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A Antonio Jalón se le había acabado tanto la droga que le habían proporcionado los extraños hombres que le habían contratado para que asesinara a Tomás Zubía como el dinero que le había robado a éste. Sólo le quedaba el broche que también le había quitado y que parecía bueno, aunque él de esas cosas no entendía. Afectado por los primeros síntomas del síndrome de abstinencia decidió vendérselo a un perista que conocía del barrio, pero no le encontró. No le quedaba más remedio que buscarse la vida, ya que los camellos hacía tiempo que habían dejado de fiarle.
Serían las diez de la noche cuando se acercó a la Policlínica San Antón, en la calle Pérez Galdós. Nunca había trabajado allí, pero dos días antes había cruzado por esa zona y pensó que sería un buen sitio para dar un palo. Era una zona poco conflictiva, por lo que no había excesiva vigilancia policial; una zona tranquila, por la que a esas horas apenas transitaba nadie y, además, quienes salían de la clínica posiblemente se encontraran, debido a lo que deprime a la gente estar en ese tipo de recintos, psicológicamente —aunque Antonio desconocía este vocablo— más indefensos ante cualquier ataque dirigido a aliviarles el bolsillo de la pesada carga dineraria.
La idea en sí no era mala y demostraba que, dentro de sus limitaciones, Antonio Jalón era capaz de pensar cuando de buscar dinero se trataba pero, desgraciadamente para él, eligió la víctima equivocada. Miren Goiburu no estaba deprimida, sino francamente enfadada. Su hija mayor acababa de dar a luz y tenía la impresión de que esos médicos no sabían nada de recién nacidos. ¿Cómo se habían atrevido a aconsejar a su hija que alimentara a la nieta con biberón en vez de darle el pecho? Todas las mujeres de su familia habían criado a sus hijos sin esos inventos modernos, y bien sanos y pocholos que se habían desarrollado todos. No quería ni pensar en lo que le iban a decir sus amigas en Bermeo cuando se enteraran de eso; ellas que, como la propia Miren, llevaban media vida haciendo tareas que ni el más capaz de los hombres podía igualar. Por eso, cuando Antonio Jalón, navaja en ristre, le exigió la entrega de todo su dinero, vio la oportunidad de descargar toda la adrenalina que llevaba encima —ella lo llamaba mala leche— y arremetió contra él usando su bolso como arma —dentro llevaba una plancha de viaje que su hija había considerado innecesaria quedársela, ya que las jóvenes de ahora cuando estaban internadas en una clínica eran incapaces de hacer nada que no fuera quejarse—, lo tiró al suelo y lo pateó. A Antonio Jalón le salvó de unas graves lesiones la intervención de algunos pacíficos ciudadanos que, procedentes tanto del interior de la policlínica como de un bar cercano, aparecieron de repente. Le salvaron de los perjuicios físicos, pero no le dejaron en libertad. La llamada de uno de los camareros del bar al 091 posibilitó el que pasara esa noche en los calabozos de Jefatura.
Dos días después, un ciudadano de nombre Juan Etxaburu Lejarza subía las escalinatas del edificio de la Jefatura Superior de Policía. Le habían llamado para que reconociera a Antonio Jalón como autor de un atraco que había sufrido tres semanas antes. La policía se basaba en la única posesión que habían requisado al detenido: un broche de oro con el dibujo de un árbol y los colores de la ikurriña y las iniciales JEL, que correspondían con su nombre y dos primeros apellidos.
—Lo siento, pero no es él.
—¿No es él o no está seguro de conocerle?
—Reconocería al cabrón que me atracó hasta en una habitación a oscuras. Lo siento, pero éste no es el tipo que me robó. Y el broche tampoco es mío aunque, efectivamente, lleve mis iniciales.
Juan Etxaburu Lejarza salió de Jefatura una hora después de haber entrado, sin que su presencia hubiera sido útil para las investigaciones policiales, pero sí había observado algo curioso. Vaciló un momento pensando si era oportuno comunicarlo a la policía o no, pero al final calló. Era un buen ciudadano, un cincuentón honrado padre de familia que nunca se metía en líos, mucho menos en actos delictivos, pero que todavía se mostraba remiso a colaborar con las Fuerzas del Orden. Sabía, o se lo imaginaba, que el amable inspector de la Brigada Antiatracos que le había atendido no tenía nada que ver con los que habían machacado a su difunto padre cuando estuvo preso después de la guerra, pero aun así le costaba hacer ciertas confesiones, sobre todo si se tenía en cuenta que podían estar relacionadas, precisamente, con su entorno familiar. No obstante, tampoco podía callar del todo. Sabía adónde tenía que ir para dar cuenta de sus sospechas.
Pocos días más tarde, un sorprendido Manuel Rojas recibía una llamada de Iñaki Telletxea. Le preguntaba si tenía la tarde libre y si, en ese caso, podía pasarse por la redacción. Rojas contestó afirmativamente a ambas preguntas, un tanto intrigado. La única relación que había mantenido con ese periodista había sido como consecuencia de la investigación del asesinato de Tomás Zubía, pero tanto si había sido producto del exceso profesional de un navajero como de alguna oscura venganza relacionada con su pasado como espía, no sabía qué podría decirle.
Tomó asiento en el mismo lugar que la vez anterior y, tras los saludos protocolarios, le preguntó a su interlocutor por el motivo de la llamada.
—Creo que puedo ayudarle a resolver el asesinato de Tomás Zubía. Podría haberse producido una extraña coincidencia, pero creo que tengo una pista.
—¿De qué se trata? —preguntó, expectante, Rojas, extrañado y sorprendido a partes iguales.
—Lo primero que tiene que hacer es prometerme que no habrá ningún tipo de problemas para la persona que está implicada en lo que voy a contarle.
—No puedo prometérselo rotundamente sin conocer la historia, pero intentaré ser lo más benévolo posible.
—Con eso será suficiente por ahora, ya que en el fondo tampoco ha hecho nada excesivamente reprobable y, a través de mí, está colaborando con ustedes. La historia es la siguiente. Hace unos días, por miembros de la Policía Nacional, se procedió a la detención de un yonqui que, en pleno mono, estaba atracando a una señora. Tuvo la mala suerte de que esa señora tuviera un temple y una fuerza que para sí quisieran muchos de los geos, así que si no es por la intervención de terceras personas, que le rescataron y llamaron a la policía, hubiera salido muy malparado.
»Los policías se lo llevaron detenido y al registrarle encontraron un broche con las iniciales JEL. Guiados por esto último citaron en las dependencias de la Brigada Antiatracos a un ciudadano de nombre Juan Etxaburu Lejarza, que había sufrido un atraco similar, pensando, con total lógica, que pudiera ser el propietario del broche.
»El señor Etxaburu no reconoció ni al detenido ni el broche. Mejor dicho, no reconoció como suyo el broche, pero sí lo reconoció porque su madre tenía uno igual, que estaba en poder de su hermana mayor. Ese mismo día telefoneó a su hermana y ésta le tranquilizó diciéndole que seguía teniéndolo en su poder.
»Cuando hubo confirmado lo anterior me llamó a mí. Sabía que estaba interesado en la historia del nacionalismo vasco anterior a la guerra civil así como en los hechos producidos en ésta, y pensó que pudiera interesarme y, tal vez, encontrar al auténtico propietario.
»Creo que es el momento de añadir que el broche en cuestión, aparte de que es de oro, tiene para sus poseedores un elevado valor sentimental. Pertenece a una partida de veinticinco que otros tantos jóvenes, afiliados a la Juventud Vasca de Bilbao, organización juvenil relacionada con el PNV, encargaron para regalar a sus novias con motivo del primer día de San Valentín que se celebró en plena guerra. Un gesto cursi visto con ojos actuales, pero que en aquella situación tenía un significado muy diferente del que hoy se puede dar a un acto así.
»Aunque sólo eran veinticinco los broches, no me ha sido posible seguirles la pista a todos, y más si se tiene en cuenta que no se trata directamente de mi especialidad; por eso no estoyo seguro al ciento por ciento de a quién pudiera pertenecer el broche que se requisó al detenido sobre el que le he hablado anteriormente, pero una cosa sí puedo asegurarle. Uno de los broches lo encargó Tomás Zubía, la persona cuyo asesinato está usted investigando. Quizá sea una pista falsa, pero tal vez valga la pena considerarla.
Esa misma tarde, tras comprobar que el juez de guardia había dejado en libertad a Antonio Jalón, se dio orden de busca y captura. Una semana después, ya detenido, confesó su participación en la muerte de Tomás Zubía, pero no pasó directamente a las dependencias judiciales. Llamado por el comisario Manrique, Frank Gómez se personó en Jefatura y solicitó que se le entregara al detenido. Las protestas de Rojas sobre el atentado a la soberanía nacional fueron calladas tras enseñarle una orden firmada por el propio ministro del Interior.
Frank Gómez sabía lo que quería y tenía paciencia. En el caserío que había alquilado en Sopelana y que se encontraba totalmente insonorizado sólo tuvo que esperar a que el síndrome de abstinencia se le hiciera insoportable a Antonio Jalón para que éste contara todo lo sucedido, incluyendo la historia de los dos hombres que le contrataron para matar al viejo aquél.
Cuando oyó esto último, el americano acercó dos fotografías a Antonio y le preguntó si los reconocía.
—Sí, son ellos; son los tíos que me dieron el caballo con la condición de que matara al viejo. Es la verdad, le he dicho todo lo que sé, ahora, por favor, por favor, no aguanto más... —finalizó retorciéndose bajo los efectos del mono.
—Tranquilo, chaval, tranquilo, que tus problemas se van a acabar —dijo con su fuerte acento yanqui Frank Gómez mientras le acercaba una pistola a la nuca y apretaba el gatillo.
Goldsmith-Gómez aprovechó la oscuridad de la noche y el aislamiento del caserío para enterrar el cuerpo de Antonio Jalón. No se consideraba un asesino, pero asumía que en su trabajo tenía que hacer, de vez en cuando, ciertas cosas que horrorizarían a los burgueses bienpensantes. Entró en la vivienda y se sirvió una generosa ración del whisky que destilaba clandestinamente Cameron DeFargo. Acababa de ejecutar al asesino material de Tomás Zubía, a la persona que había empuñado la navaja, pero todavía no estaba cerrado el caso, aún quedaba arreglar cuentas con los inductores. La clave estaba ahí, en el CD-ROM que le había dado DeFargo. El viejo aristócrata no había podido sobreponerse, pese a sus alegaciones acerca de que era analfabeto en ese aspecto, a la vanidad de grabar sus palabras informáticamente. Goldsmith lo había descubierto al acceder a una de las cartas que Tomás Zubía había dirigido al propio DeFargo. Cogió los auriculares y se puso a escuchar la voz del hombre que le había dado la orden de vengar a su antiguo jefe.
INTRODUCCIÓN A LA CARTA Nº 5 REMITIDA POR TOMÁS ZUBÍA A CAMERON DEFARGO. HABLA CAMERON DEFARGO.
Estimado James:
Si sospechas que te oculto algo, tienes razón en cierto modo, pero te aseguro que lo fundamental del caso se encuentra aquí, en este CD-ROM inventado por el diablo pero que tiene su utilidad, no lo niego, y que me permite esta pequeña travesura: la de hablarte a través de un disquete que se supone que te tiene que informar básicamente sobre Tomás Zubía. Aunque puedes saltar de una información a otra a tu libre albedrío, sé que eres extremadamente ordenado y concienzudo y que, por lo menos en una primera lectura, irás recabando la información en su orden cronológico. Por eso, antes de que leas la quinta carta personal que me envió, quiero hacerte un breve comentario sobre el asunto. Tal vez te parezca que está de más, y posiblemente tengas razón, pero quizá este añadido aclare cosas que hoy, por sabidas y evidentes, nos parecen tremendamente obvias y poco importantes, pero que en aquella época, en la que ignorábamos cuál sería el devenir de los acontecimientos, cobraban otro significado.
Cuando Zubía regresó a Madrid sabía más de lo que nunca había pensado que llegaría a saber, aunque eso no le llenaba de felicidad. Desde el instante en que aceptó trabajar para nosotros como agente infiltrado en las filas enemigas —o, dicho sin eufemismos, como espía—, sabía a lo que se arriesgaba, pero no le importó. Solía decirme que hay momentos en la vida en los que es necesario tomar decisiones drásticas y él nunca evadió esos momentos. Pero aquello era mucho peor. Su fracaso podía significar la pérdida de la guerra o, en el mejor de los casos, su prolongación, con la consecuente extensión de los sufrimientos de la población y de los desastres y horrores que toda guerra origina. Parece una exageración pero ahora, con el transcurso de los años que siempre sosiegan los pensamientos, estoy convencido de que las palabras que estoy pronunciando en estos momentos son totalmente fieles a la realidad, por lo menos a la realidad que nosotros vivimos.
Debo reconocer que hizo un amago de renuncia, pero sabía de antemano que no se le iba a admitir. En aquellos momentos era el único agente que había conseguido contactar y ganarse la confianza de los alemanes en Madrid. Porque en Madrid estaba la clave del futuro de la contienda bélica o, por lo menos, una de las claves más importantes.
Hoy en día todo el mundo conoce, o puede conocer, lo que fue el Proyecto Manhattan y lo que supuso para los esfuerzos bélicos, pero entonces era uno de los secretos de Estado mejor guardados. Muy poca gente tenía acceso no ya a lo que significaba, sino a su propia existencia siquiera, y para quien revelaba algo, por mínimo que fuera, no había detención y juicio. Se le ejecutaba al momento sin más dilación. Así estaban las cosas y, sin embargo, quienes teníamos el poder de decisión, y,en mi caso un poder más bien limitado como puedes comprender, echaron sobre sus hombros la carga de ese secreto, con libertad absoluta para administrarlo en el caso de que lo considerara necesario para el triunfo de su misión.
La clave estaba en quién conseguiría llevar a cabo con anterioridad la construcción de una bomba basada en la fusión del uranio, lo que popularmente se conoció como bomba atómica y que posteriormente ha generado el horror del armamento nuclear. En aquellos años había muy pocos científicos capacitados para trabajar en estas cuestiones y la mayoría de ellos, incluyendo a quien ha sido considerado como el genio científico del siglo XX, trabajaban para los aliados, pero se creía que un físico belga de origen flamenco, Ronatd De Schöenmaker, si no afín a los nazis sí totalmente indiferente a la política, estaba trabajando también en su desarrollo con el apoyo del régimen hitleriano. Si esto era así, neutralizarlo se convertía en un objetivo prioritario, pero antes, costara lo que costase, había que localizarle.
La revelación hecha por Zubía, acerca de la petición efectuada por el coronel Vonderschmidt con el fin de que participara en una operación para conseguir uranio, avaló esa sospecha de los altos mandos ya que se suponía, con buen y lógico criterio, que el coronel de las SS no necesitaba ese producto para su propio uso, sino para el del gobierno al que servía. Otro dato importante era que el coronel estaba destinado como jefe y enlace de sus servicios en Madrid.
Si los alemanes estaban intentando superar a los aliados en la carrera para obtener ese armamento que parecía un contrasentido calificarlo de vital, aunque lo fuera, precisamente por ser letal, España era, como todos los indicios parecían señalar, el lugar idóneo para ubicar las instalaciones adecuadas. Por razones de seguridad, no podían establecerse en Alemania ni en ninguno de los países del Eje que participaban en la contienda a su favor, en unos momentos en que los aliados habían tomado la iniciativa y no eran infrecuentes los bombardeos de objetivos e instalaciones militares. Por otra parte, necesitaban contar con la complacencia de un régimen político afín y que les debiera favores, pero que no participara en la guerra y que tuviera la ventaja de no estar demasiado alejado territorialmente de la propia Alemania. Portugal estaba descartado porque, pese a ser una dictadura conservadora, Salazar no era germanófilo, sino más bien anglófilo, en la línea tradicional de su país. Sólo quedaba como opción válida el régimen del general Franco, que de este modo se haría perdonar su negativa a entrar de lleno en la guerra.
Por lo tanto, parecía evidente que si los alemanes habían levantado una fábrica para construir la bomba definitiva, esa fábrica estaba en España, y si la fábrica estaba en España ahí es donde había que buscar al doctor De Schöenmaker y a todo su equipo. Ése iba a ser, a partir de entonces, el objetivo de Tomás Zubía, y todo quedaba supeditado a su consecución. Pero voy a dejar de grabar en esta máquina infernal porque me estoy volviendo ronco, así que si quieres más información pulsa el ratón; por cierto, menuda palabra que usan para denominar este artefacto, uno de los más asquerosos mamíferos que creó Dios, y pasa, si lo crees conveniente, a leer la quinta carta que me envió tu antiguo jefe.
CARTA Nº 5 (REMITENTE: TOMÁS ZUBÍA. DESTINATARIO: CAMERON DEFARGO)
Estimado Cameron:
A pesar de mis dudas y, ¿por qué no admitido?, de mis miedos, creo que estamos en el buen camino. Como ya conoces, al día siguiente de mi vuelta a España concerté una entrevista con el coronel Vonderschmidt. No sé cómo tendría la agenda de repleta, pero accedió a reunirse conmigo a la hora que yo mismo fijé. Cuando entré en su despacho me recibió sonriendo. Después de saludarme e interesarse por mi estado de salud y por lo aburrido del largo viaje, entró en materia.
—¿Cómo ha ido todo? ¿Puedo llamar a Berlín para decirles que te condecoren por el resultado de tu misión o es aún prematuro?
—Aún es prematuro, pero que vayan grabando mis iniciales en la medalla porque he dejado las cosas bien encaminadas. Sin embargo, puede haber problemas.
—¿Problemas? ¿Qué tipo de problemas? —preguntó Vonderschmidt sin perder su presencia de ánimo.
—De ese tipo de problemas que te llevan a la tumba. Cuando regresé a México inicié mis contactos a través de las empresas que controla mi familia —le dije, ocultando cuál era mi «familia» en este asunto, lógicamente—, utilizando aquellas que pensé que serían las adecuadas. Pese a que me habías apercibido de lo importante de la misión y a que tomé extremadas precauciones, la persona que elegí para que iniciara las gestiones pertinentes, un mexicano indígena de etnia tzotzil, es decir, alguien no sospechoso de simpatizar con la causa, pareció muerto con un orificio de bala en la cabeza. La policía no pudo averiguar nada y, según mis contactos, tampoco los servicios de inteligencia del gobierno, aunque de todos modos no había ningún dato que pudiera relacionarme con un indio llamado Fidel Ruiz Sánchez, pero eso me obligó a extremar aún más mis precauciones.
»A pesar del peligro evidente, decidí llevar las gestiones en persona y, para eso, abandoné México y me fui a Canadá, donde también tenemos intereses económicos. Los estadounidenses se fían más de los canadienses que de los mexicanos, así que tienen la guardia más baja frente a ellos, por lo que a través de mis testaferros en ese país, entre ellos, un alto cargo del gobierno, conseguí introducirme en los círculos convenientes. Ahora sólo nos queda esperar que nos avisen para proceder al intercambio. Te advierto que he tenido que adelantar dinero, mucho dinero.
—Ya sabes que eso no constituye ningún problema. Se te devolverá todo y por triplicado además.
—No, no se trata de eso. Me gusta el dinero, como a todo el mundo, y quizá más que a muchos, pero puedo desprenderme con facilidad de cantidades que no juntarían mil personas en toda una vida de trabajo. Así que, por esta vez y sin que sirva de precedente, podéis considerar que los gastos que he realizado son un donativo para el triunfo de la causa. Es otro el pensamiento que me preocupa.
—Dime.
—Creo que no me dijiste toda la verdad. Escúchame un momento antes de decir nada —añadí al ver que se disponía a hablar—. No te lo digo como un reproche porque posiblemente yo en tu caso habría hecho lo mismo, pero estoy convencido de que hay algo más de lo que me comentaste. Tras la muerte de mi colaborador, muerte que por otra parte no he llorado, hice unas averiguaciones por mi cuenta y he llegado a saber o adivinar que si el uranio es necesario no se debe a sus aplicaciones industriales, sino más bien a otras implicaciones relacionadas directamente con el esfuerzo bélico.
Sabía que me la estaba jugando, pero creí conveniente actuar con audacia para conseguir estrechar cada vez más los lazos que me unían al coronel, y mi experiencia anterior me indicaba que el alemán era susceptible a esos gestos, aunque seguramente más que admiración ante mi insolencia lo que había en el interior de Reiner Vonderschmidt era una lucha entre el deseo de pegarme un tiro allí mismo y la opción de escucharme hasta el final y pegarme el tiro cuando acabara. Sin esperar a que tomara una decisión, continué deslizándome por la cuerda floja y seguí con mi discurso.
—A pesar del peligro evidente —le dije—, proseguí mis esfuerzos para coronar con éxito la misión. Y lo he conseguido, por eso estimo que estoy en el derecho de hablarte como te estoy hablando. Sin ninguna vanidad por mi parte, tienes que reconocer que mi trabajo ha sido importantísimo para que, por fin, podamos triunfar en esta guerra. Y esto es lo que quiero que se me reconozca. Quiero participar en esta nueva fase de la guerra. No quiero dinero ni otro tipo de prebendas u honores. Quiero que dentro de unos años, cuando los libros de historia hablen del final de la guerra, se diga que sin la colaboración de Javier de Ithurbide, heredero de la corona imperial mexicana, no hubiera sido posible el triunfo de los valores del nacionalsocialismo. ¡Es mi derecho y por eso lo exijo!, porque también para mí el honor se llama lealtad.
Cuando cerré la boca la sentía reseca y pastosa. Tenía mis dudas sobre si había actuado cuerdamente o no, pero la apuesta estaba encima de la mesa y no podía retroceder. Ahora era Vonderschmidt quien tenía que decidir si estaba jugando de farol o tenía todos los ases en mis manos, y reaccionó de un modo silencioso pero elocuente. Se levantó de su silla y, acercándose a mí, me dio un abrazo de oso que duró por lo menos cinco minutos. Acababa de obtener mi primera victoria en ese juego, pero el miedo no ha abandonado todavía mi cuerpo. Sé que de nada me habrá servido ganar esta batalla si perdemos la guerra y pienso que habéis echado sobre mis frágiles hombros una gran responsabilidad, Cameron. Pero el baile se ha iniciado y no me queda más remedio que seguir el compás. Quiera Dios que las cosas no se tuerzan y al final logremos nuestro objetivo.
Mientras tanto, recibe un fuerte abrazo de alguien que está solo y al que sólo el recuerdo de sus amigos y seres queridos, de su patria y sus ideales, le dan la fuerza necesaria para aguantar sin desfallecer.