I

Dios no es franquista

«Se os ve bendecir, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, esos “argumentos de repetición” que brotan, relucientes y bien engrasados, de las célebres bibliotecas de Mr. Hotchkiss. He visto, por ejemplo, a monseñor el obispo, arzobispo de Palma, agitar sus venerables manos sobre las ametralladoras italianas. Pero ¿lo he visto realmente? ¿Sí o no? —Sí. Usted lo ha visto. ¿Acaso debíamos dejarnos matar y privar de sus pastores a la España católica?»[1].

***

«Ya por el año 1938, Georges Bernanos lanzó en un libelo acusaciones parecidas contra mi venerable antecesor en la sede mallorquina. En aquella ocasión el Sr. Arzobispo escribió una refutación acabada de cuanto se le atribuía. Se conserva en el archivo episcopal, escrita de su propia mano en 57 cuartillas de letra muy menuda. Cuando uno las lee, no comprende que aquellas acusaciones se hayan escrito de buena fe.

»Viniendo al asunto de los fusilamientos, le diré a usted que en España todos los tribunales han concedido siempre a los condenados a muerte la posibilidad de que un sacerdote les preste los auxilios espirituales y los consuelos de la religión en sus últimos momentos, como lo hace con los demás moribundos. A los condenados a muerte en esta isla, también los asistía un sacerdote, que no bendecía los fusilamientos ni a los fusiladores, sino que absolvía a los que iban a morir, proporcionándoles el único consuelo, que en su desgraciada situación recibían. Supongo que como buen católico comprende usted perfectamente el abismo que media entre lo uno y lo otro.

»Pero aún hay más. Aun este mismo oficio sacerdotal, tan humanitario pero tan duro para quien lo ejerce, nunca lo ejerció personalmente el Sr. Arzobispo, como usted puede comprender. Ni tampoco lo ejercieron otros sacerdotes por delegación suya. Aquellos sacerdotes dependían de la jurisdicción eclesiástica castrense.

»El Sr. Arzobispo-Obispo de Mallorca, a quien se quiere presentar como una especie de energúmeno, de corazón duro y actuación fanática, fue un hombre de sensibilidad delicada y gran cultura, que se sentía padre de todos sus fieles, y que no tuvo más intervención en los fusilamientos, que el haber solicitado el indulto para bastantes condenados, cuyos nombres precisa él en su escrito, y algunos de los cuales debieron la vida a su intervención.»[2]

***

«Ignoro lo que hicieron o dejaron de hacer los Cruzados de la Península. Sólo sé que los cruzados de Mallorca ejecutaron en una noche a todos los prisioneros cogidos en las trincheras catalanas. Se conducía a este ganado hasta la plaza, donde era fusilado sin prisas, bestia a bestia. ¡Pero no, Monseñor, yo no acuso, en absoluto, a vuestro venerado Hermano el obispo-arzobispo de Palma! Como de costumbre, él se hizo representar, en la ceremonia, por un cierto número de sacerdotes que, bajo la vigilancia de los militares, ofrecieron sus servicios a aquellos desgraciados. Se puede imaginar la escena: “Vamos, Padre, ¿está ya listo ése? —Un momento, señor capitán, en seguida se lo entrego”. Los Reverendos afirman haber obtenido, en tales circunstancias, resultados satisfactorios. ¿Y qué puede importarme eso? Si hubiesen dispuesto de un poco más de tiempo, tomándose, por ejemplo, la molestia de hacer sentar a los pacientes sobre marmitas de agua hirviente, esos eclesiásticos todavía habrían tenido, seguramente, más éxito. Incluso habrían podido hacerles cantar el oficio de vísperas. ¿Por qué no?»[3]

***

«Ésta es, señor Gaya, la carta que recibí, hace algunos años, de monseñor Jesús Enciso Viana, sucesor de monseñor José Miralles, al que Bernanos, en “Los grandes cementerios bajo la luna”, pone en escena. ¿Qué piensa usted de esa forma de absolución?

—Ante todo, que monseñor Enciso tiene razón sobre un punto: en situación de guerra, los auxilios religiosos no son administrados por el clero ordinario, sino por el vicariato castrense Y estas disposiciones serían previstas en el Concordato de 1953. En cuanto a las absoluciones, yo he conocido también otras de muy distinto género. Escúcheme… Una noche, se nos envió a la Casa de Campo, para reconstruir el puente que los rojos habían destruido en el curso de la jornada. Había un maravilloso claro de luna. Por eso el capitán nos ordenó descender, hasta el río, en fila india, cada soldado a un metro del precedente. Al capellán, al médico y a mí mismo, nos encomendó la vigilancia de los soldados, para evitar que tratasen, tal vez, de esconderse entre los matorrales. Nunca se sabe lo que puede ocurrir. Los rojos, como de costumbre, disparaban desde todos los ángulos, con una extraordinaria potencia de fuego: artillería, morteros, ametralladoras, fusiles y, quizás, hasta revólveres. No podría asegurarlo. Lo que sí es cierto era el tremendo estruendo de las detonaciones. Se percibía claramente el silbido de las balas. En vano, nos repetíamos que las balas que silban no son peligrosas porque, en efecto, la bala que mata no silba. La verdad es que estábamos muy impresionados. Tanto que, en cierto momento, me detuve un segundo y dije al capellán, que estaba a mi lado: “Padre, dame la absolución”. Sí, nos tuteábamos porque éramos camaradas de guerra. El buen hombre no las tenía todas consigo —era un cura, no un guerrero— y yo, tampoco. Pero de todos modos… Había soldados que podían vernos, aunque para él eso no importaba. El capellán se quitó su casco. Era el único, en la compañía, que lo usaba. Los demás, llevábamos todos boina. “Arrodíllate”, me dijo. El médico se arrodilló también y, bajo el claro de luna, el capellán, de pie ante nosotros, sobre la pendiente de una colina de la Casa de Campo, y como música de fondo el silbido de las balas de los rojos, nos dio su absolución general y su bendición.»[4]

***

El capellán de Marcelo Gaya no era, pues, «el cura reclutado en plaza, con pantalones, la cruz blanca sobre el pecho y el revólver en el cinturón…»[5], sino un buen camarada que temía a la muerte y no lo ocultaba. ¿Pensaba que «los enemigos de la sociedad deseada por Dios eran los enemigos de Dios[6]»? ¿Profería el «hay que terminar con ellos» que abyectos impostores han traducido por «¡Liberemos la tumba de Cristo!»[7]? Pero, en definitiva, ¿por qué asombrarse de ver en Mallorca, como en otras partes, «al episcopado bendecir la depuración española[8]», puesto que la casi totalidad de los obispos españoles testimoniaron colectivamente su aprobación teológica a la guerra civil, y el obispo de Salamanca, monseñor Pía y Deniel, la consideró una cruzada por la defensa de la civilización cristiana y de sus fundamentos —religión, patria, familia—, contra los «sin Dios y contra Dios»?

***

«¿Cree que el clero español se identificó con la Cruzada? ¿Los eclesiásticos eran también cruzados, como ustedes?

—Eran, como nosotros, cruzados. La Iglesia española de aquel tiempo pagó, en la zona roja, un elevado tributo a las doctrinas marxistas y leninistas. Usted sabe que los rojos asesinaron a más de siete mil religiosos. Nuestros sacerdotes estaban persuadidos de que para salvar a la Iglesia, no sólo sus bienes y sus personas, sino —sobre todo— su existencia moral, había que acabar con el materialismo ateo.

—Volvemos, pues, a la frase “hay que acabar con esa gente”.

—Sí. Estábamos convencidos de que había que hacerlo.»[9]

Toledo y Roma

Tras haber estado a punto de quedar en ruinas a causa, primeramente, de las decisiones de Azaña y, luego, bajo los golpes de sus enemigos seculares, ¿iba la Iglesia de España a ser de nuevo la de Toledo, la que rigiera antaño a la monarquía visigoda?

Franco no era Recaredo. El tiempo en que los concilios toledanos recordaban al rey sus deberes, limitaban su poder y le dictaban su política, estaba ya muy lejos. Pero sí ha llegado el tiempo en que la Iglesia va a recobrar la primacía espiritual y temporal de la que dos siglos de vicisitudes la habían ido progresivamente despojando. En el curso de ese largo período, la Iglesia ha tenido sus ruinas y sus mártires. Por eso ahora asume un puesto de honor, que estima le pertenece en justicia. Como institución privilegiada y asociada al poder —el cardenal primado es uno de los miembros del Consejo del Reino—, ha recuperado las llaves de la moral y de la cultura. No olvida y no dejará, ciertamente, de recordarlo al poder, que su doctrina ha inspirado y estimulado el fervor y el impulso de la cruzada. Y que, sin el apoyo de la mayoría católica española, esa cruzada habría, probablemente, fracasado. Las persecuciones religiosas —tan bárbaras como torpes— de sus enemigos unieron a todos los católicos en una común indignación. Durante todas sus campañas, Franco no cesó de reiterar sus promesas: «Nuestro Estado debe ser un Estado católico, tanto desde el punto de vista social como cultural, puesto que la verdadera España ha sido siempre, continúa siéndolo y será, profundamente católica.»[10] Y cumplirá sus promesas, sin esperar siquiera a la normalización de las relaciones de España con el Vaticano. En efecto, Franco devuelve a la Iglesia sus derechos tradicionales, revoca la proscripción de los jesuitas, prohíbe el casamiento civil y suprime el divorcio. Además, el estudio de la religión católica se declara obligatorio en todas las instituciones de enseñanza, desde las escuelas infantiles hasta las universidades. Y el Estado subvencionará al clero. Es la reparación por la sangre eclesiástica vertida. Pero es, también, el restablecimiento de un poder tradicional. Ahora bien, es necesario que ese poder sea reconocido y convalidado por la Santa Sede. Porque hace ya un siglo que España y el Vaticano se relacionan conforme a un concordato denunciado en varias ocasiones y objeto casi permanente de impugnaciones. Es preciso, pues, poner término a una situación embarazosa y paradójica, firmando un nuevo concordato adecuado para una España también nueva.

***

«Exactamente un mes antes de la firma del tratado con Estados Unidos, el 27 de agosto de 1953, usted rubricó, conjuntamente con el embajador Castiella, representante de España cerca del Vaticano, el concordato con la Santa Sede. Católico practicante y militante, adicto a la jerarquía y apreciado por el clero, usted parecía expresamente designado para llevar a buen término unas negociaciones que duraron, sin interrupciones, algo más de dos años. Usted fue uno de los editorialistas del diario El Debate, cuyo director, Ángel Herrera, líder de la “Acción Popular”, gustaba de citar estas palabras de León XIII: “El católico tiene dos patrias. Y debe amar y servir a las dos, manteniendo, naturalmente, la primacía de lo espiritual y lo eterno sobre lo humano y lo temporal”.

—Yo pensé y obré siempre conforme a ese precepto. Mi primer patrono fue siempre Dios. Cuando se me ofreció el puesto de ministro, solicité permiso, para aceptarlo, a mi obispo, que a la sazón era monseñor Pla y Deniel, primado de Toledo.

—En el círculo íntimo del general Franco se ha pretendido que él había dado voluntariamente la primacía a lo espiritual sobre lo temporal, al arreglar antes la cuestión religiosa que las relaciones hispanonorteamericanas. Y, a propósito de esto, ¿cuáles son, a su parecer, los sentimientos religiosos de Franco?

—Es profundamente creyente. Un día me dijo: “Desengáñese, quien peca lo hace porque no cree en Dios. Porque si creyera, ¿cómo osaría ofender a su Señor?”. A lo que le respondí que se debía tener en cuenta las flaquezas de la naturaleza humana.

—¿Se puede, pues, deducir que las negociaciones de Franco con la Santa Sede respondían no sólo a una urgente necesidad política sino también a su sentimiento religioso? Porque ambas motivaciones parecían darse simultáneamente en el caso.

—Franco tenía gran interés en conservar el privilegio de presentación de los obispos. Y ése había sido el objeto del acuerdo firmado por Serrano Súñer, con el Vaticano, el 7 de junio de 1941. A Franco le parecía normal que los obispos españoles, que estaban bajo su autoridad, fuesen propuestos por él mismo. Y decía, sonriendo, que no le habría gustado mucho que se nombrase a sus capitanes generales, sin contar con él.»[11]

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En efecto, a partir del acuerdo firmado por Serrano Súñer, comenzarían unas negociaciones con la Santa Sede, que durarían trece años. La Iglesia no mostraba prisa, ya que ante sí tiene la eternidad. Pero España estaba deseosa de llegar a un resultado satisfactorio. El precedente concordato, que databa de 1851, había sido abolido por la República. Y así, el Estado más católico del mundo no tenía un tratado con el papa.

Martín Artajo vería en el nuevo concordato «la sistematización jurídica de un régimen de relaciones, casi ideal, entre la Iglesia y el Estado», considerados ambos como dos sociedades perfectas y, por ello mismo, soberanas. En realidad, el Estado español reconocía a la Iglesia muchos más privilegios de los que ella le acordaba. Los miembros del clero y los religiosos no podrían ser llevados, sin autorización de la Santa Sede, ante los tribunales; y, llegado el caso, permanecerían detenidos en locales bajo control eclesiástico; en cuanto a los establecimientos eclesiásticos, estarían totalmente exentos de impuestos. La enseñanza de la religión católica sería obligatoria en todas las instituciones públicas y privadas, y en los programas de la radiodifusión y de la televisión se reservarían los espacios convenientes para la exposición y la defensa de la verdad religiosa. En los hospitales, clínicas, orfanatos y establecimientos penitenciarios, el personal recibiría una formación religiosa. Los miembros del clero y los religiosos estarían exentos del servicio militar y, en caso de movilización general, ayudarían a los capellanes castrenses en su ministerio espiritual. Las conmemoraciones o solemnidades religiosas serían consideradas como días festivos. Las necesidades económicas de las diócesis correrían a cargo del Estado. El matrimonio religioso tendría iguales efectos que el matrimonio civil. Las iglesias y conventos gozarían de inviolabilidad. El uso de hábitos eclesiásticos por laicos o religiosos no autorizados sería castigado con las mismas sanciones que la utilización indebida del uniforme militar.

Todos estos privilegios y exenciones —que alcanzaban la cifra de treinta y cinco— derivan de un triple compromiso del Estado con respecto a la Iglesia. Porque, en efecto, el Estado admite como única religión oficial la católica, apostólica y romana; reconoce a la Iglesia católica el carácter de sociedad perfecta y le garantiza el libre ejercicio de su ministerio espiritual; y, por último, se compromete a sufragar los gastos de las diócesis, los seminarios y los monumentos religiosos En contrapartida, la Santa Sede concederá a Franco la dignidad de canónigo honorario, lo que le permitirá, cuando se produzca una vacante episcopal, presentar a la Santa Sede los candidatos, para cubrirla con el elegido por ésta. Además, el clero español rogará, diariamente, por España y por el jefe del Estado, y la lengua española será aceptada en los procesos de beatificación y de canonización a cargo de la Sacra Congregación de los Ritos.

En suma, a cambio de su total sumisión a la Iglesia y de sus sacrificios financieros —donaciones y prebendas—, el Estado español no obtenía, como compensación, más que privilegios honoríficos. ¡Pero qué importaba eso! Para Franco, el interés del concordato residía en que consagraba la «autenticidad» católica del Alzamiento y justificaba así, retrospectivamente, las motivaciones religiosas de la Cruzada.

Al concertar el Concordato de 1953, en el que se reconocía a la Iglesia su naturaleza de «sociedad perfecta», Franco pensaba haber forjado un instrumento religioso y diplomático a imagen de su régimen y, por consiguiente, haber asegurado también la perennidad del mismo. Probablemente, imaginaba que, tras los éxitos que él había obtenido, por las armas, contra los enemigos de la catolicidad, el supremo jefe de ésta se dispondría, sirviéndose del espíritu y de la letra del concordato, a privilegiar España y, por este mismo hecho, erigirse en garante del régimen franquista. Esto significaba, por parte de Franco, confiar imprudentemente en el futuro, considerando como conquistadas ya la sumisión de la Iglesia española y la benevolencia de la Santa Sede con respecto al poder franquista. Antes de transcurrir diez años, la Iglesia española mostraría ya sus primeros signos de indisciplina cívica, a la vez que la Santa Sede tomaba sus distancia con la España oficial.

En mayo de 1960, siete años después de la firma del concordato, 339 sacerdotes vascos denuncian a sus obispos las brutalidades de la policía y la carencia de libertad que sufren sus compatriotas. Y el 11 de octubre de 1962, se celebra en Roma la primera sesión del Concilio Vaticano II. El padre Escarré, abad de Montserrat, acusa públicamente al régimen franquista de no tener de cristiano más que el nombre y de prohibir al pueblo catalán el derecho a expresarse libremente. Así pues, de Roma y de las provincias autonomistas llegarán al clero español las primeras ráfagas de un nuevo viento. Y llegará también de Francia, donde el acercamiento entre el pensamiento católico y la cultura humanística había engendrado el progresismo, y donde los «sacerdotes obreros» se habían infiltrado ya en el mundo del trabajo.

Algo había cambiado en la Iglesia de España. Ya no se volverá a ver desfilando, como atemorizados, tras el Caudillo a obispos esbozando el saludo fascista. Brotada de la corriente conciliar, la oposición de la Iglesia al régimen franquista se irá acentuando de año en año. Homilías y pastorales irán cobrando un tono cada vez más severo con respecto al poder y a su política social. Bajo la presión de los laicos solidarios con ella, la Iglesia española, producto y sustituto del Estado, no acepta ya «inspirar su legislación» en los principios del Movimiento. Desea, cada vez con mayor fuerza, obrar con independencia del régimen. Y, en numerosas ocasiones, no sólo se desolidariza de él con palabras, sino también con manifestaciones. Así, el 17 de junio de 1972, el clero de Bilbao se niega a que el ayuntamiento celebre en la iglesia de Nuestra Señora de Begoña una ceremonia conmemorativa de la toma de la ciudad por los nacionalistas en 1937. Y más adelante, llegarán todavía más lejos, ayudando y asistiendo a militantes de la E.T.A. encarcelados por su acción «terrorista». Ante lo que él mismo denuncia como una «subversión clerical», Franco se inquieta. Él tomó de la Iglesia su ideología y su liturgia, para integrarlas a la mística patriótica del Movimiento, y ahora la España «nacional-católica» amenaza con convertirse en una España dividida.

En cualquier caso, si el Estado español, inmovilizado en su intransigencia doctrinal, no ha evolucionado, prácticamente, desde la Carta de 1945, ¡cuánto, por el contrario, ha cambiado la Iglesia integrista y dura de Pío XII! Porque, bajo los pontificados de Juan XXIII y de Pablo VI, una nueva Iglesia ha nacido: la Iglesia posconciliar.

Esta Iglesia repudia el confesionalismo, que le parece incompatible con la fe, lo mismo que estima contraria a la libertad religiosa la subordinación al poder oficial. Esto es, pues, decretar la muerte del Dios nacional.

Por supuesto, la Iglesia española no forma un bloque en tomo al Vaticano II. Una fracción minoritaria del clero y del episcopado permanece fiel a la liturgia ritualista y al confesionalismo del Estado. En resumen, los «preconciliares» o defensores del pasado, y los «posconciliares», o ala evolucionista del neocatolicismo. Con todo, el clero, en su mayoría, se halla ya penetrado por la idea de que la fe es una opción y no un deber nacional. Se ha operado, pues, un desfase entre el Estado —que, anclado en su intransigencia doctrinal, apenas si ha dado un paso desde la carta de 1945— y una Iglesia que ha pasado de la docilidad a una actitud de crítica en la que se prefigura ya la disidencia. Y este alejamiento entre un Estado estático y una Iglesia dinámica va a repercutir en las relaciones de Madrid con Roma. El concordato de 1953 no se adapta ya a un Estado que no puede contar con su Iglesia, ni a ésta, puesto que la mayoría de sus miembros se niegan a caucionarlo.

El Estado franquista verá en este comportamiento de la Iglesia una muestra de ingratitud con él. En 1972, el almirante Carrero Blanco recordará que, desde 1939, la Iglesia ha costado al erario español ¡trescientos mil millones de pesetas! Demasiado dinero para un asociado que se niega a seguir siéndolo.

¡Extraña situación, esta especie de equívoco triangular! En diversas ocasiones, el episcopado español ha precisado su posición: mantener su independencia con respecto al Estado, permaneciendo fiel a la Iglesia conciliar. Por su parte, la Santa Sede estima que deben revisarse sus acuerdos con el Estado español. Y éste no se opone a ello, pero Franco quiere conservar su derecho de presentación de candidatos a las sedes episcopales, pese a que, ya en 1968, el papa le rogara que renunciase a tal derecho. En el curso de tres años, ocho sedes quedarán vacantes. En 1973, cinco de estas vacantes serán provistas. La Santa Sede se debate entre la preocupación por no descontentar a un Estado oficialmente católico, cierta repugnancia a firmar un tratado con un régimen ya en su ocaso, y el temor de que, en caso de hacerlo, ello le indispusiese con el clero progresista y enemigo del régimen. Y, como resultado, un auténtico atolladero diplomático.

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«Señor López Bravo: usted sucedió al embajador Fernando María Castiella, como ministro de Relaciones Exteriores, puesto en el que permaneció usted tres años y medio, desde octubre de 1969 hasta junio de 1973. Un momento en que las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y España eran, más bien, tensas. Incluso corrió el rumor de que usted debía ser recibido en audiencia, el 30 de diciembre de 1972, por Pablo VI, pero que fue anulada en el último momento.

—Tan sólo aplazada. Porque yo tuve, en efecto, una larga entrevista con el Santo Padre, en mi calidad de ministro de Asuntos Exteriores, el 12 de enero de 1973. Pero sí es cierto que, poco tiempo antes, la asamblea plenaria del episcopado español había preparado un documento que, en lo concerniente a ciertos aspectos de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, criticaba al régimen.»[12]

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La tramitación del concordato venía prolongándose desde años, sacada a colación, de tiempo en tiempo, por una de las partes, para casi inmediatamente cesar de hablar de ella. Porque ninguna de las partes quería ceder sobre un punto, pese a no ser éste esencial: el derecho de presentación de los obispos, sobre el que la conferencia episcopal española, por una gran mayoría, se había pronunciado en favor de que los nombrase directamente el Vaticano, sin previa proposición de candidatos por parte del Estado español. Ahora bien, el litigio cobraría un aspecto dramático con ocasión de la ejecución sumaria de autonomistas vascos, a fines de septiembre de 1975. La precipitada llamada, el 27 de ese mes, del embajador español cerca de la Santa Sede constituiría un acontecimiento sin precedente y cuya naturaleza habría podido provocar la ruptura entre Roma y Madrid. Por tres veces, Pablo VI había suplicado, en nombre de Dios, a «quien de derecho podía hacerlo», que escogiese la vía de la clemencia. Pero esta intervención, de una vehemencia desacostumbrada en la suprema instancia vaticana, había producido en Franco una reacción contraria a la esperada. Incluso al representante de San Pedro le negaba el derecho a inmiscuirse en los asuntos interiores de España. El incidente no tendría más consecuencias por una razón superior. Apenas transcurrido un mes de las públicas y amargas declaraciones de Pablo VI sobre la justicia de Franco, le enviaría, ya in articulo mortis, sus paternales bendiciones. Sobre el papa, Franco había ganado su última victoria. Incluso en su agonía, y hasta el último instante, conservaría su derecho a la presentación de los obispos.

Paso a paso hacia la fraternidad

Al comienzo del año 1969, en presencia de monseñor Morcillo, a la sazón arzobispo de Madrid, y del alcalde Arias Navarro, futuro jefe de gobierno, la congregación de san Isidro Labrador procedió a la apertura de la urna de plata que guardaba el cuerpo momificado, envuelto en un sudario blanco, del patrón de la capital, muerto hacía ocho siglos. Los rostros estáticos de los sacerdotes, con los ojos fijos en el montón de huesos, reflejaban la obsesión medieval de una piedad macabra. Se vivía todavía el tiempo en que Franco, con un largo cirio en la mano, desfilaba bajo palio, en la festividad del Corpus Christi, rodeado de personajes mitrados. Ya, sin embargo, incluso en la base misma, tradicionalista, de la Iglesia comienzan a aparecer grietas. Algo se está poniendo en movimiento. En los barrios obreros y en los medios rurales surgen nuevos sacerdotes, y movimientos como la J.O.C. —Juventud obrera cristiana— empiezan a establecer un diálogo fraternal entre los cristianos militantes y los trabajadores. Y pronto se producirán, tras los concilios, grandes transformaciones formalistas: desaparición del latín, simplificación de la liturgia, abolición del canto gregoriano y cambios en la indumentaria de los sacerdotes, que van abandonando la sotana, para adoptar las vestiduras seglares. Y un hecho más importante todavía, porque atañe al espíritu mismo de la religión: los escritos y los estudios de los eclesiásticos reformistas penetran, en España, al mismo tiempo que los de los «autores malditos», propagadores del marxismo. Algo trascendental está cambiando en la vieja Iglesia española. Pero Franco sigue anclado en sus principios y en sus prejuicios. Pese a la frialdad que le manifiesta la Iglesia, continúa teniéndola por el guardián del orden moral. Pero desconfía de ella, tan pronto como la ve pactar con la oposición. Poco le falta para considerar a los eclesiásticos «conciliarios» como «crípticos». Por eso está dispuesto a conservar, a toda costa, los privilegios de otros tiempos, que el Vaticano le impugna, pero que siguen haciendo de él el jefe civil de la Iglesia española.

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«Padre Ferrer Benimelli: usted es jesuita, doctorado en la universidad de Zaragoza y profesor, en ella, de historia Viéndole vestido con ese traje de terciopelo oscuro y con esa corbata roja a rayas que pone una nota de animación en su indumentaria, no parece usted tener nada que ver con ese “hombre negro” de la Compañía de Jesús del que, durante mucho tiempo, la propaganda anticlerical no ha dejado de presentarnos la imagen.

—Sin embargo, soy un jesuita convencido y obediente a la Regla de mi Orden. Mi formación es el producto de quince años de estudio intenso y de meditación. Ciertamente, he sufrido con la soledad, pero mi fe no vaciló nunca. Me he especializado en el estudio de la francmasonería y de sus relaciones con la Iglesia católica desde el siglo XVIII hasta nuestro tiempo. En Roma, algunos de los padres conciliares me encomendaron que investigase sobre las razones de la excomunión general de que en su tiempo fuera objeto la francmasonería. Y resulta evidente que, hoy día, esa sentencia no tiene ya razón de ser. Y es igualmente evidente que la francmasonería del siglo de las Luces era no sólo deísta sino compatible con la religión católica, y que los ataques de la Iglesia contra las sociedades secretas ocultaban a menudo segundas intenciones de carácter político. Sólo en el siglo XIX y en el actual, una cierta francmasonería se “anticlericalizó”.

—Usted es un jesuita joven, “a la hora”, abierto al mundo moderno. ¿Qué piensa de la actual evolución de la Iglesia española?

—Que evoluciona en el buen sentido. El papel del sacerdote ha tenido que cambiar forzosamente. Porque el sacerdote de hoy no forma ya parte de una casta. Vive en medio de los demás y, por consiguiente, no existe ya una barrera entre él y el mundo. Con anterioridad, sólo era un distribuidor de sacramentos. Pero nosotros hemos vuelto al tiempo de las primeras comunidades cristianas. Yo tengo colegas que trabajan en fábricas. Lo que no quiere decir que deba desacralizarse la función sacerdotal. Pero sí que quienes la ejercen son hombres como los demás.»[13]

***

Sea por la influencia de las corrientes exteriores o por los trabajos del Vaticano II, la Iglesia española no es ya aquella que sirviera de pilar al franquismo y que se complacía en seguir siéndolo. La represión llevada a cabo por el régimen franquista y la injusticia social la harían cambiar decididamente de postura. El 19 de diciembre de 1971, en un gran número de iglesias, los curas dieron lectura a un documento redactado por la comisión «Justicia y Paz» de la Iglesia española y titulado «Si quieres la Paz, trabaja por la Justicia». Este documento declaraba que «la Iglesia debe asumir el riesgo de denunciar la injusticia, incluso si, al hacerlo, provocara contra su jerarquía o contra sus miembros laicos, la crítica, la incomprensión, el menosprecio y la persecución de los poderosos de este mundo». La reacción del poder no se hizo esperar: «La misión de la Iglesia no es ni política, ni económica, ni social, sino religiosa», declara el ministro de Justicia, imputando a las ideas marxistas y a las «antiguas herejías» la nueva mentalidad de la Iglesia.

Se ha iniciado una situación de hostilidad entre la Iglesia y el Poder. El año 1972 provocará el escándalo en los medios integristas. Porque son los obispos conciliares —entre ellos, dos vascos y un catalán— quienes, con contadísimas excepciones, presididos por el cardenal Tarancón, van a asumir la dirección de la Iglesia española. El reformismo, apoyado por Roma, se ha impuesto, pues, al tradicionalismo.

Las reacciones de la Iglesia contra la política represiva del gobierno respecto a la oposición van a ser cada vez más severas. En junio de 1973, el episcopado de Pamplona se pronuncia en favor de los huelguistas. En diciembre del mismo año, un grupo de sacerdotes vascos ocupa las dependencias administrativas del obispado de Bilbao, en testimonio de solidaridad con seis sacerdotes recluidos en la cárcel de Zamora. El cardenal Tarancón, arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia episcopal española, declara en marzo de 1974: «La Iglesia sabe que la verdadera libertad y la paz auténtica no pueden reposar sobre las injusticias». Y, en esos mismos momentos, monseñor Añoveros, obispo de Bilbao, confinado en su domicilio por haber defendido en una homilía, tras días antes, «los derechos del pueblo vasco», no teme telefonear directamente al papa, que lo reconforta. Y el 30 de noviembre de 1974, en su vigésimo primera asamblea, la Conferencia episcopal pide el reconocimiento de los derechos de asociación, de reunión y de expresión, y solicita una amnistía en favor de los presos políticos y de los exiliados. Así, con sus pastorales, homilías, declaraciones individuales y manifestaciones públicas, la Iglesia manifiesta abiertamente su posición de hostilidad hacia el régimen.

Lo que, por otra parte, no impide que en el interior de la Iglesia española existan problemas y disensiones. Porque, lo mismo que las otras Iglesias nacionales —la de Francia, la de Alemania, la de los Países Bajos—, la Iglesia española no es un bloque compacto en torno a su jerarquía. Existen en su seno una extrema derecha y una extrema izquierda. La primera, encarnada en la Fraternidad sacerdotal, continúa al lado del régimen y denuncia la influencia de la masonería en la Iglesia y la «autodemolición» practicada por ciertos obispos progresistas. En cuento a la fracción de extrema izquierda de la Iglesia, no se halla estructurada, ya que la representan sacerdotes aislados que, como los primeros cristianos de Antioquía, desean el retorno a la Iglesia primitiva y aspiran a conjugar el pensamiento laico, la filosofía pagana y la enseñanza de Cristo. Por otra parte, para estos sacerdotes la fe es mucho más un combate social que un ejercicio espiritual, y de la doctrina evangélica han retenido, sobre todo, una palabra: fraternidad.

El episcopado experimenta, pues, no pocas dificultades para conducir a su grey. Y la Santa Sede se inquieta por las consecuencias que puedan derivarse del Vaticano II. Porque el régimen franquista no vacila ya en hacer sentir su mano dura al clero que le es hostil. Y hasta tal punto, que un domingo de 1967 —¡ya entonces!—, en Tarrasa, en las mismas inmediaciones de Barcelona, el padre Montserrat y Torrens denuncia: «Actualmente, hay más sacerdotes procesados en España que en los países del Este».

Pero, coincidiendo con los nuevos vientos levantados por el Vaticano II y que han penetrado profundamente en la Iglesia española, se asiste a una disminución progresiva del número de fieles. Las iglesias, hasta entonces demasiado exiguas para acoger a las multitudes dominicales, se ven frecuentemente medio vacías. El reclutamiento sacerdotal es, cada día, más difícil y son muchos los seminaristas que abandonan sus estudios. La piedad es ahora ostentativa por parte de la aristocracia y de los notables, rutinaria en los medios burgueses, y algo totalmente ajeno al mundo obrero. Ciertamente, en las clases medias y en ciertos sectores del campesinado sigue vigente la expresión de «cristiano viejo». Por una tradición que los ha habituado a hacerlo, la mayoría de los españoles consagran con los sacramentos los actos más señalados de su vida. Los curas son, seguramente, menos numerosos, pero están más cerca del pueblo y éste lo percibe. El combate que llevan a cabo estos nuevos sacerdotes es también el del pueblo y por eso apenas si existen ya anticlericales. Vaticano II a expurgado de ellos a España. Atormentada por sus propios dogmas, debatiéndose entre el Vaticano y el Pardo, la Iglesia española se ha humanizado y se ha hecho fraternal. Incluso ha tendido la mano a los herejes. La libertad religiosa ha ido más allá de todo lo previsible. ¡Cuán largo, en efecto, el camino recorrido desde el concordato de 1953! Pero volvamos la vista al pasado.

¡La libertad religiosa! Estas dos solas palabras hacen estremecer a los españoles. ¿Cómo es posible, sin condenarse, poder escoger la fe? Porque el concordato es terminante. Y, al referirse al artículo 6 del Fuero, inequívocamente restrictivo, precisa: «La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial». Y, a continuación, una frase que pretende resultar tranquilizadora: «Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni el ejercicio privado de su culto». Seguida de una prohibición: «No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la Religión Católica». Nación oficial y ostensiblemente católica, ¿cuál será, pues, la actitud de España frente a los no católicos?

Tras la Segunda Guerra mundial, el número de protestantes que residían en España se cifraba en unos 20 000, de los que la mitad poseían la nacionalidad española y venían a representar el 0,072% de la población total del país. Las confesiones eran numerosas y cada una poseía su propio templo y sus pastores: la Iglesia evangélica española, la Iglesia reformada episcopal, los baptistas, los anabaptistas, los adventistas del séptimo día, los luteranos, los metodistas y otros grupos, con muy reducido número de miembros, como los mormones y los testigos de Jehová. Distribuidas desigualmente sobre todo el territorio español, cada una de estas confesiones estaba representada por un núcleo de fieles más o menos numerosos pero activos. En un principio, el gobierno español no opuso traba alguna al libre ejercicio de la religión protestante y, consecuentemente, se autorizó la fundación de colegios protestantes. Ahora bien, les fue prohibido a los católicos la entrada en tales «seminarios de errores». La actitud del Estado, pro bono pacis, intentaba ser liberal, al menos relativamente. El protestantismo no era «perseguido ni favorecido, sino simplemente tolerado». Sus doscientos diez templos, cuya mitad pertenecía a la Iglesia de Inglaterra, y los ciento setenta y siete pastores, un tercio de los cuales tenían otras nacionalidades, disfrutaban del derecho de ciudadanía, bajo la condición expresa de no «suscitar problemas». Pero, en ocasiones, su posición de parientes pobres del cristianismo, e incluso de hijos malditos de la Iglesia, hacía de los protestantes las víctimas de vejaciones por parte de ciertos católicos. Así, en Madrid, un templo protestante es atacado por una pandilla de jóvenes, al grito de «Salve Regina». El pastor es acusado de haber ridiculizado a la Virgen María. El oficio se ve, pues, interrumpido y se molesta a los fieles. A menudo, la política se mezclaba también en el asunto y así, ya en los años que precedieron a la firma del concordato, ciertos elementos protestantes eran acusados de «izquierdismo»… Al contrario, otros, miembros de poderosas sociedades extranjeras, eran sospechosos de colusiones con los poderes públicos, o se les atribuían secretas intenciones políticas. A despecho de las garantías que el Fuero les acordaba, los protestantes siguieron siendo las ovejas sarnosas del rebaño pastoral. ¿Y cómo habría podido suceder de otro modo, si el propio Franco les dirigió esta severa advertencia?: «Podemos permitir que los disidentes hayan encontrado en España un lugar donde practicar su culto, pero no que, con escándalo general, se entreguen al proselitismo».

La pertenencia a la religión reformada era particularmente embarazosa para los militares. En efecto, a causa de la naturaleza oficial del catolicismo en España, las fuerzas armadas tomaban parte en las ceremonias tradicionales. Y aunque en 1963, de 1 020 000 componentes del ejército español, sólo 364 fuesen protestantes, éstos, que estaban dispensados, a título privado, de la asistencia a misa, debían, en cambio, participar en las solemnidades religiosas. Así, un soldado protestante, de la octava región militar, perteneciente a las fuerzas que controlaban el desfile de una procesión, se negó a presentar armas y fue sancionado con pena de prisión. Sin embargo, es de justicia señalar que el gobierno español trató de suavizar las disposiciones del concordato en lo concerniente a los «no católicos». Y es también justo recordar el papel personal desempeñado en este asunto por Castiella, profesor de derecho internacional en la universidad de Madrid. Embajador desde hacía tres años, en Perú, Castiella recibió, en 1951, un telegrama cifrado de Franco ofreciéndole el ministerio de Educación Nacional, pero rechazó cortésmente tal ofrecimiento, que poco más tarde sería aceptado por Ruiz Giménez, a la sazón embajador cerca del Vaticano. Entonces esta embajada fue confiada a Castiella, cuya principal misión sería la de negociar un concordato con que reemplazar el de 1851, tan desafortunadamente denunciado por la República de 1931.

La tarea confiada por Franco y Artajo a Castiella no sería fácil. Desde diciembre de 1951 hasta agosto de 1953, las negociaciones serían llevadas con gran prudencia. Castiella se entrevistaría, a menudo, con monseñor Tardini, el secretario de Estado, pero sería el papa en persona quien vigilaría «hasta en sus puntos y comas», la redacción del concordato. Cada vez que se presentaba un punto delicado y difícil —¡y, ciertamente, no faltaban!—, Pío XII recibía, en audiencia privada, al embajador de España. Éste tropezaba, en su calidad de negociador, con un grave inconveniente: la «católica España» de los años cuarenta —en plena fase de exaltación e incluso de «inflación» religiosa— había concedido previa y espontáneamente a la Iglesia casi todo lo que ésta podía desear. Un ejemplo: el modus vivendi firmado, en 1941, por Serrano Súñer y el nuncio, monseñor Cicognani. No obstante, la firma, el 27 de agosto de 1953, del nuevo concordato, causaría sensación. Al día siguiente, en un editorial con el significativo título de «¿Garantía moral?», el periódico Le Monde juzgaba que tal concordato representaba probablemente «la mayor victoria conseguida por el régimen del general Franco desde la terminación de la guerra civil». Y, por su parte, un socialista, el profesor Tamames —como conclusión de su obra histórica La República. La Era de Franco— escribiría que la firma del concordato y, cuatro semanas después, la de los acuerdos con Estados Unidos, habían sacado a España de su ostracismo político, situándola en la órbita internacional.

Sin embargo, Castiella no estaba satisfecho. Durante sus casi siete años de estancia en Roma había tenido ocasión de comprobar, desde la altura de su privilegiado observatorio, la triste condición de los protestantes en España, no sometidos a una persecución sistemática, pero sí a toda suerte de trabas administrativas. Por eso, cuando fue nombrado, el 27 de febrero de 1957, ministro de Asuntos Exteriores, Castiella decidió afrontar el grave y delicado problema de la libertad religiosa. Sabía que necesitaría armarse de valor, porque adivinaba las resistencias eclesiásticas y civiles con que iba a tropezar. En una primera audiencia con Franco, al comienzo de marzo, cuando el futuro Juan XXIII no era todavía más que el patriarca de Venecia, es decir, mucho antes de la convocación del concilio, Castiella lograría persuadir a Franco de la necesidad de buscar una solución, negociada con la Iglesia, al trato anormal que los no católicos recibían en España. El ministro demostraría al Caudillo hasta qué punto la estricta aplicación de la ley y especialmente del Fuero de los españoles menoscababa la dignidad humana de los «hermanos separados».

Asistido por un reducido, pero excelente, equipo de colaboradores, Castiella se puso a trabajar. Los primeros pasos fueron lentos y difíciles. La jerarquía española, salvo el obispo de Málaga, el futuro cardenal Ángel Herrera, no hizo otra cosa que ponerle obstáculos. Por eso, Castiella no vería otra solución que la de dirigirse directamente a la cabeza, es decir, al Santo Padre. Y, en el curso de una audiencia celebrada el 6 de noviembre de 1961, recordaría al papa que, además de los treinta mil protestantes, nacionales y extranjeros, residentes en España, había que tener en cuenta los millones de turistas que cada año acudían al país. Castiella formuló esta pregunta: «¿Es preferible que, los domingos, todos esos protestantes vayan a tostarse al sol, en nuestras playas, o que tengan la posibilidad de asistir a los oficios religiosos de sus confesiones?». El buen Juan XXIII se levantó bruscamente, se afirmó su solideo y, levantando los brazos, exclamó: «¡Eso es lo que yo pienso! Te bendigo, hijo mío». Y no sólo animaría a Castiella a proseguir en su tarea, sino que lo ayudaría eficazmente telefoneando al secretario de Estado, monseñor Cicognani para que recibiese, sin demora, al ministro español, y rogase a los cardenales españoles que se pusiesen rápidamente en relación con él, a fin de acelerar una negociación que acababa de obtener «luz verde» por parte del Vaticano. Volviendo a Castiella, el papa le pidió que le enviase un memorándum. Castiella lo llevaba ya en el bolsillo, así como el anteproyecto de un estatuto legal para los no católica[14].

Aunque de 1957 a 1961, y luego hasta 1964, habían transcurrido unos años preciosos lamentablemente perdidos, Castiella conservó la esperanza de satisfacer el deseo tardíamente expresado por la jerarquía española. El 10 de septiembre de 1964, debía celebrarse en La Coruña un consejo de ministros. Recibido, el día anterior, por Franco, Castiella le informó del documento en el cual la totalidad del episcopado español aprobaba el estatuto. Franco felicitó efusivamente a su ministro: «Es usted un Talleyrand». El consejo de ministros comenzó con una exposición de Castiella sobre la necesidad de instaurar en España la libertad religiosa. Primeramente, por una razón de conciencia cristiana, y en segundo lugar porque, al proceder así, España daría un buen paso en dirección a Europa. Cuando Castiella terminó de hablar, el almirante Carrero Blanco, irritado, manifestó su oposición: «¡Yo estoy en contra de eso! ¿Es que vamos a vender España por un plato de lentejas? Ese proyecto de ley significa otra guerra civil en un mañana muy próximo». Numerosas voces le hicieron coro. Sólo Fraga Iribarne apoyo a Castiella. Éste miró, con ansiedad, a Franco, que permaneció mudo. El generalísimo no quería enfrentarse con una mayoría de ministros que se mostraban más papistas que el Papa. Castiella se sintió abandonado. El consejo terminó con un vago acuerdo de principio y con el nombramiento de una comisión interministerial. Y se esperaría a conocer la opinión del Concilio.

Pocos días después, Carrero Blanco difundiría una nota en la que insistía en sus objeciones. Castiella se sentiría profundamente disgustado por la intransigencia de sus colegas y por la actitud de Franco. Sin embargo, menos de tres meses después, el generalísimo, en su discurso televisado de año nuevo, declararía: «La libertad religiosa, justa y bien entendida, es una de las grandes preocupaciones de la Iglesia. Y España comparte fielmente su preocupación por conseguir que en todos los lugares del mundo esa libertad pueda ejercerse con justicia y para el mayor bien común».

La ley sobre la libertad religiosa tendría que esperar su aprobación por las Cortes, y su entrada en vigor, hasta el 21 de julio de 1967, y lo sería sin gloria y a remolque de la corriente conciliar ecuménica que había suscitado el Vaticano II. Demasiado tarde, pues, para que España se beneficiase de este gesto[15].

Pero, con todo, no tan tarde como para que a los protestantes no les alcanzasen sus efectos. Desde ahora, su derecho de existencia les era reconocido. Ya no eran los apestados de ayer mismo. La nueva ley les garantizaba no sólo la tolerancia, sino también protección, como a las demás confesiones. E incluso se les permitiría una cierta propaganda. Cada miércoles, la radio les reservaría un cuarto de hora para sus exposiciones doctrinales. Entre católicos y protestantes iba a poder entablarse un diálogo. Algunos acontecimientos espectaculares se producirían poco tiempo después de promulgada la ley que «regulaba el ejercicio del derecho civil a la libertad religiosa». Un nuevo templo baptista sería erigido en el madrileño barrio de Villaverde, gracias a los desvelos del pastor Juan Luis Rodrigo Marín, fundador del primer templo baptista en España. Y también en Madrid, en enero de 1968, tendría lugar en el cementerio católico de Nuestra Señora de la Almudena un entierro protestante celebrado con todo el ceremonial de la Iglesia reformada. En ese mismo año se publicaría una antología de textos de Lutero y, al año siguiente, sería Calvino el divulgado.

Menos ostensibles, pero más trascendentales, serían las relaciones entabladas entre sacerdotes católicos y pastores protestantes. Relaciones silenciadas, ya que eran mal vistas por el poder. La hora ecuménica no había sonado aún para España, «sometida a la ley de Dios, conforme a la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y creencia inseparable de la conciencia nacional».

También se consideraba «disidentes» a los judíos y los musulmanes. Pero, curiosamente, habían venido beneficiándose de un tratamiento más favorable y de una mayor consideración. Como si los sangrientos recuerdos de la Contrarreforma pesasen más en la memoria de los actuales cruzados que los ocho siglos de ocupación árabe y que el viejo antagonismo judeo-español. En algunas de las principales ciudades de España los musulmanes tenían su mezquita; y, en Granada, la Escuela de estudios superiores hispanoárabes, consagrada a las investigaciones sobre el período en que la civilización árabe floreció en España, gozaba de prestigio. En cuanto al Marruecos español, su religión oficial era la mahometana. E idéntico respeto se tenía para el culto judío.

En efecto, ya el 2 de enero de 1949, treinta y cinco israelitas se reúnen en Madrid, tras la puesta del sol, en el número 62 de la calle Cardenal Cisneros. Los muros aparecen adornados con banderas blanquiazules, los colores de Israel. Las nueve velas tradicionales brillan sobre un fondo de brocado dorado. Los fieles, tocados con bonetes negros, entonan alegremente el antiguo himno de Hanukka. Se celebra la inauguración de la nueva sinagoga abierta al culto, con el permiso oficial de las autoridades españolas. Pero aún se verán cosas mejores, bastante más tarde, en noviembre de 1974, cuando se celebrará en Córdoba el primer congreso internacional islámico-cristiano. Obispos españoles, patriarcas ortodoxos e intelectuales musulmanes estudiarán conjuntamente, en un clima de amistad, los puntos comunes de ambas religiones. Y los trabajos se verán coronados con una iniciativa espectacular del obispo de Córdoba. Por vez primera desde 1236, la antigua mezquita convertida en catedral, volverá a ser mezquita y, durante algunas horas, devuelta al culto mahometano.

Musulmanes y judíos estaban, en principio, sujetos a las mismas restricciones que los protestantes, ya que su culto debía ser privado y se les prohibía el proselitismo. Pero el Estado español reservaba un trato de favor a los «hijos de Israel», lo mismo a los que residían en España que a sus correligionarios diseminados por el mundo, desde el edicto de proscripción de los judíos promulgados, en 1492, por los Reyes Católicos, y que se designan con el nombre de sefarditas. El Estado español protege la conservación de la cultura hebrea, a través del Instituto Arias Montano, y —de una manera general, pero especialmente en el Marruecos español— protege también permanentemente a las comunidades judías y se ocupa de su enseñanza. Diseminados por casi toda la superficie del globo —en Europa, en América del Norte y del Sur, en África del Norte y en el Próximo Oriente—, viven casi un millón y medio de sefarditas. Son los descendientes de los judíos que fueron expulsados de España. Cierto número de ellos abandonaron la religión mosaica, bien por indiferencia, bien por convertirse a otra confesión. De cualquier modo, tales casos han sido raros.

Tras el armisticio francoalemán del 22 de junio de 1940, ¿cuántos judíos había en Francia y quiénes eran? El último censo daba la cifra de 160 000, pero, en realidad, venían a ser unos 300 000, de los cuales 65 000 perecerían en los años que duró la contienda mundial. Entre estos judíos, había 35 000 sefarditas de origen español. Un millar de ellos tenían ya la nacionalidad española y otro millar obtuvo, en 1944, pasaporte español, doblándose así la cifra de sefarditas con nacionalidad hispana. Algunas semanas después de firmarse, en Compiègne, el armisticio franco-alemán, las autoridades de ocupación decretaron unas disposiciones especiales para los judíos: incautación de sus bienes, obligación de llevar, como signo de identificación, la estrella amarilla y una serie de prohibiciones. Tales disposiciones no establecían discriminación alguna entre los judíos franceses y los de otras nacionalidades. Alarmado por esta actitud de los alemanes, el encargado de Negocios español en Francia informó inmediatamente a su ministro de Relaciones Exteriores, Serrano Súñer.

***

«¿Desaprobó usted siempre la política antisemita llevada a cabo por el III Reich?

—Totalmente. En diversas ocasiones, manifesté a Hitler y a Goebbels, lo mismo que a Himmler y Rosenberg, nuestras reservas sobre su política racista, de la que, en aquellos momentos, ignorábamos a qué extremos llegaría. Y no dejé de recordarles que en España no existía ninguna discriminación, de carácter racista o religioso, entre los españoles. Cuando fui informado de lo que se tramaba, en Francia, contra los judíos, telegrafié inmediatamente, en noviembre de 1940, a nuestro representante en París, para que invitase a los sefarditas españoles a acudir a nuestras oficinas consulares, a inscribirse en un registro especial y a cumplir con todas las formalidades referentes a sus propias personas y bienes, a fin de que, llegado el caso, pudiésemos defenderlos, en su calidad de españoles. Verá usted, pues, que mi reflejo más inmediato fue el de colocar a los sefarditas españoles bajo la protección de nuestras leyes.»[16]

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Se produciría entonces, a lo largo de varios meses, un permanente intercambio de notas entre el alto comisariado francés para los asuntos judíos, la representación diplomática española en París, la embajada de Alemania y las autoridades militares de ocupación. Todas las partes invocaban textos jurídicos. Los españoles se atrincheraban tras el acuerdo hispanofrancés de 1862, en el que se estipulaba que, en Francia, los españoles, lo mismo que en España los franceses, gozaban de iguales derechos que los súbditos de los respectivos países. A fuerza de paciencia, la representación española conseguiría, en marzo de 1942, una serie de medidas, tanto de orden personal como económico, en favor de los sefarditas. Sus bienes serían administrados por una comisión española en la que figurarían representantes del Banco de España y de la Cámara de Comercio española. Además, quedarían exentos de las disposiciones degradantes decretadas por las autoridades alemanas de ocupación. Podían, pues, visitar los museos y las exposiciones, y acudir a teatros, cafés y piscinas. No tenían, tampoco, que llevar la estrella amarilla. Y ningún judío español figuraría entre los 12 000 que fueron detenidos el 16 de julio de 1942, ni tampoco entre los 18 000 enviados a los campos nazis de exterminio. Pero los alemanes no se resignaban a renunciar a su presa, y las amenazas contra los judíos españoles se multiplicaban.

A fines de enero de 1943, las autoridades españolas son informadas por los alemanes de una disposición adoptada con respecto a los sefarditas españoles. Se les concede un plazo, que expirará el 31 de marzo, para identificarse y obtener autorización para marcharse de los territorios ocupados. Los sefarditas se resisten a abandonar sus bienes. El gobierno español consigue que esos bienes sean administrados por un representante ario; y, el 28 de julio, los sefarditas españoles residentes en Francia, Bélgica, los Países Bajos y la propia Alemania, comienzan a afluir a España. Sus bienes forman ahora parte de las propiedades del Estado español y serán defendidos por éste.

Idénticos esfuerzos desplegó el gobierno español en favor de los sefarditas de la Europa central y oriental, es decir, los de Hungría, Rumania, Bulgaria y Grecia. En Rumania, había un millón de judíos, el porcentaje más elevado de Europa. En 1940, este país se había adherido al pacto tripartito. Los judíos que habitaban en él temían, pues, lo peor. Y ello dio lugar a una curiosa estratagema. Ya en 1939, un desconocido había presentado una extraña solicitud a la legación española en Bucarest. Proponía que 50 000 familias judías, que comprendían cerca de 150 000 personas, se convirtiesen al catolicismo, para poder así cambiar sus nombres, a fin de borrar toda huella de su judaísmo y, bajo la protección del Vaticano y llevándose consigo las divisas extranjeras producto de la venta de sus bienes, se dirigiesen a España, muy necesitada, a la sazón, de brazos y de capitales. Las 50 000 familias se fusionaron bajo el nombre de Sarogeco y suplicaron al papa que interviniese cerca del gobierno español, haciendo valer el doble interés, económico y espiritual, que revestía la operación. El ministro español en Bucarest, sospechando que se trataba de una estafa, prohibió a las familias emprender gestión alguna antes de conocer el punto de vista del gobierno español, que no había recibido ninguna demanda, por parte del Vaticano, respecto al asunto, y consiguió que cesasen las inversiones de dinero en la flamante Sarogeco.

En 1940, cinco mil sefarditas vivían en Rumania. Procedían de Salónica y sólo ciento siete familias eran españolas. El 27 de marzo, tras una entrevista del plenipotenciario español, el conde de Casas Rojas, con el dictador rumano, Antonescu, éste se comprometió a no expulsar a los sefarditas españoles y pidió que se le entregase una lista de ellos. Hasta 1943, y aunque siempre bajo la amenaza de una expulsión masiva a Alemania, los judíos españoles —en ese momento eran ya unas doscientas familias— no fueron excesivamente molestados. Sesenta y cinco fueron repatriados, y los restantes, ante el avance ruso de 1944, marcharon a Turquía, Palestina y Egipto. En Rumania, la bandera española protegió, hasta el 25 de agosto de 1944, cerca de un millar de vidas humanas.

En Bulgaria, vivían 48 000 judíos, la mayoría de origen sefardita, pero sólo treinta familias habían conservado la nacionalidad española. El encargado de Negocios español trató de conseguirles salvoconductos para dejar el territorio. Estos sefarditas españoles tenían que abandonar Bulgaria antes del 1 de octubre, so pena de deportación. Y el encargado de Negocios español consiguió evacuar a la última familia… ¡el día 15! Del total de los 48 000 judíos búlgaros, sólo 5000 sobrevivirían.

En Hungría, las amenazas contra sus 700 000 judíos comenzarían en abril de 1942. Pero sólo con la entrada, en 1944, de las tropas alemanas empezaron las persecuciones y las deportaciones a Polonia. España no tenía en Hungría más que un encargado de Negocios permanente. En vano, el diplomático trató de conseguir la evacuación, a Tánger, de quinientos niños judíos y la liberación de los mil quinientos judíos húngaros internados en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Pero, sin desanimarse, multiplicó sus gestiones y alquiló apartamientos —sobre cuyas puertas hizo poner este letrero: «Legación de España. Extraterritorialidad»— que fueron otros tantos refugios para familias judías sefarditas. Paralelamente, abrumaba al ministerio húngaro de Negocios Extranjeros con reclamaciones y notas sobre los derechos que los otros países europeos reconocían a los sefarditas. El 13 de febrero de 1945, los rusos entraban en Budapest, donde todavía se encontraban 200 000 judíos[17]. Sin embargo, la diligencia de los diplomáticos españoles no podría evitar que numerosos grupos de sefarditas fueran deportados a Alemania. Este hecho no dejaría indiferente al gobierno español ni al propio Franco, que no vacilaría en intervenir personalmente cerca de Hitler, para intentar salvar a los judíos. En efecto, el 8 de enero de 1944, Franco es informado de que 1242 judíos de origen sefardita van a ser “liquidados” en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Franco telefonea a Hitler y le pide encarecidamente que los detenidos sean puestos en libertad y enviados a España. Un mes más tarde, los 1242 sefarditas franquean la frontera española. ¿Quién los acoge? El propio Franco[18]. España iría incluso más lejos en su preocupación por proteger a los judíos perseguidos, aceptando —en determinados casos particulares— conceder la nacionalidad española a judíos alemanes y admitiéndolos en su territorio. ¿Quién, pues, habrá hecho más que ella?

En 1948, Maurice Fischer, periodista y oficial del ejército inglés durante la guerra, que se convertiría en el ministro de Israel en París, denunció ante un grupo de periodistas israelíes la falta de objetividad de la prensa mundial que se negaba a reconocer los «innumerables beneficios que la comunidad israelita, en el mundo entero, debía al general Franco por su comportamiento, con los judíos, durante la guerra». ¿Cómo es posible entonces que el 16 de mayo de 1949, ante la asamblea general de la O.N.U., que se ocupaba del «caso español», el delegado del Estado de Israel, Evan, declarase a propósito de las matanzas de judíos por los nazis: «Nosotros no afirmamos, en modo alguno, que el régimen español haya participado directamente en esta política de exterminio, pero sí afirmamos que fue un aliado activo y simpatizante del régimen responsable de dicha política y que, por consiguiente, consideraba globalmente la cuestión, España contribuyó a la eficacia de esa alianza.»? Estas declaraciones, solemnemente pronunciadas por el portavoz póstumo de los millones de judíos martirizados influyeron grandemente en la votación que confirmaba la exclusión de España de las Naciones Unidas. Si nadie ignoraba el genocidio alemán, nadie se acordaba, tampoco, de los buenos oficios españoles. Pero, más tarde, el presidente de la asociación hebrea en España escribiría: «El nombre de España es una de las raras luces que brillaron en la oscura y larga noche vivida por el pueblo judío durante los trágicos años del nazismo.»[19] Y sería injusto no saludar esa luz.

Los hombres del Opus Dei, santificadores de lo temporal

El 26 de junio de 1975, muere en Roma monseñor José María Escrivá de Balaguer, fundador y presidente del Opus Dei. Antes de alcanzar la dignidad de prelado, había ejercido, sus primeros ministerios, en parroquias rurales y en parroquias obreras, así como en ciertos medios estudiantiles españoles. El 15 de septiembre de 1975, su sucesor era elegido por unanimidad: monseñor Álvaro del Portillo, un ingeniero que, en su día, tomara los hábitos. La simpatía que, en sus principios, impulsara al sacerdote Escrivá de Balaguer a ejercer su ministerio en los medios rurales, obreros y universitarios, y el hecho de que su sucesor fuese un miembro de los cuerpos técnicos y, como tal, iniciase sus actividades, arrojan ya una primera luz sobre los objetivos del Opus Dei. Porque, en efecto, sus miembros, que lo mismo pueden ser abogados, médicos, profesores u hombres políticos, que trabajadores manuales o empleados, se comprometen a llevar en el mundo una intensa vida espiritual, sin abandonar por ello su profesión, su oficio o sus ocupaciones de seglares. Las primeras manifestaciones del presidente, tras su elección, precisaban ya que el Opus Dei sería una familia: una familia, con lazos sobrenaturales y espirituales, en la que cada cual gozaría de la mayor libertad personal en el inmenso campo de las actividades temporales, sin otros límites que los impuestos por la fe y la moral cristianas, tal como lo ha propuesto el magisterio de la Iglesia, a la luz de las enseñanzas del concilio Vaticano II.

Ni Orden religiosa ni Orden tercera —sus miembros no llevan hábito religioso ni están sometidos a ninguna regla monástica—, el Opus Dei es, legalmente, una institución secular de derecho canónico aprobada, en su tiempo, por el papa Pío XII, y —de hecho— una asociación de fieles gobernada por laicos, aunque numerosos eclesiásticos sean miembros de ella. Su finalidad es que sus miembros encuentren un sentido santificador a su existencia, mediante el ejercicio de su profesión o su oficio, en la formación de un apostolado laico y en un estilo de vida católico. No se exige a los asociados voto alguno, pero sí el compromiso de practicar cierto número de virtudes. La palabra clave es la de «santidad». Objetivo supremamente ambicioso, al que puede llegarse por una triple vía de acceso: «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar gracias al trabajo». Así entendido, el trabajo es también plegaria, es decir, diálogo, relación directa con Dios. Pero permaneciendo en el mundo: «nuestra celda es la calle».

En el modesto apartamento madrileño de Escrivá de Balaguer se reunían, en la década de los treinta, los primeros simpatizantes de una obra que no tenía todavía nombre, pero cuya idea esencial había sido vista muy claramente por un joven sacerdote de veintiséis años, mientras decía su misa, el 2 de octubre de 1928. Todos los pioneros eran, por lo demás, muy jóvenes también y llenos de celo por «borrar la huella viscosa y sucia que dejaran los impuros sembradores de odio» en la sociedad y por «inflamar con el fuego de Cristo todos los caminos de la tierra», como lo ha escrito en «Camino[20]» su autor, el propio Escrivá de Balaguer. Se percibe en esta obra acentos de inspiración ignaciana: «Obedeced como un instrumento a la mano del artista», que recuerda «el báculo en la mano del anciano». Pero este lenguaje, más místico que práctico, resultaba idóneo para impresionar a espíritus jóvenes dispuestos a vivir y defender su fe, hasta las últimas consecuencias.

Los comienzos de la obra estuvieron marcados por la modestia de sus medios y las dificultades que encontraba. Entretanto, Escrivá se graduaría en Derecho y en Teología. Y, al iniciarse la guerra civil, sería perseguido, como muchos otros eclesiásticos. No obstante, a fines de 1937, conseguiría pasar a la zona nacionalista. Los poco numerosos jóvenes que formaban el embrión del Opus Dei se encontraban dispersos a causa de la guerra.

El 16 de junio de 1950, un decreto de la sagrada congregación de los religiosos reconocería, definitivamente, al Opus Dei, que se convertiría en el primer instituto secular de derecho canónico. Desde ese momento, la obra comenzaría a desarrollarse. En 1941, contaba ya con unos trescientos o cuatrocientos miembros y se implantaba en el extranjero. La expansión del Opus llegó a tal punto, que exigía una organización y una jerarquía. Porque «el Opus Dei era una organización desorganizada[21]», como decía su fundador. Lo concerniente a la vocación no planteaba problemas. Los numerarios, obligados al celibato, debían poseer dos diplomas superiores. Uno acreditaría sus conocimientos filosóficos y religiosos; el otro, testimoniaría su capacidad profesional. Estos miembros eran intelectuales que podrían en determinados casos, si eran requeridos por el presidente o superior de la obra, recibir la ordenación sacerdotal, continuando, no obstante, el ejercicio de su profesión. Los supernumerarios sólo se debían parcialmente a la obra y podían pertenecer a ella aun siendo casados. Su apostolado debía ejercerse dentro del marco de su vida familiar y profesional. Por último, los cooperadores colaboraban en la difusión de la doctrina de la obra, incluso si no eran católicos. Porque una de las originalidades del Opus es la de admitir para colaborar estrechamente con él a personas no cristianas e incluso no creyentes.

Tan amplio campo donde reclutar miembros y lo elevado de sus objetivos han favorecido grandemente la expansión, a nivel mundial, del Opus Dei, como lo testimonian las siguientes cifras: 60 000 hombres y mujeres de ochenta distintas nacionalidades, entre ellos un millar de sacerdotes formados por la propia obra, amén de 1200 sacerdotes diocesanos y 5 obispos, en América latina, sin contar los cooperadores, cuyo número supera los 50.000. En España, el Opus cuenta con 37 000 asociados, de ellos 12 000 mujeres; México, con 8000; Italia, con 2500; Francia, con 1000, y Chile, con 500. Finalmente, el Opus patrocina 150 institutos, colegios, centros culturales obreros, hogares y residencias para estudiantes, repartidos por todos los continentes, ya que existen también en Kenya, Nigeria, Japón, Australia, Filipinas[22]… Pero, aunque la cabeza del Opus Dei se halle en Roma, es España la que cuenta con mayor número de asociados y, en razón de las altas capacidades de muchos de ellos, la que ha suscitado más polémicas[23].

¿De qué se acusa al Opus Dei y quiénes son los acusados? «La exuberancia de las actividades de sus miembros y las maneras con que se manifiestan en el mundo, pero sobre todo en España, su irrupción en el terreno político y en el económico, su progresiva instalación, en número creciente, en muy diversos puestos de mando, la acumulación de poder y de riqueza (…) han comenzado a suscitar, en ciertos medios católicos españoles, sentimientos oposicionistas o de crítica: incomprensión, inquietud, hostilidad.»[24] Incomprensión, porque la actividad del Opus Dei parece a ciertos observadores, mal informados, muy alejada de la propia de un instituto secular de Derecho pontifical. El hecho de que el Opus Dei rechace la publicidad, es decir, su carácter de sociedad un tanto secreta, provoca hostilidades. Y también, en algunos, inquietud porque esa poderosa minoría que es el Opus da una imagen deformada del verdadero catolicismo. ¿No se tratará, en definitiva, de una «santa maffia» para la conquista del poder y de la riqueza, es decir, de una potencia temporal?

Es cierto que muchos de los hombres del Opus Dei ocupan muy altos puestos de gobierno, en el mundo de los negocios y de la alta banca. ¿Qué sentido tienen entonces sus compromisos de obediencia y de pobreza? Pero es igualmente cierto que todos los miembros del Opus Dei, ocupen o no puestos de responsabilidad en la sociedad, contribuyen muy generosamente, en la medida de sus recursos, a la promoción de obras apostólicas animadas por la asociación, sin dejar por ello de mantener su rango social.

¿La conquista del poder? Eso es mucho afirmar. Más justo sería, quizá, recordar la vocación de servicio público que mostraron algunos miembros del Opus, cuando tuvieron ocasión de acceder a altos puestos. ¿Qué habría sido de la economía española, entonces en las manos vacilantes del ministro Suanzes, si Franco, en febrero de 1957, no hubiese llamado a Ullastres, para confiarle el ministerio de Comercio, y a Navarro Rubio el de Hacienda? Y nombraría también a López Rodó secretario general técnico de la Presidencia, para tenerlo, directamente, a su lado. Estos tres miembros del Opus Dei adoptarían inmediatamente draconianas medidas antiinflacionistas, acompañadas por una restricción de los créditos y una reducción de los gastos presupuestarios. Y recurrieron, por vez primera en la historia del franquismo, a instituciones extranjeras: la Organización europea de cooperación económica —la O.E.C.E.— y el Fondo monetario internacional, el F.M.I. Se trataba de una operación quirúrgica, precedida de una anestesia económica, practicada al cuerpo social de España. Y, tras tres años de difícil y penosa convalecencia, se reactivaron los negocios y se detuvo la inflación. A los métodos empíricos y a las soluciones fáciles habían sucedido los remedios drásticos, de sabor ácido.

En la joven cohorte que sacudiría los escalafones establecidos por la Cruzada figuraban, efectivamente, hombres del Opus Dei, a los que se daría muy pronto el nombre cómodo de «tecnócratas». Sin embargo, «miembro del Opus Dei» no es sinónimo de «tecnócrata». En el apogeo de la influencia de esta llamada «tecnocracia» —es decir, en la etapa del gobierno formado por Franco en octubre de 1969—, los ministros pertenecientes al Opus eran tres: López Rodó (Planificación del Desarrollo), López Bravo (Asuntos Exteriores) y Mortes (Vivienda). Y, con ellos, accedieron también a puestos de gobierno, sus amigos políticos, los que eran ya sus colaboradores cuando los ahora ministros desempeñaban sus precedentes cargos. El caso más significativo fue el de López Rodó, que se llevó consigo a «sus» hombres del Comisariado del Plan. En cuanto al resto de los ministros no tenían nada que ver con el Opus, ni siquiera, necesariamente, con los tecnócratas, aunque el jefe de filas de éstos, López Rodó, estuviese considerado como el «hombre fuerte» del gabinete. Y, pese a que los tres ministros miembros del Opus no perdían una ocasión de afirmar que esa pertenencia espiritual no afectaba más que a su vida privada —como habría sido el caso de tratarse de ser socio «de éste o de aquel club de tenis»—, la expresión «tecnócratas del Opus Dei» quedó acuñada, por más que los observadores imparciales la estimasen injustificada. Hay que decir que la ausencia de partidos, e incluso de simples asociaciones políticas, en la España de esos momentos, facilitaba la eclosión y la propagación de rumores o comentarios de esta naturaleza.

Y de ahí, para una parte de la opinión, dos imágenes muy diferentes. La primera, «la imagen deslumbradora del superhombre, orgulloso, arrogante, voluntarioso, insobornable en su idolatría por sus jefes y con un desprecio total hacia todos los demás. Un mosquetero de Dios, eficaz y despersonalizado en extremo, intolerante como un inquisidor, a la búsqueda de su absoluto». Y a esta imagen, semejante a la del arcángel, con coraza, vencedor del demonio, se oponía otra: la imagen apagada del «servidor humilde, modesto, casi lastimoso, el último entre los últimos[25]».

En cualquier caso, ninguna de ambas imágenes es aplicable a López Bravo —«don Gregorio»—. En el suntuoso inmueble del Banco Español de Crédito, con sus fontanas y sus plantas verdes, este hombre político aparece, más bien, como un representativo personaje del «establishment». Alto, delgado, elegante, esmeradamente peinado y con una mirada franca, nada hay, en su aspecto, de misterioso.

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«No conociéndole, señor López Bravo, le habría tomado por uno de sus jóvenes colaboradores, porque usted tiene también el aspecto de “galán de cine”… Sin embargo, su carrera política no empezó ayer y ha sido brillante. Primeramente, como ministro de Industria. Y, luego, como titular de Asuntos Exteriores, desde octubre de 1969 hasta julio de 1973…

—En efecto. Hasta que el almirante Carrero Blanco fue nombrado presidente del Consejo y formó un nuevo gobierno, en el que yo no figuraba.

—Quizás a causa de su excesivo liberalismo. Porque sus iniciativas fueron espectaculares. Usted restableció las relaciones diplomáticas con la República popular de China y con la Alemania del Este. Inició, también, el deshielo con la U.R.S.S. y estuvo en Moscú, lo que significó el primer encuentro, desde la guerra civil, de un ministro español con sus colegas soviéticos. Usted es, sobre todo, un “europeísta” liberal y ampliamente abierto al mundo. ¿Es su afiliación al Opus Dei lo que inspiró sus gestiones?

—En modo alguno. El Opus Dei es una asociación de fieles católicos, cuyos fines son exclusivamente espirituales y que deja, pues, a todos sus miembros en plena libertad en lo concerniente a su vida privada y al ejercicio de su profesión. El Opus Dei no apoya ni defiende, en lo que afecta a lo temporal, ninguna normativa propia. Se limita a recordar a sus asociados la doctrina de la Iglesia, que es, por supuesto, la misma para todos los católicos.

—¿Quiénes son, en España, los enemigos del Opus?

—El Opus Dei no es el enemigo de nadie. Es posible que aquellos que no respetan la libertad ajena, no respeten tampoco nuestra Obra y se llamen ellos mismos nuestros enemigos. Nosotros tratamos de luchar contra la devaluación de los valores morales y de la ética cristiana. Y no es mezclar lo espiritual con lo temporal el combatir la desmoralización política, la ausencia de fe en los hombres de hoy y el fatalismo del marxismo que aqueja a todo el Occidente. En Europa, se vive al día, se es incapaz de obrar con una visión prospectiva. Por supuesto, soy, personalmente, un europeísta y deseo que mi país se integre pronto en el Mercado Común, pero a condición de que no se trate tan sólo de una simple operación materialista.

—¿Es un partido político el Opus Dei?

—Acabo de decírselo y se lo repetiré: no. El Opus Dei sólo tiene finalidades espirituales.

—Su colega López Rodó ha declarado que, si recibiese del Opus Dei una sola consigna de carácter político, solicitaría inmediatamente ser relevado de sus compromisos con la institución.

—Y yo procedería exactamente como él.»[26]

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Así se expresó, ante el micrófono de la B.B.C. en Londres, el 1 de febrero de 1971, el señor López Bravo, al confirmar su pertenencia al Opus Dei: «Me interesa señalar que, como miembro del Opus Dei —cuya exigencia esencial es la de que se sea católico—, no tengo, como ministro, más obligaciones que la de cualquier otro de mis colegas en el mundo entero. El Opus Dei no es, como lo creen algunos, una organización que permite infiltrarse en las esferas del poder. Carece de autoridad para aconsejarme y, menos todavía, para imponerme reglas en cuanto a mis opiniones o a mis funciones ministeriales».

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«Ustedes son los responsables, en Francia, del Opus Dei. ¿Ocultan sus actividades segundas intenciones políticas?

—Nosotros sólo podemos afirmar, una vez más, que nuestra asociación, que es católica e internacional, no tiene otras finalidades que no sean estrictamente espirituales y religiosas, y que sus miembros son totalmente libres en cuanto a sus opciones temporales y personalmente responsables de ellas.

—¿Qué pensar, entonces, de los miembros del Opus Dei que forman parte de determinados gobiernos?

—Hablar del Opus Dei, asociándolo a personalidades políticas o a tendencias políticas carece totalmente de sentido. Porque el Opus Dei no es, no lo ha sido y no lo será nunca, una tendencia o una doctrina política. Por lo demás, nadie se ha prevalido, para su actividad política, profesional o la que fuere, de su pertenencia al Opus Dei, y tampoco nuestra asociación se responsabiliza nunca de las opiniones o de las decisiones de ninguno de sus miembros, en esos dominios a cuyo respecto la Iglesia católica reconoce la máxima autonomía a sus fieles.»[27]

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Así pues, sobre un tema tan controvertido como el del Opus Dei, conviene mantenerse equidistante de la «leyenda negra» y de la fabulación edificante. El Opus no es una sociedad secreta, pero tampoco otra Conferencia de San Vicente de Paúl, que ciertos burgueses de comienzos de nuestro siglo utilizaban como garantía moral. Y, concretamente en España, no es una «maffia», en competencia con el Movimiento, en una común aspiración a la dirección política del país. Ni tampoco una cofradía que rivaliza con la Iglesia, en cuanto a la dirección moral. Sus fines son de otra naturaleza: la santificación del trabajo, cualquiera que éste sea y en donde sea, responsabilizándose de sus actos los interesados. El pluralismo en las opciones temporales —y, por consiguiente, también las políticas—, que es de regla en todos los demás países donde los miembros del Opus Dei sustentan públicamente opiniones republicanas o monárquicas, liberales o conservadoras, se practica también en España. Y aparecerá como algo normal, cuando la vida política del país se haya clarificado. Pero ya, a este respecto, el Opus Dei ha hecho observar que sus miembros, no gozando de ninguna inmunidad ante las leyes vigentes, han sido a menudo duramente tratados por el régimen franquista. Así, Calvo Serer fue declarado «rebelde al Estado» y, de no haberse exiliado, habría podido ser objeto de una severa pena de prisión. Y varios periodistas pertenecientes al Opus Dei han sido sancionados con elevadas multas, por sus artículos hostiles al régimen franquista.

¿Debe, pues, disociarse al Opus Dei y a sus hombres? Porque no es posible negar que algunos de ellos, situados en puestos clave de las actividades humanas, en los puestos de dirección de la política y de la administración, asumen importante responsabilidades de orden temporal. Pero, a esta consideración, ellos responderán que, siendo simples laicos dentro de la Iglesia y ciudadanos, de todo derecho, en la sociedad, jamás abandonaron este dominio temporal, que es el suyo. «Los afiliados al Opus Dei no son personas que vivan fuera del mundo, sino dentro de él, para trabajar lo mismo como obreros o como empleados que como médicos o en cualquier otra profesión y, con su entusiasmo profesional y la mentalidad que les es propia, confieren a su trabajo y a sus relaciones con sus colegas el sentido y el valor de un camino hacia Dios.»[28]

Que este ideal haya impulsado a ciertos miembros del Opus Dei a poner sus talentos al servicio del Estado —incluso en un período tan discutido como el del régimen de Franco— no tiene, en definitiva, nada de extraordinario. Seguramente, la inusitada repercusión de sus acciones se debe al hecho de que estos hombres, bajo la apolítica etiqueta de «tecnócratas», modificaron profundamente, en su momento, la imagen de España.

La Iglesia española no es franquista. Porque una imagen suya ha sido borrada para siempre: la de la salida del Te Deum celebrado por el episcopado español tras la victoria de Franco. El cortejo se ha congregado ante el frontispicio de la catedral de Toledo. Agrupados tras el Caudillo triunfante, prelados y canónigos, con los mentones medio ocultos por las mucetas moradas, esbozan, con aire embarazado, un gesto que tiene, a la vez, de bendición y de saludo fascista. ¡Pero cuán largo el camino recorrido desde entonces! Porque, hoy día, la Iglesia ha tendido su mano a los protestantes, a los judíos, a los musulmanes… Y ha fraternizado con la granja y con la fábrica, mientras —más acentuadamente, cada vez, en los últimos tiempos— la frialdad venía presidiendo las relaciones entre el Vicario de Cristo y el jefe de la Cruzada nacionalista. Forzoso será, pues, romper el concordato, para establecer otro acorde con el tiempo. Sin embargo, en el curso de su interminable agonía, Franco recibiría un mensaje paternal de Pablo VI y en su respuesta de gracias se reconocería ¡su «devoto hijo»! Y el 29 de octubre, cuando se le tenía ya por un moribundo, el arzobispo de Zaragoza traería a Franco el manto de la Virgen del Pilar, patrona de España, la que, durante el sitio de la ciudad por los soldados de Napoleón, «no quería ser francesa». Cuando el prelado le ofreció el manto, Franco miró fijamente la sagrada prenda y rompió a llorar.