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No fue fácil para Iñaki Artetxe conseguir una entrevista con la viuda de Andoni Ferrer, pero la mención de problemas con la compañía de seguros le abrió las puertas. No se podía dudar del sincero dolor que sentía Nekane Larrondo por la muerte de su marido, pero tenía también un hijo pequeño por el que luchar y además, pensaba sensatamente, si su marido había estado abonando una jugosa prima en concepto de seguro de vida, no lo había hecho para beneficio de la compañía, sino para que su familia se quedara en mejor posición económica tras su muerte.

Rojas no había podido acompañarle, ya que hubiera incurrido en las iras de su superior, con lo cual, además de poner en peligro su propio puesto y posición, tampoco podría proteger a Artetxe, pero eso no significaba que estuviera ausente de la entrevista. Un diminuto e incómodo micrófono instalado en la oreja derecha de Iñaki Artetxe le permitía estar al tanto de lo que se hablara así como transmitir al antiguo ertzaina sus impresiones e indicaciones.

Nekane Larrondo recibió a Artetxe sentada en la misma butaca en la que había encontrado fallecido a su marido y le invitó a tomar asiento.

—Antes de nada quiero agradecerle su amabilidad al atenderme —dijo Artetxe—. Sé que para usted será doloroso recordar la muerte de su marido y más cuando, como en el caso presente, tenemos que hablar de la cuantía de la indemnización, enelcasopresente,pero es algo que no nos queda más remedio que solucionar.

—Gracias. Comprendo su situación, pero me parece muy extraño que a estas alturas se empiece a remover de nuevo el asunto.

—Es la maldita burocracia, ya sabe, que hace que todo se atrase. La compañía está dispuesta a pagar, pero como usted tal vez desconozca, su sede está en Zurich y siempre que una posible indemnización excede de cinco millones de pesetas tenemos que enviar un informe lo más exhaustivo posible a las oficinas centrales. Ya se sabe lo puntillosos que son los suizos.

Nekane no sabía si los suizos eran más puntillosos que los keniatas, pero aceptó en silencio la explicación de Artetxe, con la esperanza de acabar la entrevista cuanto antes.

—Siempre que se produce una muerte extraña, y lamento la expresión pero no podemos andarnos con tapujos —continuó explicándose Artetxe—,las posibilidades se reducen a tres: accidente, suicidio o asesinato. En este caso el suicidio sería la hipótesis más desfavorable para usted, ya que la compañía no abonaría ninguna cantidad; en cambio, en caso de haber sido asesinado, su póliza tenía una cláusula según la cual la indemnización se duplicaría.

—Mi marido no se suicidó —respondió Nekane—. Fue un simple accidente, un desgraciado accidente. Quería probar la droga para sentir en su propio cuerpo las reacciones que producía y la dosis que se inyectó causó, por desconocimiento, un efecto letal. Eso es lo que ocurrió y lo que expliqué a la policía y en el Juzgado.

—Aunque es una de las hipótesis de trabajo, nosotros también hemos descartado por ahora el suicidio, pero nos gustaría explorar la posibilidad de un asesinato ¿Se mostró en algún momento preocupado, o tuvo algún tipo de amenazas?

—Lo siento, pero ya dije en su momento que eso me parecía absurdo. Fue un accidente y, la verdad, no tengo ninguna gana de hablar de nuevo sobre la cuestión.

—Lo comprendo, pero era necesario que hablara con usted para completar nuestros archivos. De todos modos, si no le importa, antes de finalizar nuestra entrevista me gustaría hacerle unas pocas preguntas más —añadió Artetxe después de que Rojas le susurrara, a través del micrófono, las preguntas que quería que hiciera.

—De acuerdo, pero vuelvo a rogarle que sea breve.

—Lo entiendo y le prometo que le robaré poco tiempo. En primer lugar me gustaría saber si le habló alguna vez su marido de una tal Begoña González Larrabide.

—No, no me suena ese nombre —respondió, titubeante, Nekane.

—Hemos tenido acceso a los informes policiales y parece ser que la misma remesa de droga que causó el fallecimiento de su marido fue también la causante de la muerte de la mujer que le hemos mencionado.

—Supongo que será una desgraciada coincidencia —comentó encogiéndose de hombros—. Me imagino que esa remesa se habrá vendido a muchos drogadictos.

—Quizá sí, pero sólo ha habido dos muertes.

—Es más que suficiente, ¿no cree? —replicó, con un deje de amargura en su voz, la viuda de Andoni Ferrer.

—Señora, me gustaría ser sincero con usted. Creemos que las dos muertes, la de su marido y la de la mujer, han sido producidas voluntariamente, pero sin su colaboración no va a ser posible llegar al fondo del asunto.

—Ya le he dicho que no creo en eso, pero aunque estuviera de acuerdo con usted no tengo nada que decirle. No entiendo el interés de una compañía de seguros por este asunto, sobre todo si, como me ha dicho al principio, eso significa que tendrían que doblar la indemnización. Por favor, no me considere una maleducada, pero le ruego que salga de mi casa, estoy muy cansada.

—Lo entiendo, señora, y no es mi intención molestarla, por eso ahora mismo me voy, pero antes de salir me gustaría darle un pequeño consejo. Tiene usted razón, esta investigación es más propia de las fuerzas policiales que de una compañía de seguros; por eso estimo que, si se da el caso de que recordara algo, debiera ponerse en contacto con la policía, concretamente con el inspector Rojas, de Homicidios, que es quien ha llevado el asunto hasta su archivo. Cualquier detalle, por insignificante que parezca, puede ser importante —finalizó Artetxe, repitiendo casi textualmente, aunque de un modo un tanto forzado, lo que acababa de transmitirle a través del micrófono el inspector.

Nada más traspasar el umbral del portal de la vivienda de Nekane Larrondo, Iñaki Artetxe se acercó hasta un vehículo aparcado sobre un paso de cebra desde el que Manuel Rojas había seguido la conversación, para devolverle el micrófono y cambiar impresiones. Ambos coincidieron al analizar la situación: no habían avanzado gran cosa y la viuda del periodista sabía mucho más de lo que decía.