Stella apaga el despertador, abre un ojo. Los brazos de Mickey marcan las siete y diez. Saca una pierna fuera de la funda nórdica. Pone un pie en el suelo. Frío, muy frío. El pie todavía tibio dibuja un rastro que se borra enseguida. Ve sus calcetines encima del radiador. Su camiseta blanca. Sus calzoncillos largos de granjero americano. El mono naranja XXL, el forro polar rosa, el jersey grueso azul marino. Preparados la víspera. Listos para ponérselos. Este es el momento que teme de la jornada. Hace frío, es de noche, ha nevado, hay regueros de escarcha pegados a las baldosas, la enorme puerta de madera del granero traquetea. Tendré que pedirle a Georges que la fije, un día de estos se caerá. Un asno rebuzna. Debe de ser Grizzly, que tiembla con el menor ruido. Ella lo robó una noche del circo ambulante. Esquelético, atado a un palo, tenía cicatrices enormes, trozos de piel desollada, quemada con soplete, y la oreja derecha colgando como un tulipán mustio.

Con un golpe de caderas salta fuera de la cama. Corre hacia el radiador, agarra la camiseta, el jersey, el mono, los calzoncillos, los zapatos gruesos, se los pone como si la casa estuviera ardiendo. Abre el grifo para lavarse los dientes. Se rocía con agua helada. Hace una mueca. Se frota con una toalla. Se bañó ayer en el gran cuarto de baño que él le acondicionó como para una princesa. Se pasó la maquinilla por el pelo, con la cuchilla correspondiente a dos centímetros. Las puntas bien cortas, dejando solo un buen mechón rubio encima, que cae en forma de mechas densas. El pelo encima de la testa conserva el calor, y además… nunca se sabe, podría tener la necesidad de parecer una princesa. Con el cabello rubio bien peinado, un vestido de colores, las piernas enfundadas en seda. Un poco de carmín en los labios. Una risa de joven orgullosa que enseña los dientes. Ella no tiene pecho. Ni demasiada carne en los huesos. Es tan flaca que las corrientes de aire la hacen temblar.

Parecer una princesa.

Si algún día…

Tiene prohibido pensar en eso. Sobre todo por las mañanas. La deja todo el día deprimida.

Sobre todo esta mañana no… Ya está deprimida. Con la sensación de que hay una tragedia a la vista, que se gestó la noche anterior y que avanza hacia ella. La marejada de la desdicha la ha despertado esta noche. Ella ha aprendido a bloquearla. Se hace una bola y gira de un lado al otro para aplastarla, mientras tararea canciones antiguas que le enseñó su madre, las mismas que en otro tiempo le servían para no oír, para no sentir, para acallar los gritos en su boca. «Mi pequeña es como el agua, como el agua clara, corre como un arroyo que los niños persiguen, corred, corred cuanto podáis, nunca, jamás, la atraparéis…».

A veces funciona.

Pero cuando se pone de pie…

Cuando se pone de pie, corre. Corre para huir de esa ola de desdicha.

Baja la escalera. Suzon enciende el fuego, saca la leche, tuesta las rebanadas de pan, pone la miel y la mantequilla en la mesa. El café perfuma la cocina.

Ella ha limpiado la nieve frente a la puerta. Eso es lo que dicen las palabras junto al tazón.

—Gracias —murmura Stella.

Sirve el café, tritura un terrón de azúcar, se apoya en la repisa de la chimenea, bebe un sorbo. Las hojas de los geranios rosados que ha entrado para protegerlos del frío han rebrotado, pero la mimosa está quemada, mala suerte.

Enciende el aparato de música, pone un CD. Blondie, «Heart of Glass». «Once I had a love and it was a gas, soon turned out had a heart of glass…»[5]. Coge una tostada, la unta de mantequilla, la cubre de miel de castaña, clava los talones en el suelo, gira sobre sí misma, levanta los brazos, vocifera la letra y hace mmmm sobre la melodía cuando no la sabe, pero hay una parte que no se le olvida, «love is so confusing there’s no peace of mind, if I fear I’m losing you, it’s just not good you teasing like you do…»[6]. Se termina el café, se pone el sombrero de fieltro descolorido sobre la cabeza, da unos golpecitos en la jaula de Héctor, el loro, con cuidado de no hacer caer la manta que la cubre. Cuela una rebanada entre los barrotes. Él se la comerá hacia mediodía cuando se despierte.

—¡Suertudo, tú, que puedes dormir!

Sube al primer piso, abre la puerta de la habitación del final del pasillo, se acerca a la cama. Tom duerme, con la nariz pegada a su armónica. Ella abraza su cuerpecito caliente y murmura: ya es hora, terroncito de azúcar. Él refunfuña que es de noche, que es demasiado duro, quién ha inventado el colegio y ¿por qué nadie le ha partido la jeta al tío ese? Ella sonríe, le prohíbe hablar así. Él asoma la cabeza por debajo de las sábanas, ella ve dos ranuras azules hinchadas de sueño.

—¡Venga, arriba, chaval! ¡Nos vamos dentro de media hora en punto! Tienes el desayuno en la mesa de la cocina.

Vuelve hacia el umbral.

—Y hay que lavarse los dientes después de haber comido. ¡Tres minutos y medio! Pon el reloj de arena…

—Ya lo sé… —protesta él mientras se sienta en el borde de la cama.

Como si no pudieras fiarte de mí, lee ella en la espalda encorvada de su hijo. Él tiene los brazos delgados, los hombros estrechos, huecos de las clavículas en la base del cuello. Pecas en la nariz y las mejillas. La misma mata rubia que ella, densa e hirsuta encima del cráneo.

Un día, se lo había encontrado de pie sobre una silla frente al espejo del baño, con la maquinilla en la mano, la cuchilla de dos centímetros.

—Menuda ocurrencia, pareceremos gemelos —le había dicho mirándole en el espejo.

—Me gusta mucho tu pelo. Creo que queda muy bien.

—¿Quieres que te lo arregle por detrás?

Él había inclinado la cabeza, le había ofrecido la maquinilla.

—Eres muy guapa, Stella.

Él la llama por su nombre.

Hace como su padre. Adrian no decía nunca querida, o mi amor, o ángel mío. Adrian decía Stella o princesa, y a ella se le encendía la sangre, se mordía los labios, bajaba los ojos para que él no adivinara en qué pensaba. Adrian la miraba y lo sabía. Esbozaba una leve sonrisa tierna y cariñosa que la acariciaba, no se acercaba, no la tocaba, pero ella gemía, con los labios prietos.

Hace un año de eso. Ella le había afeitado la nuca a Tom. La pelusa blanca sobre la piel dorada.

Y desde entonces, Tom sigue afeitándose los lados, se deja únicamente una coronita de pelo en lo alto de la cabeza, la corona de los reyes, tú eres mi rey, dice Stella, acariciándole el cráneo.

—Nos encontramos en el camión. Con tu cartera y tu tentempié de mediodía. Está en la nevera.

¡Tiene un aspecto tan frágil, sentado en la cama, con los ojos en el vacío! Ella tiene ganas de decirle que vuelva a acostarse. El año próximo tendrá once años, entrará en secundaria, luego el instituto…

Los estudios nunca se acaban. Parecen interminables.

Fuera, todavía es de noche. El cielo está oscuro, el viento sopla en remolinos y barre la nieve, la lanza contra las puertas, contra las paredes. Los estorninos vuelan por encima del granero y emiten sus grititos estridentes. Intentan refugiarse bajo las vigas del techado y se dispersan cada vez que golpea el pesado batiente de madera.

Ella abre la puerta de la entrada donde duermen los perros. Se apoya contra la pared para recibir su envite, si no la tumbarían con la fuerza de sus patas cuadradas. Sí, sí, niños, estoy aquí, todo va bien, ¿habéis ladrado esta noche, habéis tenido miedo del viento, vosotros también? Saca las galletas del bolsillo del mono, las reparte. Deja entrar a los perros en la cocina. Le da un beso en el hocico a Toutmiel. Vierte el pienso en las tres escudillas. Vuelve a llenar la gran ensaladera de agua. Les habla con una vocecita sonora. ¿Costaud, Cabot, Toutmiel, listos para una larga jornada de trabajo? Ellos se precipitan sobre las escudillas mientras ella vuelve a llenar de troncos la estufa de leña. Suzon vendrá a alimentarla durante el día. La habitación estará caliente cuando ellos vuelvan esta tarde.

Es la rutina de la mañana. Ella la sigue con los ojos cerrados. Antes, eran dos. Adrian y Stella. Ahora está ella sola. Georges y Suzon viven en la casa vecina. Rutina de verano, rutina de invierno. Rutinas de otoño y de primavera. Ella adapta sus gestos a las estaciones, prolonga el café en verano, prevé el momento de limpiar la nieve en invierno. O de arrancar el camión con plataforma y grúa incorporada que le sirve de berlina familiar y de herramienta de trabajo.

En invierno, el grifo de agua del patio de la granja está helado. Ella coge el agua del de la cocina y la transporta con una gran regadera de treinta litros. El asa le siega las manos, ha perdido sus guantes de piel, tus guantes de estranguladora, dice Tom. Agua fresca para Merlín, el cerdo, y para los asnos. Sin olvidar el pienso para todos. Los manojos de heno para los asnos, uno en cada pesebre. Una zanahoria, dos zanahorias, tres zanahorias, caricias a Toto, Bergamote y Grizzly. Toto rasca el suelo cuando ella se ocupa de los otros dos. Ella no se fía, es traicionero, podría darle una coz. Ya le ha pasado. Ella se había agachado para cortar un cordel de una gavilla de heno y él le había soltado una coz. Había llevado el brazo entablillado durante dos meses. Una fractura fea, había dicho el médico, pero ha tenido suerte, ¡prohibido cargar peso! Su marido le echará una mano. No es mi marido, había mascullado ella entre dientes.

Grizzly, con su abrigo de piel de oso polar negro, se pega a ella. La empuja con el morro y la arrincona contra la barrera. Tiembla. Le da miedo la tormenta.

No es la tormenta lo que me da miedo a mí. Es otro peligro, lo sé. Sé cuándo ronda el peligro. He aprendido a detectarlo desde lejos.

—No tengas miedo, Grizzly. No tengas miedo, esto no es una tormenta y si estalla, lo hará lejos.

¿Va a nevar? ¿Va a llover? No lo sabe. El cielo está bajo, amenazante, gris, plomizo. Vuelve a marcharse con la regadera. Agua para las gallinas, agua para las ocas. Maíz y pan duro que recoge en casa de los Leclerc. Grandes sacos de doscientos litros que compra por tres euros, los carga en el camión y los transporta a la espalda. Tira el pan por el suelo, lo pisotea para aplastarlo.

Levanta la cabeza y grita mirando a las ventanas del primer piso: ¡Tom! ¿Estás listo? ¿Te has lavado los dientes? Mira el reloj. Nos vamos dentro de diez minutos.

La sierra mecánica está apoyada sobre el montón de leña. Olvidó entrarla, la víspera. Tendrá que pensar en engrasar la cadena. Acabará de cortar la leña esta tarde. O mañana. Troncos gruesos para la gran chimenea de la sala de estar. La sala donde ella hace sus patchworks por las tardes, mientras Tom construye sus maquetas o termina sus deberes. Su extenso tapiz cuenta una historia, su historia. Tiene que ponerle un título.

Observa el cielo. Eso empieza siempre con el viento. El viento, gruesas nubes negras y blancas, la lluvia. La lluvia de la tristeza. Cuando llovía, ella tenía miedo, de niña. Miedo de que él empujara la puerta.

Los paros, las tórtolas, los verderones pían en el alféizar de las ventanas de la cocina. Esperan que ella deje largos collares de grasa de jamón ensartados en cordones. Y semillas de girasol, cacahuetes machacados en boles. Al principio esperaban respetuosamente, ahora pían si se retrasa.

—¿Y qué más? —dice ella dejándose caer sobre el banco de piedra delante de la puerta de entrada—. ¿Se me olvida algo?

Se masajea los riñones. La regadera pesa. Tiene los dedos entumecidos.

¡Los trozos de manzana para los mirlos!

Se levanta de un salto y corre a la cocina para cortar las manzanas. Las coloca sobre la mesa del jardín.

En el árbol sobre el talud duermen las gallinas salvajes. Hace doce años, cuando ella se había instalado en la granja de Georges y Suzon, el granjero vecino dejó de darles de comer. ¡Demasiado trabajo, ya basta, joroba, sucios animales, se lo comen todo y ponen huevos por todas partes! Les daba golpes con la bota en las posaderas. Las gallinas se habían escapado y habían vagado en bandadas por el campo en busca de semillas, de lechugas, de pan seco. Se reprodujeron muy deprisa y pronto habían formado hordas salvajes que irrumpían en las granjas, rompían las rejas de los gallineros, robaban la comida de las gallinas domésticas, les cortaban el cuello. Gallinas pequeñas negras, enérgicas, secas, con furia en los ojos, flanqueadas por sus gallos gordos y vagos, enarbolando los colores del macho.

Stella había permitido que se instalaran en el árbol seco sobre el talud, cerca del portal. Había colocado grandes escudillas al pie del árbol para que no fueran a masacrar otras gallinas. Dormían pegadas unas a otras, apostadas sobre las ramas. A veces, en verano, volvían a vagar por los caminos. Y el árbol parecía completamente desnudo.

A Tom le gustan las gallinas salvajes. Parecen los buitres de los cómics. Son estrafalarias, tienen las alas cortas y raquíticas, como muñones. Oye, ¿tú crees que a veces vuelan o siempre andan?

Stella se instala al volante y le da al contacto.

El motor traquetea, resopla, se embala y arranca. Ella suspira, aliviada, y se sopla los dedos. Realmente tendré que comprarme unos guantes, pasaré por la cooperativa después de haber dejado a Tom en el colegio. Espero que no se haya olvidado el cuaderno de avisos. ¡Y que yo lo firmara ayer noche!

Busca a su hijo con la vista en el retrovisor, consulta la hora. Toca la bocina, le llama: ¡Tom, Tom! Pero ¿qué haces? Llegaremos tarde.

Le ve recogiendo narcisos. Sostiene entre los dedos un ramito de campanillas blancas. Adrian también lo hacía, se entretenía en recoger una rama de acebo, flores silvestres, y las depositaba con delicadeza sobre la mesa del jardín.

Llega Tom, seguido de Costaud, Cabot y Toutmiel, que montan de un salto en el volquete. Él tira su cartera sobre el asiento, sube al camión, le da sin decir palabra el ramo de narcisos. Cierra la puerta.

—El domingo, si quieres, te limpio el camión.

—¿Necesitas algo de dinero?

—Está supersucio.

El camión arranca, va dando tumbos hasta el portón. Hay hoyos enormes en el camino. Stella gira el volante para esquivarlos. Ni hablar de cargarse la suspensión, voy a llegar muy justa a fin de mes otra vez. Tom se seca la boca y saca su armónica. Extrae un sonido quejumbroso de ese destrozamorros.

Pasan delante de la casa de Georges y Suzon. El Renault Kangoo rojo, con la pegatina de una cabeza de perro en un costado, se encuentra aparcado en un rincón con el parabrisas cubierto con un cartón grueso. Georges ha retirado la nieve y les espera cerca de la verja, apoyado sobre la pala.

Stella baja el cristal.

—¡No hacía falta, Georges! Lo habría hecho yo…

—¿Has visto qué hora es? ¡Venga, vete! Llegaréis tarde… ¡Y tú, monito, tráeme buenas notas!

Tom le ignora, con la boca pegada a la armónica, toca los primeros compases de «Hey Jude», con la vista fija al frente. Stella le fulmina con la mirada.

—¡De acuerdo! —dice Tom, sin separar la boca de la armónica.

Stella sube el cristal.

—Podrías ser más amable. ¿O es que tenías ganas de dar paladas? Hemos ganado media hora gracias a él, para que lo sepas.

—Yo no soy un monito… ¡y no es mi padre!

En el último piso de la empresa Courtois, posado como un nido de águila, está el despacho de Julie. Un despacho amplio y acristalado que parece una torre de control, y domina las calles atestadas de chasis de coches, de tractores, de vigas y viguetas metálicas, de chapas onduladas, de estufas viejas, de codos de tubos, de aparatos domésticos. Julie habla con tono amable, sujetando el teléfono con el cuello. Garabatea en su bloc de notas, apunta una cifra, hace una suma, inclina la cabeza, se pasa el dorso de la mano por la mejilla para indicar que habla con un plasta, vuelve a sus garabatos mientras echa un vistazo a los monitores de vigilancia. Los pasillos del depósito se filman día y noche. Hay un mando que permite obtener primeros planos, captar un gesto furtivo, un corrillo sospechoso, un discreto intercambio de billetes.

Stella le enseña sus guantes recién estrenados, golpea la mesa del despacho con ellos, y suena a fustazo de satisfacción. Julie levanta el pulgar, buena compra. De rebajas, contesta Stella. Julie finge un aplauso y retoma su conversación.

Lleva la sudadera que Stella terminó de personalizar en el taller de patchwork el jueves pasado. Una sudadera gris claro ancha, con la frase «I’m a candy girl[7]» escrita con letras multicolor sobre un corazón escarlata. Todas las chicas se habían reunido para celebrar el primer quilt de Julie, rodeadas de rollos de tela, muestras de fieltro grueso, pana, trozos de lana, carretes de hilo. Julie había dudado antes de ponérsela. Después se había quitado las gafas y había metido la cabeza por el cuello. Ellas habían aplaudido gritando: bravo, Julie. Cualquier excusa era buena para hacer una fiesta e intercambiar regalos. ¿No es un poco estrecha?, había preguntado ella, mientras tiraba de la sudadera a la altura del pecho. Metro sesenta y dos, setenta kilos, el pelo castaño tupido y rizado, las mejillas coloradas, nariz de pequinés bueno. ¡Qué va!, habían replicado ellas. ¿Y vosotras creéis que esto animará a los tíos? A los treinta y cuatro años, Julie todavía no ha encontrado la horma de su zapato. Ellas se habían reído, ¡pues claro, pues claro, eso les dará ideas! No son ideas lo que les hace falta, es valor, había suspirado Julie.

—¡A este precio, nadie lo querrá! Lo sabe perfectamente. Sea razonable…

Julie tapa el auricular con la mano y le dice a Stella:

—No te vayas muy lejos, hay que hacer un traslado importante… Han encontrado unos calderos de cobre enormes en el bosque, debajo de un montón de chatarra. Debían de ser de la antigua chocolatería Reynier, por lo visto también hay documentación enterrada. De hace diez años. Seguramente un tío los escondió allí, con la intención de revenderlos, y no volvió. Valdrán unos treinta mil euros, por lo menos. Me ha telefoneado el granjero. Ha calculado el peso a ojo. Quiere cobrar en efectivo. El cincuenta por ciento para cada uno. ¡Está muy bien!

Y retoma su conversación.

—Sí, le escucho…, lo he entendido perfectamente, pero…

Apoyada en la ventana, Stella contempla el patio. Un camión espera sobre la gran plataforma de la balanza. Sube cargado, lo pesan, descarga la chatarra, vuelve, lo pesan vacío y se le paga la diferencia. O bien sube vacío y se hace la operación a la inversa. Jérôme se ocupa de la recepción de la mercancía. Va a trabajar todos los días en bicicleta, cinco kilómetros a la ida, cinco kilómetros a la vuelta. En su casa se han helado las cañerías. Se ducha en los vestuarios. Es capaz de poner en su sitio a cualquier listillo sinvergüenza que intente timarle, pero en cuanto una mujer le dirige la palabra empieza a sudar.

No lloverá. La nieve ha empezado a caer en forma de copos gruesos y compactos. Boubou ha sacado una escoba de brezo para limpiar las placas de nieve helada que bloquearían las máquinas. Si esto sigue así, Tom y ella tendrán que dormir en la ciudad. Telefoneará a Suzon para que se ocupe de los animales. Hace diez días que hiela mañana y noche, diez días en los que la nieve amortigua la vida, amortigua los ruidos, se pega a las suelas.

Cuando ella era pequeña, no le gustaba esa nieve que caía como una mordaza. Por las noches se acurrucaba en su cama y se tapaba las orejas. Pero aun así oía… La separaba de la habitación de sus padres un tabique muy fino. Aquello le destrozaba el corazón. Las primeras quejas, los cuerpos moviéndose, los crujidos de la cama, el vaso de agua de la mesita de noche que se cae, rueda por el suelo y su padre que grita: ¿has visto lo que has hecho? El estrépito de una bofetada y de la cama que golpea la pared, la cabeza de su madre que golpea contra la pared, un quejido prolongado y siempre esas palabras pronunciadas entre sollozos: ¡oh, no, no!, te lo suplico, no lo volveré a hacer, te lo prometo. Siempre las mismas palabras. Porque ella pedía perdón.

Stella tenía ganas de vomitar.

Toda la comida de la cena le repetía y corría al lavabo de su habitación.

Después un entreacto. Gemidos y suspiros. Y por fin el silencio. Un silencio aterrador que planteaba la pregunta: pero ella ¿cómo está? ¿En qué estado? Stella trataba de dormir, se daba media vuelta, con las rodillas dobladas sobre el pecho, y dejaba que el miedo y el dolor fluyeran, «mi pequeña es como el agua, como el agua clara, corre como un arroyo que los niños persiguen…».

Las noches de nevada, él estaba especialmente irritable. A flor de piel, decía. Todo aquel blanco le volvía loco. La nieve le crispaba los nervios.

Ella apoya la frente contra el cristal frío, la desliza haciendo un ruido de ventosa, ploc, ploc, ploc. Ha dejado a Tom en el colegio. Él ha cerrado de un manotazo la puerta del camión, se ha dado la vuelta, ha fingido un saludo militar, con la mano derecha sobre la visera de la gorra de lana. Un buen soldadito. Ella ha estado a punto de gritar: vuelve a subir, hoy no hay colegio, hace demasiado frío, y luego ha arrancado.

El miedo ha vuelto, el miedo que le provoca vacíos en el estómago.

Desde que Adrian se marchó resiste completamente sola. Mantiene la cabeza alta. Tú no eres una gallina mojada, eso seguro, dice él. Sonríe con esa sonrisita peculiar y leve, como un rasguñito en la cara. Gallina mojada. Cagómetro a cero. ¡Tengo la piel de gallina, los pelos de punta, miedo, canguelo, pavor, susto, un espanto terrible, temor, cuántas palabras tenéis los franceses para cagaros en los pantalones!

—¡Ya sé que los precios han subido, pero no hasta este punto, señor Grisier! Escuche, piénselo y vuelva a llamarme… Sí, eso es. Stella pasará a verlos. ¿Cuándo? ¿Hoy, le va bien?

Julie no se enfada nunca. Es ella quien contesta a los clientes, discute los precios, hace los presupuestos, descubre nuevos negocios, está informada del valor del metal, lleva las cuentas, rellena las hojas de salario. Stella conduce el camión, acude al lugar, evalúa la mercancía, supervisa la carga de las toneladas de chatarra y hace el trabajo de la grúa cuando los automovilistas tienen una avería en las carreteras secundarias. Aparte de esas dos mujeres, allí trabajan otras ocho personas. Hombres. Ellos clasifican, cortan, manejan las grúas, operan la trituradora, la mantienen, la reparan. Julie dirige el tajo. Ellos la obedecen sin chistar. Esos son mis hombres, dice ella a veces, en broma.

Es la hija del dueño, el señor Courtois.

El señor Courtois se ocupa del extranjero, raramente está ahí, viaja mucho. La India y China se han convertido en clientes importantes que devoran toneladas y toneladas de metal. Ogros hambrientos que reclaman carne putrefacta.

Julie Courtois y Stella Valenti se conocieron en primero de primaria. Hace doce años que trabajan juntas.

Hace doce años, fue un lunes.

Stella había huido de su casa llorando lágrimas de rabia, lágrimas secas y parcas que se esparcían como la gravilla. Marcharse le encogía el corazón.

Se había encontrado con Julie en la calle principal. Ella salía del banco. Habían ido a tomar un café. Stella lo había soltado todo. Julie la escuchó entre suspiros. Con cada suspiro, añadía un terrón a su café. Stella no pudo evitar sonreír.

—No te queda otra, Stella. Tu madre se ha rendido, para ella es demasiado tarde. Piensa en ti. Tú tienes veintidós años, eres joven.

—Soy una cobarde. La abandono con esos dos monstruos. Acabarán matándola y yo… me abro.

Ray Valenti y su madre, Fernande Valenti. Una pareja infernal que había convertido a Léonie, la madre de Stella, en su rehén. Habían hecho de ella su cabeza de turco. Cuanto más tiempo pasaba, más callaba ella y encajaba humillaciones y golpes. Julie lo sabía. Pero aparentemente en Saint-Chaland poca gente estaba al corriente de lo que pasaba en el entresuelo de la calle Éperviers, 42. O no lo querían saber.

—Tú no eres cobarde, estás cansada. ¿Te has mirado al espejo? Estás en los huesos, tienes los párpados rojos, el menor ruido te asusta, vas encorvada. Pareces una viejecita.

Stella había dejado caer la cabeza sobre la mesa. Ya no le quedaban fuerzas para pelear. Fuerzas para defender a su madre. Julie se la había llevado a su casa, le había dado un baño caliente, un somnífero suave. Stella había dormido doce horas de un tirón.

A la mañana siguiente, en el desayuno, lo había decidido.

—Encontraré trabajo. Haré lo que sea. Y luego iré a buscarla y la esconderé en algún lado para protegerla.

—No encontrarás nada. Él conoce a todo el mundo aquí y te lo impedirá, quiere que te mueras de hambre y que vuelvas a su casa. Tienes que irte de la ciudad.

—Eso nunca. No la dejaré sola con ellos. Se va a morir, Julie, se va a morir.

Julie se había callado.

Stella había leído detenidamente las ofertas de trabajo. Cogió prestado el ciclomotor de Julie. Se había presentado en los bares, los restaurantes, los hoteles de la ciudad. Camarera, chica para todo, empleada de lavandería, vigilante nocturna, no importa, pero contrátenme, contrátenme.

Volvía de noche a casa de Julie con las manos vacías. Se sumergía en un baño caliente, desaparecía bajo el agua. Volvía a la superficie, cogía una gran bocanada de aire y desaparecía otra vez. A veces no tenía ganas de volver a salir a la superficie.

Una tarde había pasado bajo las ventanas del número 42 de la calle Éperviers. Había visto luz en la habitación. Detrás del visillo blanco, una pequeña silueta encogida en una silla. Su madre. No se movía. Miraba hacia fuera. Stella le había hecho un leve gesto con la mano y se había marchado.

No estoy segura de que me haya visto…

Julie tenía razón. No encontraba trabajo. La gente la conocía. De vista o de nombre. La hija de Ray Valenti. Decían: déjenos su número, ya la llamaremos. Nunca llamaban.

Al cabo de un mes, Julie le había propuesto que trabajara con ella en la Chatarrería. No es ninguna maravilla, pero necesitamos a alguien, los chicos no dan abasto. Mi padre está desbordado con el mercado extranjero. Lo he hablado con él y está de acuerdo. De hecho, se le ocurrió a él. Y además, aunque no lo parezca, tú eres forzuda, puedes cargar peso y no pones mala cara cuando hay trabajo. Este es un oficio y un mundo de tíos. No hay que dejarse pisotear. Y a eso tú ya estás acostumbrada con ese otro loco.

—¿Tú no tienes miedo de Ray? ¿Miedo de las represalias? —había preguntado Stella.

—Sí.

—¿Y?

Julie había encogido los hombros y las gafas le habían resbalado por la nariz.

—Yo te enseñaré el oficio de la chatarra. Me caí dentro cuando era pequeña, como Obélix.

—No te arrepentirás.

Así habían firmado un contrato.

Stella se da la vuelta y ve los narcisos olvidados en la mesa del despacho. Coge un vaso, lo llena de agua.

—Esta primavera no habrá ni jacintos ni junquillos —dice en voz alta—. Todo se ha helado con el frío de estos últimos días. Mi mimosa se ha muerto.

—Grisier padre está enfadadísimo. El trigo se le ha echado a perder. Tendrá que plantar girasol.

—¿Era él al teléfono?

—Sí. Quiere vendernos un stock de cubas de fuel viejas que tiene en el granero. Necesita dinero. Pero es demasiado avaricioso. Pasa a verle si tienes tiempo, después de haber cargado los calderos…

Stella mete los narcisos en el vaso de agua.

El miedo hace que le tiemblen las manos y el agua de las flores se desborda. Ella apoya los dedos planos sobre la mesa y respira profundamente. Julie le entrega una dirección, un plano garabateado en una hoja de papel.

—Está justo detrás de la granja de los Álamos. Quinientos metros a la izquierda, pasada la casa del viejo Cautreux. Una partida enorme de calderos. El tío que los ha encontrado te espera. Quiere quitárselos de encima y sacar pasta. Cincuenta por ciento para él y cincuenta para nosotros. Le dices que le pagaremos después de haberlo pesado, le firmas un papel que quedará entre nosotros y cargas la mercancía. Un negocio de los que a mí me gustan.

—Ok. ¿Hay que recoger algo más?

—No. Te llamaré si…

Stella hace un gesto con la cabeza.

—Hasta luego…

Julie la mira alejarse, una figura esbelta con un mono naranja demasiado grande, un jersey azul marino grueso de cuello vuelto que le llega a los muslos, un sombrero de fieltro ostensiblemente echado hacia atrás y zapatones. Stella siempre viste como un hombre. Hoy lleva el jersey de Adrian, el mono de Adrian, el sombrero de Adrian. Cuando están separados solo se pone sus pingos y hace gala de ello. Quiere que dejen de considerarla una mujer. ¡Una mujer muy guapa! Un metro ochenta, sesenta kilos, unos ojos azules de perro de las nieves, y esa espesa cabellera rubia que le realza la cara. Quedaría muy bien si saliera en los periódicos.

Stella sube al camión, silba a los perros que acuden ladrando y mordisqueándose el espinazo y saltan al volquete, excitados; la aventura va a empezar. Apoyan las patas y se agarran al borde.

El camión circula bajo las ventanas del despacho de Julie.

Stella le hace un pequeño gesto con la mano al pasar, Julie saca pecho y las letras del patchwork se menean, «I’m a candy girl».

Eso seguro, eres un bombón, murmura Stella en la cabina del camión. La chica más bombón de todas las chicas del mundo. Como una manzanita encantada, con el pelo rizado, la nariz chata y unos cristales tan gruesos como el culo de un vaso. Un pozo de amor del cual ningún bruto quiere beber. Puede que sea mejor así, serías capaz de secarte por amor y acabar mustia.

Vuelve a leer la dirección para recoger los calderos que Julie le ha dado. La granja de los Álamos. Conoce esa granja, su madre la llevaba allí cuando era una cría. Cuando su madre todavía se atrevía a salir de casa. Los Álamos había pertenecido a su abuelo, Jules de Bourrachard. Como muchas granjas de la región. Él las había vendido para pagar las deudas de su primogénito, André. Guapo, encantador, superficial, frívolo. Con un encanto que fascinaba a todo el mundo, le contaba su madre sonriendo, ¡y a mí la primera! Yo estaba enamorada de mi hermano. Él era cinco años mayor. En las comidas, yo me privaba de los trozos de cordero más grandes para dejárselos a él, me escondía por la noche detrás de los árboles de la alameda para verle en su fantástico coche. Él bailaba a la luz de los faros para encandilar a la chica que le acompañaba y bebía champán de la botella.

Aquel día, estaban las dos solas en el piso. Ray y Fernande habían ido al médico. Fernande no quería ir a la consulta. Los matasanos son para cobardes, decía, y miraba a su nuera con expresión torva, para bocas inútiles, palomitas blancas que no paran de quejarse, que lloran por cualquier cosa. Ray la había obligado. Había consultado el diccionario médico Vidal, el que describía con detalle todas las enfermedades. Él solía leerlo mientras se tomaba el pulso, se palpaba el hígado, se examinaba la lengua. Llevaba tiempo preocupado: su madre tenía sed a todas horas, se levantaba varias veces por la noche para hacer pipí, había perdido mucha vista de golpe y le ardían las plantas de los pies. Y es más, si se cortaba, la herida no cicatrizaba y se acababa infectando. Diabetes, decía él leyendo el grueso diccionario, ¡diabetes! ¡Mala señal, mamá, esto es mala señal, venga, te llevo al matasanos! Fernande se había puesto su viejo abrigo negro con el cuello de nutria y un sombrero burdeos de fieltro grueso con el que parecía un poste de carretera. Paticorta y gruesa, la nariz afilada, la frente caída, el cuello hundido en los hombros y unas profundas arrugas verticales que le dividían la cara, como los barrotes de una cárcel. Todo en ella transmitía una severidad, una avidez, un rechazo a olvidar y un ardiente deseo de venganza. Fernande se había vuelto hacia Léonie y Stella, justo antes de cerrar de un portazo, como diciéndoles: aunque no esté aquí, os vigilo, y las dos se habían encogido con un gesto idéntico.

Habían oído que la puerta se cerraba, la doble vuelta de la llave, y se habían mirado. ¡Al fin solas!

Habían ido a tumbarse en la cama de Stella. Léonie había rodeado a su hija con los brazos, la había apretado muy fuerte, la había acunado pegada a su cuerpo, le había canturreado muy bajito: te quiero, hijita, te quiero muchísimo, eres mi estrellita de felicidad, y Stella había tenido ganas de ser aún más pequeña, más ligera, para subir al cielo y brillar.

—Cuéntame, mamá, cuéntame de cuando eras pequeña y todo era como un cuento de hadas.

Y Léonie contaba.

La historia de su hermano, André, muerto a los veinticuatro años. La historia de su padre, Jules de Bourrachard que, aturdido por el dolor, se había retirado del mundo y había esperado la muerte, enclaustrado en su casa solariega.

—Se fueron demasiado pronto, los dos. Me habría gustado mucho que te hubieran conocido…

Léonie había hecho un gesto vago con la mano y una pausa.

—¡No sé si les habría interesado, fíjate! No se preocupaban mucho por mí. Era una chica… Actuaban como si fuera invisible. Y en cierto modo lo era. Vagaba como una sombra por la casa. Fue Suzon quien me crio, ya lo sabes. Entró muy joven a servir a mis padres.

—¿Georges también?

—Sí. Entraron juntos. Él se ocupaba de la casa, de los coches, del jardín. Un chico para todo.

—¿Suzon no se ha casado nunca?

—No, ha vivido siempre con su hermano. Yo también habría vivido muy a gusto con mi hermano. Para mí, eso era el colmo de la felicidad.

Léonie se había echado a reír y había cerrado los ojos, para saborear ese «colmo de la felicidad».

—Formaban un equipo estupendo, André y mi padre. Él se lo toleraba todo. Todo lo que decía le hacía gracia. Su hijo era el garante del apellido, el testigo que pasa de una generación a otra. ¡Menudo es!, decía, ¡me deja pasmado!

Ella había vuelto a reír con esa risa de niñita tímida.

—¿Y tu madre, mamá? Nunca hablas de ella.

—Ah, mi madre… No la conocí mucho. Se marchó cuando yo tenía doce años. Tenía la costumbre de marcharse y volver. Pero esa vez, no volvió. Dejó una nota en inglés sobre la mesa de la entrada y desapareció. No la he vuelto a ver nunca. Ni siquiera sé si está viva o muerta.

—¿Qué decía esa nota?

—Iba dirigida a mi padre… «Eyes that do not cry do not see[8]». Muchas veces hablaban inglés entre ellos.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Es difícil de traducir, ¿sabes? Y estoy muy cansada.

—Haz un esfuerzo, mamá.

—No es agradable. Es algo como que hace falta haber llorado mucho para entender la vida. Quienes tienen los ojos secos son incapaces de entender nada.

—¿Y ella cómo era?

—Como tú, como yo, alta, rubia, muy rubia, muy delgada. ¡Mi padre me decía que no había nadie más rubio en el mundo! Una auténtica sueca con los ojos muy azules, un pelo rubio casi blanco, las piernas largas. Posó para pintores y escultores en París. No apreciaba demasiado la vida. Mi padre la había divertido y ella se había dejado seducir. Estaba triste a menudo, melancólica. Asombrada de haber traído al mundo a un hijo como ese. André era un sol, daba vida, felicidad. Era un auténtico mago. Tenía el don de convertir la vida en una comedia fantástica.

Sin embargo, Stella sabía que su tío tenía mala fama en la zona. Decían que había muerto de sobredosis. Ella había tardado un tiempo en comprenderlo. No le habían explicado ciertas cosas de la vida. Su madre tampoco debía de saberlo, porque jamás pronunciaba esa palabra, «sobredosis». Ella decía que fue un accidente, que le habían encontrado en la bañera, que fue una desgracia enorme.

Stella paseaba los dedos sobre el brazo de su madre. Acariciaba los moretones que le ennegrecían la piel, como para sanar su carne tumefacta. Tenía ganas de preguntar: ¿por qué se llaman moretones si son amarillos, violeta, rojos y negros? Pero no se atrevía. Pensaba que si la acariciaba su piel volvería a ser sonrosada y tersa.

Había tantas cosas que no entendía…

Tantas cosas de las que no podía hablar con nadie.

Todas las palabras que tenía en la boca estaban repletas de vergüenza.

Y callaba, se quedaba encerrada en los brazos de su madre y, muy a menudo, ambas se quedaban dormidas entre cuchicheos.

Porque las visitas al médico se habían vuelto cada vez más frecuentes.

Le habría podido preguntar a Violette Maupuis.

Violette estaba al corriente de todo. Violette cazaba al vuelo los chismes, los rumores, los datos y se los contaba a sus amigas mascando chicle.

Violette, Julie, Stella, un trío inseparable. Y, como en todos los tríos, había una que se quedaba con el pedazo más grande del pastel. Esa era Violette. Primero porque era la mayor, un año más que Julie y Stella. Segundo porque tenía tetas, unas tetas pequeñas bajo la camiseta que meneaba a sabiendas. Y finalmente porque su mirada volvía locos a todos los chicos.

¡Uno, dos, tres, fijaos bien!, proclamaba Violette cuando se cruzaban con un chico, voy a dedicarle mi mirada indolente y haré que le tiemblen las piernas. Y cerraba los ojos, volvía a abrirlos un poco, su mirada se diluía, se volvía turbadora, lánguida, y el chico perdía pie. Todos los chicos perdían pie ante la mirada indolente de Violette. Perdían el control de las piernas y de la cabeza. Se volvían tontos del todo. La seguían, fingiendo indiferencia. Le daban una patada a una piedra, sacaban un cigarrillo, se contoneaban, sacaban pecho, reían con sarcasmo y murmuraban: ¿le has visto las tetas?, ¿has visto qué culo?, yo no puedo más, tío, no puedo más. La seguían siempre varios, como si Violette tuviera el poder de pulverizarles solo con darse la vuelta, y fuera más prudente avanzar en grupo. Ella les ignoraba y meneaba sus senos pequeños bajo la camiseta, sin parar de hablar con Stella y Julie.

Violette le hacía preguntas a Stella sobre su padre. Ray Valenti. ¡Solo el nombre ya dice mucho! Es nombre de sheriff, de actor de cine. Ese no es su verdadero nombre, refunfuñaba Stella, su verdadero nombre es Raymond. Él decidió acortárselo. Dice que eso de Raymond suena a personaje infantil con pantaloncitos azul cielo. Eso no importa, él es simplemente «demasiado». Demasiado cañón, demasiado seductor, demasiado cool. ¡Y valiente además! ¡Ningún cobardica escoge ser bombero! ¿Qué se siente teniendo un padre tan guapo, con esos ojos tan apasionados, esos brazos tan musculosos, esa voz tan grave, tan sexy?, preguntaba Violette, mirando de reojo para comprobar que los chicos todavía la seguían.

—No sé —respondía Stella—. No sé. Es mi padre, nada más.

—Bueno, pues no… —decía Violette—. Es un hombre guapo, un hombre muy guapo. ¡Incluso ha demostrado que es un héroe! La última vez…, cuando hubo ese incendio encima del bar de Gérard, hay que ver cómo luchó para salvar a la pequeña Nora que estaba encerrada en los lavabos. ¡Gérard solo hablaba de eso después, lloriqueando como una niña, y tú le conoces, Gégé no es un blandengue!

—Tu padre es listo —añadía Julie—. Eso seguro.

—¿Y te acuerdas de cuando saltó entre las llamas para sacar al bebé que se habían olvidado en la cuna? Ya sabes, la noche que hubo un cortocircuito en casa de los Mocquard y el incendio amenazaba todos los edificios de alrededor… ¡Los padres habían muerto! ¡Todo el mundo se había olvidado del bebé, y Ray volvió a buscarle! Incluso fueron los de la tele, y salió en el periódico y luego el alcalde le nombró ciudadano de honor de Saint-Chaland. ¡La verdad es que no le hacía falta, ya había sido ciudadano de honor cien veces, por lo menos!

Violette se pasaba el chicle de la mejilla derecha a la mejilla izquierda, lo aplastaba, le daba vueltas, lo hinchaba como un gran globo rosa, lo aspiraba y volvía a empezar.

—¡Y no salió solo una vez en la tele! ¡Ha salvado vidas, se ha enfrentado a las llamas! Es un héroe, tu padre. Y además, tan sexy… ¡Sexy tórrido, te lo digo yo!

Ella imitaba la forma de andar de Ray, su modo de posar la mirada sobre la persona que tenía enfrente y no soltarla, como si tomara posesión de ella, como si se repantingara encima. Ella se abrazaba el vientre, lanzaba grititos, se abría el cuello de la camiseta, se pasaba la lengua por los labios, los dedos por el pelo. ¡Todo un espectáculo! Sabía de qué hablaba y se alzaba por encima de Julie y de Stella. Se volvía inalcanzable.

Se daba la vuelta, y los chicos seguían detrás.

—Tu padre —concluía entonces—, cuando te mira, es como si tuviera un sexo en cada ojo.

Esta última reflexión la instalaba definitivamente en lo más alto de la escala sexual, la única que interesaba a las chicas. Ellas ya no sabían qué contestar.

—¿Y tu madre? —continuaba Violette—. ¿Te imaginas tener un tío así en la cama todas las noches? ¡Uau! ¡Yo, yo me pondría a cien! ¡Tendrían que escurrirme!

—Mi madre… —empezaba Stella, que no entendía por qué habría que escurrir a Violette—. Mi madre…

Y se paraba.

No podía definir cómo estaba su madre. O no podía decírselo. Se le quebraba la voz.

—Quieres decir que lo que hay entre ellos es sexual… —decía Violette con el aplomo de quien está segura de su diagnóstico.

—Sí, eso, es sexual.

Y de golpe, el sexo se convertía en esa cosa aterradora que encogía el cuerpo de su madre, que la obligaba a levantar el brazo para protegerse y le provocaba gemidos de dolor.

—El sexo —proseguía Violette con su tono docto—, si se hace bien, hace que las personas exploten. Las pulveriza en mil pedazos.

—Sí, en mil pedazos —repetía Stella.

—Mi madre no está pulverizada en absoluto —afirmaba Julie.

—Es normal, tu padre no se parece a Ray.

—¿Tú por qué llamas Ray a mi padre? —preguntaba Stella, recelosa de repente.

—Porque…, porque sí… ¡No exageres, eh! ¡No solo es tu padre! Es Ray Valenti. Todas las chicas sueñan con él. ¡Incluso las viejas de cuarenta años! Yo, si estuviera con un hombre como Ray, perdería la cabeza. Sería incapaz de pensar. ¡Un hombre así te trastorna! Como esa de Lourdes que vio a la Virgen María y no se recuperó nunca.

Aquel día, Stella acababa de cumplir doce años. Quería saber cómo funcionaban los hombres, las mujeres, sus cuerpos, el sudor entre los cuerpos, los grititos, los suspiros, los ojos que giran en todos los sentidos y la cabeza que estalla. Lo quería saber pero no lo quería probar.

Caminaban las tres, pensativas.

—Dime —había proseguido Violette—, ¿tu madre no está un poco toc-toc?

—¡Te prohíbo que digas eso! —había gritado Stella.

Ella tenía verdaderas ansias de pertenecer a una familia normal. Papá al volante del coche, mamá repartiendo las golosinas, y Stella, su hijita, detrás. Papá conduce, mamá se lima las uñas, Stella cuenta los coches rojos, los coches azules, los coches amarillos y se gana una coca-cola cuando acierta el color.

—Yo, yo repito lo que dice todo el mundo —había replicado Violette dándose golpecitos en la sien con el índice—. Aquí la llaman Toc-toc.

Ella no quería que Violette tuviera razón y, al mismo tiempo, sabía que aquello no era normal. Tener una madre que conduce a treinta por hora, inclinada sobre el volante, con los codos en ángulo recto, la nariz pegada al parabrisas y churretones de sudor en las mejillas. Mientras todo el mundo tocaba la bocina y las adelantaba entre insultos. A ella le venían ganas de esconderse bajo el salpicadero y que nadie supiera nunca que era la hija de Léonie Valenti. Una madre que se sobresalta continuamente, que tiene miedo de cruzar la carretera, y que, cuando se pone carmín en los labios, tiembla tanto que se pinta una boca de payaso. Una madre que ya no puede enhebrar el hilo en la aguja y que se empeña en intentarlo, y acaba echándose a llorar.

Ella observaba a las otras madres y veía perfectamente que la suya no se les parecía. Las demás tenían un trabajo o jugaban al bridge, al tenis, hacían mermeladas, vestidos para sus hijas, conducían poniendo el intermitente con un gesto negligente del dedito, iban a la peluquería, ignoraban a la cajera del Carrefour, no se olvidaban el cambio en la cinta corredera. Ellas no lloraban cuando escuchaban a Hugues Aufray cantar «dime, Céline, qué fue de ese novio cariñoso que nunca volvimos a ver…». Ellas no tenían un oso de peluche que se llamaba Maese Cerezo[9]. Su madre, sí. Lo escondía debajo de la cama de su hija y lo cubría de besos cuando estaba sola.

Ella también se hacía preguntas. ¿Toc-toc o no toc-toc? Pero ella sabía cosas que los demás ignoraban. Cosas de las que no podía hablar, porque los demás no la habrían creído.

Cuando tienes doce años, no te creen. A menos que aportes un montón de pruebas. Y además, incluso ella dudaba a veces. No sabía cuáles eran las normas entre un hombre y una mujer encerrados en una habitación. Lo que estaba permitido y lo que estaba prohibido. Cuál era el método a seguir, el manual de instrucciones. Al fin y al cabo quizás eran normales esos gritos entre su padre y su madre. Los gritos, los golpes, los lloros, los insultos. ¿Quizás eso era lo que llamaban hacer el amor? Un día, en la granja de Georges y Suzon, había visto un burro persiguiendo a una burra. La había acorralado contra la valla, se le había montado encima, le había mordido el cuello hasta hacerla sangrar, le había arrancado la piel a lo vivo y la burra se había dejado hacer, con el espinazo doblado y sangrando. No fue agradable verlo. Georges le había explicado que así era como las burras tenían bebés. Su madre no le hablaba nunca de eso, su padre tampoco, y desde luego no era su abuela quien habría podido informarla.

Ella no se atrevía a preguntarle a Violette. Ni a Julie, que parecía tan poco desenvuelta como ella.

Había adoptado la costumbre de guardarse todas esas preguntas. ¡Y tenía preguntas que hacer!

A los dieciocho años, Violette se había ido a vivir a París.

Quería ser actriz. Era muy guapa, eso era indiscutible. Les había dicho que las mantendría informadas, y luego que no, quizás no valga la pena, ya os enteraréis por la televisión. Dadme un año y me veréis en todas partes… ¡Seré The Queen of the World[10]!

Nunca habían vuelto a oír hablar de Violette. Ni a sus padres, ni a sus amigas, y mucho menos en la tele. De todos modos, en casa, solo Ray y Fernande tenían derecho a verla. Mamá y yo no podíamos. Ray decía que podía darnos ideas y que ya hacíamos bastantes tonterías sin verla. Solo podíamos ver las noticias cuando mi padre aparecía en ellas. Era un gran momento. Nos instalábamos frente al aparato y no se podía hacer ningún ruido. Mamá casi no se atrevía ni a respirar. Se abrazaba las costillas por miedo a toser. Fernande nos vigilaba. Ray grababa el fragmento en cuestión y luego volvía a pasarlo una y otra vez, maldiciendo al periodista que no le había dejado hablar suficiente o que le había interrumpido justo en el momento en que iba a decir algo sensacional.

Una noche, salió incluso en el informativo nacional. El de las 20.00 con Patrick Poivre d’Arvor. Fue cuando había dominado, él solo —eso era lo que decía—, el incendio de la fábrica de productos químicos de Saint-Chaland, edificada en plena zona urbana, entre un McDonald’s, un Conforama y diez grandes superficies más. Se había lanzado al ataque de la gran chimenea que escupía fuego y partículas tóxicas, y la había rociado con la manguera. Había batallado durante catorce horas, encaramado en la altísima escalera, para salvar las viviendas de centenares de personas de los alrededores. ¡Arriesgando su vida!, exclamaba la gente, ¡arriesgando su vida! Detrás del cordón de seguridad había una muchedumbre. Periodistas, fotógrafos, cámaras, reporteros de la televisión francesa e incluso de televisiones extranjeras. Todos contenían la respiración y comentaban en directo. Saint-Chaland se había convertido en el centro del mundo. Era como estar en una película con coches de policía, coches de bomberos, coches de curiosos. Un suspense increíble. ¡Él había resistido durante catorce horas, y lo había conseguido! Había bajado de la gran escalera entre los aplausos del público, negro de hollín, con los ojos irritados de cansancio y las manos ensangrentadas. Le habían llevado a hombros. Y al día siguiente, había salido en las noticias de las ocho de la noche. «Un héroe común», había dicho PPDA en la apertura del noticiario. A él no le había gustado eso. ¿No podía decir un héroe sin más? ¡Esos parisinos siempre tienen que hacerte de menos!

Toda la ciudad se había congregado en el bar de Gérard. Habían bebido vino espumoso, le habían vuelto a condecorar, le habían vuelto a felicitar, le habían vuelto a aclamar. Él había besado a Léonie en la boca llamándola pichoncito y abrazándola fuerte. ¿Estás orgullosa de mí, pichoncito? ¿Has visto lo valiente que es tu hombre? ¿Eh? La besó en plena boca, la estrechó contra sí. Todo el mundo aplaudió, las mujeres se secaron una lágrima furtiva.

Quizás es eso el amor, pensó Stella mirando a su padre y a su madre. Besos cuando hay gente alrededor, golpes en la habitación. Y cardenales violeta y amarillos al día siguiente.

Aquello no la satisfizo del todo. Cuanto más trataba de entenderlo, menos conseguía relacionar la pareja abrazada que tenía delante con los ruidos y los gritos nocturnos. Y meneaba la cabeza, no, no, al fin y al cabo nosotros no somos asnos.

Y entonces se había topado con la mirada del padre de Julie. La mirada sombría y furiosa del padre de Julie, que contempló aquel beso fogoso, volvió la cabeza y escupió en el suelo. Él no aplaudió, él no levantó el vaso. Él se quedó apoyado en la barra, al lado de su mujer. Al margen del alborozo general. ¡Y escupió en el suelo! Por lo tanto había algo que fallaba. Y ella tenía razón, nosotros no somos asnos.

Y entonces el padre de Julie había suspirado, había vuelto la vista hacia la sala, la había barrido con la mirada, y había interceptado la expresión perpleja de Stella. Aquel hombre indignado había observado a la niña rubia y temblorosa que tenía delante, y le había sonreído con una sonrisa triste y cansada que decía: yo lo sé, yo lo sé todo, mi pobre pequeña, yo sé de los golpes, de las lágrimas, de la crueldad cotidiana, me indigno porque no puedo hacer nada, pero el amor no es eso, tú ten cuidado, no te dejes pisar, ¿me oyes?, no te dejes pisar nunca.

Eso había leído ella en los ojos de aquel hombre taciturno y robusto, con las manos recias, las uñas negras y un mono de trabajo azul descolorido. En sus ojos había una especie de súplica, y ella le había dicho sí con la mirada, sí, le prometo que él no me hará daño a mí, yo me defenderé.

Él le había sonreído. De verdad. Como a una persona mayor. Ella se había sentido responsable de esa sonrisa. Nunca debía decepcionar la esperanza que él depositaba en ella.

El señor Courtois se fiaba de ella.

Era la primera vez que una persona mayor se ponía a su favor. La primera vez que una persona mayor le había dicho: tú tienes razón, el amor no es besar a tu mujer en público y molerla a palos por las noches. Cada uno tiene su forma de amar, no existe una sola definición, pero no es este espectáculo indigno. Tienes toda la razón, Stella, decían sus ojos. Cuídate, te lo pido por favor.

Todo eso le habían dicho los ojos del señor Courtois.

Ella tenía doce años y no lo había olvidado nunca.

Aún hoy, a los treinta y cuatro, lee en un papel esas simples palabras, «la granja de los Álamos», y vuelve a ver toda la película de su infancia.

Está a punto de aparcar en el arcén de la carretera, cuando suena su móvil. Ve a dos hombres en el campo, a lo lejos. Han visto el camión y se quedan donde están, como si tuvieran que solucionar un último detalle. Descuelga. Es Julie. Pregunta si Stella puede pasar por el garaje Gomont. Hay que cargar dos piezas de chatarra, un par de coches que ardieron en la autopista. Le dice también que se olvide del viejo Grisier. Ya no quiere vender. Stella está conforme. Los dos hombres discuten gesticulando. Ella abre la guantera, saca los prismáticos y les observa.

—Espera, Julie, hay dos tíos en el campo. Están hablando…

—¿Quiénes?

—El granjero y otro que no veo bien. Está de espaldas. Espera un momento…

Enfoca los prismáticos. Hacia la boca de los dos hombres. Sigue interpretando de lejos las palabras que intercambian.

—¿Y?

—Están a punto de timarnos.

—¿Qué dicen?

—Quieren que transportemos la mercancía, pero se niegan a soltarnos el cincuenta por ciento del dinero. Solo un diez, para que no montemos un escándalo.

—¿Quién maneja el cotarro?

—Espera que se dé la vuelta… ¡Ya! Le conozco. Es Turquet, ese del ayuntamiento.

—¿El amigo de tu padre?

—Sí. Un cabrón de primera.

—¡Mierda! ¿Qué es todo este lío? ¡No lo he visto venir! El granjero no me advirtió que había dos tíos metidos en el ajo.

—¿Qué hacemos?

—No sé, Stella, no sé.

—Basta con que dé media vuelta y les deje allí plantados. Verás qué cara se les queda cuando se queden con ese montón de calderos sin nadie que se los lleve…

—Llamarán a los de Auxerre…

—¿Y podrán timarles como a nosotros? ¡Me extrañaría! ¡Guillaume no lo permitirá! No, a nosotros nos conocen y saben que tienen una posibilidad. Pero los otros se defenderán. Habrá bronca. Lo saben perfectamente. No tienen opción. ¡Hazme caso!

—Qué morro tienes…

—Conozco a los tíos de Auxerre y de Montereau, tú eres un alma cándida comparada con ellos. Y esos asquerosos lo saben.

—¿Estás totalmente segura? Porque incluso un diez por ciento…

—¡Estás loca, Julie! ¡Si cedemos esta vez, abusarán siempre! Déjame a mí, ¿ok?

Julie tarda en contestar y Stella ve a los dos hombres que se acercan al camión.

—Espabila, vienen hacia aquí.

—Ok. Tienes carta blanca.

—Gracias.

Stella cuelga. Baja del camión, silba a los perros que llegan trotando a su lado. Guardianes cercanos que la tranquilizan. ¡No os separéis de mí, perros, no os vayáis lejos, Toutmiel, tú ataca cuando te lo diga, ¿entiendes?, y no al pecho, a las piernas! Ella desgrana la hierba amarilla oculta por la nieve. Nota el costado caliente de Cabot pegado a su pierna derecha, el de Costaud a la izquierda. Toutmiel abre la marcha, su cola dorada levantada como un estandarte. Está excitado y jadea haciendo un ruido de ventilador.

Ella aborda a los dos tipos. Capta un brillo irónico en sus ojos.

—¡Hola!

—¡Hola!

—¿Tenéis la mercancía? —dice Stella.

—Allí, en el bosque —dice el granjero señalando con la barbilla.

—¿Vamos, pues? Hacemos lo que Julie ha dicho…

—Es que… —empieza el granjero, incómodo— hemos cambiado un poco las condiciones de la venta.

—¡Ah! ¿Y en qué sentido? A favor nuestro, espero.

Los dos hombres ríen con astucia y se miran con ironía.

—Es encantador que las mujeres siempre tengan ganas de juerga —dice el tipo del ayuntamiento.

—Bueno, lo hemos pensado… —prosigue el granjero—. Al fin y al cabo, en este caso vosotros no habéis hecho nada. La mercancía la he encontrado yo, yo he telefoneado al ayuntamiento y allí me han dicho que hablara con vosotros. Pero resulta que el ayuntamiento también está interesado, y querría su parte. De manera que creemos que si os pagamos el transporte más un pequeño margen, ya está bien.

—El cincuenta por ciento por transportar la mercancía.

—No —interviene Turquet—, os damos el diez por ciento y punto final.

Stella le mira como si le desnudara. Como si hiciera saltar uno a uno los botones de su chaqueta, uno a uno los botones del pantalón, de la bragueta, y él se quedara en cueros delante de ella.

—¡Tú flipas, tío!

—¿Quién te crees que eres, niña?

—Se había dicho cincuenta-cincuenta y será cincuenta-cincuenta. Sino os planto aquí a los dos y os entendéis con otros…

Hace una pausa, justo el tiempo para que la información llegue a sus cerebros de cazurros.

—Pero esos otros no se enrollarán tan bien como nosotros. Me extrañaría que se conformaran con vuestro arreglillo. Los de Auxerre, por ejemplo…, no son tíos amables, precisamente. ¿Qué te voy a contar, tío?

Se dirige a Turquet y es como si amenazara a Ray Valenti con un cuchillo afilado.

—Esos otros ni se desplazarán siquiera. O bien os birlarán la mercancía y los papeles y os despellejarán vivos. Al fin y al cabo es verdad. Esos calderos, ¿de quién son? Dirán que ellos los dejaron aquí y que les corresponde recuperarlos. Y vosotros os quedaréis a dos velas.

Los dos hombres se miran de reojo. No habían previsto su reacción.

—La decisión es vuestra… Os doy diez minutos, lo que tardo en llegar al camión. Luego cargo o me voy.

Se toca el ala del sombrero con el índice, saluda y vuelve al campo. Silba a los perros para que se peguen a ella, no es el momento de que os alejéis, no nos separemos. Y tú, Costaud, no les pierdas de vista, no me fío.

No tiene tiempo de poner el pie en el estribo del camión, de abrir la portezuela, cuando oye una voz:

—¡Stella, Stella!

Se da la vuelta. Con cara de sorpresa.

Ellos le hacen gestos para que vuelva. Ella no se mueve. Si quieren hablar, que vengan. Les espera con las manos en los bolsillos de su mono naranja, apoyada en el camión. Saca unas galletas, se las tira a los perros que saltan para atraparlas, ladran y tropiezan entre sí.

Los dos hombres se acercan, con la cabeza gacha. Turquet avanza despacio, está furioso y va con el freno puesto.

—¿Habéis cambiado de opinión? —pregunta ella mirando al granjero.

—Bueno, es que…

Stella espera la explicación. En lugar de hablar mira hacia un lado y mete la mano en la cremallera del peto. Lleva un gran lápiz de carpintero en el bolsillo izquierdo de la pechera. Turquet, por su parte, se mira los pies con mala cara.

—Yo también he cambiado de opinión —dice Stella.

Saca el libro de facturas de la guantera del camión, un Bic y garabatea dos cifras, «60, 40», y le da el papel al granjero.

—Sesenta para Courtois, cuarenta para ti. Así aprenderás. La próxima vez, mantendrás tu palabra. Y se me olvidaba: te pagarán cuando lo hayan pesado. A veces hay menos…

—O más —dice el hombre que intenta salvar la cara con una broma.

—¡Eso ni lo sueñes!

El granjero firma, con la cabeza baja.

—¡Devuélveme mi Bic! —ordena Stella—. Y no vuelvas a montar este numerito, ¿entendido? Los Courtois no son unos blandengues. Son tan duros como cualquiera. Métetelo en la cabeza.

Turquet retrocede, pisotea con fuerza los terrones helados. Escupe insultos: guarra, ya te pillaré, guarra, uno de estos días te daré una paliza, no creas que vas a salirte con la tuya.

—¿Algún problema, señor Turquet?

—No te pases de lista. Me las pagarás. Te joderé. Te daré por el culo pero bien.

—¡Retíralo!

Stella le dice en voz muy baja ataca a Toutmiel, que se lanza sobre Turquet, se aferra a sus pantorrillas e inmediatamente los otros dos perros le imitan, le desestabilizan y le hacen tropezar.

Turquet cae al suelo, grita: ¡puta, sujeta a tus perros, guarra! ¡Sujeta a tus perros! Stella dobla el papel firmado por el granjero, se lo guarda en el bolsillo delantero del mono. Avanza hacia Turquet, le pone el pie sobre el pecho, ordena a los perros que se aparten. Los animales retroceden, pero sin dejar de mirar al hombre. Gruñen, listos para lanzarse sobre él si hace ademán de moverse.

—¡No vuelvas a hablarme así nunca más! ¿Me oyes? Nunca más. ¿Y sabes por qué?

Turquet forcejea, intenta levantarse, se niega a mirarla. Ella le obliga a volver la cabeza con la punta de la bota y le mira fijamente.

—Porque yo soy una princesa. ¿No lo sabías? Pues ahora ya lo sabes. Y lo sabes tan bien que vas a decírmelo mirándome a los ojos, basura.

—¡Que te den!

—¿Quieres que les dé una orden a mis perros? ¿Una simple palabrita?

Los tres perros esperan únicamente una señal de su ama. Sus ojos van de Turquet a Stella, pendientes de la orden que les permita lanzarse contra él. Ella aplasta con el pie el pecho del hombre que se ahoga, tose, escupe.

—Me vengaré. Ya verás…

—Me muero de miedo. ¿Qué? Estoy esperando…

—¡Te daré por el culo, puta asquerosa!

—¡Toutmiel, Costaud, Cabot!

Los perros se lanzan contra él gruñendo y enseñando los colmillos. El granjero observa la escena, asustado.

—¡Páralos! ¡Páralos! —grita levantando los brazos.

—Bastaría con que él tuviera a bien decir ciertas palabras. Eso lo cambiaría todo —suspira Stella.

—¡Eres una princesa! ¡Eres una princesa! —grita Turquet, forcejeando.

Stella silba a los perros, que vuelven a tumbarse a sus pies. Espera que Turquet se levante y le señala la carretera.

—Tú te largas ahora mismo…, al otro le sigo con el camión hasta la mercancía.

El hombre se incorpora, se sacude la ropa, se dirige hacia su coche. Stella ve entonces el móvil de Turquet en el suelo. Pone el pie encima, aprieta como si apagara un cigarrillo y aplasta el aparato que suena a chatarra barata.

—¡No te lo pagarían muy bien como material de desguace! —dice sonriendo.

El granjero balbucea:

—¿Yo qué hago ahora?

—Conduces y yo te sigo…

Ella vuelve a subir al camión, le da al contacto. Telefonea a Julie.

—Asunto arreglado. Ya te contaré. Ha firmado. Sesenta para nosotros, cuarenta para él. Y te prometo que no volverá a buscarnos las cosquillas nunca más y que hará correr la voz.

—¡No puede ser! —exclama Julie—. ¿Lo has conseguido? ¿De verdad? ¡Eres fabulosa!

—Normal. Soy una princesa…

Cuelga, coloca el camión detrás del granjero. Vuelve a sonar su móvil. Se sobresalta. Un compás de armónica. La música de El bueno, el feo y el malo. La melodía de Adrian. Sus manos se aferran al volante.

No descuelga. Quiere reservar fuerzas por si el granjero se planta. El móvil vuelve a sonar. Él le ha dejado un mensaje.

Lo escuchará cuando haya cargado la mercancía.

Al cabo de un rato va a aparcar junto a la fábrica abandonada. Antes, en Chartier fabricaban material de oficina. Mesas, estanterías, armarios e incluso bancos para colegios y pupitres para los alumnos. La fábrica tenía unos cincuenta trabajadores. A mediodía sacaban las fiambreras y se oían sus risas y sus bromas. Y los tapones de sidra que saltaban.

Hoy en día, la fábrica ya no tiene nombre. El viento y la lluvia han lavado el viejo cartel ESTABLECIMIENTOS CHARTIER, y se adivinan las letras bajo la pintura verde desconchada. La gente de la zona dice simplemente «la fábrica abandonada».

Hoy en día solo hay neumáticos viejos, armazones de estanterías, mesas metálicas que Julie no ha recogido todavía, y que se amontonan en el patio. Los cristales están rotos y se han llevado las sobrepuertas de chapa ondulada de los garajes. Quedan pedazos de metal quemados con soplete sobre el suelo agrietado, y viguetas oxidadas.

Stella apaga el motor y deja caer la cabeza sobre el volante.

No ha temblado ante Turquet.

Misión cumplida.

Escucha el mensaje de Adrian.

Las palabras de Adrian…

«Princesa mía, doy vueltas y más vueltas, te busco por todas partes, necesito tocarte, esto tiene que terminar, me vuelvo loco, me convierto en un animal. Quiero tu piel, tus ojos de loba, tus brazos, tu olor, te abrazo, bésame».

Su mente viaja al pasado, busca el aliento del hombre en su cuello, la mano en su nuca, su boca que murmura palabras en una lengua que ella no conoce, palabras que raspan, la boca de Adrian sobre su piel, sus manos en su vientre, sus manos entre sus piernas… y la sangre de ella que bate cálida en sus venas. Su mirada que espera, que recula, que rechaza al hombre para mantenerse fuerte, para no rendirse, su mirada casi hostil aunque está impaciente por darlo todo. Y la voz de él que vuelve a empezar, me moriría, ¿me oyes?, me moriría si le ofreces a otro que no sea yo esta mirada de deseo. Él la amenaza y ella sabe que esa amenaza será deliciosa… Ella sabe que en el lugar donde se ha refugiado para escapar del peligro, él solo espera una cosa, volver a la granja y abrazarla.

A veces vuelve.

Pasa por el pasadizo subterráneo y se queda con ella toda la noche. Después vuelve a marcharse, de madrugada, y ella nunca sabe cuándo volverá a verle.

Ha aprendido a vivir así.

Veladamente.

La sombra de un hombre ha cambiado su vida.

A la hora de la comida, se reunirá con Tom. Le hará escuchar el final del mensaje. Adrian siempre incluye unas palabras para Tom. «Y esto es para Tom el intrépido…». O «para Tom el gentleman».

Se instalarán los dos en la cabina del camión, se quitarán los zapatos, se envolverán con una manta, sacarán sus bocadillos de unas bolsas de papel. Escucharán El Juego de los mil euros[11]. Fruncirán el ceño y arrugarán la nariz para contestar a las preguntas, con la boca llena.

Tom tocará «Hey Jude» con su armónica. Ella le grabará y se lo reenviará a Adrian. Dirá que he hecho progresos, ¿eh, Stella? ¿Crees que le gustará?

Y luego ella volverá a acompañarle hasta la puerta del colegio. No soy un niño pequeño, protestará él, para el camión delante.

Ella se inclinará y susurrará: hasta la tarde, cariño, vendré a buscarte a las cinco, me esperas dentro del colegio, sin salir, ¿me lo prometes?

Y se marchará con el miedo en el estómago.

No ha temblado ante Turquet.

A las cinco llega a la puerta del colegio.

Los chasis de coches, los calderos de la chocolatería y un arado viejo comprado a un granjero en el camino de vuelta están apilados en la parte de atrás del camión. Ha sido un buen día.

Ordena a los perros que se queden en el volquete y entra en la escuela. Busca a Tom con la mirada. La mata de cabello rubio, sus ojos azul metálico, la armónica pegada a los labios.

No le ve.

Y el espanto y el miedo vuelven a dejarla clavada en el suelo. Le arde la cara, imagina la represalia. Mira a todas partes y ya no ve nada.

Saluda a la maestra de su hijo. Le pregunta dónde está Tom.

—La estaba esperando, hace un momento estaba allí, bajo la marquesina del patio, hablando con Sébastien.

—¡Pues yo no le veo! —grita ella, asombrada de su propio tono de voz.

La maestra la mira, sorprendida.

—No se preocupe, debe de estar por aquí.

—Pero…

Ella se queda sin palabras. No le salen de la boca. Aprieta los puños, frunce el ceño para reprimir las lágrimas.

—Iré a mirar dentro —dice la maestra—, a lo mejor ha vuelto a su aula. No se asuste.

La mujer pone la mano sobre el brazo de Stella, que menea la cabeza para librarse de esa pesadilla.

—Es que…

Tiene la voz ronca, se atraganta, hace unos ruiditos que rechinan. Y luego se calla. Nunca sabe expresar sus miedos.

—Quédese aquí. Vuelvo enseguida.

Stella sale de la escuela, se apoya contra la pared. Golpea la pared con el talón de uno de sus zapatones y una vieja placa de yeso se desprende y cae convertida en polvo. Se rasca los antebrazos, los aprieta contra el pecho. Cierra los ojos. Escucha los latidos acelerados de su corazón, su respiración que se ahoga y le provoca jadeos. Suplica al cielo y a las estrellas. A la estrellita del firmamento que su madre le enseñaba. Esa es la más bonita, Stella. Tiene ocho puntas para cumplir todos tus deseos. Tienes derecho a ocho deseos por semana, uno cada día y dos el domingo. Es tu estrella de la buena suerte. Puedes contárselo todo. Mira el cielo, Stella, preciosa mía, mira el cielo, él te responderá.

Ella la creía.

Y luego, dejó de creerla.

Entorna los ojos para enviar su mensaje allá arriba: Dios mío, Dios mío, no toques a Tom. ¡A él no! Querría saltar, colgarse de la estrella de ocho puntas para estar segura de que la escuchan y, ya que es lo bastante estúpida como para creer en toda esa patraña, que le permitan vagar por su desgracia. Se sabe el camino de memoria.

Alguien le ha robado el sombrero al muñeco de nieve del patio de juegos, dice una señora que sale de la escuela, abrigada hasta arriba. Hoy en día lo roban todo, contesta otra. ¡Y pensar que era un barreño rojo de plástico de un euro veinticinco! ¡Te juro que no respetan ni eso!

—¡Señora Valenti!

—¿Sí? —dice ella con un susurro.

La maestra vuelve sujetando a Tom por el hombro.

—Estaba sentado en el suelo de su clase. Tocando la armónica.

Tom la mira sorprendido y le da la mano.

—Te estaba esperando —dice él, ofendido de que le hayan tomado por un desertor.

Ella suspira aliviada, se pone una mano en el pecho para calmar los latidos de su corazón. Abraza a Tom. Le da las gracias a la maestra.

—No tenías por qué asustarte… Me habías dicho dentro del colegio.

—Ya lo sé, cariño, ya lo sé. ¡Vámonos! ¡Ven! Tengo que volver al depósito y descargar el camión. A las seis cierran.

Con un gesto, con una mirada, recupera el control de su mundo, pone un pie en tierra firme, empuja a su hijo hacia delante, se inclina para aspirar su olor. Y una vez hecho eso, sube al camión y arranca.

Julie levanta la cabeza de sus cuentas y mira la hora. A las seis de la tarde los hombres dejan de trabajar, abandonan su puesto, van a ducharse al vestuario, se cambian, cuelgan el uniforme en su taquilla y vuelven a sus casas. Ella les oye llamarse, hablar de ir a tomar una copa, o bromear sobre la lotería de la noche, del partido de fútbol. Solo queda Jérôme en la recepción de los camiones. Ha terminado de llenar los formularios de las compras y las ventas de la jornada antes de llevárselos a Julie. Sabe que ella le espera. Ella hará balance de las existencias. Lo hace varias veces al día.

Julie oye pasos en la escalera que sube hasta su oficina. Pisadas contundentes de hombre en la estrecha escalera. Cuesta subirla. Hay que pararse para recuperar la respiración. Incluso los de la casa. Ese debe de ser Jérôme. Es lento, silencioso. Tiene la costumbre de entregarle los papeles amontonados, hace un comentario sobre el tiempo mientras ella verifica las cifras y luego se calla. No les hace falta hablar, se entienden, pertenecen a la misma familia, la de la chatarra, esa que todos despreciaban antes de que el precio de los metales subiera tanto. Hoy ya no lo consideran un oficio de muertos de hambre. Es muy rentable. Jérôme lo sabe. Reconoce que Julie lleva bien su negocio. Está orgulloso de trabajar para ella.

En otro tiempo había sido gruista. Un buen gruista, hábil y preciso. Y después había ganado la lotería. En 1998. Ocho millones de francos. Les había invitado a todos a la Madeleine, el local del señor Gauthier. Al primer piso. El restaurante elegante de Sens que aparecía en la guía Michelin roja con una estrella. Ellos se habían cepillado las uñas, el pelo, se pusieron una camisa blanca, una americana, una corbata. Se miraban, sorprendidos, casi no se reconocían. Tenían miedo de hablar demasiado alto. Habían pedido bebidas de aperitivo, aceitunas verdes y negras, patatas con sabor a gambas y salchichitas.

Él les había comunicado que dejaba la chatarra, no es que no os aprecie; es Jeanine, ella quiere tumbarse al sol, así que vamos a disfrutar un poco. Lo dijo con cierta mirada de pena. Él no tenía demasiadas ganas de ir a tumbarse bajo las palmeras. Había vuelto tres meses después, soltero y arruinado. Y casi calvo. La tristeza se la había comido el cabello. Jeanine se había encaprichado de un marino de pacotilla en San José de Costa Rica, y había desvalijado la cuenta común. Él nunca quiso presentar denuncia. Parecía que le tranquilizaba que todo su dinero hubiera desaparecido. Había vuelto a llamar a la puerta de la empresa Courtois. Julie no le había hecho ninguna pregunta. Le había vuelto a contratar. En la recepción de mercancías. Era un ascenso. Una responsabilidad. Un puesto de confianza.

Ella se levanta para encender la luz. Se está haciendo de noche. Va hacia la pared de vidrio, todavía se oyen retazos de conversación provenientes del vestuario. Ella les conoce a todos. Conoce a sus hijos, a sus mujeres. La situación de la familia. Algunos fueron al instituto con ella, a otros los había contratado su padre. Todos la llaman Jefa. Su padre se había encargado de que ella hiciera lo mismo que él. Que empezara de cero. Que aprendiera a triturar la chatarra, a conducir una camioneta, a manipular una grúa, a seleccionar los metales con enormes guantes negros, gruesos como las patas de un oso. Ella había llevado la misma bata, había trabajado con frío, bajo la lluvia, cargó camiones, aprendió a desbaratar las estratagemas de los clientes, a detectar las trampas en sus caras, a desarmarles con una sonrisa. No con una sonrisa de vampiresa, sino con una sonrisa pacífica de mujer que sabe, que conoce la cotización de los metales y sus fluctuaciones. Incluso los más astutos pierden pie cuando ella les sonríe. Es curioso, piensa Julie mientras ve encenderse a lo lejos las farolas de la carretera nacional y el centelleo de los faros amarillos, yo invierto toda mi dulzura, toda mi feminidad en mi trabajo, y no me guardo nada para mi vida privada. Ríe levemente, con tristeza, y recapacita, qué remedio, yo no tengo vida privada…, si tuviera un hombre delante no sabría qué hacer. Yo sé meter la cabeza en los montones de chatarra, descubrir esa pieza escondida que tiene más valor que las otras, pero no sé evaluar a los hombres, la opacidad de su corazón.

A ella le gusta su trabajo. Llega la primera por las mañanas y se pasea por el depósito, decide las toneladas que hay que seleccionar, los envíos de mercancía al extranjero, los camiones cuyo contenido irá a la trituradora. Toca los trozos fríos de metal como si acariciara la piel de un amante, recoge una tuerca plateada enorme, la limpia con la manga del jersey, se la mete en el bolsillo y le emociona notar cómo le golpea el muslo; a veces, al final de la jornada tiene moratones… A las siete cuarenta y cinco, prepara un café con bollos para sus hombres.

Ella, la Jefa.

Su padre es quien le transmitió la afición por la chatarra.

Ella creció viéndole trabajar. Él también llevaba un mono de trabajo. Su madre quería que Julie estudiara, yo quiero que mi hija vaya limpia, yo no quiero para ella un oficio de trapero. En cuanto su madre se daba la vuelta, su padre la llevaba al depósito. La sentaba en sus rodillas cuando maniobraba la enorme grúa azul y le enseñaba a subir y a bajar las palancas. A los catorce años, Julie levantaba coches accidentados con el extremo del largo brazo mecánico y los dejaba sobre la trituradora con un ruido atronador. Se echaba a reír, se le iluminaba la cara y gritaba: ¡otra vez, papá! Su padre, entusiasmado, la abrazaba.

Su padre…

A veces ella se pregunta si él había escogido ocuparse de los negocios con el extranjero porque ya no soportaba vivir en Saint-Chaland. Julie nunca supo qué había pasado exactamente. A veces, cuando surgen determinadas palabras, su madre aprieta los labios y su padre baja la cabeza. Una noche se habían peleado. Se enfrentaron encarnizadamente. ¿Crees que no lo sé, Edmond? ¡Aquí lo sabe todo el mundo! ¿Tengo cara de tonta yo? Su madre había puesto una maleta sobre el lecho conyugal y su padre trataba de retenerla: no te vayas, no te vayas, piensa en Julie.

Julie, escondida detrás de la puerta, no sabía qué pensar.

La puerta de su oficina se abre violentamente. Ella se asusta. Como si volviera a empezar aquella pelea entre su padre y su madre.

Hay un hombre de pie en el umbral.

Un hombre guapo, tieso, con pose altiva, moreno de piel, con una mirada sombría y penetrante, con las espaldas anchas y las piernas largas. Un hombre que lleva con orgullo sus sesenta años, que tensa los músculos de los brazos, del torso, del vientre. Un hombre con las sienes canas, los dientes bien puestos, un hombre seguro de sí mismo, de su peso en el mundo. Un hombre que te suelta un directo a la mandíbula sin inmutarse y que tiembla de ira. Un hombre espantoso, piensa Julie sin poder evitarlo, de esos que ponen la mano sobre el corazón para jurar que nunca serían capaces de cometer tales infamias, cuando conservan las manchas de sangre fresca de sus víctimas.

—¿Qué es toda esta historia de los calderos? ¿Por qué te has negado a pagar? ¿Ha sido otra vez esa imbécil de Stella?

—Buenos días, Ray…

—¡Hola! ¿Y?

—Cálmate.

—¡Te he hecho una pregunta!

—Ha sido cosa del granjero que no ha respetado lo que habíamos acordado. Stella no tiene nada que ver con esta historia.

—Turquet me lo ha contado. ¡Le ha echado los perros encima, habrían podido matarle!

—No exageres, que Turquet no es ningún infeliz. Ella se defendió, porque él la había provocado.

—¿Es que tú estabas presente?

—Ni tú tampoco, y tu colega no está muerto. Por cierto, ¿podrías decirme qué hacía allí?

—Nosotros también teníamos derecho a una parte.

—¿Y eso por qué? ¿Podrías explicármelo?

—Porque sí.

—¿Porque teníais aterrorizado al granjero? ¿Le habíais amenazado como hacéis siempre?

—Teníamos derecho y ya está.

—¿Para la caja de la asociación de bomberos? ¿Es eso? No me hagas reír…

—Es una participación, efectivamente.

—¿Un derecho de pernada?

—No te pases de lista.

—Te repito que Stella defendió MIS intereses y obedeció MIS instrucciones. Si has de tomarla con alguien, tómala conmigo. Yo me dedico a hacer mi trabajo y me niego a pagar una cuota a tu falsa asociación. ¡Ya deberías saberlo desde hace tiempo!

—¡Ten cuidado, Julie, ve con mucho cuidado!

—Ahora ten la amabilidad de marcharte, y si ves a Jérôme dile que suba.

Julie sabe que Ray Valenti se irá sin montar escándalo. Tiene miedo de su padre. Edmond Courtois versus Ray Valenti, el cartel de un antiguo combate. Ray Valenti había mordido el polvo. Ella no sabe cómo ni por qué. Su padre nunca habla de eso. Mientras su padre viva, Ray Valenti nunca irá contra ella. Esta tarde ha venido para representar su papel. Un gallo viejo que se desgañita, erguido sobre sus espolones. Para montar un numerito, para tener algo que contar a los amigos esta noche delante de una cerveza, dos cervezas, tres cervezas, en el bar de Gérard.

—¡Dile a tu amiga que no se saldrá con la suya así como así! ¡Ya recibirá lo suyo!

Julie le señala la salida con la mirada.

Él hace un ruido con las tripas, da un ostentoso manotazo al aire, abre la puerta y desaparece.

Julie le oye machacar los peldaños. Aplastarlos uno por uno con el talón. No puede nada contra ella; entonces, ¿por qué viene a pegar gritos? ¿Para no bajar la guardia? Si eso se supiera en Saint-Chaland perdería su prestigio.

Ojalá no se cruce con Stella.

Stella acaba de descargar las carrocerías de coches y los baldes de cobre, bajo el inmenso hangar. Buen material marca Dehillerin. Grandes calderos de cobre liso, dorado, soldado o repujado, con asas de latón o de hierro forjado, ollas hondas, cacerolas altas, cubas grandes, tapaderas, toda una batería de utensilios que antaño debían de brillar en las estanterías de la chocolatería Reynier. La brillantez y la arrogancia del cobre han desaparecido. Las piezas están negras, sucias. Suzon limpiaba sus cazuelas de cobre con una mezcla de harina, sal gruesa y vinagre. Las frotaba hasta que le dolían los brazos y conseguía devolverles su bonito color.

Boubou y Houcine le echan una mano a Stella. Cuentan las piezas alineadas y murmuran: ¡menudo botín! Sesenta-cuarenta, ¿cómo lo has hecho? ¡Está claro que tú no te arrugas, Stella! La miran y se secan la frente.

Luego Maurice encaja el portalón del hangar sobre los rieles, coloca una cadena gruesa, tres cerrojos, conecta la alarma. Stella le indica por señas a Tom que suba con ella al vestuario, ha de lavarse las manos. No tiene tiempo de ver el cuatro por cuatro de Ray que gira al final de la calle.

Stella deja el casco en el vestuario. Se pasa el cepillo frente al espejo. Al verse se sobresalta. Está pálida como una muerta. Se da golpecitos en las mejillas, se las pellizca, las frota. Que Tom no vea que tiene miedo. Lo que hace que la amenaza sea tan angustiosa es que sigue siendo vaga, imprecisa. Ella no sabe quién será la víctima, pero está segura de que él le echará la soga al cuello. Tropieza con la mirada de Tom en el espejo y sonríe débilmente. ¿Acaso lo sabe él?

Cuando regresa a la Chatarrería, vuelve a describir el incidente con el granjero.

—Deberías anotar la venta en el libro de contabilidad. Son capaces de denunciarte por trabajar en negro.

—Pronto ya no podrán —responde Julie—. Ya no se podrá pagar en efectivo, con dinero en mano.

—Sí, pero, de momento, ten cuidado. Ellos querrán vengarse. Deben de estar despotricando en el bar de Gérard, calentando motores. A esos tipos solo se les ocurren las cosas con una cerveza delante.

Las dos mujeres se sonríen.

Julie se despereza en su butaca. «I’m a candy girl» se arquea sobre su pecho. Stella le pasa un brazo sobre los hombros a Tom.

—Bueno… Nosotros nos vamos. ¡Hay que hacer deberes, entrar leña, hasta mañana!

Julie les hace un gesto con la mano y vuelve a concentrarse en su libro de contabilidad.

Ha dejado de nevar, la cocina está caldeada, Suzon ha entrado leña, ha llenado la estufa de troncos, ha dejado encima una sopa de hinojo y una cazuela de arroz con tomate. Tom levanta la tapadera, cierra los ojos, aspira el aroma a tomates frescos y albahaca.

—¿Todavía tienes miedo, Stella?

—¿Quién te ha dicho que tenía miedo?

—Has tenido miedo… todo el día.

Él no necesita preguntárselo para saberlo. Junta los labios sobre su armónica y oye el miedo. Su madre no anda del mismo modo cuando intuye el peligro. Ya no revolotea por el aire haciendo piruetas. Algo se bloquea en ella y la hace desvariar. La descompone, la debilita. Se acurruca, como una bola que teme a los puntapiés.

Stella suspira. ¡Le gustaría tanto evitárselo! Que Tom no conociera nunca la oleada del peligro. Stella sabe que primero tendrá que sufrirlo. El peligro gana siempre el primer asalto. Es una vieja costumbre entre él y ella.

Pone dos boles y dos platos sobre la mesa, corta dos rebanadas de pan, saca la jarra de agua, sirve la sopa.

—Yo, yo no tengo miedo —dice Tom—. ¡Tú no confías en mí! Deberías…

Ella sonríe.

—Tienes razón, cariño.

—Porque cuando empiezo a tener miedo, yo cojo un martillo grande y aplasto el miedo. ¡Te lo juro! Y digo: nada de miedo, nada de miedo, mientras me imagino que le doy golpes.

—¿Y eso funciona?

—La mar de bien.

—¿Te lo ha enseñado Adrian?

—Sí. Y también me ha dicho que me ocupe de ti.

—¡Y a mí me ha dicho que me ocupe de que hagas bien los deberes! Venga, termina de comer y te pones.

El miedo esperó a la noche para atacar.

Adoptó la voz de Amina.

Amina, aquella noche, estaba de guardia en urgencias del hospital de Sens. Telefoneó a las tres de la madrugada.

—Stella…

—Sí.

—Soy yo, Amina.

Y ella supo inmediatamente que esa era la voz de la desgracia. Se acurrucó bajo el refugio cálido del plumón. La oleada de la desgracia se abatía sobre ella, la doblegaba.

—Stella…, tienes que venir. Es urgente.

Ella apenas es capaz de sostener el teléfono pegado al oído. Le duele todo. Intenta defenderse, pero la marejada la aplasta, le corta la respiración, le parte la nariz, le agrieta los labios. Tiene la boca llena de sangre.

—Es tu madre. Está muy mal. No sé ni cómo ha tenido fuerzas para…

—Ya voy, voy enseguida.

—La he dejado a cargo del doctor Duré. Solo él puede protegerla…

—Oh —murmura apenas ella.

—¡Stella! ¿Me oyes?

Stella no se atreve a hacer la pregunta. Siempre la misma, la que le daba vueltas en la cabeza, de niña, cuando dejaba de oír ruidos en el dormitorio de sus padres. ¿Cómo está ella? ¿Cómo está?

Amina prosigue:

—Está realmente mal. Le han provocado un coma para poder ocuparse de ella. Ven enseguida…

—Voy.

Ella espera que Amina cuelgue.

—Y, Stella…, han encontrado un papel en el bolsillo de su vestido.

Stella frunce el ceño, se le llena la boca de lágrimas.

—¿Es que ha podido escribir algo?

—No sé si ha sido ella, está en letras grandes.

—¿Y qué pone?

—«100% Turquet».