CAPÍTULO 14.
Baltasar Espinosa no había abierto la boca desde que le dieron la noticia de lo que había ocurrido en el puente Salomón a principios de año. Su mirada permanecía perdida en un punto inconcreto, parecía estar en otro mundo, no era más que una sombra de lo que había sido. Desde que perdiera a su esposa y a su hija, apenas salía de su casa para ir al cementerio de la villa y rezar a unas tumbas vacías. El mundo pareció que se parara a su alrededor. A su hijo le pasó justo lo contrario, Nicolás apenas tuvo tiempo para llorar aquellas muertes. Todo se precipitó sin control, como el mismo río que se había llevado a su madre y a su hermana: las inundaciones habían provocado un auténtico caos en las minas, el agua había llegado hasta el último rincón de las galerías y muchos andamios y estructuras habían desaparecido. Para recuperar el tiempo perdido se llegó a un acuerdo con los obreros, que trabajaron horas extras. Las minas se convirtieron en un colosal hormiguero donde hombres, mujeres y niños se afanaban para que todo volviera a su ser.
Pero el trabajo de Espinosa no se limitaba a actuar en las minas. La tensión a la que estaba sometido en su posición de alcalde de Nerva, iba en aumento. Un día si y otro también, era presionado por caciques de las villas cercanas y caciques de la misma Nerva, para que se sumara a la resolución que ya habían adoptado la mayor parte de los ayuntamientos de la comarca minera. Nicolás Espinosa nunca cedería ante las presiones de personajes de tal calibre. De igual modo, permanecería inamovible ante las pretensiones laborales del líder anarquista, Maximiliano Tornet.
Apenas habían pasado quince días de lo ocurrido en el puente Salomón cuando al ayuntamiento de Nerva acudieron representantes de los ayuntamientos de las villas vecinas para presionar a Espinosa y pedirle que dictara la prohibición de las calcinaciones. Espinosa no pudo evitar recibirlos y escuchar sus peticiones. De manera sutil, fue capaz de aplazar la respuesta y consiguió eludir cualquier tipo de compromiso. Pocos días después, el diecisiete de enero, emitió un comunicado en el que exponía que: “… tras haberse asesorado y estudiado el asunto con detenimiento, no encontraba garantía legal que permitiera a un ayuntamiento prohibir las calcinaciones en su término municipal…” En su comunicado aprovechaba, además, para hacer un nuevo alegato en defensa de las teleras, poniendo de manifiesto el beneficio que la industria minera había traído a la provincia y confirmando que aquellos humos poco o nada afectaban a la salubridad y a la agricultura, tal y como argumentaban los caciques que encabezaban la lucha contra las humos, y qué éstos actuaban movidos más por intereses propios que por intereses generales y objetivos. Con el comunicado, trataba de ganar tiempo, sabía que ni los alcaldes ni los caciques se conformarían con esa respuesta. Tampoco lo haría Tornet. Tornet, “¿Dónde diablos se había metido ese hombre?”, se preguntaba. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él. Demasiado para su gusto, estaba seguro de que el exiliado cubano no estaba tramando nada bueno, pero jamás llegó a imaginar lo que aquel hombre iba a ser capaz de organizar…
Nicolás era consciente de que si los ánimos se caldeaban, las fuerzas presentes en Riotinto no serían suficientes para contener las protestas de los obreros, de manera que se puso en contacto con el Gobernador Civil de la Provincia para que enviaran refuerzos y poder hacer frente a los disturbios que sabía que, tarde o temprano, ocurrirían.
El nuevo director general, William Rich, no pudo escoger peor momento para llegar a Riotinto. Venía bien aleccionado desde Londres. Conocía los últimos conflictos que habían sacudido a Riotinto y parecía traer indicaciones acerca de cómo comportarse con los mineros. Rich, desconocedor absoluto de todo lo que había sucedido en los últimos tiempos, no hizo más que encadenar una decisión equivocada tras otra. Actuó con temeridad y no hizo otra cosa que calentar los ánimos de los obreros: No se les pagó a los obreros las horas extraordinarias que habían trabajado a primeros de año, pese a las advertencias de su predecesor, Osborne, comenzó a utilizar maquinaria nueva que aceleraba el trabajo y cuyo resultado último no era otro que reducir la mano de obra necesaria, contrató a trabajadores temporales para cargar el material que se había ido acumulando y para contar con ellos como retenes en el caso de que algún grupo volviera a declararse en huelga, las nuevas contratas que se estaban preparando reducían los jornales de los mineros,…
El miércoles uno de febrero de 1888 varios departamentos afectados por las nuevas contratas se pusieron en huelga. La huelga estaba bien organizada, ciertos grupos atentaron contra las fábricas e impidieron que los hombres que no secundaron la huelga accedieran a sus puestos de trabajo. Espinosa dudaba mucho de la capacidad de los obreros para llegar a tales extremos, no le cabía la menor duda de que Tornet estaba detrás de todo. Habían tenido todo el celo posible para evitar que el cubano tuviera acceso a las instalaciones, hacía varios meses que no tenían noticias suyas y, pese a ello, Tornet había conseguido organizar una huelga sin precedentes en las minas. No había indicio alguno de que los ánimos fueran a calmarse, más bien todo lo contrario, parecía que la cosa iría a peor.
–… ¿Cómo pretenden esos desgraciados que se les pague por estar emborrachándose en las tabernas del pueblo? –protestaba, irritado, Nicolás Espinosa ante las protestas de los obreros acerca de que los días de manta no se les descontara del salario–. ¡Si cedemos ante sus pretensiones bastará que se levante un día de niebla para que esos holgazanes no acudan a sus puestos de trabajo!
–Está más que comprobado que resulta imposible faenar con esos humos, alguna vez ya se intentó y las consecuencias fueron terribles señores, dos locomotoras chocaron frontalmente y hubo incluso que lamentar las vidas de varios hombres…
La mención al accidente de las locomotoras lo irritó más si cabe, aún no habían encontrado los restos de su hermana y su madre.
– ¡Más a nuestro favor! Si esos días no acuden al tajo, ¿qué beneficio generan para la empresa? ¿Acaso pretenden que se les pague por un trabajo que no han realizado? ¿Se creen esos anarquistas que la Compañía es como la Iglesia? ¡La Riotinto Company no da limosna señores, paga un salario por el trabajo realizado! ¡Y un buen salario! Quien no esté de acuerdo con el sistema que se vuelva al campo, a trabajar de sol a sol por un mísero mendrugo de pan…
Nicolás Espinosa se mostraba indignado ante las peticiones de los obreros. Repasaba punto por punto el escrito que había llegado al ayuntamiento de Riotinto y que, seguramente, también habría llegado a Nerva. Estaba firmado por Maximiliano Tornet y cientos de firmas más, recogía las reivindicaciones y exigencias que ponían los obreros para volver al trabajo:
“…los que suscriben representan a 4.000 obreros y dicen que, en la seguridad de los perjuicios de los humos sulfurosos y creyendo que las corporaciones municipales tienen autoridad para suprimirlos, suplican a este Ayuntamiento tome acuerdo de tal prohibición, evitando así que el conflicto vaya a más y se evite de este modo que haya que lamentar daños materiales y personales como los ya ocurridos. Adjuntamos una lista de las reivindicaciones laborales que exigimos:
–Supresión de la peseta facultativa.
–Prohibición de contratos en los trabajos de las minas.
–Relevo del Jefe de Departamento de los contratos.
–Reducción de doce horas por nueve.
–Supresión de multas.
–Supresión del descuento de jornal de los días de manta…”
– ¡Demasiado generosa se muestra la Compañía esos días de manta…! ¡Si de mí dependiera esos bastardos no verían ni un solo real…!
Si el miércoles, día uno, la huelga había afectado sólo a algunas secciones y departamentos de las explotaciones, el jueves, el apoyo de los obreros a la huelga fue masivo. Las minas quedaron completamente paralizadas. William Rich convocó a los dirigentes que estaban en las minas y a los jefes de los distintos departamentos. Aquello parecía más serio de lo que en un principio pensaron.
– ¡Son ese grupo de anarquistas los que amedrantan a los obreros, la gran mayoría de los mineros estarían dispuestos a acudir al tajo, si no lo hacen es por temor a las represalias que esos radicales puedan tomar en su contra! Muchos obreros fueron amenazados por acudir a sus puestos el miércoles, con algunos de ellos recurrieron incluso a la fuerza… –trataba de explicar Espinosa.
–El caso, señor Espinosa, es que Tornet y sus compinches han paralizado el trabajo en las minas. ¿Sabe usted las pérdidas que esto nos ocasiona? ¡Esos hombres han asaltado distintas fábricas y destrozado una maquinaria que ha costado miles de libras, algunos están intentando apagar las teleras! No dejan de llegar rumores de cierta manifestación multitudinaria para este sábado, ¿qué sabe usted de eso? ¿Cuándo va a terminar todo esto señor Espinosa?
–Los guardias no son suficientes para controlar a esos energúmenos señor Rich, no podemos acudir a tantos focos de disturbios al mismo tiempo, las fuerzas del orden con las que contamos no son suficientes. No obstante, ya hemos tomado medidas para que lleguen refuerzos, estamos en contacto con el señor Gobernador y todo está dispuesto para que nos envíen las fuerzas necesarias. En cualquier caso, dada cuenta de cómo están los ánimos ahí fuera, sería conveniente que le recomendara a su gente que no saliera de sus casas y que tuvieran a mano las escopetas por si las cosas se complican, al menos hasta que lleguen los refuerzos que nos han prometido desde Huelva...
El viernes, tres de febrero, las calles de Riotinto se convirtieron en un hervidero de personas, mientras las minas permanecían paralizadas por completo. Hacía más de un siglo que tal silencio no reinaba en aquellas explotaciones. El teniente de la Guardia Civil de Riotinto se personó en las oficinas de la Riotinto Company Limited, se le notaba tenso y angustiado, llevaba dos días tratando de controlar a unos obreros cada vez más exaltados. Había recogido una serie de peticiones que le trasladaría al director general de la Compañía.
– ¡Considérelas en la medida que pueda señor Rich, llame a quien tenga que llamar y haga todo lo posible por contentar a esa gente! De lo contrario, mucho me temo que mañana habrá sangre en estas calles…
El teniente sabía que Rich no se doblegaría, bastó mirarlo a los ojos para darse cuenta de ello. Al menos había ganado algo de tiempo, un tiempo precioso dada cuenta el cariz que estaba tomando el asunto.
Entraba la noche cuando llegaron los refuerzos enviados desde Huelva por el Gobernador Civil. Tan sólo llegaron treinta hombres.
– ¡Y qué vamos a hacer cuarenta hombres, que sumamos en total, frente a esas cuatro mil almas señor Espinosa! –protestaba el teniente a Nicolás Espinosa, que había decidido pasar la noche en Riotinto y asumir el control de un asunto que parecía complicarse por momentos.
–Estamos a la espera de más refuerzos, toda una tropa de soldados estará mañana a primera hora en las minas…
La puerta del despacho se abrió de golpe. Se temieron lo peor.
– ¡Tenía usted razón señor Espinosa, Tornet y los caciques unieron sus fuerzas, en los pueblos vecinos se están organizando para marchar mañana sobre las minas y unir sus reclamaciones a las de los mineros! ¡Sólo de Zalamea, se esperan miles de manifestantes y acudirán también de muchas otras villas!
El portador de la noticia era un joven que desempeñaba tareas administrativas en el ayuntamiento, su voz entrecortada dejaba transmitir el temor que lo inundaba aunque, si no hubiera abierto la boca, sus ojos asustados y su tez pálida hubieran transmitido lo mismo.
Espinosa y el Teniente cruzaron la mirada. No hizo falta que se dijeran nada.
A pocas millas de allí, Baltasar Espinosa, Marqués de Valencina del Odiel, terminaba de cenar y salía al patio para fumarse un cigarro. Su mirada ausente se dirigió hacia el suroeste, el sol se había escondido tras la Sierra de los Gatos y pintaba el horizonte de un color rojo intenso, parecía que el cielo se hubiera teñido de sangre.