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Cuando abandonó la Jefatura Superior de Policía de Bilbao, Frank Gómez, convertido de nuevo en James Goldsmith, regresó al caserón en el que había establecido su base de operaciones. Había grabado sus conversaciones con el comisario Manrique y el inspector Rojas y tenía prisa por volcarlas al ordenador. Una vez hecho esto las repasó con calma y observó, con satisfacción, que sus nuevos colaboradores no sabían nada de nada. El comisario estaba dispuesto a comer en su mano, y el inspector, aunque tal vez fuera más hostil y perspicaz, se veía maniatado por su superior. Tendría que controlarle, pero no era verosímil que le planteara muchos problemas. Todo lo contrario, se le veía lo suficientemente inteligente como para desbrozarle el camino. Luego, una vez cumplida su función, ya se encargaría él de reconducir, en caso de necesidad, la situación.

Feliz y relajado con estos pensamientos volvió a sumergirse en el CD-ROM que le había proporcionado Cameron DeFargo. Ahí debía de estar la solución al asesinato de Tomás Zubia si, como sospechaba el viejo aristócrata sureño, su muerte no había sido un simple accidente. A Goldsmith le hubiera gustado conocer qué opinaría Rojas en caso de tener acceso a esa información, pero nunca sabría la respuesta. Ésa era información confidencial a la que, por el momento, nadie más que él tenía acceso. Sí, ahí debía de estar la solución y, sin embargo, tenía la sensación de que faltaba algo, como si el viejo y zorruno dirigente de la CIA no le hubiera proporcionado todos los datos.

Introdujo de nuevo el disquete en su ordenador y buscó la entrevista que Tomás Zubia había tenido en Nueva York con el alto mando del ejército y del espionaje de Estados Unidos en los momentos más álgidos de la guerra. Constituía un documento sonoro por el que más de un periodista e investigador hubiera ofrecido media vida. El compact-disc reproducía con fidelidad absoluta y con un sonido mucho más depurado la conversación sostenida entre Tomás Zubia y varios representantes del Gobierno de Washington. Goldsmith reconoció la voz del general Eisenhower y asimismo escuchó las del subsecretario de Estado Vernon Oaks, la de Glenn Connor, un oficial de inteligencia sin cargo específico alguno, que era la conexión entre el poder político y los servicios de información, la del doctor Randoll, un psicólogo especialista en contrainteligencia y la del propio Cameron DeFargo, que al parecer se limitó a presentar a Tomás Zubia a sus interlocutores y mantuvo posteriormente un absoluto silencio. Goldsmith lamentaba que no se hubiera filmado aquella entrevista porque estaba seguro de que los silencios de DeFargo habían sido mucho más expresivos que las palabras de los asistentes.

Sumido en esos pensamientos conectó el audio y se puso a escuchar, por enésima vez, la cinta de aquella reunión, intentando comprender qué tenía que ver la segunda guerra mundial con la muerte, a manos de un navajero, de su antiguo jefe.

ENTREVISTA EFECTUADA A TOMAS ZUBIA, AGENTE DE CAMPO EN MADRID (ESPAÑA), POR EXPERTOS DEL EJÉRCITO Y DEL SERVICIO DE INTELIGENCIA. CINTA Nº 1.

Cameron DeFargo: Buenos días, señor Zubia. Póngase cómodo. Tal vez conozca a alguno de los presentes, pero por si acaso no fuera así me voy a permitir el placer de presentarlos. Junto a mí está el general Eisenhower, al que indudablemente habrá reconocido. Estos caballeros son, respectivamente, los señores Vernon Oaks, Allister Randoll y Glenn Connor. Los otros tres caballeros que están a su espalda son, como ya se habrá imaginado, hombres de Seguridad. Sabemos que no es necesaria su presencia, pero las normas son las normas.

Tomás Zubia: Lo entiendo perfectamente, señor.

General Eisenhower: Aunque todos los presentes hemos tenido acceso al informe en el que narra las peticiones que le hizo el coronel Vonderschmidt no hace mucho, nos gustaría que nos contara de viva voz la reunión, por si alguno de los presentes considera útil hacer algún tipo de pregunta o acotación.

Tomás Zubia: Como usted ordene, mi general. No sé si ustedes estarán enterados del incidente que tuve con el coronel Vonderschmidt cuando me propuso que asesinara a una de las prostitutas con las que habitualmente manteníamos relaciones. Bueno, el caso es que salí bastante airoso del problema, y el coronel aprovechó para manifestarme, de un modo un tanto misterioso e intrigante, que ya era el momento de hacer cosas más serias, y me citó para el día siguiente en su despacho de la embajada alemana, a la que, hasta el momento, nunca había acudido. Intrigado por esta novedad y considerando que seguramente asistir era vital para poder cumplir con la misión que se me había asignado, a las nueve en punto de la mañana del día fijado entraba por la puerta de la embajada. Todo el personal debía de estar al tanto de mi visita, pues se me trató con una deferencia inhabitual. Sólo les faltó extender una alfombra roja a mi paso. No sé qué habría dicho sobre mí el coronel, pero estaba claro que el efecto de sus palabras había sido totalmente favorable.

»Cuando entré en su oficina, Reiner Vonderschmidt se encontraba hojeando unos papeles. Su atuendo y su aspecto eran impecables. Nada en su aspecto de oficial prusiano delataba que la noche anterior había trasnochado y bebido en exceso. Ni el más mínimo atisbo de ojeras o resaca se traslucía en su cara. Al verme, su adusto aspecto natural se transformó y esbozó lo que quería ser una sonrisa.

«—Siéntate, querido amigo —dijo mientras posaba sobre la mesa los papeles que había tenido en la mano—. Ayer no te dije gran cosa porque no era el lugar indicado, pero no te engañé al comentarte que ya era hora de que trabajáramos en serio.

»—Yo siempre he trabajado en serio —repliqué al tiempo que tomaba asiento— y a las pruebas me remito. Todos los negocios que hemos emprendido en común han sido un rotundo éxito.

»—En ningún momento he dicho lo contrario, pero comerciar en carne o vinos, sin estar mal y ser necesario, no es lo que más contribuye a la gloria y fortaleza del Reich. Ha llegado el momento de pasar a hacer cosas más interesantes.

»—Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras.

»—¿Qué es lo que sabes acerca del uranio?

»—Nada de nada, ¿por qué?

»—El uranio —respondió Vonderschmidt— es un producto escaso y, cuando está enriquecido, de composición inestable, que hasta ahora no ha tenido una utilidad excesiva, pero recientemente se han descubierto sus posibilidades para usos industriales. Con su ayuda, el esfuerzo bélico podría mejorar bastante y acercar el final de nuestra ineludible victoria.

»—Parece interesante. ¿Cuál sería nuestra función?

»—Como te he dicho antes, es un bien escaso que, desgraciadamente, no se encuentra en los territorios del Reich ni de sus aliados y al que las potencias enemigas están bloqueándonos el acceso.

»—Comprendo.

»—Según tengo entendido, el consorcio que maneja tu tío tiene participación, e incluso mayoría, en empresas radicadas en Estados Unidos y otros países con los que estamos en guerra. Además, por lo que alguna vez me has explicado, en muchas de esas empresas es casi imposible detectar quiénes son sus verdaderos dueños.

»—Todo eso es cierto.

»—Pues bien, aquí es donde tú puedes intervenir. Tienes que conseguir, a través de alguna de esas sociedades como tapadera, que se nos facilite el acceso a las fuentes del uranio.

»—No va a ser fácil. Si con ello se puede colaborar en los esfuerzos bélicos, no creo que las autoridades de las potencias aliadas permitan que ponga mis manos en ese producto.

»—No te he dicho que sea fácil, pero tienes que intentarlo. El futuro del Reich podría estar en juego —dijo en tono solemne el coronel de las SS.

»Éste fue, más o menos, el tenor de nuestra conversación. No puedo asegurar que sea una repetición literal y exacta de lo hablado, pero sí que el contenido concuerda totalmente con lo que acabo de decirles y que hace unos días expresé en el informe que envié a mis superiores.

General Eisenhower: Hemos leído con mucho detenimiento sus informes, joven, y tenemos que felicitarle. Ha hecho usted un buen trabajo.

Tomás Zubia: Gracias, señor.

General Eisenhower: Su hoja de servicios es intachable y su dedicación al triunfo, en esta maldita guerra, de los valores democráticos, evidente. Sin embargo, en su último informe ha mencionado algo que puede ser trascendental para la finalización de la contienda: el deseo de los alemanes de obtener uranio. ¿Qué sabe usted sobre el uranio, señor Zubía?

Tomás Zubía: Nada, mi general. Era desconocido para mí hasta que me habló de ello el coronel Vonderschmidt.

Vernon Oaks: ¿Simpatiza usted con ese coronel?

Tomás Zubía: Para nada, señor. La índole de mi trabajo ha hecho que esté en la necesidad de tener muy buenas relaciones con él, de amistad incluso, pero eso no es más que una tapadera. No tengo nada que ver con esa gentuza.

Allister Randoll: Estése tranquilo, señor Zubía. El señor Oaks ha sido informado de su absoluta lealtad y dedicación, y en ningún momento ha querido insinuar lo contrario.

Vernon Oaks: Por supuesto que no, sólo quería conocer hasta qué punto ha entrado usted en la personalidad del coronel.

Tomás Zubía: Es difícil describirlo. Quizá si no fuera nazi sería una persona tratable, pero su ideología lo impregna todo en su vida. Está entregado a su causa con furor. Aunque no tiene título, es descendiente de la pequeña nobleza prusiana y alardea de ello.

Allister Randoll: ¿Es corrupto?

Tomás Zubía: En todos los negocios que hemos realizado se ha beneficiado personalmente, pero si se refiere usted a si se le puede atraer a nuestro lado, creo que no, yo por lo menos no me arriesgaría a intentarlo. Cuando dice que daría a gusto su vida por su Führer y por su Reich es totalmente sincero.

General Eisenhower: ¿Y confía en usted?

Tomás Zubía: Creo que sí, por lo menos todo lo que él puede confiar en alguien que ha tenido la desgracia de no ser alemán.

General Eisenhower: Cuando le propuso que les proporcionara una partida de uranio, ¿no le explicó para qué lo querían?

Tomás Zubía: Todo lo que me contó está en el informe, mi general. Me dijo que era un producto que contribuiría al esfuerzo bélico, pero insinuando que su aplicación era meramente industrial.

Allister Randoll: ¿Ha oído usted hablar del Proyecto Manhattan alguna vez?

Tomás Zubía: Nunca, señor.

Allister Randoll: ¿Tampoco de labios del coronel Vonderschmidt?

Tomás Zubía: Tampoco, señor.

General Eisenhower: Bien, señores, por mi parte creo que nuestro interlocutor está siendo sincero y que se puede confiar en él, ¿no les parece? Señor Zubía, dentro de diez días volverá a Madrid. Lo que ha hecho hasta ahora no tiene nada que ver con lo que tendrá que hacer de ahora en adelante. El peligro que va a sufrir es inmenso, pero es usted la única persona que puede enfrentarse a la misión que le vamos a encomendar con un mínimo de posibilidades de éxito. Si fracasa, su muerte es segura, pero si triunfa, cambiará el curso de la guerra. Ahora, acompañe al señor DeFargo, que le pondrá al corriente de todo. acompañe¡Y que Dios le bendiga!