas. Las seca con los guantes y vuelve a gritar—: ¡Gary!
Corre hacia el coche. Él cierra la portezuela. Baja el cristal y le suelta mientras el taxi arranca:
—Lo siento, querida, necesito calma y tranquilidad. Te dejo con tus plisados. Andar es el mejor remedio para mentes desorientadas.
Hortense sigue con la mirada las luces rojas del taxi amarillo que se aleja. Él la deja colgada en el Parque. Él se atreve a dejarla colgada en el Parque. ¿Quién se cree que es? ¿Se cree que porque es guapo, encantador, indolente puede llevarse de calle el corazón de cualquiera? Puf… Lleva un pantalón demasiado corto, unos zapatos demasiado grandes. Los pies también los tiene demasiado grandes. El pelo demasiado negro. Y los dientes demasiado blancos.
Ella se queda un segundo con los brazos colgando, la nariz le gotea. Respira a pleno pulmón. Se sube el cuello del abrigo para protegerse del viento. Ve al crío que sigue mirándola. Le hace una mueca. Él se da la vuelta despacio y le suelta antes de ir a recuperar su pelota:
—¿Ves como eres fea? Él te ha dejado aquí tirada como a un pobre plátano podrido.
Y sale corriendo.
El Café Sabarsky está desierto a esta hora de la tarde. Las damas bellas, ociosas y adineradas prolongan la comida recorriendo las boutiques, los ancianos caballeros duermen la siesta, los niños se aplican en el colegio, el frío cierzo ha desanimado a todos los demás. Gary se sienta en una mesa redonda de mármol blanco, deja su libreta, su lapicito de punta gruesa. El camarero con un chaleco negro sobre un largo mandil blanco le trae el menú, y hace ademán de retirarse para darle tiempo de escoger.
—No es necesario —dice Gary, impaciente—. Sé lo que quiero. Un chocolate caliente muy espeso con nata batida y una schwarzwälder kirschtorte.
¡Y la paz! La paz y el silencio para llenarlo de notas. ¡Dios, qué irritante puede ser Hortense! ¿Acaso él se tira de los pelos cuando ella se obsesiona con un croquis? ¿Acaso la besa en el cuello aunque se muera de ganas? ¿Cuando su nuca inclinada incita al beso, e incluso al mordisco? No. Él retrocede y la contempla. Espera a que ella se dé la vuelta, le vea, recuerde que existe. ¿Te acuerdas de mi nombre?, le pregunta sonriendo desde el sofá. Soy tu amante preferido. Hortense se yergue. Sus labios carnosos y perfilados esbozan una sonrisa soñadora. Sus ojos se derriten como el caramelo. Gary, Gary Ward, me suena de algo… Él tiene ganas de morderle la boca pero se contiene, ella sigue todavía en su diseño. Él esperará a que vuelva a la tierra y se rinda. Mantenerse siempre fuera de su alcance. Es una devoradora. Atenta y sumisa de noche, rebelde de día. ¿Dónde estaba yo cuando he entrado de un salto en el taxi? Había perdido las notas y estaba indignado. Ya volverán. Sometidas por la guata blanca de los manteles, por los paneles de madera de las paredes, por la tarima que cruje bajo los zapatos. El fantasma del viejo doctor Freud merodea entre las carlotas, las montañas de nata batida, las tartas, las galletas, los merengues, los pasteles glaseados de azúcar blanco, buscando un paciente a quien tumbar en su diván. Yo no soy su cliente, doctor Freud, yo vivo en buena armonía conmigo mismo. Me gusto tal como soy, ni me endioso ni me hundo, no me comparo con nadie. Mi felicidad es fácil: ser yo. He enterrado a un padre que me olvidó en cuanto nací, pero que para compensarlo me ha dejado un castillo en Escocia. Todavía no sé qué haré con él. Superabuela ha enviado a un equipo de artesanos que refuerzan los muros y la techumbre. Le repugna dejar que se hundan los castillos centenarios. Mi padre era un hombre negligente, solitario. Y muy alcoholizado. Sí, es verdad que adelantó la hora de su muerte. ¿Debo sentirme culpable, Sigmund? No creo. Solo coincidimos una tarde[1]. Eso es poco para establecer vínculos. ¿Qué característica permite a un hijo reconocer a su padre? ¿Un padre que no ha conocido? En cuanto a mi madre… He crecido con ella. Era mi única compañía. Mi norte, mi brújula. Me crio repitiéndome que yo era una maravilla. Que no era importante que no supiera cuánto eran dos más dos, ni dónde estaban las Nuevas Hébridas. Pero si por ventura le faltaba al respeto, un puntapié en el trasero y ¡hala, a la cama!, a mi habitación. Ella me enseñó a proteger a las mujeres y a montar la mayonesa con tenedor. Un día tuvimos que separarnos. Fue doloroso. Por esa razón incluso hui a Nueva York, la había sorprendido en la cama con mi profesor de piano. Hoy en día nos amamos tiernamente. Ella no me presiona nunca y me quiere a distancia porque vive en Londres. Veo que se ríe con sarcasmo. ¿No se lo cree? Es así. Largo de aquí.
Al fondo, al fondo de todo de la sala, hay una barra de madera con cafeteras, leche hirviendo, jarras de chocolate o de café alineadas sobre el mostrador. Gary reconoce a una chica de su escuela detrás de la barra. De su curso. Debe de trabajar de camarera para pagarse los estudios. ¿Cómo se llamaba? Un nombre imposible. Un nombre de ninfa griega, para una chica con cara de musaraña ensartada en un palo. Flaca, pálida, indecisa, con un pelo negro y ralo peinado hacia atrás con una trenza pobre, enormes orejas de soplillo y una nariz que domina un morro puntiagudo donde se apiñan los dientes de leche. Un nombre de vestidito pasado de moda. ¿Atenea, Afrodita, Perséfone? No, no es eso.
Lo que desconcierta en esa cara son los ojos, unos grandes ojos negros que sobresalen de sus órbitas y recuerdan a un animal alerta. Parece una vieja damisela de una novela de Jean Austen. Esa que no se casa nunca y toma té en su habitación, mientras sus sobrinos y sobrinas cotorrean en el salón. Ella es demasiado joven para ser solterona. Si la ves más de cerca sobre esa cara ingrata flota una amable indiferencia. Como si dijera: no estoy aquí, no me miréis, y no sufriera por ello. O además estoy ocupada, no insistáis. Sí, es exactamente eso, se dice Gary, esta chica es poco agraciada, y sin embargo os pone de patitas en la calle con delicadeza. Debe de llevar un abrigo marrón largo, abrochado hasta la barbilla, y botas de goma. Ahora me acuerdo de ella…
Una vez por semana, los estudiantes de la Juilliard School tocan ante sus iguales. Agentes y profesionales al acecho de futuros talentos se cuelan entre el público. Se les reconoce porque hablan en voz alta y hacen ruido. Aquella tarde ella interpretaba el primer movimiento del Concierto para violín y piano de Chaikovski. Tenía a la sala en vilo. Ni un ruido de sillas, ni un solo ataque de tos, todos contenían la respiración y seguían el canto del arco con el cuello inclinado hacia la ninfa griega con cara de ratoncillo. Y de repente, en aquel momento, cuando el arco suspendió el vuelo en la cumbre de la frase musical, y con la sala anhelante y encogida, esperando la siguiente oleada que iba a llevársela por delante, la mirada de Gary se había posado en ella. Y le había parecido bella, asombrosa, conmovedora. Salpicada de rosa, de dorado, de azul cobalto, de amarillo intenso que se magnetizaban alrededor de su rostro como chispas resplandecientes. Una aureola de luz cambiante. Una expresión de intenso placer iluminaba su rostro. Con el mentón apoyado sobre el violín, ella había trocado su expresión de fealdad por la pose atractiva de un icono, tenía las mejillas sonrosadas, las aletas de la nariz palpitantes, las cejas oscuras y tensas, casi dolientes, y las comisuras de los labios presas de pequeños estremecimientos como víctimas de un placer salvaje. Ella tocaba y les arrebataba las palabras de la boca. Ella les transformaba en enanos impotentes y mudos, encogidos en sus asientos.
Él se había quedado trastornado. Había reprimido las ganas de levantarse e ir a besarla en la boca. De comer un poco de su color. De amarla y de protegerla. Porque él sabía que cuando la frase del violín se desvaneciera, cuando se hiciera el silencio, ella caería de nuevo en su fealdad cotidiana. Una estatua decapitada. Él quería mantenerla en el aire, suspendida por la gracia de su belleza efímera. Ser un mago y prolongar el canto sublime del violín.
La ninfa griega había provocado una desgracia aquella tarde. Todos se habían levantado para aplaudir. Es mejor escucharla con los ojos cerrados, había dicho con sarcasmo un estudiante detrás de Gary, cuando el canto del violín se había callado y ella se había inclinado, temblando y un poco encorvada, con manchas rojas en el cuello y el escote. Él se había dado la vuelta y le había fulminado con la mirada. ¡Menudo tonto del culo! ¡Lástima que ya no se estilen los duelos, yo le habría retado! Era un mocoso rubio con los ojos azules como platos que hablaba dándose golpecitos en los bolsillos. Parecía un anuncio de leche maternizada. ¿Qué hacía allí ese grosero? No se la merecía. ¡Calipso! Ella se llamaba Calipso. La enamorada de Ulises. «Ya que una ninfa augusta le mantenía cautivo en el fondo de sus cavernas, Calipso, que ardía, absolutamente divina, por convertirle en su esposo». La hija de Atlas, que retuvo a Ulises en su isla durante siete años, luego le dejó partir de mala gana, y le ayudó a construir su balsa. Bal-sa. Do. Do, do. Mi, sol, la, si, do, do sostenido… Re, fa, la, sol sostenido. ¡Sí, eso es! Gary coge el lápiz y coloca las notas en el pentagrama. El lápiz corre, él oye las notas, las atrapa, las ordena, blancas, negras, redondas, corcheas, semicorcheas. Feliz, embelesado, liberado. Ya no vive en este mundo. Echa a volar con un gran saco de notas en los brazos, que esparce sobre sus pentagramas. Su mano no corre suficiente. Las páginas del cuaderno pasan demasiado despacio. Por fin atrapa la melodía que le atormentaba. Ella brinca, corre, se deja llevar, él corre tras ella. Vuelve a atraparla, se apodera de ella, la detiene. Ella forcejea, hace ademán de huir, él la sujeta por los hombros, la inmoviliza. Está sin aliento y suelta el lápiz, agotado. Tiene ganas de levantarse, de abrazar al camarero con el chaleco negro que le trae su chocolate caliente y el pastel de chocolate bañado de nata, adornado con una cereza. Él se abalanza sobre el pastel, se abalanza sobre la nata batida del chocolate caliente, devora una cosa, engulle la otra, y con tres golpes de tenedor ha limpiado su plato, vaciado su taza y un par de bigotes blancos realzan su sonrisa.
¡Qué bella, plena y redonda es la vida! Tanta felicidad en una avalancha de notas que surgen del cielo, o más bien de la balsa de Ulises. ¡Tanto alborozo y fanfarria! Necesito una boca que besar, unos oídos para describirlo, unos ojos para contar cuántas veces rebota la piedra en el agua. ¡Hortense! ¿Dónde está Hortense? ¿Qué hace? ¿Por qué no está ahí? Debería haber llegado hace mucho rato. Haber empujado la puerta del café, estar sentada en la silla negra. Furiosa pero presente. Estaban a punto de llegar cuando él la ha abandonado en el Parque. Debe de andar refunfuñando y machacando los montones de hojas secas. ¡Ah, qué furioso estaría yo también!
Se echa hacia atrás en la silla y se ríe pensando en eso. Busca el móvil en el bolsillo, no lo encuentra, he debido de dejarlo en casa. Siempre se le olvida. No le gusta este vínculo que le liga al mundo lo quiera o no. What a drag! Él vive mejor sin ataduras.
La chica con nombre de ninfa le ha oído reír.
Detrás de la barra, le mira fijamente, extrañada. Él se inclina e imita, sentado, la reverencia de un hombre feliz. Ella le sonríe y su sonrisa emana una gracia infinita. Una leve complicidad adorna sus labios. Seca una taza con un gesto mecánico. Quizás le ha espiado emboscada detrás de las cafeteras. Ha cazado sus pensamientos errantes, ha rezado en secreto para que él encuentre sus notas. Y las redondas, las blancas, las negras y las corcheas se han derramado sobre la libretita negra. Ca-lip-so, deletrea él despacio con un murmullo. La absolutamente divina. Ella se ruboriza e inclina la cabeza. Acepta el cumplido como una corona de laurel.
Todo en esta chica es enigmático, se dice Gary, no tiene cuerpo, no tiene pies, apenas toca la tierra. Es una mujer sin huesos, con dos alas en la espalda. Ella se yergue y vuelve a mirarle fijamente. Seca pensativa la misma taza con un gesto lento y suave. No dejarán de mirarse a los ojos. Do, mi, sol, la, si, do, do sostenido, canturrea él subrayando cada nota. Marca el compás con el índice derecho y ella levanta el trapo para seguirle. Mueve un pie y luego el otro detrás de la barra. Re, fa, la, sol sostenido, repite, muda. Sus labios se mueven pero no emiten ningún sonido. Canta la melodía en la cabeza. Él la escucha, él se oye. Le parece a la vez raro y perfectamente natural que ambos se hablen de este modo a través del café. Él querría compartir con ella, regalarle ese placer extravagante que le llena, le desborda y con el que ya no sabe qué hacer. Repentinamente millonario de una emoción que ningún dólar puede comprar, que ninguna mujer puede igualar. Es él el rey del Olimpo y Zeus tendrá que irse con cuidado.
Gary se levanta de un salto y va hacia la barra. Apoya el codo sobre el mostrador, la mira y declara: soy tan feliz…, acabo de encontrar mis notas, llevo desde esta mañana buscándolas, ¿qué digo?, llevo una semana por lo menos. Iba a tientas, si tú supieras… Ella no dice nada, ella no le interroga, ella le escucha. Sus ojos abiertos como platos absorben sus palabras. Tiene unos ojos muy bonitos, él no podría describir su color, negros con destellos de plata, de mercurio y de plomo, casi líquidos, se agrandan, le envuelven. Él cae en su mirada. Ella le escucha como si cada palabra que él pronunciara desgranara preciosas notas. Como si reinventara el soplo del fuego en el aire, el ruido de los torrentes chocando contra las rocas, el murmullo adormecido del agua de los estanques. Le escucha con tanta atención que él querría avanzar hacia ella y apoyar la frente en su frente.
Y luego no dice nada más.
Ella cierra los ojos.
Permanecen en silencio.
El camarero deja la cuenta en la barra. Ha debido de creerse que Gary iba a marcharse sin pagar. Él la coge. Vuelve a su mesa, se guarda el lapicito, la libreta, deja dos billetes de diez dólares, hace un leve gesto con la cabeza a la ninfa Calipso y sale del Café Sabarsky, diciéndose que acaba de vivir un momento perfecto, tan perfecto que casi le asusta.
Calipso deja la taza. Escoge otra. Y empieza a secarla mecánicamente.
Las aceras de la ciudad son grises y el cielo casi blanco. Los edificios parecen témpanos plantados en el pavimento. No tardará en nevar. Una buena tormenta paralizará la ciudad. Los transeúntes lanzarán grititos sobrecogidos, los taxis resbalarán con sordina. La nieve fresca sonará como una galleta antes de convertirse en papilla. Es un mes de enero como los demás. La luz disminuye y la oscuridad se extiende sobre el Parque. La ciudad se ha convertido en una película en blanco y negro.
¡Él me enerva! ¡Me enerva! Hortense espera que el semáforo se ponga rojo y cruza. Levanta la mirada: la 79 con la Quinta Avenida. Pero ¿quién se cree que es? La frase vuelve como un ritornelo y se sobrepone a la imagen de Gary saltando al interior del taxi. Lo siento, querida… Las palabras dan vueltas, y emiten un curioso cri-cri que la vuelve loca. No, pero ¿quién se cree que es?
—El nieto de la reina —le sopla una voz burlona—. Es normal, tiene sangre azul en las venas, sangre desdeñosa. Tú no eres más que una doncella pizpireta, una pícara a quien le levanta la falda cuando le viene en gana.
—¡Falso! Yo soy su amor, la mujer de su vida.
Se detiene para examinar su reflejo en el escaparate de un anticuario. Gira lentamente sobre sí misma. Piernas largas, cintura estrecha, el cuello convenientemente realzado con este abrigo que encontró en un mercadillo de Columbus, el cabello con mechas doradas y espesas, la piel blanca como la leche y la boca tan bien dibujada que le dan ganas de besarse. Eres perfecta, le dice a su imagen, elegante, estimulante, asombrosa, arrebatadora. Se manda un beso y, una vez recuperada la serenidad, se aleja del escaparate y reemprende la marcha. ¿Quién se cree que es? ¿Eh? Debe de estar en el Café Sabarsky garabateando notas. Ni siquiera me ha llamado. Seamos claros: me ha olvidado. Y lleva el cuello de la camisa torcido. Siempre.
Hace tres años que vivimos juntos, cómodamente instalados y calentitos en un apartamento prestado por Elena Karkhova.
Elena Karkhova se niega a vivir en su enorme mansión de la 66, esquina Columbus, sin el sonido de un piano. Cada año le pide a la Juilliard School que le mande estudiantes, les somete a una pequeña audición y se queda con el mejor para sus conciertos privados. A cambio de lo cual le aloja gratuitamente en un piso de su palacete particular. Fue así como conoció a Gary. Él había ido a interpretarle el andantino de una sonata de Schubert en la mayor. Ella había cerrado firmemente los ojos, había carraspeado y había opinado: será este. Ninguna otra obligación aparte de tocar con las enormes ventanas abiertas en verano o la trampilla de la chimenea en invierno. Ella ocupa el segundo y tercer piso, Gary y Hortense el primero. Una casa preciosa de piedra blanca y ladrillo rojo, con una espléndida escalinata que abarca la planta baja, muy cerca de los estudios de la ABC. Es un apartamento amplio, con ventanas ojivales altas, galerías, artesonado de madera oscura, tarima de listones anchos, chimeneas, camas con baldaquín, sofás, sillones, reposapiés, alfombras gruesas, y ramos de helechos verdes en jardineras plateadas. Dos cuartos de baño, un vestidor, dos vestidores. Azulejos en la cocina y un aparato antiguo y negro de fundición.
Y una asistenta todas las mañanas.
Elena Karkhova no baja nunca a verles. Escucha a Gary, envuelta en un chal de cachemir, tumbada sobre una vieja otomana que perteneció a su padre. En un samovar enorme reposa el té ardiendo. El sonido del piano sube hasta ella que cierra los ojos.
A veces Gary va a hacerle compañía. Él aprecia a esta mujer. Le parece pintoresca, generosa, insólita, culta. ¡Y muy seductora todavía! Su gran fortuna esconde secretos que él confía averiguar. Un día ella acabará por levantar el velo y me contará sus historias…, ese día seré recompensado. Entre tanto, Elena le ofrece bombones al kirsch, dulces marroquíes, turcos, le llama querido apretándole el brazo con sus dedos largos y enjoyados con piedras preciosas.
A Hortense no le gusta Elena Karkhova. Lleva demasiado colorete rosa en las mejillas, demasiado rojo en los labios, demasiado azul en los párpados.
Cuando Gary sale de gira o se va a Londres a darle un beso a Shirley o a Superabuela, Elena Karkhova exige que le mande postales, que le compre baratijas, fotografías de los salones, los pasillos, los jardines de Buckingham Palace.
—Debe de estar enamorada de él —insiste la vocecita en la cabeza de Hortense.
—Puf… ¡Tiene ochenta años, como mínimo!
—Sí, pero… la libido no se apaga con la edad.
—¡Para nada! Está arrugada, apergaminada. Parece una pasa.
—Es una mujer guapa, tiene presencia. A mí me gustan las mujeres mayores, tienen más encanto que esas terneras jóvenes. En una piel tersa no se aprende nada, el dedo resbala, mientras que las arrugas esconden mil maravillas. Son las islas del tesoro.
—Es tan vieja que parece una bruja… —murmura Hortense—. Un día, despellejará a Gary y se beberá su sangre.
En cambio yo, siempre peripuesta, le cautivo. Le asombro, le enternezco, le aprisiono con mis caderas, le manejo con la punta del dedo y… La voz burlona se ríe a carcajadas. No siempre, reconoce ella inclinando su testa orgullosa. Nadie maneja a Gary con la punta del dedo. Nadie le reduce a un cebo para corazones enamorados. El tipo es imprevisible. Y además tiene su música que es como una gran ventana abierta. En cualquier momento puede saltar por el hueco. Escaparse. ¿Qué frase es esa que repite continuamente? «Perhaps the world’s second worst crime is boredom. The first is being a bore».[2] Pim, pam, pum, ¡I am not a bore![3]
Ella vacila un instante. ¿Subir hasta la 86 y reencontrarse con Gary en el Café Sabarsky, y tirarle platillos y tazas a la cabeza, o bajar callejeando por Madison y pararse en los escaparates de las tiendas de lujo?
Pim, pam, pum…, ya está todo pensado: bajará por Madison y mirará los escaparates. Mirar lo que hacen los demás para no imitarles. Crear, refinar, insistir. Yo quiero que mis prendas transformen a la mujer, la vuelvan dulce, femenina, que corrijan los cuerpos, dominen los contornos, borren el michelín, estilicen la pierna. Yo quiero diseñar una prenda tan cómoda como un pijama, tan chic como un vestido de Yves Saint Laurent. Así se disputarán mis modelos y…
Él me ha abandonado en el Parque. Si al menos pudiera telefonear a mi mejor amiga y descargar la bilis… Yo no tengo una amiga. Solo buenos contactos. Compañeras para ir a pescar ideas. Apropiarse de ellas.
—Que sí…, tienes un amigo —dice la vocecita que chirría en su cabeza como un transistor viejo.
Hortense se queda inmóvil y agudiza todos los sentidos. ¿Es posible que…? ¿A esta hora? ¡No! Él duerme desde hace mucho rato. Ella busca su móvil en el fondo del bolso, se araña los dedos, acaba encontrándolo, se lo acerca a la oreja, no oye nada, teclea «¿duermes?». La respuesta es inmediata: «no», «¿me llamas?», «5 minutos…».
Se mete en el Carlyle, pide un café grande y muy largo. La luz tamizada de las pantallas blancas la calma. Tendré que retocarme la nariz, debo de tenerla como un tomate por culpa del frío. ¿Dónde está mi polvera, mi cajita azul mágica?
En las paredes hay fotos enmarcadas de músicos de jazz, y un cartel enorme que representa la bandera estrellada de Jasper Johns, Three Flags. Fue bajo este cuadro donde se reconciliaron después de su primera pelea neoyorquina. Fue en el MoMa. Ella ya no recuerda exactamente por qué se habían peleado. Ah, sí… Iban por la 53, se dirigían al Museo de Arte Moderno. Gary explicaba que los cuadros le daban ideas para sus melodías. Los cuadros cantan y bailan. Matisse sobre todo, como un festival de colores que estalla en notas en mi cabeza. Daba otros ejemplos. Ella le escuchaba inclinada hacia él.
Había sonado su móvil y ella se había apartado para contestar. Y le había perdido de vista. Él no soportaba que le interrumpiera un teléfono. Decía que era una falta de consideración, de mala educación, incluso una grosería. Es como si un tercero se metiera en medio de los dos y me diera conversación sin mirarte. Tú te ofenderías y te largarías. Y yo te daría la razón. Y entonces se alejó. Tranquilamente, sin prisa, ¿de qué sirve apresurarse cuando se tiene razón? Sin mirar hacia atrás. Sin aminorar el paso para que ella volviera a alcanzarle. Hortense no daba crédito. Vio su alta figura empequeñecerse, girar a la derecha, entrar en el museo. Él no necesitaba hacer cola, tenía carnet de socio, y pasó por el torniquete con las manos en los bolsillos. Ella le había dicho a Frank Cook, que seguía hablando, hablando, te vuelvo a llamar y había colgado. Había corrido tras de Gary. Algo difícil con unos tacones de siete centímetros y medio, un bolso enorme lleno de dossiers y una falda tubo. Un hombre gordo y calvo la siguió con la mirada. Esperando que se rompiera la crisma. ¿Es que no tenía otra cosa que hacer? Es curiosa la cantidad de personas que esperan que me rompa la crisma. No debo de inspirar simpatía. Deseo, sí, pero no simpatía. Tengo un físico que desagrada a las mujeres que no lo tienen, y que vuelve locos a los hombres. Locos y violentos a veces.
Trotó sobre los zancos, dejó sus cosas en el guardarropa, hizo cola para comprar la entrada. Y corrió hacia las escaleras mecánicas que subían al tercer piso.
Allí es donde le había encontrado.
En la enorme sala que exponía la colección permanente. Ella había divisado su viejo chaquetón azul marino frente al cuadro de Jasper Johns. Se había abalanzado contra su espalda. Él se había dado la vuelta y le había lanzado una daga directa al corazón. Una mirada gélida que preguntaba: ¿a qué viene esto?
¿Qué le pasa ahora?, se había dicho ella. Normalmente, soy yo quien suelta las pullas.
Él la había ignorado y había pasado al cuadro siguiente. Otro Jasper Johns, Target. Y entonces, todo se había precipitado. Se había desbaratado en cuestión de segundos. Primero, el miedo. ¿Y si estaba cansado de mí? Hortense había visto aparecer miles de estrellas, y esos miles de estrellas giraban, giraban, y ella ya no era capaz de respirar. Y después, de repente, una angustia tan profunda como una ciénaga en la que se hundía. Hasta no poder respirar, hasta sorber el aire a sacudidas como un pez de colores fuera de la pecera. Y por último, la evidencia: estaba enamorada. Realmente enamorada. Algo peor: le quería.
Estaba perdida.
Se había dejado caer sobre el banco negro de piel frente al estandarte estrellado, había acariciado el cuero despacio, despacio, buscando refugio en un material que conocía, que la tranquilizaba. Y después había murmurado: ¿por qué no me has dicho que estaba enamorada de ti?
Él se había echado a reír, había abierto los brazos y la había estrechado contra sí, proclamando: ¡Hortense Cortès, es usted única en el mundo! Cuando estaba emocionado, la llamaba Hortense Cortès y la trataba de usted. Ella le había dado un puntapié en la pantorrilla y se habían besado.
Hacía dos años de eso, frente al cuadro de Jasper Johns.
Ella lo recordará toda su vida porque aquel día había comprendido que estaba atrapada.
Su móvil se pone a vibrar sobre el mantel blanco.
—¿Hortense?
—¡Junior! ¿No duermes?
—Iba a hacerlo cuando recibí tu mensaje… He tenido que disimular, mis padres aún no estaban acostados. He ido de puntillas hasta el salón.
En el salón de Josiane y Marcel Grobz está el teléfono con el que se puede llamar gratis al otro lado del Atlántico.
—¿Era tuya la voz que sonaba ahora mismo en mi cabeza?
—¡Sí, has tardado en conectar!
—Estoy indignada. Gary me ha dejado plantada en el Parque. Y cuando estoy indignada, no oigo bien. Aparte de que no entiendo cómo funciona este asunto.
—Te lo he explicado mil veces. Yo visualizo la parte posterior de tu giro temporal superior…
—¿Mi qué?
—Es una parte del cerebro, donde los sonidos se transforman en fonemas, vibran y…
—¡No entiendo nada!
—Es como la radio, la televisión, el teléfono. Un tema de ondas. Tú emites ondas, Hortense, y yo me conecto.
—Ya sabes que no me gusta que entres en mi cabeza sin avisar.
—¡Pero si me presento! ¡Siempre me presento! No me has oído porque la ira interfiere en tu sistema, pero si hubieras puesto la oreja…
—Vale entonces, ¿lo sabes todo?
—¡Eso no son más que pamplinas! En su momento volverá a casa contentísimo. Se sentará al piano y se le pasará el tiempo sin darse cuenta. Cuando tenga hambre levantará la cabeza y te buscará por todas partes.
—Ya no me hace caso. Soy un mueble. Un plumero. Un salero. Ya no sé qué hacer. Y además… tengo ataques de angustia. No puedo respirar, me ahogo, me asfixio, me agobio. Me da miedo el abismo.
—Es normal, guapa, estás cambiando la piel, vives por tu cuenta. Eso impresiona.
Junior tiene razón.
Pero ¿cómo convertirse en una estrella ascendente en el firmamento de la alta costura?
Necesita un empujoncito.
En su oficina neoyorquina se moría de aburrimiento. Estaba bien pagada, es verdad, muy bien pagada, pero se pasaba el día bostezando. Todos le repetían que eso, a su edad, era i-nes-pe-ra-do.
Ella interpretaba de-ses-pe-ra-do.
Para retenerla, Frank le había propuesto sacar una «colección cápsula» dos veces al año. Cuatro modelos diseñados por ella que habían desfilado ante la prensa del mundo entero. Cuatro modelos que habían sido muy solicitados. Habían desaparecido de las tiendas en menos de quince días. Un vestido de noche, un abrigo, un traje pantalón y un pantalón pirata con su top.
—Entonces, ¿continuarás con la producción? ¿Inundarás el mercado? —le había preguntado ella, loca de alegría, a Frank.
—No, querida, se trata de una colección cápsula y, como su nombre indica, son diseños efímeros de los que se fabrica un número limitado y que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos… Si tienen éxito. El modelo cápsula está pensado para estimular el deseo de la clienta, no para estar a la venta todo el año. La clienta lo ve, lo quiere, lo compra. Porque sabe que mañana habrá desaparecido. Es como lo que pasa en H&M, infórmate y lo sabrás.
Él había hecho un gesto con la mano que significaba polvo, todo esto no es más que polvo, ese es nuestro destino, amén.
A ella no le había gustado ese gesto.
—Tú sabes que tengo talento y no me ayudas.
—Tienes talento y yo lo exploto sin ponerte trabas. Haces lo que te apetece, Hortense. ¿Qué más quieres?
—Que me ayudes a crear mi propia firma. Para ti es una menudencia. Para tu grupo.
—¿Que te haga de banquero?
Ella se había sentado en el borde de su mesa de despacho, le había mirado fijamente a los ojos.
—Sí.
—¿Y tú qué me das a cambio?
—Mi inmenso talento. Y un porcentaje. Aunque eso tendremos que hablarlo.
—¿Y nada más?
—Y te estoy haciendo un favor.
—No te engañes, Hortense, en Nueva York, en París, en Londres o en cualquier otra parte hay centenares como tú. Chicos y chicas que tienen talento y ganas de triunfar. Si diera una patada en el suelo saldrían como…
—Pero yo no soy como las demás. Yo soy única en el mundo.
—No me has contestado… ¿Qué me das a cambio?
—Es que no quiero contestarte.
—Vale, pues entonces… no pido nada.
Y había vuelto a sumergirse en su dossier para darle a entender que la audiencia había terminado.
—¿Hay que echar un polvo para llegar, es eso? —había preguntado ella haciendo girar el montón de pulseras de su muñeca derecha. Incluso para las pulseras tenía una imaginación desbordante.
—Ahora te estás poniendo vulgar…
—Yo hablo de forma vulgar, pero no pienso de modo vulgar, esa es la diferencia entre tú y yo.
—Hay otra diferencia: ¡tú me necesitas a mí y yo a ti no!
—No estoy tan segura… Piénsalo. Todos mis diseños se venden como rosquillas. Tengo las cifras de venta, Frank, no puedes contarme cuentos.
Él la había mirado, desconcertado, y había repetido:
—¿Tienes las cifras de ventas? ¿Quién te las ha dado?
—Las tengo y sé interpretarlas. No me engañarás. Vosotros habéis ganado dinero gracias a mí. Yo no he visto un céntimo por mis diseños. ¡Ni uno! Me necesitáis, sois un grupo pequeño que está perdiendo empuje, yo soy un talento joven, tengo montones de ideas, trabajo con dedicación absoluta. ¿Y qué consigo yo? Nada. Ya estoy harta.
—Yo te hice venir a Nueva York. Yo te contraté. Con un sueldo muy bueno.
—Porque le sacabas provecho y no era tu dinero, sino el del grupo.
—Te he tratado como a una reina. Te he hecho conocer la ciudad, te he paseado por todas partes. ¡Y nunca me has dado las gracias!
—¿Y por qué tenía que dártelas? Nueva York no es la cima del mundo de la moda. París y Londres son mil veces más interesantes y tú lo sabes perfectamente. Yo no gano nada quedándome aquí. Salvo si me dejas hacer, si me ayudas, si me financias…, si no…
—¿Si no?
—Me voy. Y no es un farol. Estoy harta de consumirme aquí. Acabaré rodeada de telarañas. Yo valgo más que eso.
Él jugaba con la cubierta de su dossier, descantillaba un extremo, lo aplastaba, lo acariciaba con la uña. Dudaba. Ella sabía lo que pensaba. ¿La echo o me espero un poco? Tengo dos colecciones entre manos. Esta chica tiene un talento sorprendente, pero demasiada ambición. Y el grupo no tiene suficiente dinero. Un día me veré obligado a dejarla marchar.
Ella leyó su derrota en sus ojos.
Ella no quería que la echara. De un fracaso se recuperaría, de una humillación no.
—Voy a ponértelo fácil —había añadido—, me voy.
—¡Te arrepentirás!
—Al contrario, tiento a la suerte. Yo vivo en el presente. Triunfaré sin ti.
—¡Te hundirás! Me suplicarás que vuelva a contratarte. ¡Pero cuando llegue ese día no te molestes en enviarme tu CV!
Ella había salido de su despacho dando un portazo.
Demasiado abatida para reflexionar.
El café se está enfriando. Ella levanta la mano para pedir otro. Esto le costará una fortuna, pero le da igual. Lo primero es recobrar el ánimo.
—No te preocupes —dice Junior—. Tus diseños son maravillosos, tienes un don, Hortense, un gran don, encontrarás otra cosa.
—Sí, pero ¿cuándo? ¿Cuándo? Y además está la crisis… ¿Tú conoces a muchos mecenas dispuestos a apostar por mí?
—No tienes derecho a dudar. Duérmete por las noches imaginando tu primer show. Haz desfilar tus diseños, escoge la música de fondo, contesta a las preguntas de los periodistas, pásate una y otra vez esa película en la cabeza y ya verás, el sueño se hará realidad… Será un gran éxito.
Ella tiene muchas ganas de creerle.
—¡Ten confianza!
—Antes tenía un don para eso…
—Lo sigues teniendo. ¡Venga! Espabila. Hay una fiesta en la boutique de Prada de la 57. Ve. Dales caña. Hazte ver.
—No tengo invitación ¿y has visto cómo voy vestida? ¡No me dejarán entrar ni locos!
—Sí. Y te encontrarás con alguien. Una mujer.
—¿Una mujer?
—Será tu hada madrina.
—Oh, Junior…, ¡si fuera verdad! Yo estoy dispuesta a trabajar duro, tú lo sabes. Pero no quiero convertirme en una silla.
—Tú nunca serás una silla.
—Por las noches tengo pesadillas y me veo como una silla, en una enorme sala de conciertos entre centenares de sillas. Y nada, óyeme bien, nada me diferencia de las demás sillas. ¡Y muchas veces después viene un gordo a sentarse encima de mí y me despierto gritando!
Él repite varias veces tú nunca serás una silla, Hortense, y ella se calma. El nudo de angustia se deshace y permite que pase otra vez el aire. Ella respira. Junior le ha vuelto a poner la cabeza en su sitio. Por allí por donde pasa, vuelve a brotar la felicidad. Él tiene el don de hacerla brotar.
—¿Lo demás, todo bien? ¿Marcel, Josiane? ¿Están bien?
—Padre se hace mayor pero todavía tiene muy buen apetito. Madre ha recuperado el puesto de secretaria, no quiere dejarle solo. Y yo, yo me reparto entre mis estudios y Casamia. Tengo mucho trabajo. No solo en cuestiones de moda cambia el mundo. Hay que abrir bien los ojos y estar alerta. Las jornadas de trabajo son largas, duermo poco. Por eso no puedo estar constantemente conectado con tu mente.
—¿Y por lo demás?
—Por lo demás, nada en absoluto. Tu madre vino a comer el domingo con Zoé.
—¿Zoé está bien?
—Sí. Tu madre es la que lo tiene difícil. A caballo entre París y Londres.
—Lo sé. A veces hablamos. Pero no la entiendo. Cosa que no es nueva, tú dirás. ¡En cualquier caso, yo nunca tendré hijos!
—Esto de ser niño no es vida. A los seis años no tienes porvenir. Nadie te toma en serio. Me doy perfecta cuenta de que molesto en los consejos de administración a los que voy con Padre.
—A veces me siento tan vieja…
—Deja de verlo todo negro. Si todo fuera tranquilidad y placidez te aburrirías. Al final de la vida nadie se acuerda de las noches en que durmió a pierna suelta.
Hortense se echa a reír.
—I love you mucho, Junior.
—Un día, me dirás I love you y nos casaremos.
Hortense ríe con más ganas.
—Tú nunca te rindes, ¿eh?
—Me duermo soñando que me das el sí delante del señor alcalde.
—Mejor concéntrate en mi carrera.
—¡No hago otra cosa!
—Bien, pues sigue así. ¿Tú crees que debo ir a la fiesta de Prada? ¿Y si me echan? No lo soportaría.
—Confía en mí.
—¡De acuerdo, jefe!
Hortense cuelga, paga sus cafés, sale del Carlyle. Ondea su melena para darse importancia y ahuyentar las ideas negativas.
Decide ir andando hasta la 57.
Se cruza con la mirada de una chica que espera el autobús. ¡Oh! ¡Parece una rata con zancos! Es difícil ver una mujer tan poco agraciada. ¡Pobre! La vida es dura, muy dura.
Y si, encima, eres feo…
Han dado las seis en el reloj del Café Sabarsky. Seis golpes desgranados con el poderío sordo y regular de un gong. En el vestuario, Calipso se quita su mandil blanco, sus zapatos negros, se pone un abrigo marrón, grueso, abrochado hasta la barbilla, y unas buenas botas de goma de color verde fosforescente. Enrolla la bufanda larga y blanca sobre el cuello del abrigo contando cuatro vueltas, se pone los guantes de lana. Le dice adiós a Karl, su jefe, a Gustav, el camarero, y se va canturreando. Hace seis días que trabaja en el Café Sabarsky. Le gusta el ambiente agradable y silencioso, la gran sala cuadrada en penumbra, la oscuridad relajante donde ella se esconde. Los clientes dejan buenas propinas que el personal se reparte, humedeciéndose los dedos para contar los dólares. A veces es ella quien sirve en la sala, aunque lo habitual es que esté detrás de la barra. Es más agradable. Tiene las manos ocupadas y su alma vaga. Entorna los ojos, ajusta el toque del arco, coloca la barbilla, afina un tono. Tiene todo un catálogo de sueños y se esfuma.
Hoy, no se ha esfumado.
Hoy, Gary Ward le ha hablado.
Necesita andar un poco. Alberga demasiada felicidad en el pecho para sentarse en el autobús. Paseará por Madison Avenue, esa larga franja de luces donde centellea el lujo. Subirá al autobús más tarde.
Gary Ward se ha acercado a ella, ha apoyado el codo en el mostrador, ha sumergido los ojos en su mirada. ¡Y ella no se ha puesto colorada! No ha balbuceado. No ha sudado. Puede que haya secado un poco demasiado la taza de porcelana de Viena, dejando hilillos de algodón sobre los bordes plateados, pero él no se ha dado cuenta de nada.
Ella ha aprendido a no ponerse colorada.
Respira por el estómago, inspira larga, amplia y lentamente, e imagina una chica guapa, despreocupada, indiferente. Aspira a esa chica tan guapa y espira a la chica sudorosa con el morro puntiagudo. ¡Y funciona! Durante pocos minutos, pero basta para eliminar las rojeces que le salen en el cuello y el escote, en cuanto algo la altera. Toda la sangre le desaparece de la cara y se coagula en forma de placas escarlata al principio del cuello y sobre el pecho. Es muy vergonzoso. Lo más difícil es respirar por el estómago, mientras sostienes una mirada o mantienes una conversación.
Todas las chicas de la Juilliard School están enamoradas de Gary Ward. Dicen que es medio escocés, medio inglés, y que sale con una francesa muy mona que trabaja en moda. Por las noches suelen dejarse ver en el Café Luxembourg. Piden vino tinto francés y hacen manitas. También dicen que él tiene un Cadillac Eldorado Biarritz verde, con alerones naranja, que guarda en un garaje y que solo saca los fines de semana. Para ir a los Hamptons con su novieta. Bailan al borde de la piscina y asan marshmallows en la chimenea.
Dicen que Elena Karkhova está loca por él. Que quiere dejarle en herencia su precioso palacete particular. Es una multimillonaria excéntrica. Cada año escoge a un joven pianista para embrujarle. A Gary Ward se lo llevó hace tres años y desde entonces es su inquilino.
Se dicen muchas cosas sobre Gary Ward. Ciertas o falsas, pero siempre bonitas.
Él anda por los pasillos de la escuela sin fijarse en las cabezas de las chicas que se giran, en los conciliábulos que provoca a su paso. Siempre lleva el mismo chaquetón y un pantalón viejo de terciopelo gastado. Camisas de Brooks Brothers de todos los colores, un gorro y guantes de lana. No habla mucho. Sonríe con una sonrisa que no es fácil provocar. Una sonrisa auténtica y profunda. No una sonrisa automática, ni una sonrisa que dice: mirad qué guapo e inteligente soy, admirad mis hoyuelos. Y las chicas de la escuela se derriten por él.
Hace un rato, cuando él se le ha acercado, ella ha sentido que tenía una naricita respingona, los dientes bien puestos, que llevaba un pareo, bebía zumo de coco y caminaba sobre arena blanca entre peces violeta y rosa. Las orejas le han empezado a zumbar, una ola potente ha arrastrado su sangre y ha dejado la playa y las barcas en marea baja. Normalmente, pasea en pareo sobre la arena blanca de la playa cuando tiene el violín pegado a la mejilla.
Normalmente, es invisible para los chicos. La pisan al andar y nunca le piden perdón. Hablan de las chicas de la escuela delante de ella e intercambian ciertos datos que a ella le provocan placas y sarpullidos. O hablan de música y de técnica, para darse importancia.
Para interpretar música, no solo hay que tener técnica, debe resonar en tu cabeza y en tu corazón. Pero además hay que tener corazón… Esos chicos tienen todos el mismo modelo de corazón. Un modelo básico sin prestaciones.
¿Lo sabía ese auténtico memo que aprovechó que ella estaba de espaldas para imitar a una rata de alcantarilla? Ella le había visto reflejado en el cristal. Se había clavado los dedos con pequeñas durezas en la palma de la mano sin pestañear.
Ella sabe que parece una rata. No hace falta que se lo recuerden constantemente. Pero las ratas salen en grupo. Ella no forma parte de ningún grupo. Cuando no está en la escuela se encierra en casa, ensaya en el sótano durante horas o trabaja en el Café Sabarsky.
Le gustaría poder cambiar de carrocería como hace su tío, mecánico en Miami. Él transforma coches viejos en bólidos pequeños y abigarrados. Parecen caramelos cuando salen de su taller.
Hoy, Gary Ward le ha hablado. Gary Ward le ha hecho una confidencia. Gary Ward se acuerda de su nombre de pila. A Gary Ward le brillaban los ojos al mirarla.
Nunca más será una rata de alcantarilla. A partir de ahora será Calipso «la bella».
Esta noche cocinará un pollo a la piña. Saboreará cada bocado, entornará los ojos y soñará con los conciertos que un día darán juntos. Incluso podrían ir de gira… Desea prolongar la felicidad. Si uno se esmera puede hacer que la felicidad dure mucho tiempo. Ensayará la Sonata de Kreutzer. Y la felicidad se hinchará, se convertirá en un globo enorme a punto de explotar.
Ella colecciona pequeñas felicidades. Gary Ward apoyado en el mostrador del Café Sabarsky es una felicidad inmensa.
El corazón le late hasta en las orejas. Trata de no sonreír para no parecer boba. Aprieta los labios, pero no lo consigue. Reprimir una sonrisa es la cosa más difícil del mundo.
Y entonces, se echa a reír.
Tiene ganas de dar grititos, de besar al botones de hotel que silba para parar un taxi.
Se para frente al Carlyle y se pone en la cola que espera el autobús. Ella vive en una habitación pequeña en la parte alta de la ciudad, en la 110 esquina Madison, en pleno Harlem. Antes ese era el barrio puertorriqueño. Quedan jardincitos, glorietas, casetas repletas de guirnaldas de flores, grutas, enanos de yeso. Casi parece que estés en una isla bañada por el sol. Si entornas los ojos. Míster G. le alquila una habitación por unos pocos dólares porque era amigo de su abuelo. En aquel tiempo los dos tocaban en la misma orquesta. Actuaron en todas partes, en Filadelfia, en San Francisco, en Miami. A cambio, ella plancha un poco y le hace la compra el sábado por la mañana. Tiene un pequeño radiador eléctrico. Un modelo viejo con una ranura para meter las monedas. Siempre ha de tener monedas a punto.
Míster G. dice que es primo de Duke Ellington. Tenía veinticinco años cuando Duke murió. Sostiene que el sótano donde ella ensaya es el antiguo estudio de Duke. Que Fats Waller y Sidney Bechet asentaron allí sus posaderas. Míster G. es muy elegante. Como Duke. Lleva zapatos de cocodrilo, gafas de sol, una cadena de oro y un sombrero de fieltro ancho. Se pasea por la calle y espera a que le inviten a tomar una copa. A veces vuelve borracho, a veces se olvida las llaves, a veces se pone a dar voces. Nunca le ha pegado.
Calipso observa las luces del hotel Carlyle, el dosel blanco rematado con un ribete cobrizo en forma de corona, las bolas de boj perfectamente podadas a ambos lados de la puerta de entrada. Bajo el dosel blanco ve a una chica muy guapa. Está mirando al cielo, baja la cabeza y su densa melena centellea. La luz blanca del dosel se refleja en las mechas doradas, provocando pequeños incendios. Luego la chica vuelve a colocarse la cabellera en su sitio con un simple movimiento de cabeza. Con la autoridad de quien sabe que puede contar con cada parte de su cuerpo. Que cada parte de su cuerpo obedece su mano y su mirada.
Su mirada se desliza por encima de Calipso y la borra.
Calipso la sigue con los ojos, maravillada. ¿Qué efecto provoca ser tan bella? ¿Te sorprende cada vez que te miras en un espejo? ¿Te acostumbras? ¿A veces te ves fea? ¿Tienes sueños que no se cumplen?
El autobús M2 se para junto a la acera. Calipso se suma a la cola y entra. Aprieta la Metrocard entre los dedos. La pasa por la ranura. Le meten prisa, no avanza bastante rápido.
Ella se excusa sonriendo. Lo siente muchísimo, de verdad.
Hoy, Gary Ward ha apoyado el codo en el mostrador y le ha hablado.
Plantada frente a la boutique de Prada, Hortense trata de recuperar el aliento. Por primera vez, le han negado la entrada. Pero ¿qué pasa? ¿Qué pasa? Dan ganas de dejarlo correr todo y largarse. Estoy decepcionada. ¡No es raro que me hayan rechazado! Nunca hay que tropezar con los cancerberos con la cabeza baja. Hay que llegar montada en el carro de la Victoria, con el látigo de Ben Hur entre los dientes. ¿Cómo, que si tengo invitación? Pídasela a mi ayudante que viene justo detrás de mí. Mordaz. Es el abecé, los rudimentos del arte, el manual para principiantes.
Entonces, ¿por qué no funciona todo como siempre?
Los empleados del servicio de seguridad han analizado su cara de póquer. Ellos identifican a los que se cuelan. Su actitud de mendigos temblorosos. Y les basta un gesto de mandíbula para que los mendigos se batan en retirada, balbuceando excusas.
Ella conoce ese circo de memoria y nunca, jamás, ha mordido el polvo.
Tiene ganas de volver por donde ha venido. Pero se niega a darles ese gusto a los guardianes de la entrada, y se aleja despacio sosteniéndoles la mirada. Retrocede y echa pestes. Sabes perfectamente cómo hay que hacerlo. Pim, con un alarde de decisión, pam, avanzas dando zancadas, pum, desprecias a esos guardianes con el cráneo afeitado, pim, pam, pum, pasas ante sus narices. ¡Lo has hecho cientos de veces!
Esta noche no. El mecanismo se ha roto. Me han mirado como a una caca de caniche francés.
Frente a la boutique de Prada hay una muchedumbre. La gente se empuja dando grititos. Se apartan para ver cómo van vestidos. Agitan la invitación impresa, la exhiben como un trofeo que les distingue de la masa. Llevan el pelo teñido de blanco, cazadoras de cuero y gafas negras. O modelitos de Prada y trajes ceñidos. Se espían para estar seguros de no parecerse a nadie. Los curiosos juegan a reconocer a los famosos. Surgen los nombres entre signos de interrogación. ¿Sarah Jessica Parker? ¿Hugh Grant? ¿Ashton Kutcher? ¿Katie Holmes? ¿Katy Perry? ¿Madonna? Los móviles filman, los cazadores de autógrafos ofrecen su bloc de notas entre gemidos y babean de gozo ante el preciado trofeo. Auténticos gusanos.
Yo no soy un gusano.
No soy una caca de caniche francés.
¡Yo soy Hortense Cortès y voy a entrar a este evento!
Él me ha plantado en el Parque, ¿y qué? Lo pagará caro, simplemente. No pienso hacerme el harakiri. Pim, pam, pum, vuelvo a empezar desde cero. Doy media vuelta, me voy a la esquina de la calle, me empolvo la nariz, cambio la sonrisa, el paso, la mirada, vuelvo, desenvaino y me abro paso entre la hilera de guardas, arrogante y altiva.
Anda hasta la esquina de la 57. Se para delante de la tienda Vuitton. Los flashes centellean ante los escaparates día y noche. Vienen del mundo entero a fotografiarlos. Y el vendedor de hot-dogs coloca sus salchichas el doble de caras. Ella agita su cabellera, se da un toque de brillo en los labios, levanta una ceja, las mangas del abrigo, mete las manos en los bolsillos, se coloca el bolso sobre el hombro, se aparta, menea una cadera a la izquierda, una cadera a la derecha, vuelve sobre sus pasos y tropieza con… Elena Karkhova.
—¡Hortense! ¿Qué hace aquí? —exclama Elena Karkhova agitando los brazos.
—Nada. Volvía.
—¿No va a la velada de Prada? Por lo visto exponen las obras de ese artista italiano, ese escultor que pega fotos de los ojos de su madre en estatuas antiguas de mujeres sin brazos… ¡Está haciendo furor!
Habla alto, como si Hortense fuera sorda como una tapia. Ella se aparta para marcar distancias, no, no, yo no conozco a esta mujer, no sé por qué me habla, está ida, se le va la cabeza… Trata de atraerla hacia un lado para desaparecer entre las sombras. ¡Sobre todo que nadie las vea juntas! No volvería nunca más a ninguna velada. La excluirían de las agendas de los responsables de prensa. Catalogada como la señorita de compañía de una dama trastornada.
Elena se ha superado a sí misma esta noche. Se ha puesto ríos de perlas multicolores sobre la pechera, se ha recogido el pelo con dos cascos castaño rojizo, lleva sobre los hombros un visón naranja y va encaramada sobre unas botas rosa con suelas gruesas. Lleva la boca embadurnada con una papilla roja, los párpados untados de purpurina azul y dos pastillas anaranjadas que señalan la ubicación de los pómulos, por si se buscara las mejillas.
Por más que Hortense la arrastra lejos del gentío y de la tienda de Prada, Elena Karkhova insiste en volver hacia las barreras y los porteros.
—¿Usted tiene invitación, Hortense? —pregunta, con el brillo en los ojos de una cría decidida a hacer tonterías.
—Er…, no, me la he dejado en la oficina.
—¡Pues vamos! Venga conmigo…
Le da un codazo y la arrastra.
—Es que yo quería volver. Gary me espera y…
—No nos quedaremos mucho rato. Una copita de champán, un canapé de salmón, un vistazo a esas estatuas horribles y nos largamos, ¡venga!
—No, en serio, no insista, yo no…
Más vale que no la ofenda. Esta vieja loca es capaz de ponernos de patitas en la calle a bastonazos. Se acabó la vida de lujo, mi estudio, el piano de Gary, la cama enorme como un barco. Vuelta a la vida de estudiante sin un duro. Y eso ni hablar, yo necesito lujo para respirar, para dibujar, inventar, amar, reír. Dormir. Cepillarme los dientes.
—Está bien, la acompaño.
Hortense la sigue tapándose bien la cara con la bufanda para que no la reconozcan. Se acerca a la tienda y al servicio de orden, se aparta de Elena para dejarla pasar. Se dispone a soltarla cuando se fija en un bolsito de perlas finas que cuelga del brazo de la anciana, y esta última se inclina para abrirlo, rebusca y saca una tarjeta blanca doblada en cuatro, la desdobla, la exhibe ante las narices de los porteros que no solamente se inclinan, sino que la invitan a entrar protegiéndola con sus brazos musculosos.
—Si no le supone una molestia… Madame Miuccia Prada la espera en el primer piso. ¿Quiere que le indiquemos el camino?
—¡Yo estoy con ella! ¡Yo estoy con ella! —grita Hortense, aferrada al visón de Elena—. ¡Hemos venido juntas, yo la acompaño!
—No me gustaría que le pasara nada, hay mucha gente —dice el cráneo rapado, repentinamente obsequioso.
Hortense hace esfuerzos para mantener la calma pero es incapaz de dejar de mirar a Elena que tira su visón naranja sobre el mostrador del guardarropa, se atusa el escaso cabello para darle volumen, añade una capa de carmín a la argamasa de los labios, sonríe a un hombre que se acerca y se inclina para darle un beso, Hi, Tom! So nice to see you, I was happy to chat with you last night[4]. Hortense abre unos ojos como platos mientras el hombre besa a Elena y le habla en voz baja. Ella responde con pequeños gruñidos. Él parece estar pendiente de su aprobación y ella acaba dándosela con una lenta inclinación de cabeza. Después los dos amigos se separan prometiendo verse la próxima semana en casa de Isabella. Estoy soñando, se dice Hortense, y voy a despertarme. ¿Quién es esta mujer? Nunca he dedicado un rato a hablar con ella, me niego a acompañar a Gary cuando sube a verla. Error profesional.
Elena se vuelve hacia ella.
—¿Vamos a ver esas puñeteras esculturas? No querría morirme sin haberlo visto todo… ¿Qué pasa? Parece que haya visto un fantasma.
La tienda está iluminada con tubos de neón blancos, largos filamentos centelleantes que dividen las paredes en zonas. Las gigantescas estatuas están colocadas cada cinco metros, estatuas de diosas sin brazos o de pastores jóvenes con el zurrón lleno de flechas. Camareros con chaqueta blanca circulan con bandejas de copas de champán. Los invitados se apelotonan al pie de las estatuas y se hacen fotografías. Sonríen entre aspavientos, lucen zapatones enormes o botas de cordones, vaqueros ceñidos o faldas ahuecadas. Un hombre se pasea con una falda escocesa y mocasines amarillos, sin calcetines. Se ven cráneos afeitados o pelambreras desgreñadas, bocas pálidas, ojos ribeteados en rojo. Lanzan sonoras exclamaciones, tratan de llamar la atención…
—¡Qué vulgar es la gente! —exclama Elena con un suspiro.
—Dígame, ese hombre que hablaba con usted hace un momento era…
Hortense no tiene tiempo de terminar la frase, una mujer que se parece muchísimo a Anna Wintour se acerca, pone la mano sobre el hombro de Elena, la besa y murmura:
—¿Cómo está, Elena? ¿Sabe algo de nuestro querido Karl? Cenamos juntos la semana pasada y estaba en plena forma. Lamentó mucho su ausencia.
—Había ido a secar mis viejos huesos a Cuernavaca. ¡A mi edad, Anna, hay que ponerlos al sol, para que no se pulvericen!
Esta mujer, que se parece tremendamente a Anna Wintour, es Anna Wintour, y el hombre que ha vislumbrado en el guardarropa, Tom Ford.
Y yo, yo soy tonta de remate, piensa Hortense.
—¡Oh, es usted terrible, Elena! Nunca pierde el sentido del humor.
—Es el único antiarrugas que me queda, querida. ¿Conoce a Hortense Cortès, mi joven protegida?