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Aunque en un primer momento Antonio Alférez se negó a dar la información requerida, Artetxe consiguió los datos solicitados sin mucho esfuerzo. Cuando salió del club dejó tras de sí a un joven totalmente derrumbado y anegado en lágrimas, pero que le había proporcionado lo que podría llegar a ser el hilo que deshiciera el ovillo.
El fulano que trapicheaba con Antonio y Begoña tenía un caserío en Bakio. No le pillaba muy lejos de Laukariz así que decidió ir ese mismo día, pero, al oír el ruido que hacían sus tripas, antes de visitarle paró en Mungia para comer. Cuando se levantó de la mesa estaba totalmente amodorrado y sin ganas de hacer nada. La combinación de buena comida y sol otoñal suele hacer estragos en mucha gente, e Iñaki Artetxe no era ninguna excepción. Aun así se mantuvo en su idea originaria, no por un calvinista exceso de amor al trabajo, sino por la pereza que le entró al pensar que al día siguiente tendría que hacer el mismo recorrido.
No tardó mucho en llegar a Bakio ya que apenas había circulación por su carril. Le costó algo más encontrar el caserío. Por fin, tras introducirse por dos caminos equivocados, un baserritarra[3] le indicó el correcto. Un pedregoso y serpenteante camino, por el que apenas cabía un vehículo, le condujo hasta una explanada sobre la que se alzaba el caserío, de construcción típica de madera. Algunas personas se encontraban tumbadas en plena campa, disfrutando del sol del atardecer. Parecían extraídas de un cómic underground, pensó Artetxe. Eran una mezcla de hippies de los sesenta y de hare-krishnas con melena. Todo ello olía a secta, cosa que no le importaba lo más mínimo al tolerante espíritu en materia religiosa de Artetxe, salvo que sirviera como medio de anulación de la personalidad de sus adeptos o, como podía ocurrir en ese caso, de tapadera para el tráfico de estupefacientes.
Cuando se aproximó a los congregados y observó la expresión bovina de su cara, comprendió que, además de ser la tapadera que pensaba, tenía que ser también una secta de las llamadas destructivas, a no ser que desde el primer momento sólo admitiera a personas de cuya cara hubiera desaparecido todo rasgo de inteligencia.
Buscó a alguien que pareciera capaz de mantener una mínima conversación y le preguntó por el paradero de Marcos Ruiz.
—¿Marcos? —respondió con un gran esfuerzo de vocalización—. No sé quién es; cuando entramos en la Casa de la Luz nos olvidamos de nuestros arcaicos y burgueses nombres para adoptar los que en sueños nos envía el Señor de la Eterna Luz. El mío es Ranjhapendraj, que en sánscrito significa «el elegido de los dioses del amor puro». Esto último lo dijo con inusitada rapidez, como si a la hora de lanzar su mensaje desapareciera todo signo de cretinismo intelectual y el propio Señor de la Eterna Luz le concediera el don de la oratoria.
—¿Para qué quiere hablar con el Líder Excelso? —preguntó una vivaracha morena de ojos verdes, sobresaltando a Artetxe. No esperaba que en ese ambiente hubiera nadie capaz de hablarle directamente, y menos, interrogándole. Cuando se fijó más a fondo en la chica, le pareció que era la única del grupo que no estaba totalmente atontada.
—Si el Líder Excelso es Marcos Ruiz, tenemos una amiga común. Me gustaría hablar sobre ella con él.
—No sé si será posible. En estos momentos se encuentra meditando en la capilla.
—Dile que es importante.
—No hay nada más importante que el contacto íntimo con el Señor de la Eterna Luz, pero veré qué puedo hacer —dijo mientras se alejaba hacia la entrada del caserío con un contoneo más propio de una vedette que de una hija de la Eterna Luz, fuera eso lo que fuese.
Mientras esperaba la vuelta de la chica, intentó pegar la hebra con el resto de los presentes, pero fue en vano. La única persona a la que el Señor de la Eterna Luz había favorecido con el don de la inteligencia había desaparecido. Desesperado tras el infructuoso intento, se sentó sobre la hierba. Diez minutos más tarde salió del caserío la chica y le invitó a acompañarle al interior.
En la primera planta se había habilitado una oficina. El bucolismo que desprendían tanto el caserío como sus habitantes desaparecía en ese recinto. Teléfono, televisión, equipo de música, fax. Parecían objetos discordantes. Detrás de una mesa se veía la figura regordeta de un hombre sonriente que vestía la misma túnica de color azul y verde que el resto de sus compañeros, pero bajo cuyos pliegues se adivinaba el dibujo de una corbata. Dos congregantes, cuyas medidas de estatura y peso doblaban las de sus compañeros que pacían sobre la hierba, le flanqueaban. El hombre que estaba detrás de la mesa invitó a sentarse a Artetxe.
—El Líder Excelso, supongo —dijo Artetxe mientras se sentaba.
—Me quiere usted tomar el pelo, por lo visto. Ya sé que algunos de mis discípulos siguen pecando al ofender mi modestia, pero por más que quiero evitarlo no consigo erradicar esa expresión referente a mi humilde persona. Me resigno a ello pensando que si así son más felices y, por tanto, más capaces de unirse íntimamente a la Eterna Luz, ese ataque a la humildad del más abyecto siervo de la Luz está justificado. Pero como veo que a usted le preocupan esos detalles mundanos como la identidad, no me importa decirle que mi antiguo nombre era Marcos Ruiz, aunque ahora me llamo Siwidrevanantha, que significa «el más humilde servidor de los humildes servidores del Señor de la Eterna Luz».
—En sánscrito, por supuesto.
—Me temo que no —respondió Marcos Ruiz entre grandes risotadas—. Entre los dones que diariamente nos envía el Señor de la Eterna Luz no se encuentra, por desgracia, el de las lenguas, así que soy yo quien se inventa los nombres y sus significados, pero no piense que es un fraude, sino todo lo contrario. Cuando vienen aquí, los novicios renacen a una nueva vida, más limpia, pura y desprendida que la anterior. El nombre en sí no significa nada, pero es un lazo de unión con su antigua y corrompida existencia; por eso, cuando les doy uno nuevo con un significado místico no los engaño, sino que contribuyo a que sus espíritus fluyan en la nueva vida que nos proporciona la Eterna Luz. Pero soy un desconsiderado, no le he presentado a mis dos acompañantes. El siervo que está a mi izquierda se llama Andraghomparg, «brazo de hierro de la Eterna Luz» en falso sánscrito, y su compañero es Sandreerranch, «el que castiga a los enemigos de los servidores de la Eterna Luz».
Si los falsos nombres hindúes significaban algo, en el caso de los dos mastodontes estaban más que justificados. Si Marcos Ruiz le hubiera dicho que trabajaban como matones a su servicio, el efecto habría sido el mismo. Quizá fuera injusto dudar de la devoción mística de los compañeros del Líder Excelso, pero lo que era indudable es que con toda seguridad practicaban el «a Dios rogando y con el mazo dando».
—De todos modos, supongo que usted no quiere hablar sobre el significado de los nombres que por intermediación mía impone el Señor de la Eterna Luz a sus acólitos, sino sobre una amiga que parece ser que tenemos en común.
—Así es. Begoña González.
—Lo lamento, pero no caigo.
—Su segundo apellido es Larrabide y es hija de un conocido hombre de empresa, el señor González Caballero
—No me es desconocido ese personaje. En mi vida anterior me ocupaba de los asuntos mundanos y solía leer las noticias periodísticas sobre temas económicos y políticos, pero hoy en día, afortunadamente, me he liberado de esas miserias para poder dedicarme exclusivamente a la mística contemplación de la Eterna Luz.
A Artetxe se le ocurrió pensar un chiste malo acerca de que mejor que mirara con gafas de sol para evitar el efecto perjudicial de los rayos emitidos por el astro rey, pero se contuvo y no lo mencionó. Aunque los dos —los cuatro si se incluía a los gorilas— sabían que todo era una pantomima, convenía mantener las formas.
—Créame si le digo que le envidio, pero me gustaría saber si, aunque sólo fuera en su vida anterior, ha conocido usted a Begoña.
—Lo siento, pero ni en mi vida anterior ni en ésta he tenido trato con esa joven.
—Es raro, porque la última vez que la vi me comentó que estaba decidida a acabar con su vida corrupta y miserable y entrar en la Casa de la Luz.
—Pues si le dijo eso, sólo podemos sacar dos conclusiones: o a última hora se echó atrás, o bien en un primer momento le mintió.
—Supongo que tiene usted razón, pero en definitiva eso no es lo más importante. En realidad buscaba a Begoña para otra cosa pero, si tampoco me mintió en ello, quizá usted pueda solucionármelo.
—Nada me causaría mayor placer. Los siervos de la Eterna Luz estamos para ayudar a los demás a encontrar su camino.
—Yo no quiero encontrar ningún camino, ya lo siento. Lo mío es más prosaico. Begoña me dijo que usted podría proporcionarme unas cuantas papelinas de heroína.
—¿Heroína? ¿Se refiere usted a esa droga que se consume por vía intravenosa? Me confunde y ofende. La única relación que tenemos aquí con las drogas es que a menudo el templo sirve como centro de desintoxicación para jóvenes con problemas.
—Escuche, Líder Excelso o como quiera que se llame. Los dos somos adultos y sabemos a qué jugamos, así que olvídese de su estúpida túnica y hablemos con sensatez. Comprendo que mi proposición le ha pillado de sopetón, pero estoy dispuesto a hacer negocios con usted, negocios que nos pueden favorecer a los dos; no estoy hablando de menudeo, sino de grandes cantidades. Ya sé que no me conoce, pero estoy dispuesto a que me investigue y se cerciore de que voy en serio, sin trampas, así como de que poseo la infraestructura y los contactos necesarios. Piénselo bien. Podría ser una buena oportunidad para los dos. Hable con Begoña, sí, ya sé que no la conoce, pero en el caso de que alguien se la presentara o, de repente, recordara quién es, ella podría avalarme.
—Creo que ha leído usted muchas cosas raras sobre quienes tenemos por único fin el amor de la Luz Divina y eso ha obnubilado su mente, pero no se lo tomaré en cuenta porque uno de nuestros preceptos es perdonar a quien por maldad o ignorancia nos ofende. No obstante, tengo que suplicarle humildemente que se marche, ya que su hostil presencia distorsiona el ambiente de recogimiento necesario para nuestra unión mística con la Eterna Luz. Por favor —dijo a los guardaespaldas—, acompañad al señor hasta la salida.
—No será necesario, conozco el camino —respondió, levantándose, Artetxe—. Tome mi tarjeta por si quiere llamarme. Estoy seguro de que cuando reflexione y hable con Begoña comprenderá que mi oferta puede ser muy interesante para ambos.
Artetxe comprobó con alivio cómo los dos servidores de la Luz se quedaban quietos tras pararlos su jefe con un gesto. No había llevado muy bien el asunto; se ve que el ocio forzoso había disminuido sus facultades, y además le había sorprendido toda la parafernalia que le rodeaba. De todos modos, tan sólo había echado la red; era pronto para adivinar qué tipo de pez pescaría. Fuera de la habitación vio a la morenita de ojos verdes que le había conducido hasta allí.
—¿Ha visto por fin la Luz? —le preguntó dulcemente.
—Me temo que no —contestó educadamente Artetxe.
—Oh, es una pena, un hombre tan simpático como usted... Pero no importa, el Señor de la Eterna Luz sabe cómo llegar al corazón y a los ojos de sus criaturas —replicó mientras de entre los pliegues de su túnica sacaba un aerosol y rociaba los ojos del detective.
Cuando despertó tenía los ojos totalmente enrojecidos y un desagradable picor le hacía lagrimear continuamente. Se encontraba enclaustrado en lo que parecía ser un recinto cerrado y en movimiento que identificó, sin duda alguna, como el maletero de un coche. Buscó en el interior algo que le pudiera servir para salir de allí, pero sus secuestradores eran cuidadosos y no habían dejado ninguna herramienta que pudiera serle útil. Por otra parte, el vehículo parecía desplazarse a una velocidad que desaconsejaba por el momento cualquier intento de fuga en marcha.
No sabía cuánto tiempo llevaba dentro cuando oyó lo que parecía ser una explosión. En ese mismo instante el coche pareció perder el control y empezó a girar sobre sí mismo. Su último recuerdo antes de perder el sentido fue el sonido de un golpe seco y unos escalofriantes alaridos.
Lo primero que vio cuando el dolor le hizo reaccionar fue una masa informe verde que se acercaba hacia él. Según se le fue aclarando la vista comprendió que se trataba de un guardia civil. Un teniente, como señalaban los galones que lucía en el uniforme.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó solícito.
—Estoy vivo por lo que parece, así que no me puedo quejar. ¿Qué ha sucedido?
—Somos nosotros quienes tendríamos que hacer las preguntas, ¿no le parece? En primer lugar, ¿qué hacía usted dentro del maletero de un coche? Porque me imagino que no será su método habitual de viajar.
«El picoleto[4] nos ha salido irónico», pensó Artetxe, pero se abstuvo de proferir ningún comentario desabrido. Al fin y al cabo quizá le hubieran salvado la vida y, por otra parte, con sus antecedentes y en su actual actividad convenía estar a bien con las fuerzas policiales. Además, no le cabía la menor duda de que a esas alturas el teniente lo conocía todo sobre él y su trabajo.
—Soy abogado y esta mañana acudí a un caserío de Bakio ya que me habían dicho que allí podía conseguir cierta información sobre unos problemas que afectan a un cliente. Parece ser que a las personas que debían darme la información no les gustó mi presencia e, incomprensiblemente, me agredieron. Ya no recuerdo nada hasta este momento.
—Sí, y yo me chupo el dedo. Mire, señor Artetxe, usted y yo sabemos que no se mete a nadie en el maletero de un coche porque moleste la presencia de alguien, ni siquiera aunque esa persona ejerza de abogado, lo cual no es su caso, pero ha tenido suerte porque no tenemos mucho tiempo para perder con usted. Si se compromete a ir mañana a primera hora a la Comandancia de La Salve y prestar declaración, le dejaremos en libertad. Sabemos quién es y dónde encontrarIe, así que mejor que acepte el trato, señor detective sin licencia —pronunció esta última palabra en el tono inequívoco de quien sabe de qué está hablando—. Tiene usted un amigo en Jefatura de Policía, y eso le avala por el momento, pero sólo por el momento.
—Puede usted estar seguro de que acudiré, pero antes de irme me gustaría saber el resto de la historia.
—Bueno, es fácil de explicar. Podríamos decir que la desgracia de otras personas ha labrado su suerte. No hace mucho ha habido un atentado terrorista a consecuencia del cual ha muerto un número de personas todavía sin identificar, entre ellas cuatro compañeros nuestros. —Se le endureció el gesto al decir esto último—. Inmediatamente se han establecido controles en todas las carreteras principales de la zona. El coche en el que usted iba tan cómodamente ubicado no se ha detenido en el control, y el resto lo dejo a su imaginación.
—¿Qué ha ocurrido con los ocupantes del vehículo?
—Los detalles son innecesarios, pero puedo asegurarle que no secuestrarán a nadie nunca más.