DIEZ

 

E

ncontraron el muchacho y el estudiante a los misioneros reunidos en la escuela con el maestro. Arcos Paulín ayudaba a don Aladino a colocar el nuevo encerado, Maruja y María Luisa se habían puesto a encalar las paredes, y Reposiano martilleaba unos tablones para montar las estanterías de la biblioteca.

¡Si encima te pillarás un dedo!, el chófer se burlaba del maestro madrileño. Cómo se nota que no has tenido que coger muchos martillos. ¡Dale con ganas, hombre! ¿Sabéis lo que me ha dicho el afilador del pueblo? ¡Que somos la variante laica de los jesuitas!

¡Pues parte de razón tiene!; porque muchos de los libros que traemos vienen incautados de bibliotecas de la Compañía de Jesús, observó Maruja frotándose la frente con el antebrazo manchado de cal.

También habían hecho una mesa muy larga para quienes quisieran quedarse a leer en la biblioteca. María Luisa se sintió inspirada y sin dejar de encalar empezó a cantar al estilo de la orquesta de Ellington en el Cotton Club: Al amor cantan en la yungla y a danzar con suaves cadencias. Bailan y cantan conjuros de amor, gritos de ardor, gime eterno el dolor. ¡Yungla, yungla, yuuungla...!

Reposiano y Arcos Paulín se pusieron a rugir como fieras y a chillar como monos, pero la maestra no les hizo caso y siguió la canción. Las ventanas del aula estaban abiertas de par en par y por ellas entraba el primer aire del otoño. También se colaba de vez en cuando algún pajarillo.

¿Qué es eso? ¿Un colorín?, preguntó Reposiano.

¡Ahí se ve que no eres de campo!, bromeó Arcos Paulín; pero don Aladino intercedió por el muchacho.

¿Y quién ha dicho que por ser de campo se ha de conocer el campo? Hacéis muy requetebién al traemos todas estas novelas y atlas universales; pero tenéis que decirles a los que programan estas cosas que la gente de estas breñas también necesita libros que la enseñen qué plantas convienen a una tierra y cuáles a otra, a qué distancia se plantan unos árboles de otros, la manera de podarlos, cómo y cuándo se hace un injerto... Faltan en estas cajas libros de agricultura y de arboricultura. Se dice que el campo español está atrasado, pero es porque al pueblo no se le ha enseñado cómo cultivarlo. Éste es un país de braceros, de jornaleros, más que de agricultores. No encontraréis en estas tierras a muchos aldeanos impregnados de eso que se llama sabiduría popular. La mayoría de la gente anda por esas laderas igual que las cabras.

¡Algo habrán aprendido en esta tierra con tantos siglos como llevan aquí!, protestó María Luisa.

Si uno es listo, repuso don Aladino, lo primero que se aprende en la miseria es a escapar de donde hay miseria.

María Luisa, con la camisa arremangada y el pelo cubierto por un pañuelo, señaló de repente hacia la puerta con la escobilla de esparto llena de cal y salpicó a todo su alrededor.

¡Anda!, ¡mirad quién está aquí!, se alegró la muchacha. ¡El mismísimo Espiri González!

De golpe, los misioneros abandonaron sus tareas y se abalanzaron a abrazarle y a celebrar su llegada. Don Aladino tuvo que hacer equilibrios para no caerse con el encerado.

¿Cómo has dado con nosotros? ¡Te diría que ni siquiera sabemos dónde estamos!, le dijo Reposiano.

Pero Luis Cernuda sí que lo sabe.

¿Y desde cuándo te has hecho amigo tú de tan distinguidas personalidades?, se interesó María Luisa.

¿Cernuda? ¡Pero si yo con cargos intermedios no me codeo! ¡Coordinadores a mí! A mí Cernuda tiene la obligación de contestarme cuando le pregunto. Yo sólo trato con mandos.

¿Y en este caso?, insistió ella.

No te lo vas a creer, María Luisa. También es poeta y dirige una sección de literatura de la Junta para la Ampliación de Estudios.

¡El profesor Pedro Salinas!, silbó Maruja.

Fue don Pedro quien enchufó a Luis Cernuda en el Patronato de las Misiones, para ver si espabilaba, explicó con malicia Espiridión, y prosiguió sin variar el tono: Resulta que Salinas había sido profesor suyo en la Universidad de Sevilla, y desde entonces tienen muy buena relación. Durante algún tiempo, Cernuda ha vivido de una fortunita que le dejó su madre, pero al quedarse sin blanca visitó a su maestro, que le consiguió esta ocupación de coordinador del servicio de bibliotecas de las Misiones Pedagógicas. Y lo hace muy bien, no creáis que está para calentar la silla; pero la mejor coordinadora de las bibliotecas es la de la zona de Valencia, una mujer muy lista que se llama María Moliner.

Maruja removió la escobilla dentro del cubo, y se sentó junto al recién llegado.

¡Con lo sieso y estirado que es Cernuda! ¡No sabes el trabajo que me cuesta imaginármelo por el campo repartiendo libros que no sean suyos!

Pues cuentan que cuando actúa cambia una barbaridad, contestó Espiridión, y sonrió enseñando su diente de oro. Vamos, que se transforma y es la mar de divertido, sobre todo cuando se pone detrás del estaribel para mover las marionetas.

¡Vivir para ver!, intervino Arcos Paulín. El año pasado estuve llevando por los pueblos de Segovia una furgoneta llena de libros; pero no era para dejarlos en las escuelas. Era una biblioteca circulante. Fue entonces cuando tuve la ocasión de estrechar la mano de don Pedro Salinas y de don Antonio Machado, que estaban los dos de consejeros de las Misiones. ¡Me emocioné tanto que no me lavé esa mano en todo el viaje! ¡Y eso que para mí leer poesía es como hacerse aire con un paipai en el culo!

Al acabar de decir esto, Arcos Paulín se escupió en las manos y se las restregó, y volvió a ayudar al maestro del pueblo a cambiar el encerado. Encaramado a un taburete y de espaldas a los presentes, prosiguió con su discurso.

Pero lo que no se me va a olvidar nunca es cómo las gentes de aquellas aldeas nos salían al paso. Nos pedían ¡libros, libros!, con la ansiedad con que se pide ¡pan, pan! Esto mismo que os explico me hicieron ir a repetírselo a don Antonio Zozaya, en su despacho de la Biblioteca Nacional. Un anciano muy animoso y amable, con barba blanca y boina negra. Se puso muy contento de oír todo lo que le conté, y al salir me dedicó un libro suyo, La sociedad contra el Estado. ¿Os queréis creer que empecé a leerlo y no me enteraba de nada?

Es que es un libro filosófico, le aclaró Maruja. Ahora está de moda ensayar sobre la sociedad y las masas. Los filósofos hablan como si fueran físicos, se pasan todo el día con la masa, el movimiento, la fuerza...

Arcos Paulín acabó de cambiar la pizarra, y se dirigió de nuevo al corro.

Entonces nosotros hemos venido a chafarles la guitarra a los filósofos; porque con la lectura las masas dejan de ser masas.

Pues yo más bien veo masas de gente consumiendo masas de libros, vaticinó Reposiano Guitarra.

A ti, lo que te ha dado rabia por alusiones, contestó Arcos Paulín, es que haya dicho chafar la guitarra, pero reconoce que hubiera resultado más vulgar si hubiera dicho joder la marrana.

María Luisa pasó su brazo por el de Espiridión y se quedó agarrada a él.

Bueno, pues bienvenido otra vez con nosotros. ¿Y este muchacho tan callado y tan bien plantado que viene contigo?

Es un amigo del camino. Se llama Velasco Flaínez, y como puede verse no tiene ni nombre de pila, ni tampoco mucha vergüenza en contra de lo que aparenta, añadió el motorista guiñándole un ojo al chico.

Te estaremos aburriendo una barbaridad con nuestra conversación, se excusó María Luisa.

Le habrá parecido, intervino Reposiano, que es cierto lo que van diciendo de nosotros, que las Misiones son excursiones campestres que organizan unos cuantos señoritos privilegiados de la Junta de Ampliación de Estudios para divertirse.

Arcos Paulín, que ahora ayudaba a Reposiano a montar las estanterías, abandonó a su compañero, molesto por lo que había oído, y se dirigió hacia el muchacho con un martillo en la mano y unas puntillas sujetas en los labios. Sin que apenas se distinguieran sus palabras, le pidió con cara de enojo que no atendiese a lo que decía su amigo.

Sólo faltaba eso, gruñó, que hagamos nosotros ahora propaganda de lo que dicen las derechas. Chico, ¿quieres saber lo que cuentan los de la CEDA y muy en serio? ¿Sabes lo que soltó el otro día un diputado del partido del Gobierno? ¡Que con las bibliotecas se han desatado las ambiciones y ya todos los aldeanos quieren tener hasta una cama en su casa! ¡Pues sí, señor, eso es lo que traemos! ¡El derecho de la gente a tener cama!

Velasco Flaínez consideró que él nunca había tenido necesidad de cama para dormir y se encogió de hombros.

Yo he venido a esta sierra para buscar a mi tío, dijo tanteándoles a todos con la mirada.

Don Aladino Mariño se sacudió en el chaleco las manos, blancas de colocar los paquetes de tiza, y se interesó por el muchacho.

¿Cómo dices que se llama tu tío?

Es un Velasco.

El maestro se rascó la calva, y en voz baja pronunció varias veces el apellido a la vez que negaba con la cabeza.

Velasco. Velasco. Velasco. En estos pueblos no hay Velascos, que yo sepa.

Miró al chico en silencio un buen rato, y repitió de nuevo el nombre. Entonces alzó la frente y se cruzó de brazos.

Un momento..., murmuró. ¿No te referirás a uno que era lobero?

Asintió el muchacho sin decir palabra. Se quedó boquiabierto don Aladino, y cuando acertó a reaccionar exclamó que las casualidades eran el único derecho que aún no les habían quitado a los pobres.

¡Eso sí que es una coincidencia! ¡Venir ahora a preguntar por Velasco el lobero! ¿Sabes que tu tío se fue de estos montes cuando tenía más o menos tu edad? Desapareció y de él nunca más se supo. De eso hace por lo menos veinte años. Pues mira por dónde, bajó hace unos días un pastor de la sierra diciendo que le había parecido ver a Velasco brincando por esos cejos. Al rato, vino otro con lo mismo. Y ahora llegas tú y preguntas por él. ¡Me dejas con las patas colgando! Chico, tendrás que ir a buscarle por esos montes.

Salió de la escuela Velasco Flaínez y contempló los collados. Decidió que iría a la noche a buscar a su tío y acabó de pasar el día con los misioneros. A lo largo de aquellas horas les ayudó en los trabajos de la escuela, y cuando se puso el sol quiso despedirse de ellos.

Por el campo uno anda mejor de noche si lo que quiere es encontrar un lobo, les dijo.

Insistieron todos y con tanto énfasis en que era una temeridad aventurarse a oscuras en la montaña, que, por aliviar la congoja de sus amigos, el chico accedió a los ruegos y se fue con Espiridión y Arcos Paulín a dormir en la casa del afilador. Al acostarse se dieron los tres las buenas noches desde sus jergones y también le desearon felices sueños a Álvaro, el gato.

Poco antes de la madrugada, el ruido de un motor despertó a Espiridión González y a Arcos Paulín. Cuando fueron a salir de la casa, Velasco Flaínez ya había desaparecido montado en el negro lomo de la Triumph. Volvió renegando a su lecho Espiridión y al meter la mano debajo de la almohada dispuesto a conciliar el sueño la larga uña de su meñique rascó un puñado de balas. Le había dejado también una Star desconchada.