CAPÍTULO 14.

 

 

 

Urquijo, malherido por un disparo de alguno de los hombres de la “Loba”, consiguió arrastrarse hasta la parte posterior de la iglesia.

– ¡Maldita hija de puta! –se lamentaba–. ¿Acaso cree que, salvando a ese puñado de ratas, va a conseguir algo de clemencia?

Se escondió debajo de un puente, desde allí presenció cómo los milicianos se afanaban en sacar a los prisioneros de la iglesia. El edificio estaba siendo literalmente devorado por las llamas, el techo terminó derrumbándose, sepultando a derechistas y republicanos sin distinguir a unos de otros. Desde su escondite también presenció la llegada de los militares sublevados. Irrumpieron en la plaza y apresaron a todo el que encontraron con vida. Sintió pánico, no podía permanecer allí, tarde o temprano lo encontrarían pero, ¿adónde podía ir? Las tropas insurrectas rodeaban la villa. Urquijo puso a trabajar su mente lo más rápido que pudo. Las minas eran el último reducto republicano de la provincia, los militares habían terminado controlando cada rincón de aquellos cerros, estarían sedientos de venganza. En el estado que se encontraba no podría ir muy lejos, tampoco podría hacer frente a nadie. De repente, una luz pareció iluminar las tinieblas que parecían cernirse sobre él. Quizás no todo estuviera perdido, quizás aún tuviera alguna posibilidad de salir de aquel callejón sin salida en el que se había metido…

 

El techo de la iglesia comenzó a derrumbarse mientras Amalia se afanaba por rescatar el cuerpo inerte del marqués de entre los escombros. Sintió que alguien la agarraba del pelo y tiraba de ella hacia atrás.

– ¡Ahora vas a pagar todo lo que me has hecho zorra! –escuchó.

La “Loba” no tardó en reconocer la voz de Sandoval. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Trató de soltarse, pero no lo consiguió. Fue arrastrada hasta el centro de la plaza y empujada a los pies de la estatua de las ciervas, junto a sus hombres y los pocos milicianos que habían quedado en la villa. Un fuerte golpe en la cabeza hizo que perdiera el conocimiento.

Cuando los militares se cercioraron de que no quedaba ningún miliciano escondido en las casas, Rogelio Sandoval se dirigió hacia el centro de la plaza.

– ¿Quién de ustedes era el responsable del Comité de Defensa? –preguntó en voz alta.

Albareda, con toda la dignidad que le fue posible, dio un paso al frente. En la mano llevaba un papel en el que había recogido las condiciones de rendición. Sandoval alzó su pistola y, antes de que el alcalde dijera nada, le disparó a bocajarro en la cabeza, sin ningún tipo de remordimientos.

– ¿Algún valiente más queda entre ustedes? –preguntó sin dirigirse a nadie en particular.

–…cuando esa zorra recobre el conocimiento –dijo señalando a la “Loba”, que yacía, más muerta que viva en el centro de la plaza–. Pónganla guapa, está muy despeinada… y denle algo de beber, estará sedienta…

– ¡Mi Capitán! –lo interrumpió uno de sus oficiales–. ¡El señor Espinosa ha recobrado el sentido! ¡Está vivo!

Sandoval y Espinosa hacía más de cinco años que se conocían, juntos habían conspirado para organizar el fracasado golpe de Sanjurjo, juntos habían organizado a los falangistas de la provincia y se habían convertido secretamente en unos de los principales opositores de la República. Desde que comenzara el conflicto no habían tenido la oportunidad de hablar personalmente. Sandoval estaba deseando verlo, ¡por fin estaban cerca de hacer realidad lo que llevaban soñando durante años!

Cuando lograron sacar el cuerpo de Espinosa de entre los escombros, Sandoval se temió lo peor, las palabras del militar lo cogieron por sorpresa. Se dirigió hacia el ayuntamiento, era allí donde habían llevado a los hombres que habían rescatado de la iglesia. Cuando encontró al marqués, sentado en una silla, mirando a través de la ventana que daba a la iglesia, una tremenda sensación de alivio lo recorrió de arriba abajo. Se acercó hasta él sin hacer apenas ruido.

– ¿Cómo se encuentra señor Espinosa? –le preguntó cuando llegó a su lado.

Espinosa no se inmutó, ni tan siquiera se volvió para mirarlo.

– ¿No cree usted que se demoraron un poco, Sandoval? –fue lo único que dijo.

–Tuvimos algún contratiempo señor, las órdenes llegadas desde Sevilla nos limitaban en nuestros movimientos –contestó Sandoval, a modo de disculpa–. El General Queipo de Llano le envía recuerdos y le da las gracias por todo lo que ha hecho por nuestra patria. La información que ha conseguido transmitirnos ha sido valiosa, sobre todo, la referente a la colocación de explosivos en varias vías de comunicación y la referente a las emboscadas de esos malditos bolcheviques. De no haber sido por usted, probablemente tendríamos que haber lamentado más víctimas de las habidas…

–Si hubieran llegado antes, probablemente habría que lamentar menos víctimas aún, de haber tardado unos minutos más, yo mismo habría perdido la vida en esa maldita iglesia…

–…lamento el retraso señor –volvió a disculparse Sandoval–. La villa está bajo control. A estas horas, la cuenca minera entera está en nuestras manos. Ya podremos, de una vez por todas, centrar nuestros esfuerzos en otros puntos, donde los rojos ofrecen mayor resistencia. Una vez controlada la cuenca,nuestra mirada está fijada en Madrid. ¡Es hora de acabar con esos rojos de una vez por todas! No tiene sentido alguno que esta maldita guerra se alargue más de lo debido…

–Ya es tarde para eso, Sandoval, llevamos más de un mes en guerra. A estas alturas, el país entero tendría que estar bajo las órdenes de Mola… Todo se nos ha complicado, esta guerra no será tan corta como en un principio supusimos. Los republicanos van a luchar con todo su ímpetu por su República, ya viste cómo lucharon los mineros en estas tierras, aunque fueran sabedores de que nada podían hacer frente al ejército. Se entregaron en cuerpo y alma, hombres, mujeres y niños, sin distinción alguna…

–Ya acabó todo señor Espinosa, según las instrucciones que traigo, Valencina quedará bajo su tutela, algunos de los falangistas que han sido liberados le ayudarán en su cometido, para evitar cualquier tipo de problemas, en cada villa de la cuenca minera quedará un grupo de soldados para garantizar el orden.

Espinosa seguía mirando a través de los cristales, en el centro de la plaza aún seguía el grupo de milicianos que había sido capturado.

– ¿Qué harán con ellos, Sandoval? –se interesó el marqués.

–Tengo órdenes estrictas de que no quede un rojo con vida en estas tierras. Imagino que estará al tanto del salvajismo que esos hombres emplearon en Salvochea, ustedes mismos estuvieron a punto de correr la misma suerte… Mañana a primera hora serán ajusticiados.

–Ahí no hay más que un puñado de esas ratas. Fueron muchos los que partieron de madrugada, pero también muchos se escondieron, allá, hacia el oeste, en la sierra de Cobullos, allí hay unas viejas minas que utilizan como cobijo… Tenga en cuenta que estas tierras están huecas, seguramente, muchos de esos rojos, aprovechando el conocimiento que tienen de estos cerros, están escondidos en las viejas galerías mineras. ¡Saque a esas ratas de sus madrigueras, Sandoval, que no quede vivo ni uno solo de esos hijos de la gran puta!

–Así se hará, está previsto, para mañana, un bombardeo intensivo sobre estas villas…

–Ahora, si me disculpa, quiero ir a mi casa –lo interrumpió Espinosa–. Llevo más de un mes encerrado en esa iglesia. Necesito asearme y descansar, me gustaría tomarme una copa de brandy y fumarme un buen cigarro, si es que esos rojos han dejado algo de valor en mi casa…

– ¡Faltaría más señor Espinosa! –se apresuró a decir Sandoval–. Pondré unos cuantos hombres a su disposición. Le acompañarán hasta su finca y velarán por su seguridad. Entienda que estas tierras estarán infestadas de rojos y que más de uno estará deseando ponerles las manos encima. El General Queipo jamás me perdonaría que le ocurriese algo…

 

Con la puesta de sol todo se tiñó de sangre. En el centro de la plaza, Sandoval se mostraba nervioso. Llevaba mucho tiempo esperando aquel momento y quería paladear cada instante. Estaba solo, en el centro de la plaza, las sombras se hacían más largas mientras él terminaba de apurar su cigarro.

– ¡Traigan a esa zorra! –gritó dirigiéndose a los militares que hacían guardia en la puerta del ayuntamiento. Su voz resonó alta y clara en el silencio que parecía haber inundado cada rincón de la villa.

En los sótanos del cabildo habían encerrado a los milicianos, también había alguna mujer y algún niño entre las más de cincuenta personas que metieron, hacinados como animales, en las dos habitaciones de la cárcel. Cuando Sandoval terminó el cigarro se abrió una de las puertas del ayuntamiento. Dos hombres arrastraban a una mujer con la cabeza afeitada, cuando llegaron a la altura de Sandoval la arrojaron a sus pies sin decir nada. Amalia, de rodillas, apoyada sobre sus brazos, hizo un esfuerzo sobrehumano para elevar su rostro y clavar su mirada, llena de odio, de rencor y de desprecio, en los ojos del que había sido su marido.

–Estas muy guapa Amalia, te sienta bien el pelo corto –ironizó con crueldad.

La “Loba” aún tuvo fuerzas para escupirle, a lo que Sandoval respondió con un fuerte golpe que hizo que la mujer cayera semiinconsciente al suelo.

– ¿Le dieron algo de beber a esta zorra? Se la ve sedienta…

– ¡Doble ración señor! –contestó uno de los soldados.

–Te dije que algún día ajustaríamos cuentas querida, te dije que no te saldrías con la tuya, que te encontraría y conseguiría que me pidieras clemencia. Ha llegado el momento…

Las palabras de Sandoval quedaron bruscamente interrumpidas por un estruendo. Fue un disparo, desde el otro lado de la plaza. Sandoval dejó de hablar, sus ojos se abrieron de par en par, como sorprendidos. Se tambaleó un instante y finalmente se desplomó, cayó de rodillas frente a la mujer a la que acababa de golpear y sangraba por la nariz. La “Loba” volvió a escupirle, esta vez sí, le alcanzó en el rostro, donde aún permanecía el gesto de sorpresa.

–Si cabrón, llegó el momento… –alcanzó a susurrar.

Los militares dispararon hacia el campanario de la iglesia, el lugar desde donde habían disparado. La mujer levantó la mirada. No vio a nadie. Pero desde allí, a pleno pulmón, alguien comenzó a recitar una poesía:

– Jamás yo intenté, amar por amarte,

mas una vez sentido el sentimiento,

mas vale dicha que arrepentimiento,

y el haberte encontrado que buscarte…

Los disparos se intensificaron contra la torre del campanario. Seguidamente, la misma voz, comenzó a cantar el himno de Riego.

–Serenos y alegres,

valientes y osados

cantemos soldados

el himno a la lid.

De nuestros acentos

el orbe se admire

y en nosotros mire

los hijos del Cid.

Soldados la patria

nos llama a la lid,

juremos por ella

vencer, vencer o morir…

Varios militares entraron en lo que quedaba de iglesia, aún salía humo de ella.

–…El mundo vio nunca

más noble osadía,

ni vio nunca un día

más grande el valor,

que aquel que, inflamados,

nos vimos del fuego

excitar a Riego

de Patria el amor...

Amalia reconoció la voz del “Poeta”. Sonrió un instante, antes de que un golpe seco en la cabeza la volviera a dejar sin conocimiento.