Todas las tardes, a las seis, después de haber dejado a Tom en casa de Suzon y Georges, Stella aparca el camión en el parking del hospital, empuja las puertas batientes de la entrada, sube la escalera, llega al primer piso y se encuentra con su madre, Léonie Valenti, en la habitación 144, contigua al despacho del doctor Duré.
Stella ha instalado un pequeño aparato de alta fidelidad sobre la mesilla de noche y el montón de CD amenaza con caerse. Schubert, Schumann, Chopin, Bach, Purcell, Mozart, Beethoven. Su madre pide siempre nuevos CD que Stella saca de la biblioteca.
Cada tarde, Stella recoloca el montón, ¡cuidado, mamá, esto se va a caer! Léonie lleva el compás con un dedo frágil que asoma de un vendaje grueso. ¿Sabes?, cuando yo era pequeña tenía un piano. Lo tocaba, ay, no muy bien, eso está claro, pero era como sumergirme en un sueño. Yo me tomaba el piano muy en serio, tenía un metrónomo con una placa dorada, partituras, incluso tuve un profesor. Luego se marchó. Como todos los que había en casa. Siempre acababan marchándose.
Stella ahueca las almohadas, recoloca el cuerpo de su madre, le pone una servilleta alrededor del cuello y le da de comer como a un niño convaleciente.
—Si yo no viniera, te olvidarías de comer. Te he traído una compota de manzana que te ha hecho Suzon. Te manda un beso y Georges también.
Léonie siempre hace las mismas preguntas:
—¿Tom está bien? ¿Ha tenido buenas notas en el colegio? El colegio es importante. ¿Está en casa de Suzon y Georges? ¿Hace los deberes? Ellos son muy buenos. ¿Qué habríamos hecho sin ellos? Nunca nos han fallado. ¿Has visto?, el día se alarga, nos despedimos del invierno.
Y después se callaba, agotada por haber articulado esas cuatro frases.
Stella le cuenta cómo le ha ido el día, lo adorna con pequeñas peripecias, inventa que una gallina salvaje se ha escapado, una nueva frase que ha aprendido el loro Héctor, una chaladura de Grizzly, una gracia de Boubou y Houcine, un comentario de Julie que tiene muchas ganas de casarse: dime, Stella, ¿tú crees que en la palabra «casamiento» está implícita la palabra «viento»? ¡Porque yo necesito que me dé el aire!
Léonie escucha mientras le da de comer. Stella le seca la boca, le sirve un poco de agua en un vaso, lo acerca a los labios de su madre. Léonie parece un títere desarticulado. Tiene un ojo medio cerrado, dos pequeñas sujeciones metálicas en los dedos, rozaduras en el cuello, un collarín, la pierna derecha escayolada y apósitos en la frente.
—¿Estás mejor hoy? ¿Te duele menos?
—El doctor Duré es muy amable. Me cuida muy bien. Y Amina también. Asoma la cabeza en la habitación para ver si necesito algo, creo que me vigila.
Léonie suspira:
—Aquí me encuentro bien. Me gustaría quedarme para siempre.
—Pronto todo esto no será más que un mal recuerdo. No pienses en nada, mamá, descansa.
Léonie asiente. Hace un ruido raro con la garganta como si triturara tabas, un ruidito de mandíbula rota. Stella frunce el ceño. Su madre no hacía ese ruido antes de que la ingresaran. Tendrá que hablarlo con el doctor Duré.
—Estarás una buena temporada aquí, mamá, no te preocupes. Tienes una fractura de meseta tibial. Tienes para tres meses como mínimo, seguramente más.
«Inmovilización cruropédica, desde el pie hasta la parte superior del muslo, y prohibido apoyar la pierna durante tres meses», le había dicho el médico. «Puede haber complicaciones, flebitis, pseudoartrosis, consolidación viciosa, algodistrofia, que tal vez requieran una operación. Tendremos a su madre ingresada el tiempo que haga falta».
Ese fue el diagnóstico del doctor Duré.
Ella no tuvo que pedir, que suplicar, por favor, no la manden otra vez a casa, él la matará. ¿Es que el doctor lo sabía? ¿Amina había hablado con él? ¿Acaso él se avergonzaba de haber callado durante tanto tiempo? Esa es la pregunta que Stella se hace siempre. Tiene la impresión de que en Saint-Chaland lo sabe todo el mundo, pero todo el mundo prefiere ignorarlo. Incluso ella hay momentos en que prefiere olvidarlo.
—¿Estás segura, Stella, cariño? ¿Hará que me quede?
Todas las tardes, Léonie exige que su hija la tranquilice. Luego se deja caer sobre los almohadones y le pide el cuento del Conejo de Terciopelo.
—¿No quieres que cambiemos de libro, mamá? Estoy un poco harta, ¿sabes?
Léonie mueve levemente la cabeza.
—Una vez más. Y después, cambiaremos, te lo prometo.
—¡Siempre dices lo mismo!
—Esta vez es verdad. Búscame un libro que me guste. Un libro que acabe bien. Quiero oír una vez más el cuento del Conejo de Terciopelo y el Caballo de Cartón.
Stella coge el libro de Margery Williams y lo lee en voz alta. Su madre cierra los ojos y se deja acunar por la voz de su hija.
—Al principio no eres real —dice el Caballo de Cartón—. Es una cosa que te pasa. Si un niño te quiere durante mucho tiempo, no solo para jugar, sino de verdad, entonces te conviertes en real.
—¿Y eso duele? —pregunta el Conejo de Terciopelo.
—A veces —contesta el Caballo de Cartón, porque él siempre era sincero—. Pero cuando eres real no te importa sufrir.
—¿Pasa todo de golpe, como si te dieran cuerda, o poco a poco?
—No pasa todo de golpe —dice el Caballo de Cartón—. Te transformas poco a poco. Tardas mucho tiempo. Por eso no suele pasarles a los que se rompen fácilmente, o tienen los cantos afilados, o necesitan muchos cuidados. Generalmente, cuando te conviertes en real ya has perdido casi todo el pelo debido a tanto amor, y te cuelgan los ojos, estás descuajeringado y muy estropeado. Pero estas cosas no importan en absoluto, porque una vez que eres real ya no puedes ser feo, salvo quienes no lo entienden.
Aquella tarde, una vez más, se desliza una lágrima por las mejillas de Léonie.
—Siempre lloras en este pasaje, mamá.
—Pienso en Maese Cerezo. Me gustaría tenerlo aquí conmigo.
—Pero eso no puede ser. ¿Tú me ves llamando a la puerta de casa de Ray, y diciéndole: buenos días, vengo a buscar mi muñeco de peluche porque mi madre no puede dormir sin él, en el hospital donde la has enviado tú a fuerza de palizas?
—Ya lo sé, lo sé.
Pero Stella lee en su mirada: ve a buscármelo, Stella, ve a buscármelo.
—¿Y por qué le tienes tanto apego?
—Es mono y dulce, y además me quiere.
—¡Pero si es un oso de peluche!
Léonie se calla y desvía la mirada.
—¿Te lo regaló alguien? ¿Alguien a quien querías mucho? ¿Tienes un secreto? —dice Stella mientras le hace cosquillas en la palma de la mano.
—Tienes razón, no vayas, solo conseguirías recordarles que existe y serían capaces de tirarlo a la basura.
No es la primera vez que Léonie reclama el oso de peluche rojo que había sido de Stella.
—Y también podría ser que ya lo hubieran tirado a la basura después de tanto tiempo —dice Stella.
—¡No, no! Lo escondí debajo del fregadero con los productos de limpieza y los trapos.
No me extraña, piensa Stella, ellos te habían convertido en la fregona. Hacían caer un vaso de vino o una olla llena de salsa y te ordenaban que lo recogieras y lo limpiaras. Les divertía ver cómo te deslomabas a cuatro patas. Él se retorcía en la silla y si no ibas suficientemente rápido, te daba puntapiés. Fernande disfrutaba. Se rascaba los brazos y reía con sarcasmo. A veces, esa risita avinagrada le impedía respirar. Ya casi no se levantaba de la cama y había que transportarla hasta la mesa. Y una vez allí no se perdía una, colaboraba incluso, tiraba un tarro de mermelada con la punta del bastón, se partía de risa. Esa era su única distracción. Habían tenido que amputarle una pierna porque tenía necrosis. Nunca había querido hacer un tratamiento contra la diabetes. Opinaba que los médicos eran unos ladrones, conchabados con la Seguridad Social para ganar dinero. Tenía el talón infectado y la herida no había cicatrizado. Diabetes complicada con una arteritis, había diagnosticado el médico, tendremos que amputársela, señora Valenti. Ya no era más que una vieja achaparrada con cuatro canas tiesas, que daba órdenes y golpes con el bastón para que la obedecieran. Tú eras la criada con quien se desahogaban.
Pero Stella no dice nada, y sonríe convenientemente ante el atrevimiento de su madre.
—¡Debajo del fregadero! ¡Seguro que allí no lo encuentran!
Un destello de orgullo brilla en los ojos de Léonie.
—¿Ves como no soy tan tonta?
—No, mamá, tú no eres tonta.
—Aquí entiendo todo lo que me dicen.
—Mamá, por favor…
La mirada de Stella adquiere el brillo de la ira, ira contra quienes han convertido a su madre en un despojo humano. Le dan ganas de levantarse, e ir corriendo a buscar el peluche rojo bajo el fregadero. No dice nada, pero jura que encontrará el modo de colarse en el número 42 de la calle Éperviers.
Amina entra en la habitación y pregunta:
—¿Todo bien, chicas?
—Sí —dice Léonie—, es usted muy amable.
—Puede tutearme, señora Valenti. ¡Ya lleva aquí dos semanas! Ya debería decidirse. Vamos a pasar una temporada juntas, ¿sabe?
Stella le sonríe.
—Nunca te lo agradeceré bastante.
—Es muy fácil tratar con tu madre.
—¿A qué hora terminas?
—Dentro de un cuarto de hora.
—¿Puedo pasar a verte?
—Llama a la puerta del despacho. Tengo que clasificar unos historiales y luego me voy.
—Ok.
—Ah, me olvidaba, tu madre ya ha tomado la medicación esta tarde, no hace falta que le des nada, dormirá bien.
Amina le dedica una gran sonrisa a Léonie y vuelve a cerrar la puerta.
Stella aparta la bandeja de la cena, retira la servilleta del cuello de su madre, saca un cepillo del cajón de la mesilla de noche, le arregla el pelo, le da forma de corona delicada de color plateado, nácar, y le pone dos gotas de perfume detrás de las orejas.
—Estarás muy guapa para recibir a tus sueños. ¿Quieres ir al lavabo?
—No. Tengo sueño, creo que voy a dormir. Si necesito algo llamaré a la enfermera de noche. Es amable.
—¿Te pongo un poquito de Mozart?
Léonie asiente.
Stella rodea la mano de su madre con la suya y la acaricia resiguiendo las venas que le sobresalen de la piel. A Léonie no le estaba permitido tomar el sol. A Ray las mujeres morenas le parecían vulgares, mujeres fáciles que nadie respeta. Léonie suspira, feliz, serena. Se le cierran los ojos, su cuerpo se relaja, se sume en el sueño.
Desde que Stella se fue de casa, solo ve a su madre de lejos. Pasa delante del número 42 de la calle Éperviers con el camión y toca la bocina. Si Léonie está sola, aparta la cortina y sale al balcón. Se hacen señas, se envían besos. Cuando nació Tom, Stella le enseñó una pancarta donde había escrito: «Se llama Tom y es el bebé más guapo del mundo». Anteriormente había ido a enseñarle su vientre enorme. Léonie había aplaudido con cuidado de no hacer ruido.
—¿Has conseguido saber qué pasó la noche que la ingresaron? —le pregunta Stella a Amina—. Ella se niega a contármelo.
—Todavía es demasiado pronto. Está conmocionada, debió de ser brutal. ¿Quieres ver sus últimas radiografías?
—El doctor Duré me las ha enseñado.
—Lo bueno es que se quedará una buena temporada con nosotros. ¡Le costará curarla a ese otro irresponsable!
—¿Tú crees que el doctor lo sabía?
—Mira, Stella, aquí lo sabe todo el mundo, pero todo el mundo tiene miedo de Ray Valenti. Él y sus amigos tienen a la gente cogida por los huevos.
—Pero Duré…
—Es un hombre como los demás. Tiene mujer e hijos, igual tiene una amante, o ha hecho trampas a Hacienda, o tiene dinero en Suiza, o ha pagado cosas en negro, o la cagó en una operación o dos, yo no lo sé, digo lo primero que se me ocurre, pero Ray Valenti sí que lo sabe. Él huele los puntos débiles de las personas, detecta el miedo en sus ojos y le saca partido. Tiene amigos en todas partes, y él y sus colegas han montado un negocio comerciando con el miedo de la gente. En cuanto le ven, todos se echan a temblar. Hoy en día disfruta con eso, y no con esos bomboncitos que solía tirarse detrás del camión de bomberos. Y además, no olvides que es un héroe. ¡Un héroe nacional! La palabra de tu madre no tiene ningún valor contra la suya.
Stella se sabía el discurso de memoria. Cuando pasea por Saint-Chaland se cruza con las miradas de quienes saben pero callan. O prefieren decirle: ¿qué tal, Stella? ¿Todo bien? Cobardes. Son tan peligrosos como los verdugos. Le dan ganas de agarrarles del cuello y gritarles: ¿por qué me preguntáis eso si lo sabéis? ¿Y por qué no decís nada, no hacéis nada, y dejáis que suceda, de brazos cruzados y con los labios cosidos? Porque todos ellos conocen el martirio de Léonie Valenti. Es una ciudad pequeña y Ray Valenti está en todas partes. Ejerce su poder en silencio. La mayoría tiene asuntos con él y quienes están fuera de su tela de araña prefieren permanecer mudos.
—¿Tú cuándo lo supiste? —le pregunta a Amina.
—¿Recuerdas cuando íbamos al colegio…? No éramos amigas pero tú eras mi ídolo. Tan rubia, tan fina, tan reservada y yo seca, charlatana, y negra como el carbón.
Ella ríe.
—¡Carbón argelino! Yo no tenía muchas amigas, pero tú me gustabas. Te miraba de lejos, te espiaba, y enseguida comprendí que había algo que no iba bien. Siempre estabas alerta y saltabas en cuanto alguien te rozaba. Lo mejor era no acercarse a ti, salvo esa bocazas de Violette y la valiente de Julie. Ellas sí tenían derecho. Yo, yo te observaba, copiaba tu sonrisa fugaz, esa mirada con la cabeza un poco gacha, copiaba las gomas que llevabas en el pelo, tu manera de andar. ¡Copiaba incluso tu melancolía! Me parecía tan elegante…
—¡Te lo estás inventando!
—No me lo invento, te lo cuento. Y luego un día, oí a un profesor hablando con un vigilante que se quejaba de tu comportamiento. Olvídalo, decía, ¡no tienes ni idea del infierno que vive esa cría! Hay que ayudarla, no hundirla todavía más. ¡Ya tiene bastante con lo que tiene en casa! Después empezaron a cuchichear y no pude oírles bien. Aquel día se me cayó el alma a los pies. Habían destrozado mi imagen perfecta. La imagen perfecta de la familia Valenti. Y, como soy curiosa, quise averiguar qué pasaba. Acumulé un montón de datos sobre los Valenti: la abuela, la madre, la hija, el padre. Ya sabes, todas esas historias que cuentan. Algunas son verdad y otras no. Me convertí en una experta. Y después me hice enfermera. Para mí fue algo extraordinario. Una promoción, como si me hubieran dado la Legión de honor. Un día que sabía que tu padre y tu abuela tenían hora en el hospital, fui a vuestra casa. Oh, hace mucho tiempo de eso, tú ya te habías ido, vivías en la granja… Llamé a la puerta de la calle Éperviers, 42. Me abrió tu madre. Iba en bata, una bata de algodón ajada y barata, y en zapatillas, sin calcetines. Tenía mechones de pelo pegados a la frente. Me miró con recelo.
—¿Qué quiere?
En aquel momento se oyeron unos gritos de niños en la calle y ella giró la cabeza. Vi que tenía un moretón en la mejilla izquierda. Una mancha violeta enorme. Y la ceja partida.
—Soy una amiga de Stella…
Cuando ella oyó tu nombre, abrió la puerta de par en par. ¡Era tan guapa aún! Rubia, alta, delgada, con los mismos ojos que tú, y con una elegancia de otra época.
Me hizo pasar a la cocina. Todavía había dos tazas de café, mantequilla y tarros de mermelada. El mantel de cuadros estaba lleno de manchas. Ella puso un paño encima para taparlas.
—Acaban de irse. Si quería ver a mi marido…
—No, la venía a ver a usted.
—¿Mi marido sabe que está aquí?
—No.
—¿Él no sabe que está aquí? —repitió, aterrada.
—Soy amiga de Stella, no tenga miedo de mí.
—¿Stella le ha dicho que viniera?
—No. Ella no lo sabe.
—¡Entonces… váyase! ¡Váyase! Se lo pido por favor, no deben encontrarla aquí.
Me empujó hacia la puerta. Con las dos manos. El miedo le daba una fuerza espantosa. Tenía la cara crispada, soplaba, con una mueca terrible, y le temblaba todo el cuerpo. ¿Quién era yo para imponerle mi ayuda, mi valiosa ayuda? Antes de que cerrara, pregunté:
—Él le pega, ¿verdad, señora Valenti? Usted necesita ayuda.
Instintivamente, ella levantó el codo para esconder la mejilla izquierda y, a través de la bata, le vi marcas de otros golpes en los brazos, grandes cardenales que manchaban su piel blanca.
—¿Siempre está encerrada aquí?
—No estoy encerrada, puedo salir.
—¿Usted le quiere?
—¿Cree que me quedaría si no le quisiera?
—¿Ya come usted bien?
—Él maneja poco dinero. Es su madre quien tiene la llave de la caja.
—¿Por qué?
—¿Y yo qué sé? Eso es asunto de él. Yo no trabajo, no sirvo para nada. Y además, ¿a usted qué más le da?
Yo intenté ponerle una mano en el hombro, para decirle que podía contar conmigo, que no la abandonaría. Ella dio un paso atrás.
—No soy una buena persona. Solo mi hija cree que valgo algo.
—Yo la ayudaré.
—No necesito que me ayuden… Déjeme.
—Volveré a venir a verla.
—No quiero su compasión. Sé que todo esto es culpa mía. Váyase, váyase, no quiero volver a verla.
Se echó a llorar y juntó ambas manos, mientras me repetía que tenía que irme, que para ella ya era demasiado tarde.
A partir de ese día sentí que tenía una misión. Debía salvar a tu madre. Algo difícil porque ella prácticamente ya no salía de casa. Cuando la madre y el hijo venían al hospital, el hijo con la madre en brazos, yo salía corriendo, en cuanto podía, hacia la calle Éperviers. Ella ya no abría. Intenté informarme, quise saber quién era realmente Ray Valenti, y comprendí que había dado con una tela de araña. Valenti tenía amigos en todas partes, en el ayuntamiento, en la subprefectura, en la policía, ¡incluso en el hospital! No me rendí, pero dejé de ir a verla.
—¿Fuiste tú quien convenció a Duré de tenerla aquí?
—Sí.
—¿Esa historia de la meseta tibial es un invento suyo o es verdad?
—Es un comodín —dice Amina con una leve sonrisa—. No quiero traicionarle, él también se arriesga.
—Y esa nota, ya sabes, «100% Turquet», me la he guardado. ¿Tú crees que fue Turquet quien le pegó?
—No lo sé. Ella no habla. Se deja curar, descansa y eso es lo principal. Ella nunca ha dicho nada, Stella, hay que darle tiempo para que comprenda que puede contarlo sin arriesgarse a lo peor.
—Tienes razón. Si es Turquet, Ray le dejó hacer. Yo le había provocado aquella tarde. Es culpa mía.
—Tú no podías imaginar que se vengaría con tu madre.
—Creí que iría contra mí.
—No es culpa tuya, Stella. Hace mucho tiempo que las cosas son así, tú no tienes nada que ver.
—No estoy tan segura. Es espantoso, Amina. En cuanto me rebelo, me castigan. No puedo hacer nada. Han podido con mi madre. Han podido con Adrian. Y van a por mí también. Pero no lo conseguirán.
Él nunca me ha tenido, piensa Stella, cuando sale del parking del hospital y pone el intermitente.
Aunque…
Aunque yo era demasiado débil físicamente para defenderme. Él podía hacer lo que quisiera con mi cuerpo, yo me encerraba en mi mente para que él no entrara.
Todas las noches, desde los quince años, quise morirme.
Pero en cuanto él se había marchado de mi habitación, me recuperaba, no podía morir porque eso suponía abandonarla a ella. Yo no lloraba. Imaginaba modos de defenderme, de salvarnos a ella y a mí. Metía notas, que yo creía anónimas, en los buzones del edificio. Escribía en mayúsculas RAY VALENTI ES UN CERDO. RAY VALENTI ENTRA EN LA HABITACIÓN DE LAS NIÑAS DE NOCHE. RAY VALENTI NO ES UN HÉROE. Pero en el edificio solo había colegas de Ray Valenti, bomberos que tomaban copas con él en el local de Gérard y lo único que yo conseguía eran golpes, de noche.
Y trataba de entender cómo había pasado todo aquello.
Stella se decía: esto es un rompecabezas. Tengo que reconstruir el asunto como en una novela policíaca. ¿Por qué mamá se ha dejado hacer? ¿Por qué me ha entregado con ella? ¿Qué rompió el mecanismo, el mecanismo de la supervivencia, el rechazo de la inmundicia?
Cuando era adolescente interrogaba a Suzon, interrogaba a Georges. Ellos habían trabajado durante mucho tiempo al servicio de su abuelo, Jules de Bourrachard. Suzon en la cocina, Georges, como chico para todo. Suzon apenas tenía dieciséis años cuando la habían contratado. Léonie acababa de nacer. Suzon la había criado, limpiado, alimentado. Ella había dejado la quinta cuando murió Jules. Se había marchado con Georges para instalarse en la granja, esa granja que Jules les había dejado en su testamento, como agradecimiento por haber servido tan bien a su familia.
¿Por qué es malo Ray?, preguntaba Stella sin atreverse a decir otra cosa. Georges no contestaba. Ella insistía: ¿por qué? ¿Por qué? Entonces él suspiraba y decía: depende de ti decidir si quieres ser feliz o no. Si decides ser feliz, serás la más fuerte. Si decides resistir, un día ganarás. Hay quien prefiere hacer el papel de víctima y otros que deciden salir adelante a pesar de todo. A macha martillo.
Stella no estaba segura de que ese fuera su caso.
Cuando Ray entraba en su habitación, de noche, cuando había tormenta y el ruido de los truenos silenciaba sus gritos, ella no era más que un cuerpecito tembloroso que él manipulaba, y se decía: me volveré loca, quiero morirme.
Fue entonces cuando había dejado de llamarle papá.
Después de la primera noche en la que le había oído empujar la puerta de su dormitorio.
—¿Mamá está enferma? —había preguntado ella al abrir los ojos—. ¿Le ha pasado algo a mamá?
—Qué va, boba…
Él tenía una vocecita dulce, melosa, una voz que ella no había oído nunca.
—¿Te vas a un servicio? ¿Quieres que te prepare un tentempié?
Siempre había que hacerle un tentempié cuando iba a un incendio o a rescatar cuerpos después de un accidente en la autopista. El peligro da hambre, decía él. Y obligaba a su madre a levantarse en plena noche para prepararle un refrigerio de jamón y pepinillos. No te olvides de los pepinillos, si no…, y la amenazaba con la mano levantada.
—No, claro que no, venga, túmbate, déjame a mí.
Él le había metido la mano en la chaqueta del pijama y le había pegado la otra a la boca. Sus dedos le entraron en la boca, sus ojos se acercaron, ojos agrandados por un resplandor demente. También le acercó la boca y siguió hablando con esa voz empalagosa:
—La próxima vez te pones un camisón bonito, ¿vale? Yo te lo compraré. Un camisón bonito para que Ray pueda divertirse contigo. ¿No quieres que nos divirtamos? Yo sé juegos muy graciosos.
—Papá, déjame, por favor, estaba durmiendo…
—Venga, no te hagas la estrecha. Ya verás qué gusto, verás cómo te gustará mucho incluso, a todas las mujeres les gusta, yo seré el primero y luego me lo agradecerás… Ahora ya eres mayor, tienes quince años, ¡no me digas que no has jugado nunca a médicos con un chico!
Bajó la mano, la puso sobre su vientre, lo acarició, ¡ay la barriguita qué suave, qué tierna, me la comeré! Con la otra mano le desabrochó los botones del pijama, se la pasó por las rodillas, le separó las piernas, le agarró el sexo.
—¡No! —había gritado ella—. Papá, no hagas eso…
—¡No grites! ¡No soporto los gritos!
—¡Papá! —había vuelto a gritar ella.
Su madre la oiría. Su madre se levantaría. Su madre la defendería.
—¡Que te calles! ¡Mierda de mujeres! ¡Siempre lloriqueando! ¡Siempre quejándose!
—Papá… —había vuelto a decir mientras tensaba el cuerpo para que él no la penetrara, resistiéndose con todas sus fuerzas.
—¡Venga, deja de jorobar! Al fin y al cabo yo no soy tu padre. Yo también tengo derecho.
—Pero papá…
—¡Que no soy tu padre! ¿Lo has entendido o quieres que te haga un dibujo?
Y sus dedos, como zarpas metálicas, le desgarraron los muslos.
—¿Crees que no te he visto mover las caderas cuando estoy delante, putita? ¡Tú me buscabas, puta, pues vale, ya estoy aquí! Y basta de estupideces… No montes un drama.
Y como ella seguía resistiéndose, él le había pegado en la nariz, en la boca, y ella había levantado los brazos para protegerse y él había aprovechado para penetrarla de golpe.
Ella había creído que un cuchillo le abría el vientre.
Ella nunca había vuelto a llamarle papá.
¿Cómo había conseguido seguir viviendo, levantarse por las mañanas, ir al colegio, hacer los deberes, hablar con Violette y con Julie sin confesar nunca nada?
Aquella mañana, su madre no le había dado un beso, había mantenido la cabeza gacha, atareada con el desayuno, dando vueltas y vueltas por la cocina, con la cafetera en la mano, incapaz de estarse quieta.
Ella se había ido al colegio. A cada paso que daba notaba el cuchillo en el vientre. Había ido a clase de historia, a clase de inglés, a clase de ciencias naturales. Había apuntado los deberes en su cuaderno, contestado al profesor. Había comido macarrones gratinados en el comedor, se bebió una naranjada. Sorprendida de seguir viva.
Pero su mente no olvidó.
Había seguido adelante. Ese era el gran misterio.
Había querido castigar a su cuerpo.
Se estiraba el pelo. Se lo pegaba a la cabeza con pasadores, se lo ataba con gomas. Se cortaba las pestañas con cortaúñas. Se mordía los labios hasta que le salía sangre y se le hacían costras. Se roía las uñas. Masticaba la comida, no se la tragaba. Escupía los trozos en la mano y se los metía en el bolsillo. No quería tener pecho, no quería tener nalgas, no quería tener sexo, no quería tener nada que atrajera las manos de Ray. Quería ser casi transparente. Un saco de huesos no atrae a nadie, ¿verdad?
Agotaba su cuerpo. Corría como una loca. Decía que quería apuntarse al maratón. Suzon suspiraba, cuando alguien corre así es que quiere huir de algo, ¿no?
Suzon y Georges dejaban siempre abierta la puerta de la granja. Una nave enorme con diversos espacios. A veces, por la noche, Stella se escapaba en bicicleta y se iba a dormir con los burros o en los árboles. Se había fijado en uno con las ramas anchas y había construido una plataforma donde se acurrucaba de noche. Sola, bajo las estrellas, dormía tranquila. Él no la encontraría. Empujaría la puerta del dormitorio y comprobaría que la cama estaba vacía, y se vengaría una noche de tormenta, pero ella acumulaba fuerzas para esa noche en aquel árbol enorme. A veces, hacía tanto frío que tenía la sensación de que la piel se le encogía, se volvía tan fina como el papel de fumar que Georges liaba. ¿Por qué le había dicho: al fin y al cabo yo no soy tu padre, quieres que te haga un dibujo? ¿Era verdad? Con Ray no se sabía nunca. Era capaz de decir cualquier cosa. Para divertirse, para hacer daño. Pero entonces, si no es él, ¿quién es mi padre?
Ella escuchaba el viento, escuchaba los ruidos de la noche, contemplaba las estrellas, se dormía abrazada a su anorak rosa, con un gorro en la cabeza y calcetines gruesos en los pies. Cuando salía el sol, se marchaba otra vez en bicicleta, se cruzaba con Suzon y Georges que se levantaban muy temprano para ocuparse de los animales. Les hacía un gesto con la mano, sin pararse. Volvía a su casa, se sentaba para tomarse el desayuno, se topaba con la mirada de Ray y no desviaba la vista. ¡Baja los ojos si no quieres que te pegue!, vociferaba él.
Pero no le pegaba. Gritaba, pero no le pegaba. Ella le sostenía la mirada para calibrar su fuerza. Le dolían los ojos, pero aguantaba. A macha martillo, Georges tenía razón, soy yo quien decide ser víctima o no, marco los límites. Stella mantenía los ojos fijos en los ojos de él, y él reculaba.
Ella se bebía el café con leche y la cabeza le daba vueltas, ebria por aquella primera victoria. Un primer límite. Ella no necesitaba gritar, ni pegar, ni sacar un cuchillo.
Nunca lo habló con su madre.
Cuando estaban solas, se acurrucaban una en brazos de la otra. Se acariciaban el pelo, la punta de la nariz, se tocaban suavemente los brazos, intercambiaban besitos, se hacían cosquillas para oírse la risa, suspiraban, se abrazaban.
—Tú eres mi estrellita dorada, mi estrellita de la felicidad —decía Léonie mientras enrollaba con los dedos un mechón de cabello rubio, casi blanco, de Stella.
Un día en que ella había pasado la noche en el árbol, un día en el que se había llenado de la fuerza del árbol, había vuelto a casa, había extendido los brazos como ramas sólidas, y le había preguntado a su madre:
—¿Cómo lo haces para no gritar nunca? ¿Para no marcharte?
—Porque te tengo. Tú eres mi pequeño y mi gran amor…
—¿Por qué se casó contigo?
—Creyó que se casaba con una chica estupenda pero le engañaron con la mercancía.
—¡Pero si tú eres una mujer estupenda!
Su madre meneó la cabeza sonriendo. Su cabello de bebé rubio le enmarcaba la cara, y decía no, no, yo no soy una mujer estupenda.
—Entonces él no sabe nada del amor…
—O no lo ve como yo. Hay muchas maneras de ver el amor.
—Pero el amor requiere un corazón. Él no tiene corazón.
Stella hablaba como si estuviera completamente sola. Hablaba en voz alta para oírse, para convencerse de que no soñaba. Porque a veces se decía que aquello era una pesadilla, que se despertaría, y no quería que fuera una pesadilla, quería que fuera verdad, para poder luchar contra la realidad. Porque contra un fantasma no luchas, ¿verdad?
¿El deseo es poseer al otro, incluso por la fuerza? —preguntaba Stella—. ¿Como los burros con las burras? ¿Eso es lo que llaman hacer el amor?
—No. Antes de hacer el amor hay muchas otras cosas. Ternura, sonrisas, risas, susurros, caricias…, no es solo el sexo, la piel, el sudor, es muy complicado explicarte todo esto, cariñito.
—¡Pero tú lo sabes! Te explicas muy bien.
—Yo no sé nada de nada. Creí saberlo, hace mucho tiempo. Siempre imaginaba cosas que no pasaron nunca. Como si viviera al margen de la vida. No debo de ser normal. Estoy un poco toc-toc. Tiene razón Ray. No debes fiarte solo de las apariencias, cariño, a veces él tiene razón y se equivoca también, pero tiene derecho a castigarme.
Aquel día, Stella había comprendido que pegar a alguien no era el único modo de destrozarle.
Ella quería que su madre se callara, le había puesto la mano encima de la boca para parar toda esa tristeza que salía de allí.
Escuchaba a Violette y Julie. Se preguntaba si ellas también conocían el cuchillo en el vientre de noche. Miraba a sus padres. Les miraba fijamente a los ojos para ver si recularían.
Ellos no reculaban.
Es más, el señor Courtois, extrañado de su osadía y su mirada fría e implacable, la interrogaba en silencio, la empujaba a hablar, y ella recordaba la promesa muda que le había hecho una tarde. Le había dicho sí con los ojos. Sí, le prometo que él a mí no me hará daño, yo me defenderé, no me dejaré aplastar.
Ella bajaba los ojos ante el señor Courtois.
Había escondido un tenedor debajo de la almohada y cuando Ray se acercaba le amenazaba: ¡si me tocas, te clavo el tenedor en el ojo! Él se echaba a reír, le arrancaba el tenedor y lo tiraba al suelo.
Entonces, ella había escondido una navaja. Una navaja abierta, lista para usar. Pero él era astuto, le sujetaba un brazo y rebuscaba bajo la almohada antes de tumbarse encima de ella.
Ella lo volvía a hacer.
Para castigarla, una noche, él le había pegado con todas sus fuerzas. Su codo se levantaba y volvía a bajar, formaba una V en la oscuridad, te voy a dar una buena paliza y te prometo que se te quitarán las ganas de jugar al soldadito valiente. Él pegaba, pegaba, ella apretaba los dientes, trataba de mantener la cabeza erguida. Fue esa noche cuando le reventó el tímpano izquierdo. Luego el derecho. Ella dejó de oír. Los golpes resonaban en su cuerpo, pero no los oía. Se había quedado encerrada en una bola de algodón. Todo se había vuelto silencioso. Veía moverse la boca de Ray, sus mandíbulas desencajarse, pero ya no oía nada y aquello casi le había parecido divertido. Se había echado a reír de forma descontrolada y la ira de Ray se había multiplicado, levantaba el codo, le pegaba y, como ella se sujetaba las orejas, él le había pegado más y más allí. Pam, pam, ella oía los golpes en su interior, golpes sordos de tambor grave, pero en el exterior nada.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, no había ningún ruido. Ella golpeaba el tazón con la cuchara, nada. Veía las bocas que se movían, pero sin sonido.
Pronto ya no oiré nada en absoluto, se había dicho.
Fue así como aprendió a leer los labios.
Porque aquello había durado una buena temporada.
Había dejado de ir a clase.
El médico del colegio la había examinado, perplejo.
—Puede ser un accidente relacionado con el desarrollo físico. ¿Desde cuándo tienes la regla? —le había preguntado moviendo los labios de forma grotesca.
Ella se había echado a reír.
—Tienes que volver al colegio, yo hablaré con tus profesores.
Y los profesores se esforzaban en hablarle despacio, nadie se atrevía a reír delante de ella.
Como si supieran que no había motivo para reír.
Julie le pasaba las lecciones. Al principio Stella las leía, pero luego se dijo que no valía la pena, que ya lo había entendido todo en clase. Violette defendía que lo hacía ex profeso para hacerse la interesante. ¿Crees que siendo misteriosa atraerás a los chicos? ¡Pues la pifias completamente, mejor sería que te rellenaras las tetas, parecen cacahuetes! Los chicos prefieren unas buenas delanteras, redondas y firmes.
—¡Me importan un pito los chicos! —replicaba ella.
Y cuando Violette y Julie grababan un corazón con su nombre en la corteza de un árbol y dejaban espacio en blanco para que un chico lo llenara con sus iniciales, Stella se decía que no habían entendido nada, que eran tontas, que no necesitaban las iniciales de nadie para llenar sus vidas.
En los guateques se negaba a que los chicos le pusieran la mano encima. O la boca. Les imaginaba como babosas repugnantes y babeantes. No despegaba la espalda de la pared, con los puños apretados y un vestido roñoso porque Ray se negaba a darle dinero a su madre para que le comprara ropa.
De todos modos, no tenía suficiente pecho para gustarles a los chicos y eso ya le iba bien.
También le iba bien ser sorda, curiosamente.
Solo oía lo que le convenía oír, y por más que la gente abriera los labios hasta rasgarse las comisuras, ella se parapetaba tras un silencio hostil.
—¡Agradéceselo a tu padre! —había dicho el señor Avril haciendo muecas con la boca como un payaso—. Fue él quien insistió para que te contratara en prácticas. No todo el mundo le daría trabajo a una sorda, ¿eh, Ray?
Ella tenía dieciséis años, estaba en segundo y tenía que hacer una semana de prácticas en una empresa. El señor Avril tenía un negocio de carpintería industrial. Fabricaba puertas y ventanas, y era miembro del consejo municipal, como Ray.
—Sí, dale las gracias a tu papá —había repetido Ray con su sonrisa de benefactor que rescata a niñitos del fuego.
Él había extendido los brazos y la había retenido pegada a la cadera. La pellizcaba para que sonriera y diera las gracias.
Tenía que hacer el papel de hija agradecida.
De hija normal y agradecida.
Ellos solo eran una familia normal cuando salían. Cuando iban a ver los fuegos artificiales del 14 de Julio o al baile de los bomberos que los precedía. Porque entonces, Ray se ponía su disfraz de buen hombre. Bailaba con su mujer, la llevaba del brazo, le daba la mano a su hija, hacía el papel de marido y de padre modelo.
Ella se negaba a ser una hija modelo.
Ella prefería volverse fea.
Ella se concentraba en su proyecto.
En la frase de Georges, tú decides si quieres ser feliz o no…, y en los golpes de martillo. Contaba los martillazos.
Una tarde que estaba en casa de Georges y Suzon viendo una película antigua en la tele, Jules et Jim, se había fijado en la actriz vestida de hombre. Con un jersey grueso de hombre, un pantalón de hombre y unos zapatones. Corría sujetándose el pantalón con las dos manos. Llevaba un bigote pintado con carboncillo y se había escondido el pelo debajo de una gorra… Aquella tarde, Stella le había pedido a Georges que le prestara un jersey viejo, una gorra y un pantalón. ¿Quieres parecerte a Jeanne Moreau?, le había dicho él mientras rebuscaba en su armario.
Georges no había intentado saber el motivo.
Aquella tarde, si él le hubiera hecho una pregunta, Stella se lo habría dicho. Tenía en la cabeza la risa de Jeanne Moreau, el mohín de Jeanne Moreau. Ella no tenía miedo. Ella hacía que los hombres bailaran a su son. Ella imponía la ley.
Y se vestía de hombre.
Cuando en el colegio le preguntaban por qué esa ropa de hombre, ella hablaba de la película. Y añadía: es la historia de una chica que no se deja manipular y que marca los límites.
La gente nunca iba más allá. Cambiaban de tema y decían: así que tienes buenas notas, ¿estás contenta? ¿Has visto qué tiempo hace?
Les daba vergüenza ser tan cobardes.
Ella jugaba con esa vergüenza. Llegaba tarde a clase, iba a sentarse en la primera fila, tiraba la mochila sobre el pupitre. Dibujaba mientras el profesor hablaba. Ponía los pies encima de la mesa en el comedor. Iba a los lavabos de los chicos. Fumaba en el recreo. Les provocaba. Ellos se callaban, se daban la vuelta. Entonces ella se volvía astuta, casi maligna. Gruñía, forcejeaba si querían tocarla. Y por la noche se dormía haciendo planes. Imaginaba todo lo que haría para vengarse, lo convertía en imágenes, en una película que se pasaba repetidamente y que siempre terminaba bien. Ese día llegará, tengo que estar preparada. Se daba ánimos, no sabes cómo será esa oportunidad, pero has de cogerla al vuelo. Con las manos, con los dientes, con un cabezazo. Tienes que prepararte. Como una atleta. No apoltronarte. Has de pensar en ello a todas horas… ¿Vale?
Vale.
Ese día ha llegado por fin.
Léonie está a salvo. Habitación 144. Durante una buena temporada.
Ray está en casa, ocupado cuidando a su madre, convertida en un muñón. Pronto habrá que amputarle la otra pierna.
El doctor Duré la apoya. Amina también. Todo está en su sitio para los últimos martillazos.
Y de repente, cuando se desvía para adelantar a un camión en la carreterita de dos carriles que atraviesa el campo, le asalta una idea espantosa que la parte en dos.
¿Y si Amina mintiera? ¿Y si Amina estuviera del lado de Ray?
Y el doctor Duré…
¿Por qué un señor de su importancia se pondría en peligro para proteger a Léonie?
Tú sueñas, guapa. Y ya sabes que soñar es peligroso. «En la leche de los sueños siempre cae una mosca», le repite Georges. Leyó esa frase en Rustica, su periódico. Estaba escrita en letras doradas y adornaba el ejemplar de mayo. Él sabía un montón de frases de Rustica que se aprendía de memoria. Me gustan mucho, decía, las leo y luego reflexiono. Le doy vueltas todo el día.
Ella adelanta al camión, nota que se le acelera el corazón, vuelve a su carril y reduce. El miedo le nubla la vista. Ya no ve la carretera. ¿Por qué esos dos traicionarían a Ray? ¿Por qué? Eso no puede ser. La curan para devolvérsela a los Valenti en condiciones. Me lían… Le tiemblan los brazos, sus manos resbalan sobre el volante. El camionero que acaba de adelantar se le pega al culo y pone en marcha una sirena que le destroza los tímpanos. La amenaza con las largas. Toca con rabia la bocina y la adelanta empujándola hacia un lado. Ella le hace una peineta y golpea el parabrisas con la palma de la mano. ¡Gilipollas!, grita en la oscuridad.
La ola del miedo la aplasta y tiene los nervios a flor de piel. Tiene ganas de llorar. Ya no quiere seguir adelante.
El camión se aleja, sus luces traseras desaparecen en la noche.
Ella recupera la compostura. Se seca la frente.
El enemigo vuelve a estar en todas partes.
Apoya la frente en el volante frío. Me estoy volviendo loca. A fuerza de estar sola, me vuelvo loca.
¡ADRIAN!, grita en la cabina del camión. ¿Dónde estás? ¿Qué haces? Adrian, ya no puedo más…
Abre la portezuela, salta a la carretera, anda por el arcén, arranca puñados de hierba. Mira el cielo. Respira, respira.
Tiene que ir a hablar con Julie. Julie no la ha traicionado nunca.
Aquel día, habían ido las dos a la piscina con el colegio.
Ray la obligaba a llevar un bañador entero cuando todas las chicas lucían biquinis seductores que les realzaban los senos. Él fingía que velaba por su virtud, que le inculcaba pudor, ella solo debía entregarse a su marido, la noche de bodas, el marido que él habría escogido. La amenazaba de noche con la punta del cigarrillo encendido y le quemaba la piel del vientre. O en la parte baja de la espalda. O entre los muslos. Le dejaba unas marcas marrones, una constelación de estrellitas muertas. Él escogía con cuidado el sitio donde apoyaría la punta roja del cigarrillo, y la espera era tan cruel como la quemadura. Con un bañador entero, no se veían las marcas.
Enfundada en su bañador negro, ella había saltado del trampolín más alto. Se había prometido que lo haría. Una forma más de marcar territorio. Se había tapado la nariz con una mano, había cerrado los ojos y saltó.
El agua se había abierto como una mandíbula de acero y ella había oído una deflagración en la cabeza. Un disparo repetido, pam, pam. Se había quedado bajo el agua, exánime, inerte. Julie se había zambullido, la había arrastrado al borde de la piscina, la había obligado a expulsar el agua.
Y de repente, habían vuelto todos los ruidos. Ella se había cubierto con las manos las orejas rotas por el guirigay. Se había vaciado el agua de una, luego de la otra. Oyó a Julie, inclinada sobre ella, que le preguntaba: ¿estás bien? ¿Estás bien? La cara grande y bondadosa de Julie con las aletas de la nariz rojas y parpadeando con sus ojitos miopes.
Un cuarto de hora después, en el vestuario que compartían, ella le había susurrado a Julie:
—Mis oídos…
Julie estaba de espaldas, peleando con los tirantes del sujetador, y le había contestado: ¿te duelen? ¿Te sale pus?
Stella había dicho no, pus no, pero… Julie había pegado un salto y se había dado la vuelta.
—¿Me oyes?
—Creo que sí.
—¡Oyes! —había repetido Julie dando palmas—. ¡Ya no eres sorda!
—¡Pero no se lo digas a nadie! ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Me va bien ser sorda.
Julie había mantenido su promesa.
Julie sigue viviendo en casa de sus padres. Una casa construida en los años cincuenta, cuando los patronos de las fábricas ponían a disposición de sus obreros viviendas sociales. Hoy en día ya no hay fábricas, no hay patronos, ni obreros, y los habitantes de la ciudad han recomprado esas casas a buen precio.
Edmond Courtois escogió un gran cubo de hormigón amarillo rematado con un ala aerodinámica en el tejado. Un cubo edificado en un jardín tan grande que casi podría considerarse un parque. Con una verja negra que se abre automáticamente, gravilla blanca, un césped precioso, un estanque. Debía de ser la vivienda de un directivo porque destaca entre las demás. Se impone con una arrogancia casi aplastante.
Julie vive en el primero. Tiene su piso propio, su escalera exterior. Fue su padre quien la mandó construir. Recuperó una escalera metálica de la Chatarrería, la restauró, la repintó, la acopló a la parte trasera de la casa. La señora Courtois dice que es como una tara que rompe la armonía de su vivienda, que no pega con la elegancia de esa ala que se eleva hacia el cielo. La señora Courtois finge que le interesa la poesía, la belleza, la armonía, y por eso la tara le molesta tantísimo. Cada vez que pasa por delante se encoge de hombros, y lo que era un gesto de desagrado se ha convertido en un tic.
Ella plantó una Ampelopsis brevipedunculata— o viña virgen— para disimular la tara. La mima, la protege en invierno, la rocía en verano, la nutre con abono. Julie la tala con mucha energía cada vez que parece que va a crecer con ímpetu, y la Ampelopsis brevipedunculata se debilita. La señora Courtois se lamenta. Recientemente, se le ha metido en la cabeza una idea digna de Jacques Tati: que su casa sea declarada monumento protegido. ¿Habéis visto Mi tío?, pregunta cuando les sirve el té a sus amigas el jueves por la tarde. Es una obra maestra del cine francés.
Es un honor que te inviten a casa de los Courtois. El señor Courtois viaja por todo el mundo, firma contratos con los chinos y estudió en una escuela muy prestigiosa. La HEC (Escuela Superior de Comercio), nada menos. Es un habitual del Ministerio de Industria en París y, una vez, invitaron al señor y la señora Courtois al Elíseo. ¡Aunque habría que preguntarse cómo iba vestido él, porque no es precisamente el árbitro de la elegancia!
La señora Courtois se ha puesto con el inglés. Es obligado hoy en día, dice ella moviendo la cabeza. Su interés es hacerles los honores a los clientes ricos de su marido, si un día les apetece pasar por Saint-Chaland.
Mientras avanza por el pasillo, Stella ve a Julie y Edmond sentados a la mesa de la cocina. Si la señora Courtois está presente, no comen en la cocina sino en el comedor, bajo una araña de cristal de Venecia.
Stella llama al cristal. Julie le hace una seña para que entre.
—¿No molesto? —pregunta Stella, mientras se seca los pies en el felpudo grueso que dice WELCOME en un lado y BIENVENIDO en el otro.
—Estamos cenando. ¿Te pongo un plato?
—¿Tu madre no está?
—Los miércoles juega al bridge.
—Querría hablar contigo…
—Puedes hablar delante de mi padre. ¡Venga, ven, entra!
Stella nunca ha sabido qué pasó entre Ray Valenti y Edmond Courtois. Por qué se habían pegado una noche frente al bar de Gérard. Ray Valenti había acabado en el suelo. La ley del silencio se había impuesto sobre el incidente y nadie hablaba de aquello. Ray y Edmond nunca habían vuelto a ser amigos. Antes de aquella noche, Edmond Courtois era de la pandilla de Ray. Un grupo de cinco chicos, juntos desde la escuela municipal, que se dedicaban a deambular por los bosques, por los cafés y a perseguir a las chicas. Un grupo de chicos que se hacían los duros y ante quienes los demás se apartaban. Ray era el jefe. Porque era guapo, alto, fuerte, porque hablaba en voz alta, y porque fruncía el ceño y te partía en dos con su mirada amenazadora. Edmond Courtois no era guapo, ni era alto; él no hablaba en voz alta, nadie se apartaba a su paso. Ese hombre achaparrado, casi calvo, con los carrillos grandes y los ojos pequeños, que había empezado como ejecutivo en una gran empresa internacional, después había vuelto a Saint-Chaland, se había interesado por la Chatarrería y había acabado recomprando la empresa y la había expandido por el extranjero. Se había casado, había comprado una casa con un ala en el techo y se había labrado una reputación. Desde entonces es un ciudadano notable y respetado, aunque nadie puede presumir de ser su amigo íntimo. Es un solitario arisco y torpón, que ha heredado de su padre y de su abuelo la costumbre de levantarse temprano, de beber café malo, de llevar una navaja en el bolsillo para cortar el pan o el salchichón y de desconfiar de quienes sonríen sin motivo.
—Siéntate, Stella —dice Edmond Courtois con una servilleta enorme atada bajo la barbilla—. ¿A qué debemos el honor de tu visita?
Y Stella, de golpe, deja de tener miedo. Se sienta, deja caer los hombros, le tiembla el mentón y toda la tensión acumulada en el camión se evapora.
—¿Has comido? —prosigue él.
—No tengo tiempo, he de volver a la granja para acostar a Tom. Está en casa de Georges y Suzon, se ocupan de él cuando yo estoy en el hospital.
—¿Un poco de vino entonces?
Y le llena un vaso.
—Es un burdeos bueno que guardo para las grandes ocasiones. ¡No te arrepentirás!
Stella sonríe. Bebe un trago. El vino disipa la angustia agazapada en el fondo de su pecho, le provoca calidez y que le dé vueltas la cabeza. Stella extiende las manos sobre el peto naranja y las frota con la tela. Se echa el sombrero hacia atrás. La invade una bocanada de calor y se le tiñen de rojo las mejillas.
—Vengo del hospital.
—¿Tu madre está bien?
—Ya se encuentra mejor. Pasó un momento muy malo, pero allí…
—Está en manos del doctor Duré, ¿verdad?
Parece que el señor Courtois la esté interrogando y Stella se recuesta en el respaldo de la silla.
—Sí.
—Puedes confiar en él.
—Si usted lo dice…
—Créeme, es un buen hombre.
Stella levanta la mirada hacia Courtois.
Se le ocurre algo espantoso: ¿y si había ido a ver al doctor Duré?
—Se ocupará de ella —añade Edmond—. Y tardará una buena temporada en dejarla salir.
—Venga, come un poco de osobuco —dice Julie—, lo he hecho esta mañana antes de ir a trabajar.
Sin esperar la respuesta de Stella, le sirve un plato, corta un trozo de pan y empuja la fuente hacia ella.
—No tengo hambre.
—Relájate —sonríe Edmond Courtois—. ¡Parece que te hayas tragado un palo!
—Ella ha vuelto a pedirme el oso de peluche. Me gustaría saber por qué le tiene tanto apego. ¿Lo sabe usted?
Edmond Courtois niega con la cabeza.
—No. Será un buen recuerdo y no tiene muchos…
—Creo que iré a buscarlo, pero no quiero toparme con Ray.
—¿Tienes miedo?
Stella se estremece, como si le hubiera picado un bicho. Se le crispan las manos sobre el peto.
—Podría acabar mal, él podría pensar en vengarse y pegarle otra paliza a mamá. No quiero que corra peligro.
—No tocará a tu madre —dice Edmond con una voz tranquila y firme mientras parte el pan—. No se le acercará siquiera.
¿Usted qué sabe?, se dice Stella. ¿Ha estado allí para protegerla antes? Porque usted también debía de saberlo perfectamente.
Pero se calla.
—¿Por qué no envías a Tom? —sugiere Julie—. Es lo bastante ágil como para entrar por la ventana y el piso está en la primera planta, no está alto.
—¡Ni hablar!
—Pero sí…, piénsalo.
—¡He dicho que ni hablar!
—No seas tan tozuda. Escúchame. Si ella lo reclama, es que este oso es importante… A lo mejor le recuerda a alguien.
—¿De verdad piensas eso?
—Escoge un momento en que Ray no esté. Una tarde que esté bebiendo en el bar de Gérard. La vieja en su habitación, sin moverse de la cama, Tom trepa a la ventana, se cuela en el piso y asunto arreglado. Aparte de que se divertirá como un loco. Lo hará en un abrir y cerrar de ojos. Y tú estarás allí para que vaya con cuidado.
—Podría ser…
—¿Yo te he puesto alguna vez en una situación peligrosa?
—No, nunca… —reconoce Stella.
—Pues entonces…
Se deshace un segundo nudo de angustia. Stella moja un pedazo de pan en la salsa del osobuco.
—Está bueno… Ha debido de cocer a fuego lento un buen rato.
Se quita el sombrero, se apoya en la mesa y empieza a devorar el guiso de Julie, con los brazos doblados alrededor del plato, como si fueran a quitárselo.
—¿Qué otras cosas quiere Léonie? —pregunta Edmond mientras se sirve otro vaso de vino.
Lleva tirantes sobre una camisa de nailon. Debajo se le ve la camiseta sin mangas y unos pelitos grises que asoman del cuello.
—Habló de un metrónomo y unas partituras. Escucha música clásica, sigue el compás con el dedo, y eso la hace feliz. Yo no sabía que tocaba el piano.
—Tocaba muy bien. Él quiso que lo dejara y vendió su piano.
—¡Oh! —dice Stella—. ¿Y ella no dijo nada?
Enseguida recapacita. Es una pregunta tonta.
Edmond Courtois sonríe con cara de cansancio, como si pensara: hay tantas cosas que tú no sabes…
—Adivino lo que está pensando —replica Stella—. ¿Por qué no dice nada si sabe tantas cosas? Al final usted es como los demás…
—No, Stella, pero es complicado.
—Eso es lo que se les dice a los niños para no tener que dar explicaciones, es complicado, ya lo entenderás más adelante.
Ella suspira.
—Ya no soy una niña. Ya he cumplido treinta y cuatro años. Tengo un hijo pequeño y me he convertido en la madre de mi madre. Ya no soporto más esta omertà, señor Courtois.
Edmond limpia su navaja con el pan, la dobla y se la vuelve a meter en el bolsillo.
—En este momento, lo importante es tu madre. Que esté protegida… No te dejes llevar. Cada cosa a su tiempo.
—Estoy harta de esperar. Esto dura desde hace mucho tiempo… No entiendo cómo todavía está viva.
—Porque no debía morir. Saldrá adelante, te lo prometo.
La mira como cuando era pequeña en el bar. Una mirada indignada y cariñosa que dice: yo estoy aquí, confía en mí, no todos los hombres son malos.
Stella quiere creerle. Si al menos, al menos…
Echa un vistazo a su reloj.
—¡Dios mío! ¡Es tarde! He de volver para acostar a Tom.
—Suzon ya se habrá ocupado de ello —insiste Edmond Courtois.
—¡No! He de ir yo. Adiós, señor Courtois, y gracias.
Él le coge la mano y se la estrecha.
—Gracias por todo —añade Stella.
—Puedes venir a verme cuando quieras. Yo siempre estaré ahí.
—Lo sé.
Julie la acompaña a la puerta.
—Hasta mañana —dice Stella—. Y gracias…
Julie sonríe.
—Tú siempre eres bienvenida aquí.
De pronto, Stella se echa hacia delante y abraza a Julie. La coge en brazos y la levanta. A Julie se le entelan las gafas.
—Gracias por apoyarme siempre, amiga.
Julie, visiblemente incómoda, no se atreve a juntar los brazos alrededor de Stella. Se queda recta y patalea moviendo los pies.
—He hecho una muñeca de patchwork para la fiesta del taller, ¿quieres verla?
Stella la deja otra vez en el suelo y pone la mano sobre el picaporte de la puerta.
—Otro día… ¡Ah, me olvidaba! ¿No tendrías algún libro para mi madre? Estoy cansada de leerle siempre la misma historia.
—¿Qué le gusta?
—No tengo ni idea. Un libro con una historia emocionante y que acabe bien. En casa no tengo gran cosa. Los libros no son lo mío.
Julie se ajusta las gafas con un dedo, se rasca la cabeza y grita:
—¡Tengo lo que necesitas! Es genial, se lee como si nada y se aprenden un montón de cosas, no te muevas, voy a buscarlo. ¿Estás segura de que no quieres ver mi muñeca? ¿Tú has hecho una?
—Ahora mismo no tengo tiempo, la verdad…
Es una venta organizada por el taller de patchwork. El dinero se destinará a Restos du coeur de Sens, una fundación que reparte comida gratis a los necesitados. Stella lo había olvidado por completo.
Vacila y luego sigue a Julie.
Mientras Julie busca el libro, ella contempla la muñeca de trapo. Representa una mujer con un traje de noche negro y chaqueta adamascada plateada, una melena blanca, las mejillas muy coloradas y enorme sonrisa roja. Stella hunde el pulgar en el vientre de la muñeca que se dobla en dos sin dejar de sonreír. Cuando deja de apretar la muñeca se endereza.
—Es bonita —dice finalmente.
—¿Te has fijado en la chaqueta? ¡Me ha dado mucho trabajo!
—Me lo imagino.
—¡Y el pelo blanco también! Hilo a hilo. Lo del cabello blanco se le ocurrió a papá. Cabello de hada…
—Está bien.
Stella coge el libro que le ofrece Julie, se lo mete en el bolsillo.
—¿No quieres saber cómo se llama? —pregunta Julie, visiblemente decepcionada.
—Perdona, estoy cansada, tengo ganas de ir a acostarme…
Una sensación rara se ha colado en su interior. Una sensación de apremio que le ordena volver inmediatamente, sin entretenerse. No puede estarse quieta, tiene que marcharse. Tiene ganas de correr hacia el camión, de conducir a toda velocidad hasta la granja.
Le da la vuelta al libro y lee Hombrecito de Joséphine Cortès.
—Ya verás —dice Julie—. Está muy bien.
—¡Es una edición muy bonita!
Julie se sonroja.
—Me lo ha regalado Jérôme…
—¡Ah, vaya! ¡Le queda dinero de la Loto!
—Por mi cumpleaños. Vio que estaba entre los primeros de las listas de ventas.
—¿No te molesta prestármelo?
—Sí —dice Julie poniéndose más colorada aún—. Pero irás con cuidado, ¿eh? ¿No me doblarás las páginas?
Georges y Suzon están viendo la televisión cuando oyen chirriar la verja de la entrada y el camión de Stella entrando en el camino. Suzon coge un chal de lana del perchero junto al umbral y sale.
Stella salta del camión y camina hacia ella dando zancadas.
—Lo siento muchísimo. Llego tarde. He pasado a ver a Julie al salir del hospital.
—¿Cómo está tu madre?
—Se ha zampado toda tu compota.
—¡Ah! Entonces está mejor…
—Sí. La cuidan bien.
—He acostado a Tom —dice Suzon.
—¿En vuestra casa?
—No, en la tuya. Se caía de sueño. He dejado a los perros.
—¡No QUIERO que se quede solo! —grita Stella.
Suzon está a punto de decirle que no está solo, pero se contiene.
—Yo vigilaba, no te preocupes.
—¡Sabes perfectamente cómo quedamos! —grita Stella, indignada—. No podemos perderle de vista. Francamente, Suzon… ¡Si ni siquiera puedo contar contigo!
—No te enfades, niña. Aquí estamos seguros.
—¡Él NUNCA está seguro! ¿Cuándo entenderás eso? —vocifera Stella—. ¡NUNCA! ¡Mierda, es fácil de entender, la verdad!
—Estás cansada… Ve a acostarte. Te he dejado caldo en la mesa.
—¡Me importa un pito tu caldo!
Suzon, desamparada, se arropa con el chal y la mira. Con los ojos llenos de lágrimas. Stella la ignora, le da un puñetazo a su sombrero y va hacia su casa.
Georges está de pie en el umbral de la entrada.
—¿Pasa algo?
—Le he dicho que Tom estaba en su casa y…
—No has dicho nada más, espero…
—No.
Georges mira a su hermana, dudando.
—¡Te digo que no le he dicho nada! —estalla Suzon, dolida por la actitud de Stella.
—Entre mujeres nunca se sabe.
—¡Déjame en paz! Estoy harta de que todo el mundo me riña. ¡Entra y ponte a ver tu Maigret!
—Me lo sé de memoria. Ya sé cómo termina.
—Entonces ¿por qué te has empeñado en que lo viéramos? Por culpa tuya me he perdido Louis la Brocante.
—Pues entra a verlo. Así sabrás el final de la historia.
—No quiero saber el final, quiero toda la historia.
Suzon reprime las lágrimas y se mete en casa.
—Así no se puede vivir —se dice al cruzar el umbral de la vivienda—. No se puede vivir siempre con miedo.
Georges se frota la cara, va a sentarse al banco de piedra y mira el cielo. ¿Es culpa suya que se limiten a obedecer? Siempre. ¿Qué medios tienen ellos para rebelarse? Nunca han tenido medios. Y ahora son viejos. Dos viejecitos cansados, con los brazos caídos, como los monigotes de trapo.
El hombre llegó y se llevó a Tom.
No les preguntó su opinión.
¿Cuánto tiempo hace que viven las angustias y los dramas de la familia Bourrachard? ¿Cuánto tiempo hace que esa familia les destroza la vida? ¡Ha arrasado con todo, desde luego! Se lo ha arrebatado todo. Por su culpa él no se ha casado y Suzon tampoco. Estaban demasiado ocupados recogiendo los desechos de los habitantes de la residencia. Los Bourrachard se hacían pedazos y dejaban restos por todas partes. Y lo tomaban a risa. No por disculpar al otro, sino por aportar algo de dignidad al conjunto.
Y no obstante tenían prestancia, tenían la finca, el dinero, estaban bien relacionados, tenían coches buenos, las manos delgadas y suaves, los pliegues del pantalón bien planchados. En lugar de entrar a su servicio y arrastrar a mi hermana, más valdría que me hubiera roto una pierna. Yo creía que era un chollo. ¡Un chollo, nada menos! El viejo Jules, Dios le tenga en su gloria, no era mala persona, pero solo servía para decir frases bonitas y evadirse. Decía esa palabra. Me evado, Georges, yo me evado. Y me daba palmaditas en la espalda, como si acariciara a un perro al volver de un buen día de caza.
Era un representante de esa vieja nobleza que prefiere morir antes que cambiar, morir antes que adaptarse al mundo nuevo que tiene delante. Hablaba con palabras sacadas de un diccionario antiguo, las soltaba como si nada y les daba sonoridad, les daba una vida nueva. Pero si te parabas a pensar un momento, en todo aquel galimatías no había ninguna idea. Pensar cansa y Jules de Bourrachard, por encima de todo, no deseaba tener que esforzarse en la vida.
Se levantaba temprano, hacía un poco de gimnasia frente a la ventana abierta de su habitación, se afeitaba, se ponía un foulard en el cuello, un foulard que había escogido a conciencia, bajaba a tomar el té al comedor, cogía una primera taza de té, una tostada con mantequilla y mermelada de arándanos, un huevo poché montado en beicon. Luego se ponía una chaqueta de caza, unas botas altas de goma, cogía un fusil, un sombrero de fieltro y decía a la concurrencia: me voy a cazar.
Llegaba hasta el gallinero y disparaba al aire varias veces para asustar a las aves, se reía a carcajadas al ver la paja y las plumas volando, comprobaba que hubieran puesto huevos, los recogía y volvía a entrar en su mansión, no sin haber manifestado el hecho de que él odiaba el campo. Pero tampoco soporto la ciudad, querido Georges, ¿dónde he de vivir entonces? ¿Eh? ¿Puede decírmelo usted? ¡Ustedes sí que tienen suerte! Ustedes son personas sencillas que son felices allá donde les lleven. La falta de raciocinio es el opio del pueblo. Ah, cómo les envidio… ¿El fuego de la chimenea está preparado?
Iba a sentarse al salón seguido por sus perros, pedía otra taza de té y leía las páginas de sociedad del Figaro, que comentaba mientras esperaba la hora de comer. Remarcaba cada sílaba y se partía de risa, ¡esto es ver-ti-gi-no-so! ¡Es de-so-pi-lan-te! ¡Es cómico, gracioso, chistoso, desternillante, inverosímil, tronchante, impagable! Y cuando estaba disgustado, refunfuñaba: estoy rabioso, estoy irritado, bullo, exploto.
Siempre el mismo ritual. Hacia mediodía, Suzon iba a recoger la bandeja del té, añadía troncos al fuego. Él dejaba la revista y le preguntaba por los últimos cotilleos del pueblo. ¿Quién se acostaba con quién? ¿Quién había preñado a quién? Y esa pequeña Sylviane tan provocativa, ¿aún no se ha casado? ¡Ya le diría yo un par de cosas a esa monada! ¿Y Fernande? ¿Quién es el padre de su hijo? ¿Sigue sin saberse? Un temporero, seguramente. Ha hecho muy bien cazando a ese, porque no habría habido muchos voluntarios dispuestos a meterle mano. Debe de haber conseguido que se la tirara una noche que el pobre hombre llevaba una buena curda.
Suzon callaba y se ponía colorada.
—Usted no se dejaría preñar así, usted no, mi buena Suzon. Usted no pierde la cabeza por las galanterías. Está claro que tiene los pies en el suelo. Y por eso parece un toro a punto de embestir. Puede dormir tranquila. No habrá nadie que la manosee…
Suzon tenía que ir a preparar la comida, pero se quedaba en posición de firmes.
Él hacía una pausa, cruzaba y descruzaba las piernas, acariciaba el cuello de un perro y proseguía:
—Yo no sabría por dónde cogerla si se me ocurriera la idea… Solo le he visto la espalda cuando está dedicada a sus tareas, o los brazos cuando sirve la mesa. Para mí usted es un tronco con brazos. ¿Verdad que es de-so-pi-lan-te? ¡Hablo con un tronco! ¡Un tronco que vota además! Su papeleta vale tanto como la mía, ¿no le parece es-tra-fa-la-rio eso? Ya no hay privilegios en este mundo. Ya no hay jerarquía. Los franceses quieren la igualdad por encima de todo. «Todos los hombres nacen iguales. Al día siguiente dejan de serlo». Eso no se me ocurrió a mí, sino a un tal Jules Renard. Pero habría podido decirlo yo si hubiera nacido antes que él. Otro que se me adelantó. Míreme. Yo, Jules de Bourrachard, estaba hecho para ser un artista. En otro tiempo envié alguna obrita, pero nunca me las publicaron. Sí, una vez… en una revista local, y tuve un accésit. ¡Ni el primer premio ni el segundo, sino un accésit! Nunca más lo intenté, nunca más quise que me humillaran jurados comprados a cambio de un fajo de billetes, de vagas promesas o del trasero de una chica. ¡Porque yo sé cómo funcionan esas cosas! Al cuerno la genialidad y vivan las componendas… Y me he abstenido. Con dignidad. Y he cultivado el arte de no hacer nada, he cultivado el fracaso. Perderlo todo es un arte como otro cualquiera. Yo me he esmerado en ello y me he prendado de mi fracaso. ¿Verdad que es es-tu-pen-do?
—Ay señor… No diga eso. No le hace bien.
—Todo se derrumba a mi alrededor, mi casa solariega se derrumba, vendo mis bosques, mis tierras, mis granjas, pero ya ve, querida Suzon, a mí me gusta este fracaso, me gusta que sea total, glorioso, resplandeciente como el sol de Napoleón en Austerlitz. Me gusta la idea de cultivar este fracaso con frialdad. Sin convertirlo en un drama. Me horroriza la gente que exhibe su dolor para darse importancia. Yo he malogrado mi vida, ¿y qué?, vivo con la deliciosa incertidumbre de que quizás, si hubiera querido, habría podido.
El discurso no cambiaba demasiado. Y en ningún caso había que interrumpirle.
—¡Y aquí estoy! Empantanado en esta casa con el tronco de su cuerpo como único horizonte. En teoría debería avergonzarme, en la práctica no podría estar en su lugar ni medio minuto…
Suzon seguía allí de pie, sin saber si lo entendía del todo. Yo escuchaba detrás de la puerta, dispuesto a intervenir si él tenía algún gesto fuera de lugar con ella. Me sentía responsable. La habían contratado para ocuparse de la cocina y acabó siendo la chica para todo y la confidente de un inútil. Y yo estaba en el mismo barco.
Jules de Bourrachard continuaba:
—¿Quiere usted un ejemplo de mi discurso, mi buena amiga Suzon? Por ejemplo mi esposa… Una planta preciosa que procede del norte, que flota por encima del suelo y no pertenece a nada ni a nadie. Yo amé ese vacío, esa vacuidad, esa e-va-nes-cen-cia. Eva de e-va-nes-cen-cia, desopilante, ¿no? Quedé fascinado hasta el punto de darle mi nombre, mis armas, mi bagaje patrimonial. Era alta, esbelta, luminosa, siempre parecía medio dormida. Yo la llamaba mi Bella durmiente del bosque. ¿Qué le interesa en la vida? Yo no lo sé. A veces me pregunto incluso si no será boba.
Suzon bajaba los ojos en este momento. Ella sentía ternura por Eva de Bourrachard. Se encargaba de ponerle un chal sobre los hombros en cuanto se levantaba, de untarle con mantequilla las tostadas, le cepillaba el pelo, le ponía un poco de perfume en las muñecas. Habría podido rodearle la cintura con las manos.
—De manera que forzosamente… no vemos la vida del mismo modo. Este es el problema de muchas personas, que nosotros les vemos desde nuestro punto de vista y no desde el suyo. Aciago error. ¡Pero exige mucho esfuerzo ponerse en el lugar del otro!
—Señor, si quiere que la comida esté lista a su hora…
—Por volver a mi esposa… ¿Qué me gusta de ella? El rastro de perfume que deja, su silueta grácil, que no es cargante en absoluto. Me gusta su esmalte de uñas. Y tiene presencia también. Si miras dentro no hay nada, pero da el pego. Farda, como se dice vulgarmente. Pero no hay que preguntarle nunca qué tiene en la cabeza. En teoría, yo la entiendo, en la práctica no la entiendo en absoluto. Se va, vuelve, a veces pasa un mes, un año sin volver. ¿Qué hace durante esas ausencias? Misterio. Me ha dado un hijo, eso es lo mejor que hemos hecho. Al menos sé seguro que él es mío.
Cuando André todavía estaba en este mundo, Jules consideraba a su hijo el continuador de su noble simiente. Le daba todos los caprichos, cerraba los ojos ante sus excesos. La muerte de André le había fulminado, pero no había cambiado ni un ápice su comportamiento.
—André… era mi esperanza, mi rayo de luz. Yo estaba enamorado de mi hijo. ¿Le sorprende? Él lo tenía todo y la vida se lo hizo pagar. ¿Cómo quiere que siga teniendo ganas de respirar tras una prueba tan terrible?
En ese momento del discurso, Suzon se atrevía a hacer un comentario. Decía, tímidamente:
—Pero le queda Léonie…
—¿Mi hija? Lo mejor que tiene son sus ojos. Los mismos que su madre. Unos ojos perdidos en el azul de los fiordos. Por lo demás, es totalmente insípida. ¿Es hija mía? Lo ignoro. Debo decir que ese misterio le da cierto encanto. Su concepción sigue siendo un enigma para mí. Por lo demás, es bastante transparente, ¿no le parece?
Él veía tan poco a Léonie que se olvidaba de esperarla para comer. Apartaba su plato, su vaso y sus cubiertos al extremo de la mesa. Ella buscaba su sitio con la mirada. Él se echaba a reír y decía: ¡nos habíamos olvidado de ti! Es insuperable, ¿no? A veces, André y él se cebaban con ella. Le preguntaban: dime, cariño, decía el padre, ¿de qué país hablamos cuando decimos el techo del mundo? ¡Tú lo sabes, André, o sea que no contestes! Léonie metía la nariz en el plato y balbuceaba: no lo sé. El padre y el hijo se reían y concluían: ¡esto demuestra que los hombres y las mujeres nunca serán iguales, cerebrito, cerebrito! Aquello les parecía muy divertido y volvían a empezar, ella se hundía en la silla, sin atreverse a tocar el plato siquiera. Suzon se lo llevaba otra vez para que lo recalentaran en la cocina. Léonie pasaba cada vez más tiempo en el office, con nosotros.
Un año después de la muerte de André, Léonie le había comunicado a su padre que Ray la pedía en matrimonio. Aquel día, ella parecía un soldadito que se va a la guerra. Había mirado a su padre fijamente a los ojos y le había dicho: él me quiere, yo le quiero, seré feliz con él. Jules de Bourrachard se había echado a reír y había exclamado: ¡ese pequeño bastardo! Después había fingido que reflexionaba y contestó que en teoría eso no se hacía, que ese chico era un palurdo, pero que en la práctica ella podía hacer lo que quisiera, era su vida, cada uno carga con su destino, él no intentaría disuadirla. Pasamos por la tierra como los topos. Vamos de agujero en agujero, ciegos y sordos. A cada cual le corresponde escoger su galería.
Y se había desentendido. Su hijo estaba muerto, su mujer le había abandonado, nunca supimos nada más de ella, su hija se casaba mal, ¡así iba el mundo!
Léonie no entendía esos largos discursos de su padre. Le miraba, atónita, como solía contemplar antes a su hermano. Había crecido abandonada a sí misma, al buen corazón de mi Suzon que le leía cuentos de hadas y luego novelas cursilonas que siempre acababan bien.
—Es guapo, tata, parece salido de un sueño —decía Léonie apoyando el codo en la mesa y la cabeza en la mano.
—Sí, mi niña, y tú también vivirás ese sueño. Todos tenemos un sueño esperándonos en algún sitio.
—¡Oh, sí! —contestaba Léonie—. Él será bueno, será cariñoso, será valiente, nunca discutirá conmigo.
Ella veía a su padre y a su madre, y se encogía cuando subían el tono.
Una noche, Léonie debía de tener doce años, lo recuerdo bien porque a la mañana siguiente Eva de Bourrachard se marchó definitivamente. Aquella noche, había una fiesta en la casa. Todos los aristócratas de la región estaban invitados.
Las mujeres llevaban blusones sedosos, sueltos, con los hombros al aire, y fumaban cigarrillos largos. Los hombres iban de frac. Jules y Eva de Bourrachard estaban al pie de la escalera del enorme vestíbulo y sonreían a sus invitados, mientras hablaban entre dientes. Él, erguido con su frac negro, tenía una sombra de malicia en esa sonrisa y los ojos perdidos en la lejanía. Le decía a su mujer que sí, Eva, yo te quiero. Pero te quiero de forma económica, simplemente.
Sentada bajo una gran palmera colocada en el primer peldaño de la escalera, Léonie lo había oído. Aquello se le había clavado en la garganta como una espina de pescado. Después había preguntado: ¿eso quiere decir que él la quiere porque comparten el dinero? ¿Eso quiere decir que divorciarse sería demasiado caro? ¿O que él la quiere como si ahorrara, como si fuera una hucha que no hay que romper? Ella imaginaba a su padre calculando, tratando de no hacer grandes gastos, le veía como un pequeño contable que se decía: hoy cincuenta céntimos de amor, mañana cuarenta, nunca hay que sobrepasar el precio de la baguette. Y eso la llenaba de tristeza. Una tristeza densa, pesada, que se le quedaba atravesada en la garganta, que le impedía tragar. No conseguía quitarse esa espina de la garganta. La había conservado durante tanto tiempo que al hablar hacía un ruidito curioso, ronco, como si carraspeara para librarse de algo o royera unos huesecitos.
Al día siguiente de la fiesta, su madre se había ido. Había dejado una nota en inglés en la mesa de la entrada.
Y esa vez no había vuelto jamás.
¿Cómo sé yo eso? Léonie se lo había contado todo a Suzon que no tiene secretos conmigo.
—Entra, Georges, se hace tarde, vas a coger frío.
—Déjame, estoy pensando.
—Tápate al menos —dice Suzon, pasándole una manta.
Ella entra refunfuñando, pensar no ha cambiado nunca las cosas. Lo hecho, hecho está.
Georges se envuelve con la manta. Ella tiene razón, hace frío. Suzon suele tener razón.
Ella le decía a Léonie: no te preocupes, niña, los hombres no están hechos como nosotras, nada más. Nosotras acumulamos muchas cosas en el corazón, es como una gran despensa. Para ellos es distinto, el corazón no es la estancia más importante. ¡Venga, come, así te tragarás esa espina!
Suzon no entendía por qué Léonie ya no tocaba sus pasteles de cerezas, sus natillas, sus conejos al vino blanco o sus zanahorias confitadas en la sopa.
Léonie había empezado a dudar. Dudaba de todo. Nada como la duda para morir lentamente.
Para tranquilizarse enumeraba las cosas de las que estaba segura. Hacía listas y me las enseñaba: Suzon, los árboles del bosque, los perros, las gallinas, el olor de la cera, la sartén que chisporrotea en la cocina, las mondas de nabo y de patata que se enrollaba en los dedos, las avellanas de los árboles, Alfred, la ardilla que había conseguido domesticar.
No tenía ninguna amiga. No veía a nadie. Crecía entre el parque, el bosque y la cocina. Se refugiaba en fantasías persistentes. Se emocionaba al ver a un chico por la calle. Le convertía en su príncipe encantado, alguien tierno, amable, guapo, muy guapo. Se dormía todas las noches pensando en él. Iba al colegio, aprobaba los exámenes, los profesores decían que era buena, que debería seguir estudiando.
Tenía dieciocho años y se había matriculado en la Facultad de Derecho.
Aquel día, me acuerdo, había sido un día feliz. Yo la había llevado a la universidad para que se apuntara en primero. Un chico había silbado al verla y Léonie se había sobresaltado. Se había vuelto hacia mí y yo la había animado: ve, ve. En la radio sonaba «All You Need Is Love» y yo había subido el volumen para empujarla. Ella había vuelto orgullosa, feliz, he rellenado los papeles yo sola, ¿te das cuenta?, y tengo la lista de las clases para cuando empiece el curso, se llaman UV. ¿Como los rayos?,[18] bromeé yo. Fuimos a tomar una granadina y yo metí unas monedas en la máquina de discos.
Dos años después encontraron a André muerto en la bañera. Se ha quedado dormido, había decretado Jules de Bourrachard. ¡Estaba drogado, claro!, decía la gente de Saint-Chaland. Pretendía refrescarse los pies y se ha dejado el alma.
Bien hecho, había murmurado Ray Valenti a modo de oración fúnebre, al salir del cementerio flanqueado por su banda habitual.
Raymond el bastardo, el hijo de Fernande, blanco de las burlas de André de Bourrachard, se había convertido en Ray Valenti, un auténtico buen mozo, metro ochenta y ocho, ojos negros, cabello negro sobre la nuca, vaqueros, una cazadora de cuero y gafas negras. Se mantuvo echado hacia atrás sobre el asiento de la moto, con las piernas tensas, y se burló de la gente de Saint-Chaland el día del entierro del hijo de Bourrachard. Una corona de flores se había caído del cortejo funerario. Ray le hizo un gesto con el mentón a Turquet que le dio un puntapié a la corona. Esta rodó por la carretera y cayó en una fosa. Ray y su banda se rieron a carcajadas.
—¡Amén! —Ray se partía de risa mientras hacía la señal de la cruz.
El pequeño Raymond, que Fernande llevaba a todas partes en un capazo cuando ella trabajaba en la mansión y él era un bebé, había crecido. El pequeño Raymond que André maltrataba se había convertido en un hombre y se vengaba.
Y quería que todo Saint-Chaland estuviera al corriente de que aquellos tiempos, los tiempos en los que él era un objeto para André, se habían acabado. Acabado para siempre.
Cuando era un crío, André le obligaba a quitarle las botas. ¡Dame el culo!, bramaba en el vestíbulo de la mansión y se apoyaba con todas sus fuerzas en el culo del niño para sacar el pie, y luego le hacía rodar como una bola por la estancia entre carcajadas. Cuando Jules de Bourrachard hacía obras en alguna granja, André proponía que la madre y el hijo fueran a «secar el yeso». Le explicaba que eso se hacía antiguamente para saber si las paredes de una casa estaban secas: instalaban a los criados allí y mientras tuvieran la ropa cubierta de polvo, no se trasladaban.
—¡Claro! ¡Los criados sirven para todo! —concluía.
A Fernande le salía fuego por los ojos, Raymond apretaba los dientes, pero cogían los petates e iban a instalarse en la granja. Tres meses, seis meses.
Delante de sus amigos de París, André llamaba a Raymond y le rociaba con polvo antihormigas. Lo esparcía por el cuerpo del crío, en el pelo, en los ojos, en la boca, en el pantalón, luego le daba un puntapié y le devolvía a la cocina con su madre. Ellos se tronchaban de risa al verle salir corriendo, escupir y sacudirse el pantalón con las dos manos.
André tenía una imaginación salvaje cuando se trataba de humillar a madre e hijo. Les obligaba a llevarse a la cocina las hojas de las alcachofas que se había comido la familia, para que ellos chuparan los restos, y exigía que le dieran las gracias. ¡Tenéis suerte! ¡Esto es un manjar selecto y vosotros lo coméis los últimos, con los platos mucho más llenos! Su padre se partía de risa, ¡es de-so-pi-lan-te!
André obligaba a Raymond a ponerse a cuatro patas para alcanzar un libro de la biblioteca. Él era cinco años mayor y descargaba todo su peso y peroraba, mientras pisoteaba la espalda de Raymond. Leía en voz alta fragmentos escogidos al azar y declamaba «El dolor embellece al cangrejo[19]» clavando los talones en la carne del niño. Raymond Valenti sufría en silencio. Se le endurecía la cara, la sangre se le subía a la cabeza, se afianzaba en el suelo, apretaba los dientes, metía la tripa para que no sufrieran los riñones.
André, alto, delgado, rubio y tan pálido que parecía un fantasma, se comparaba con Raymond que cada año era más enhiesto, más recio, trabajaba más duro. André se burlaba de su nombre de pila. ¡Raymond! Eso huele a boñiga de vaca. ¡Peor aún! Huele a fracaso, a derrota, como su brioso modelo Raymond Poulidor. ¡Venga, Raymond, un esfuerzo más y llegarás segundo! Sácale brillo a mis zapatos, Raymond, y baja la mirada delante de mí, capisci? Tú hablas italiano, ¿verdad? Como tu padre. Ya sabes, ese tipo que una noche de borrachera preñó a tu madre y luego se largó.
Cuando Raymond tenía quince años, hubo que operarle los testículos, una intervención sin importancia, común entre los adolescentes. André se había enterado y aquello fue un dislate. ¡Raymond Pilila-Pequeña, Raymond Huevos secos, A Raymond no se le levanta y tendrá que estudiar un manual para hacer niños! Tiene la bolsa del pito vacía. Se ha quedado sin espermatozoides.
En el pueblo, en cuanto le veía, gritaba: ¡eh, Huevoseco, ven aquí! Huevoseco se había convertido en su mote. Lo decían en la panadería, en la carnicería. Un día, en el colegio, un profesor le había hecho salir a la pizarra y había dicho: a ver, Huevoseco, demuéstranos que lo has entendido. Toda la clase se había echado a reír. Raymond Valenti se había levantado y se había ido. Al día siguiente su pupitre estaba vacío. No le habían vuelto a ver. Fue justo después del graduado escolar.
Raymond todavía era demasiado pequeño para darle una paliza a André. Cada vez que el chico le insultaba, se ponía furioso y se lanzaba contra él. Los dos se peleaban hasta que André vencía, le tiraba al suelo y le agarraba el bajo del calzoncillo, ¡mierdecilla, chusma, insolente, espermatozoide fracasado!
Raymond se levantaba y se subía a un árbol, trepaba como una ardilla jugándose la vida, y orinaba. Un chorro largo que apuntaba a André. O se columpiaba de rama en rama con un solo brazo, gritando como un orangután.
—¡Eso es —gritaba André—, haz el mono! Es tu papel.
Fernande salía de la cocina, se secaba las manos grasientas en el delantal y gritaba: ¡va a matar a mi niño! Qué va, Fernande, estos pequeños bastardos son indestructibles. Entonces ella se desgañitaba: ¡venga, hijo mío! ¡Sube más arriba! ¡Demuéstrale quién es el más fuerte!
Y Raymond subía hasta la copa.
Fernande se volvía hacia André como una bruja furiosa, entornaba los ojos y siseaba: ¡todos los Bourrachard están malditos! ¡Malditos, arruinados y manchados de sangre! ¡Que la desgracia caiga sobre vosotros, que corra la sangre, que la casa se derrumbe y solo os queden los ojos para llorar!
André veía a esa madre dispuesta a perder su trabajo por defender a su prole, y una rabia sorda le retorcía el estómago.
A Léonie se le encogía el corazón al ver la crueldad de su hermano. Miraba con disimulo a Raymond, que la ignoraba, pero era víctima de su devoción por André y no se atrevía a decir nada.
Raymond y Léonie tenían la misma edad. Habían ido al mismo colegio, después Raymond había trabajado de aprendiz en una charcutería. Una temporada solamente. El tiempo de aprender a manejar los cuchillos. Después había decidido ser contable. Se había apuntado a un curso por correspondencia, pero no se había presentado a ningún examen con la excusa de que su verdadera vocación no eran los números, sino algo más humano. ¿Qué?, preguntaba su madre que había pagado las clases de contabilidad limpiando más casas. Yo quiero ser un héroe, mamá, un hombre que salve al mundo. Un hombre ante el cual todos se inclinen. Confía en mí, ya encontraré mi camino, y cuando llegue ese día, tú y yo les crucificaremos.
Fernande Valenti tenía una fe absoluta en su hijo.
Más adelante, mucho más adelante, Raymond había dado con el modo de neutralizar a André. Se movía en grupo, flanqueado por cuatro amigos. Siempre los mismos. El pequeño Courtois, redondo y torpe, con su gafas, su boina, sus pantalones que le apretaban y su eterna bufanda, era el intelectual del grupo. El que leía libros, el primero de la clase que decía frases que sus amigos no entendían, pero que le daban un prestigio innegable. «Cuando alguien no se quiere, necesita una fachada». André siente un profundo horror hacia sí mismo que proyecta en los demás. «Para no torturarse, tortura al prójimo». Raymond escuchaba a Edmond. Edmond admiraba la prestancia y la resistencia de su amigo. Ambos habían hecho un pacto de sangre. Hermanos para siempre. Lo tuyo es mío, lo mío te pertenece. Y luego estaban Turquet, Gerson y Gérard Lancenny, que pronto se haría cargo del café de su padre, y le abriría la trastienda a Ray para que planeara sus trastadas.
Turquet era pelirrojo, tan blanco de piel que se quemaba con el primer rayo de sol. Le llamaban el Cangrejo. Alto y fofo, le costaba tanto mantenerse erguido que a los dieciocho años ya era prácticamente jorobado. Era el lugarteniente de Ray Valenti, el encargado de los trabajos sucios. No se asustaba, ni le hacía ascos a nada. Gerson, por su parte, solo pensaba en las chicas, en los coches, en los billares, en las copas que se bebía escondido detrás de la barra. Era capaz de estrangular a una gallina con una sola mano. Se había hecho mecánico. Los cinco se habían unido. Habían formado una pandilla de gamberros.
Yo sabía todo eso. Todo el mundo en Saint-Chaland estaba al corriente. Pero todos callaban. Primero deslumbrados por la altivez de los Bourrachard, y luego por la de Raymond Valenti. Habían pasado de un yugo a otro. Sin darse cuenta.
Fue Raymond quien metió a André en la droga.
Le había visto una tarde, por una de las ventanas de la mansión, con la espalda inclinada sobre un polvo blanco, dedicado a un ritual que él no conocía.
Edmond había sido contundente:
—¡Se droga, está claro!
—¡Seguro que se droga, lo sé perfectamente, pero quería estar seguro, simplemente! —había replicado Raymond, ofendido porque le habían pillado en flagrante delito de ignorancia.
Y entonces había hecho que Turquet se acercara a André. Y Turquet se había convertido en el principal proveedor del hijo Bourrachard.
—Le aumentas las dosis hasta que no pueda pasar sin ellas, las cortas, se las pasas y le tendremos en nuestras manos.
—Pero ¿yo cómo pago la mercancía? ¿Y de dónde la saco? —había preguntado Turquet, alarmado.
—Ya me las arreglaré, no te preocupes. ¿Quién es el jefe aquí?
Ese había sido su primer delito.
A mí me había puesto al corriente un amigo que trabajaba en el hospital, y que estaba conchabado con Raymond.
Cómo se las arregló para encontrar esas cantidades de droga, nunca lo supe, pero lo que es seguro es que André dependía cada vez más de sus citas con Turquet. Y que Turquet le vendía las bolsitas cada vez más caras.
Un día, me acuerdo perfectamente, Raymond entró en el patio de la finca. André estaba en una tumbona al sol, blanco como la tiza. Raymond se cogió el sexo con las manos, lo apuntó hacia André, dio unos golpes de cadera imitando el acto sexual y le soltó: ¡estás jodido, amigo mío, estás jodido! Y salió pitando muerto de risa.
Ese chico era el demonio en persona.
Pero el demonio estaba en todas partes. En casa de los Valenti y en casa de los Bourrachard.
Era como una fatalidad, una maldición que se arrastraba de generación en generación. Una repetición obligada. De reproducir las mismas tragedias.
La única buena acción de Jules de Bourrachard fue dejarnos esta granja al morir. Una granja bonita con cuatro hectáreas de terreno, una balsa y unos graneros en buen estado. Incluso tuvo la delicadeza de asignarnos una cantidad de dinero para pagar el impuesto de sucesión. «No quiero que Suzon y tú paséis penurias. Vosotros habéis sido mi única compañía. Casi podría decir mis únicos amigos…». Así constaba en su testamento. A mí se me aceleró el corazón y tuve que tumbarme en el sofá del despacho cuando lo supe. Suzon lloraba y no paraba de repetirle al notario: ¿a nosotros, está usted seguro? Estaba convencida de que era una equivocación. Todavía hoy, se sienta en su cocina, mira el suelo que brilla como un espejo y repite: como mínimo ese Jules era buena gente, no se puede decir lo contrario. De no ser por él estaríamos en un asilo.
Cuando murió el viejo Bourrachard, Ray Valenti ya estaba casado con Léonie. Protestó, dijo que era un robo, pero estaba escrito, era la ley. Sigue sin ceder y de vez en cuando me amenaza con quitarnos la granja. ¡Después de treinta años! Añade que el nuevo notario y él son uña y carne y que impugnará el testamento, que todavía se puede hacer.
A veces recibo una carta del notario pidiéndome una fotocopia de un documento antiguo para completar el expediente. En esas noches, tomo el doble de gotas para el corazón.
No, realmente, la familia Bourrachard solo nos ha traído desgracias.
Un día, hará unos diez años, quizás doce incluso, Edmond Courtois vino a verme a la granja. Me preguntó si podía acoger a Stella. Mientras encontraba un sitio.
—Usted tiene un anexo en buen estado, que no utiliza. Yo le daré el dinero, haga las obras necesarias para que ella pueda vivir allí…
Yo no dije ni sí ni no.
—Me haría un favor —insistió Courtois—. Y a ella también.
Yo miré directamente a la cara a ese hombre que no tenía miedo de Ray Valenti.
—Él no les hará nada. Ni a usted ni a su hermana. Yo se lo garantizo.
—¿Y cómo puede estar tan seguro? —pregunté.
—Le doy mi palabra.
—Él siempre me amenaza con quitarme mi casa.
—No puede. Ese tema está cerrado.
—Eso no es lo que él dice.
—Lo hace para tenerle controlado.
—Pues… digamos que lo consigue.
—Pues entonces digamos que yo soy más fuerte que él.
Cuando pronunció estas palabras su cara se convirtió en un bloque. Un bloque de hielo y odio, y yo le creí.
Hice obras en el anexo y acogí a Stella.
—Con una condición —le dije—, que no me hables nunca de tu madre, ni de tu padre, ni de la calle Éperviers, 42. Estoy hasta la coronilla de los dramas de tu familia.
Stella se apartó el mechón rubio, metió los puños hasta el fondo de los bolsillos, se encogió de hombros y contestó: de todos modos yo no hablo nunca de eso, he aprendido a callarme.
No me sentí orgulloso de mí mismo.
Ella ya no volvió a marcharse.
Yo le enseñé la entrada de un sótano secreto escondido entre la hierba, en el hueco de un talud. Un tubo estrecho que va de la granja hasta un claro del bosque, a un kilómetro y medio de aquí. ¡Es un pasadizo viejo, de los tiempos de la Revolución, cuando los monárquicos se fugaban para salvar lo puesto y la cabeza! Venían a refugiarse a la granja creyendo que no les descubrirían. Las bóvedas del techo son sólidas. Hay un montón de ratas, musarañas y murciélagos, pero nada peligroso. Podrás ir y venir sin que nadie te vea.
Cuando Stella era más joven venía a refugiarse a nuestra granja cuando la cosa se ponía fea. Se colaba en casa como un gato hambriento. Se tomaba un resto de sopa, mordía un corrusco de pan, se acurrucaba en el sofá delante de la televisión, veía una película y se volvía en la bicicleta en plena noche.
—¡Deja de hacerte la orgullosa! —le decía yo y le metía caramelos de miel en los bolsillos del plumón.
Había acabado por considerarla como mi propia hija.
Ella me sonreía y en esa sonrisa había tanta tristeza que yo prefería incluso que no sonriera.
O sea que esta noche, cuando ese hombre ha aparecido en nuestra cocina y nos ha dicho: vengo a buscar a Tom, no he chistado. Tom se ha ido detrás de él y luego Stella ha gritado tanto que Suzon se ha puesto a llorar.
Otro drama.
Georges mira el cielo y se pregunta por qué la vida se repite, por qué siempre pasa lo mismo. ¿Para que finalmente un día se comprenda y se solucione el problema de una vez por todas?
Pero hay que tener medios para solucionar el problema.
Hay que ser lo bastante fuerte, lo bastante astuto, lo bastante sabio.
Él dejó el colegio a los catorce años. Nunca ha leído libros de verdad. No cree en Dios. No ha hablado nunca con un cura. Entiende de árboles, plantas, animales, verduras, frutas, del viento que sopla del oeste y trae lluvia. Sabe talar un árbol o ahuyentar los gusanos blancos de los melocotoneros y de las higueras, colgando bolsitas llenas de cáscaras de huevo. Sabe perfectamente que en cuarto creciente hay que sembrar lechugas, coles, perifollos y perejil. Cosas así. Pero de hombres y de mujeres no entiende gran cosa.
Georges mira el cielo una última vez, como si debiera hallar una respuesta, se encoge de hombros y se dice: eres un imbécil, se seca las nalgas y entra en casa.
Stella entra en la cocina y tropieza con Toutmiel, acostado en el suelo. Sonríe. Si ese duerme de este modo, pegado a la puerta, es que Tom está bien.
—¿Qué haces aquí, pequeño? ¿Y dónde están los demás?
Toutmiel se incorpora como una roca inestable. Se tambalea, sacude el cuerpo. Se levanta sobre las patas traseras y reclama una caricia. Ella nota la dureza de sus patas a través del pantalón, le rasca la cabeza, le frota las orejas, le besa en el morro, le restriega bajo el mentón. Es un sentimental incurable y no se despegará hasta que no haya recibido su ración de palabras cariñosas y mimos.
—Guapo, eres el perro más guapo del mundo, cariñito mío. ¿Y Tom? ¿Duerme? ¿Está en su habitación?
Héctor, el loro, patalea en su jaula. Muerde los barrotes, esperando un trozo de pan con mantequilla o un cacahuete.
—Luego, colega, luego…
Él tampoco protesta. Eso es que no hay peligro. Se ha asustado por nada.
Deja la bolsa, se quita el sombrero, se alborota el pelo, se quita los zapatones de un puntapié, se arremanga el jersey y corre hacia la escalera.
Costaud y Cabot velan frente a la puerta entreabierta. Levantan la cabeza a la vez al oír sus pasos, y le echan una mirada como diciendo: ¿quién anda ahí?, que se transforma enseguida en cariñosa sumisión. Contienen su arrebato de cariño con la compostura de un mayordomo británico.
—¡Ah, mis niños! —exclama ella—. ¿Hacéis guardia? Sois demasiado buenos.
Saca unas galletas del bolsillo. Si a Toutmiel le gustan los mimos, los susurros que confirman su condición de favorito, Cabot y Costaud prefieren mordisquear unas galletas.
Tom duerme en su cama con una sonrisa de felicidad. Debe de estar soñando algo que le gusta. Tiene el mechón hacia atrás, como si la mano de un ángel le hubiera acariciado la frente.
Ella se deja caer a su lado y lanza una bocanada de aire, un suspiro, como una olla a presión. Tiene la sensación de estar a punto de explotar, repleta de sentimientos contradictorios: el alivio de comprobar que Tom duerme tranquilamente, la preocupación por su madre, sola en el hospital.
Pasa un brazo sobre los hombros de su hijo y le acerca. Le acuna mientras piensa, y el cuerpo cálido del niño la tranquiliza. Tengo que salvar a mamá, tengo que encontrar una solución. Edmond Courtois me ayudará, lo noto, esta tarde ha quedado claro. Puedo contar con él. Tom se mueve en sueños, alarga un brazo que la abofetea en la cara. Ella le coge la mano y la cubre de besos. He sido injusta con Suzon. Esta violencia interior que me sale como un cañón… Primero disparo y luego pienso.
Se separa, saca el teléfono del bolsillo y habla en voz muy baja.
—¿Suzon? ¿Dormías?
—Me has asustado, niña, no me gusta que suene el teléfono de noche.
—Quería pedirte perdón…
—No hace falta, Stella, no hace falta. Estás muy nerviosa. Todos estamos nerviosos.
—Eso no es razón.
—Va, niña, para o volveré a llorar…
—¿Le das un beso a Georges?
—Ha ido a acostarse.
—Hasta mañana.
—Yo me ocuparé de los animales. Así podrás dormir un poco más…
—Gracias, tata…
Stella mira a su hijo por última vez. Se inclina sobre él. Le besa en la frente, en la nariz, murmura: que duermas bien, cariño, mamá está aquí y te quiere y te protege…, cuando percibe una presencia en el umbral de la habitación.
Se pone tensa y se le agarrota la garganta hasta el punto de impedirle gritar.
Él está de pie, apoyado en el marco, la observa sin hacer el menor gesto. Alto, delgado pero musculoso, con el pelo de color miel peinado hacia atrás, los ojos grises, la nariz fina, recta, una barba de tres días y una leve sonrisa que dibuja una hendidura en su rostro. Tiene la mirada de un hombre que se mantiene en el borde de la vida para no caer en una trampa.
—¡Adrian!
Ella se lanza en sus brazos.
—¿Cuándo has llegado?
—Esta tarde… he ido a buscar a Tom a casa de Georges y Suzon.
—¡Ellos no me han dicho nada!
—Les prohibí que te lo contaran y me puse muy serio. Quería darte una sorpresa.
La abraza, la apretuja, la manosea.
—¡Oh! —gime ella buscando sus músculos bajo los jerséis.
Se abandona, dúctil y flexible, entre sus brazos, después se recompone, se aparta y le da puñetazos en el pecho.
—He pasado tanto miedo… ¿Por qué no me has avisado, por qué no me has dicho nada?
Él le pone las manos sobre las caderas como si fueran a bailar, la mantiene pegada a su cuerpo y le murmura muy bajito:
—Estoy aquí, princesa, estoy aquí, tenemos toda la noche para nosotros.
—Estoy cansada, Adrian. Si tú supieras…
—Yo estoy aquí. Siempre.
La coge en brazos, sale de la habitación de su hijo, la deposita sobre su cama.
—Encontraremos una solución. Siempre hemos encontrado una solución.
—Solo tenemos una noche y luego volverás a marcharte.
—Tienes que confiar en mí. ¿En quién más podrías confiar?
—Ya no lo sé. Ya no sé nada.
No quiere saber nada más.
Cierra los ojos y se deja llevar.
Julie ha ido a acostarse.
Madame Courtois todavía no ha vuelto.
Son las once de la noche y el cucú suizo de la cocina canta once veces.
Edmond Courtois se ha recluido en su taller. Un cuarto que se ha acondicionado junto al despacho. Allí arregla relojes antiguos. En este momento restaura un viejo reloj de bolsillo, un Zénith de plata con cifras en gótica negra que encontró en una chamarilería. Debe de ser de 1850, más o menos. Lo ha examinado durante un buen rato para hacer esa deducción. Le ha dado la vuelta, varias veces, entre los dedos. Ha imaginado a su primer propietario entregando el reloj a su propio hijo antes de morir, y así sucesivamente, hasta que fue a parar a ese lote de cajas llenas de piezas de relojes antiguos, a cincuenta euros cada una. Él se había quedado con todo. Agujas torcidas, muelles deformados, péndulos rotos, ejes de segundero hechos pedazos o esferas salpicadas de esquirlas, todos habían sufrido afrentas que los convertían en entrañables. Los relojes viejos tienen memoria. Cuentan historias. No como esas porquerías de plástico de hoy en día.
Él repara sus relojes y, mientras sus dedos se afanan, sus pensamientos dan vueltas y más vueltas. Su abuela tricotaba, su madre bordaba. Su tía Eugénie hacía crucigramas, y él se inclina sobre mecanismos oxidados, rotos, torcidos y los vuelve a poner en marcha.
Su mujer opina que pasa demasiado tiempo en el taller. Él se encoge de hombros. Me ayuda a pensar. Contar los dientes minúsculos de una rueda catalina le relaja. ¿El único problema? Le perjudica la vista. Ya no es joven. Perdió mucho tiempo cuando era joven.
Cuando estaba en la pandilla de Ray.
Tenían doce años, iban juntos a clase. Ray todavía se llamaba Raymond. Bocazas, enfadado. Maltratado por el joven Bourrachard, eso era algo sabido, él la emprendía con los niños y las niñas del colegio. Les birlaba los relojes, el dinero, las chocolatinas, los Bounty que encontraba en sus carteras o en sus bolsillos. Y les soltaba collejas.
Una vez desplumados, ellos huían como conejos y se daban la vuelta para asegurarse de que Raymond no volvía a la carga. Entonces él les hacía ese gesto, si hablas te rajo el cuello, y los críos corrían aún más. Nunca le acusaban.
A veces pactaba con algunos, yo no te molesto si tú a cambio organizas un guateque en tu casa el sábado por la noche, e invitas a Emmanuelle y Christelle, o me pasas tu moto a mediodía, tengo que hacer un recado.
También estaban los que se adelantaban y le ofrecían favores antes de que él les amenazara. Iban en busca de Raymond y le daban un soplo, un posible golpe, un lote de cazadoras almacenadas en una nave, la forma de entrar de noche en una tienda de deporte y robar la mercancía, unos prismáticos para espiar a la bella Annie que se tiraba al señor Settin, el farmacéutico.
Él se había encaprichado de Edmond. Le había propuesto que fuera su socio. ¡Y no era una nadería ser el socio de Raymond Valenti! Con su puesto en primera fila, a la derecha del jefe, Edmond tenía todo el tiempo del mundo para estudiar la naturaleza humana. Y elaboraba teorías que los demás escuchaban, con la boca abierta.
Afirmaba que había que dejar las cosas muy claras. Pegar fuerte al principio, para no tener que volver a pegar.
—¿Y después? —preguntaba Lancenny.
—Luego los tendremos rendidos a los pies —replicaba Edmond.
—Pues es verdad —decía Turquet—. A este tío le funciona el coco.
—No me extraña —concluía Raymond—. Es mi hermano. Mi hermano de sangre.
Y se golpeaba el pecho, sobre el corazón. Dos veces. Para hacerse el machote.
Fue Edmond quien había escogido el miedo como arma suprema.
—Es lo mejor. No necesitas desenfundar, nunca te pillan con el arma del crimen. Es intangible, invisible. Luis XI, que fue un rey inteligente, lo había entendido. En cuanto aparecía, la gente se arrodillaba ante él. Reinó durante mucho tiempo, podéis comprobarlo en vuestros libros de historia. Nosotros hacemos lo mismo, damos una buena paliza, instauramos el terror y luego vivimos de las rentas.
—¿De las ventas? —preguntaba Turquet.
—¡De las «rentas» con erre, Cangrejo!
Turquet continuaba sin entenderlo y Raymond se enfadaba.
—Venga, venga, sigue, ya nos seguirá cuando lo pille. Es brillante, creo que nos divertiremos mucho.
—Para instaurar el terror —continuaba Edmond— hay que disponer de munición. Secretos de familia, pequeñas bajezas que la gente esconde bajo la alfombra, rollos de cama, de dinero, de tierras. Hay que colarse, inmiscuirse, escuchar, hacerse colegas, sonsacar, recolectar, acumular. Hacerse con un stock de información. Y luego, amenazar con contarlo todo si no obedecen. Tardaremos un tiempo, seguro, pero habremos tejido una tela de araña muy valiosa y nos forraremos a su costa, tan tranquilos.
Raymond había aplaudido entusiasmado.
—¡Brillante, brillante! —repetía—. Eres un genio.
Edmond ideaba planes, estrategias. Para complacer a Ray. Para estar a la altura de su hermano de sangre. Se peinaba como él, llevaba los mismos vaqueros, balanceaba los hombros al andar, escondía la tripa. Seguía siendo regordete, pero se había musculado, había aprendido a pegar, a hablar alto, a meter los pulgares en la cinturilla del pantalón, a mirar fijamente a los ojos de la gente. Como Ray. Pero no disponía de ese mecanismo que Ray tenía en el cuerpo, que hipnotizaba a las chicas y los chicos. La belleza de Raymond era mágica. En cuanto aparecía todas se quedaban prendadas. Ladeaba la cabeza, arqueaba una ceja, se quedaba inmóvil y sus presas se entregaban, sumisas. En Saint-Chaland contaban que cuando era pequeño su madre le llevaba pegado a las faldas para que las mujeres no le tocaran el pelo o le acariciaran la mejilla. ¡Incluida mi madre!, suspira Edmond, mientras busca la aceitera para engrasar un resorte. Aquella mujer pura como un lirio reconocía que aquel hombre tenía una belleza diabólica. ¡Estoy encantada de ser vieja, porque me habría costado resistirme!
Fue a Edmond a quien se le ocurrió acortarle el nombre.
—Tiene razón el señoritingo ese, Raymond es vulgar. En cambio Ray, Ray Valenti, es nombre de personaje de leyenda. De actor de cine. La gente te verá bajar por la calle principal, con dos colts balanceándose en las caderas, como en un western…
Raymond no lo pensó siquiera.
—¡Sí! ¡Ray Valenti! ¡Suena bien, impone! ¿Lo habéis entendido, tíos?, ahora me llamo así. ¡Hacedlo correr!
Después de dejar el colegio, Ray había vagabundeado por ahí. Daba vueltas en su motocicleta. Decía: parezco una mosca. No paraba de quejarse, se presentaba en casa de Edmond.
—Vente conmigo. Me aburro…
Edmond estudiaba para la selectividad. Quería entrar en el preparatorio de la Escuela Superior de Comercio.
A Edmond no le gustaba demasiado que Ray llamara a la puerta de su casa. Él vivía con su madre, su abuela y su tía, tres mujeres que le alimentaban, le llamaban conejito, mi ojito derecho, corrían detrás de él para anudarle la bufanda, para darle un jarabe, para peinarle, para ponerle brillantina. Le daría vergüenza que le llamaran ojito derecho delante de Ray. Su padre había muerto de tuberculosis cuando él tenía cuatro años. El taller de relojería era suyo. Edmond había heredado las herramientas, todas de primera calidad, Made in Switzerland. Y una foto en blanco y negro en que se veía a su padre zampándose un bocadillo en una granja en Alemania, en la época del STO[20]. Era guapo, su padre, fuerte, alto, musculoso y con un gesto de vendedor con mucha labia. Como Ray.
Ray iba a dar vueltas por los bosques a la caza de un gran golpe. Volvía a llamar a la puerta de los Courtois.
—Me aburro como una ostra, Edmond. ¡Búscame algo que hacer o me volveré loco!
Un día que fue a buscar su carnet de identidad al ayuntamiento, Edmond vio un cartel que animaba a apuntarse a unas oposiciones a bombero. Su tío Léon era bombero. Al final de cada festejo, después de uno o dos coñacs, contaba sus hazañas mientras le daba vueltas al vaso que tenía en las manos. Nadie se atrevía a interrumpirle. En su primer incendio, había quedado atrapado entre las llamas al echar abajo una puerta para rescatar a una familia. Tuvo la sensación de que había perdido un brazo. La manga de la chaqueta, encogida por efecto del calor, le había quedado a la altura del codo, y había sufrido quemaduras de segundo grado. Léon dejaba el coñac sobre la mesa, se subía despacio la manga derecha y exhibía la piel chamuscada como una rodaja de carne hinchada, marrón, rosa pálido.
Edmond había empujado a Ray a apuntarse al examen, ¡te convertirás en un héroe, colega! Le había hecho repasar un poco el francés, un poco de matemáticas, sumas y restas, la regla de tres, volúmenes. En cuanto a la forma física, no tendrás ningún problema. Con el uniforme, estarás perfecto.
Había funcionado a la perfección.
Ray había aprobado las oposiciones al cuerpo de bomberos de Sens.
Y había destacado enseguida.
En el primer incendio había subido el primero y, sirviéndose de las mangas más potentes, había rescatado a tres críos atrapados por las llamas y a su compañero caído en el suelo. Cuando se había quitado los guantes la piel de los dedos le colgaba hecha jirones. Como esos guantes de un solo uso.
Ray tenía veinte años y la cara tiznada de felicidad.
Había buscado la mirada de Edmond detrás de las barricadas y le había dedicado una sonrisa radiante que decía: gracias, amigo, gracias, tenías toda la razón.
A Edmond se le encogió el corazón.
Como si él también tuviera los dedos como guantes de un solo uso.
Orgulloso de su hermano de sangre, orgulloso de su mitad.
Aquella noche, sintió que él y Ray Valenti eran una sola persona.
Edmond aparta con cuidado la lámpara Solène que ilumina el péndulo. Saca un cepillito, lo cubre con una pasta abrillantadora y se inclina sobre la pieza que debe limpiar.
Aquella noche había supuesto la cima de su amistad. Dos seres mezclados por una fusión tan incandescente como el incendio que acababan de vivir. Una noche luminosa, blanca, roja y negra, negra como el hollín, roja como la sangre, y blanca y resplandeciente como la sonrisa de Ray.
Él había fabricado a Ray Valenti, la leyenda. Y Ray Valenti había hecho de él, Edmond, un hombre. Le había apartado de la bufanda, del ojito derecho, del jarabe para la tos, de la brillantina y de los pantalones apretados. Él le había dado hambre de éxito, había ampliado sus horizontes.
Edmond no había adivinado que aquella noche era el final. No captó que Ray, ungido con su nueva corona de héroe, ya no le necesitaría. Que se buscaría otros ídolos. Para respetarles y destrozarles después. Hasta el día en que se alzara totalmente solo sobre el pedestal de su locura. De su omnipotencia.
Edmond deja el torno, la pinza-cangrejo, las pequeñas espátulas para extraer las manecillas sin torcerlas ni romperlas. Se rasca la punta de la nariz. Se echa hacia atrás. Cruza los brazos detrás de la cabeza.
Todo había cambiado después de la llegada de Roland Clairval.
Hasta entonces, la pandilla hacía pequeños hurtos, gamberradas de chavales. Era como su particular guerra de los botones[21].
Roland era sobrino del alcalde. Hijo de Laurent Clairval, diputado centrista y muy amigo de Jean Lecanuet. Roland había suspendido el examen de acceso a una escuela de ingeniería, una escuela menor que Edmond no había oído nombrar, y su padre le había enviado a Saint-Chaland para que estudiara y volviera a presentarse en septiembre. Dos meses de castigo.
Había llegado montado sobre una moto enorme, una Harley Davidson que había dejado KO a Ray. Había instalado un aparato de música en esa máquina, y cuando la banda de Ray escuchaba «Déjame amarte» de Mike Brant, y todos repetían a voces «toda la nooooche» mientras orinaban contra la pared, Roland Clairval hacía que de su máquina de gran cilindrada sonara por las calles de la ciudad «Jumping Jack Flash» a todo volumen.
—¡No quedaremos como unos gilipollas! —Aquel gesto de Ray significó el destierro definitivo de Mike Brant.
Roland Clairval pasaba una y otra vez ante sus ojos deslumbrados. Frenaba, les hacía escuchar el ruidito de la Harley y luego aceleraba y desaparecía entre una nube de polvo.
—¡Uau, tíos! ¿Habéis visto eso?
Fue lo único que Ray pudo decir. Se había quedado sin respiración. Quería hacerse amigo del tío de la Harley a toda costa.
Envió a Turquet, envió a Gerson, envió a Lancenny a seguirle los pasos al bólido y a su propietario, incluso quiso enviar a Edmond.
—Ve tú, si es que tanto te interesa… —mascullaba Edmond.
—¡Ay que el niño se enfada! ¿Estás celosa, zorrita mía?
Edmond le ignoraba y se iba.
—¡Venga! ¡Era cachondeo, vuelve! —gritaba Ray—. ¡Mierda, no se le puede decir nada a este!
Edmond volvía a casa, veía la televisión. O abría un libro. Preparaba el examen de entrada a la HEC y no estaba dispuesto a fracasar.
Aquel verano las cosas se pusieron en su sitio.
Se escribió el destino de cada cual sin que nadie se diera cuenta. Un viento funesto se abatió sobre las callejuelas de Saint-Chaland.
Ray acabó encontrándose con Roland Clairval junto a la nueva máquina del millón del café Lancenny. Una máquina mucho más rápida que cuando se encendía, se iluminaba y aparecían pin-ups en biquini. Hablaron de motos, de cilindros custom o cruiser[22], autoencendido de platino. Roland dejó que Ray montara en su bólido.
—¡Una FX 1200 Super Glide no es una moto para señoritingas! Y fíjate, sillín y guardabarros de poliéster. ¡Estamos hablando de un mito prácticamente!
—¿Puedo dar una vuelta? —preguntó Ray babeando de envidia.
—¿Qué me das a cambio? —replicó Roland Clairval, con gesto torvo.
Aquel tío no sonreía, torcía la boca.
—Una cita con Valérie. Es la chica más guapa de Saint-Chaland, y hará lo que yo le diga.
—Vale. ¿Esta noche, aquí, a las nueve? Le dices tú que no me falle, ¿eh?
—Ok. Ningún problema.
Y Ray se montó en la FX 1200 Super Glide.
Alardeó por toda la ciudad. Frenó delante de la farmacia, saludó a Annie que estaba hablando con el farmacéutico, le guiñó el ojo. Derrapó frente a la casa de Valérie. Ella salió enseguida moviendo las manos, para que se le secaran las uñas pintadas de rojo. Él le dijo: quedamos a las nueve en punto, ponte guapa, tengo pensada una cosa para ti, y ella volvió a entrar en su casa saltando de alegría.
Cuando bajaba de la moto, Roland Clairval no era muy seductor. Bajito, con la cabeza plana, sin cuello, con cara de malhumor, el mentón hundido, dos ojitos marrones de hurón y una pelambrera rubia al viento, que parecía más una peluca que una melena. Solo se impacientaba por una cosa: que Ray le devolviera su moto y montarse en ella para recuperar el prestigio.
Tenía una cámara Kodak Instamatic y una Polaroid color. Insistía mucho en la palabra «color».
Filmaba a Ray y su pandilla, les hacía fotos, les ponía en situación. Mi sueño es dedicarme al cine, decía con aire de inspiración, mi padre nunca ha querido.
Llevaba pantalones tipo pata de elefante de color naranja, morado, amarillo, botines de tacón alto, shetlands descoloridos que le ceñían el torso y una pequeña cazadora blanca de escay. En Saint-Chaland nadie había visto nunca nada parecido.
—No me extraña… ¡Aquí no conocéis Renoma! ¡In Paris es THE boutique!
Torcía la boca como si pensara: ¡panda de palurdos!
Ray encajaba ese desprecio, esa arrogancia, mientras pudiera conducir la Harley. Le pedía a Valérie que le entretuviera, ¡ya sabes qué quiero decir, muñeca! ¡Te lo compensaré! Y se iba a recorrer las carreteras.
Edmond Courtois pasó poco tiempo con la pandilla aquel verano.
Tenía una buena excusa: preparaba los exámenes.
Una tarde, Ray, montado en la Harley, vio a Léonie en la parada del autobús. Volvía de la facultad donde terminaba segundo de derecho. Él se paró, le sonrió, la invitó a subir detrás.
Ella se negó, ruborizada.
Él arrancó y le hizo un gesto con la mano. Luego volvió a acercarse, paró la máquina y le abrió los brazos diciendo: ¡vamos, ven! Ella se puso más colorada. Él le dedicó su sonrisa penetrante, su mirada, sacó pecho, la obligó a retroceder ante el envite de su dentadura blanca, de sus ojos negros, de sus brazos extendidos que sujetaban con fuerza el manillar de la Harley. Ella apretó los libros contra el pecho con la cabeza gacha, y dio varios pasos hacia atrás incapaz de despegarse de los ojos de Ray.
Entonces, sin decir una palabra, él volvió a marcharse.
La observó por el retrovisor. Ella se había dejado caer en el banco de la parada de autobuses y los libros fueron a parar al suelo. ¡Bingo!, se había dicho Ray, la tengo en el bote, y había corrido a contárselo a Edmond.
—¿Has visto todo lo que se puede hacer con una moto? ¡Tengo loca a la chica de la mansión!
Edmond se le quedó mirando, molesto.
—Sin la Harley también la tendrías loca, Ray.
—¿Tú crees? ¿Lo crees de verdad? Esa chica no es como las demás.
Parecía sincero.
—¿No te das cuenta del efecto que produces en la gente? No me digas que no te has enterado…
—Con los de Saint-Chaland, vale, pero la chica de la mansión…
—Es como todas las demás, Ray. Es una chica, nada más que eso.
—¡Ah, no, Edmond! No es como las demás. Es diferente. No sabría decirte en qué, pero se le nota, en todo.
A Edmond le conmovió la ingenuidad emocional que mostraba Ray.
—¿Te impone?
Ray había movido los hombros e hizo una mueca, un poco, la verdad, no es cualquier…
Se había puesto a secar el carenado de la moto con la manga y preguntó:
—¿Tú crees que si la invitara al cine aceptaría?
—Pruébalo. Yo creo que sí.
—No quiero que me mande a paseo… Si fueras yo, ¿qué harías?
—Si no acepta nadie se enterará. No es de ese tipo de chicas que van contándolo todo por ahí.
—Tienes razón. La invitaré… En Sens ponen Love Story. Eso está bien para una chica, ¿no?
—Sí, Ray, está bien.
Cuando a Roland Clairval le mandaron de vuelta a París, Edmond volvió a ser el confidente de Ray. Pero algo se había roto. El juego había terminado. Terminó la guerra de los botones.
El año siguiente le admitieron en HEC. Se instaló en Jouy-en-Josas. Vivía en el campus. Era un poco triste, solo había chicos, la escuela todavía no admitía chicas.
Su madre le había comprado un Simca 1000 de segunda mano y Edmond volvía a Saint-Chaland algunos fines de semana y en vacaciones. Se reencontraba con Ray y la pandilla. Turquet había entrado en el registro civil del ayuntamiento, Gerson había encontrado trabajo con un mecánico y planeaba comprar el taller cuando su jefe se jubilara. No tiene hijos y está a buenas conmigo, decía mientras se limpiaba las uñas negras con los dientes. Lancenny trabajaba en el bar de su padre y aprendía a preparar Picon con cerveza. Estaban como siempre. Seguían con sus trapicheos, protegidos por Ray, cada vez más respetado, y se repartían el botín, el dinero, las chicas, las comisiones en especies.
Edmond ya no sabía muy bien qué decirles pero, ahora, en la pandilla, estaba Léonie. Léonie del brazo de Ray. Léonie siempre al lado del jefe. Cogida del brazo del jefe. Ya sumisa, ya perdida.
Léonie convertida en una mujer joven y guapa, con una sonrisa tímida y dulce. Léonie que inclinaba la cabeza y escuchaba, rechazaba una familiaridad excesiva con mano suave, posaba sus ojos azules sobre ti como un papel secante que te absorbía, y se echaba a reír con una risita asustada, con la cabeza hacia un lado, a modo de disculpa.
Léonie, una sinfonía de encantos femeninos.
Léonie, a quien él no podía dejar de mirar.
Pensaba en ella de día, pensaba en ella de noche.
Le robaba cosillas. Un tubo de pomada para los labios, un botón de la blusa que se le había caído, una partitura de música con la huella de sus dedos.
Recogía el chicle que ella había pegado bajo la mesa del café y se lo guardaba en el pañuelo. Lo masticaba solo, en la cama, imaginando la marca de sus dientes en la goma de mascar. Léonie tenía dentadura de niña pequeña, con un hueco delante. Dientes de la suerte… Él le prestaba su bufanda cuando refrescaba, ella se la ponía sobre la punta de la nariz y él la miraba, encantado. La bufanda quedaba impregnada de su olor, de la calidez de su cuello. Cuando ella se la devolvía, él la metía bajo la almohada y la respiraba de noche.
En presencia de Léonie, Edmond confundía las palabras, sudaba, como si estuviera ante una diosa.
Oye el motor de un coche y la puerta del garaje que se abre. Debe de ser su mujer que vuelve de la partida de bridge. Pasos que resuenan, un portazo, una voz estridente:
—¿Edmond? ¿Estás ahí? Hay luz en tu despacho.
Él no contesta. Si quiere hablar con él, empujará la puerta y entrará. Él no es un perro al que uno silba desde lejos.
—¿Edmond?
La voz vacila. Insiste una vez más. ¿Edmond? El tono ha cambiado. Impaciente, irritado.
—Bueno…, subo a acostarme. ¡No tardes!
Eso es, piensa él, sube a acostarte, ponte los tapones en los oídos y duerme.
Léonie solo tenía ojos para Ray y Ray exhibía a Léonie. Le levantaba la falda para que admiraran sus piernas, sus muslos, le pellizcaba los senos, la besaba en la boca delante de todo el mundo, le daba palmaditas en el trasero y le ordenaba: venga, vida, complace a tu hombre. Y ella se sentaba en sus rodillas para que él pudiera manosearla a su antojo. O iba a buscarle una cerveza. Sin espuma. He dicho sin espuma. Y subía el tono.
Léonie obedecía. Léonie se ruborizaba. Léonie se dejaba besar. Luego se levantaba diciendo que tenía que ir a estudiar. Estaba en el último curso de derecho y quería aprobar los exámenes a toda costa, y sacarse el título. Es importante para mí, es dentro de un mes, el último obstáculo, añadía para hacerse perdonar.
Ray protestaba. Le hacía prometer que volvería pronto. La sujetaba del brazo, se lo retorcía cuando ella trataba de irse. Ella se iba dando brincos, se daba la vuelta para enviarle besitos, volvía corriendo a besarle y se marchaba a la mansión, donde se encerraba toda la tarde a estudiar.
Un día, cuando estaban todos sentados en la terraza del café, y hacía tanto calor que los chicos ya iban por la tercera cerveza y se olían las axilas diciendo ¡mierda, qué calor!, Léonie, que estaba bebiendo una menta con hielo y masticando los cubitos, murmuró frunciendo el ceño que ya era hora de irse a estudiar, ¡dentro de dos días habré terminado! Sabía que Ray se enfadaría. Inclinó los hombros, removió la caña en el vaso y repitió dos días, como excusa de una falta que no volvería a repetirse.
—La señorita quiere sacarse su título —gruñó Ray—. La señorita quiere marcar diferencias.
—¿Su título de qué? —preguntó Turquet como si no lo supiera.
Siempre la misma comedia. Siempre los mismos papeles que los chicos representaban con cara de sorpresa.
—Su título de derecho —contestó Ray mojando los labios en la jarra de cerveza.
—¿Y eso para qué sirve? —dijo Gérard secándose la frente—. Aparte de para llevar esa túnica negra con la que parecen cuervos…
Y se puso a cloquear moviendo los brazos, como el cuervo que sobrevuela los bosques.
—Yo quiero defender a las mujeres y a los niños, y a todos los oprimidos —protestó Léonie.
—¿Y a los hombres no? ¿No me defenderás a mí? —dijo Ray con sarcasmo.
—Pues claro que sí… ¡Lo sabes perfectamente, no te hagas el tonto! —murmuró tímidamente Léonie.
—¡Oh! ¡Vaya una forma de hablarle! —exclamó Turquet—. «¡No te hagas el tonto!». ¿Y tú no dices nada? ¿Se lo permites?
Edmond había vuelto la cabeza. Vio a la madre Valenti, toda vestida de negro, que cruzaba la plaza con su cesta de ropa limpia y planchada para llevarla a casa de una de sus patronas. Notó cómo subía la tensión y rezó para que Léonie se marchara corriendo. Pero ella se quedó allí de pie, con las caderas pegadas a la mesa del bar, abrazándose el pecho con las manos, dando pataditas en el suelo.
—¡Tiene razón! No me hables así, ¿entendido? —bramó Ray.
La madre Valenti pasó junto a ellos sin pararse y sonrió con malicia.
Léonie bajó la cabeza temblando y dijo:
—Bueno, ya me voy…
—Espera —dijo Ray—. Yo te acompañaré.
Léonie le miró, sorprendida.
—No hace falta, ¿sabes…?
—¡Te digo que sí! —vociferó él.
—¿Estás seguro? He venido en bicicleta.
—Olvídate de la bici, te digo que te acompaño… Déjala aquí, mañana la recoges y ya está. ¿Me pasas la llave de tu cacharro, Gégé?
Gérard le tiró la llave del 4L, aparcado justo delante del café. Ray la cogió al vuelo. Agarró a Léonie del brazo. La empujó delante. Abrió la puerta del 4L, y cuando ella puso la mano derecha en la parte de arriba de la portezuela, y fue a sentarse de forma que no se le levantara la falda, él le pilló los dedos con la puerta.
Ella dio un grito y se desmayó.
Tenía tres dedos rotos.
Nunca se presentó a los exámenes, jamás se licenció en derecho.
Aquel día, Edmond comprendió que había contribuido a crear un monstruo.
Los fines de semana se quedaba en el campus y prácticamente ya no volvió a Saint-Chaland.
Se fue a Inglaterra, a Norteamérica, a México, a la India y a Brasil de vacaciones.
Un día le llegó la noticia de que Ray y Léonie se habían casado.
Tuvo ganas de vomitar y tiró su caja de recuerdos, donde guardaba los chicles, los pasadores, los pañuelos, las pajitas de plástico que le había birlado a Léonie.
A veces en Saint-Chaland se cruzaba con la pareja por la calle, cuando iba de paso a darles un beso a su madre, su tía y su abuela. Ray le saludaba, Léonie bajaba los ojos. Él les devolvía educadamente el saludo.
Volvió a verles en la boda de Gérard Lancenny. Le pareció que Léonie le evitaba. Estaba pálida, muda. Se quedó en un rincón, mirando cómo bailaban los demás. Tenía unas ojeras enormes. Cuando él se acercó para hablarle, ella le eludió y fue a refugiarse detrás del aparador. Él no insistió.
Volvió a verles en la boda de Gerson.
Le sorprendió oír determinados comentarios. ¡Llevan casados cuatro años y aún no han tenido hijos! ¿Tú qué opinas, amigo mío?, le preguntó Gerson padre. La gente de aquí empieza a comentar y ya vuelve a oírse aquello de Huevoseco, y a Raymond eso le pone enfermo. ¿No te lo ha contado? Pues tú eres el único con quien lo hablaría.
Edmond replicó que no, que él no sabía nada. Nada de nada. No iba a menudo a Saint-Chaland. Trabajaba en DuPont, ya sabe, el grupo químico americano.
—Viajo constantemente. Hong Kong, Wilmington, Honolulú, Londres. Aprendo cómo funciona el negocio. La verdad es que no tengo tiempo para estar al día de los cotilleos.
—Yo te lo he dicho por decir —farfulló Gerson padre—. Creía que lo sabías.
—Pues no…, y si quiere que le diga la verdad, ¡me importa muy poco!
Dos años después, Edmond Courtois dejó DuPont y recompró la Chatarrería de Saint-Chaland. Volvió al terruño.
Y fue entonces cuando pasó lo que él creía que no podía pasar nunca. Esa cosa en la cual no podía pensar sin que se le revolviera el estómago, la vergüenza que le marcó como un hierro candente.
Una noche dorada y negra de tormenta, Ray llamó a su puerta.
Aquella noche, Edmond entró en el infierno.
Si se puede llamar infierno a aquello que nos priva de amor para siempre.
No terminará la limpieza del reloj de bolsillo esta noche. La visita de Stella ha activado una descarga de recuerdos que le taladra la mente.
Durante años, se ha abstenido de pensar en ello. Se ha abstenido de volver atrás.
Se había sumergido en el trabajo hasta llegar a perder la cabeza, las aficiones y el sueño. En la Chatarrería trabajaba como los demás empleados: con las manos en el metal, el polvo, las limaduras, la grasa negra de las baterías. Aprendió las oscilaciones del precio del cobre, del latón, del aluminio, del acero inoxidable y del zinc. Aprendió a descontaminar los coches, a clasificar, a localizar las baterías, a distinguir el material robado, todo el que provenía de la SNCF por ejemplo, y a rechazarlo. Quería saberlo absolutamente todo para tener la libertad de atreverse a todo. No quería ser un jefe que no se ensucia las manos.
Un día, se enteró de que Léonie iba a tener un hijo.
Se llevó la mano al corazón y creyó morir.
¿Era posible que ese hijo fuera suyo? ¡No! Imposible. Y sin embargo…
Y sin embargo, había soñado tanto con eso que se dijo que a lo mejor…, e inmediatamente después para, basta, y se daba cachetes en la cabeza para ahuyentar esas ocurrencias demenciales.
Corrió al local de Gérard, abrió la puerta del café con un golpe de hombro y se lanzó sobre Ray gritando: ¡cerdo, cerdo! ¡Has ganado! Ambos rodaron por el suelo, sobre el serrín que acababa de echar el viejo Lancenny. Estaban Turquet, Gerson, Gégé y todos le miraban a él, Edmond Courtois, que estaba pegando a Ray. Los golpes se intensificaron y curiosamente Ray apenas luchó, levantaba los codos, las rodillas, se protegía y gritaba palabras incomprensibles.
Estuvieron un buen rato en el suelo. Después, Edmond se levantó y escupió sobre Ray que permanecía en tierra.
Varios meses después, nació Stella.
Ray se pavoneaba por la ciudad exhibiendo a su bebé. Lo blandía como si portara una bandera. Orgulloso, muy tieso, le contaba a todo el mundo que la niña tenía sus mismos ojos, su boca, su barbilla. Era el vivo retrato de su padre. Ummm, decían las malas lenguas, más bien parece una foto de su madre.
Edmond se había casado. Había contraído matrimonio con Solange Gavillon poco después de la pelea en el local del padre de Lancenny. Ella le miraba con lo que a él le pareció ternura, aunque Edmond había perdido el gusto por la ternura. Nueve meses después había tenido una hijita, la pequeña Julie, que le arrancó una sonrisa, la primera desde hacía mucho tiempo.
En ese momento le costaba separarse de su hija. Quería verla crecer. Ofrecerle la ternura que nunca había sabido a quién dar. Edmond evitaba Saint-Chaland y cuando Solange y él querían ir al cine o a un restaurante se iban a Sens. O a París.
No tenía noticias de Léonie. Ni de Ray. Se mantenía alejado de ambos.
A veces oía comentarios que no le gustaban. Se tapaba los oídos. No quería seguir siendo un juguete. Había sufrido demasiado.
Nunca habría imaginado que se podía sufrir de ese modo.
La visita de Stella esta noche ha despertado su antiguo dolor. Sus antiguos recuerdos.
Tiene que ayudar a salvar a Léonie.
Tiene que ayudar a Léonie a salir a la superficie.
Eso es lo que le dijo a Duré el otro día en el hospital, ya basta, no podemos seguir mirando hacia otro lado, ¿has visto en qué estado estaba ella cuando llegó a urgencias? ¿Y vas a enviarla de vuelta a su casa? Esta vez, la mata, amigo mío, seguro. Y no vuelvas a decirme lo mismo de siempre, que es un asunto entre ellos, que nosotros no hemos de meternos en eso. No quiero volver a oír esas palabras. Me dan asco. ¿Qué tienes que reprocharte tú para tener tanto miedo?
Duré desviaba la mirada.
Él había proseguido:
—No quiero saberlo, no me interesa. Te pido simplemente que lo pienses y te preguntes una cosa: ¿vale la pena dejar que masacren a esa mujer por eso?
Duré no había dicho nada.
—¿Tú eres médico? ¿Has oído hablar del juramento hipocrático? —había insistido Edmond.
—Deja que lo medite, no es tan fácil…
—Te doy veinticuatro horas para que te pelees con tu conciencia, porque es a ella a quien tendrás que rendirle cuentas. ¡Hasta que te mueras!
Y se había dado media vuelta.
Recorrió el pasillo del hospital notando los ojos de Duré clavados en la espalda.
Le daba exactamente igual. Había sido cobarde demasiado tiempo.
—¡Pero, Edmond, qué haces, ven a acostarte! —grita Solange Courtois en la escalera.
—Estoy hablando con Nueva Delhi. Déjame.
—No estás hablando con nadie. ¡Ya vuelves a jugar con tus relojes viejos!
Edmond no contesta.
Oye los pasos de su mujer que baja unos peldaños, vacila, vuelve a subir.
—¡Y mañana por la noche no vengas quejándote de que estás cansado! Cenamos en casa de los Duré…
—¡Déjame en paz! —gruñe él desde su despacho.
—¡Como quieras! —dice ella.
Y vuelve a entrar en su habitación, se sienta en el borde de la cama y refunfuña: ¡al fin y al cabo será él el que estará cansado, no yo! Mientras ponga buena cara en casa de los Duré…
Se quita la bata, se abrocha el camisón largo, grueso y abrigado, y se tumba en el lado derecho de la cama. Su lado. El babá al ron le repite un poco. Mañana por la noche no tomará postre. Se nota hinchada. Y habrá que acordarse de llevar un buen vino. Los Duré son gente importante en Saint-Chaland.
¿Y quiénes serán los otros invitados?, se pregunta mientras amasa los tapones de cera entre los dedos. Tendré que preguntárselo a Maryse Duré para escoger bien mi vestido. Se mete un tapón en cada oreja, los aprieta, los aplana con el índice. Se relaja un segundo, y luego arruga la frente y decide la lista de cosas que hacer mañana antes de taparse con la manta y dormirse.
Es más de medianoche. Adrian y Stella descansan, la mejilla de Stella sobre el torso de Adrian, la mano gruesa de Adrian sobre la cadera de Stella. Encajados uno con otro, como las piezas de un puzle. Inmóviles. Colmados de una felicidad que no son capaces de describir. Las palabras no son lo suyo. Abren la boca para hablar y vuelven a cerrarla, impotentes.
La ventana está abierta de par en par, para que al menor crujido sospechoso Adrian se ponga las botas y el vaquero de un salto. Baje a la bodega, vuelva al subterráneo, desaparezca en las entrañas de la tierra. ¡Visto y no visto! No me atraparás, Ray Valenti. Ellos no tienen miedo. Toman precauciones, simplemente.
Escuchan los ruidos de la noche.
Intentan identificar cada sonido. Adrian dice, con su ligero acento: la noche es mi terreno. Stella sonríe, ella conoce la noche mejor que él.
Escuchan la fricción de las ramas, una lechuza que grita, el búho que le responde, las ocas que graznan al menor ruido.
—¡Menudas porteras! ¡Estás bien protegida con ellas!
—¿Y eso? ¿Sabes qué es?
Adrian aguza el oído y dice que no con la cabeza.
—Son las musarañas que chillan… —dice Stella.
—No me gustan. Pululan por el subterráneo.
Un erizo goloso, siempre el mismo, viene a rebuscar en las escudillas de los perros. Se oye su hocico golpeando contra las paredes metálicas y arrastrándolas por el suelo.
Adrian pregunta:
—¿Qué es ese ruido?
—Es el erizo. ¡Me olvidé de entrar la pitanza de los perros ayer noche y lo aprovecha!
Se ríen. Ruedan sobre la cama, estrechan el nudo que forman sus cuerpos.
—La próxima vez —dice Adrian—, iremos al árbol y nos llevaremos a Tom.
Adrian ha construido una gran plataforma en el árbol donde ella se refugiaba antes. Les aguanta a los tres. A veinte metros del suelo. Con una sólida red de seguridad. Ellos se balancean, respiran los olores de la noche. Tom pone un brazo alrededor del cuello de su padre y su madre imita los gritos de los animales. Adrian le explica cómo huir de un oso amenazador, retrocedes agitando los brazos y sin parar de hablar. Tom le dedica una mirada de admiración. Stella sonríe, feliz con sus dos hombres.
Una gallina salvaje suelta un grito de victoria.
Stella se enfada.
—¡Ya está! ¡Ha puesto un huevo!
—¿En plena noche?
—¡Estas gallinas son unos trastos! ¡Estoy harta! Esconden los huevos, los incuban a escondidas y luego me encuentro con una docena de pollitos que se zampan mis lechugas y me destrozan las cercas. Ya verás… ¡Dentro de treinta segundos, el gallo cantará como si hubiera sido él quien ha puesto el huevo!
Y el gallo canta, triunfante, se desgarra los pulmones, provocando a las ocas que se ponen a graznar, los palomos a volar.
—¡Menudo jaleo!
—¿Te das cuenta de cómo vivimos? —suspira Stella—. Las otras parejas hablan de sus cenas, de sus amigos, y nosotros aquí escuchando a los animales, los árboles y el viento.
—¡Tú no soportarías tener vida socialista!
—Se dice «social», no «socialista».
—Entonces, no soportarías tener vida social…
—Podría ponerme vestidos bonitos y volverte loco de celos.
—¡Tú pruébalo y verás, ni me inmutaría!
—¡A ver si es verdad! No te muevas. Cierra los ojos y me esperas, ¿prometido?
—Prometido.
Él enciende un cigarrillo y se despereza rascándose el torso.
Ella se libera de sus brazos, salta de la cama, se mete en el cuarto de baño.
Ve la luna en el marco de la ventana. Redonda, blanca y gris. Brilla como una hembra preñada. Parece que no me pierde de vista y me protege. Se siente grácil, femenina.
Adrian. Su mirada gris, su piel suave como la piel de una mujer, su media sonrisa que no se abre casi nunca. Un guerrero color de miel que la tiene subyugada.
Él juega al escondite con Ray Valenti. Ray quiere atraparle. Quiere que la policía se lleve a Adrian escoltado, que le devuelvan a la frontera. ¡Un escobazo para el sin papeles! El amor de Stella, el primer hombre que se le ha acercado después de aquel cuchillo en el vientre de noche. El hombre que la hace reír y bailar en la cocina, «once I had a love and it was a gas, soon turned out had a heart of glass…», ponerse un vestido bonito, sentarse a una mesa frente a un pollo asado y unas velas que solo arden por ella, por sus ojos de perro de las nieves enmarcados por pestañas negras, y su mechón de bebé alborotado en la coronilla.
Stella se fijó enseguida en él en la Chatarrería.
Había llegado al amanecer, con su petate en la mano, una camiseta rota, una cazadora mugrienta. Sin afeitar, con el pelo sucio, pegado a la frente, farfullando palabras en inglés. Julie le había recibido en su oficina y le había puesto a reciclar. Trabajaba duro, no se escaqueaba nunca. Stella, desde lejos, miraba sus brazos levantar vigas metálicas sin que se le crispara el gesto. Y siempre con esa media sonrisa que parecía decir: esto está tirado, tirado, sus manos hábiles con los guantes gruesos, los regueros de sudor de su rostro negro de polvo y hollín. Él hablaba con Maurice, Houcine y Boubou que le enseñaban francés. Aprendía rápido. Ella fingía no verle, pero no podía apartar los ojos de él. Él se incorporaba y la pillaba mirándole. Ella volvía la cabeza.
Habían bailado esa danza de las miradas durante semanas y semanas. Él, mudo, trabajaba, sudaba, dormía en un rincón de la nave, se duchaba con los demás, comía con ellos, estudiaba una vieja gramática francesa que Boubou le había traído. Ella iba y venía con su camión, protegida en la cabina, detrás de sus mechones rubios y sus pingos de hombre.
Un día que ella desembalaba mercancía con Boubou y Houcine, Adrian había esperado que hubieran terminado de seleccionar y colocar, esperó a que los demás se hubieran alejado para empujar la puerta del hangar que había rodado sobre el rail y estaba cerrada. Plantado sobre las piernas, le había impedido el paso.
Ella se había quedado inmóvil y le había soltado:
—¿Qué quieres?
—Lo que tú quieres.
Ella se había alterado tanto que le había dado la espalda y había subido por la escalerita que llevaba al despacho de Jérôme.
—¿Ahora sales por aquí? —había preguntado Jérôme, divertido.
—¡No es asunto tuyo! —había replicado ella, furiosa.
A la mañana siguiente, se había reiniciado el baile. Se buscaban con los ojos, se evitaban, volvían, se colaban, huían. Stella cerró de un portazo la puerta del camión y volvió a la carretera. Habían echado la persiana, conectaron la alarma y se gritaron: ¡buenas noches, chavales!
Esa había sido su primera noche. Sobre la paja de Adrian, en el rincón del hangar. Torpes, silenciosos. No habían tenido tiempo de pasar frío. Acercaban las manos y saltaban chispas. Acercaban las bocas y también saltaban chispas. Apartaban con la mano el aire que crepitaba a su alrededor.
Y luego, el chisporroteo había llegado a su fin y él se había lanzado sobre ella.
—Despacio —había murmurado Stella.
—Lo sé… —había contestado él acariciándole el cabello.
—Tú no sabes nada.
Ella tenía ganas de rechazarle. Luego de atraerle. De rechazarle otra vez.
—Yo lo sé todo de ti, te observo desde hace semanas. Conozco tus secretos. No me los cuentes.
Ella le había dejado poner la mano sobre su cuerpo.
Luego su boca…
Se comportaron con prudencia. No se dirigían la palabra en el trabajo. Se citaban entre susurros en los pasillos, tapándose la boca con la manga del jersey.
Stella le había enseñado a Adrian la entrada del subterráneo, nunca volvían juntos a la granja.
Y entonces, un día, ella se cruzó con Ray.
Stella bajaba por la calle principal de Saint-Chaland bailando de puntillas, balanceando la bolsa, mirándose de reojo en los escaparates y los cristales. ¡Eres guapa, querida, eres guapa y tienes un enamorado! Y esta noche, celebraréis el aniversario de «seis meses ya». Empujó la puerta de la tienda de Nicolas y se acercó a los vinos de oferta cuando notó que la espiaban. No se dio la vuelta, pero se movió en diagonal para llegar frente a un espejo.
Vio a Ray detrás del escaparate. Esperaba en la calle. ¿Puede ser que me haya seguido? ¿O que me siga desde hace tiempo?, se preguntó ella mientras examinaba la etiqueta de una botella de Saint-Julien de 1998.
Le palpitaba el corazón. Tendría que ser lista.
Él no puede saberlo. Es imposible. Nunca se nos ve juntos y ni Maurice, ni Boubou, ni Houcine, ni Jérôme se irían de la lengua.
Se puso a hablar con un vendedor que la llevó al almacén para mostrarle otras añadas. Ella preguntó si había una salida de emergencia, que pudiera utilizar para llegar hasta el camión que estaba aparcado en la calle de al lado, y salió al aire libre.
Le había despistado, aquel día.
Pero se había puesto en evidencia también. Había huido.
—Habrá que ir con mucho más cuidado —le explicó a Adrian—. Él se huele algo.
—Pero ¿quién es ese hombre? ¿Y por qué te la tiene jurada?
—Ya te lo contaré algún día.
—Voy a partirle la cara.
—¡Es muy astuto! Es el héroe de la ciudad y tú, en cambio, el fugitivo sin papeles. Si le das una paliza… Piensa un poco.
—No me gusta cuando me hablas así.
Ray Valenti envió a Turquet y Gerson a la Chatarrería. Para que le hicieran un informe. Es verdad que hay uno nuevo, Ray, una especie de cowboy rubio, bastante guaperas, con puños de killer, pero no habla. Se pasa el día cargando peso. Nadie sabe nada de él. Ni siquiera estamos seguros de que trabaje en la Chatarrería. Duerme allí, eso seguro, se ducha y papea con los demás, les echa una mano, pero siempre se mantiene al margen. Ya conoces a Julie, siempre dispuesta a recoger gitanos, vagabundos…
Ray se enfurecía. Que sí, que sí, mirad el careto de la niña, ha cambiado. Se pasea encantada de la vida, se contonea, balancea los hombros, se ríe, conduce con la cabeza alta, ahí hay un tío. Un tío que le calienta la cama. Eso está más claro que el agua. ¡Vosotros no veis ni lo que tenéis delante de las narices!
Y volvió a mandarles a la Chatarrería.
—¿De dónde viene ese tío? —preguntaron Gerson y Turquet.
—Nosotros no sabemos nada —contestaron Jérôme, Houcine, Boubou y Maurice—. Apareció un día y Julie le acogió. Ya sabéis cómo es, siempre dispuesta a echar una mano a los pobres y a los que pasan hambre. Tenéis que preguntárselo a ella.
—Vale, pero ¿trabaja aquí? Eso es ilegal… Seguro que no tiene papeles.
—Nosotros no le hemos pedido el carnet de identidad.
Desde lo alto de su despacho-mirador, Julie les observaba. No subían nunca a interrogarla a ella. Gerson intentó engatusar a Jérôme.
—¡Venga, colega, suéltalo ya! ¡Te pasaré unas carrocerías preciosas y ganarás una fortuna!
—Te digo que no sé nada yo —repetía Jérôme.
Y se marcharon, con las manos vacías, una vez más.
Ni siquiera habían notado que ella estaba embarazada. Hay que reconocer que lo disimulaba bien con su metro ochenta, sus caderas de chico y su mono demasiado ancho. Se les había escapado el bebé en sus narices.
Ray había tenido que pegarles una bronca.
Cuando Tom nació, Ray se había presentado en la clínica. Con un ramo de flores en la mano.
—Vengo a ver a mi hija y a mi nieto —le había dicho a la enfermera que salía de la habitación de Stella.
—¡Pues entre, señor Valenti! ¡Tiene visita, Stella! ¿Quiere que le traiga un jarrón para las flores?
—No hace falta.
—Como quiera —había contestado la enfermera, sorprendida—. Es un ramo bonito. ¡En el vaso del cepillo de dientes no aguantará, eso seguro!
Stella había hecho una mueca. Se había incorporado en su cama de parturienta. Había acercado la cuna de su hijo, le había agarrado una mano, dispuesta a saltar de la cama si Ray se le acercaba demasiado.
—Parece bueno tu crío —había dicho Ray dando un paso al frente.
—Quédate donde estás o te mato.
Ray había enseñado las flores que llevaba en la mano.
—Te equivocas, Stella. Vengo en son de paz.
—Yo no quiero tu paz. Lárgate.
Y como Ray había hecho el gesto de inclinarse sobre la cuna, ella había gritado como una loca: ¡vete, vete! Vete o nos pelearemos, ya se han acabado los tiempos en que me tenías aterrorizada, y una pelea en el hospital quedaría muy mal.
Ray se había quedado inmóvil, con el ramo en la mano.
Había dado la vuelta a la cama, evitando la cuna del niño. Se había acercado a Stella, la había mirado fijamente con una sonrisa burlona y le había soltado:
—¡Pues habrá guerra! Una guerra como no te imaginas. Y a tu hombre le atraparé. De una forma u otra, le atraparé. ¡Y vendrá a lamerme los pelos del culo!
El brazo de Stella posado sobre la cuna de su hijo no tembló, su boca tampoco. Le miró directamente a los ojos y él retrocedió. Seguía sujetando el ramo y lo tiró sobre la cajonera.
¡Otro límite!, pensó ella sin poderlo evitar.
Cuando la enfermera volvió algo más tarde, vio el ramo de flores en la papelera, los tallos al aire con las gasas manchadas, los trozos de algodón amarillos de Betadine, los Kleenex arrugados.
Se marchó encogiendo los hombros. ¡A quién se le ocurre, un ramo tan bonito! ¡Menudo derroche! Esta chica está como su madre, completamente toc-toc.
A la mañana siguiente, Stella abandonó la maternidad.
Stella busca en su armario el modelo que va a ponerse. Saca uno, luego otro. Solo tiene dos, pero le gusta hacerse la ilusión de que tiene muchísimo donde escoger. Pasa un dedo sobre una tela suave y flexible, luego sobre la otra que brilla y raspa un poco.
Ella no sabe gran cosa del pasado de Adrian. Lo poco que sabe se lo arrancó después de una velada en que los dos habían bebido un poco. Viene de Rusia, eso seguro. De Aramil, una ciudad pequeña de los Urales. Cuando habla de eso, es como si se marchara lejos de ella. A un paisaje formado por viejas chimeneas de fábricas, postes eléctricos, barracas de chapa y avenidas bordeadas de viviendas baratas deterioradas. Se le oscurece el gesto, su mirada gris se vuelve del color de la nieve sucia. Casi le da miedo. Trece mil habitantes que viven pegados a la estación. Esperan un tren. Un tren que les llevará a alguna parte. No saben dónde. No saben cómo. Más allá de Ekaterimburgo, eso seguro, situada a unos treinta kilómetros, la capital de la óblast, la provincia. Más del sesenta por ciento de la población de la pequeña localidad de Aramil está jubilada, y el cincuenta por ciento de los jóvenes están en paro. En los tiempos de la Unión Soviética, dos fábricas agroalimentarias daban empleo a toda la ciudad. Los sueldos eran correctos, los jefes proporcionaban alojamiento a los empleados y billetes gratuitos para que fueran a descansar unos días a Moldavia o a Georgia, a orillas del mar Negro. Animaban a las mujeres a tener hijos, construían escuelas y guarderías, enormes edificios de pisos, universidades en Ekaterimburgo, el gobierno se hacía cargo de todo. Y luego, la URSS había desaparecido. Las fábricas habían cerrado, abandonando a la población al triste destino de esperar la muerte a cielo abierto, bajo la nieve y las tormentas de viento. Condenando a los jóvenes a la ociosidad, al alcohol. Ya no había nada que hacer en Aramil. Nada, salvo mirar el cielo siempre gris, las calles cubiertas de nieve, las vallas negras, las fábricas cerradas, los edificios que se deterioraban, la gente que moría de pie hablando de los viejos tiempos, de la grandeza del partido comunista. El único destello de esperanza era colarse en un vagón de mercancías en la estación y marcharse al extranjero. A América, a Alemania, a Italia, a Francia. Sin dinero ni titulación, solo con la fuerza de los puños que se aferran a las puertas de un tren para llegar a Moscú, y luego a la parte trasera de los camiones que salen hacia Europa, un puerto, un aeropuerto.
Adrian había atravesado Rusia y parte de Europa escondido, robando pedazos de pan, tiritando con harapos sucios, peleándose con otros fugitivos hambrientos que ansiaban un sitio en el culo de los camiones.
Una noche, en un parking de la autopista de Fráncfort, se había colado en el remolque de un camión de carga, había dormido durante horas y horas entre banastas de pescado congelado y surimi, antes de bajar a escondidas en Sens.
Apestaba a pescado.
¿Por qué Sens?, se preguntaba constantemente Stella.
Cuando se sentía feliz y despreocupada, contestaba: porque teníamos que encontrarnos. Es un regalo del cielo. Miraba el cielo, e incluso más allá, y decía: gracias.
Añadía: gracias, Dios mío.
—¿Tú crees en Dios? —preguntaba Adrian con su sonrisita hermética.
—Sí.
—¿De verdad crees en Dios?
—Sí —repetía Stella, con la seriedad de una monja—. Porque Él te ha enviado a mí. Solo Él podía saber que yo te esperaba. Dibujaba tu retrato en la oscuridad y todas las noches Le decía a Él, allá arriba en el cielo, Él, cuyo nombre no conozco: envíamelo, por favor. Lo quiero alto, rubio, con los ojos grises y una bondad inmensa bajo una coraza de acero.
Adrian la llamaba loca, la estrechaba en sus brazos para decirle que sí, era un milagro que se hubieran encontrado, él, el vagabundo de Aramil, y ella, la princesa de Saint-Chaland.
¿Qué hacía él cuando no se conocían? ¿Con quién miraba la luna blanca y gris? ¿Estrechaba a una mujer en sus brazos, allá, en Aramil?
Su dedo se detiene, vacila, acaricia el vestido blanco. ¿Dejaba él la ventana abierta cuando dormía? ¿Se sobresaltaba al oír un tronco de árbol chirriando como los frenos de una bicicleta vieja y oxidada?
Tiene la cabeza llena de interrogantes. Hace un mohín de disgusto. Olvida la ronda de preguntas, escoge el vestido blanco, que cae como una túnica de virgen joven.
Mi hombre, mío.
Cuando él está lejos, ella se mantiene en guardia, lista para la pelea. Cuando él está aquí, ella abre los brazos, se convierte en líquida. Un hombre es alguien que da. Una mujer es alguien que recibe, dice Adrian. A ella le gustan sus palabras. Le gusta que nunca tenga miedo. Que lo sepa todo de ella sin hacer nunca preguntas. Él lee en su piel la historia de su vida, la descifra como a un libro.
Habían vivido como clandestinos. En el trabajo se evitaban. Ella despistaba e iba a la ciudad del brazo de Julie o de otra chica.
Es tortillera, seguro, se burlaba Turquet, Gerson o Lancenny. ¡Tú has hecho que los hombres le repugnen! ¡Ha cazado a uno para que le hiciera un crío y luego le ha dejado tirado como una colilla!
Ray no pestañeaba. Rumiaba: eso no puede ser, huele a chamusquina. Ella intenta engañarme. ¡Nadie es capaz de joder a Ray Valenti!
Y luego, había sucedido una cosa en el colegio que había desviado la atención hacia otro asunto.
Un día de abril de 2005, un hombre había entrado en la escuela primaria de Saint-Chaland y había secuestrado a los cuarenta alumnos de una clase. Un antiguo empleado de una fábrica de papel, que habían despedido después del cierre. La policía, las fuerzas antiterroristas, el alcalde y el prefecto se habían movilizado. La policía había establecido un cordón de seguridad. Pasaban las horas, el hombre seguía encerrado en la escuela. Exigía dinero, un coche, un billete de avión a Caracas. En primera clase. Y al minuto siguiente afirmaba que luchaba por la dignidad de los desclasados, de los humildes, de los marginados. Salía al patio de recreo apuntando con un arma a madame Grampion, una maestra. Profería amenazas. Exigía pan y agua para alimentar a la clase, el sitio sería largo, él no se rendiría.
Ray Valenti había acudido. Con las manos levantadas, desarmado, había avanzado hacia el hombre parapetado detrás de la puerta acristalada y se había ofrecido como rehén. Suelta a diez niños y hablamos tú y yo. Yo te comprendo, sé lo que sientes, fuimos juntos al colegio, tú estabas a buenas con los profes, te encontraremos un curro, te doy mi palabra.
Ray hablaba y hablaba, el hombre se frotaba los ojos, parecía que le escuchaba. Al cabo de un momento muy largo había bajado el arma, informó a la maestra de que había escogido a diez niños. Los más pequeños que lloraban y llamaban a su madre.
Ray había entrado en la escuela, se había reunido con el chalado y, poco a poco, los niños habían salido en grupos.
Al final del día, en el interior del colegio, solo quedaban Ray, dos maestras y el director, encerrado en su despacho, pegado al teléfono.
Al día siguiente, la madrugada del 6 de abril, el hombre se entregó a la policía.
Ray Valenti había vuelto a salir en los informativos de televisión de la una, eclipsando parcialmente la muerte del príncipe Rainiero en su principado de Mónaco.
Había vuelto a ser un héroe. ¡Y menudo héroe!
Todo el mundo quería acercarse a él, felicitarle, los padres depositaban flores, botellas de champaña, cartas de agradecimiento ante la puerta de su piso.
Los niños del colegio escribieron una canción en honor de Ray, que la banda de los bomberos interpretó el día que bautizaron el patio de la escuela con su nombre.
Él presidió banquetes, reuniones de bomberos, le llegaron telegramas de ministros y de celebridades. El presidente Jacques Chirac le recibió en el Elíseo.
A raíz de esa proeza, un editor le propuso escribir un libro. Una oferta acompañada de un contrato muy bueno y un señor cheque. ¡Ray no había visto nunca tantos ceros seguidos! El editor le envió a un periodista para que pasara a papel el relato de esas horas de angustia durante las cuales los padres, toda la ciudad de Saint-Chaland y Francia entera habían temblado.
Le hicieron fotos, le reclamaban en todas partes, daba conferencias, consejos al GIGN[23]. Recibió la legión de honor. Pronunció un discurso. No paraba quieto. Con cincuenta años cumplidos se abría ante él una nueva profesión: la de celebridad.
Se olvidó de Adrian y Stella.
Su madre recortaba los artículos de los periódicos sin salir de la cama, tocaba la campanita, le ordenaba a Léonie que le preparara café, que atendiera a los señores y señoras periodistas y que pusiera buena cara.
—¡Y ponte otro vestido! ¡Vas muy dejada!
A Léonie no le importaba fingir: Ray ya no se interesaba por ella. Vivió unos meses de tregua, que se prolongaron cuando Ray empezó a ir de acá para allá para responder a las invitaciones que recibía, la inauguración de una piscina, de la sala de un gimnasio, una ofrenda floral en un monumento a los muertos, la feria del ganado, la elección de Miss Sens y de Miss Auxerre. Acudía a los institutos para dar lecciones de vida a los jóvenes: respetar a los ancianos, salvar al prójimo, proteger a los más débiles, controlar los impulsos para ser fuerte y dar ejemplo.
Su libro, Ese hombre, ese héroe, no fue un gran éxito de ventas, lo cual le enfureció muchísimo, pero le invitaron a numerosos programas de televisión. Le consultaban, le escuchaban, resaltaban su excepcional valor, él no se apabullaba. En casa de los Valenti el vídeo funcionaba a pleno rendimiento. Como el hombre tenía buena presencia, salía a menudo por televisión.
Y luego la popularidad decayó. Otro desconocido se hizo famoso. Se olvidaron de Ray Valenti.
Entonces se le metió en la cabeza escribir otro libro. Si el anterior no había funcionado, la culpa era de ese periodista tarugo, ese imbécil que no sabía construir frases que hicieran soñar, palabras que dieran a la gente ganas de superarse. El heroísmo es una cuestión de estómago, mascullaba, y lo dice un profesional. Les demostraría de lo que era capaz. Había dado con un título del que estaba muy orgulloso, El Héroe que duerme en nosotros.
Lo escribió en letras grandes sobre tapa dura.
No pasó del título.
Su momento de gloria había pasado.
Nunca se recuperó.
Un día de diciembre se había encontrado con Stella, Adrian y Tom en la farmacia. El niño iba subido en los hombros de su padre y soplaba una armónica. La farmacéutica, enternecida, le había pedido que le tocara una canción navideña y él se había encogido de hombros y había contestado que solo los críos pequeños creían todavía en Papá Noel.
—¡Qué mono! —había comentado la farmacéutica—. ¡Y con personalidad, además!
Toda la rabia y la frustración de Ray se dirigieron contra Adrian y Stella. ¿Qué derecho tenían a ser felices esos dos?
Decidió darles su merecido.
Alertó en la comisaría sobre la situación de Adrian.
Unos policías se presentaron en la Chatarrería. Exigieron que Julie les enseñara la documentación sobre salarios y empleados, la amenazaron con multas y con la cárcel si se demostraba que daba trabajo a un clandestino. Ella se defendió diciendo que lo tenía todo en regla, pero sabía que se le agotaban los argumentos.
Consiguió engañarles durante unos meses más.
Ellos volvían a todas horas. No se atrevían a ir contra ella por miedo a molestar a su padre, pero estaban apremiados por Ray, que no cedía.
Una noche, cuando Tom ya estaba acostado y ellos dos cenaban en la cocina, Adrian había declarado: me marcho, no quiero que Julie tenga problemas por mi culpa. Sé de un escondite cerca de aquí donde no me encontrarán.
Stella se alisa el mechón rubio, se pinta los labios de rojo pálido, se pone unos pendientes largos, se encarama sobre unos zapatos de tacón negros comprados por seis euros en un mercadillo, empuja la puerta del cuarto de baño y entra en la habitación.
Adrian la espera, con las manos cruzadas sobre el vientre. La chispa roja del cigarrillo entre sus dedos abre un hueco en la oscuridad. Ella le mira fijamente, se pone tensa. Tiene la piel de gallina.
Él dice con voz ronca: no te muevas, deja que te vea.
Ella tiembla, se rodea con los brazos.
—Eres tan bella, mi princesa…
Él coge una almohada, la ahueca.
—Ven aquí…
Ella espera que lo repita, que su voz se quiebre.
Avanza despacio, se sube con la mano el tirante del vestido, se queda a los pies de la cama, espera que él repte hacia ella.
Él aplasta el cigarrillo en el cenicero.
La chispa roja se apaga. A ella se le escapa un leve suspiro.
Él avanza apoyado en los codos, se desliza sobre las sábanas, se incorpora, la sujeta con una mano. Hunde los pulgares en su vientre. En el hueco de sus muslos. La pega a su cuerpo. Le pasa la mano por los cabellos. Coloca la mano en su nuca, peina a contrapelo sus mechones rubios, llega hasta la frente. Ancha, cálida, dura, parece reproducir la forma de su cráneo.
Stella cierra los ojos, dispuesta a embarcarse en un nuevo viaje.
Él la mira y aquello ya no son dos ojos, sino dos hendiduras que arden de deseo.
Tómame, haz de mí lo que quieras, piensa ella sin decir una palabra sobre su entrega total.
Cabot y Costaud roncan detrás de la puerta.
Ellos ruedan sobre la cama, Adrian se tumba encima de Stella, la besa, se para, la acaricia con la mirada con todo el tiempo del mundo.
Ella le acecha, vuelve la cabeza, finge que mira hacia otro lado. La boca de Adrian la roza, baja por su cuello, sigue bajando.
Ella oye la caldera que se pone en marcha, los dos gatos que se pelean en el patio. Todavía tiene tiempo de pensar que, a fuerza de querer separarles, Ray Valenti solo ha conseguido reforzar el vínculo que les une. Él ha vetado la costumbre, la rutina, ha enardecido los gritos, las bocas que no se separan nunca, una fogosidad, un fervor que se renueva cada vez.
Y luego, ya no piensa más, ya no oye más, se deja llevar, con la cabeza ahogada de placer, por un oleaje tan fuerte que tiene la sensación de que su cuerpo vibra, cruje, se balancea al ritmo de los árboles y de los gritos del bosque.
Un día más, Stella ha llevado el libro de Joséphine Cortès al hospital.
Cada tarde empieza un capítulo nuevo. Léonie escucha como si tuviera que aprenderse el texto de memoria.
—¡Solo es una historia, mamá, no te rompas la cabeza intentando acordarte de todo!
—Sí, pero es como si la hubieran escrito para mí.
Es la historia de un adolescente torpe, poco seguro de sí mismo, que conoce a Cary Grant, queda deslumbrado y acaba enamorándose. El libro mezcla la vida del actor, su carrera, sus amores y la breve amistad de los dos hombres en el París de los años sesenta.
—A veces —prosigue Léonie, animada por ese recuerdo— en la tele, de noche, pasaban películas de Cary Grant, y a Fernande le gustaban esas películas antiguas. Le gustaban tanto que no se fijaba en mí y yo podía verlas acurrucada en mi rincón. Fingía que hacía punto, pero no me perdía detalle. Era un hombre muy guapo, Cary Grant, ¿sabes? Y muy buen actor.
—Es posible —dice Stella, que no ha visto nunca una película de Cary Grant.
—Vuelve a leerme el pasaje de ayer tarde…
—¡Mamá, no empezarás otra vez a hacerme leer siempre lo mismo!
—Solo una vez.
Stella suspira y vuelve hacia atrás.
—¡A este paso no llegaremos nunca al final!
—Tenemos todo el tiempo del mundo, cariño, el doctor Duré me lo ha vuelto a decir hoy.
—Y por eso te aprovechas. ¡Ahora ya tienes caprichos, ve con cuidado!
Léonie, divertida, suelta una risita como si la palabra «caprichos» no fuera en absoluto con ella. Como si le cubrieran los hombros con un jersey de cachemir suave, que le acaricia la piel, le ilumina la vida y la convierte en una dama de gran belleza. Stella es tan feliz al oírla reír por primera vez después de tanto tiempo, que vuelve a leer el pasaje:
Cary suele decir que en la vida nos casamos con personas que se parecen a nuestros padres, y que eso hay que evitarlo porque la historia se repite y no tiene fin.
Me habla también de sus primeros años en Nueva York, cuando se moría de hambre y no tenía amigos.
Un día, se encuentra con un compañero y le confiesa su angustia. El compañero, que se llamaba Fred, le lleva a lo alto de un rascacielos. Era un día lluvioso, frío, y apenas se veía nada a una distancia de diez metros. Fred le dice que detrás de esa niebla sin duda hay un paisaje extraordinario, y que no porque ellos no lo vean significa que no existe. La fe en la vida, añade, es creer que hay un lugar para ti detrás de la niebla. En este momento, te crees muy pequeño, roto, insignificante, pero en alguna parte, detrás de todo este gris, hay un lugar reservado para ti, un lugar donde serás feliz… Así que no juzgues tu vida en función de lo que eres hoy, júzgala pensando en ese lugar que acabarás ocupando, si lo buscas realmente, sin hacer trampas.
Me dijo que recordara siempre eso.
Léonie, que sigue llevando collarín, frunce el ceño y pregunta:
—¿Tú crees que para mí también hay un lugar detrás de la niebla?
—Sí. La prueba es que has recuperado fuerzas. Y no soy yo la única que lo piensa…
—Ah…
—La otra tarde, después de irme, pasé a ver a Julie. Estaba cenando con su padre en la cocina. Y hablamos de ti, claro, ¿y sabes lo que me dijo el señor Courtois?
—¿Edmond? —Léonie se estremece—. ¿Edmond te habló de mí?
Se acurruca bajo la mañanita rosa y blanca que Stella le ha comprado para que no tenga frío.
—¿Qué te dijo? —pregunta sacando la barbilla fuera del collarín como si ansiara, febril, la respuesta.
—Hablamos de ti, de Maese Cerezo, del metrónomo y del piano, yo le conté cómo estabas y él me dijo exactamente estas palabras: saldrá adelante, te lo prometo. Y pronto, todo esto será solo un recuerdo desagradable.
—¿Él ha dicho eso? ¿Edmond ha dicho eso?
—Y diría que lo pensaba realmente. No lo ha dicho para darme gusto.
Léonie se queda pensando un momento.
—Entonces, es él quien me ha hecho llegar mis partituras y mi metrónomo… Solo puede ser él.
—¿Cómo ha sido eso?
—Amina me lo ha traído esta mañana. Ha dicho que un hombre, no sabía quién, había dejado un paquete a mi nombre en recepción.
—¿Y no pensabas decírmelo?
—Iba a contártelo y se me olvidó. Por el libro. Y además, todavía estoy muy cansada.
—¿Dónde lo has puesto?
—Debajo de la cama. Bien escondido. Tengo miedo de que vuelvan a quitármelo.
—¡Mamá! —la regaña Stella—. Nadie va a venir a quitártelo. Aquí estás segura.
—Sí, pero… a lo mejor…
—Él no vendrá, mamá.
—¿Cómo puedes estar segura, cariñito?
Se deja caer sobre la almohada y suspira.
—Si se me lleva otra vez, no lo resistiré, Stella.
—¡No digas eso! —ordena Stella con lágrimas en los ojos—. Por favor.
—Cariñito…, no llores. Solo por haberte recuperado ya soy feliz.