CAPÍTULO 16.
Cuando los primeros rayos del alba despuntaban al otro lado de los cerros, como lanzas ensangrentadas, Nicolás Espinosa terminaba de acicalarse. Tenía el rostro hinchado, magullado y amoratado, le dolía cada músculo de su cuerpo, parecía que un tren le hubiera pasado por encima. Mientras se anudaba la corbata unos golpes sonaron en la puerta del dormitorio.
– ¡Adelante! –contestó, pensando que era Paula la que golpeaba.
En lugar de la mujer, fue un soldado quien entró en el dormitorio y saludó con gesto marcial.
–Buenos días señor Espinosa, espero que haya podido descansar algo –dijo–. Hemos de darnos prisa, a las doce en punto tenemos que estar lejos de la villa, desde Sevilla van a enviar la aviación para exterminar a cada uno de los rojos que se han escondido.
–Ya estoy casi listo, permítame unos minutos, mientras tanto despierte a la muchacha, ella vendrá con nosotros.
El soldado se cuadró, hizo el saludo militar y abandonó la habitación. A los pocos minutos volvió a irrumpir en ella.
–La joven no está señor Espinosa, la hemos buscado por toda la casa y no hay rastro de ella, tampoco del niño…
Espinosa se extrañó, empujó al militar con el brazo y salió de la habitación.
– ¡Paula! –gritó– ¿Dónde estas, Paula?
Abrió la puerta de su dormitorio. La cama estaba hecha pero no había nadie.
– ¿Así es como pretendíais protegerme? –le preguntó, irritado, al oficial de mayor rango– ¿Una mujer, con un niño de dos años ha pasado por delante de vuestras narices y nadie vio ni oyó nada…? ¡Sois una panda de ineptos!
Cuando llegó al ayuntamiento de Valencina se sentó en la que, hasta el día anterior, había sido la silla de Albareda. Sobre la mesa había un único sobre junto a un pequeño cajón de madera. Cogió el sobre y lo abrió:
“… don Antonio Castejón, Comandante del Tercio de Legionarios, en representación del Excmo. Sr. General Jefe de la Segunda División Orgánica, Don Gonzalo Queipo de Llano, vengo a nombrar Alcalde-Presidente de la Comisión Gestora de este Ayuntamiento a Don Nicolás Espinosa Camporredondo. Y vocales del mismo, por orden que se indica a efectos de la distribución de Tenencias de Alcaldía a los Señores: Don Nicasio Narváez Domínguez, Don Sebastián de la Torre Maestre…”
Un bullicio en la plaza lo interrumpió en su lectura, eran las nueve en punto de la mañana del veintisiete de agosto de 1936.
– ¡Van a ajusticiar a esos rojos por lo que hicieron en Salvochea y por lo que estuvieron a punto de hacer aquí! –dijo uno de los hombres que lo había acompañado hasta el despacho de la alcaldía.
Espinosa se asomó al balcón que daba a la plaza del ayuntamiento. En el centro, delante de la estatua de las ciervas, más de cincuenta personas, que más bien parecían fantasmas, se mostraban nerviosas ante la proximidad de la muerte.
Nicolás Espinosa se retiró, no quería ser testigo de más muertes, ya había presenciado el derramamiento de demasiada sangre a lo largo de su vida. Cuando se giró para volver a la mesa tiró al suelo el pequeño cajón que estaba encima. Todo su contenido quedó desparramado por el suelo. Espinosa entendió que aquellos objetos no eran otra cosa que las pertenencias de aquellos hombres que, en el centro de la plaza, esperaban el momento de ser ajusticiados. Frente a ellos se habían dispuesto los militares, en dos filas, unos en pie y, delante, otros, rodilla en tierra. La palidez de sus rostros no se diferenciaba mucho de la de los republicanos que iban a morir.
Paula Gómez había salido de la casona de madrugada. Pese a todo lo sucedido la noche anterior, había conseguido reunir la calma necesaria para preparar la dosis adecuada de adormidera para que el pequeño no se despertara y la delatase a los soldados que montaban guardia alrededor de la finca del marqués.
Llegar hasta Valencina no le resultó muy complicado, llevaba casi dos años haciendo ese mismo camino en circunstancias similares. Desde que enterró a su esposo, aprovechaba algunas noches, mientras todos dormían, para hacer ese mismo camino. Nunca la habían descubierto y nadie llegó a imaginarse quién depositaba un ramo de flores silvestres, cada semana, a los pies de la cruz que se alzaba en el Cerro Perejil. Esa noche sabía que la tarea le resultaría más complicada que en otras ocasiones, llevaba a su hijo, una mochila pesada a su espalda y, además, la villa estaba bien custodiada por decenas de soldados, dispuestos a disparar sobre cualquiera que se acercara. No le quedó más opción que dar un rodeo, la única manera que tendría de llegar hasta lo alto del cerro sin que la viesen, era subir por la cara norte. Allí no había veredas, tendría que hacerlo campo a través.
Cuando amaneció no le quedó más opción que aguardar para esperar el momento adecuado. Sabía que habría soldados en lo alto del cerro, pero también sabía que se terminarían marchando en cuestión de horas. La noche anterior había escuchado la conversación que uno de los militares mantuvo con el marqués: “a medio día tendrían que estar lejos de allí…” Habían dicho. Buscó un lugar lo más seguro que pudo, según la posición del sol faltarían algo más de tres horas para que fuera medio día. El pequeño comenzaba a despertarse, lo cogió entre sus brazos y lo arrulló. Había traído algo de leche de cabra en la bolsa y comenzó a dársela. El silencio era abrumador, madre e hijo empezaron a quedarse dormidos cuando se escucharon varias descargas al otro lado del cerro, en la villa. Paula Gómez sabía muy bien qué significaban aquellos disparos y sus ojos se cubrieron de lágrimas.
De entre todos los objetos que se habían caído, uno especialmente llamó la atención del marqués.
– ¡Apunten! –se escuchó una voz marcial en la plaza, por encima de los llantos y los lamentos de los que estaban a punto de morir.
Nicolás Espinosa se agachó y lo tomó entre sus dedos. Era un objeto plateado y pequeño. Lo apretó con fuerzas. Sus pensamientos se perdieron en recuerdos lejanos, muy lejanos. Hacía casi medio siglo que había visto aquel objeto por última vez y le parecía que había sido ayer mismo. Entonces supo por qué le habían resultado tan familiares los ojos de aquella mujer cuando, la tarde anterior, trató de socorrerlo de la iglesia en llamas. Se levantó y se dirigió hacia el balcón lo más rápido que pudo.
– ¡Fuego! –escuchó y, todavía se podía escuchar el eco de aquella palabra cuando los soldados dispararon contra la fila de prisioneros.
Desde el balcón del ayuntamiento localizó a la “Loba”. Todo era silencio en la plaza, los ojos de la mujer se clavaban, inclementes y despiadados, en sus pupilas grises. Los mismos ojos oscuros y profundos, la misma mirada de odio y desprecio que casi medio siglo antes, entonces una niña, le hundiera en lo más profundo de su alma. Había pasado más de media vida, el lugar era otro, sin embargo, la situación era la misma: los militares disparaban a sangre fría contra unos vecinos que, lo único que querían, era vivir en libertad.
Unas lágrimas surcaron el rostro del marqués. Se agarró a la baranda del balcón y su cuerpo comenzó a temblar. Fue socorrido por uno de los militares antes de que se desplomara. Cuando se recuperó, bajó hasta la plaza y se acercó hasta los cadáveres que se amontonaban a los pies de las ciervas de mármol. Llevaba la mano en el bolsillo de la chaqueta, con ella apretaba la cabeza de plata de la graciosa cierva. Se arrodilló junto a la mujer a la que todos llamaban la “Loba”, tenía los ojos abiertos de par en par, con la cabeza afeitada aún le parecieron más grandes, pero ya estaban vacíos de vida, vacios de sentimientos y de reproches…
No podría decir cuánto tiempo permaneció allí, junto al cuerpo inerte de aquella mujer. Podría haberse estado allí todo lo que le restaba de vida, incapaz de moverse. Las palabras de su padre le resonaban en su cabeza una y otra vez, como recién dichas:
“… arderás en el infierno por ser la causa del derramamiento de tanta sangre…”.
–Partimos señor Espinosa, en poco más de una hora comenzará el bombardeo, no podemos perder más tiempo… –dijo un militar llevándoselo casi a arrastras.
Paula Gómez esperó hasta que los militares se marcharon. En lo alto del cerro, junto a la cruz miró primero hacia el pueblo, después hacia el sur, había más infinito en sus pupilas que el que abarcaba su mirada. Tan ensimismada estaba en sus pensamientos que pareció no escuchar el atronador ruido de los aviones que se acercaban. A sus espaldas, en la cruz, bailaba al viento una gran bandera roja, parecía que luchaba por soltarse de sus ataduras sin conseguirlo. Paula había invertido sus últimas energías en amarrarla bien. La bandera parecía una llamarada en lo alto del cerro. Había pasado los dos últimos años de su vida cosiendo en secreto pedazos de tela del color de la sangre. El primer avión pasó de largo, también el segundo y el tercero. La mujer vio como descargaban su silbido de muerte sobre la sierra de Cobullos. El pequeño, asustado por el ruido de los aviones comenzó a llorar con angustia. También Paula comenzó a llorar, sabía que en las entrañas de aquellas sierras, cientos de personas, la mayor parte de ellas, mujeres y niños, se habían refugiado en las viejas galerías de las antiguas Minas Garrido. Las galerías, después de tantos años de abandono, no soportarían el bombardeo y la sierra de Cobullos terminaría convirtiéndose en una improvisada tumba para aquellos vecinos que no conocieron otra cosa que el dolor y la miseria que aquella tierra les había dado.
El niño continuaba llorando en brazos de su madre, también lloraba la mujer, cada vez más intensamente. El segundo bombardeo descargó sobre Valencina. Con las primeras bombas, la cruz del cerro fue derribada. Ya no se escuchaba ningún llanto. Todo se llenó de silencio, un silencio infinito, tan sólo interrumpido por el gorgoteo de las riberas de la cuenca, todas se tiñeron de un rojo intenso, como el río que nacía en aquellas minas, al sur de la Sierra de Cobullos…