NUEVE

 

L

legaron a aquel pueblo Velasco Flaínez y Espiridión González montados en la moto, una Triumph negra de trote ligero, y por el camino pasaron junto al cadáver podrido de un burro. Yacía despanzurrado, con el hocico abierto de par en par y la boca llena de un amasijo de larvas rebullentes. Cuando el estudiante lo vio señaló hacia el animal para llamar la atención del muchacho, y éste le gritó al oído algo que no se acabó de entender. Le dio gas a su moto y siguieron corriendo.

Fue el cementerio lo primero que encontraron a las afueras del pueblo. Junto al muro, se levantaba una caseta de piedra destinada a dar refugio a los paragüeros, lañadores, chamarileros, mendigos y otra gente de paso, sin medios para procurarse un alojamiento en la aldea. Espiridión González y Velasco Flaínez sintieron la curiosidad de entrar en aquel cuchitril que apestaba a orines, amueblado con un camastro de paja, y con las paredes tiznadas por el fuego de alguien que asó unas castañas o se calentó una noche. Al salir de la casucha, el estudiante encendió un Chester con su mechero de gasolina, y le habló al chico.

No sé qué da más asco, si el burro que hemos visto por el camino o esta pocilga.

Lo del animal muerto es ley de vida, repuso Velasco Flaínez. Siguió con la mirada la cuesta del cementerio, corta y derecha al pueblo.

¿Eso fue lo que me dijiste en la moto?

Creo que sí.

 

 

Unos niños jugaban a la mula en un campo cercano. Al que le había tocado hacer de mula no paraban de caerle pescozones, pellizcos y talonazos en el culo. A la una parió mi mula, cantaba el primero que saltaba sobre el burro atravesado, y los siguientes repetían la frase y el salto. Daban la vuelta todos y se volvían a poner en fila para seguir saltando. A las dos da la coz, y era en ese salto cuando le arreaban la patada en el culo. A las tres, culazo del tío Andrés, y se dejaban caer de culo sobre el lomo del que hacía de burro. A las cuatro hinca las uñas el gato, brincaban y al apoyarse le clavaban las uñas en la espalda. A las cinco, corro, salto y brinco, y el burro cambiaba de postura, se ponía de culo a sus amigos y ellos tomaban carrerilla y se apoyaban en su espalda para dar un salto grande. A las seis, mierda para los que no juguéis; entonces el burro volvía a ponerse atravesado, y mandaban a la mierda a los que miraban y no jugaban. A las siete, el cura plantó su bonete, y en su salto los chavales iban dejando una prenda sobre el espinazo de la mula. A los ocho robo mi mocho, y diciendo esto saltaban y recogían lo que habían puesto procurando que no cayeran las otras prendas. A las nueve, agarra Mariquilla la bota y bebe, con este brinco se hacía en el salto el gesto de beber en bota. A las diez se la empina otra vez, y se repetía el gesto. Pero entonces irrumpía en ese juego de imitación, en ese ritual de repetición, un romancillo que lo llenaba de lírica y de tradición judía, de aquellas canciones hechas de enumeraciones encadenadas. Y los niños empezaban a saltar cantando nuevos versos: a las once llamaron al conde, a ahorcar una perra, al tronco una higuera, la higuera tenía una rama, la rama tenía un nido, el nido tenía cuatro huevos, un blanco, un negro, un rojo, un colorao, al tirar del blanco, todos mancos, y hacían el gesto de estar mancos; al tirar del rojo, todos cojos, e imitaban a los cojos; al tirar del negro, de cabeza al infierno, y al tirar del colorao, cada pajarillo para su lao, y corrían para esconderse antes de que les pillase el que hacía de mula.

Unas voces distrajeron de su juego a los chicos. ¡Hay miel de caldeeera! Revoloteó una mirada de entendimiento entre los chavales como una paloma en una habitación. Llevaba aquel tipo una chaqueta de pana y unos zapatos con las suelas despegadas. Muy delgado, con el pelo negro y revuelto, el cabello era lo más fuerte que había en él. Tiraba de un mulo, y cuando el animal le alcanzaba podía verse que era algo más alto que su dueño.

¡Hay miel de caldeeera!, repetía el hombre, y la llevaba sobre el mulo metida en dos pellejos. Sujeta al aparejo, una romana sacudía sus ganchos al compás moroso que imponían aquellos caminos. Oyéndole, los chicos volvieron a cruzar sus miradas. Al llegar frente a ellos, el hombre aflojó aún más el paso y por tercera vez anunció: ¡Hay miel de caldeeera! Entonces, los chavales gritaron juntos: ¡Pa tu abuela puñeteeera!, y salieron escapados en dirección al pueblo.

El vendedor ambulante cogió un puñado de piedras y se las tiró a los chavales. Le acertó al que hacía de mula, que se llevó una mano a los riñones y continuó corriendo. El vendedor de melaza movió la cabeza negando mientras reanudaba su lenta marcha.

Son chiquillos, no se lo tome usted a pecho, le saludó el estudiante.

¡Qué va! Si los buenos son los de este pueblo, respondió el hombre. ¡Veo cada cosa por esos caminos! Hay sitios, y sin necesidad de ir muy lejos, donde las criaturas están tan asalvajadas que te las encuentras en el cementerio jugando a las tabas con los huesos de sus abuelos.

¿Acepta usted un cigarrillo rubio?

Miró el vendedor con mucha solemnidad el paquete de Chesterfield. Se frotó el cogote, se pasó la mano por la nuez y se decidió a contestar.

No, que se me aflauta la voz.

Y sin decir otra palabra, emprendió el paso. A medida que entraba en el pueblo gritaba con más fuerza: ¡Hay miel de caldeeera!

 

 

Velasco Flaínez y Espiridión González también entraron en la aldea en busca de la plaza mayor.

Aquí es adonde tendrían que haber venido mis amigos, dijo el estudiante. Y tu tío, ¿también estará en este pueblo?

Habrá que preguntar, repuso el muchacho.

Espiridión González llevaba la moto a su lado, y caminaba empujándola como un torero pasa su capote. Le seguía al otro lado Velasco Flaínez. Anduvieron hasta que en una placeta les detuvo un remolino de gente. En el centro del tumulto, un hombre con uniforme de guarda forestal intentaba explicarse; pero las mujeres y los viejos que le rodeaban parecían no querer escucharle, y se tapaban los ojos y las orejas con las manos, y se deshacían en lágrimas. Los niños más pequeños, asustados por los llantos de sus mayores, hipaban y verraqueaban.

¿Se puede saber qué os he hecho para que ninguno de vosotros quiera hablar conmigo?, protestaba aquel hombre de voz ronca al que le faltaban algunos dientes. Mientras esperaba una respuesta que nadie le daba, se quitó la gorra y le sacudió la tierra. Pero era todo su uniforme lo que estaba manchado de tierra húmeda.

Velasco Flaínez se metió en el grupo y dejó atrás a Espiridión con la moto. Cuando se encontró más cerca del guarda, vio que estaba descalzo. Ahora se limpiaba la tierra de los pantalones e insistía en pedirles a los aldeanos alguna explicación.

¿Alguien será capaz de decirme qué ocurre aquí? Me he pasado toda la noche dando vueltas entre los árboles, sin saber salir. ¡Mira que ir a perderme yo en el bosque! Y ahora que consigo llegar al pueblo me recibís con una cara de espanto, que ¡ni que me hubiera muerto!

Fue esta última consideración del guarda forestal la que barrenó la poca entereza que quedaba entre aquella concurrencia, y los llantos se convirtieron en gritos de desesperación, suspiros y ayes. Un viejo con los ojos amarillentos se retorcía las manos, y las mujeres se hincaban de rodillas y se tiraban de los cabellos. Al fin una que iba vestida de luto logró articular unas palabras.

¡Desdichado Delfín! ¿Dónde has estado? ¿No sabías que te íbamos a enterrar esta mañana? ¿De dónde vienes?

¡Damasia, mujer, que no me he muerto!

Con esas palabras redoblaron los lloros y los lamentos.

Pero ¿por qué iba a morirme? ¡Sólo me he perdido! ¡Y ya estoy aquí otra vez!

No, tú estás muerto, Delfín, métetelo en la cabeza, si es preciso con un martillo de la fragua.

Me lo voy a meter por el culo como una lavativa. ¡De dónde coño habéis sacado que me he ido al otro barrio!

Si hasta te tenía tendido en nuestra cama, Delfín, con tu uniforme de forestal, con el que tanto has presumido en vida. Te estábamos velando ayer tarde, ay, y, en un momentito de nada que te dejamos solo, pillas y te vas. ¡Y mira cómo has vuelto! ¡Sucio de tierra por todas partes! Pero ¿no has visto lo pálido que estás? ¡Claro! ¡Si no te circula la sangre desde hace cerca de dos años!

¡Damasia, que estaba echando la siesta! ¡La manía que os ha entrado a todos con que llevo dos años muerto! Vamos a hacer una cosa. Yo no me doy por muerto, si no es que viene el padre cura y me asegura que, en efecto, soy un difunto. Entonces tendré que conformarme, y ya veremos cómo lo arreglamos.

¡Pues enterrándote como a todo el mundo, Delfín! ¿Cómo crees que esto tiene arreglo?

Pero primero vayamos a hablar con el cura.

Es que el padre Blas no quiere saber nada de ti, porque dice que él ya te dio la extremaunción cuando te tocaba, y que con eso se acaban sus obligaciones, que lo de morirse cada uno es cosa del Señor, y no tuya ni suya.

¿Ves, Damasia, lo que te digo?

¿Y enterrar a los muertos? ¿No es eso un sacramento?, se lamentó su esposa.

¡No, mujer! ¡Enterrar a los muertos no es un sacramento, es una obra de misericordia!

Pero, Delfín, si no pones de tu parte, no podremos darte sepultura.

¡Es que esto ya no hay quien lo aguante! ¡A la que me descuido, hala, queréis meterme en la tumba!

¡Sólo faltaría! ¡Pero como el señorito no quiere reconocer que ya se fue de este mundo, aquí nos tiene a todos con el alma en vilo!, le reprochó su mujer, y lo intentó otra vez: ¿Y don Enrique, por qué no vamos al médico?

¡Sí, con tus cuartos!, se disgustó el guarda y se apartó del grupo. Sin dejar de refunfuñar llegó hasta donde estaba Velasco Flaínez. Le llamó la atención la presencia de aquel muchacho en el barullo, de manera que se detuvo a observarle con la autoridad que los habitantes de los pueblos exhiben ante los extraños. Al cabo de un buen rato de escudriñar la mirada profunda del chico, sus labios finos y rojos, su mechón de pelo negro, se determinó a hablarle.

Nunca te había visto. ¿Vienes de Sanabria?

No sé dónde está ese sitio, guarda.

Le llegó al muchacho el olor penetrante de jaras y de brezo que desprendía el hombre después de haber pasado toda la noche en el campo.

Pero sí sabrás qué hacías entre estos majaderos que quieren enterrarme en vida.

Al parecer, creen que usted está muerto.

¡Qué más quisieran! ¡Y la primera, mi Damasia! Pero tendrán que aguantarse hasta que me dé la gana de morirme, si no me cae un rayo antes. ¿Tú cómo te llamas? Mi nombre es Delfín Aliaga, pero siempre me han dicho Delfín el Curioso. Aunque también es verdad que últimamente se me conoce más como Delfín el Aparecido. Hasta hace poco, yo era un hombre muy curioso; pero no curioso de limpiarme y acicalarme, pues el agua sólo la veo cuando llueve, sino que sentía mucha curiosidad, un tremendo interés por todas las cosas. A ninguna hora podía sujetar las ganas de enterarme de qué ocurría en la casa de enfrente o en el corral de atrás, o adónde iba un vecino, o qué le habría dicho una vieja a otra, cuando las veía chismorreando en una era. ¡Quería saber más que un guardia civil! Si estaba en el bosque quitándoles las trampas a los furtivos, me obsesionaba con conversaciones que había cazado al azar, desgajaba cada palabra de alguna frase que había escuchado. Y si no había oído nada, hacía y deshacía mil combinaciones para explicarme por qué alguien salía de tal casa a tal hora. Y en la mía, me pasaba horas seguidas, noches enteras, arrimado a la ventana, sin quitarle ojo a la calle. No se puede uno descuidar porque a cada momento está sucediendo algo nuevo. Y por poca cosa que parezca, siempre tiene su miga. Unas hormigas que llevan a una avispa muerta hacia su hormiguero, o un hombre que tira de un hato de leña hacia su casa, o un borracho que arrastra los pies hasta la taberna. Todo esto es la vida, porque al fin y al cabo vivir es ir tirando, ir llevando algo, ir arrastrando aunque sea el cuerpo hasta la tumba. Pero ¿cómo me has dicho que te llamas?

El muchacho le dio sus apellidos.

¿Y dices que no eres de esta parte de Zamora?, insistió el guarda.

Vengo de más al norte.

¿Tirando para León?

Pasado León.

¿Viajas solo?

En el camino siempre se conoce gente.

Ahí tienes mucha razón, chico. También eso es como la vida, que está llena de gente de paso. Pues bien, te voy a poner al corriente de mi historia. Resulta que una noche de hace ya un par de años estaba sentado a mi ventana observando lo que pasaba y lo que no pasaba, cuando vi aparecer por la calle una hilera muy larga de luces. ¡Eso sí que no lo había visto nunca! Se me abrieron los ojos como platos y las narices se me quedaron pegadas a los cristales. A medida que se iban acercando aquellas llamas, fui dándome cuenta de que era una procesión de almas en pena vestidas con túnicas. Cada una llevaba un cirio en la mano, e iban todas en silencio. Tuve mucho miedo; sin embargo, la curiosidad me impidió levantar el culo de la silla. En poco tiempo alcanzó la procesión mi ventana, pero seguían desfilando sin ni siquiera mirarme, y cuando ya creí que pasaban de largo, la que iba la última se detuvo y tocó a los cristales. Toc, toc, toc. No te imaginas el repeluzno que se me metió en el cuerpo. Mortal que nos miras, me dijo aquella alma con una voz cavernosa, tu curiosidad te ha puesto delante de nosotros, pero ten cuidado de que no te ponga también de cabeza en el otro mundo. Esta cosa vamos a pedirte, y es que guardes esta vela en un baúl. Mañana por la noche volveremos para recogerla. Y pobre de ti si abres el baúl en todo el día, ni siquiera una vez, ni siquiera para mirar un poquito, porque entonces tendrás que venirte con nosotros. Y dicho esto, me plantaron un cirio en la mano, y continuaron su procesión, hasta que le dieron la vuelta a la esquina y las perdí de vista. En mi casa hay un baúl, que fue el que trajo mi mujer con el ajuar cuando nos casamos, y allí guardé el cirio, que no había manera de apagarlo. Al principio tuve mucho miedo de que se les pegara fuego a las ropas que teníamos, pero muy pronto se me fue el temor, pues vi que no salía ni un hilo de humo por las rendijas. Aunque también algo me decía que aquel cirio seguía encendido. Fui incapaz de acostarme aquella noche, y la pasé pegado a la ventana sin atinar a fijarme en otra cosa que en mis pensamientos. Cuando a la mañana se levantó mi mujer, la mandé a comprar pan para quedarme solo en la casa, pero en todo ese rato no me atreví a destapar el baúl, pese a que me moría de ganas. Volvió con el pan, y la mandé a comprarle leche a un cabrero que hay en una cabaña lejos del pueblo. Tardó mucho esta vez en estar de vuelta, pero tampoco entonces tuve valor de levantar la tapa, y encima con cada minuto que pasaba más me acuciaba la curiosidad. Regresó con el cantarillo lleno de leche, y yo lo que quería era quedarme solo para mirar en el baúl. Al fin se me ocurrió mandarla a que le pidiera a una tía suya, que vivía en otras casas aún más apartadas, una sartén que le habíamos prestado. Pero ¿qué falta nos hace la sartén ahora, Delfín?, la pobre no salía de su asombro. ¡Hoy tengo muchas ganas de comer migas! ¡Pues le pedimos prestada otra sartén a una vecina! ¡Y un pimiento retorcido! ¡Las migas, como en la nuestra, no quedan en ninguna otra sartén! De esta manera me salí con la mía, y mandé de nuevo a Damasia fuera de la casa. ¿Y quieres saber lo que vi en el baúl cuando levanté la tapa?

Velasco Flaínez asintió en silencio y Delfín el Aparecido no se hizo de rogar.

¡El cuerpo de un hombre hecho carne momia, seco, reseco, consumido, renegrido! Estaba tumbado de costado, como durmiendo, y tenía los brazos cruzados sobre el pecho y las rodillas encogidas. Y en ese instante, aquellos despojos volvieron la cabeza para mirarme y vi que salía una luz negra por el hueco de sus ojos. Cerré con un golpetazo que retumbó en toda la casa. Se llenó la habitación de polvo y de un olor muy fuerte a incienso, igual que el que queman en misa. Todo el resto del día lo pasé sin que me cupiese el corazón en el pecho. Las migas, ni las caté. Tampoco salí a trabajar al bosque. ¿Qué tienes, Delfín, que no has abierto la boca en toda la tarde?, me preguntaba mi mujer una y otra vez; pero yo me había clavado en mi silla delante de la ventana y nunca veía llegar el momento de que cayese la noche. Sin embargo, llegó. Y retornó aquella procesión de almas para reclamar su cirio. Toc, toc, toc. Llamó a la ventana la misma que me había hablado la noche anterior. ¡Dame la vela!, ordenó. Fui corriendo al baúl, y al abrirlo encontré el cirio encendido. Cuando el espíritu cogió su vela, me agarró también de la mano y tiró de mí para sacarme por la ventana. ¡No has hecho lo que te mandamos!, me acusó con su voz cavernosa, ¡has mirado en el baúl y ahora te tienes que venir con nosotros! Volvió a tirarme del brazo, y me metió con ellas en la procesión. ¡Toma, sujeta este cirio!, me dijo otra de aquellas almas, que tenía una barba muy larga y muy negra. Al agarrar el cirio, se me quedaron las manos pegadas en la cera, y ya no pude soltarlo. ¡Quítate los zapatos! Me mandó otra alma. Pisándome los talones conseguí quitármelos. Fuimos toda la noche por unos caminos que nunca había visto. Las orillas estaban valladas con estacas de madera blanca, y todas tenían calaveras ensartadas en sus puntas. Detrás de las vallas, sólo había árboles, pero eran unos árboles retorcidos y muy grandes, tan altos que sus copas se perdían en el cielo, y con un tronco tan ancho que a su alrededor se podrían poner a sestear más de mil ovejas y todas quedarían a la sombra. Nos colamos por el hueco de uno de aquellos árboles y subimos unas escaleras de caracol muy estrechas y que parecían que no iban a acabarse nunca. Cuando llegamos al final, entramos en una habitación de madera, llena de velas encendidas y que giraba todo el rato sobre sí misma. En el centro de la estancia, había una vieja ciega sentada sobre un brasero. Al oírme entrar, dijo a voces: ¡Aún echa peste a vivo!, y se rió a carcajadas. Luego me hizo comer una masilla amarga como la hiel y me dio de beber un aguardiente que tragué quemándome la boca. Una vez hayas tomado esto, ya no podrás volver con los tuyos, me asustó la vieja. A la mujer le asomaban por debajo de la falda los huesos de las piernas mondos y lirondos. Después de aquella cena, me tendieron en el suelo sobre la piel de un lobo, y allí me arrancaron tres dientes, y me llenaron el pecho y la espalda de cortes, que cuando cicatrizaron dejaron el dibujo en relieve de las ondas de un río o de las olas del mar. Mientras me hacían los cortes, la vieja tocaba una música muy triste con una flauta de caña y las ánimas bailaban en corro a mi alrededor cogidas de la mano. Aquella música se parecía a esa canción de los niños que dice que llueva, que llueva, pero daba mucha congoja oírla. Me encontré, al ser de día, solo en medio del bosque, pero del nuestro, del que yo vigilo. Con las carnes temblando, descalzo, magullado, lleno de cortes y con tres dientes de menos, volví a mi casa. ¿Y sabes qué me encontré en ella? Puedes imaginártelo. ¡Decían que me había muerto aquella noche y que me estaban velando! Mi Damasia repetía sin parar: Estuvo muy raro todo el día antes, y a medianoche se murió. Y cuando acababa, se echaba a llorar y cada dos por tres se sonaba los mocos con un pañuelo mío. Al ir a preguntarles qué escándalo tenían montado y qué cuento se traían con mi entierro, salieron todos de la casa dándose con los talones en el culo. Y así estamos desde hace dos años. Cada vez que vuelvo a mi casa y me echo en la cama para descansar, me montan un velatorio. Y hoy, si me descuido, ¡me entierran vivo! Porque a ti qué te parece, muchacho, ¿me ves cara de difunto?

Velasco Flaínez tuvo el impulso de contestarle que un poco demacrado sí que parecía, pero prefirió ser prudente.

Esa cuestión hay que plantearla de otra manera, señor guarda.

Delfín el Aparecido enarcó las cejas y apretó los labios sacándolos como el culo de un pollo para manifestar con ese gesto su interés.

A ver, a ver, chico.

La pregunta importante es ésta: ¿usted cómo se encuentra de salud?

El guarda se palpó a conciencia la cabeza, el pecho, las costillas y la panza.

Nunca me he sentido mejor.

¡Pues no se hable más, porque eso es lo principal! ¡Estar uno bueno! Lo otro, estar vivo o no, encontrándose uno bien, ¿qué más da?

No voy a ser yo quien te lleve en eso la contraria, chaval, se rió el hombre, y se fue descalzo detrás del alguacil del pueblo, que era gitano.

¿Me das lumbre, Amador?

¡Hombre, Delfín! ¡Dónde se ha visto que los muertos fumen!

 

 

Espiridión González volvió a reunirse con Velasco Flaínez. Le sonrió con su diente de oro, puso la moto entre ambos y continuaron el recorrido por el pueblo.

¿Qué te contaba ese consueta? Se te ha enrollado como una persiana.

Es un hombre normal y corriente que no sabe lo que le pasa.

Chico, he preguntado por mis amigos y, en efecto, ya están aquí. Resulta que he ido a darme de narices con el maestro del pueblo. Un gallego muy agradable, aunque al principio hemos estado a punto de liarnos a tortas. Me voy a dar una vuelta, y al doblar una esquina casi le echo la moto en lo alto al pobre hombre. Qué grito ha pegado; creo que me he sobresaltado yo más que él. El caso es que me lo quedo mirando sin saber qué decirle. El andova no paraba de sermonearme, y mientras se desahogaba me ha parecido un alfeñique. Poca cosa, calvo, y con la cabeza grande, eso sí. Por su chaleco de rayas sucio de tiza, me imaginé al principio que era el sastre; pero luego, cuando se ha calmado, ha empezado a hablar muy desenvuelto, y muy atildado, y entones ha sido cuando le he pedido excusas y él ha adoptado una actitud más cordial, y me ha explicado que se llama don Aladino Mariño y que es el maestro y que las Misiones Pedagógicas están desde ayer en este pueblo. Al enterarse de que son mis amigos y que vengo para juntarme con ellos, se ha mostrado muy dispuesto. Y hasta se ha alegrado de nuestro encontronazo. El tío está que echa las campanas al vuelo con la biblioteca que han venido a montarle para la escuela.

 

 

Fueron el estudiante y el muchacho en busca de los misioneros, que se hospedaban en las casas de los vecinos por no tener aquel lugar ningún tipo de fonda.

Reposiano Guitarra dormía en la vivienda de Serafín, el pañero, en una habitación donde guardaba los paños que iba vendiendo por los pueblos. Allí le habían puesto un colchón de esparto, entre las telas enrolladas y dobladas, las tablas, las correas, las varas y los medios metros de medir, las tijeras, los lápices, las libretas donde llevaba sus cuentas y apuntaba los encargos, y, colgado de un gancho, el guardapolvo de dril que el pañero se ponía para viajar. Como vio Reposiano que ni en la iglesia ni en el ayuntamiento había reloj, le preguntó al pañero de qué manera la gente conocía la hora que era, y su anfitrión le explicó que quienes no tenían reloj, que era la mayoría del pueblo, se guiaban por las sombras de los barrancos, y sabían por ejemplo que si las sombras llegaban a tales árboles o al arroyo era tal o cual hora. También le dijo que en el pueblo los niños aprendían desde muy pequeños que cuando podían pisar la cabeza de su sombra con un solo paso adelante es que era mediodía. Y que por la noche, la mejor manera de guiarse consistía en esperar a que pasase frente a la ventana de su casa Delfín el Aparecido, señal de que era la medianoche clavada.

A María Luisa y a Maruja les dieron posada en la casa de don Enrique, el médico. Era éste un hombre que pasaba la cincuentena, viudo pero con dos hijas mozuelas que enseguida se ilusionaron con la experiencia de compartir sus habitaciones con las maestras de las Misiones Pedagógicas. El caserón de don Enrique tenía unas puertas muy altas y unas ventanas muy grandes. Cuando el sol entraba a raudales, se desataban en los pasillos quietas tempestades de polvo. Tenía el techo vigas de madera lacadas en negro. Muy cerca de la chimenea, nacían las escaleras que llevaban a las habitaciones de la planta de arriba, donde las sombras se mezclaban con la ciencia de provincias. Don Enrique era alto, flaco y de mucha frente. De cara larga y gesto amable, con algo de aristócrata de campo. La nariz, parecida a una berenjena, le daba un aire cómico a su solemnidad. Vestía siempre terno oscuro y pajarita de lunares. Desde la habitación de Sol, que así se llamaba su hija mayor, se veía una era donde iban los hombres a trillar y, cuando estaba desierta, acudía a mear alguna vieja. Y eso fue lo primero que Sol y su hermana Flor les enseñaron a las maestras. Las cuatro muchachas, con las cabezas apiñadas en el vano de la ventana, se aguantaban la risa y estiraban el brazo para señalar a una mujer vestida toda de negro que acababa de llegar. La vieja, creyendo que nadie la estaba viendo, se espatarró en medio de aquel terreno salpicado de pajas, y se puso a orinar en pie agarrándose las faldas con los dos puños y tirando de ellas hacia delante para que no se le mojaran. Cuando terminó, se secó con las mismas faldas y se fue.

¿Decís que todas las viejas vienen aquí a hacer eso?, se sorprendió María Luisa.

Parece que la era no esté pensada para otra cosa, le contestó Sol.

¿Y todas orinan de la misma manera?, preguntó ahora Maruja, que mientras miraba se había sujetado las gafas como si fueran unos prismáticos.

¡En este pueblo no se conoce otra forma!, volvió a responder Sol con fatalismo.

Si, cuando os crucéis con ellas, os fijáis en sus faldas, comprobaréis que todas amarillean de tanto darle ese uso, ahora fue Flor quien habló.

Rieron las maestras con la salida de la hermana menor, pero al instante Maruja se puso muy seria y dijo que eran precisamente estos procederes lo que venían a reformar con los libros.

A Arcos Paulín le recogió en su casa Luciano, el amolanchín, que la dejó a su entera disposición pues pocas veces paraba en ella dado el carácter itinerante de su trabajo. Luciano el amolanchín vivía con un gato que se llamaba Álvaro, y andaba por los pueblos y las casas de los anejos empujando su rueda de afilar cuchillos, tijeras, navajas. En un cajoncito metía las tenazas, el martillo, los alicates de su oficio. Y también tenía un bote de hojalata para el agua. Se anunciaba tocando un pito de trece agujeros, hecho con madera de nogal y rematado en forma de cabeza de pájaro.

Es un pito muy bueno, le dijo Luciano a Arcos Paulín, y además de sonar muy bien está tallado con mucha gracia; me lo regaló uno que capa puercos y que ha hecho muchos como éste para la gente de su oficio.

Luciano el amolanchín era gordo y grandullón, con una cabeza tan pequeña que parecía una cereza encima de un pastel de carne. Rara vez se quitaba la boina, de modo que prácticamente se le había quedado pegada al pelo como una aureola. Tenía carné del partido socialista y bebía aguardiente de una damajuana forrada de canasta; pero su bigote, corto y estrecho, le acharlotaba el gesto de gravedad que a veces quería adoptar.

En nuestro oficio, si se vale, se llega muy lejos, le decía el afilador a su huésped. Un conocido mío de Orense llegó hasta Nueva York. Yendo detrás de la rueda, se va a todas partes. ¡Ruedas! Eso es lo que España necesita. Ruedas para ponerse en marcha y salir de su atraso. ¿Y con qué llegan ustedes? ¡Con libros! Pues bienvenidos sean, pero los libros no son redondos; sólo con libros un país no rueda. Hay que arrancar de cuajo el atraso económico de estas tierras; porque si no se cambia eso, las Misiones Pedagógicas de ustedes acabarán reducidas a un capricho, o lo que es peor, convertidas en la variante laica de la Compañía de Jesús.

Sin embargo, nuestros compatriotas están también necesitados de cultura, protestó Arcos Paulín. A una sociedad no se la puede considerar completa si carece de bibliotecas para los niños y aun para los adultos. Las pequeñas bibliotecas que llevamos a los pueblos van a despertar en la gente el amor y el afán del libro; porque, con ellas, el libro llega a todas las manos, se hace asequible y, de esta manera, deseable. Una biblioteca bien formada es un instrumento de cultura tan eficaz como una escuela. Los libros tienen un componente biológico en relación con las personas. Forman parte de ellas. Los libros, al igual que el cerebro, dan opinión a la gente.

Tener opinión es de señoritos, refunfuñó el amolanchín. Es a los ricos a los que les gusta opinar; pero la gente trabajadora no pierde el tiempo dando opiniones. O hace las cosas, o no las hace. Hechos, no palabras. Opinando no se llega a ninguna parte. Los rusos no han hecho su revolución opinando. Opinar es algo estático, que se hace sentado en el casino. Y el mundo es dinámico, es una rueda.

Después de decir esto, agarró el afilador la suya y se marchó por unos días. Pero antes de despedirse de Arcos Paulín, le pidió que si les sobraba de la biblioteca algún libro de Carlos Kautsky se lo dejasen en la casa.

Tuvo ocasión el chófer de apuntar que las bibliotecas de las Misiones, desde que gobernaban las derechas, eran sometidas a censura y expurgadas.

No consienten que las clases populares escuchen otras palabras que las que ellos dicen, añadió. Recientemente los diputados Lamamié de Clairac e Ibáñez Martín han ordenado retirar de nuestras bibliotecas todo lo que se les ha antojado. Por supuesto, lo primero que quitaron fueron libros como El origen de la familia, de Federico Engels, o La defensa de los trabajadores y la jornada de ocho horas, de Kautsky; pero también han mandado retirar la biografía de Riego, que ha escrito la Colombine. No hay más historia de España que la que ellos quieren.

 

 

Aquellos maestros habían traído la típica biblioteca que las Misiones Pedagógicas destinaban a las escuelas. Estaba formada por cerca de ciento cincuenta volúmenes. Incluía un diccionario enciclopédico, un atlas, varias obras de geografía e historia de España, novelas de Juan Valera, el autor preferido de Azaña; de Benito Pérez Galdós, de Ramón Pérez de Ayala, de Carlos Dickens, de León Tolstoi, de Víctor Hugo, de Remarque, el Quijote, Platero y yo, y la Breve historia del mundo, de H.G. Wells. No faltaban antologías de poemas de Antonio Machado, de Quevedo, de Rubén Darío y de Gustavo Adolfo Bécquer. Selecciones de las serranillas del marqués de Santillana y de fragmentos del conde Lucanor. Para los niños traían cuentos de Perrault, de los hermanos Grimm, de Hans Christian Andersen y de Las mil y una noches. Adaptaciones de Swift, cuentos de Poe, novelas de Julio Verne y relatos de Kipling, y adaptaciones también de la Odisea y de La Divina Comedia. Y para enseñar a la gente a forrar los libros, no habían descuidado llevar hojas de papel.

La inauguración de la biblioteca se celebraría con un discurso sobre la escuela y el niño en la Constitución española. Y además de la biblioteca iban a dejar en el colegio algunos discos de música popular y de música clásica, y un gramófono de la casa Columbia, de los que van en una maleta y funcionan con cuerda sin necesidad de alimentación eléctrica. Llevaban también material escolar para el maestro y los niños. Un mapa físico de España y Portugal, cuadernos, lápices corrientes y lápices de colores de las casas Standard y Faber, gomas de borrar, barras de plastilina, tijeras, tubos de Sindeticon para pegar, cartulinas, papel de charol, papel de barba, imanes, tizas blancas y tizas de colores, un encerado, una regla de un metro de largo para el encerado, un compás, un semicírculo graduado, cartabones, y un juego de medidas de hojalata para enseñar a los niños las pesas y medidas.