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Casi a la misma hora en que Iñaki Artetxe se entrevistaba por segunda vez con el amigo de Begoña, un furgón de la Guardia Civil se acercaba a una fábrica de armas de Gernika con el objeto de dar escolta a un cargamento que se dirigía al puerto de Bilbao.

—Es la hostia —iba comentando en su interior un guardia civil recién salido de la Academia, que efectuaba ese día su primer servicio—. Quién me iba a decir a mí, en el pueblo, que iba a acabar escoltando un cargamento de armas con destino a Ruanda.

—¿Y a ti qué coño te importa adónde vaya el cargamento? —contestó su compañero, un cincuentón barrigudo con muchos años de rondas encima.

—Hombre, no sé, pero tal como están las cosas por allí me imagino que no las usarán para nada bueno. ¿No te has enterado de las matanzas que ha habido entre gente de diferentes tribus? Es alucinante ver de qué modo se masacran unos a otros, y nosotros vamos a aportar nuestro granito de arena.

—Déjate de chorradas y de política, que a nosotros nos toca obedecer y a otros mandar.

—¡Joder!, pero ¿acaso no te importa lo que pasa en el mundo?

—Cuando lleves treinta años en esta jodida profesión, tú también pensarás como yo. O lo habrás dejado —añadió pensativo. Luego volvió a dirigirse a su joven compañero, pero en esta ocasión de un modo paternal—. Tengo entendido que eres un listillo, que fuiste el número uno de tu promoción.

—El número dos. Y no soy ningún listillo, tan sólo me tomé el curso en serio.

—Vale, vale, no hay que enfadarse. Lo que no entiendo es cómo con ese puesto, pudiendo haber elegido cualquier destino, has acabado aquí, en las Vascongadas.

—Lo pedí yo.

—Chaval, serás muy listo y muy responsable, pero eres un auténtico mamonazo. ¿Cómo se te ocurre venir aquí pudiendo ir a cualquier otro sitio? ¡Hace falta estar loco!

—Bueno, la paga es mejor.

—Sí, pero te aseguro que no compensa.

—En ese caso, ¿por qué no te has marchado tú?

—Lo he pensado muchas veces, no creas, pero aquí mis hijos tienen más oportunidades de estudiar una carrera; el mayor está en Deusto haciendo Derecho y la pequeña estudia COU, aunque ten por seguro que si lograra solucionar eso, me iba de aquí como que me llamo Andrés García Santos.

—No puede ser tan malo, los vascos son buena gente.

—¿Buena gente? Tú estás agilipollado, chaval. No digo que entre ellos no se las arreglen bien, pero para nosotros nunca habrá no ya un mínimo de consideración, sino simplemente ni siquiera un trato correcto o una palabra amable. Estamos aquí peor que tus ruandeses, totalmente olvidados de la mano de Dios, en un gueto, aunque mejor olvidados y marginados que muertos, por lo menos de lo primero se sale. ¿Vascos? ¡Me cago mil veces en los vascos y en la madre que los parió a todos, cabrones!

—Mi opinión es diferente. En realidad no pedí este destino sólo por la pasta como te he dicho antes, aunque todo influye, no se puede negar, sino porque quería venir expresamente a esta zona. En mi pueblo suele veranear mucha gente vasca y, aunque a veces hay roces o piques, en general nos llevamos bien, sobre todo si no se habla de política, por supuesto, y eso que a veces comprendo muchas de las cosas que dicen porque a mi abuelo materno lo mataron en la guerra los falangistas por ser miembro del Partido Comunista.

—De rojo a verde, sí que ha habido cambios en tu familia, coño.

—Son otros tiempos —respondió filosóficamente el joven—. Pero a lo que iba, mi visión es totalmente diferente de la tuya porque he hecho muy buenas amistades con gente vasca, sobre todo de Bilbao. De hecho, una de las cosas que me animaron a venir aquí fue una bilbaína.

—¡No jodas!, no me digas que te has echado una novia de Bilbao.

—Novia no, pero casi —respondió, ruborizándose, el joven—. Nos entendemos bastante bien y creo que podemos llegar a algo serio como pareja.

—¿La has llamado?

—Todavía no, no he tenido tiempo.

—En ese caso escucha el consejo de un perro viejo. No te hagas ilusiones. Es muy diferente ir a tomar unas copas, o incluso hacer otras cosas en un pajar, cuando estáis en tu pueblo, que aquí. Quizá la mayoría de los vascos no nos odien, tengo mis dudas aunque estoy dispuesto a admitido, pero lo que ninguno o muy pocos harán será dejarse ver en su ambiente con un guardia civil. Mucho te tendrá que querer esa chica para aceptar salir contigo.

—Tantos años aquí te han amargado, pero no me vas a desanimar. Soy optimista por naturaleza.

—Pues conserva intacto ese optimismo porque necesitarás todo el posible para aguantar en este puto país.

No muy lejos de ellos otro joven también recién salido del cascarón se hacía unas reflexiones parecidas a las del guardia viejo, pero en otra dirección. Acababa de regresar de Euskadi Norte, donde había estado recibiendo entrenamiento militar y se sentía eufórico por intervenir en la lucha de liberación de su patria, oprimida por un Estado central fascista que, aunque se recubría con una falsa fachada democrática, no respetaba los derechos a la soberanía de su pueblo. Y uno de los factores más importantes en esa opresión que sufrían las buenas y honradas gentes de Euskal Herria era la Guardia Civil. Por eso estaba aún más feliz, porque iba a dar caña a los picoletos.

Se encontraba resguardado junto al peaje de Amorebieta. Desde allí esperaba con un lanzagranadas la llegada del furgón de la Guardia Civil. Cuando se detuviera frente al propio peaje sería un blanco perfecto. El plan no podía fallar. Se había asegurado, sin dejar el mínimo resquicio para la duda, de la llegada del objetivo, gracias a un contacto de la organización que trabajaba en la fábrica de armas, y también había estudiado cuidadosamente el modo de escapar. Él era un militante de la causa, no un suicida. Si esos hijos de puta con tricornio eran puntuales, dentro de dos horas podría estar tomando una cerveza en la parte de Euskadi oprimida por los franceses.

El furgón, efectivamente, enfiló el peaje con suma puntualidad. Cuando lo vio llegar, la excitación del etarra subió más enteros de lo conveniente durante un segundo, pero en seguida comprobó que su entrenamiento había sido de lo más eficaz al conseguir dominarse y esperar con total sangre fría la aparición del objetivo. Cuando por fin estuvo a la altura de las barreras del peaje, accionó el lanzagranadas. Ni un segundo antes ni un segundo después de lo planeado. Una acción perfecta que causaría admiración entre sus camaradas del movimiento de liberación nacional.

No hubo fallo alguno en la ejecución de la acción, pero sí en su planificación. Según parece, quienes tenían la obligación de informar a la organización sobre las costumbres y peculiaridades del objetivo, no incluyeron entre sus observaciones una muy importante. Cuando el furgón estaba a punto de llegar a la barrera del peaje solía transmitir por radio a la cabina correspondiente su llegada para que aquélla se abriera automáticamente y pudiera pasar sin detenerse. El militante de ETA disparó en el momento apropiado y hacia el punto apropiado, pero para sorpresa suya el objetivo no se detuvo, sino que continuó su camino.

El disparo, no obstante, no se perdió en el vacío. Dio de lleno en el camión cargado de explosivos que era objeto de escolta, y convirtió el peaje y sus aledaños en la viva representación de una pesadilla. No sólo quedaron destrozados el camión y sus dos ocupantes, sino que también el furgón de la Guardia Civil saltó por los aires y la expansión de todos los explosivos afectó a una gran cantidad de vehículos. Tres trabajadores de la autopista murieron en el acto, así como los ocupantes de otros tres vehículos, incluyendo un marroquí que volvía de vacaciones desde Bélgica en dirección a su país con su mujer y sus cuatro hijos, y que había tenido la doble mala suerte de coger sus vacaciones fuera de temporada para evitarse aglomeraciones en Algeciras y de confundirse en una salida e intentar retomar su dirección originaria.

El aguerrido gudari escapó del lugar sin detenerse a evaluar los efectos de su acción; eso ya lo haría alguien con más autoridad en Iparralde. Aunque no del modo esperado, se habían cumplido los objetivos. Unos cuantos txakurras menos en Euskadi que ya no oprimirían más al Pueblo Trabajador Vasco. En cuanto al resto de los muertos, eran dignos de lástima y así lo sentía en su fuero más íntimo, pese a la propaganda fascista que intentaba presentar a los luchadores del pueblo como asesinos sin corazón, pero en todas las guerras hay víctimas colaterales e inocentes que no se pueden evitar. Lo prioritario era el triunfo del pueblo y con él llegaría esa paz que todos querían, aunque sólo los más concienciados de los militantes sabían de verdad lo que significaba. Sólo habría paz cuando por fin las fuerzas más comprometidas de Euskadi consiguieran sus últimos objetivos políticos, pensó sin poder recordar exactamente a qué le sonaba esta última frase. De todos modos tampoco convenía hacerse muchas pajas mentales. Dentro de pocos días podría leer en el Egin los motivos exactos de su acción y la valoración, netamente positiva, de la misma.