Capítulo 22
La política por otros medios
Para que no haya dudas: hablar de «otros medios» es, sencillamente, hablar de «medios violentos», de cómo la política desemboca en la guerra. Más adelante develaré el origen de esta frase, que nos asalta con una serie de preguntas: ¿Por qué los medios alternativos a la política son medios violentos? ¿Por qué los altos mandos de los ejércitos suelen ser tan despiadados con sus propios soldados? ¿Por qué un soldado debe morir por la patria? ¿Por qué un soldado debe ir a la guerra? ¿Por qué la guerra es considerada inevitable y necesaria? ¿Qué hay en el hombre que lo lleva a obedecer siempre las órdenes de un Estado que le ordena matar a un enemigo a quien no conoce? ¿Qué es lo que hay en el hombre que lo lleva a no poder dejar de matar?
Tres películas me ayudarán a analizar este fenómeno: La patrulla infernal (1957), dirigida por Stanley Kubrick; The Bedford Incident (1965), de James B. Harris, que aquí se llamó, lamentablemente, Al borde del abismo, un título que ya le habían puesto a una famosa película de Humphrey Bogart y Lauren Bacall; y, por último, Iluminados por el fuego (2005), de Tristán Bauer, sobre la guerra entre la Argentina y Gran Bretaña por las Islas Malvinas. Estas producciones tienen una unidad: son críticas demoledoras a los mandos superiores del ejército.
El título original de La patrulla infernal es Paths of Glory, es decir Senderos de gloria. Su protagonista, Kirk Douglas, un actor que como ya aclaré en un capítulo anterior, no es de mi preferencia, como tampoco su hijo Michael. Para ser honestos, hay que reconocer que Kirk Douglas tuvo mucho que ver en la producción de esta película. Kubrick no tenía dinero para rodarla, hasta que lo consiguió a Kirk Douglas. Él exigió que se incluyeran los fusilamientos del final, una escena que marca una postura ideológica clara al desnudar el sinsentido de la guerra.
La patrulla infernal transcurre durante la Primera Guerra Mundial y es el mando del ejército francés el que queda mal parado. Kubrick la filma cuando Francia se enfrenta a las fuerzas de liberación nacional de Argelia. Durante veinte años estuvo prohibida en ese país europeo. Desde el punto de vista técnico, Kubrick deslumbró a todos con un travelling revolucionario para 1957. La cámara venía retrocediendo y nadie veía que la pantalla se moviera. Este recurso hoy se denomina steadycam. Todavía no sé cómo logró hacerlo.
George Macready, un buen actor, hace de un general francés que desafía a un soldado que tiene neurosis de guerra, algo intolerable para un militar. El general cree que un soldado debe estar convencido del honor que representa morir por la patria. El general le va a ordenar al soldado que muera por la patria, pero él se va a quedar en la patria. El general ordena. El soldado muere y el general vive. El general no tolera la cobardía, el miedo de soldado, y le da una cachetada. Esta escena también se ve en Iluminados por el fuego y en Patton (1970), dirigida por Franklin J. Schaffner, con guión de Francis Ford Coppola. El general Patton, interpretado por George C. Scott, también considera inaceptable que un soldado no quiera morir por la patria. Patton intimidaba con su porte. Tenía la estatura de un general majestuoso, que luego Leopoldo Fortunato Galtieri pretendió emular en la Argentina. Galtieri estaba convencido de que poseía el porte de Patton, un general duro, un halcón del ejército norteamericano, que quería seguir la Segunda Guerra, llegar a Moscú y vencer a los soviéticos con la ayuda de las SS.
—Hola, soldado ¿Listo para matar más alemanes? ¿Se encuentra bien, soldado?
—¿Bien? Sí, señor. Estoy bien.
—Buen muchacho. ¿Está casado, soldado?
—¿Casado? ¿Yo casado?
—Sí. ¿Tiene esposa?
—¿Esposa? ¿Si tengo esposa?
—Señor, está un poco traumado por la guerra.
—Disculpe, sargento. No existen los traumas de guerra. ¿Tiene esposa, soldado?
—¿Mi esposa? Mi esposa. Sí, tengo esposa. Nunca la volveré a ver.
—¡Contrólese! ¡Se comporta como un cobarde!
—Soy un cobarde, señor.
—¡Compóngase! Sargento, ¡transfiera a este llorón y sáquelo de mi regimiento! No quiero que contamine a los valientes.
Ese general que le pega al soldado ordena atacar una posición imposible del ejército alemán, El Hormiguero. Una derrota segura. Los soldados van, es un ataque nocturno, dirigido por el coronel Dax, el personaje que hace Kirk Douglas. Los soldados mueren como ratas, y el general que dio la orden no quiere asumir su equivocación. Para desligarse de la responsabilidad, acusará a los soldados de cobardía. Tratará de demostrar que El Hormiguero se podía tomar, pero que él, con soldados cobardes, no puede ganar la guerra. Y pide que cada jefe del regimiento elija a un soldado para que sea fusilado, como castigo por la derrota. Los jefes escogen a los soldados a quienes más detestan, que son sometidos a un Consejo de Guerra, condenados y luego fusilados. La escena es desgarradora. Kirk Douglas se reúne con el general que está al mando de todo: «Lo felicito. Ahora usted va a tener el puesto del otro general». Y el diálogo continúa de manera tensa:
—Le agradezco que me haya notificado de este asunto.
—Coronel, ¿quisiera tener el puesto del general Mireau?
—¿El qué?
—El puesto.
—A ver si lo entendí, señor. ¿Me está ofreciendo reemplazar al general Mireau?
—Bueno, coronel Dax, no se haga el sorprendido. Si lo único que buscaba con esto era conseguir su puesto, hijo.
—¿Sabe qué puede hacer con ese ascenso, señor?
—Coronel, ¡discúlpese ahora mismo o será arrestado!
—Me disculpo por no haberle dicho antes que es un viejo sádico y degenerado. ¡Y váyase al diablo si espera que me disculpe por algo más!
La tesis que sostiene Kubrick es provocadora: cuando los generales se equivocan, los soldados pagan las consecuencias. La guerra es inhumana y los soldados son solo carne de cañón.
Al borde del abismo es una de las mejores películas sobre la Guerra Fría, aunque no es lo suficientemente valorada. Es una producción de Richard Widmark, el actor que interpreta al capitán Finlander, que comanda el destructor Bedford, y está dirigida por el productor de las dos primeras películas de Kubrick, James B. Harris.
El film muestra la paranoia de un halcón del Pentágono, el capitán Finlander, que navega por las aguas que rodean a Groenlandia. El Bedford comienza a seguir a un submarino ruso y su capitán hostiga a la tripulación con exigencias de todo tipo. Y este juego psicológico terrible que ejerce sobre sus subordinados, es el que le denuncia el médico, que hace Martin Balsam, a Sidney Poitier: «Está enloqueciendo a sus soldados. Los está frustrando, los está volviendo locos. Hay que olvidarse de ese submarino, no puede seguir persiguiéndolo». El capitán Finlander lleva como principal consejero a un comodoro que estuvo en la marina nazi a las órdenes del almirante Doenitz. La película denuncia que un halcón del Pentágono tiene como asesor a un marino nazi, fogueado en la Segunda Guerra Mundial.
—He oído hablar de usted. No esperaba conocerlo.
—No me diga.
—No a bordo de un barco de Estados Unidos.
—¿Tanto sorprende en estos tiempos?
—No, supongo, si cambia uno de mentalidad. Pero todavía le tengo asociado con la armada de Hitler.
—Perdone. Con la armada del almirante general Doenitz, señor.
En la Guerra Fría, los nazis son bienvenidos si pelean del lado del Bien. El nazi es más sensato que el norteamericano: «Cuidado, Finlander. Usted está llevando esto a un extremo en el cual va a terminar en catástrofe». ¡Finlander está más loco que el nazi! Y el nazi le pide que tenga cuidado porque es posible que el submarino soviético tenga torpedos y pueda usarlos contra el destructor estadounidense, que lleva una carga atómica. A Finlander no le importa: «Si él tira uno, yo tiro otro». Sale un misil norteamericano y el submarino soviético responde con tres torpedos. El destructor de Finlander estalla. El hongo atómico se eleva, mientras se imprime «The End». Y empieza la Tercera Guerra Mundial. No puedo evitar asociar este final con la famosa escena de Dr. Insólito.
Al borde del abismo es una denuncia descomunal del militarismo norteamericano, hecha por uno de los actores más vistos, queridos y prestigiosos de la industria de Hollywood. Esto es lo que tienen los norteamericanos. Ellos mismos tienen un tremendo poder de autocrítica. En un régimen totalitario esta película no se hubiera podido hacer, de ninguna manera, porque es una crítica a la locura de los altos mandos norteamericanos. En una escena del este film, el periodista que interpreta Sidney Poitier le señala a Finlander que durante la invasión a Bahía de los Cochinos él quería tirar bombas atómicas en Cuba. «Usted me está interpretando, yo no quería eso», le contesta. Así nos enteramos de que este paranoico pretendía desatar una hecatombe en el Caribe. Y ahora, enloquece a su tripulación persiguiendo a un submarino soviético que, como cualquier animal asustado que es perseguido, se pone nervioso y responde.
Vayamos ahora a 1982. En una Plaza de Mayo colmada, el general Galtieri grita: «Que sepa el mundo, América, que hay un pueblo con voluntad decidida como el pueblo argentino. ¡Si quieren venir que vengan, le presentaremos batalla!». Pero esa no fue la idea inicial. El plan era tocar Malvinas, regresar y después negociar. Faltaba poco para que la Argentina ganara la batalla diplomática. Pero les presentaron batalla. Los soldaditos argentinos, chicos, muy chicos, presentaron batalla en las condiciones que pudieron. El enemigo que más los torturó fue su propio ejército. Los propios mandos del ejército los estaqueaban y les pedían que dieran la vida por la patria. «No veo fibra, soldados. No veo moral. Veo un grupo de tagarnas y reclutones cagados de frío y de miedo. Que no entienden nada. Para defender a la patria del invasor enemigo no existe el frío, no existe el hambre. Solo Dios y la Patria. ¡Viva la Patria!», arenga un coronel en Iluminados por el fuego. Suman casi 300 los excombatientes de Malvinas que se suicidaron, casi tantos como muertos argentinos hubo durante la guerra. Se suicidaron por haber combatido en esa guerra, que los marcó tanto que prefirieron elegir la muerte antes que seguir recordando las jornadas de terror que habían vivido en Malvinas.
El ejército se rinde en Puerto Argentino y los pequeños soldados tienen que volver a la Patria. Nadie los esperaba, ni uno de los que fue a vitorear a Plaza de Mayo. Ninguno de los que fue a aclamar a Galtieri, ese general que pretendía ser Patton, fue a recibir a los soldaditos sacrificados en esas islas lejanas, porque a ciertos argentinos, pareciera, no le gustan los derrotados. Prefirieron ir a la plaza a ver a un general que se anunciaba victorioso, y no tuvieron el coraje de recibir a los soldaditos derrotados.
La película de Bauer nos pone frente a esa situación terrible, un ejército que no pelea y que hace pelear a unos chicos que no tienen la menor idea sobre cómo se combate, que tienen frío y miedo, que extrañan su hogar, y que no saben por qué están peleando. Están iluminados por el fuego, porque la metralla inglesa es tan poderosa, que es la que los ilumina. Pero es la metralla de la muerte la que los ilumina, la que los va a quemar. En tanto, los superiores, que venían de ganar lo que ellos llamaban «la guerra contra la subversión», no dieron batalla en esta guerra. Hubo un grupo comando, «Los Lagartos», del que formaba parte Alfredo Astiz, que se rindió sin disparar un solo tiro.
Iluminados por el fuego trabaja en dos planos. Por un lado, los soldaditos que fueron a morir a Malvinas y, por otro, los superiores que los castigaban, que les gritaban como locos que pelearan y murieran por la Patria, mientras ellos permanecían en la retaguardia. La guerra está mostrada entre sombras, entre destellos de las bombas de los británicos, que tenían todo el poder bélico de Occidente, gracias al respaldo de Estados Unidos, además de la colaboración brindada por el Chile del general Pinochet. El film también remarca la orfandad, la soledad, el morir en medio del frío, y la incertidumbre del motivo de la muerte, porque cuando uno muere desea saber por qué lo hace. Y si tiene que morir por una «gran causa nacional» como le dicen, desea saber cuál es esa causa.
Dejé para el final la explicación del título de este capítulo. «La política por otros medios» es parte de una famosísima frase sobre la teoría de la guerra, que pertenece al mariscal prusiano Karl von Clausewitz, que escribió De la guerra, una obra en ocho volúmenes que fue publicada tras su muerte. Von Clausewitz afirma que la guerra es la continuación de la política por otros medios, y «otros medios» es la guerra. O sea, que la guerra es la política, pero por medio de las armas. La guerra empieza cuando termina la política diplomática, la política entendida como diálogo, como comprensión de las posiciones del otro y discusión acerca de cómo podemos convivir entre los distintos estados. Cuando empieza la guerra se acaba todo diálogo. La guerra es la derrota de la diplomacia, el gran negocio de la industria armamentística.
La patrulla infernal, Al borde del abismo e Iluminados por el fuego son profundamente antibélicas. Se oponen a uno de los hechos más horrorosos de la condición humana. Los hombres no paran de hacer guerras. Incluso Hegel, el gran filósofo alemán, dijo que las guerras no solo eran inevitables, sino también necesarias: «Sin la guerra de Troya, no tendríamos los poemas homéricos». Nosotros podríamos decir: «Sin las guerras civiles argentinas, no tendríamos el Facundo de Sarmiento». También podríamos decir que los poemas homéricos no justifican ni una de las vidas que se perdieron en la Guerra de Troya. Ni el Facundo, una de las vidas que se perdieron en las guerras civiles. Cuando nosotros tomamos el valor de una simple vida humana admitimos que la guerra es la negación de ese valor. Clausewitz dice, con enorme claridad: «La guerra tiene por finalidad la aniquilación del enemigo. Y cualquier contemplación de humanidad os hará más débiles que él». Esto significa que si somos humanitarios en la guerra, vamos a ser derrotados. Más o menos estas palabras son las que pronuncia el general Patton en la película protagonizada por George Scott: «Ningún hijo de perra gana una guerra muriendo por la Patria, más bien la gana consiguiendo que el otro hijo de perra muera por la suya». La guerra la gana el que mata más y mata más el que menos humanidad tiene, el más despiadado. Entonces la guerra es el ejercicio de la crueldad humana.
En el hombre se dan lugar dos fuerzas tremendas, dice Freud, una es la pulsión de muerte y otra es el Eros, el amor. La pulsión de muerte es la aniquilación. Y Freud concluye: «Veo muy difícil que el Eros pueda seguir luchando con la pulsión de muerte». Si los hombres tenemos la pulsión de muerte, entonces es parte de la condición humana hacer la guerra y matarse unos a otros.
En la guerra de Malvinas quienes fueron enviados a continuar la política por otros medios fueron jóvenes que no pudieron resistir las inclemencias del tiempo, el miedo a un enemigo superior, y sobre todo, el sadismo de sus superiores. Esa guerra tampoco la pudo resistir el propio país, que fue a festejar al general Galtieri a Plaza de Mayo, y cuando los soldados que se sacrificaron regresaron, nadie los fue a recibir, porque nadie quiere a los derrotados. Los derrotados no deben exhibirse, porque en cada derrotado tenemos miedo de ver nuestra propia derrota, y nadie asumió como propia la derrota de Malvinas. Toda guerra implica ante todo la derrota de la política y también la derrota de los sentimientos de humanidad, aquello que en el hombre puede haber de bueno. Y cuando se es derrotado en una guerra sin gloria uno ni siquiera puede contarla. Ni siquiera puede contar su terrible sufrimiento. Perdió la guerra y está condenado al silencio.