EPÍLOGO.
La Guerra Civil Española se prolongó más de lo que nadie se llegó a imaginar. La cuenca minera fue ocupada a finales de agosto pero la sangre de cientos de miles de españoles se derramó por todo el país durante casi tres años.
Nicolás Espinosa volvió a las minas a mediados de abril de 1939, con motivo de la misa al aire libre que habían organizado para celebrar el triunfo de los nacionales.
Las villas de la cuenca minera fueron ocupadas durante los primeros meses del conflicto bélico. Cuando en el resto de España se iniciaba el periodo de posguerra, ya se llevaban tres años de represión en aquel rincón del mundo. Los falangistas persiguieron a los republicanos huidos, los mineros eran la pieza más cotizada, los principales caciques del lugar jamás perdonarían el miedo que les habían hecho pasar. Había llegado el momento de saldar asuntos pendientes y saciar su sed de venganza. Durante meses, peinaron cada cerro, cada galería abandonada, cada árbol hueco de cada bosque, en busca de algún miliciano que no hubiera tenido la oportunidad, las fuerzas o el valor de huir. Cuando llegó el “año de la victoria” no quedaba con vida, entre aquellos cerros saciados de sangre, nadie que, tres años antes, empuñara un arma contra el ejército nacional. Como tantas otras veces, fueron muertes secretas y calladas, lágrimas escondidas, un dolor silenciado que se enquistaba en el pecho de quien lo guardaba. Espinosa no había presenciado aquella cruel persecución, “la caza de rojos”, la llamaban, con sorna, algunos terratenientes. El marqués había partido junto con las fuerzas sublevadas hacia Madrid.
Una vez tomada la capital del país, no le faltarían a Espinosa, respaldado por su íntimo amigo, Gonzalo Queipo de Llano, puestos de responsabilidad para elegir en el nuevo gobierno. Ya tendría ocasión para ello, antes quería volver a las minas por última vez.
Desde Sevilla hasta las minas, pocas fueron las villas de la cuenca y de la sierra que no fueron víctimas de las represalias y los desquites de los triunfadores. No hay peor justicia que el resarcimiento del miedo y el rencor. Cuando llegó al valle, por el que mansamente discurría el río Odiel, se sobrecogió de la atrocidad y la barbarie que el ser humano era capaz de llevar a cabo. Sabía que Valencina del Odiel había sido arrasada, pero no hasta qué punto… En el centro de la plaza, sus ojos no daban crédito a lo que veían. Nada quedaba de los puentes que antaño permitían el acceso a la villa. No quedaba piedra sobre piedra, tan sólo el campanario de la iglesia permanecía en pie, en un equilibrio frágil y quebradizo. Las esculturas de las ciervas, tumbadas, con las miradas vacías, parecían haber sido víctimas de alguna bestia mitológica que le hubiera arrancado a dentelladas su musculatura de jaspe. Los antiguos molinos, derruidos por completo, mostraban las colosales piedras de molienda como si fueran sus entrañas graníticas. Las acequias, obstruidas en su constante flujo, rebosaban sus límpidas aguas como arrullando el desastre que crecía a su alrededor. Exceptuando la música de aquel gorgoteo, todo era silencio. El silencio más grande del mundo. Un silencio infinito que parecía haberse incrustado en lo más hondo de las pupilas de los pocos que quedaron con vida entre aquellos cerros carmesíes.
Ya en Riotinto, mientras esperaba que la ceremonia religiosa comenzara, Espinosa se encontró con Alexander Hall, el director de la compañía inglesa. El marqués había estado actuando de intermediario entre la Riotinto Company Limited y las fuerzas nacionales mientras duró la contienda. Los militares requisaron parte de la producción de Riotinto, su cobre fue moneda de cambio para pagar la ayuda alemana, sin la cual, la victoria del ejército nacional, no hubiera sido posible. Espinosa había sabido interceder para que los ingleses terminaran cobrando su deuda. Estaban en un país en guerra, no eran fáciles las relaciones comerciales y empresariales en aquellos tiempos.
– ¿Se volvió usted católico míster Hall? –bromeaba Espinosa, sabiendo que la variedad de culto había sido prohibida y que los ingleses de las minas se habían visto obligados a abandonar el protestantismo.
–Lo que nos quitan por un lado nos lo dan por otro señor Espinosa. La victoria de los nacionales garantizará, al menos, el orden que anarquistas y comunistas no nos hubieran ofrecido… Si ponemos ambas ideologías en una balanza, lo mejor para los intereses de la Riotinto Company y para cualquier hombre de negocios del país, era huir de la anarquía a la que la República nos estaba conduciendo... –le explicaba el director general.
Todos se pusieron en pie, el arzobispo se dirigió hacia el improvisado altar para dar comienzo a la ceremonia.
–…confiamos en que los conflictos obreros se reduzcan, se nombraron nuevos alcaldes y concejales en las villas, necesitábamos este cambio. Las obras del embalse, por ejemplo, comenzarán en breve, algo inimaginable hace cinco años… –susurró Hall.
Nicolás Espinosa envidiaba la solvencia de la compañía británica. Tras la Guerra Civil, la economía española se resintió considerablemente, pasarían años, décadas, para que el país volviera a ser una sombra de lo que había sido. Haría falta que pasaran generaciones enteras para que la tristeza desapareciera de los ojos de unos hombres, mujeres y niños que habían visto demasiada sangre derramada.
Tras la contienda civil llegó la miseria y el hambre. Los recursos básicos escaseaban en cada casa del país, más aún en la cuenca minera, donde los mercados internacionales cayeron estrepitosamente con la llegada de la segunda guerra mundial. Durante esa época, Nicolás Espinosa desempeñó una importante labor diplomática entre el gobierno nacional y los británicos. Jamás pensó que volvería a verse implicado en otros asuntos relacionados con Riotinto pero, cuando el gobierno decidió nacionalizar las minas, fue Espinosa quien volvió a interceder entre ambas partes.
El 9 de marzo de 1951, en Sevilla, murió Gonzalo Queipo de Llano, Nicolás Espinosa no podía faltar al entierro del que había sido su más íntimo colaborador y amigo en los últimos años de su vida. Tenía noventa y un años, había pensado que nunca más volvería a Riotinto, pero parecía que aquella tierra escarlata, de la que había tratado de huir mil veces, no dejara de llamarlo una y otra vez.