Capítulo 19
Sombras del cine negro
En este capítulo revelaré algunas verdades cinematográficas: el cine negro exhibe la perdición, es el cine de los derrotados. Esos perdedores intentan no perder, aunque sea alguna vez, pero no lo consiguen. Y la encarnación por excelencia de esa perdición es la mujer, un camino del que no se vuelve y que no lleva a ninguna parte. Los hombres se apasionan por mujeres imposibles. ¿Por qué no advierten que ellas van a ser su extravío definitivo? ¿Por qué estas mujeres raramente se enamoran? ¿Por qué cuando se enamoran pagan con la vida?
Una paradoja: las tres películas que elegí para analizar el cine negro son en color. La primera, Cuerpos ardientes (Body Heat, 1981), fue dirigida por el debutante Lawrence Kasdan y protagonizada por William Hurt y Kathleen Turner. Y, efectivamente, esos cuerpos arden. «Soy una mujer casada», le dice ella cuando él quiere levantársela a la orilla de un río. Poco va a importar su estado civil.
Ned (William Hurt) le tiene tantas ganas a Matty (Kathleen Turner) que rompe de un sillazo la ventana de la casa de ella para poder entrar, y se trenzan en un beso feroz, que en realidad no es tan terrible como parece, porque estamos acostumbrados a ver lo obsceno. ¿Qué es lo obsceno? Es lo infinitamente visible, lo que no oculta nada, lo que vemos en esos programas de culos, tetas y bailes de caño. Ahí uno ve todo, pero en el film vemos casi nada. Apreciamos el arte de un gran director y de dos grandes actores, que están totalmente vestidos, pero transpirados, y actúan por calentura. Un detalle: ella pone su mano en la ingle para volverlo loco. Ese solo gesto basta. Es una escena de gran arte erótico, lograda con pocos elementos, pero muy inteligentes, y con mucho talento. Después, hay un despliegue de sexo entre ellos. Se meten desnudos en una bañera con hielo. Él dice que tiene que echarle hielo a su pene porque si siguen así se le va a romper. Podría decirse que es una de esas películas para «valijeros», esos tipos que iban al cine, se ponían la valija encima, metían su mano dentro del pantalón y se masturbaban. Los «valijeros» no apreciaban el arte que emanaba de Cuerpos ardientes, pero quedaban bastante contentos con aquella escena.
La película sigue el siguiente esquema: pareja de amantes que mata al marido de ella para quedarse con su fortuna, huir ambos y disfrutar del dinero. Acá el marido engañado es Richard Crenna, un actor que ustedes recordarán de la saga de los Rambo. El cornudo de Edmund (Richard Crenna) muere de un palazo que le da su rival. El personaje de Kathleen Turner es el de la mujer que arrastra a la perdición al hombre que seduce. Este esquema es una constante en el cine negro y estará presente en las tres películas que tomé para este capítulo. El cine negro es misógino, es el cine de la mujer fatal. En Gilda (1946), de Charles Vidor, por ejemplo, Rita Hayworth es la mujer que empuja a los hombres a que se pierdan. Glenn Ford lo experimentará a lo largo de la historia. Y en Retorno del pasado (1947), de Jacques Tourneur, Jane Greer es la mujer fatal clásica que tiene a mal traer a Robert Mitchum.
La historia pasional de Ned y Matty en Cuerpos ardientes desemboca en tragedia. Ella se deshizo de él, se quedó con todo el dinero, anda con un amiguito ocasional que se queja del calor y calza unos anteojos negros, como no queriendo mirar demasiado la vida. Quizá, lo que dejó atrás la tiene más triste de lo que pensaba.
Pasemos a la segunda película, Simplemente sangre (Blood Simple, 1984), la primera que dirigió Joel Coen y escribió en colaboración con su hermano Ethan. ¡Es cine puro! Dos escenas son suficientes para fundamentarlo. Un tipo dispara desde una habitación luminosa hacia otra en total oscuridad. Con cada tiro abre una hendija de luz que la persona que está en la habitación oscura observa como el itinerario de la bala. ¿Cómo se llega a eso? ¿Cómo un director lo consigue? ¿Con quién lo habla? En el final de la película, una gota está por caer sobre alguien. Y el director hace que caiga y la congela. ¡Es la muerte! Nos damos cuenta de que el tipo murió en ese instante. ¿Qué es todo esto? ¡Puro cine! Una amiga me decía que «el cine se siente en los riñones». Y es así, el cine se aprende en el set de filmación, mirando cómo se hace cine. Y también se aprende, por ejemplo, con el jefe de fotografía, a quien se le consulta: «Quiero hacer una escena en la cual el tipo dispare tiros desde un lado y se abran hendijas por las cuales salgan pequeños haces de luz. ¿Vos me podés hacer eso?». «¡Ah! ¿Eso querés? ¡¿Mirá lo que me pedís?! ¡Vamos a planearlo!». El director depende del jefe de fotografía. Después, va a la casa del escenógrafo y le dice: «Necesito que me construyas una habitación oscura y otra habitación totalmente iluminada, pero el tipo va a sacar la mano por afuera, o sea, necesito tener tiro de cámara». Tiro de cámara. ¿Saben los críticos qué es tiro de cámara? Lo primero que le señala un escenógrafo a un director es «en esta locación que te preparé tenés un buen tiro de cámara». Y el director se lo agradece. Conclusión: el director necesita del escenógrafo. Y también necesita del guionista. En mi caso, trato de ir al set el primero y el último día, nada más, porque si no le rompo las bolas a todo el mundo. Los actores se ponen nerviosos: «Está el guionista; a ver si digo mal el texto». El director se siente observado: «¡Uy!, quería cambiar esta frase, pero está el guionista». Hasta el propio guionista se amarga porque ve que todo el mundo dice cualquier cosa, en vez de lo que escribió. Por cortesía, el guionista tiene que ir la primera vez, saludar a todos, festejar el despegue de la película e ir a la última filmación, o a la fiesta de fin de rodaje. Eso es lo mejor que puede hacer. En definitiva, ¿usted quiere hacer buen cine? Asegúrese, ante todo, de tener un buen equipo.
Simplemente sangre es una película eminentemente cinematográfica. En realidad, lo que pasa es poco, lo que pasa es cine. Al tipo lo entierran, y de pronto, enterrado, saca una mano con un revólver todavía. Eso hubo que planearlo, hubo que cavar el pozo, hubo que elegir la locación. Como decía David Niven, «en cine te pagan por esperar».
Frances McDormand es la mujer fatal de la película. Todos los hombres mueren y ella es la única que se salva. Hasta le gana de mano al detective sureño interpretado por Emmet Walsh que pretendía liquidarla. Sin mayor delicadeza, le clava un puñal en la mano y luego le pega un balazo. La mujer en el cine negro no solo es fatal porque atrae excesivamente al hombre, sino que el hombre que se siente atraído por ella sabe que será su perdición, pero no puede evitarlo, porque la desea demasiado. No es amor, es deseo. Es algo enfermizo. Él sabe que ella va a ser su perdición. Pero lo atrae su propia perdición, su propio destino. El tipo de la novela negra siente que esa mujer es su destino y tiene que seguirlo. Se entrega a ella, y ella lo lleva… lo lleva a la muerte.
No hay finales felices en las películas del cine negro, y menos todavía en las películas que incurren en una gran misoginia, como Cuerpos ardientes y Simplemente sangre.
En la tercera película también hay una mujer que lleva a un hombre a la perdición. Luna de porcelana (China Moon, 1994), dirigida por John Bailey, cuenta con un trío protagónico notable: Ed Harris, Madeleine Stowe y Benicio Del Toro. La historia es pequeña, pero tiene el mérito de que su trama conserva los valores del cine negro. Rachel Munro (Madeleine Stowe) es mala y se enamora de Lamar Dickey (Benicio Del Toro), que también es malo. Y, siguiendo el esquema clásico, matan al marido de ella, Rupert (Charles Dance). Pero necesitan encubrir este asesinato. Entonces, tienen que encontrar al tonto. Hay una novela de James Hadley Chase, el célebre escritor de policiales, que se llama Just another sucker, o sea Otro tonto más. En la película, Ed Harris es «otro tonto más», porque ella lo seduce para que la ayude a ocultar las pruebas del crimen. Kyle Bodine (Ed Harris) se metejonea tanto que se convierte en cómplice. Es policía, y ese engaño debe saber hacerlo muy bien. También Benicio Del Toro es policía. El tonto no tiene ni idea de que ella y su amante mataron al esposo. ¿Y el toque inesperado? Ella, que había planeado usar al tonto y después, seguramente, escaparse con su amante, se enamora del tonto. ¿Qué va a hacer ahora? Se enamoró del policía compañero de su amante. Es ahí donde la trama se complica.
Veamos el rol de la mujer fatal en esta película. Madeleine Stowe seduce con una belleza fría, pero a la vez muy atractiva. Es hierática, indescifrable. En una escena en que ellos están en un bote, en el medio de un río, ella decide nadar y se saca toda la ropa. Un amigo mío decía: «A mí me gustan mucho las películas de Madeleine Stowe, porque siempre por lo menos te muestra una teta». ¡Y no es un mérito menor! Acá se muestra toda, se tira al agua desnuda, hace el amor intensamente con Harris… Pero el tonto se va dando cuenta, y en la medida en que se va dando cuenta no puede alejarse, porque la tragedia del hombre de la novela negra es que se va dando cuenta de que la mujer fatal lo va a llevar a su perdición, pero no puede huir de ella. Está tan atrapado que no le importa perderse con tal de tenerla.
Una variación dentro de la novela negra la aporta el detective Mike Hammer, creado por Mickey Spillane, que escribió Yo, el jurado. Desde el título hay una glorificación del parapolicial. El tipo que hace justicia por mano propia le pega un tiro al final a la femme fatal, y ella no lo puede creer, porque las mujeres fatales no mueren en los policiales negros. ¡Ella había empezado a desnudarse para seducirlo! Pero él le pega un tiro, así, directamente. Y mientras desfallece le pregunta: «¿Cómo pudiste hacerlo?». La respuesta es lacónica: «Fue fácil». Y termina la novela. Mike Hammer era especial; no se perdía por las mujeres; si había que matarlas, las mataba.
Pero estos tipos, como Harris en Luna de porcelana, son muy sensibles a la madeja femenina que los rodea, los encanta y los lleva por los caminos de la perdición. Aquí la mujer no es tan fatal, porque si bien es la única que sobrevive, sufre mucho porque se queda sin nada. Se enamoró de verdad del policía que hace Ed Harris, se enamoró tanto, que al final, cuando viene Benicio Del Toro y le dice algo, saca un revólver y le pega dos tiros. La cámara se eleva y muestra la luna en un cielo con nubes. Este recurso de mostrar la luna a último momento no es más que justificar el título. Una vez fui a ver una película que se llamaba La mano del muerto, y durante toda la película uno no sabía por qué mierda se llamaba así, hasta que al final matan al villano y el último plano era ¡la mano del tipo!
El cine negro es un cine fatalista, un cine de la perdición, un cine del destino que no se puede evitar. Y ese destino tiene forma de mujer. No es el color lo que hace que la película sea negra, ni tampoco es el blanco y negro lo que define al cine negro, sino su temática, entre otras cuestiones. Es cierto que su estética está vinculada al blanco y negro, con profundas influencias del expresionismo alemán, notablemente incorporada por los grandes directores norteamericanos y de otros países que hicieron cine negro, como Jacques Tourneur. Ante todo, es una visión negra de la vida, en un país como Estados Unidos que no tolera mucho esos planteos. Los finales de las películas norteamericanas son, en general, felices. Por eso nos sorprendemos cuando la Gatúbela de Tim Burton le dice a Batman «no habrá final feliz». Es algo sumamente extraño, que no encaja con el american way of life, que tiende a la felicidad. El Imperio y Hollywood le dicen a su gente: «Ustedes viven en un gran país y en América todos los caminos conducen a la felicidad». Hay algo de gracioso en esto, porque la palabra que usan para «salida» es «exit», con lo cual, todas las salidas conducen al «exit», al éxito. Hay un imperativo de la felicidad; todo es posible en ese país, el amor, el triunfo, el dinero…
El cine negro viene a romper con eso. El cine negro es un cine fatalista, de perdedores, de gente que emprende cosas y no le salen, que se enamora y esos amores se frustran. Las mujeres fatales, por lo general, matan a los tipos que se les acercan, como en La jungla de asfalto (1950), de John Houston, o Casta de malditos (1956), de Stanley Kubrick. En La jungla de asfalto, también conocida como Mientras la ciudad duerme, el protagonista huye, herido de muerte, a la granja de sus padres, porque quiere morir sobre la tierra. Y muere ahí, en un lugar que para él es entrañable, acogedor.
Pero el hombre del cine negro es un solitario, está arrojado a la existencia sin nada que lo ampare. Tiene que edificar su vida y, generalmente el camino que busca, luego de haber pasado por la cárcel, de haber tenido desengaños tremendos, es el camino aparentemente rápido del robo. Ese camino suele llevarlo a un final aún más trágico. Estas películas revelan que en el paraíso hay mucha desdicha, muchos seres desgraciados. No todos triunfan en América, hay quienes no triunfan en absoluto. Y en el cine negro, entre esos motivos por los cuales no se triunfa, como en el tango, está la mujer. La mina es la que te arruina la vida, la perdición. No te enamorés, porque perdés. Y esto aparece en las tres notables películas que analizamos. El hombre de estas tres películas es un ingenuo, que se deja llevar por sus pasiones. Y por sus pasiones mata.
El hombre del cine negro es solitario, como sus detectives más famosos: Sam Spade, de Dashiell Hammett, y Philip Marlowe, de Raymond Chandler. Son tremendos solitarios, misóginos, guardan una profunda desconfianza acerca de las mujeres, creen más en la amistad viril que en el amor o que en la pasión entre hombre y mujer.
Tengo que mencionar una película en color de cine negro, en la que Robert Mitchum hace de Philip Marlowe, Adiós muñeca (1975), dirigida por Dick Richards. Marlowe es un detective melancólico que bebe gimlet, sin esperanza, con varios divorcios y amantes sobre sus espaldas. Tiene un amigo a quien hace mucho que no ve, y cuando va a un bar, también pide un gimlet para ese amigo ausente. Él toma su gimlet y el otro vaso queda solo. Es una ceremonia, una celebración de la amistad.
En suma, el cine negro no muestra la felicidad. Muestra que hay caminos que llevan a lugares de los que no se vuelve, amores que no prosperan, que quiebran el corazón y lo dejan a uno destrozado y entregado a la bebida. Ese cine es muy valiente, porque se hace en una sociedad que pretende ser el paraíso. Y el cine negro se atreve a escupir en ese paraíso.