OCHO
Del diario íntimo del maestro nacional Reposiano Guitarra
Sábado, 21 de septiembre de 1935
E
sta madrugada he vagado como un sonámbulo por la Puerta del Sol. Los anuncios luminosos le daban un dibujo albanado y moderno a la noche, pero yo he ido a encender otra luz más real. O más mía. Atrás he dejado el cuerpo blanco del hotel París, los bares con sus camareros de frac y zapatos de charol, como criados que atienden a una visita a la que el señor no va a recibir. El inminente viaje con las Misiones me ha excitado la neurastenia, así que otra vez necesitaba un poco de luz para calmarme.
He pasado de largo ante las coctelerías de sillones de mimbre, con los noctámbulos más recalcitrantes sujetos a sus vasos de ginebra. En Madrid pocos pueden permitirse tanto esplendor.
Fui por la calle del Carmen hasta Callao. Y luego, conforme he ido adentrándome por la Gran Vía, las sombras vivas se han espaciado o se han aglutinado en la sombra mineral, inacabable, de la noche. No había un alma en la calle, aunque a veces asomaba algún poeta camino de su tertulia. Cuánto se parecen ahora todos los escritores. El cuello de la camisa cortado al estilo sportman, y la camisa desabotonada por el pecho, y la corbata flotante igual que el guante ligero de una condesita. Y los zapatos siempre lustrados. Y bronceados como si llevaran una vida de hipódromos y de aire libre. Y de aquí para allá todo el día con un libro en la mano, mejor si es de un escritor ruso.
Se sientan en el café tan anchos y le dicen a uno: En España la traducción está a la altura del betún. A Dostoievski tengo que leerlo en francés directamente porque sus traductores no han sabido comprenderlo.
¡Caramba, chico! ¿Pero Dostoievski no escribió en ruso?
¡Anda a paseo! ¿Es que no sabes dónde está Rusia? ¿No ves que a España el ruso no llega?
Digo que se parecen todos en el aspecto, porque en la pluma no hay más escritor en nuestras letras que Benjamín Jarnés.
También me he cruzado entre la oscuridad con un golfo de tufo achulado, con la caracola de los barrios bajos rizándosele en la frente. He creído durante un rato que me seguía. He aflojado el paso, y le he dejado adelantarme. Y entonces le he dado las buenas noches. Me ha contestado con un rebuzno de garañón en celo. Más adelante los prenderos regresaban a sus Carabancheles, hato a cuestas, doblados y comidos por la roña. Y ya sí. He vuelto a meterme por ese condenado callejón de la Gran Vía. Pero tampoco es del todo un callejón, para qué ser injustos con las calles. Al principio las casas están limpias, son grandes y agradables, y en los balcones hay tiestos con geranios, y enredaderas en las ventanas; sin embargo, conforme se avanza, pasado el giro en cuesta, el empedrado de la calle se convierte en un montón de guijarros recorridos por regueros de agua sucia, y las casas se hacen pequeñas y cochambrosas, con las paredes desconchadas. La mayoría de las ventanas tienen rotos los cristales, y algunas están tapadas con cortinas hechas de pedazos de saco. Son todos burdeles de ínfima categoría. A las puertas, las mujeres esperan con un cigarrillo en la boca que sólo pueden morder con los labios; pues el treponema pálido les ha arrancado los dientes. No me voy a acostumbrar nunca a este paisaje; pero ellas tampoco se acostumbran.
El doctor F. me ha recibido con mucha simpatía en su casa. Y me la ha dejado a muy buen precio, sin apenas necesidad de rogarle, toda la morfina que necesito para aguantar durante el viaje. Me comprende y me considera. Vuelvo a estar en deuda con él y con el bueno de don Domingo, que me la sufraga sin saberlo.
Domingo, 22 de septiembre de 1935
He soñado ciudades submarinas. Edificios dorados bajo el agua habitados por hombres de cristal. Yo andaba todo el rato por el mismo pasillo, pero las paredes iban cambiando, iban haciendo a cada instante una ciudad diferente. ¡Qué delicia! Necesito pronto otra inyección.
Miércoles, 25 de septiembre de 1935
Tercer día de viaje, y ninguno de los tres maestros tenemos muy claro adonde nos dirigimos. Nos mandan a un sitio perdido en la montaña que al parecer no tiene nombre. Menos mal que Arcos Paulín, que es quien conduce, sabe cómo se va.
Muchachos, vosotros dejaos de preguntas, que yo hago el camino con los ojos cerrados, nos dijo al salir, y de vez en cuando hay que despertarle porque los lleva cerrados de sueño.
Pero ¿adónde nos llevas, Arcos?
Tenemos que actuar en un pueblecito de la sierra de la Culebra, eso está en la parte de Zamora.
Hasta ahí también lo sabemos. Pero ¿puedes decirnos cómo se llama ese sitio?
Es que no tiene nombre. Son cuatro casas, que no salen en los mapas; pero por esa misma razón es ahí donde más nos necesitan. Sin periódicos ni libros ni bibliotecas, jamás España podrá ser un país democrático.
Este Arcos Paulín es un tío estupendo, una bendición del cielo. Es un gran conductor y también muy buen mecánico. Tenía un taller en Lasarte; por lo visto era uno de los más conocidos de España. Ahora viaja con nosotros en las Misiones Pedagógicas. Al igual que todos los conductores del Patronato, para compensar el recorte de los presupuestos ha ofrecido gratis su trabajo y el vehículo, y sólo cobra la gasolina.
Para nosotros no deja de ser un orgullo que el Patronato de las Misiones nos envíe al sitio más escondido y miserable del país. El propósito es seguir haciendo por la gente menesterosa lo que ahora el propio Gobierno de la República pretende dejar de lado. El Gobierno de la CEDA ha recortado a la mitad la partida de las Misiones Pedagógicas en los nuevos presupuestos. Y a la larga, o más bien en breve, quiere cancelarlas. Día sí, día no, aparece en El Debate, el periódico del Gobierno y de la derecha católica nacional, un escrito, un artículo pidiendo que supriman las Misiones por ineficaces y hasta las califican de elemento perturbador.
¡Las Misiones son un lujo! ¡Un despilfarro! ¡Porque no se puede enseñar al que no sabe!, ha dicho en las Cortes, con estas mismas palabras, el diputado por el Bloque Agrario Lamamié de Clairac. Un abogado, de una familia de ganaderos de Salamanca. ¡Pobre profesor Cossío! No hace un mes que se murió, y ya le están desmantelando su proyecto pedagógico. Lo que no sé es si alguien será capaz de continuarlo, con la deriva que toma el país.
Por lo demás, el viaje me está impacientando, supongo que porque sólo pienso en la misma cosa. Pero también es verdad que los trayectos resultan demasiado largos, llenos de paisaje como una biblioteca puede estar llena de libros que nadie va a leer. Por cierto, Maruja no para de leer en todo el viaje. Va como sonámbula, con sus gafas de aumento que le envuelven los ojos en una niebla de cristal, agarrada a una montaña de aventuras de Fantomas y de novelas de Sax Rohmer, que la semana pasada fue recogiendo por Moyano.
Soy maestra de niñas... Bueno, soy maestra de niñas desde que el Gobierno de Lerroux ha prohibido educar juntos a los niños y a las niñas en las escuelas primarias, es lo primero que ha dicho Maruja.
Y María Luisa, con su melena pelirroja rizada, la raya a un lado, canta a todas horas, hasta durmiendo. No sé cuántos foxtrots y tangos conoce. Quiero volver a mi Virginia, tierra querida que nunca podré olvidar. Siento en el pecho un cariño profundo, de mi Virginia, tierra donde nací yo... Pero ¿cuándo habrá estado ésa en Virginia?
Y, para rematarlo, Arcos Paulín no para de fumar y de escupir por la ventanilla. Esta mañana ha salido con una escopeta de dos cañones y ha vuelto con cuatro perdices, y eso es lo que hemos comido hoy. Pero nos ha prometido que para cenar pararemos en una venta que conoce. Una y otra vez se me van los ojos a mi cajita de marfil, donde guardo las agujas sin estrenar, y la jeringuilla de plata, y los frasquitos de cristal. Le rezo a san Sebastián, que el pobre sabrá de pinchazos, para que no se me rompan.
Viernes, 27 de septiembre de 1935
Hemos pasado por el lago de Sanabria, el más grande de España. Parecía un cáliz de piedra lleno de agua sagrada. Ha dicho Arcos Paulín que antes de la noche alcanzaremos la sierra de la Culebra, y llegaremos al pueblo. No tiene la comarca una gran riqueza forestal, lo más que se ve son algunos grupos de encinares; pero de golpe, al meternos por un camino de herradura que alguien ha trazado a mano sobre el plano de Arcos Paulín, todo esto cambia.
A ambos lados de nuestra calzada de pedruscos, se extiende un bosque de castaños y de abedules en el que aún no se ha hincado el hacha del leñador. Parecería un paisaje idílico si no fuese porque la tartana en la que viajamos se queda sin resuello cuando hay que subir una cuesta, y tenemos que apearnos y empujar.
¿Habrá ciervos en estas frondosidades?, ha preguntado María Luisa en un momento en que no cantaba.
¡Hasta osos y lobos!, Arcos Paulín ha querido asustar a la muchacha, y se le ha escapado una risotada.
Vuelta al paisaje desértico. ¿Habrá sido todo un sueño mío?
A media mañana, Arcos Paulín ha frenado en seco, y boquiabierto se ha puesto a señalar con el dedo hacia una oveja gigante que parecía flotar sobre el camino. Era una figura que unos penitentes portaban en andas seguidos de una hilera de encapuchados. Cargaba cada uno con una gran cruz negra a sus espaldas. Y en medio iba un cura. Vistos de lejos, parecía que les azuzaba con un látigo; pero en verdad el sacerdote asperjaba con agua bendita el paso de la procesión. Cuando estuvieron más cerca, nos dimos cuenta de que andaban con las albarcas colgadas del cordón de la túnica. Les asomaban bajo los sayos los pantalones arremangados y los pies llenos de sangre.
Arcos Paulín bajó del camión de un salto y con un impostado fervor religioso que traspasaba lo paródico les rogó a los penitentes que se detuviesen.
Padre cura, ¿qué tipo de procesión tan verdadera es ésta que va por el campo siguiendo un borrego de yeso, cuando en las ciudades se sigue al becerro de oro?
El sacerdote, un hombre rollizo de mirada abismal, con la cara azuleada por una barba refractaria a todo tipo de afeitado, se quedó con la mosca detrás de la oreja, pero al final le pudo la buena fe.
Ya se ve que sois forasteros, pues no sabéis que, por ser hoy veintisiete de septiembre, día de san Vicente de Paúl, tenemos esta celebración, esta procesión, que es muy conocida en la comarca.
Las capuchas de los penitentes se movieron asintiendo al unísono. El cura se enjugó el rostro con un pañuelo, y prosiguió la explicación.
Resulta que en este sitio tuvo lugar un hecho prodigioso que envenenó todas las plantas de la parte de aquí del río. Fue en tiempos de doña Urraca, reina de Zamora. Había unos cabreros a los que se les apareció un ángel y les mandó que antes de la medianoche le levantasen un altar a la Virgen. Los pastores lo dejaron para el último momento. Al ponerse el sol, uno se acordó, y aun así los otros le convencieron de que era mejor cenar antes para tomar fuerzas. Se bebieron un cántaro de vino, y se echaron a dormir a pierna suelta olvidándose de nuevo de su obligación. A medianoche, cuando el ángel volvió montó en cólera y a la vez que enrojecía su cara enrojecieron las bayas y los frutos de todos los matorrales del cerro. Y de tan rojos que se pusieron los frutos se volvieron venenosos. A partir de aquel momento, y hasta hoy, toda cabra y toda oveja que come de esas bayas cae fulminada al suelo, tiesa como un muñeco de paja.
Desde entonces, ni ovejas ni cabras se han visto por esta parte, dijo uno de los penitentes levantándose la capucha hasta la nariz para que sus palabras se oyeran con claridad.
Bien cierto es, corroboró el cura, y agitando la mano le mandó que se volviera a bajar la capucha. Pero en la otra orilla del río, las cabras y las ovejas campan a sus anchas.
Una vez dio estas razones, el cura se cruzó de brazos y retorciendo el pescuezo igual que un pájaro contempló nuestro camión cargado de cajas.
Y a vosotros, hijos míos, ¿qué se os ha perdido por estos campos tan apartados?
Maruja salió del camión y le habló al sacerdote muy animosamente.
Nosotros, reverendo padre, somos maestros, y hemos venido a esta comarca con la misión de traer algo de instrucción a sus gentes en nombre de la República.
Cuando el cura escuchó esto, se sofocó igual que el ángel ante los pastores.
Pues sabed que por estas tierras no se precisa otra instrucción que la repartida misericordiosamente por la voluntad de Dios entre sus siervos.
Maruja miró con coraje al sacerdote, pero sus ojos pequeños se le estrellaron contra el muro de cristal de sus gafas.
Pongo en su conocimiento, reverendo padre, que la República les ha dado a todos sus ciudadanos el derecho a la instrucción. Pues, como ha dicho Azaña, a quien se le da el voto y no se le da escuela, padece una estafa. Y como el voto se supone que ya lo tienen, con el propósito de hacer escuelas es con el que viajamos.
¡Y tendrá valor! ¡Salir aquí con Azaña!, exclamó el cura y alzó el hisopo. ¡Vienen a hablar de derechos en nombre del energúmeno de Azaña..., que le ha salido una verruga en la boca de tanto mentir!
El sacerdote nos dio la espalda y se dirigió a sus feligreses.
¡Oídme todos! Estos universitarios metidos a arreglapueblos dicen que vienen a instruiros. ¡Pero no os fiéis!
Aunque buscó la aprobación de los penitentes que le acompañaban no tuvo manera de constatarla, porque aquellos hombres seguían con sus cabezas enfundadas en las capuchas.
¡Sabed que en verdad no llegan sino para adoctrinaros! Vienen con el propósito de perjudicaros con ideas extranjeras sobre el voto y sobre las elecciones. Dirán que os van a dar cuartillas para enseñaros a escribir, pero lo que traen son papeletas para que votéis a los suyos. ¡Se les llena la boca hablando del derecho a voto y a las elecciones! Y ¿sabéis la cosa tan ridícula que son unas elecciones? Unas elecciones es cuando se juntan cuatro señoritos para meter un papelito doblado en una caja y así decidir si Dios existe o no existe. Os traen lecturas, pero enseguida encontraréis que entre sus libros no hay ni un solo tomo religioso. No figura entre sus autores, que están todos condenados en el infierno, un solo escritor pío.
Habló entonces Maruja con una sonrisa muy ancha, que le marcó los hoyuelos.
¡Ahí se equivoca! Pues en la biblioteca que traemos viene el más pío de todos los escritores de España, que es actualmente Pío Baroja. Y en efecto, no incluimos escritos religiosos, porque, como usted, señor cura, ha demostrado, en este lugar no hacen falta tales libros, ya que el punto de vista religioso se lo está dando usted a la gente noche y día, y no tan sólo lo da sino que lo impone, y por tanto los libros que hemos traído han sido escogidos entre los que ofrecen puntos de vista diferentes al suyo, para que los campesinos puedan comparar y librarse si quieren de una visión del mundo totalitaria.
Atronó una carcajada del sacerdote.
¡Os creeréis que así sois democráticos! Y vais equivocados de medio a medio; pues no hay nada más democrático que el punto de vista totalitario. ¿Y por qué? ¡Porque la misma palabra lo dice! ¡Está en la esencia del Estado ser totalitario por ser de todos!
Hay que reconocer que en este punto ni María Luisa ni Arcos Paulín ni yo pudimos evitar reírle la ocurrencia al cura; pero Maruja ya había perdido el sentido del humor, y le respondió al religioso que, tanto si le gustaba como si no, íbamos a dejar montada nuestra biblioteca en la escuela más pobre de esa sierra.
¡Eso será si a mí me da la gana!, farfulló el párroco apretando los puños, y fue entonces cuando se armó la gorda. De repente, el cura se empingorotó en nuestro camión y empezó a tirar al suelo las cajas con los libros y con todo el material escolar que llevábamos.
¡Hay que acabar con la ponzoña que va en estas cajas!, gritaba sin dejar de lanzar paquetes contra las piedras. ¡Estos libros son peores que el veneno que mata a las cabras y a las ovejas de estos campos!
Los feligreses, al oír hablar de que las cabras se morían envenenadas, se encendieron y se arrancaron las capuchas, y con sus caras renegridas y cuarteadas por el sol subieron al camión en pos del cura, y en un decir amén, que muchos lo dijeron, lo desperdigaron todo por tierra, los libros, los cuadernos, los lápices, los discos, el gramófono..., y si no llega a ser porque Arcos Paulín se metió con la escopeta en medio del tumulto y pegó un tiro al aire, nos queman las cajas, nos queman el camión y nos queman a nosotros.
Sigue el 27, viernes. Noche estrellada
A pesar de que considero un dislate creer que la Providencia también obra milagros culturales, habré de admitir que hoy ha obrado uno con nosotros. Lo hemos devuelto todo al camión. Hemos comprobado cada una de las cajas. No se ha malogrado absolutamente nada. Algo de apóstoles protegidos sí que tenemos.
Por otra parte, está claro que el diablo no se ocupa de los suyos. En el asalto, me han destrozado el estuche. Apenas me queda para tres veces.
Sábado, 28 de septiembre de 1935
Al fin hemos encontrado unas casas. Geográficamente, esto está en España; pero humanamente salta a la vista que no está en el mundo. ¡Lugar más miserable nunca lo habíamos encontrado! Esto es un montón de casuchas, con las puertas podridas y desencajadas. Viviendas hechas con piedras montadas una sobre otra desordenadamente. Entre los pedruscos queda abierto algún hueco para que pase a las casas un rayo de luz. Los techos son de paja y de tierra. No tienen chimeneas, y el humo de los guisotes, cuando cocinan, sale entre las pajas.
Ha entrado nuestro camión siguiendo un camino de pedruscos, que a punto ha estado de hacernos volcar. María Luisa, subida en lo alto de las cajas, se ha quedado colgando agarrada a una soga, y el altavoz con que nos anunciábamos se le ha caído al suelo. Había empezado a entonar una copla que ha compuesto para la ocasión, y que dice: habitantes de estos terreros, qué ganas teníamos de veros, para saludaros y conoceros, y traeros los versos de un poeta de Fuente Vaqueros, que dijo con voz de cantante: ¡los últimos serán los primeros! Pero en la parte que hace qué ganas teníamos de veros... ha sido cuando se le ha soltado el altavoz, y los versos los ha seguido Arcos Paulín en chirigota, y ha dicho: para leeros los artículos de Wenceslao González Oliveros.
Se le ha escapado a Maruja una carcajada, porque González Oliveros, que ahora está de corresponsal de El Debate en París, echando pestes de la República, había sido director general de Enseñanza durante la dictadura de Primo de Rivera y enemigo tremendo de don Francisco Giner de los Ríos y de don Ramón Menéndez Pidal, y de todo lo que tuviera que ver con la Institución Libre de Enseñanza. Al parecer de este catedrático de Filosofía del Derecho, existe en España un complot judío masónico marxista institucionista, la definición es suya, que ha dado lugar a la llegada del régimen republicano. Es tan beato y absurdo este González Oliveros, que ni sus propios correligionarios se atreven a considerarle del todo.
En este lugar todos los hombres aparentan tener la misma edad. No se distinguen jóvenes de viejos. Son campesinos agobiados por la calamidad y fatigados por la falta de un trabajo. Parece como si la misma tierra les estuviese consumiendo, como si en vez de alimentarse de ella fuese el suelo el que se nutre de estas gentes. Comen, cuando han tenido mucha suerte, judías y patatas; pero la mayoría de los días se alimentan de serbas y otras bayas que cogen del campo, si las encuentran.
A uno de los labradores más despiertos, y menos raquíticos, le hemos preguntado la edad y ha dicho tener treinta y cinco años, pero podría haber contestado cincuenta y cinco e igualmente le hubiéramos creído. Es de las pocas personas de aquí que conocen su edad. Leer, y no digamos escribir, nadie sabe. Estos campesinos aseguran que nunca habían visto ni un coche ni un camión hasta llegar nosotros, y sin embargo algunos llevan las suelas de las albarcas hechas de neumático.
Muchas mujeres tienen el cuello hinchado por el bocio. De haber dispuesto de sal completa, o algún tipo de pescado, se hubiesen librado de esta plaga que aún azota los pueblos de la República. Demasiados son aquí los niños en los que el cretinismo ha tallado sus síntomas. Miran con expresión apenada y tosen cada vez que abren la boca.
Todos los chicos, tanto los sanos como los enfermos, van vestidos con harapos. Y si alguna vez tienden la mano no es para saludar, sino para pedimos una limosna. Son manos terribles las de estas gentes. También se han arrojado las mujeres a las ruedas del camión para pedirnos por caridad. Igual se han creído que pertenecemos a aquel séquito de Alfonso XIII que viajó por las Hurdes, con botas de montar y bastón al brazo, para repartir dineros y medicamentos entre los pobres.
A María Luisa se le han quitado de golpe las ganas de cantar, y Arcos Paulín no suelta el cigarro en ningún momento. Se le ha puesto en los ojos un gesto de desprecio que no va dirigido a estas gentes, sino al resto del mundo.
Deme usted algo, por el amor de Dios, me ha suplicado una vieja con la cara afilada y el pelo cubierto con un pañuelo sucio. Ha querido sonreír para complacerme, y entonces ha alzado el hocico y ha mostrado los pocos dientes que tenía, en un gesto más propio de un animal de cuadra, con los que estas pobres familias viven en sus casas.
Cuando han descubierto que, por lástima, les dábamos algunos céntimos, se han arremolinado en torno a nosotros todas las viejas y todos los niños, y así nos ha asaeteado una nube de manos tendidas. Resulta que nuestra conmiseración les ha hecho crecerse y ponerse cicateros y maliciosos, y ya les parecía poco todo lo que les dábamos.
¡Mire usted qué hijo tengo!, imploraba una mujer agarrada a una criatura deforme, y no sabría decir si ese niño podría ser su hijo o su nieto. ¿Dos perras me da, señorito? ¡Ya me apañaré, qué remedio, porque es tanta la necesidad! Ustedes, que tienen, no saben lo que es faltar.
Cuando he querido darle dos perras más a la mujer, la mano férrea de Arcos Paulín se ha cerrado sobre mi muñeca, y como si yo fuese un monigote de trapo me ha devuelto la mano al bolsillo.
¡Deja ya de hacer el ridículo, Reposiano!, me ha soltado al oído. ¿No ves que a estas gentes no hay que darles dinero?
Tampoco es para ponerse así, he querido dominar mi enojo. Cuando abramos las cajas, ya les daremos los libros y los cuadernillos.
Vamos finos con las cajas de libros. Estos miserables lo que necesitan son cajas con balas.
Maruja, que le ha oído, no ha podido morderse la lengua.
¿Para qué? ¿Para que se maten entre ellos?
Arcos Paulín se ha vuelto renegando al camión y ha encendido el motor. A golpe de claxon nos ha llamado a los tres, y nos hemos apartado de esas casas rumbo al pueblo del que dependen, que se ve todavía lejos, perdido en una hondonada.