V

El premio de la paciencia

«Señor Martín Artajo: cuando, el 20 de julio de 1945, asumió usted la cartera de Asuntos Exteriores, la situación española era difícil. La paz interior no se había todavía conseguido, y Franco tenía adversarios incluso entre los que no discutían su victoria. Sin embargo, gracias a medidas firmes y hábiles y a su actitud inflexible, seguía consolidando su poder, que él quería fuese absoluto.

—Él me dijo un día: “No quiero desempeñar el papel de reina madre”.

—Eso se parece un poco, aunque expresado de otra forma, a lo que De Gaulle, cuando tomó en 1958 el poder, dijo para que los suyos estuvieran advertidos: “Mi intención no es la de inaugurar las exposiciones florales, sino la de gobernar”. Para Franco, el horizonte, en el plano exterior, era más bien sombrío. Había que relacionarse, de nuevo, con los Aliados y, sobre todo, con el mundo anglosajón. Al designar a usted para ministro de Asuntos Exteriores, reemplazando a Lequerica, el negociador del armisticio francoalemán y antiguo embajador de España cerca del gobierno de Vichy, Franco se condujo como un buen político. Usted, por su condición de demócrata cristiano, podía atraerse la simpatía de la Europa Occidental, cuyos jefes —Bidault en Francia, Adenauer en Alemania y de Gasperi en Italia— se identificaban con esa misma ideología. Ahora bien, durante los once años de su ministerio, usted fue, sobre todo, el negociador con el Vaticano y con Estados Unidos.

—Pero no desde el primer momento, y tampoco sin pacientes esfuerzos.»[1]

A la escucha de los comunicados

¿Entrar en España? Pero ¿cuándo y cómo? Porque Hitler no cree ya en una alianza sólida y franca con España, pero no ha renunciado a invadir la península ibérica, pese a Franco y, si es preciso, contra él. Y, con esta intención, Hitler ha encargado a su estado mayor la preparación de unos planes militares que serán bautizados con sugerentes nombres femeninos: «Isabel», «Ilona», «Gisela». Pero ¿por qué ocupar España? En razón de una doble finalidad. De orden ofensivo, por si Hitler estimara oportuno poner en práctica su primitiva idea de atacar Gibraltar, puesto que la «Operación Félix» había quedado sólo en provecto. Y de orden defensivo, ante la eventualidad de un desembarco británico en Tánger o en Portugal.

Pero un gran acontecimiento va a dar, de nuevo, un tono más caluroso a las relaciones germanoespañolas. El 22 de junio de 1941, las tropas alemanas penetran en territorio soviético. Y España saluda en esta operación el inicio de una cruzada contra el bolchevismo, ante la que manifiesta su intención de asociarse a ella. El 23 de julio, bajo un sol de fuego, la «División Azul» se concentra en el campo alemán de Grafenwoher. Esta unidad, bajo el mando del general Muñoz Grandes, la integran 141 oficiales, 2272 suboficiales y 15 780 soldados. 18 193 españoles en total. Un envío «a cuenta» del «millón de bayonetas» prometido por Franco…

Hitler ha concentrado en el frente ruso el mayor número de tropas disponibles, las mejores, lo que le hace temer más que nunca un posible desembarco aliado en Marruecos o incluso en España. Para hacer frente a esta eventualidad, encarga al general Von Rundstedt la elaboración de un nueva plan con que reemplazar la operación «Isabel», que no responde ya a la situación presente. Este nuevo plan será la «Operación Ilona». Ésta prevé que un ejército alemán franquee los Pirineos y ocupe, en primer lugar, la totalidad del país vasco y luego la región comprendida entre Santander y Zaragoza. En suma, una considerable parte del norte español. De acuerdo con esta perspectiva, se procede a concentrar, al sur de Burdeos, tropas alemanas, a la vez que se refuerzan los efectivos aéreos establecidos cerca de Bayona. Pero, lo mismo que sucediera con la «Operación Isabel», la «Ilona» no pasará del estudio de proyecto. A lo que quizá no fuera ajeno el hecho de que Franco, informado de los preparativos alemanes, hiciera construir diligentemente un importante dispositivo defensivo a lo largo de la frontera pirenaica. Así, el generalísimo entiende demostrar claramente su posición con respecto a Hitler: aprueba y sostiene militarmente su acción contra el comunismo, se niega a ayudarle en su empresa contra Inglaterra y se opone a su entrada en España.

Y, sin embargo, Franco no tiene razón alguna para dudar de la victoria alemana. Para ello debía de bastarle con seguir los comunicados militares que se suceden en el curso de 1941. 3 de marzo: el Afrika Korps de Rommel ocupa Ben Gazi y llega hasta la frontera egipcia. 1 de mayo: las tropas alemanas ocupan Grecia. 30 de septiembre: comienza la ofensiva contra Moscú. 7 de diciembre: la aviación japonesa, en una operación sorpresiva, destruye la flota norteamericana anclada en Pearl Harbour. Y el 11 del mismo mes, Hitler, sintiéndose fuerte y seguro de sí mismo, declara la guerra a Estados Unidos. Esta impresionante serie de victorias se prosigue durante una gran parte de 1942. El 1 de julio, Sebastopol cae en poder de los alemanes, a la vez que Rommel se encuentra ya en El Alamein. El 23 de agosto, las tropas hitlerianas llegan al Volga y se aproximan a Stalingrado. Pero, súbitamente, la suerte de las armas comienza a cambiar de signo. El 23 de octubre, Montgomery ataca a Rommel y lo expulsa de Egipto. Y el 8 de noviembre, fuerzas anglonorteamericanas, procedentes de Gibraltar, desembarcan en África del Norte.

Incluso en el cenit de su luna de miel con Alemania e Italia, Franco no dejó de tener consideraciones con Inglaterra o cuando menos de esforzarse por evitar lo irreparable. Por su parte, Gran Bretaña primeramente, y, más tarde, Estados Unidos, intervendrían en diferentes ocasiones cerca de Franco instándole a que resistiese a las presiones alemanas. El duque de Alba, embajador de España en Londres, y sir Samuel Hoare, embajador de Inglaterra en Madrid, mantendrían —con habilidad y perseverancia— un frágil lazo que en cualquier momento y por cualquier circunstancia habría podido romperse.

En cuanto a la «hispanofilia» de Churchill databa de antiguo. En 1895, había combatido en Cuba, al frente de una columna móvil española contra los insurrectos. De este episodio conservaría tres recuerdos: la Cruz del Mérito Militar, de primera clase, su gusto por los cigarros habanos y su afición a la siesta. Franco se beneficiaría de esta predisposición favorable. En efecto, públicamente y por dos veces, Churchill manifestaría no sentir animosidad alguna contra el generalísimo español. Poco tiempo antes de entrevistarse en Hendaya Franco y Hitler, Churchill —en el curso de un almuerzo con el duque de Alba y algunos ministros ingleses— explicó sus sucesivos cambios de opinión con respecto a la guerra civil española: «Al comienzo —dijo al duque de Alba—, yo era un partidario de ustedes porque, si yo hubiera sido español, o los “rojos” me habrían matado o habría servido, sin vacilaciones, en el campo franquista». Luego cuando Alemania e Italia intervinieron en el conflicto español, Churchill pensó que una victoria nacionalista iría en contra de los intereses de Inglaterra. No obstante, más tarde, cambiaría de opinión Durante la Segunda Guerra Mundial, sus buenas disposiciones con respecto a la España franquista no se alterarían, e hizo todo lo que pudo para abastecerla Churchill preguntó al duque de Alba: «¿Se encontrará España en situación de resistir las presiones alemanas?». Y añadió en seguida estas palabras tranquilizadoras: «Por nuestra parte, deseamos mantener con ustedes las mejores y más amistosas relaciones y, si ellas cambiaran, pueden estar seguros de que no será por nuestra voluntad Detesto, tanto como ustedes, el comunismo[2]».

El duque de Alba se apresuró a dar cuenta de esta conversación a Franco, que se sintió muy reconfortado con la nueva. Él veía, sobre todo, en ella, una valiosa baza cara al futuro. Aproximadamente un año más tarde, en el curso de un segundo almuerzo ofrecido por el duque de Alba a Churchill, y al que asistían Eden y Hoare, el primer ministro inglés ratificó su deseo de ver una España más fuerte y próspera cada día. Y añadió: «Si Inglaterra gana la guerra —y la ganará—, Francia se lo deberá todo, pero Inglaterra no deberá nada a Francia. Y, en estas circunstancias, mi país se encontraría particularmente autorizado para ejercer una fuerte y resolutiva presión sobre Francia, a fin de que diese satisfacción a las reivindicaciones españolas respecto a África del Norte». Churchill pensaba que Italia, lo mismo que Francia, saldría muy debilitada de la guerra. Siendo así, España podría convertirse en la más fuerte potencia del Mediterráneo, gracias al apoyo inglés. Y Churchill terminaría afirmando: «Estamos decididos a ayudar en todo a España, con la sola condición de que no permita a los alemanes atravesar su territorio.»[3]

Y no se trataba solamente de buenas palabras. En el momento en que Franco escribe personalmente a Hitler: «Considero, como usted, que un destino histórico le unen con el Duce y conmigo…», Inglaterra acordará —aunque muy parcamente— a España «navicerts» que le permitirán recibir, de Londres o de Washington, petróleo y trigo. Mientras Alemania promete material diverso y cereales a España, Inglaterra concede al gobierno español un préstamo de dos millones y medio de libras esterlinas. Por último, Gran Bretaña ve con buenos ojos la entrevista que, el 12 de febrero de 1942, celebran Franco y Oliveira Salazar Este último era tenido en gran estima por Hoare: «Salazar detestaba a Hitler y todo cuanto fuera sinónimo de su nombre en la Europa contemporánea». Este «asceta de la política… este pensador cultivado y sensible que tenía, a la vez, no poco de profesor y de sacerdote» era muy diferente de Franco, «el feliz y satisfecho oficial de estado mayor cuya formación política parecía haber comenzado, y acabado, con la guerra civil[4]».

Con respecto a Estados Unidos, Franco acomoda también su posición. El 8 de junio de 1942, recibe las cartas credenciales del embajador norteamericano, Carlton Hayes. Y el 30 de septiembre, el representante personal del presidente Roosevelt cerca del Vaticano. Myron Taylor, de paso por Madrid, visita —acompañado por el embajador Hayes— a Franco En el despacho de éste penden de la pared tres retratos: el de Pío XII flanqueado por los de Hitler y Mussolini. Taylor disimula su sobresaltada sorpresa y se ve obsequiado con una larga disertación de Franco que puede ser resumida así: «La guerra del Pacífico es la misma que la de Europa. El único enemigo de Alemania, de Italia y de España, como también de Inglaterra y de Estados Unidos, es el comunismo ruso. Y una garantía de la perfecta honorabilidad de Hitler son sus buenas disposiciones con respecto a Gran Bretaña». La sorpresa rayana en la estupefacción producida por las manifestaciones progermánicas de Franco, Taylor no la trasluce y se limita a responder con firmeza: «Pero es el Eje el que ha desencadenado la guerra mundial y contra el que lucha mi país en esta guerra que tenemos la intención de ganar». ¿Impresionó a Franco la resuelta actitud del diplomático norteamericano? En cualquier caso, este último no perdió, en ningún momento, su sangre fría, y resumió así su entrevista: «Como yo mismo lo confirmaría ulteriormente, en las palabras del Caudillo había siempre mucho más ruido que nueces, y en esa ocasión es indudable que sólo se trató, en efecto, de hacer ruido.»[5]

El momento en que Franco decide cambiar de rumbo hay que situarlo en la noche del 7 al 8 de noviembre de 1942. A la una de la madrugada, Jordana es despertado por una llamada telefónica de Carlton Hayes, que desea verlo inmediatamente. Jordana se pone un batín sobre su pijama y lo recibe. El embajador norteamericano solicita una inmediata entrevista con Franco. Jordana abandona la estancia y telefonea al generalísimo, que se niega a recibir a Hayes, sin conocer antes el contenido del mensaje que se le anuncia. Jordana se reúne de nuevo con Hayes y, conforme a las instrucciones de Franco, le dice que el Jefe del Estado se ausentó para una partida de caza y no estará visible hasta la mañana siguiente. Y Jordana insiste para saber de qué se trata. Hayes es un hombre comprensivo y, ante la angustia que lee en el rostro del ministro español, le remite el mensaje. Más tarde, Hayes escribirá: «No he visto jamás un rostro que cambiase tan rápidamente y de forma tan completa como el del conde de Jordana. En un segundo, el gesto de la más profunda ansiedad dejó paso al de un inmenso alivio, mientras exclamaba: “¡Ah, España no está implicada!”». Pero podía haberlo estado si, como en determinado momento se proyectó, las Canarias hubiesen sido incluidas entre las zonas previstas para el desembarco.

Tan pronto el embajador norteamericano se despidió de Jordana, éste se dirigió apresuradamente a El Pardo, para informar de la situación a Franco. Y a las nueve de la mañana, Hayes comunicaba oficialmente al generalísimo la trascendental noticia. Que en la pasada noche, poco después de las doce, una poderosa flota anglonorteamericana, zarpada de Gibraltar, había desembarcado las tropas que transportaba, sobre las playas del Marruecos francés y de Argelia, desde Agadir, en el Atlántico, hasta Bône, en el Mediterráneo. La «Operación Torch» había sido, pues, llevada a efecto. Y Franco toma ahora conocimiento del mensaje que le ha dirigido el presidente Roosevelt. En su mensaje, Roosevelt comienza exponiendo a Franco la razón de la intervención aliada: la inminente invasión del África del Norte francesa por los alemanes y los italianos, lo que habría constituido una amenaza tanto para América del Norte como para América del Sur: «Espero que será para usted una plena garantía la seguridad que le expreso respecto a que esta operación no está dirigida, en modo alguno, contra el gobierno o el pueblo de España, o del Marruecos español, o de cualesquiera otros territorios españoles metropolitanos o ultramarinos. Y creo también que el gobierno y el pueblo españoles desean mantener su neutralidad y permanecer al margen de la guerra. España no tiene nada que temer de las Naciones Unidas». La importancia del acontecimiento —que, por otra parte, esperaba se produjese más pronto o más tarde— no escapa a Franco, como tampoco el tono amable de la carta del presidente, que empezaba con un «Querido general Franco» y terminaba así: «Le saluda, mi general, su sincero amigo Franklin D. Roosevelt».

Tres días después, Winston Churchill, a los postres de un almuerzo ofrecido por el lord alcalde de Londres, toma la palabra y dice: «El gobierno de Su Majestad ve con la más profunda simpatía el deseo del gobierno español de ahorrar a la península ibérica los horrores de la guerra. Dicho de otro modo, desea que España tenga la oportunidad de reponerse plenamente de los desastres de su guerra civil, para poder recuperar el puesto que le corresponderá en la reconstrucción de la Europa de mañana».

Franco saborea silenciosamente su alegría. En el campo aliado cuenta ya, ahora, con dos amigos: Churchill y Roosevelt. Al día siguiente, el general Montgomery ocupará Tobruk. El otoño se muestra favorable a los aliados. ¿Será también el otoño de Hitler?

La atención de Hitler se vuelve de nuevo hacia la península ibérica, porque no duda que, tras el desembarco en África del Norte, los aliados se preparan para hacer lo mismo en el territorio ibérico, lo que significaría un golpe muy rudo para Alemania, ya que se vería privada de materias primas indispensables para su industria de guerra. Ante la insistencia del almirante Raeder, Hitler decide, de nuevo, proceder a la invasión de España. El 7 de enero de 1943, encarga esta misión a Von Rundstedt, que saca de los archivos los proyectos de las operaciones «Isabel» e «Ilona». El punto de partida de la operación va a ser el mismo que el de los precedentes planes: franqueamiento de los Pirineos, ocupación del norte de España y fortificación de los principales puertos, en previsión de un ataque de los aliados. Indiferente desde hacía meses a lo concerniente a España, Hitler lo considera ahora asunto de la mayor urgencia. Por eso, Von Rundstedt se pone a trabajar inmediatamente. El 9 de enero, el Primer Ejército, encargado de la operación y que contará con el apoyo de la Tercera Flota Aérea y de la División Naval del Oeste, es instruido acerca de la «Operación Ilona», que recibe ahora el nombre de «Operación Gisela».

La «Operación Gisela» no quedará definitivamente ultimada, y dispuesta para su ejecución, hasta finales de enero. En el curso de su periplo desde las manos de Von Rundstedt al estado mayor del Primer Ejército y del general Jodl, y, por último, al estado mayor del O.K.W —el Gran Cuartel General—, la «Operación Gisela» será retocada y completada. En ella, está prevista la entrada en acción de diversas unidades, a cada una de las cuales se le ha asignado una misión. La división 715, unidad esencialmente móvil, deberá apoderarse de San Sebastián y Bilbao. Y, desde esta última ciudad, marchará sobre Gijón. La división 386 dejará a retaguardia suya las dos ciudades vascas y convergerá directamente hacia Gijón. En curso de ruta, cercará Santander, hasta que lleguen efectivos de refuerzo. La división 345, que puede ser transportada, por vía férrea, desde Bélgica hasta la frontera española, se reunirá con las dos ya mencionadas, en su penetración en el territorio español, y relevará a la 386, a fin de ocupar las ciudades de El Ferrol, La Coruña y Vigo. La división blindada 26 será también transportada rápidamente, por vía férrea, desde Bélgica hasta la frontera española, se dirigirá directamente a la zona de Valladolid y, desplegándose, servirá de flanco protector de las fuerzas de operación en el Norte. Podrá ser reforzada por la división 338 que, sacada de la zona de ocupación del sur de Francia, podrá ser enviada, por vía férrea, desde Barcelona y Zaragoza a Valladolid. Entonces, dos divisiones «Brunhilda», transportadas también por vía férrea, relevarán a las divisiones 345, 386 y 715, que quedarán libres para operar en la zona de Valladolid. Además de todo esto, una poderosa fuerza móvil será concentrada en torno a Madrid, en previsión de cualquier ataque enemigo. La «Operación Gisela» preveía instrucciones, igualmente minuciosas concernientes a la aviación y a la marina. Finalmente, una división italiana desembarcaría en Barcelona, para ir a reforzar el dispositivo de Valladolid.

Pero ¿y España? La «Operación Gisela» era estrictamente militar, por eso no estudiaba los aspectos políticos que pudieran concernirla. En ella se hacía constar, únicamente, la necesidad de una cooperación práctica entre el ejército de ocupación y el gobierno español, aunque sólo fuera para disponer de información sobre los medios de transporte españoles y sobre las posibilidades de abastecimiento. Por otra parte, Von Rundstedt deseaba la cooperación de los españoles, para la mejor utilización, por las fuerzas alemanas, de los aeródromos, estaciones ferroviarias y centros de reparación.

La «Operación Gisela» no sería ejecutada nunca, pese a la insistencia con que solicitaron, al Führer, su puesta en acción sus generales y almirantes. Al día siguiente del 14 de mayo de 1943 —fecha en que los últimos alemanes que combatían todavía en África se rindieron a los aliados—, Hitler explicaba a los partidarios de la intervención en España: «No es posible porque necesitaríamos para ello los mejores de nuestros soldados. Tratar de ocupar España, sin el consentimiento de los españoles, es algo que no merece siquiera discutirse. Porque se trata del único pueblo latino valeroso, y sus guerrilleros harían la vida imposible a nuestras retaguardias.»[6] Así se desvaneció la última posibilidad de que la «Operación Gisela» llegase a ser algo más que un proyecto.

Sin embargo, dos meses antes, el 10 de febrero de 1943, un protocolo secreto —firmado, de parte alemana, por Von Moltke, sucesor de Stohrer, y de parte española, por Jordana, sucesor de Serrano Súñer— ratificaba la decisión de España «de resistir a toda incursión de las fuerzas anglonorteamericanas, tanto en la península como en los territorios españoles no metropolitanos, es decir, en el Mediterráneo, en el Atlántico y en el protectorado español de Marruecos…». Una vez más, se trataba de texto ambiguo. Porque, efectivamente, España estaba dispuesta a defenderse contra cualquier agresión extranjera… incluida la alemana. Y de este punto, naturalmente, en el tratado no se hacía mención alguna.

Tras la misiva de Roosevelt, Franco pasó de la «no beligerancia» a la «neutralidad vigilante». Un paso de retroceso en su relación con la Alemania hitleriana. Sin embargo, al mes siguiente, firmaría con esta última un acuerdo comercial. En efecto, tras el protocolo Moltke-Jordana, una misión española se traslada al Reich, para negociar un envío de material bélico a España. Franco continúa su balanceo entre el Eje y los Aliados. Y, en este mismo sentido, ha dado consignas a la prensa para que informe objetivamente sobre los acontecimientos militares, es decir, de modo menos favorable al Eje de lo que venía haciéndolo hasta entonces Y, ciertamente, a la prensa española le resultaría difícil continuar haciéndolo. Porque, el 6 de febrero de 1943, Alemania sufre una terrible derrota ante Stalingrado, ya que el mariscal Von Paulus capitula con sus veintidós divisiones. Y otro grave acontecimiento, político, para el Eje: en la noche del 24 al 25 de julio, el Gran Consejo fascista destituye a Mussolini. Veinticuatro horas después, durante la noche, seiscientos aviones de la R.A.F., seguidos por una gigantesca oleada de fortalezas volantes norteamericanas, borran del mapa de Alemania la ciudad de Hamburgo. Cuarenta mil muertos es el trágico balance de este ataque aéreo.

Todos estos acontecimientos serían como para alejar definitivamente a Franco de la causa del Eje. Pero no sucede así. La propaganda alemana encuentra todavía oídos complacientes. Una parte de la administración española es decididamente germanófila. Y la «División Azul» continúa luchando, junto a los alemanes, contra la U.R.S.S.

Irritados ante este doble juego español, demasiado visible, los embajadores de Estados Unidos y de Gran Bretaña van a asediar a Franco. El norteamericano, Carlton Hayes, le significa su protesta contra la presencia de la división española en el frente ruso. El inglés, Hoare, dirige al ministro español de Asuntos Exteriores una «severa advertencia», explicitada en una nota en la que se enumeran las facilidades que España concede a los militares y a los espías alemanes. Y como esta nota no obtiene respuesta alguna, el embajador Hoare solicita una audiencia a Franco. Y obtiene satisfacción, ya que le es acordada para el 20 de agosto.

La audiencia tendrá lugar en la residencia veraniega del Jefe del Estado español. En el Pazo de Meirás, cerca de La Coruña, en su Galicia natal. Un buen momento para los Aliados, puesto que acaban de terminar victoriosamente su campaña en Sicilia.

Acostumbrado a encontrarse con un generalísimo «regordete, presuntuoso y ostentoso en su atavío oficial», en su solemne palacio de El Pardo, el embajador inglés siente curiosidad por verlo ahora en su «Berchtesgaden», antigua casa solariega transformada en lujoso pabellón de caza.

Provisto de un memorándum detallado y bilingüe, y acompañado por el ministro Jordana y por el barón de las Torres, Hoare permanecerá, por espacio de dos horas, frente a un interlocutor decepcionante. El embajador desgrana, una tras otra, sus duras verdades, que él espera hagan su efecto. «Se hundirían como sobre algodón». ¿La caída de Mussolini? ¿El fin del fascismo? Franco no da señal alguna de interés. «Sentado cómodamente y como sumergido en la quietud del salón, Franco habla, con idéntico tono, sobre la próxima cosecha, el tiempo reinante o las perspectivas que ofrece a los cazadores la estación en curso, que sobre los trascendentales acontecimientos de los que el mundo era en aquellos días un permanente escenario.»[7] A Hoare, esta actitud de Franco le parece «casi increíble». ¿Valía la pena haber recorrido, con un calor asfixiante, cerca de setecientos kilómetros, para esto?

Samuel Hoare estaba lleno de buena voluntad, pero en esta ocasión se ha mostrado torpe. Habría debido saber que a Franco no le gustaban las preguntas demasiado directas. Hoare no le ha puesto en aprieto, contra lo que esperaba. Simplemente, lo ha importunado. La entrevista no tendrá repercusiones inmediatas. La repatriación de la «División Azul» no será un hecho hasta el 18 de diciembre. Y su definitiva y oficial disolución tendrá lugar el 25 de marzo de 1944. Franco adoptará entonces su última posición: la de la «neutralidad benévola».

Sintiendo cercana ya la victoria, los Aliados ejercen presiones, más enérgicas cada día, sobre Franco, para apartarlo definitivamente de Alemania. Así, le manifiestan su deseo de que España cese de vender a los alemanes tungsteno, un mineral que, al permitir transformar el hierro en acero, es de extremada utilidad para la industria alemana de armamento. La reclamación de los Aliados daría lugar a un enojoso litigio que, habida cuenta del giro, tan favorable para ellos, de la guerra, terminaría prosperando, pero permitiendo a Franco salvar las apariencias. España continuaría exportando tungsteno a Alemania, pero en pequeñas cantidades casi simbólicas. En cambio, procederá al cierre del consulado alemán en Tánger y expulsará del territorio español a todos los agentes de los servicios de información alemanes. En esta ocasión, Franco, tras haberse «protegido contra sus amigos», no vacila ya en abandonarlos. El 6 de junio, los Aliados desembarcan en Normandía.

En su discurso del 24 de mayo, en la Cámara de los Comunes, Churchill alude al problema del tungsteno, arreglado «sin menoscabo de la dignidad española». Y el jefe del gobierno inglés aprovecha la ocasión para tributar un caluroso homenaje a la actitud de España en el curso de la guerra: «Si España hubiese cedido a las presiones y a los halagos de los alemanes, nuestra tarea habría sido mucho más difícil. El estrecho de Gibraltar habría quedado cerrado, el acceso a Malta no hubiera sido ya posible, y la costa española se habría convertido en nido de los submarinos enemigos. Hay, pues, que aplaudir la decisión española de mantenerse al margen de la guerra. El éxito de la “operación Torch” ha sido debida, en gran parte, a que los españoles mantuvieron una actitud amistosa y pacífica, incluso cuando sus posibilidades de atacarnos con éxito parecían ser grandes. Sin esta favorable actitud hacia nosotros, no veo, en verdad, cómo habríamos podido concentrar y enviar un convoy tan gigantesco. Es un deber, para mí, declarar que España ha prestado un eminente servicio no sólo al Reino Unido y al Imperio Británico, sino también a la Commonwealth y a la causa de las Naciones Unidas. Por eso no siento ninguna simpatía hacia quienes estiman divertido, y hasta inteligente, insultar al gobierno español, en las circunstancias actuales». El primer ministro británico terminó su alocución evocando el importante papel que podía jugar España en el mantenimiento de la paz en el Mediterráneo. Y, ante las intervenciones de los diputados, precisó que los problemas políticos internos de los españoles eran un asunto exclusivamente suyo. Por consiguiente, los ingleses debían mantenerse, por completo, al margen.

Poco tiempo antes, Hitler había confiado a Martin Bormann su opinión sobre España: «Me he preguntado, más de una vez, si no nos equivocamos, en 1940, al no arrastrar a España a la guerra. Con bien poco lo habríamos conseguido porque, en definitiva, ardía en deseos de entrar, siguiendo el ejemplo de Italia, en el club de los vencedores. Ciertamente, Franco consideraba que su intervención valía un alto precio. Yo pienso, no obstante, y a despecho del sistemático sabotaje de su jesuítico concuñado, que, ofreciéndole unas condiciones razonables, hubiese aceptado luchar a nuestro lado. Habría bastado con prometerle un pequeño fragmento de Francia, para satisfacer su orgullo personal, y una sustanciosa parte de Argelia, para lo concerniente a los intereses materiales. Pero como España no podía aportarnos nada realmente tangible, juzgué que su intervención directa en el conflicto no era deseable. Ciertamente, ella nos hubiera permitido ocupar Gibraltar. Pero, como contrapartida, implicaba la necesidad de proteger una nueva y gran extensión de costa atlántica, desde San Sebastián, en el Cantábrico, hasta Cádiz. Y con una posible consecuencia suplementaria: la reanudación de una guerra civil fomentada por los ingleses. Así, habríamos podido vernos ligados, a vida y muerte, con un régimen que, menos que nunca, puede inspirarme simpatía. Un régimen de capitalistas explotadores manejados por la clerigalla…»[8]

La identidad de ciertos puntos de vista de Churchill y del canciller del Reich no tiene más que un valor subjetivo, de colofón a cuatro años de presiones alemanas e inglesas, casi siempre estériles. Es tan sólo un lenguaje acorde con las respectivas posiciones. Triunfal por parte del vencedor, acre por parte del vencido.

Tras el éxito del desembarco aliado, Franco sería visitado por el embajador norteamericano, Hayes, al que manifestaría su deseo de colaborar con Estados Unidos. Un poco asombrado ante tan rápido viraje del generalísimo, el diplomático experimenta otra sorpresa. En su anterior audiencia había tenido ocasión de ver, colgado en lugar preferente, el retrato de Hitler. En esta ocasión, el retrato brillaba por su ausencia.

Los dos días gloriosos de los vencidos del Ebro

Antes de poder vivir sus jornadas de gloria, los guerrilleros españoles pasaron meses y años de duras pruebas. Tras haber sufrido los campos de concentración que instauró el gobierno Daladier, conocieron también los que el Estado de Vichy heredara de la Tercera República. Y, asimismo, los de internamiento en Argelia —Bou-Arfa y Colomb-Béchar— y los batallones de trabajos forzados. Y todavía podían considerarse afortunados por no haber caído en manos de los nazis, que los hubieran enviado a sus campos de muerte. Éste fue el drama de muchísimos refugiados españoles, drama que comenzó tras su derrota en España, y que se prolongó en el exilio, compartiendo con los franceses la derrota de éstos y los rigores de la ocupación de una gran parte del territorio de Francia. Así, para estos españoles, la guerra tendría una duración de casi nueve años. De julio de 1936 a mayo de 1945.

Ahora bien, no todos los refugiados españoles tuvieron dificultades con el gobierno de Vichy ni fueron perseguidos por la Gestapo. Hubo incluso refugiados que pudieron llevar una existencia relativamente apacible. Pero una gran parte de los antiguos combatientes españoles se unieron a sus viejos camaradas de las brigadas internacionales y se incorporaron a la Resistencia. El partido comunista francés se encargaría de transformar todas las buenas voluntades españolas en un instrumento de combate, en estrecha relación con la dirección de la M.O.I. (Mano de Obra Inmigrada). Así, junto a los F.T.P. (francotiradores partisanos franceses), luchaban los F.T.P. españoles, que en 1940 se unirían a las F.F.I. (Fuerzas Francesas del Interior).

Las primeras acciones «terroristas» de los españoles serían emprendidas, desde fines de 1940, y enmarcadas en la O.S. (Organización Especial), creada por el partido comunista francés, lo mismo que la Unión Nacional, que agrupaba a todos los enemigos de la dictadura fascista. En cuanto al partido comunista español, desempeñaría un papel importante, a través de sus delegaciones en Francia, en la formación de equipos de combate y de sabotaje.

Hasta 1944, los grupos de guerrilleros, poco numerosos y dispersos por todo el territorio francés, desde la Bretaña a los Pirineos, actuaron aisladamente. Utilizaban la táctica de rápidos golpes de mano y una de sus principales actividades era la de destruir, o dañar al máximo, las instalaciones militares. Cuando los alemanes ocuparon la «zona libre», los guerrilleros tuvieron que hacer frente a la Gestapo, la Wehrmacht y la milicia de Darnand, apoyada por los G.M.R. (Grupos Móviles de Reserva). Muchos de ellos conocerían la misma suerte que la de tantos camaradas en España, es decir, la ejecución sumaria o la prisión. En efecto, a los guerrilleros españoles que eran apresados en Francia se les ejecutaba o se les encerraba en prisiones como las de Foix y Castres. La más siniestra de todas ellas era la prisión central de Eysses, en Villeneuve-sur-Lot, en el departamento de Lot-et-Garonne. Las tentativas de evasión eran castigadas con pena de muerte. En el momento de ser fusilados, los españoles gritaban «¡Viva Francia!». Y tampoco los horrores de los campos de concentración nazis les serían desconocidos. De doce mil españoles deportados a Mauthausen, Buchenwald y Dachau, diez mil perecerían en los hornos crematorios.

Sin cesar nunca en su hostigamiento a las tropas alemanas de ocupación, los guerrilleros se preparaban para la hora H. A comienzos de 1944, el XIV cuerpo estaba ya formado. Comprendía siete divisiones que operaban en treinta y un departamentos de la «zona Sur». Un poco más tarde, se crearía la «Agrupación de Guerrilleros Españoles», cuyo cuartel general radicaba en los alrededores de Gaillac, en el Tarn. La división 3 del XIV cuerpo estaba comandada por Cristino García. La ejecución de éste en España, tras su clandestina entrada en ella, fue evocada, con emoción, en la Asamblea nacional francesa, que en esta ocasión votaría una segunda moción, en la que se pedía la ruptura de relaciones diplomáticas con la España franquista. En París, un jardín público sería bautizado con el nombre de Cristino García. Cuando llegaron los grandes combates por la Liberación, las fuerzas españolas serían agrupadas bajo un mando militar y político único. Miguel Ángel sería su delegado cerca del estado mayor de las F.F.I. que, en la región de Toulouse —que incluía la mayoría de los departamentos de la «zona Sur»—, estaban bajo el mando del coronel Ravanel.

Los españoles estaban presentes en casi todos los «maquis» franceses y en los centros neurálgicos de la Resistencia, como la meseta de las Glières o el Val-d’Enfer. Y participarían en numerosos combates, como la batalla de la Madeleine y de la Pointe de Graves.

Pero donde los guerrilleros sostuvieron sus más rudos y victoriosos combates fue en el departamento de Ariège, donde comienza y termina España. La batalla de Rimont, donde les fue cortada a los alemanes la retirada a Foix, les costaría a éstos ciento cincuenta bajas, entre heridos y muertos, y mil doscientos prisioneros. La brigada 3 desfilaría por las calles de Saint-Girons, tras la liberación de la localidad. Y esta misma brigada se apoderaría, el 19 de agosto de 1944, de Foix, la capital del Ariège, tras seis horas de lucha. Una semana antes, un comando mixto, anglo-franco-canadiense, procedente de Londres y portador de armas y de material, había descendido, en paracaídas, en las inmediaciones de la ciudad. El oficial francés que lo mandaba se hacía llamar comandante Aube, y era, en efecto, comandante, pero se llamaba Bigeard. En cualquier caso, firmó conjuntamente con su colega inglés de la misión francobritánica un comunicado de felicitación a la brigada 3 española y a los guerrilleros «liberadores del Ariège». En este departamento, lo mismo que en Lozère, Aveyron, los Pirineos y la Saboya, se erigirían monumentos en memoria de los españoles «muertos por Francia», «por la Libertad», «por la libertad francoespañola», y sobre los chaquetones de los supervivientes o sobre los corpiños negros de sus viudas, generales franceses, prenderían cruces de guerra[9].

***

«Usted, señor Miró, fue uno de esos españoles que combatieron, en el maquis, para liberar a Francia.

—En efecto, yo proseguí en Francia un combate que había comenzado ya en los primeros años de mi juventud. Considerando que la palabra “libertad” no debe conocer fronteras, expuse nuevamente mi vida, para defenderla. En mi pueblo natal, en el corazón mismo de Cataluña, milité en la “Esquerra Catalana”. El periódico del partido, del que yo era corresponsal literario, se titulaba “La Humanitat”. Durante el bienio negro de la República, fui perseguido y pasé por todas las cárceles de España. Al comienzo de la guerra civil, yo formaba parte del Comité revolucionario que, por lo demás, no tenía utilidad alguna, ya que el verdadero Soberano Absoluto estaba en la calle. La masa haciendo la revolución es la anarquía. Porque avanza con los ojos muy abiertos, pero sin darse cuenta de que hay algo mejor que destruir, matar o morir gritando; sí, valientemente pero, en definitiva, para nada. Afligido ante tal caos, me alisté voluntariamente en la 30 división, que habían formado los de mi partido Cuando terminó la guerra, yo era comandante en jefe del batallón 582. Pasé los Pirineos y fui inmediatamente internado en el campo de “X” concentración de Vernet d’Ariège, donde permanecí nueve meses. Pude evadirme y recorrí Francia buscando trabajo, hasta que logré, no sin muchas dificultades, un empleo como agricultor. He practicado multitud de oficios, todos ellos muy duros, desde el de jornalero a destajo hasta el de picapedrero. Maltratado y perseguido por las autoridades de ocupación, me vi obligado a llevar permanentemente una vida de miseria y de temor. Temor a los alemanes, que vinieron varias veces, durante la noche, a prenderme y deportarme a Alemania. Y consiguieron su propósito, cuando yo trataba de escaparme por la ventana de la pieza de seis metros cuadrados en la que vivía con mi mujer y mis dos hijos. Me llevaron en tren, pero a 300 metros de Saint-Germain-des-Fossés conseguí evadirme y volví a Saint-Victor, tras recorrer más de 100 kilómetros. Mi evasión era un reflejo de mi temperamento. “Más vale morir que trabajar para quienes quieren destruir la libertad del hombre”. Más tarde, me descubrí una vocación de radiestesista, oficio que he practicado durante veinticinco años, simultaneándolo con la dirección de una empresa de trabajos públicos. Y conseguí crearme una buena reputación, lo que me permite ganarme, desahogadamente, la vida. Durante la guerra mundial, como otros muchos camaradas españoles, pertenecí a la Resistencia. Estaba incorporado a un destacamento de F.T.P., es decir, de francotiradores partisanos. Tenía a mi cargo la instrucción y el armamento de mi destacamento. Mi nombre de guerra era “Sancho”. Bajo esta denominación, participé en la liberación de Montluçon. En la noche del 24 al 25 de agosto, conduje a mis hombres al ataque contra la columna alemana que, tras haber evacuado los cuarteles de Montluçon, franqueaba el Cher por Saint-Victor. La batalla duró tres horas. Los alemanes abandonaron sobre el terreno a sus muertos y sus heridos, y nosotros volvimos a nuestra base[10]».

***

24 de agosto de 1944. La novena compañía de la II D.B. —la división Leclerc— marcha sobre París. La comanda el capitán Dronne, cuyo segundo es el teniente Amado Granell. Durante la guerra civil española, Granell fue el jefe de la 49 brigada mixta. Al finalizar la guerra, logró escapar en el último barco que partió de Alicante, el «Stanbrook». Y ahora, cerca ya del final de la guerra mundial, Granell ha desembarcado, el 6 de junio, en Normandía, con las fuerzas de la Francia libre, tras una larga marcha militar comenzada en el Tchad, bajo las banderas del capitán Hautecloque. Granell manda dos secciones a las órdenes de otros dos españoles: Montoya y Campos. Español también es el teniente Elias, jefe de la sección de half-traks. Los suboficiales son, asimismo, españoles. Al igual que el sargento Bernal, un antiguo torero. Ciento veinte hombres en total y veintidós carros de asalto, la mayoría de los cuales tienen nombres de victorias republicanas: «Madrid», «Guadalajara», «Teruel», «Santander», «Brunete» y, el que marcha al frente, «Guernica».

En el momento en que la vanguardia de la división Leclerc, tras atravesar Arpajon, Montlhéry, Longjumeau y cruzar la plaza de Italia, llega ante el Ayuntamiento de París, el capitán Dronne, antes de subir por la escalinata de honor, deja su compañía y confía el mando de ella a Granell. La loca y heroica aventura, que fuera emprendida contra las órdenes del mando aliado, ha tocado a su fin. Y los primeros «franceses libres» que han entrado en París han sido… españoles. Pero éstos continuarán batiéndose en las «bolsas» atlánticas, participarán en la toma de Estrasburgo, pasarán el Rhin, atravesarán Alemania y plantarán la bandera de la República Española sobre las ruinas de Berchtesgaden[11].

Dos días más tarde, el 26 de agosto, la 9.ª compañía remonta los Campos Elíseos, al frente del desfile, entre el estruendo de los carros de asalto y de las ovaciones ininterrumpidas.

Mientras los guerrilleros españoles de los maquis, enarbolando sus fusiles ametralladores, capturan en la plaza de la Ópera a dos oficiales alemanes, o penetran en los Inválidos, para desalojar a granada limpia a sus ocupantes, la Wehrmacht abandona sus puestos pirenaicos, que son inmediatamente ocupados por el maquis francoespañol. Y aunque los elementos españoles proceden de horizontes políticos distintos, fraternizan, en ese momento, en la embriaguez de una victoria que creen ser la suya. Han logrado expulsar de Francia a los alemanes. Esto ha sido el preludio de su próxima operación: la de expulsar, también a Franco de España.

El 26 de agosto, sobre los Campos Elíseos, fue el primer día de gloria para los supervivientes de la batalla del Ebro. Su segundo, el 17 de septiembre, tendría por escenario Toulouse. El general De Gaulle va a pasar revista a los soldados españoles del maquis. «Con una solemnidad calculada». Junto al general, se encuentra Pierre Bertaud, el nuevo comisario de la República, que ha reemplazado a Jean Cassou, gravemente herido durante los últimos combates librados con los alemanes, y también el coronel Ravanel, jefe de los maquis de la Haute-Garonne. Tras el batallón ruso del «ejército Vlassov», que se pasó al bando aliado, desfilan los tres mil F.F.I españoles, flanqueados por dos carros de asalto. Su aspecto es pintoresco. Armas cogidas al enemigo y cascos alemanes pintados de azul.

Impasible y rígido, De Gaulle saluda a estas unidades heterogéneas. ¿En qué piensa el general? En dos informaciones que se le han dado. Una: los jefes de los maquis, agrupados en torno a Ravanel, han formado una especie de soviet y decidido encargarse del mantenimiento del orden. Por eso han consignado a los gendarmes y a los guardias móviles en sus cuarteles. Otra: los españoles están poniendo en pie una división, para marchar sobre Barcelona. Pero ¿y Ravanel? ¿Qué es lo que piensa este militar que ha tenido a sus órdenes a tantos españoles?: «Viéndoles desfilar, nos preguntábamos conmovidos: ¿cuándo podrán volver a su patria? ¿Cuándo podrán festejar esta misma libertad por la cual han luchado tan valientemente a nuestro lado? ¿Qué va a hacer Francia para ayudarlos, correspondiendo así a la ayuda que tan generosamente nos han prestado?»[12]. Nada. Porque la primera preocupación de De Gaulle es la de restablecer el orden público. «Al sur del Loira, somos nosotros los que mandamos», habían declarado ciertos responsables españoles, de los que algunos —en las comunas del Ariège, por ejemplo— se habían apoderado del aparato administrativo.

De Gaulle comienza por nombrar, para el mando de esa región militar, al general Collet, antiguo jefe de los Tcherkesses en Siria y uno de los primeros en unirse a la Francia libre. Luego, convoca a los jefes españoles y, tras agradecerles su participación en la Liberación, les manifiesta, en tono tajante, la prohibición de acercarse a la frontera pirenaica (que, por lo demás, sería custodiada sólidamente por elementos del Primer ejército). ¡Nada de problemas con Franco! Los españoles han sido, pues, advertidos. No tienen que contar con De Gaulle para ayudarles a restaurar la República en España. Tan sólo han tenido, pues, dos días de gloría. Y para nada[13].

Cuando Franco fue informado del importante papel que desempeñaron los republicanos españoles en la liberación de Francia, o cuando se le dijo que los primeros tanques que entraron en París llevaban nombres de batallas españolas, sus sentimientos fueron de hostilidad y menosprecio. Sólo tenía, en efecto, animosidad y desdén hacia los republicanos refugiados en Francia. Creía que todos los compatriotas suyos que habían combatido por la Francia libre no buscaron sino una revancha de su derrota No puede sorprender, pues, que este profesional de las armas se negase siempre a reconocer la bravura de sus adversarios. Para él, sólo serían el enemigo.

Y este enemigo, del que Franco creía haber expurgado para siempre a España, va a reaparecer. Y en tan sólo unas horas. El 19 de octubre de 1944. Un mes antes, en el curso de su paso por Toulouse, De Gaulle creyó dejar definitivamente arreglada la cuestión de los maquis españoles. Uero la capital del Sudoeste francés se había convertido, también, en la del antifranquismo. Sesenta revistas en lengua española lanzan sus anatemas contra Franco, y la radio llama a la armas a los republicanos. Para estimular su valor, hace circular noticias alentadores en relación con el régimen español: «Aterrado ante la victoria aliada, Franco está dispuesto a tratar con el gobierno republicano». «La opinión pública española, impresionada por la derrota alemana, está presta a acoger a los exiliados como a unos salvadores».

Embriagados por sus éxitos, y con las manos todavía quemadas por la pólvora, los guerrilleros españoles del maquis creen llegado el momento de atravesar la frontera, pero esta vez en sentido contrario… Una docena de unidades, con un millar de hombres cada una, se han entrenado en la región de Toulouse. Armados con fusiles, ametralladoras y granadas, se concentran en la frontera. El plan es el siguiente: mientras un destacamento efectuará una maniobra de diversión, atravesando los pasos de Roncesvalles y del Roncal, en dirección a Navarra, el grueso de las fuerzas se dirigirá hacia el Hospitalet, a lo largo de Andorra, y al Valle de Arán, siguiendo el Garonne y pasando por las localidades de Lès y de Bosost. Los guerrilleros piensan que no tendrán dificultad alguna para ocupar las localidades mencionadas y para ganar a su causa a sus habitantes. En ellas establecerán dos cabezas de puente. Una con vistas a su marcha sobre Pamplona, es decir, Navarra; el objetivo de la segunda es Lérida, o sea Cataluña. En su entusiasmo, los guerrilleros no dudan de que su avance en el territorio español tendrá un efecto contagioso y que el pueblo se levantará en armas para luchar junto a ellos.

Para aplastar esta tentativa de invasión, Franco pondrá en juego unos medios enormes, totalmente desproporcionados con las exiguas fuerzas de sus adversarios. Y no es que les conceda posibilidad alguna de éxito, ni siquiera parcial, sino que desea aprovechar la ocasión para demostrar a las grandes potencias la fortaleza de su ejército, la rapidez de su reacción y, por consiguiente, también la solidez de su régimen. Para la ejecución de su plan, encomienda la dirección de las operaciones a tres de sus mejores generales —Moscardó, Monasterio y Yagüe—, que, partiendo respectivamente de Barcelona, Burgos y Zaragoza, lanzarán sobre los Pirineos, divisiones aguerridas y provistas del material más moderno. Se trata de una nueva versión de lo ocurrido antaño en Marruecos «un martillo para aplastar a una mosca».

En efecto, en tan sólo unos pocos días —exactamente once—, las infiltraciones son neutralizadas y se reconquista a los guerrilleros el Valle de Arán. En ciertas localidades, los campesinos ayudan a las tropas franquistas. Como a los guerrilleros se les considera francotiradores, no sólo es lícito sino que se recomienda disparar contra ellos como si se tratara de una cacería. Los que escaparon a la muerte o a la captura —que era, tal vez, peor— consiguieron huir y ocultarse en España, con la esperanza de poder reanudar la lucha, o retrocedieron y volvieron a entrar en Francia, llevándose consigo, a título de botín de guerra el ganado de los pastores que no les habían ayudado[14].

***

«¿Dónde se encontraba usted, señor Carrillo, durante la Segunda Guerra Mundial?

—Tuve que viajar mucho, por necesidades de mi partido. Estuve en Rusia, Cuba, Canadá, Estados Unidos, México, Argentina, Uruguay, Portugal… A menudo, clandestinamente, pero siempre con misiones precisas que cumplir. En el momento en que los alemanes fueron expulsados de Francia, me encontraba en Argelia, con algunos camaradas españoles. Pensábamos que los Aliados nos ayudarían a derribar el franquismo. Nuestros hombres se entrenaban en las montañas. Se disponía de armas. Estábamos dispuestos a liberar España. Pero nuestro jefe, la Pasionaria, que se encontraba en Moscú, nos lo prohibió. Entonces, volví, en barco, a Francia, adonde llegué en el momento de la operación en el Valle de Arán. Inmediatamente, me dirigí allí.

—¿Y quién había ordenado esa operación?

—La delegación española del Comité Central del partido comunista. Nuestra delegación había comunicado sus directrices a la delegación francesa y a la “Agrupación de los Guerrilleros Españoles”, que agrupaba a la mayoría de los compatriotas que habían combatido en la Resistencia francesa.

—¡Pero eso fue una locura!

—Ciertamente. Pero hay que tener en cuenta que, en esos momentos, la dirección del partido se hallaba disgregada: Moscú, México, Buenos Aires… Las decisiones sobre operaciones las tomaban, pues, las delegaciones. Una expedición como la del Valle de Arán sólo podía tener posibilidades de éxito contando con el acuerdo de las autoridades francesas y aliadas. Tan pronto llegué a Francia, me percaté de que la operación iba a resultar sólo una trampa para los combatientes españoles que habían penetrado en el Valle de Arán. No me fue difícil convencer de ello a mis camaradas del Comité Central, que tenían su sede en Toulouse. Me dirigí en seguida al teatro de las operaciones, reuní a los jefes y convencí a los guerrilleros, ya entrados en acción, para que volviesen a Francia, antes de que el gobierno francés decidiese cerrar la frontera. Porque, en efecto, un regimiento de espahíes marchaba ya sobre el Valle de Arán, con la finalidad de bloquear los puertos pirenaicos. Lo que hubiera significado una hecatombe, ya que el general Moscardó, con sus 300 000 soldados, se encontraba a la salida del túnel de Viella. Le habría sido muy fácil aplastar a nuestros efectivos, poco numerosos y mal armados. Por eso, atendiendo a mis instrucciones y, pese a que habían penetrado ya, y bastante profundamente, en el Valle de Arán, se retiraron. En este sector sólo tuvimos que lamentar algunos heridos. Pero en los sectores secundarios nuestras pérdidas fueron sensibles.»[15]

La sentencia de las Naciones Unidas

La primera preocupación de Franco había sido la de evitar la guerra a su país, practicando una neutralidad de diferentes grados acomodada a la evolución militar del conflicto mundial. Su política consistió, esencialmente, en dar garantías, sobre todo verbales, a los beligerantes, con la esperanza de que cualquiera que fuese el bando vencedor, se lo tendría en cuenta. Este objetivo sólo lo consiguió a medias. Ciertamente, España no fue, en ningún momento, escenario de guerra. Lo esencial se había, pues, logrado. Pero, a despecho de ciertas declaraciones favorables de Churchill, Franco —una vez se restableció la paz— no obtuvo beneficio alguno de su política ondulante.

Su segunda gran preocupación era la de construir «su» Sistema. Y, para establecer sus cimientos, no esperaría a que la contienda mundial terminase. Ante todo, necesitaba hacer tabla rasa de todo el pasado. Había vencido a la República, pero deseaba aplastarla definitivamente, borrando hasta su recuerdo. Este designio tuvo su traducción en hechos: la etapa de la represión. Sistemática. Implacable. ¿Por qué no escogió Franco la vía más cómoda de la magnanimidad? Escuchemos su acción de gracias ante el altar de la iglesia de Santa Bárbara, al pie del cual había depositado su espada: «Señor: aceptad con indulgencia el esfuerzo de este pueblo, que fue siempre el Vuestro y que, conmigo y en Vuestro Nombre, ha vencido heroicamente al enemigo de la Verdad en este siglo».

¡La Verdad! La palabra ha sido pronunciada. Franco no se considera el jefe de un bando que ha vencido al bando adversario, sino el guía que ha conducido y ha hecho triunfar la cruzada por la Verdad. Pero ¿qué verdad? La que proclamó muchas veces en sus mensajes y durante el curso de la guerra: «Luchamos por librar a nuestro pueblo de las influencias del marxismo y del comunismo internacionales… Queremos salvar por esta lucha los valores morales, espirituales, religiosos y artísticos creados por el pueblo español a lo largo de una gloriosa historia.»[16] «La gloria de los españoles es la de llevar, en la punta de sus bayonetas, la defensa de la civilización, el mantenimiento de una cultura cristiana y de una fe católica…»[17] Reiterada y redundantemente, las frases de Franco hablan de sus verdades: Dios, el Orden, la Autoridad. «La guerra de España no es una cosa artificial. Es la coronación de un proceso histórico, es la lucha de la patria contra la antipatria, de la unidad contra la secesión, de la moral contra el crimen, del espíritu contra el materialismo. No tiene otra solución que el triunfo de los principios puros y eternos sobre los bastardos y los antiespañoles.»[18]

Los enemigos de Franco, él mismo los ha designado claramente: el comunista, el socialista, el sindicalista, el francmasón, el autonomista… Ciertamente, Franco no engañó a nadie. Hay que hacerle esa justicia. Y lo había dicho ya mucho antes de la victoria. El adversario había sido, pues, prevenido.

¿Cuántos españoles fueron fusilados por otros españoles? ¿200 000? ¿300 000? Las cifras varían, según los estimadores. Pero la de 192 684 es oficial[19]. Y en cuanto a los procedimientos, prácticamente invariables En la mayoría de los casos, los sospechosos eran detenidos como consecuencia de una delación. Para un «buen» español era no sólo un derecho sino un deber denunciar a un «rojo», sin tener siquiera que identificarse. Los abusos llegarían a tal extremo que no se tardaría demasiado en exigir que las denuncias fueran por escrito y firmadas. En cuanto a los acusados, defendidos casi siempre por un defensor nombrado de oficio, estaban ya condenados de antemano. Porque se había redactado, se aplicaba, un código que definía los «crímenes» y fijaba las penas.

¿Cómo se probaban esos «crímenes» y se aplicaban serenamente las penas? Los tribunales militares instituidos por Franco eran, de hecho, cortes marciales. Los jueces se nombraban de antemano. Y los testigos, o los que se aceptaban como tales, obraban movidos por el espíritu de venganza y el deseo de hacer méritos ante el nuevo régimen.

La represión fue tan feroz que llegó a conmover a hombres como Ciano, poco sospechoso, evidentemente, de sentimentalismo en este aspecto, ya que no hacía aún mucho tiempo, pilotando su «Savoia» y volando casi a ras del suelo, se divertía ametrallando a la población abisinia que huía por las carreteras o viéndola arder en medio de las llamas provocadas por la iperita.

En efecto, en el curso de su conversación con Franco, el 19 de junio de 1939, Ciano muestra su inquietud por los problemas del nuevo régimen español, el primero de ellos la liquidación del «asunto de los rojos». Había ya, en esos momentos, 200 000 presos en las cárceles y los penales de España. Por eso los procesos se tramitaban rápidamente y los juicios tenían lugar a diario, con procedimientos casi sumarísimos…

No es posible negar que todo esto hacía pesar sobre España una sombría atmósfera de tragedia. Las ejecuciones continuaban a un ritmo muy elevado: tan sólo en Madrid, de 200 a 250 diarias; 150 en Barcelona; y 80 en Sevilla, pese a no haber estado nunca esta ciudad en manos de los rojos.

En contrapartida, Ciano aprueba ciertas medidas humanitarias: los soldados movilizados en la zona republicana son puestos en libertad y enviados a sus lugares de origen, «donde viven bajo un control muy estrecho de la Falange y de la policía». Los condenados pueden «redimirse», es decir, abreviar su pena trabajando en obras de reconstrucción. Cada día de trabajo supone la remisión de dos de condena. Con este tipo de trabajo se construiría la basílica de Los Caídos. En cuanto a los hijos de los «rojos» ejecutados, son incorporados a las organizaciones de las juventudes Falangistas, donde se les dispensa el mismo trato que a los hijos de los nacionalistas. Pero, sin duda, Ciano no se dejaba engañar por tales apariencias de mansedumbre. «Se afanan más en reconstruir los santuarios que en reparar los ferrocarriles.»[20] Y también en construir otros nuevos. El del Valle de Los Caídos es un ejemplo. Edificado gracias a una mano de obra barata e inagotable, salvo por muerte; porque, en efecto, varios centenares de prisioneros sucumbieron en las canteras del Guadarrama. La basílica, a imagen de las pirámides faraónicas, sería la obra de los vencidos. Pero así, Franco, lo mismo que Felipe II, tendría su Escorial.

De cualquier modo, los prisioneros, antes que permanecer internados en campos de concentración o recluidos en prisiones demasiado exiguas para el número de los encerrados, y unos y otros sufriendo hambre como consecuencia de una alimentación tan escasa como nauseabunda, y privados de asistencia médica y de todo cuidado, preferían la situación de trabajadores. Algunos de ellos eran alquilados a patronos de manufacturas, que les pagaban salarios de hambre; pero este trabajo les proporcionaba la sensación de una media libertad.

Al finalizar 1940, casi dos años después del término de la guerra civil, había aún, en España, 260 000 prisioneros. Sin embargo, incluso en las prisiones, la propaganda oficial del régimen no renunciaba a sus derechos. Presidiendo el vestíbulo de la prisión de Carabanchel, una inscripción reproducía uno de los versículos del evangelio franquista: «El sistema penitenciario español es el más moderno del mundo».

Moderno es posible que lo fuera el sistema penitenciario español pero sus métodos represivos eran tan arcaicos como despiadados Sin embargo, en Franco, tanto por su aspecto físico como por su comportamiento en la vida privada, no se observa nada que sugiera un temperamento de sanguinario. Las fotografías oficiales lo han mostrado, a menudo, en la intimidad de su vida familiar, jugando con sus nietos. Por otra parte, era hombre de lágrima fácil, particularmente en sus últimos tiempos. ¿Se trataba, pues, de un reflejo senil o de un fenómeno de glándulas lacrimales? Cuando se encontraba con viejos amigos, gustaba de evocar su pasado y las lágrimas fluían de sus ojos. Sin embargo, se mostró siempre implacable. Un día, en Salamanca, almuerza con un invitado. Franco —cosa inhabitual— está locuaz, parece alegre, cuenta historias. Terminada la comida, en el momento del café, alguien aparece. Se trata de Martínez Fuset, teniente coronel y asesor jurídico de su estado mayor, el mismo oficial a quien Franco confiara antaño a su mujer y a su hija, antes de su vuelo en el Dragon Rapide. Fuset viene a desempeñar su papel de procurador. Trae una carpeta llena de papeles, que deposita ante Franco. El generalísimo, sin mirarlos siquiera, va firmando uno tras otro los papeles, sin dejar de hablar. Una vez terminadas las firmas, Fuset recoge su carpeta, saluda juntando los talones y desaparece. Franco se vuelve entonces hacia su invitado y le dice: «Excúseme». Y termina de tomar su café. Pero, ante la mirada interrogativa de su invitado, comenta: «Nada de importancia. Eran sólo las sentencias de muerte de hoy». Y otra anécdota: un viejo general, piadoso y pacífico, era gobernador en Huelva. Franco estaba siempre al corriente de todo lo que le enviaban sus servicios de información —muy numerosos, ya que se trataba de la seguridad militar y de los servicios secretos civiles—, leía todos los informes y los expedientes Uno de ellos concernía al viejo gobernador de Huelva. Al parecer, este general se vanagloriaba de no haber tenido que dictar nunca hasta entonces una sentencia de muerte y se congratulaba de ello. Franco telefoneó al general y le ordena que asuma la presidencia de los tribunales que debían juzgar a los acusados sobre los que recaía la petición de pena de muerte. Y comenta así su decisión: «Es preciso que todo el mundo se moje».

Una vez finalizada la guerra civil, Franco, en vez de adoptar una actitud generosa, de limitar los horrores, escucha las voces de la derecha, que abogan por la represión, y llega hasta proferir esta amenaza: «Si hiciera falta, fusilaría un millón de españoles». Franco no fusiló a un millón, pero sí a varios miles de compatriotas. En alguna ocasión, una súbita indulgencia parecía invadirle. Entonces ejercía su derecho de gracia. Pero su máquina represiva seguiría funcionando hasta 1942. A partir de ese momento iría disminuyendo su ritmo, y cesaría prácticamente, en el momento en que se producirían la derrota de los alemanes en Stalingrado y la victoria británica en El Alamein. La política iba también a cambiar su rumbo.

Su Sistema, Franco lo tenía en la mente, incluso antes de que sus tropas consiguieran la victoria final. Pero esperaría hasta el 17 de julio de 1942, para proclamar, ante el Consejo Nacional del Movimiento, la ley constitutiva de las Cortes, que iba precedida por una definición lapidaria: «España no es un Estado dictatorial, sino una jerarquía». Esta jerarquía la encarnarían las Cortes, organismo consultivo compuesto por procuradores nombrados por los gobiernos o elegidos por las diversas corporaciones culturales o económicas, lo que permitiría decir a Franco que el origen de las decisiones no se hallaba en la cúspide de la pirámide, sino en su base, es decir, la voz del pueblo expresada a través de los diversos organismos nacionales: familias, municipios, sindicatos y corporaciones profesionales.

Autoritario y jerárquico, expurgado del comunismo y de la masonería —considerados, por Franco, como peligros mortales—, el nuevo Estado Español reposaba, pues, sobre el partido —el único existente— y sobre una organización sindical controlada por los representantes del Estado y del Partido. Demasiado centralizado para parecerse, ni remotamente, a una democracia liberal, el Estado Español no era, tampoco, comparable al nazismo. Porque, en la Alemania hitleriana, el partido, emanación del jefe, era el pilar del régimen. Y en cambio, en España, el partido, es decir, la Falange, estaba controlado por el gobierno, del que era un instrumento y no su dirección. Por supuesto, muchos falangistas habrían preferido lo contrario. Y también el ejército, solidariamente unido, sin fisuras, durante la contienda que él ganó, pero que, ya en la paz, comenzó a mostrar las divergencias que existían en su seno. Dentro de esta perspectiva, toda la política interior de Franco, desde que finalizara la guerra civil hasta el término de la mundial, consistiría en halagar, a la vez, a la Falange y al ejército, sin los cuales no se habría podido conseguir la victoria, sin dejar por ello de ir sometiéndolos paulatinamente a su autoridad. Y, ciertamente, a medida que su poder fue consolidándose más, Franco utilizaría menos los guantes para manejar y desplazar a sus personajes. Él mismo definió, muy sintéticamente, su política: «una hábil prudencia».

1945. Del 4 al 11 de febrero, Stalin, Churchill y Roosevelt, reunidos en Yalta, tratan de Alemania. Devolución de territorios y delimitación de zonas de ocupación y de influencia. El 12 de abril, Roosevelt muere y Truman le sucede en la presidencia de Estados Unidos. Dieciséis días después, el 28, Mussolini y su amante, Clara Petacci, son fusilados y colgados, por los pies, a un garfio de carnicero, en la milanesa plaza de Loreto. El 30 del mismo mes, en Berlín, Hitler se suicida en su búnker, bajo las ruinas de la cancillería. El 8 de mayo, el almirante Doenitz firma la capitulación del III Reich. El 17 de julio, los tres «Grandes» —Stalin, Churchill y Truman— excluyen a España de la lista de Estados neutrales autorizados a presentar su candidatura a la O.N.U., confirmando así el voto expresado, un mes antes, en la Conferencia de San Francisco. Es el momento en que, con ocasión de un reajuste ministerial, Franco confía a Martín Artajo la cartera de Asuntos Exteriores. Y, sin duda, es también uno de los peores instantes de la historia diplomática de la España franquista.

Franco siente ya el viento que se avecina. Un viento frío que sopla desde esas mismas democracias que él, con desprecio, calificaba de «inorgánicas». Simple coincidencia o cálculo, Franco había hecho aprobar, tres días antes por sus Cortes, el Fuero de los Españoles. Tal manifestación democrática no podía resultar más oportuna. ¡Pero cuán lejos se halla la proclamación franquista de la Declaración de los Derechos del Hombre! Porque buen número de sus artículos incluyen restricciones que limitan considerablemente su alcance. «Nadie será ya molestado por sus creencias religiosas…». Pero «la Religión Católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial». «Todo español podrá expresar libremente sus ideas…». Pero «mientras no atenten a los principios fundamentales del Estado». «Los españoles podrán reunirse y asociarse libremente…». Pero «para fines lícitos y de acuerdo con lo establecido por las leyes».

En cuanto al título segundo del Fuero, estipula en el artículo 33 que «el ejercicio de los derechos no podrá atentar a la unidad espiritual, nacional y social de España». Y por otra parte, el gobierno podrá, si lo juzgara necesario, suprimir provisionalmente, mediante un Decreto-ley, ciertos derechos: de expresión, de inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia, de residencia, de asociación… Todo estaba, pues, previsto para que los deberes prevalecieran sobre los derechos. Sólo el contenido social del Fuero, que mejoraba la condición de los trabajadores, y la ley de 22 de octubre de 1945, que regulaba la posibilidad de que el Jefe del Estado recurriera al referéndum —cuando la trascendencia de determinadas leyes o el interés público lo aconsejaran—, testimoniaban una intención democrática. Y un detalle: poco después se aboliría el saludo fascista.

Ahora bien, Franco tenía la mirada puesta en los Aliados. ¡Qué sería de España, privada de ayudas exteriores! Hasta entonces, confiado en las declaraciones cordiales de Churchill y de Roosevelt, Franco había contado con su amistad. Pero Roosevelt murió ya y, el 6 de agosto, Truman ha hecho lanzar sobre Hiroshima la primera bomba atómica. No es, pues, un hombre como para enternecerse ante las dificultades españolas. Por otra parte, Churchill ha sido batido en las elecciones y reemplazado en el poder por el mayor Attlee, líder del partido laborista y enemigo declarado de la España nacionalista, hasta el punto de que se había dado su nombre a un batallón de la 15 brigada internacional, que luchó en la guerra de España. Y es Attlee quien ocupará el puesto de Churchill, en la Conferencia de Potsdam, y quien firmará, el 2 de agosto, en nombre de la Gran Bretaña, la declaración de los Tres Grandes que condena al régimen de Franco. Y el 14 de ese mismo agosto, el Japón capitula.

Pero, aunque Churchill hubiera permanecido en el poder, Franco no hubiese ganado nada con ello. Porque, un año antes, especulando a la vez con los sentimientos «hispanófilos» manifestados por Churchill y sobre su anticomunismo, Franco había enviado a su embajador en Londres, el duque de Alba, una larga misiva destinada al primer ministro británico. Leyendo tal misiva, es preciso preguntarse si, por primera y única vez en su carrera política, el hombre prudente no había pecado de imprudencia o de presunción. Franco, que incluso para redactar la más insignificante nota oficial sopesaba cuidadosamente cada palabra, se había dejado llevar por la pluma en su deseo de conseguir una quimera: su admisión en el campo de los vencedores. Su análisis de la posguerra es categórico, y Franco se expresa, además, como si fuera uno de los vencedores. Más todavía, asume la actitud de árbitro. Partiendo de una petición de principio —«que la fuerza insidiosa del bolchevismo va a contaminar a sus vecinos, especialmente a Francia e Italia, cuya derrota y la desintegración en el plano internacional no permitirán, ciertamente, edificar nada válido con su colaboración, en los años venideros»— y previendo la preponderancia de Estados Unidos en el Atlántico y el Pacífico, y la de Rusia en Europa y Asia, recuerda cuáles son las naciones europeas «fuertes y viriles»: Inglaterra, España y Alemania. Pero Alemania ha sido destruida. Por consiguiente, Gran Bretaña no tendrá ya, en Europa, más que un solo país hacia el que volver los ojos: España.

Tres meses transcurrirían antes de que Franco recibiese la respuesta de Churchill. Ésta —en la que se transparentaba el punto de vista de Eden, a la sazón ministro de Negocios Extranjeros, y del embajador sir Samuel Hoare— ponía las cosas en su punto. Sin negar los servicios —de carácter, sobre todo, negativo, es decir, el no haber entrado en la guerra— prestados por España a Inglaterra, el gobierno de Su Majestad no olvidaba las estrechas relaciones mantenidas por el Partido falangista con sus partidos hermanos, el nazi y el fascista. Pero, sobre todo, Churchill advertía a Franco que no se hiciese ilusiones sobre la integración de Gran Bretaña en cualquier bloque basado en la hostilidad contra la Unión Soviética. Y precisaba sin equívocos: «La política del gobierno de Su Majestad se funda sólidamente sobre el tratado anglosoviético de 1942 y considera esencial una colaboración anglorrusa, en el seno de la futura organización mundial, no sólo para sus propios intereses sino también para la paz y la prosperidad europeas».

Así, mucho antes de que se constituyese el gobierno Attlee, Franco había visto lo vano de su esperanza en que Inglaterra renunciase a su alianza con Rusia. Y, además, bajo una forma cortés pero severa, le habían sido recordadas sus simpatías por el Eje, y rechazada su proposición de alianza, un poco… prematura, ciertamente. De Hendaya y de Bordighera a Londres, el camino era más largo de lo que Franco pensara.

Pero todavía era más larga la distancia que separaba Madrid de México. Porque precisamente en México tiene su sede el gobierno republicano en exilio. El 17 de agosto, un centenar de diputados españoles, reunidos en Cortes, han elegido para presidente de la República a Martínez Barrio, que acepta la dimisión de Negrín, hasta entonces jefe del gobierno en exilio en Londres, y nombra a Fernando de los Ríos ministro de Estado. La República de 1936 es, pues, restablecida y la Constitución de 1931 entra nuevamente en vigencia. Cierto que faltan algunos de los grandes nombres del equipo de anteguerra. Azaña murió, en 1940, en Montauban. Y Largo Caballero sólo sobrevivirá algunos meses a su internamiento en un campo de la muerte alemán. En cuanto a Negrín y Prieto, no quieren saber nada de las Cortes de México. En el seno del antiguo Frente Popular han resurgido sus divisiones y sus resentimientos. Pero las iniciativas aisladas se multiplican. Algunas tan ingenuas como la de Miguel Maura, que se desplaza a París, para ver a Sangróniz, el representante de Franco, y le propone, como lo más natural del mundo, sus buenos oficios para negociar la renuncia de Franco en favor de un gobierno de amplia representación republicana. O tan tenaces como las gestiones de los exiliados cerca de las altas instancias de la O.N.U., para conseguir que se condene efectivamente al régimen franquista. Porque, hasta ese momento, lo mismo en Potsdam que en San Francisco, los Aliados sólo han formulado condenas simbólicas. Y el gobierno republicano espera que la O.N.U., cuya sede ha sido trasladada de San Francisco a Nueva York, emita una condena unánime y solemne. Y será Francia la que aseste el primer golpe al régimen franquista.

***

«Señor Bidault: ¿durante la ocupación alemana estuvo usted en relación con los maquis españoles?

—No. Aquellos maquis eran los de los republicanos españoles, refugiados o instalados en el Mediodía de Francia, sobre todo en las zonas pirenaicas. En principio, Jean Cassou tenía a su cargo el control de esas zonas. Pero en el C.N.R. no nos ocupábamos de España. Los guerrilleros españoles se batieron con una gran bravura, pero su comportamiento no siempre fue irreprochable. Cuando De Gaulle me nombró, en 1944, ministro de Negocios Extranjeros, la situación francoespañola era muy tensa. Yo depuse a Pietri y nombré otro embajador. En cuanto al representante español cerca del general De Gaulle, era Sangróniz, que debía dejar pronto Francia, para ocupar su puesto en Italia. Su sucesor fue Miguel Mateu, un hombre cortés, bastante hablador y gran francófilo, pese a lo cual su posición era difícil: la de un embajador… sin serlo. Porque aunque, ciertamente, era el enviado oficioso de Franco, el gobierno francés no aceptó jamás sus cartas credenciales. Independientemente de esto, he guardado de él un buen recuerdo. Y he conocido también personalidades españolas emigradas. Miguel Maura, por ejemplo. En Londres, recibí a Álvarez del Vayo y a Negrín, que era entonces el jefe del gobierno republicano en exilio. Y conferencié con ellos. Conocí, asimismo, a Aguirre, el presidente del gobierno vasco, igualmente en exilio. Y nos hicimos amigos. Cuando me casé, en diciembre de 1945, me obsequió con un magnífico crucifijo de marfil. ¡Qué gran espíritu y qué gran corazón los suyos! Los franquistas lo detestaban. Cuando tomaron Bilbao, contaron que habían encontrado en casa de Aguirre, ocultas en un cajón, sus ¡insignias de francmasón! Un redactor de Je suis partout se apresuró a hacerse eco de semejante necedad y a reproducirla en su periódico. Todas las mentiras eran buenas, para la prensa francesa de derecha, siempre que sirvieran para desacreditar a los adversarios de Franco. Más tarde, veríamos suceder lo contrario. Y ni lo uno ni lo otro es honesto.

—Usted cerró, el 1 de marzo de 1946, la frontera francoespañola. ¿Cuál fue el motivo?

—Para explicar esta decisión, hay que situarse en el contexto de las relaciones francoespañolas en aquellos momentos. Un mes antes, tras una votación desfavorable, De Gaulle había abandonado el poder y se había retirado a Colombey. Le sucedió el socialista Félix Gouin, que asumió la presidencia de un gobierno provisional cuya jefatura asumiría yo, a mi vez, algunos meses más tarde. El Frente Popular gozaba de una amplia mayoría en la Asamblea nacional. El gabinete comprendía un cierto número de personalidades políticas —entre ellas, los socialistas Jules Moch y André Philip— que eran decididamente antifranquistas. Este gabinete, y no —como se ha pretendido erróneamente— la C.G.T., me pidió la ruptura de las relaciones diplomáticas con España. Curiosamente, los comunistas se mostraban, a este respecto, menos acuciantes que los socialistas. Su visión del futuro iba más lejos y, por otra parte, recordaban que a Stalin no sólo no le gustaban las brigadas internacionales sino que, finalmente, había ordenado a sus agentes que contribuyesen a eliminarlas. En Francia, una gran parte de la opinión pública era antifranquista. Recuerde el incidente de la estación de Chambéry, donde un grupo de “resistentes” atacaron a un destacamento de la “División Azul” que volvía de Rusia. Esa misma opinión pública se había indignado ante la ejecución, en el mes de febrero, de una docena de antiguos guerrilleros españoles que, tras haber combatido valientemente por Francia, habían entrado clandestinamente en España. Había, pues, “que hacer algo”. Los sindicatos y la mayoría de los franceses lo “exigían”. Pero yo no quería tomar ninguna decisión que fuese contraria a nuestra solidaridad con nuestros aliados. Entonces, encontré una solución que me pareció aceptable. Las relaciones diplomáticas fueron mantenidas, pero a nivel de encargados de negocios. Mateu permaneció en París. Pero yo hice cerrar la frontera, cortando así el tráfico comercial entre Francia y España. Y, al mismo tiempo, intervenía cerca de Inglaterra y de Estados Unidos para que el “problema español” fuese llevado ante la O.N.U. El 3 de marzo, el cardenal Spellman, procedente de Roma, hizo una breve escala en Madrid, sin asistir siquiera a la recepción preparada en su honor. El día 4, se publicaba en Londres, Washington y París una declaración tripartita en la que se formulaba la esperanza de que los españoles encontrasen rápidamente los medios para conseguir que Franco abandonase el poder y se estableciese un régimen liberal. En la declaración se hacía constar que no debía ser interpretada como una injerencia en los asuntos internos de España.

—¿Durante cuánto tiempo permaneció cerrada la frontera francesa con España?

—Durante dos años. El 10 de febrero de 1948, creí llegado el momento de decidir la reapertura de la frontera y el restablecimiento, de pleno derecho, de las relaciones diplomáticas con España. La operación de aislamiento de Franco no había dado los resultados esperados. Más que nada, había favorecido el contrabando. En cualquier caso, la industria francesa no había ganado nada con ella. Al contrario, había salido muy perjudicada.

—Eso es lo que usted respondió a sus interpeladores, descontentos por su cambio de orientación, haciéndoles observar que los dos años de ausencia económica de Francia no había tenido más efecto que el de beneficiar los intereses anglosajones en España.

—Considero que, en definitiva, no me las arreglé demasiado mal, ya que conseguí mantener las relaciones diplomáticas con España, en contra de la mayoría de mis colegas en el gabinete, adoptando, al mismo tiempo, una medida espectacular que era inevitable dado el estado de espíritu que prevalecía en aquellos momentos…

—… y cuyas consecuencias serían rápidamente subsanadas, ya que, dos meses después de la reapertura de la frontera francoespañola, ambos países firmaban un tratado comercial cuyo alcance era evaluado en mil quinientos millones de pesetas…»[21]

***

Bidault no creyó nunca en la eficacia de las sanciones económicas para impedir el abastecimiento de España. El precedente de las que había decidido contra Italia la Sociedad de Naciones, durante la guerra de ocupación de Abisinia, estaba aún fresco en su memoria. Y, además, en su fuero interno no deseaba tales sanciones. A menudo, el trato reservado por la O.N.U. a España, comparado con el dispensado a otras naciones, todavía en estado de barbarie o más culpables aún, a sus ojos, que la España de Franco, repugnaba íntimamente al cristiano, al historiador y al hombre cultivado que era Bidault. Sin embargo, fue su gobierno, apoyado por los de Rusia y sus satélites, y por los de Polonia y México, el que dio el primer trompetazo de lo que se creyó iba a ser una partida de caza contra el régimen franquista.

El 17 de abril de 1946, el delegado polaco, Lange, pronuncia su requisitoria ante el Consejo de Seguridad de la O.N.U. Lange explica por qué el régimen español constituye un peligro para la paz del mundo. Doscientos mil alemanes, provistos del armamento más perfeccionado, tienen su cuartel en España. Y más grave todavía: sabios alemanes fabrican una bomba atómica en los laboratorios de Ocaña. La acusación es de tal magnitud que exige pruebas concluyentes. Y se designa, a este efecto, un comité de cinco miembros. Giral, acompañado por Fernando de los Ríos y por José Antonio Aguirre, confirma ante ese comité las informaciones de Lange. Un memorándum de trescientas cincuenta páginas atestigua la presencia, en España, de agentes nazis y de material técnico muy moderno. Sin embargo, los debates se prolongan, sin que se adopten decisiones concretas. El «problema español» es remitido de sesión en sesión.

El 1 de octubre, el tribunal de Nuremberg condena a la horca a los doce principales jefes nazis. Serrano Súñer se indigna, como se habría indignado «si, tras la derrota de Inglaterra, Churchill fuese colgado en la torre de Londres». El otoño ha llegado. Estados Unidos llama a su embajador en Madrid, Norman Armour. El 2 de diciembre, el «caso español» figura de nuevo en el orden del día, en el Comité de Seguridad. El delegado norteamericano, senador Connally, denuncia el carácter fascista del régimen de Franco. Y propone que España sea excluida de los organismos dependientes de la O.N.U. El 12 de diciembre, la Asamblea general se ocupa del problema español. Tras numerosas intervenciones y la presentación de diversas mociones, se aprueba —por treinta y cuatro votos a favor, seis en contra y trece abstenciones— una larga «recomendación» que, tras recordar el «carácter fascista» del régimen franquista y las diferentes fases de su colaboración con Alemania e Italia durante la guerra, expone las conclusiones que se imponen. «Convencida (la Asamblea) de que el gobierno fascista de Franco en España fue impuesto por la fuerza al pueblo español, con la ayuda de las potencias del Eje y que, por consecuencia, no es representativo y no es posible que participe en los asuntos internacionales, recomienda que le sea prohibido a tal gobierno su ingreso en los organismos internacionales creados por las Naciones Unidas… hasta que se constituya en España un nuevo gobierno calificado». Segunda recomendación: «Si, en un plazo razonable, no se hubiera formado un gobierno que respete la libertad de expresión, de religión y de asociación… el Consejo de Seguridad estudiaría las medidas oportunas para remediar tal situación». Y, por último, «la Asamblea recomienda que todos los Estados miembros de la O.N.U. llamen inmediatamente a sus embajadores y ministros plenipotenciarios acreditados en Madrid». Y, como conclusión, se ruega a los Estados miembros que informen al secretario general de las medidas que adopten consecuentemente con la recomendación aprobada.

El resultado del escrutinio sugiere dos observaciones. Entre las trece abstenciones figuraban las de la mayoría de los países árabes. En cuanto a los seis votos en contra, correspondían a ciertas Repúblicas sudamericanas. El texto de la recomendación era severo. Pero su último parágrafo se convertiría pronto en una simple cláusula de estilo, tanto más cuanto que la actitud de Estados Unidos, lejos de hacerse más rígida, se iría suavizando en el curso de sus ulteriores intervenciones sobre el problema español. La decisión de la O.N.U., lo mismo que el gesto de Bidault, al cerrar la frontera, fue un acto de moral internacional, más que nada. Y, ciertamente —y en oposición con anteriores declaraciones—, esta vez la O.N.U sí intervendría abiertamente en los asuntos interiores de España, puesto que invitaba al pueblo español a proceder a elecciones libres, para poder darse un régimen democrático. En cualquier caso, al finalizar el año no quedaban en Madrid más que dos embajadores, el del Vaticano y el de Portugal, y dos ministros plenipotenciarios, los de Suiza e Irlanda. España había sido proscrita del mundo democrático.

La penitencia activa

Franco no pudo frustrar la maniobra, pero sí había tomado sus prevenciones. En efecto, el 9 de diciembre, cuatro días antes de la votación en la O.N.U., se produce en Madrid una manifestación popular de gran envergadura. ¿Espontánea? ¿Montada? Ambas cosas. Los primeros grupos que se concentran, ya de buena mañana, en la plaza de Oriente, han sido convocados por las organizaciones del régimen: Asociación Nacional de Ex Cautivos, Sindicatos y Juventudes. A partir de las once de la mañana, decenas de millares de madrileños invaden la plaza de Oriente y las calles adyacentes. Abundan los uniformes militares y de falangistas, pero también los «monos» de obrero y las indumentarias de empleado. Se enarbolan pancartas: «Rico o pobre, no olvides que eres español». —«Francia nos da risa».— «El espíritu del 2 de mayo se ha despertado». Medio millón de personas se han congregado va, a las doce y media, en la plaza de Oriente. Es el momento en que Franco hace su aparición en un balcón del palacio real. El generalísimo estigmatiza, con duros términos, la decisión de la O.N.U. La imputa a «la oleada de terror comunista que se ha desencadenado sobre Europa» y que ha influido en el voto de naciones que ayer todavía eran independientes. «No debe asombrarnos que los hijos de Giral y la Pasionaria puedan encontrar apoyo en los representantes oficiales de esos desgraciados pueblos». Una ovación saluda el desafío de Franco a la O.N.U. Se levantan brazos. Pero no todos. Porque, entre los manifestantes congregados en la plaza, muchos son hostiles al régimen. Ahora bien, si detestan a Franco, aún sienten mayor odio hacia los jueces que los han sancionado. A los españoles les disgustó siempre que los extranjeros se mezclasen en sus asuntos. Bailén no está todavía demasiado lejos.

La O.N.U. ha arreglado sus cuentas con Franco. Y éste, por su parte, se ha hecho plebiscitar, dejando así su honor a salvo. Pero los problemas subsisten. Graves y múltiples. Por orden de urgencia, y como réplica a la O.N.U., Franco necesita dotar al Estado español de instituciones que le permitan reivindicar, ante los que lo acusan de «fascista», el carácter democrático de tales instituciones. ¿Y qué puede haber más democrático que un referéndum, por ejemplo? Así, el 6 de julio de 1947, los españoles son invitados a pronunciarse sobre la «Lev de Sucesión». Complementaria del Fuero de los Españoles, esta ley determina la naturaleza del régimen, que es la de una monarquía sin rey, en la que «la Jefatura del Estado corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos don Francisco Franco Bahamonde». El Jefe del Estado es asistido por un Consejo del Reino, constituido por el presidente de las Cortes, el prelado de mayor jerarquía y antigüedad entre los que sean Procuradores en Cortes, el Capitán General del Ejército de Tierra, Mar y Aire o Teniente General en activo de mayor antigüedad, y por el mismo orden, el General Jefe del Alto Estado Mayor, el Presidente del Consejo de Estado, el Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, el Presidente del Instituto de España, un consejero elegido por votación por los grupos sindical, de administración local, de rectores de Universidad y de Colegios profesionales de Procuradores en Cortes y tres designados por el Tefe del Estado uno entre los Procuradores en Cortes natos, otro entre los de nombramiento directo y el tercero libremente.

La función permanente de este Consejo es la de asistir «al Jefe del Estado en todos aquellos asuntos y resoluciones trascendentales de su exclusiva competencia». En caso de muerte o de incapacidad del Tefe del Estado, el Consejo del Reino y el Gobierno, «reunidos en sesión ininterrumpida y secreta, deciden, por dos tercios como mínimo, la persona de estirpe regia que, poseyendo las condiciones exigidas por la presente Ley, deban proponer a las Cortes a título de Rey. Cuando, a juicio de los reunidos, no existiera persona de la estirpe que posea dichas condiciones o la propuesta no hubiera sido aceptada por las Cortes, propondrán a éstas como Regente la personalidad que por su prestigio, capacidad y posibles asistencias de la nación pueda ocupar este cargo». Este referéndum sobre la «Ley de Sucesión» fue aprobado por el 93% de los votos. He aquí la segunda réplica de Franco a la O.N.U.: el pueblo español, en su casi totalidad, estaba con su Caudillo y había escogido, para sucederle, la monarquía.

La otra preocupación de Franco era todavía más grave. Porque de poco le servía haber rechazado, con una indignación despreciativa, la sentencia de la O.N.U., ni el estar decidido a soportar el aislamiento de España. Porque un aislamiento total era imposible de soportar. Así, Franco trata prontamente de atraerse a los amigos tradicionales de España. Y, en primer lugar, sus hijas: las Repúblicas hispanoamericanas. Con la Argentina, es ya cosa hecha, puesto que ha sido uno de los cinco países de América latina que votaron contra la recomendación de la O.N.U. Y la Argentina significa que el trigo y la carne están asegurados. Cierto que hay que pagarlos. Y que, en la circunstancia, sólo cuenta una moneda: el dólar. Y se necesitan dólares, para dar trabajo a los españoles. Porque sólo con dólares es posible adquirir, en el exterior, maquinaria y bienes de equipo. La clave de la reconstrucción y de la producción española se encuentra, pues, en Washington. Pero la caja fuerte norteamericana está cerrada para España. Y bien cerrada.

El 5 de junio de 1947, en su discurso en Harvard, el general Marshall anuncia su plan de ayuda a España, que entraría en vigor en 1948. Pero el Congreso, presionado por el presidente Truman, decide excluir, del grupo de los países beneficiarios del plan, a España. Se inicia entonces una larga serie de conversaciones privadas entre Franco, Martín Artajo y políticos e industriales norteamericanos. Y, en la O.N.U., va mejorando la situación de España. La mayoría requerida para proceder a la revocación de la condena contra el régimen franquista no es alcanzada por muy poco. En agosto de 1950, el Congreso norteamericano autoriza la concesión a España de créditos por un total de sesenta y dos millones de dólares Y, el 4 de noviembre, la asamblea general de la O.N.U. decide, por treinta y ocho votos contra diez y doce abstenciones, la reanudación de relaciones diplomáticas con España. Uno de los primeros embajadores que presentarán sus cartas credenciales a Franco será el norteamericano: Stanton Griffis. Recíprocamente, Lequerica será nombrado embajador en Estados Unidos. El primer paso hacia el reconocimiento oficial es ya un hecho.

***

«Durante el período en que España se vio rechazada por las grandes potencias, ¿cuál era el humor de Franco?

—Excelente. Su calma era inquebrantable. Un día en que le informaba de la carencia de combustible, como consecuencia del bloqueo de los aliados, me respondió, alzando los hombros: “Pues bien, volveremos a las mulas”.»[22]

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Pese al giro favorable de los acontecimientos, Franco, hombre prudente, no canta todavía victoria. Estados Unidos le ha abierto su caja fuerte, pero no los organismos internacionales. Y eso pese a que, lógicamente, España debía tener su puesto en el sistema estratégico occidental. Pero sigue siendo la pariente pobre de Europa. Y no dejaría de serlo mientras el presidente Truman permaneció en la Casa Blanca. Este ostracismo dejó tiempo a Franco para avanzar pacientemente en sus negociaciones con el embajador norteamericano y con el almirante Sherman, comandante en jefe de la sexta flota. El 18 de noviembre, España da un nuevo paso adelante en la O.N.U., ya que entra en la U.N.E.S.C.O. Dos semanas antes, el general Eisenhower, candidato del partido republicano, ha sido elegido presidente de Estados Unidos, tras derrotar a Stevenson, el candidato de Truman y de los demócratas. Franco respira. Desembarazado de su poderoso enemigo, se siente ahora seguro de entenderse con un general, como lo es Eisenhower, para el que los argumentos de orden militar, en pro de una alianza con España, no caerán en saco roto. Algunos meses más tarde, recibirá en el Pardo a James Dunn, el embajador de Estados Unidos. Las conversaciones se llevarán, a partir de ese momento, a buen ritmo. Y, en efecto, el 26 de septiembre de 1953, en el palacio de Santa Cruz, James Dunn y Martín Artajo firman el pacto de Madrid Este pacto es, como lo había pensado Franco y como lo deseaba Eisenhower, un acuerdo militar, al que se denominó «tratado de amistad y de cooperación», entre ambos países. Comprendía tres convenios: una, concerniente a la ayuda mutua en materia de defensa; otro, de ayuda económica; y el tercero, específicamente «defensivo». En resumen, España cedía a Estados Unidos, por un período de diez años —renovable, por tácita aprobación, por otros dos períodos de cinco años—, tres bases aéreas —la de Torrejón, la de Zaragoza y la de Morón de la Frontera— y una base naval: la de Rota. Como contrapartida, Estados Unidos prestaba a España una ayuda financiera importante destinada a la renovación de su ejército, al mejoramiento de su economía y de su técnica. Era un gran éxito de la diplomacia de Franco y de su ministro de Asuntos Exteriores, y no sólo por la importancia de las sumas otorgadas, sino porque venía a significar que el antiguo amigo de Hitler se había convertido en un asociado del Pentágono. Se cuenta que, en la noche del día en que se firmó este tratado hispanoamericano, Franco había dicho a su ministro Martín Artajo: «Ahora sí que he ganado la guerra de España». España había descubierto América. Y América había salvado a España. Ambas estaban, pues, en paz.

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«Se comprende la alegría de Franco, tras este acuerdo que anunciaba el final de una larga cuarentena. Fue, sin duda, una gran victoria diplomática de la que usted, señor Martín Artajo, es su principal artífice. Con todo, y aunque las bases prestadas por España a Estados Unidos hayan permanecido siempre bajo su soberanía y su bandera no haya cesado tampoco de ondear en ellas, ¿no significaba un cierto menoscabo de su independencia?

—En absoluto. Las bases seguían siendo íntegramente españolas y no norteamericanas. Por lo demás, no se trató nunca de “cesión de bases”. La primera preocupación de Franco, y la mía propia, durante las difíciles negociaciones con los militares y los diplomáticos norteamericanos, fue la de preservar la dignidad de nuestro país. Yo seguí fielmente las instrucciones de Franco, que me había autorizado a llegar un poco más lejos de lo que habría permitido, en circunstancias normales, el orgullo español. Franco me dijo textualmente: “Tienda la mano, no en actitud de petición, sino en gesto de amistoso saludo”. En cuanto a la independencia de España, quedaba garantizada por la fórmula del tratado con la que se determinaba su objetivo: “la utilización conjunta” de las bases, contra el imperialismo ruso.

—Se trataba, pues, de una alianza militar y de una cooperación estratégica insertas en el cuadro de un vasto programa de defensa recíproca.»[23]

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Gracias a un curioso arreglo, España conseguiría, por fin, ser admitida en la O.N.U. El 8 de diciembre de 1955, la Asamblea general de acuerdo con una proposición canadiense, decide la entrada, en la O.N.U., de España y de otros dieciséis países, por cincuenta y dos votos favorables, dos contrarios y siete abstenciones. Esta resolución es sometida, el 13 de diciembre, para su ratificación, al Consejo de Seguridad. Pero una auténtica avalancha de vetos amenaza con imposibilitar la ratificación en cuestión. Mientras la China nacionalista manifiesta su veto a la admisión de la Mongolia comunista, la U.R.S.S. aplica el suyo a los trece países no comunistas, entre ellos, naturalmente, España. ¿Va a serle, una vez más, prohibida a España su entrada en el paraíso de las Naciones Unidas, por mor de la flamígera espada soviética? No, gracias a un golpe de teatro. En efecto, el 14 de diciembre, la U.R.S.S. propone a los otros «Grandes» retirar sus vetos si se le garantiza la admisión de Mongolia y la exclusión de Japón. El trueque es aceptado y, al día siguiente, España se ve, definitivamente, admitida por cincuenta y cinco votos favorables, ninguno en contra y dos abstenciones, la de México y la de Bélgica.

Así, la penitencia de la España franquista conoció su fin de una manera paradójica. El espinoso «caso español» no había sido siquiera evocado España se encontró, de pronto, en el tren de las potencias que esperaban su turno, y entró con ellas, en bloque y gracias al voto de… la Rusia Soviética. No se podía, pues, hablar propiamente de triunfo. Pero sí era un hecho. ¿Alcanzaba también esta absolución a Franco? A este respecto, es forzoso disociar el hombre, el régimen y el país. En lo tocante al hombre, nada había cambiado en la opinión internacional. Detestado por unos, tolerado por otros. El régimen continuaba siendo observado y criticado. En cuanto al país, y según sus diferentes categorías sociales, se sentiría satisfecho, reservado o indiferente.