CATORCE

 

O

rfilio Velasco escuchó el gorgoteo de un motor. El sol del mediodía abrasaba la tierra y los rastrojos. Orfilio salió de la sombra en la que se había echado a descansar y se frotó el cogote queriendo aplacar el picor del calor. Anduvo ligero hacia unos peñascos, conocidos en el pueblo con el nombre de cerro de la Horca porque allí se colocaba antiguamente el patíbulo para que quedase bien a la vista de todo el mundo, y encaramado a la punta contempló el correr a campo traviesa de un muchacho montado en una moto negra. Le pareció que se dirigía hacia él. Volvió dando traspiés para apagar rápidamente el fuego en el que había asado su comida, una culebra descamisada y destripada, y recogió su escopeta. Buscó un escondite donde aguardar al extraño, y lo esperó con la boca del arma asomada entre dos rocas como un erizo que saca la punta de la nariz entre las matas.

Tío, ¿eres tú?, preguntó Velasco Flaínez con la moto en marcha y los ojos clavados en el brillo metálico del cañón que le vigilaba desde lo alto.

Orfilio disparó y le reventó una rueda. El muchacho pegó un salto, dejó caer la motocicleta al suelo y se escondió detrás de un árbol. Montó la Star. Su respuesta arrancó un trozo de piedra del escondite del tío.

¿Eres tú, tío?, insistió el muchacho.

¡Devuélveme esa pistola!, fue la respuesta de Orfilio.

Tengo otra igual.

¡No mientas! ¡Tienes tres!

¡Eso era antes!

Chico, como asomes otra vez el brazo por el árbol te lo arranco de cuajo, gritó Orfilio.

Velasco Flaínez volvió a preguntar.

¿Así que eres mi tío?

¡Tira las pistolas al suelo! ¡Donde yo pueda verlas!

Cesó el runrún de la moto y bajo su tripa abombada creció un charco de aceite y gasolina. Llegó el silencio, que se arrojó torpemente, cansinamente, sobre el vehículo muerto, sobre el paisaje, sobre aquellos dos hombres. El aire empezó a inflarse igual que se hincha un globo. Transcurrido un largo rato se hicieron insoportables las dimensiones de aquel globo de silencio, y Orfilio lo reventó de un tiro que se llevó por delante una rama del árbol donde se cubría el muchacho. Pero volvió a crecer la bola de silencio, a crecer de nuevo llenándose ahora de sol y de olor a retama, tomillo, jara.

El muchacho lanzó sus dos pistolas contra el cadáver de la motocicleta.

¡Muy bien!, dijo Orfilio y el cañón de la escopeta cabeceó asintiendo a la voz de su dueño. ¡Ahora sal con las manos en alto y no hagas ningún movimiento raro!

Obedeció el chico. El hombre surgió de entre las rocas sin dejar de encañonarle. Anduvo hasta llegar al muchacho y le miró fijamente a los ojos. Con un pie empujó las pistolas más lejos. Movió el cañón para indicarle al chaval que ya podía bajar los brazos. Velasco Flaínez obedeció. Le sonrió al hombre, que le devolvió la sonrisa y dejó el arma al pie del árbol. Extendió los brazos como para recibir al chico y, cuando el muchacho se le acercó lo suficiente también con los brazos abiertos, Orfilio le arreó un puñetazo y el chaval cayó de culo al suelo.

Esto para que aprendas a robarle a tu tío.

Velasco Flaínez se incorporó tambaleándose con un zumbido en los oídos y se arrojó contra el hombre, que le endiñó otro puñetazo en la cara. La cabeza del chico se volvió como una veleta. Se tocó la mandíbula dolorida y escupió contra las ortigas la sangre de su labio partido. Permaneció resollando unos minutos, palpándose la boca y mirando fascinado sus dedos manchados de sangre. Esperó a recuperarse e intentó esta vez agarrar al hombre por la cabeza, pero Orfilio se agachó y le pegó en el estómago. El chico se dobló como una rama partida. El hombre le empujó por la nuca y le hundió la cara en la tierra. Sin fuerzas para levantarse del suelo, se revolvió Velasco Flaínez contra su tío, le sujetó por los tobillos y le hizo perder el equilibrio. De un salto, se sentó sobre el hombre. Hincándole las rodillas en los músculos le inmovilizó los brazos. Cogió un pedrusco y lo alzó con las dos manos sobre la cabeza del tío. Una sonrisa recorrió la boca de Orfilio como una grieta en una pared. Alzó rápidamente las piernas, las pasó por delante del muchacho y le dio dos zapatazos en la cara. El pedrusco cayó junto a la cabeza de Orfilio y el chico salió disparado hacia atrás.

El hombre esperó fumando a que el muchacho abriese los ojos. Cuando lo hizo, le tiró un chorro de agua a la cara.

Y ahora dime, ¿cómo está tu abuelo?

Se ahogó en el río, respondió el chico.

Le pasó a Orfilio una sombra de tristeza por el ojo vivo. Pero enseguida se despejó la nube y su mirada volvió a brillar. Se acuclilló para hablarle más cerca al chaval, que continuaba tirado en el suelo.

¿Y por eso vienes a buscarme?

Sí.

Es la segunda vez que nos encontramos.

Sí.

Eso significa que nuestra estrella quiere que estemos unidos. Te repito la pregunta que te hice la última vez. ¿Te gustaría venirte conmigo a Barcelona?

Me esperan en Madrid. En el Café Castilla, de la calle Infantas.

En Barcelona tengo muchos amigos. Y podrás ver el mar. ¿Quién te espera en Madrid?

Una artista de teatro.

Ese pájaro ha volado ya a otra rama, chico. Levanta el culo del suelo, recoge toda esa mierda que has traído y sígueme, el hombre señaló las pistolas. Su mirada expresaba cansancio y desolación como la de un gorila enjaulado.

Velasco Flaínez le dio una Star a su tío y se guardó la otra para él. El hombre no dijo nada al respecto. La moto quedó tendida entre las piedras igual que un caballo muerto. Llegaron a un barranco donde había una cueva que el tío utilizaba para dormir y recogerse. El muchacho vio que el techo de la cueva estaba forrado de murciélagos que dormían bocabajo. Cada vez le dolían más los golpes. Se sentó de costado sobre una lasca de bordes apretados como las páginas de un libro.

¿Tienes hambre, chico?

No.

No importa. Cuando te recobres tendrás hambre. ¿Quieres que te cuente una cosa?

Vete a la mierda.

Es sobre una moto, como la que traías. ¿De verdad no quieres oírlo?

No.

Eres fanático, intransigente y sin embargo estás en guerra contra los dogmas. ¡Me gustas!

Será de familia.

Tu padre era más cobardica. Se cansaba enseguida de pelear.

El muchacho dio un respingo y quiso tirarse encima del hombre, pero Orfilio lo sentó de nuevo tocándole levemente el hombro.

No te sulfures, chico. Las cosas son como son, pero siempre hay cosas peores. En Barcelona tuve mucho trato con un tal Magín... Magín Olivella, se decía. Muy buen chaval. Era el carpintero de la plaza de toros de la Monumental. Fíjate que un trabajo puede hacer a un hombre o también anularlo. No es lo mismo ser el carpintero de un sitio que trabajar de carpintero en un sitio. Si uno no consigue ser lo que trabaja, está perdido. El chico era una figura en su oficio. Sabía encontrar el claro de una faena, el momento en que el público aplaudía al torero, o cuando el toro andaba enzarzado con el caballo, para coger su mazo y, sin llamar la atención de nadie, ponerse a arreglar los listones astillados de los burladeros. Y pimpam, pimpam, los dejaba como nuevos en un minuto. Pero el hombre tenía una obsesión. Las motos. No paraba de hablar en todo el día de motos y del toreo moderno. Se le había metido en el cráneo que quería aprender a ir en motocicleta para acompañar al gran Aresta. ¿Sabes quién es Aresta? ¡Es lo nunca visto! ¡El campeón, el inventor del toreo en moto! Cuando lo ves rejonear aupado en la moto, el alma se te separa del hueso, y empiezas a rezarles a los dioses para que te devuelvan a tu estado habitual. Magín hacía sus cuentas delante de todo el que se le ponía a tiro. Te pillaba por banda y no te soltaba. Como era muy bajito, cuando hablaba parecía que estabas viendo títeres. Te decía manoteando: ¡Siete mil pesetas, Orfilio, eso es lo que vale una moto! ¡Pero luego todo son ganancias! ¡La gasolina la amortizas en cada función! Yendo con Aresta, todo es ganar dinero. Yo voy delante, de piloto, y detrás Aresta, de rejoneador. Imagínate qué cartel: ¡Aresta y Magín toreros de postín! Pobre Magín, chico. Ahora hasta me da pena haber empezado a contártelo. El caso es que Magín y Aresta eran vecinos. Se conocían del barrio de Gracia. Magín se hacía el encontradizo con Aresta y buscaba al torero por todos los bares para repetirle que tarde o temprano él sería su piloto. El muchacho, Magín, estaba casado con Fausta, una chica muy guapa, con los ojos verdes, los labios grandes y muchas pecas, como si su cara fuese un mitin del Primero de Mayo. En la casa de ellos había dinero porque entraban dos semanadas. La de Magín en la Monumental, y la de ella, que trabajaba de taquillera en el Metropol. Todo un señor cine, en la calle Lauria. En verano tiene hasta aparato de refrigeración. Cuando pasan en el Metropol películas con actuaciones de las grandes figuras del jazz, y más si son negros, el cine se pone de bote en bote, se llena de músicos y de bailarines que vienen de todas las academias de Barcelona, y se chupan las películas con la baba caída. Fausta quería mucho a Magín, y como no sabía decirle que no a nada se pusieron a ahorrar para la moto. Le habían echado el ojo a una Indian de color rojo que había en un autosalón de la calle Trafalgar. Modelo Chief, como la de la policía de Nueva York. Demasiada moto para lo que necesitaba, pero la gente tiende a dejarse llevar. La gente es eso, sabe lo que quiere; pero algo la lleva siempre más allá. Y mejor dejarse llevar, chico, porque uno no es lo que necesita, ni tampoco lo que tiene. Uno es una habitación muy grande y vacía donde se amontona todo lo que ha ido dejando pasar de largo. Como con los ahorros de Magín y de Fausta nunca iba a alcanzar para las siete mil pesetas de la moto, al final le pidieron prestado a la familia. Pero el mismo día que reunieron todo el dinero se murió Fausta. Habían ido a merendar a la falda del Montseny, para celebrar que la moto ya tenía dueño, y allí mismo le mordió a la muchacha una culebra muy rara. Una especie de víbora; aunque nunca se supo aclarar exactamente qué tipo de animal era. A partir de entonces, Magín empezó a trastornarse. Decía que había visto aquella serpiente, y que tenía dos cabezas. Como era carpintero, quiso hacerle él mismo la caja a su mujer. Y ¿sabes cómo la enterraron?, dentro de un ataúd hecho con las tablas de los burladeros.

¿Y la moto?, quedó intrigado el muchacho por esa parte de la historia.

Chico, cuando te pasa una cosa así se te quitan las ganas de que te hagan cosquillas en los cojones con un depósito de gasolina. Magín le devolvió los cuartos a la familia, y continuó trabajando con su mazo, sus clavos, sus puntillas. Cada día, peor de la chaveta, eso también es verdad. Pero olvidar es un derecho. ¿Y si la cabeza te lo niega? ¿Entonces qué haces? La cabeza es una dictadora terrible, sobrino; por eso el corazón es rojo.

El muchacho se rascó la suya en silencio. Luego lanzó sus ojos como piedras contra su tío y le preguntó.

¿Así que se quedó sin moto?