II

Triplemente herido

«General Vigón: tengo entendido que usted es el más antiguo compañero de armas, en Marruecos, del general Franco…

—Nos conocimos en el Rif, a comienzos de 1914. Teníamos la misma edad y ambos éramos tenientes. Él, de infantería; yo, de artillería. Servíamos en las fuerzas de regulares. Nuestro adversario era el Raisuni, un personaje indescifrable, tan pronto un rebelde como un aliado. Recuerdo ese tiempo como si se tratase de ayer. Éramos doce oficiales que vivíamos todos juntos en una tienda cónica. Cada uno disponíamos de una cama de campaña, bajo la cual guardábamos nuestro baúl de militar. Las veladas eran largas y las pasábamos charlando y jugando a los naipes, salvo Franco, que en toda su vida no ha tocado una carta, que yo sepa. En las horas de abatimiento, lamentábamos nuestros medios militares, que eran insuficientes, y los ataques de la prensa contra el ejército. Siempre tranquilo y poco locuaz, Franco asentía con monosílabos. En ese tiempo tuvo ya ocasión de demostrar su bravura, tomando al asalto las alturas de Izarduy, y fue herido en la batalla de Biutz. Reservado y serio, pese a su apariencia extremadamente juvenil, Franco sobresalía, entre todos los oficiales, por su excepcional manera de servir.

—¿Continuaron en relación después de ese tiempo?

—Ciertamente. Mientras su carrera militar se desarrollaba brillantemente, la mía conocía altibajos. En 1931, la ley de Azaña me puso en retiro. Al producirse la guerra civil, reanudé el servicio con el grado de capitán, llegando a teniente coronel. Más tarde, quizás en recuerdo de nuestros años de juventud marroquíes, o en razón de mis competencias, Franco me eligió para ministro de Trabajo, cargo que desempeñé desde el 25 de febrero de 1957 al 10 de julio de 1965.»[1]

Marruecos, manzana de la discordia

¿Qué hacían en Marruecos los españoles? Desde siglos, ocupaban en su costa oriental, frente a Andalucía, ciertas «plazas de soberanía», los llamados presidios —Melilla, Ceuta—, algunos islotes rocosos, como el de Chafarinas, el Peñón de Vélez, Alhucemas, y un enclave en el Sur: Ifni. En total, seis guarniciones, las más importantes de las cuales eran Melilla y Ceuta, presidios desde 1580 y 1506, que dependían respectivamente de las provincias de Málaga y de Cádiz. Ocupación muy antigua, ya que remontaba a la toma de Melilla, en 1490, dos años antes de la expulsión, de España, de los últimos musulmanes. Con estas posesiones, Isabel de Castilla y sus sucesores en el trono se protegían contra un peligro permanente. Precisamente desde Marruecos, los bereberes habían invadido, el año 711, España y habían permanecido en ella cerca de ocho siglos. Era necesario, pues, vigilar estrechamente a los marroquíes. Los emigrados de Málaga eran numerosos en Melilla, que se halla sólo a algunos kilómetros de una costa que conocen bien —de Algeciras a Ceuta, no hay más que dieciséis millas marinas, ¡una hora de navegación!—. De ahí la importancia capital, para España, de mantener sólidamente estos puntos de apoyo que fueran antaño cabezas de puente de la invasión musulmana.

El 22 de octubre de 1859, un incidente provocado por los marroquíes en la región de Ceuta determinó que el gobierno de la reina Isabel II declarase la guerra al sultán Sidi Mohamed. El general Prim dirigiría la expedición victoriosa que le llevaría hasta Tetuán, donde entraría el 6 de febrero de 1860. Sus éxitos militares valieron a Prim el título de marqués de los Castillejos. Por su parte, el general O’Donnell llegaría hasta las puertas de Tánger, pero, por temor a la reacción británica, no se decidió a apoderarse de la ciudad. Un último combate, en Wad-ras, se decidirá también en favor de los españoles. Se firma un tratado por el que se restituye Tetuán al sultán, a cambio de veinte millones de duros y algunas cesiones territoriales. En esa misma época, los ingleses obtenían un acuerdo comercial y el derecho a «proteger» a ciertos marroquíes privilegiados, que así quedaban sustraídos a sus jurisdicciones nacionales. También los alemanes se veían otorgar ventajas apreciables. En lo sucesivo, y hasta el fin del siglo y el comienzo del siguiente, las dificultades en Marruecos no provendrían, para los españoles, de los marroquíes, sino de los europeos.

Entre estos europeos, los franceses, lo mismo que los españoles, se encontraban sólidamente implantados en Marruecos. Desde la conquista de Argelia, en 1830, los franceses necesitaban proteger sus fronteras contra el pillaje de los marroquíes. En 1844, el mariscal Bugeaud derrotaba en Isly —a ocho kilómetros de Oujda— al sultán de Marruecos, Abd er-Rahman, aliado de Abd el-Kader, emir de Mascara. Pero, inmediatamente las potencias europeas intervienen para frenar las operaciones francesas y, en 1845, el tratado de Lalla Marnia fijaba los límites entre Argelia y Marruecos, ateniéndose a los de la antigua ocupación turca. El tratado, ratificado en 1901, no pondría fin ni a los conflictos fronterizos ni a las agresiones. Y así, en 1904, tras un atentado contra el gobernador general de Argelia, las columnas francesas penetrarían en el macizo del Bichar y en el Sáhara marroquí.

Mientras las tropas francesas mantenían, con más o menos dificultades, el orden en la zona que les había sido acordada, las potencias europeas —Italia, Inglaterra, España y Alemania— hacían valer sus pretensiones sobre Marruecos. Italia e Inglaterra renunciarían a ellas. La primera, a cambio de que se le cediese la Tripolitania; la segunda, como contrapartida de su libertad de acción en Egipto. El tratado francoespañol de 1904 concedía a España una zona de influencia en el Rif: la región montañosa y septentrional de esta parte de África, o sea el territorio situado al noroeste del Magreb y que domina la costa marroquí del Mediterráneo, entre la península de Melilla y el estrecho de Gibraltar. En el mapa, esta franja costera se presenta como la exacta proyección, en África, del litoral español entre Tarifa y Almería. Dentro de este arreglo, Alemania fue la única potencia que no obtuvo ventaja alguna. De ahí, sin duda, su espectacular reacción: el sorprendente desembarco de Guillermo II en Tánger, en 1905, con el que quiso dar a entender que asumía el papel de defensor de un «Marruecos libre». En la misma época, en el curso de una visita de Alfonso XIII a Berlín, el Kaiser evocaría, con tranquilidad, la eventualidad de una guerra con Francia, jactándose de poder llegar militarmente a París «como en ferrocarril». Sin duda, resultaba urgente negociar.

Así, en abril de 1906, bajo la presidencia del duque de Almodóvar del Río, ministro de Estado del gobierno Moret, se celebró en Algeciras una conferencia que reunía a las trece naciones afectadas por el problema marroquí, y entre ellas, por supuesto, el propio Marruecos. El corresponsal del ABC, Felipe Ovielo, en el número del 9 de abril de 1906, hablaría de un triunfo de la diplomacia. Pero, tras rendir homenaje a la comprensión de los negociadores y a la habilidad de los delegados españoles, hacía votos para que la ambición, la fatalidad o la imprudencia no engendrasen la discordia, preludio del divorcio.

Era evidente que el nuevo estatuto marroquí, aun siendo Francia la gran beneficiaría de él, proporcionaba ciertas satisfacciones a España vez que garantizaba la integridad de Marruecos y la independencia del sultán. En cambio, favorecía muy poco a Alemania, a la que se reconocía el derecho a comerciar, en lo sucesivo, con Marruecos, como ella lo entendiera, pero esto era todo. Por eso Alemania y Austria fueron dos de los países, entre los trece en cuestión, que votaron contra el proyecto.

Encargadas para obrar conjuntamente en el orden policial en Marruecos, España y Francia se vieron, condicionadas por las circunstancias, a operar aisladamente. La efervescencia de las cabilas bereberes, a menudo apoyada por otros países; la rivalidad entre Abd el-Aziz, antiguo sultán, y su hermano Muley Hafid, recientemente proclamado; los atentados perpetrados contra franceses residentes en Marruecos; en una palabra, el estado de anarquía general, indujo a las tropas francesas a penetrar, en 1907, en Marruecos, por tres puntos: Casablanca, Oujda y el Guir, puntos en los que establecieron cabezas de puente hacia el interior del país. A demanda del sultán, marcharon también sobre Fez, asediada por las tribus insurrectas, y liberaron la ciudad.

Mientras Francia restablecía la situación en la costa del Atlántico —en la Chaouïa y, en la frontera oranesa, en Oujda—, el rey de España se dirigía solemnemente a Melilla, para inspeccionar las grandes obras que el gobierno español estaba haciendo ejecutar allí. En realidad, se trataba de una operación de prestigio, dentro de la tradición de Isabel la Católica, ya que se intentaba resucitar el sueño secular de una España protectora del Islam. La operación se desarrolló como un cuento oriental, «con profusión de saludos y reverencias entre moros y cristianos».

Pero otras manifestaciones más belicosas no tardaron en producirse. Inquieto al ver las tropas francesas de Casablanca traspasar los límites fijados en la Conferencia de Algeciras, penetrando en dirección al fértil valle del Lucus, zona de influencia española, el presidente del gobierno, Canalejas, ordena a la marina de guerra un desembarco en Larache. Algunos días más tarde, el teniente coronel Silvestre recibe el mando de las tropas españolas en Marruecos y, anticipándose a los franceses, ocupa la pequeña ciudad —no lejos de Larache— de Alcazarquivir, que domina el valle del Lucus. Dos buenas posiciones sobre el Atlántico que, desde 1911, permitirían a los españoles consolidar su «línea del Lucus», puesto que el río desemboca en el Atlántico, y que constituirían las bases de futuras operaciones.

Durante este tiempo, Alemania manifestaba, de nuevo, su disgusto, enviando su cañonera «Panther» a Agadir. Una situación tan tensa hacía indispensable la apertura de nuevas negociaciones. Tras conseguirse la retirada de Alemania, mediante el tratado del 4 de noviembre de 1911, que le concedía ventajas territoriales en el Congo, Francia firma con el sultán, el 12 de marzo de 1912, el tratado sobre el protectorado de Marruecos. Con ello, Francia se convertía, prácticamente, en la potencia tutora, ya que podía obrar y contratar, en nombre del sultán, con la totalidad del Imperio jerifiano. Ahora bien, por un acuerdo del 27 de noviembre de 1912, Francia confirmaba a España su protectorado sobre la parte del Marruecos oriental, donde tenía ya guarnición y compartía las responsabilidades del mantenimiento del orden. Éste era el gran problema, ya que sesenta y seis cabilas bereberes poblaban la región del Rif. Combativas y fanáticamente celosas de su independencia, no reconocían otras leyes que las suyas.

En las cláusulas del tratado, Francia reconocía a España el derecho de velar sobre su zona de influencia y de prestar su ayuda, al gobierno marroquí, en la introducción de todas las reformas juzgadas como necesarias para la zona. Las regiones comprendidas en la zona española permanecían sometidas a la autoridad religiosa y civil del sultán, pero eran administradas, bajo la supervisión de un alto comisario español, por el califa elegido por el sultán, de los dos candidatos presentados por el gobierno de Madrid. Este califa, con residencia en Tetuán, ejercía por delegación los derechos de que disfrutaba el sultán, ya que el alto comisario español era sólo un intermediario de sus relaciones con los agentes oficiales extranjeros.

El artículo segundo del tratado delimitaba la zona española; el artículo quinto prohibía a España toda enajenación de sus derechos en Marruecos; finalmente, el artículo séptimo preveía un «régimen especial», que se precisaría ulteriormente, para Tánger y sus aledaños. Este último artículo cobraría virtualidad con el tratado de París, de 1923, por el que se instituía la zona internacional de Tánger.

En lo sucesivo, España emplearía en su correspondencia la expresión «protectorado español», cuya legitimidad sería impugnada por Francia. Pero, según los españoles, el califa había recibido, y los ejercía sobre su zona, todos los derechos del sultán, incluidos los de orden religioso. Por su parte, los franceses, considerando al califa como un simple delegado administrativo del sultán, le negaban la soberanía administrativa y, todavía más, la religiosa, que sólo podía ejercerla el sultán, comendador de los creyentes y descendiente del Profeta. Disputas bizantinas, sin duda, pero que, añadidas a otras, ensombrecían el clima de las relaciones oficiales entre Francia y España.

Apenas firmado el tratado sobre el protectorado, Muley Yussef, hermanastro de Muley Hafid, al que había sucedido, tras la dimisión de éste, como sultán, proclamó (demasiado tarde): «Yo represento a un pueblo que no fue jamás una colonia ni un pueblo esclavizado o sometido; yo represento a un Imperio que, desde siglos y generaciones, ha sido un Imperio autónomo».

Ciertamente, la administración, tanto la francesa como la española, continuaban coexistiendo con el gobierno central del sultán —el Maghzen—, que abarcaba, bajo la presidencia de un «gran visir» encargado del departamento del Interior, los departamentos de Guerra, Finanzas, Justicia, Negocios Extranjeros y Marina. Pero sus atribuciones se encontraban particularmente limitadas, en el plano económico, por la creación, en Marruecos, de un banco del Estado, administrado por la banca parisiense, y también por el derecho otorgado a los extranjeros para adquirir propiedades, sin la autorización del Maghzen. Por el sistema de conceder al sultán ingentes empréstitos a un interés exorbitante, los bancos franceses, constituidos en consorcio, eran los auténticos dueños del Tesoro marroquí. Como garantía de sus créditos, estos bancos controlaban los puertos de Marruecos.

Alentados por la superproducción, los países capitalistas aumentaban incesantemente sus inversiones. Para los europeos, Marruecos era ahora «un buen negocio». Por su parte, la potencia mandataria era, en la práctica, la única responsable de la paz y de la guerra, de la diplomacia y de las finanzas. ¿Qué le quedaba, pues, de su soberanía, al sultán? Le quedaba su misión divina. En la festividad de Aid-el-Kebir, cuando, envuelto en un albornoz de seda blanca, escoltado por lanceros y protegido contra el sol por una sombrilla de raso rojo, cabalgaba su caballo blanco, volvía a ser el Je rife. Delante de él, ondeaba el estandarte verde del Profeta.

Canalejas, el autor del tratado de 1912, del que se sentía tan orgulloso, no llegaría a ver su puesta en práctica. Fue asesinado dos días antes de la ratificación. En cuanto a la opinión española, acogió sin calor tal ratificación. Los conservadores estimaron irrisoria la parte otorgada a España y, en cualquier caso, inferior a la fijada por el acuerdo de 1904. Y los medios de izquierda proclamaron la urgente necesidad de reconstruir España, en vez de seguir interesándose por los desiertos del Rif. Se podía leer en La Correspondencia de España: «Ni un hombre ni una peseta para África».

En cuanto al gobierno, vería en el tratado «la fatal consecuencia de un concurso de circunstancias superiores a la voluntad de la nación». Pero daba por descontado que Inglaterra le ayudaría a contener las ambiciosas intenciones del «imperialismo francés». «El 30 de marzo ya había establecido Francia su protectorado sobre 350 000 kilómetros cuadrados y cinco millones de habitantes, mientras que el protectorado español, formalizado muy poco después, comprende el 5 por 100 del reino —la parte más árida— con 16 700 kilómetros cuadrados y 750 000 habitantes.»[2]

Se percibe en estas frases la amargura del «pariente pobre». Esta actitud sería muy frecuente entre los comentaristas españoles de la hora. Las formas de enfoque y de evaluación variaban, pero todas ponían de manifiesto la desventajosa situación en que había quedado España. «Calculando en 398 696 kilómetros cuadrados la superficie marroquí (con casi 10 millones de almas), la zona española cuenta sólo 19 656 de hecho (con 1 200 000), debiendo contar unos 22.500. Ambas zonas, con Tánger, deben, según los acuerdos de Algeciras, formar una unidad política y económica, con instituciones comunes y un soberano común. Pero desde 1912 hay tres Marruecos, mal relacionados entre sí.»[3]

Sin embargo, respetuosa con los acuerdos concertados tanto con el sultán —el 16 de noviembre de 1910— como con las naciones europeas, España estableció en Marruecos su aparato administrativo. Tetuán sería la sede del califa, delegado autónomo del sultán para toda la zona. En cuanto al alto comisario, representante de España, residiría en Ceuta. Bajo su autoridad, funcionarían tres departamentos administrativos o delegaciones: la de Asuntos Indígenas, la de Desarrollo Económico y Trabajos Públicos y la de Finanzas. Los tres distritos militares de Ceuta, Melilla y Larache funcionarían de una manera semiautónoma. Con estricta fidelidad a las disposiciones de los tratados, la aplicación de las mismas fue prevista para un largo plazo.

El año 1912 se presentó bajo un signo favorable en el plano diplomático, ya que todo el mundo parecía estar de acuerdo para solucionar pacíficamente los problemas de Marruecos. Sin embargo, ese mismo año conoció una recrudescencia bélica. En lo concerniente a Francia, se produjeron los motines de Fez y la insurrección de Marrakech. Unos y otra, enérgicamente reprimidos, se tradujeron finalmente, en una consolidación de las conquistas francesas.

Entretanto, Lyautey era nombrado primer residente general en Marruecos. En la zona española, los rebeldes de las montañas del Atlas no cesaban de poner en dificultad a los soldados de Alfonso XIII. Los rebeldes tenían a su favor el conocimiento del terreno, la habituación al clima, sucesivamente tórrido y glacial, y su forma de combatir: golpes de sorpresa, acciones aisladas y rápidas. Desconcertados por un adversario que tan pronto rehuía el combate, como, igualmente de súbito, se abalanzaba sobre ellos y, tras un tiroteo mortífero, se retiraba velozmente, los españoles no habían sabido adaptar su táctica a la del enemigo. Las operaciones españolas se atascaban y las pérdidas eran muy graves. La posibilidad de supervivencia de un oficial no llegaba más allá de un 20%. Los españoles no conseguían imponerse a los rebeldes. Éstos, por otra parte, tampoco reconocían la autoridad del sultán. Además, a partir del desastre de 1898, las guerras coloniales eran impopulares en España. La opinión pública exigía, pues, más energía y una solución rápida. La prensa trataba con severidad al gobierno. Ya en el periódico ABC, el 11 de octubre de 1911, es decir, un año antes del tratado francoespañol, José María Escuder se había expresado con crudeza: «No tienen los rifeños artillería, caballería, administración, ingenieros, sanidad; carecen de toda disciplina, cohesión, tiendas, campamentos, barcos, provisiones, parques, telégrafos, dirigibles. No obedecen más que a su instinto. Se agolpan y desbandan a impulsos de su voluntad. Pero sin táctica, sin plan estratégico, sin jerarquías, sin generales, sin más víveres que los que cada cual lleva en el capuchón de la chilaba y sin más cartuchos que los que lleva en el zurrón. Es que cuando para nosotros llueve, ¿se cobijan ellos bajo el paraguas?». Y, más adelante, el comentarista acusa abiertamente a Francia: «¿De dónde saca la harca esa inmensa cartuchería que prodiga en sus ataques? Evidentemente de Argelia. Francia saca las castañas con mano ajena. Nos hace la guerra con mano rifeña». Afirmación, por lo demás, injusta y gratuita. Porque la «mano extranjera» era la de Alemania, que armaba también a los rebeldes del Marruecos francés. El periodista en cuestión proponía sus planes y prodigaba sus consejos. Pero de Madrid a Melilla hay mucha distancia. Y mucha, también, de las intenciones a los actos, de los tratados a los hechos. ¿Cuándo podría establecerse una franca colaboración entre Francia y España?

El bautismo de fuego

Lo primero que hizo el alférez Franco, tan pronto se instaló en Melilla, fue visitar la ciudad, su casbah (alcazaba) y sus murallas, que datan del siglo XVI. Y, quizá, llegó —en sus paseos— hasta el cabo de las Tres Forcas. ¿Recordaba que Boabdil, el último rey moro de Granada, desembarcó allí, en 1493, después de que los Reyes Católicos lo expulsaran de España? Es posible, pero no se sabe. Franco no era un imaginativo. Ya entonces le desagradaban las evocaciones históricas. Su interés estaba centrado en el presente. Y el presente era aquella «guerra de África», de la que él había oído hablar desde su infancia y que conocía tan sólo, y a grandes líneas, por sus notas de curso tomadas en la Academia de Toledo.

Franco se ha llevado consigo a Melilla todos los libros que podía contener su equipaje reglamentario. En situación de excedente, por el momento, espera un puesto. Dispone, por consiguiente, de tiempo libre y va a aprovecharlo instruyéndose. Durante esta breve estancia en Melilla, rememora los episodios de una guerra intermitente, pero que dura ya sesenta años y que ha conocido dos campañas muy duras: la del general Margallo en 1893 y, en 1909, la del general Marina, que dimitiría al año siguiente y sería reemplazado por el general Aldave, ahora capitán general. Una guerra más de golpes de mano que de verdaderas operaciones militares. Y un balance con pocas victorias y muchos reveses.

El 19 de febrero, Franco es destinado, en calidad de aspirante, al 68 regimiento de infantería. ¡Su más caro deseo! El día 24, se pone en ruta, en compañía de nuevos incorporados como él y de permisionarios que se reintegran a sus unidades, hacia las llanuras de Tisafor, en la extremidad del ala derecha española sobre el Kert. Esa misma noche se vivaquea ya en Tisafor. ¡Su primera vela de armas en una zona de combate! Aunque, en verdad, los combates brillarán por su ausencia. Franco empleará sus días en iniciarse en el estilo de una campaña para la cual no le habían preparado, en absoluto, las lecciones del Alcázar, concebidas para campos de batalla europeos y fuertemente influidas por las teorías prusianas. Pero ¿qué habría hecho, en Marruecos, Clausewitz? Porque la estrategia clásica era ineficaz en el valle del Kert.

Sus primeras semanas en Tisafor parecerán a Franco un simple período de instrucción y no de operaciones militares. Se ejercita en el mando de patrullas de reconocimiento y de destacamentos de protección de los convoyes y de los puentes fluviales. En cuanto al enemigo, permanece invisible. A lo sumo, a la caída de la tarde y aguzando el oído, percibe, muy lejana, la salmodia del almuecín: «La ilah ela Alah, u Mohamed resul Alah!». («No existe más dios que Dios y Mahoma es su profeta»).

En esta situación, la preocupación del mando español es doble y complementaria: reducir al mínimo las pérdidas humanas y poner a punto métodos de combate adaptados a los del adversario.

Con esta intención, el coronel Dámaso Berenguer crea el cuerpo de los regulares indígenas, organizado en tabores. Estas unidades, distribuidas en batallones, comprenden un cuerpo de tropa indígena con mandos españoles, a imagen del modelo francés que Berenguer había estudiado en Argelia. Pero este sistema mixto no cuenta con el total apoyo del estado mayor español. ¡Qué tentación y cuántas facilidades para estos adictos tan recientes, y de dudosa lealtad, para huir, en bandadas, a sus montañas y reconstituir las tradicionales harcas! Por eso, las nuevas unidades autóctonas son estrechamente controladas por un regimiento español de selección: el 68 de África, a las órdenes, precisamente, del coronel Villalba Riquelme, el antiguo director de Franco en la Academia de Infantería de Toledo.

Cuando Franco llegó a Marruecos, la costa marroquí de Larache a Melilla estaba bien organizada y protegida por un cordón de puestos avanzados —la línea Marina—, pero la zona interior no ofrecía seguridad. La región del río Kert, a unos treinta kilómetros al oeste de Melilla, había sido siempre, desde 1909, una zona de disidencia donde el Rogui, el primer rebelde del Rif, tuvo en jaque a España y al Maghzen, hasta el día en que, capturado y entregado al sultán, fue transportado, enjaulado como una bestia, a Fez, donde perecería despedazado por las fieras.

Dos años más tarde, una misión topográfica sería atacada, de improviso, por un grupo de jinetes rifeños que hicieron prisioneros a un cabo y tres soldados. Las cabezas de éstos, ensartadas en lanzas, fueron paseadas de poblado en poblado y exhibidas en las plazas públicas.

Sucesor del Rogui, Mohamed el Mizzián, caíd de la tribu de los Beni Bou Ifrur, era quien reinaba, al presente, sobre el territorio del Kert. Este nuevo jefe predicaba la «Jihad» (la guerra santa prescrita por el Corán) contra los perros infieles de Melilla. Las tribus de Tensamán, de los Beni Said y de los Beni Urriaguel combatían junto a él.

La orilla izquierda del Kert estaba en poder de los rifeños; la derecha se hallaba más o menos abierta a los españoles. Ambos adversarios se observaban recíprocamente desde una y otra orilla del río. Para los españoles, la posesión del Kert era importante porque su valle cierra, al oeste de Melilla, el camino de la costa, hasta Alhucemas, y el del interior. El territorio ocupado por España, a partir de Melilla, se extendía desde los bancales del Kert, al oeste, hasta los del Muluya, al este, lindantes con la Argelia francesa. Y en el centro de la zona en poder de los insurrectos existían ricos yacimientos de hierro, los que, más tarde, serían las famosas «minas del Rif». Lo que estaba en juego era, pues, importante. Desde la metrópoli son enviados a Melilla los mejores oficiales del ejército español, entre ellos el coronel Miguel Primo de Rivera y el comandante José Sanjurjo. Y también refuerzos humanos y de material. «¡Hay que acabar con los moros!» era la consigna. Pero ¿se acabaría alguna vez?

El 14 de mayo de 1912, un auténtico ejército avanza hacia el interior: quince batallones de infantería, cuatro compañías de zapadores, cuatro de regulares, doce escuadrones de caballería y siete baterías de montaña. En total, más de catorce mil hombres, mil cien caballos y veintiocho piezas de artillería. Su principal objetivo era el poblado de Haddu-Allal-u-Kaddur, entre el monte Arruit y el gran recodo del Kert. El 68 regimiento de África encuadra las compañías de regulares, bajo el mando del comandante Sanjurjo. Dos siluetas destacan: la menuda, pero recia, del alférez Franco, al frente de una sección del 68, y, al mando de una compañía de regulares, la del teniente Emilio Mola Vidal, un mocetón de 1,80 y cinco años mayor que Franco. Berenguer, promovido recientemente a general, sigue, con sus prismáticos, el avance de las tropas. Una sección marcha a la cabeza. «Avanza bien ésa», dice Berenguer a uno de los oficiales de su estado mayor. «Es la de Franquito», se le responde.

Los españoles han llegado hasta las primeras casas del poblado, donde El Mizzián y su harca defienden la entrada. Corpulento y barbudo, vestido con una amplia chilaba, el jefe hace caracolear a su caballo blanco. Tiene conciencia de disfrutar de la «baraka» (el favor divino, la «buena estrella»). Por eso no teme los fusiles de los cristianos. «Sólo una bala de oro podría alcanzarme —gusta de decir— y ésa no ha sido fundida todavía». Espolea a su caballo e insulta y arenga, a la vez, a los regulares de Sanjurjo, incitándoles a combatir a su lado. «¿Seréis más perros que estos perros infieles?». Súbitamente, el rostro del caíd se paraliza y un chorro de sangre brota de su boca. Se balancea sobre su caballo y rueda por el suelo. Pero no es de oro la bala que lo ha matado, sino una de plomo disparada por un cabo español. Un silencio consternado sucede a las vociferaciones de sólo unos instantes antes. En desbandada, la harca huye hacia las montañas.

El mando español rendirá honores a los restos mortales del jefe bereber y los hará escoltar por un destacamento de caballería. La leyenda de la invulnerabilidad de El Mizzián ha muerto con él. Y, como consecuencia, los rebeldes han perdido su combatividad. La campaña del Kert será prontamente ganada por los españoles. Mola es ascendido a capitán, y Franco se ve promovido a teniente, pero sólo… por antigüedad. En toda su carrera militar será el único ascenso conseguido de tal forma. En la circunstancia, se le otorga también la cruz del Mérito militar. No obstante, lo más importante para su vocación es la fuerte impresión moral que le ha causado la primera batalla de su vida. Un tanto perdido en la masa de su batallón, ha visto, desde lejos, el asalto de los regulares y arde en deseos de poder tenerlos a su mando, en futuras operaciones. Nunca podrá olvidar su bautismo de fuego.

La ocupación del Rif es algo que no acaba nunca de consumarse. Cuando se ha terminado de coser aquí, es preciso recoser allá. La muerte del Mizzián ha devuelto, por un tiempo, la tranquilidad a la región de Melilla. Ahora, el foco de rebelión se ha desplazado hacia la zona centro-occidental. El 19 de febrero de 1913, el general Alfau, capitán general de Ceuta, ocupa pacíficamente la ciudad de Tetuán, capital del protectorado español. El 20 de abril, Muley el Mahdi, el primer califa, hace su entrada solemne en Tetuán. Esta consagración del mandato español irrita a las tribus marroquíes. Tras el Rogui y El Mizzián, un tercer jefe rebelde da la señal de la insurrección. Se trata de Muley Ahmed el Raisuni, pachá de Arcila, al que se conoce por el sobrenombre del sultán de la Montaña. Gigantesco y desconcertante, con unos ojos burlones iluminando un amplio rostro encuadrado por una barba alborotada, este notable de los Beni Aros reina sobre la mayor parte de la región occidental. Las cabilas bajo su férula dibujan un círculo en torno a Tetuán y, por consiguiente, amenazan las comunicaciones entre esta ciudad y Ceuta, Tánger y Larache, las tres localidades clave de la zona. Antes de enzarzarse en una nueva campaña, Silvestre, el antiguo coronel recientemente ascendido a general, mantiene una entrevista con el Raisuni —¡eran viejos amigos!— en la ciudad neutral de Tánger. Curiosa conversación en la que alternan los insultos más solemnes y las más refinadas muestras de cortesía. No se llega a un acuerdo, y, en el momento de separarse, el Raisuni, ciñéndose la chilaba y bajando su capuchón, lanza a Silvestre esta frase: «Entre los dos formamos una tempestad. Tú eres el viento y yo el mar. Tú soplas fuerte, pero desapareces. Yo no me muevo y permanezco».

El centro neurálgico de la nueva batalla será, pues, Tetuán. Y el teniente Franco jugará su papel en esa batalla. Acaba de recibir la medalla de la campaña de Melilla y ha visto realizado su deseo de incorporarse a los regulares. El 21 de junio se encuentra ya en el campo de Lauden, cerca de Ceuta. Y, al día siguiente, al frente de sus tabores, interviene en las primeras operaciones contra las tribus del Raisuni. Se han registrado cambios en el alto mando: el general Marina vuelve a la escena y reemplaza, como alto comisario, al general Alfau. Ello es consecuencia de las importantes mutaciones que han afectado al gobierno español, ya en las vísperas de la Primera Guerra Mundial. El jefe del partido liberal-conservador, Eduardo Dato, ha asumido la presidencia del gobierno. Se ha iniciado una nueva luna de miel entre Francia y España. Alfonso XIII parece dispuesto a concertar una alianza con el país vecino. El viaje oficial del presidente Poincaré a España ha puesto de manifiesto la concordancia de los puntos de vista de ambos países, tanto en lo concerniente a la política general como en la cuestión de Marruecos. Este hombrecillo de ancha frente, con bigote y perilla, que estrecha la mano del alcalde de Toledo, en presencia del rey de España apoyado en su espada, será el primero y el último presidente de la República francesa que visitará el Alcázar. Cincuenta y siete años más tarde, el general De Gaulle, a título privado y no como jefe de Estado, lo visitará también.

En este otoño de 1913, reina en Marruecos una gran satisfacción por la reanudación de la amistad francoespañola. Por el contrario, este acercamiento ha irritado a Alemania, que intensificará sus entregas de armas al sultán de la Montaña. Pero éste vacila todavía sobre el empleo que debe darles. ¿Las utilizará contra los españoles o se batirá junto a ellos?

Una bala perdida. Una bala en el vientre

Una «estampa d’Épinal» ha sido muy difundida en las publicaciones españolas destinadas a la juventud. En esta imagen se ve, sentado sobre un cerro, al teniente Franco, con su gorro de zuavo y su chilaba echada hacia atrás, en el momento en que una bala le rompe el vaso que él se disponía a llenar de café. Franco no ha sido tocado. Se levanta y, blandiendo su termo, grita al adversario: «Veamos si ahora apuntáis mejor».

Lo que sí puede asegurarse es que Franco, desde su llegada a la zona de Tetuán, se batió como un león. Desafiaba el peligro y, como El Mizzián, se creía invulnerable. Era muy duro en materia de disciplina, pero como siempre iba a la cabeza, sus hombres le obedecían sin rechistar, tanto más cuanto que no los exponía inútilmente.

Franco se había iniciado rápidamente en la táctica del adversario, que consistía en no disponer en línea a sus tiradores, sino en dispersarlos en grupitos de tres o cuatro hombres apostados cada cien metros. Así, el fuego a ráfagas, o ininterrumpido, difícilmente podía resultar eficaz contra un enemigo muy diseminado sobre una vasta extensión de terreno.

La lucha contra los rifeños adquirió la forma de unos singulares duelos: cada tirador debía escoger un único y particular blanco y apuntar bien. «Todos los combates tienen períodos de calma: hay momentos en que el silbo de las balas semeja al huracán, y otros en que sólo algún que otro disparo suena; estos instantes hay que aprovecharlos con la rapidez del rayo para mejorar de situación topográfica, para avanzar, para moverse en el sentido que la operación exija; pero nunca, de ningún modo, bajo ningún pretexto y con ningún motivo, se debe ir más allá del objetivo para no tener que retroceder[4]».

1914… Mientras van tomando cuerpo las amenazas de guerra entre las potencias occidentales, España se prepara para aplicar su política de «neutralidad estática». Comienza ya a armarse de tacto y de paciencia, a la vista de los años difíciles que prevé. En Tetuán se siguen con interés las noticias sobre la situación internacional y también, naturalmente, las de España. En marzo, las elecciones generales dan la mayoría al gobierno Dato. Pero un viento de reformismo se ha levantado entre la juventud intelectual. Ésta tiene un portavoz: José Ortega y Gasset, que acaba de entrar en la treintena. Y sólo un poco mayores que él son los intelectuales que se han agrupado en la Liga de educación política española: Salvador de Madariaga, Américo Castro, Manuel Azaña y Ramón Pérez de Ayala. Varios de ellos, impulsados por Ramiro de Maeztu, que les lleva algunos años, fundarán la revista «España». Todos ellos tenderán, más cada vez, hacia el ideal republicano y el antimilitarismo. Pero su mensaje tiene pocas posibilidades de penetrar en los círculos militares de Tetuán. Allí se presta mayor atención a la entrevista en Madrid, ese mismo mes de marzo, del alto comisario español, el general Marina, con el residente general de Francia en Marruecos, el general Lyautey. Entrevista que tiene por objeto la coordinación de las operaciones militares de España y de Francia, en sus respectivas zonas.

La pequeña historia va a mezclarse con la gran historia. Mientras la «gran guerra» se acerca, la «pequeña guerra» continúa en Marruecos. En abril, Franco recibe una nueva cruz del Mérito militar. En mayo, nada que señalar sobre el frente del Rif. En junio, el archiduque austríaco Fernando es asesinado por un estudiante servio. En julio, las huestes del Raisuni ocupan la carretera de Ceuta a Tetuán, y Jaurès es asesinado en París. En agosto, Alemania declara la guerra a Francia, y Romanones, antiguo jefe del gobierno español, publica en su periódico, el Diario Universal, un artículo resonante: «Las neutralidades que matan». Pero España permanecerá neutral, y Alfonso XIII —en difícil postura entre su mujer inglesa y su madre austríaca— optará por ayudar a los prisioneros de los dos bandos beligerantes.

¿Qué va a suceder en Marruecos? Lyautey ha suspendido la penetración hacia el sur y el gran Atlas y consolidado las posiciones francesas en la fértil región del centro y del norte del protectorado francés, siguiendo el eje Casablanca-Rabat-Fez-Oujda. Y mantiene a raya, al norte de Marrakech, a las cabilas rebeldes. Al mismo tiempo, escoge entre las fuerzas de su ejército cierto número de tropas, la mayoría marroquíes, y las envía al frente francés. Las que conserva bajo su mando le son suficientes para acabar la ocupación de Marruecos, mediante el sometimiento del Atlas medio, que separa las posesiones francesas de la cuenca atlántica de las de la cuenca mediterránea.

Para la ejecución de su plan, a la vez audaz y limitado, Francia necesita la neutralidad amistosa de España, y la obtiene. Durante toda la guerra, ambos protectorados mantienen buenas relaciones. El enemigo está en Tánger. Disfrazados de turistas, los espías alemanes afluyen a la ciudad provistos de grandes medios. Sus objetivos son claros: envenenar las relaciones francoespañolas, sobornar a los caídes y armarlos contra Francia. Pero, en septiembre, el general Joffre vence en la gran batalla del Marne y obliga a los alemanes a retroceder.

En octubre, Franco, con su sección de regulares, toma al asalto las alturas de Izarduy. En noviembre, la flota inglesa emprende su ofensiva naval contra Alemania. En diciembre, se concede a Franco algunos días de descanso en Tetuán. Es la tercera Navidad que pasa en la capital del protectorado. Pero no se queja.

Con sus casas blancas, sus jardines generosamente regados —su nombre deriva del vocablo bereber «tittawn», que significa fuentes— y su decorado montañoso, Tetuán se asemeja a una ciudad andaluza. La medina (la parte árabe de la ciudad), dominada por una alcazaba del siglo XII y por los minaretes de diecisiete mezquitas, está rodeada por gruesos muros. Antaño nido de corsarios, destruida por los españoles y reconstruida por los musulmanes expulsados de Granada, Tetuán tiene su historia. Pero, ante todo, es un verdadero oasis para los combatientes del Rif. ¡Qué grato resulta, tras haber vivido en una tienda de campaña largos meses, volver a las comidas habituales y acostarse sobre sábanas limpias! Menos agradable, quizá, cuando se ha perdido ya el hábito, es readaptarse a lo que se acostumbra en la mesa de los oficiales. Desde su estancia en la Academia de Toledo, Franco ha guardado un mal recuerdo de las bromas pesadas y, todavía más, de las inevitables novatadas. Pero cuando tienen por autor a un superior jerárquico, hay que saber soportarlas. Un día en que Franco se encuentra, en compañía de sus camaradas, sentado a la mesa, descubre una mosca en el fondo del vaso que se disponía a llevar a los labios, y llama a un ordenanza, para que le traiga un vaso limpio. Pero el oficial más antiguo, que preside la mesa, brinda rápidamente con Franco, antes de que a éste se le cambie el vaso, exclamando maliciosamente: «¡Mosca: cierra las alas! Vas a hacer un viaje.»[5]

El año 1915 será, para Franco, incierto y penoso. Ninguna acción de armas espectacular. Sólo asaltos, casi cotidianos, para socorrer posiciones amenazadas, despejar las rutas o proteger puestos. Todo ello rutinario, y también mortífero. El número de víctimas es muy elevado entre los oficiales de los tabores de Melilla: treinta y cinco de un total de cuarenta y dos.

El 15 de marzo, Franco es ascendido a capitán. El más joven capitán del Ejército español, ya que sólo tiene veintidós años y tres meses. Recibe, además, su tercera cruz al Mérito militar, con distintivo rojo. Se producen importantes cambios en el alto mando militar. En Larache, el general Villalba reemplaza al general Silvestre, y el general Francisco Gómez Jordana sucede, como alto comisario y general en jefe, al general Marina.

Decidido a jugar el papel de pacificador, el general Jordana opta por tratar con el Raisuni. Más vale tenerlo como aliado que como enemigo. Y el pachá es el gran beneficiario de esta nueva situación. Con la mano derecha recibe los subsidios de los espías alemanes, y con la izquierda los de los españoles. Pero a los primeros les da sólo, a cambio, promesas, mientras con los españoles —al menos por el momento— juega limpio. Así, seguro de la fidelidad de sus harcas y del prestigio de que goza entre las cabilas que ocupan la región occidental del Rif, juega con bastante habilidad su papel de intermediario. Convoca y preside comités secretos que ponen en presencia a sus amigos de la Montaña y a los generales españoles. Dentro de un clima cortés, y al término de larguísimas peroraciones, se conciertan compromisos recíprocos, la mayoría de los cuales serán respetados… al menos durante algunos meses. Hasta abril de 1916, la paz reinará, pues, en el interior del triángulo Tánger-Tetuán-Larache.

Para el mundo entero, el año 1916 será el de Verdun. La asunción del mando de las operaciones militares por parte del general Pétain es bien acogida por España, que, pese al cambio de gobierno —Dato ha sido derribado el 8 de diciembre de 1915 y reemplazado por Romanones, aparentemente curado ya de su intervencionismo—, continúa firme en su neutralidad. Pero Alemania atenta gravemente contra esta actitud al torpedear, en aguas inglesas, los barcos mercantes «Isidoro» y «Peña Castillo», lo que provoca la cólera del pueblo español. Poco tiempo después, el submarino alemán U 35 emerge en aguas de Cartagena. En ambos casos, la diplomacia española reacciona cerca del gobierno de Berlín, aunque sin demasiado ruido. En cuanto a la opinión española, se halla dividida en sus preferencias. Si el clero, una parte de los monárquicos y todos los callistas son más bien partidarios de los Imperios centrales, los liberales y los republicanos lo son de la Entente. Por su parte, los militares, durante tanto tiempo admiradores del ejército prusiano, se muestran ahora impresionados por la contraofensiva de los Hauts de Meuse. ¡Cuántos, entre los jóvenes oficiales españoles de ese tiempo, cuando vivirán, veinte años más tarde, el sitio del Alcázar toledano, recordarán el del fuerte de Vaux!

También los intelectuales simpatizan con la causa francesa. Unamuno, por ejemplo, que, aunque impregnado de filosofía alemana, no ha perdonado al Kaiser la violación de Bélgica. En el mes de mayo, una delegación de intelectuales franceses, presidida por Henri Bergson, se reúne, en Madrid, con sus colegas españoles, entre ellos Menéndez Pidal, Altamira y Manuel Azaña, secretario del Ateneo madrileño, que no oculta su admiración hacia el ejército francés que lucha en el frente de Verdun. Cinco meses después, los intelectuales españoles devolverán su visita a los franceses.

En Marruecos, españoles y franceses colaboran lealmente. Jordana ha hecho una visita oficial a Lyautey. Pero el espionaje alemán no desarma. Por eso, Jordana decide concentrar su esfuerzo sobre la periferia de la zona internacional de Tánger. Una grave amenaza subsiste en la región de Anyera, al norte del protectorado español y equidistante de Tánger y Ceuta. La tribu de Anyera —quizá, juntamente con la de los Urriaguel, la tribu más valerosa de Marruecos— amenazaba la seguridad de Ceuta, y quienquiera que pusiese el pie en esta ciudad podría controlar el estrecho de Gibraltar, posición clave para los Aliados. Por ello, la alianza de Jordana y el Raisuni, contra las tribus de Anyera, es solemnemente celebrada, el 20 de mayo, en el curso de una gran fiesta que tuvo lugar muy cerca del Fondak de Ain Yedida, albergue para viajeros situado entre Tetuán y Tánger y clave estratégica de toda la región. Allí mismo, al pie de una encina, O’Donnell y el emir Muley el Abbas firmaron, el 25 de marzo de 1860, el armisticio. Jordana y el Raisuni se miran y sonríen. Los estandartes verdes y la bandera rojigualda flamean al viento de la tarde. Pero en esta ocasión no se trata de poner fin a una lucha, sino de aliarse para comenzar otra.

En la mañana del 29 de junio, tres columnas españolas convergen hacia Anyera. Al sudoeste, la columna del general Barrera, procedente de Larache, se dirige hacia el límite de la zona internacional, en Melusa. Al sur, la columna del general Ayala apoya la penetración del Raisuni hasta Zoco el Gemis. La tercera columna, partida de Ceuta y mandada por el coronel Génova, marcha hacia la posición avanzada de Cudia Federico, de la que se apoderará. El objetivo es la colina de Biutz, tenazmente defendida por los rebeldes. Al frente de la columna marcha la compañía número uno. La empresa es difícil porque el tiroteo, preciso y metódico, de los rifeños, bien protegidos tras las crestas de la colina, diezma la vanguardia de la Caballería al mando de Muñoz Güi y de la primera compañía. Franco, que manda la tercera compañía, reúne los elementos disponibles y se pone al frente de la columna. Es el único oficial todavía indemne, ya que los demás han sido alcanzados más o menos gravemente. Muy próximo a Franco, un soldado del tabor, rodilla en tierra, hace fuego. Una bala enemiga lo derriba y su mano suelta el fusil. Franco lo recoge y, como un simple soldado, apunta y dispara. El enemigo lo ha reconocido y le dirige un fuego nutrido. Pero el capitán Franco no se inquieta. Como El Mizzián, él también se cree invulnerable. Súbitamente, recibe una bala en el vientre y se desploma. Un regular lo incorpora.

Pese a la intensidad del dolor —no hay heridas más dolorosas que las del abdomen— ya que le falta el aliento, Franco quiere continuar dirigiendo el combate. Trata de ponerse en pie, pero vuelve a desplomarse. Tumbado en tierra, sin poder hablar y sin fuerzas, dirige mediante gestos. Pero finalmente, vencido por el dolor, se deja evacuar, sobre una camilla, hasta la ambulancia de Cudia Federico. ¡Aunque no sin antes confesarse! Se llama al capellán, que no anda lejos, porque se encuentra siempre entre los combatientes de primera línea, para asistirlos o, si éste es el caso, administrarles los últimos sacramentos. Pero ¿dónde encontrar un confesionario? ¡Ya está! Un mulo especialmente aparejado para el transporte de los heridos. Se instala, lo mejor posible, a Franco sobre uno de los dos asientos de las artolas, mientras un regular ocupa el otro, para hacer contrapeso. Como el regular en cuestión no entiende el español, el secreto de confesión será, pues, salvaguardado y el soldado indígena ignorará los pecados de su capitán. Tras la absolución, el cortejo se pone en marcha. Franco es transportado por hombres a pie, ya que no habría soportado el traqueteo a lomos del mulo. El trayecto en camilla es duro para el herido, ya que debe hacerse penosamente por caminos escabrosos. A su llegada al campamento, lo primero que hace Franco es entregar al oficial más antiguo la suma de veinte mil pesetas, que, en su calidad de tesorero de la compañía, tenía en su poder, y que estaba destinada al pago de las tropas. Esa misma noche, los suboficiales y los soldados cobrarían sus sueldos.

***

«¿No le parece milagroso, doctor, que el general Franco, a la sazón capitán, haya sobrevivido a su herida en el Biutz? Usted, tengo entendido, ha sido su médico durante cerca de cuarenta años…

—No hay milagros en medicina. Y, por otra parte, no hay tampoco medicina, sino médicos. En mi familia, lo hemos venido siendo todos, de padres a hijos, y casi de madres a hijas, ya que mi propia hermana lo es y nosotros descendemos de un sangrador, uno de esos barberos de la tradición española que iban, de casa en casa, con una lanceta y una bacía. Mi padre era el médico de la familia Polo, la de la esposa del general. Yo lo he sido del propio general. Estoy en constante contacto con él. Lo acompaño a la caza y a la pesca. También jugaba con él al tenis, hasta 1950, en que le aconsejé que lo dejara, por precaución de orden cardíaco. Sólo en la equitación no le he seguido, porque me horrorizan los caballos. Todos los días, a las cuatro en punto de la tarde, me persono en el Pardo.

—¿En visita médica?

—Sí; el general es mi “cliente” permanente… y único. Porque no tengo clientela particular.

—Y, como médico del general, ¿lo es usted “a tiempo completo”?

—Si quiere expresarlo así… Por lo demás, hablamos poco de su salud. A menudo, lo acompaño a jugar al golf.

—¿Le habla él de política?

—Jamás.

—¿Entonces, de qué hablan ustedes?

—De todo. El general es, a la vez, un “introvertido” y un hablador… con una buena dosis de socarronería. En cuanto a su salud, es de hierro. Tiene la complexión de un campesino… Todo eso que se cuenta sobre sus pretendidas dolencias son tonterías.

—Volviendo a su herida en el Rif…

—Tuvo mucha suerte. Se ha conservado la radiografía que se le hizo en Ceuta. El proyectil no alcanzó ningún órgano esencial. Tras penetrar en el abdomen, la bala prosiguió su trayectoria, sin tocar ninguna parte vital. Además, se produjo un fenómeno natural. Su respiración jadeante, apresurada, debido a la fatiga y al sufrimiento, comprimió su diafragma y evitó la hemorragia. Éste sería su primer accidente. El segundo se produciría la víspera de la Navidad de 1961. Cazando, su escopeta le estalló en la mano izquierda. En este caso, también salió bien librado… Yo sólo le he visto guardar cama tres veces y por molestias sin gravedad alguna.»[6]

***

Franco recibió los primeros cuidados en la ambulancia de Cudia Federico, desde la que sería trasladado, el 15 de julio, al hospital Docker de Ceuta. El 12 de agosto, partió, con permiso por convalecencia, para El Ferrol. Entretanto, las colinas de Biutz fueron ocupadas por los regulares de Franco, tras sangriento cuerpo a cuerpo. Más tarde, se erigiría un obelisco en este paraje montaraz excavado por barrancos y plantado de enebros y de cactos, y desde el cual se divisa, en lontananza, la costa andaluza. Durante mucho tiempo se celebraría allí, anualmente, una misa. Es el lugar en que Franco recibió la primera y la única herida en toda su vida militar.

Entrevistado el 29 de mayo de 1928, por el semanario «Estampa», Franco recordará este episodio de su carrera: «Por cierto que el famoso moro El Ducali me recogió en sus brazos, mientras mis soldados moros se lanzaban, unos a la bayoneta contra el enemigo, y otros me rodeaban para evitar que fuese herido nuevamente por el fuego nutridísimo. De aquel día conservo esta escara, perteneciente al caíd rebelde, un moro corpulento, de barba venerable, vestido con magnífica chilaba blanca y azul, que al ser muerto por mis Regulares se la arrancaron.»[7] Y muestra una cartera de pieles policromadas, rara joya de los expertos guarnicioneros marroquíes.

Franco es valiente. Acaba de demostrarlo y quiere que se le reconozca. Ya titular, por su conducta, de tres sucesivas cruces al Mérito militar, recibe ahora, en recompensa a su hazaña en Biutz y a su herida en combate, la cruz de María Cristina. Pero ambiciona una condecoración todavía más prestigiosa, la cruz laureada de San Fernando, que se otorga para premiar hechos de ejemplar heroísmo. A Franco le es denegada. El reglamento de la Orden es muy estricto, y eso es justamente lo que hace tan preciada la condecoración. El 15 de junio de 1918, el ministro de la Guerra escribirá al comandante en jefe del ejército de África: «Por brillante que haya sido el comportamiento del capitán Franco en la ocupación de Biutz, no cumple los requisitos fijados por la ley institucional».

Franco la obtendrá veinte años más tarde. En realidad, más todavía que las condecoraciones le interesan los ascensos. Desea ser comandante. Así, haciendo caso omiso de la vía jerárquica, tiene la audacia de escribir directamente al rey para proponerle cambiar su cruz de María Cristina por el grado de comandante. ¡Trocar una medalla por un ascenso! Franco ha acompañado a su petición una detallada ficha de sus servicios. Nada ha olvidado. Alfonso XIII toma conocimiento de ellos. E impresionado por los hechos de armas del joven capitán, e ignorando deliberadamente la grave incorrección del procedimiento utilizado, accede a la demanda. Franco es nombrado comandante con carácter retroactivo, es decir, con antigüedad del 29 de junio de 1916, el día en que fue herido. ¡Comandante a sus veintitrés años y medio! El más joven, como lo fuera también como capitán, del ejército español. Ha alcanzado ya, en el escalafón, a sus mayores: como Mola, recientemente ascendido también a comandante, y no está ya tan lejos de un Sanjurjo, que es ahora coronel. Esta estrella de ocho puntas, que Franco hace bordar sobre las bocamangas de su guerrera, simboliza su buena estrella, esa buena estrella que no lo abandonará nunca.

Un cálido verano en Asturias

No habiendo en Marruecos un puesto para su nuevo grado de comandante, Franco regresa a la península, tras haber estado al mando, durante algún tiempo —al volver de su convalecencia—, de la compañía número 3 del tercer tabor de regulares, de Tetuán. En total, habrá permanecido en Marruecos cinco años, contados casi día por día. El 4 de marzo de 1917, es destinado al regimiento número 1 del Príncipe, de guarnición en Oviedo.

Oviedo no está lejos de El Ferrol. Las dos ciudades están separadas por los montes cantábricos, que encierran entre ellos y el mar una plataforma verdeante. Confinada entre el mar y las montañas, la actual provincia de Oviedo fue, durante la ocupación árabe, el único reino cristiano independiente y Oviedo su primera capital. A fines del siglo XIV las Asturias se convertirían en principado. Por eso, desde hace seis siglos y en homenaje a la provincia madre, la única provincia española que no fue nunca hollada por ocupante alguno, el primogénito de los infantes ostenta el título de príncipe de Asturias. En recuerdo de Pelayo, el rey godo que, hace más de mil años, atrincherado, con los suyos, en las cuevas de Covadonga, venció en las gargantas de Deva a las tropas del emir de Córdoba enviadas para desalojarlo de su refugio. Y que, tras la derrota de Covadonga, desistieron de su propósito.

El comandante Franco no se incorporó inmediatamente a su nuevo puesto, en Oviedo. Entre su partida de Ceuta y su nueva instalación, Franco terminó, en El Ferrol, su convalecencia; en el curso de ésta realizó varias visitas a Madrid, de carácter médico. El 20 de abril, los médicos militares lo dan de «alta para reemprender el servicio», y el 31 de mayo se presenta en el regimiento del Príncipe y recibe el mando del tercer batallón.

El regreso de Franco a la metrópoli coincide con acontecimientos de trascendencia mundial que tendrán su repercusión en España. Franco desembarca en Algeciras algunos días antes de la abdicación del zar, como consecuencia de la revolución rusa de febrero de 1917. En ese mismo tiempo, Alemania amenaza con el bloqueo a la península ibérica. Romanones contesta en términos corteses pero firmes, lo que provoca una violenta campaña de prensa por parte de los elementos germanófilos. Romanones dimite en beneficio de García Prieto, marqués de Alhucemas y jefe del partido demócrata. España se encuentra entonces en una situación curiosa y contradictoria. En razón de su neutralidad, se ha convertido en una de las mayores beneficiarías de la Gran Guerra. Sus fábricas, aun trabajando las veinticuatro horas del día, no dan abasto a los pedidos de los beligerantes, obligados a importar a cualquier precio, aunque ello sea en detrimento de sus exportaciones. Y España recupera, así, algunos de sus mercados, especialmente en América latina. Jamás habían conocido tal florecimiento sus fábricas de tejidos, de cuero, de conservas y de productos químicos. Por su parte, la industria siderúrgica vive una expansión sin precedentes. Un auténtico río de oro afluye a España, lo que se traduce, para beneficio de las sociedades capitalistas, en los dividendos más altos del siglo.

Pero este «boom» económico originará, un tanto paradójicamente, una situación revolucionaria. El proletariado, aparentemente aletargado hasta ese momento, toma conciencia de su explotación por los patronos. Los salarios, aun aumentados en un 50%, no pueden mantener paridad con el incremento vertiginoso del coste de la vida. Ciertamente, las reservas de oro crecen y la deuda pública se enjuga. Pero el mercado negro destruye el equilibrio de los precios. Porque la burguesía, embriagada por esta prosperidad ficticia, no sueña más que en sacar el máximo provecho de ella. Sobre todo en la industriosa Cataluña, cuyos dirigentes, buenos negociantes pero deficientes economistas, incapaces de mejorar las técnicas de producción y de constituir «stocks», prefieren, más que mantener el dominio del mercado, entregarse, sin comedimiento alguno, a la especulación. Y con ella ganan, ciertamente, fortunas, pero pierden la confianza del pueblo.

En Rusia, el socialista moderado Kerenski ha formado un gabinete provisional con representantes de la Duma y de los soviets. Pero, de súbito, vuelto —en un vagón sellado con plomos— de su exilio en Suiza, Lenin denuncia la alianza socialista-burguesa y propone a los soviets la total conquista del poder por la fuerza. Se comprende que los acontecimientos de Petrogrado sensibilicen más al proletariado que la simultánea entrada de los Estados Unidos en la guerra, pese a ser la mejor garantía de la victoria aliada.

Desde hacía un año, los autonomistas, los republicanos, los movimientos obreros y los intelectuales habían hecho causa común. La Confederación Nacional del Trabajo y la Unión General de los Trabajadores (la C.N.T. y la U.G.T. para designarlas por sus siglas) han concluido una alianza para emprender la «guerra de las subsistencias». Las dos centrales sindicales anuncian que, si el nivel de vida de las masas no es mejorado, declararán la huelga general.

Pero no es sólo el pueblo el que manifiesta su descontento contra el gobierno. También el ejército está irritado por la inestabilidad del poder, los ataques de que sus jefes son objeto por parte de la extrema izquierda y de los separatistas, el escándalo de ciertas promociones debidas tan sólo al favoritismo, e igualmente por el hecho de que se le impute injustamente los reveses de Marruecos. Y, sobre todo, porque no se le tiene en consideración. Por todo eso, el ejército asume enérgicamente la dirección de los comités que él mismo había instituido, en enero de 1912, para restablecer la pureza y el prestigio de la profesión militar. Se trataba de unas llamadas Juntas de defensa. A partir de ese momento se van extendiendo, poco a poco, a todas las armas y a todos los cuerpos de tropa, se federan y tratan de convertirse en una confederación.

El 1 de junio, la Junta de defensa del arma de infantería, de Barcelona, presenta un ultimátum al gobierno y le concede doce horas para aceptar sus proyectos de «regeneración de España». El coronel Benito Márquez, que se ha puesto al frente del movimiento, lanza sus proclamas y solicita el concurso de las organizaciones sindicales. La bufonada se mezcla con el desorden. ¡Con decir que uno de los turiferarios de Márquez le propone ceñir la corona de España, bajo el nombre de Benito I! El coronel toma la cosa en serio. Se le desengaña. Pero el movimiento está ya en marcha y se extiende a los funcionarios civiles. Así, se ven nacer rápidamente juntas de defensa en el seno de los ministerios de Correos, Hacienda y Justicia, en la Policía e incluso en la Universidad. «Aquel confuso movimiento burocratizante, sindicaloide, envidioso, particularista, contradictorio y, lo que es más asombroso, patriótico, lleva un hábil camuflaje —sincero además— de regeneracionismo y no provoca, como algunos esperaban, la indignación pública.»[8]

Entretanto, el asunto de las Juntas de defensa desencadena la ofensiva de la oposición parlamentaria. Un cierto número de diputados y de senadores, de diversas tendencias, exigen al gobierno la convocatoria de las Cortes, para establecer una nueva constitución. Haciendo caso omiso de la negativa gubernamental, convocan una asamblea parlamentaria, en Barcelona, en la que brillarían algunas personalidades poderosas: Francisco Cambó, líder de la derecha regionalista catalana; Alejandro Lerroux, el viejo profeta de los «Jóvenes bárbaros» —los izquierdistas de la época—, conocido por el sobrenombre de «emperador del Paralelo» (el «barrio chino» de Barcelona, célebre por sus garitos y sus lupanares, que Lerroux frecuentara en su juventud, vestido de rojo y escoltado por picaros) y, al presente, jefe de los republicanos radicales; Melquíades Álvarez, jefe del partido reformista; Pablo Iglesias, el líder socialista.

En un principio, autonomistas, reformistas y republicanos marcharon juntos. Pero, pronto, los extremistas, de izquierda y de derecha, entraron en liza y falsearon el juego. ¿Don Carlos o los soviets? La izquierda rechaza esta alternativa y torna a sus querellas doctrinales. En resumen, la república socialista no verá la luz, pero el ataque de los partidos izquierdistas, incluso dispersos, asestará un golpe muy rudo al gobierno. García Prieto transfiere el poder a Dato, que vuelve a ser, como en octubre de 1913, «la única solución».

Pero ¿cómo conciliar las tres tendencias inconciliables que la creación de las Juntas de defensa ha revelado? Por vez primera, la institución monárquica, como tal, es discutida y se habla de república. Los movimientos populares han estado a dos dedos de realizar su unidad. Pero el hecho más grave, porque anuncia un nuevo estado de espíritu y presagia futuras sublevaciones, es que el ejército, durante tanto tiempo despreocupado y hasta desdeñoso respecto a los problemas de Estado, sale de sus cuarteles y entra en la arena política. Ciertamente, los militares no llegan —al menos de un modo unánime— hasta pretender el poder, pero sí dan a entender que se creen capaces y capacitados para ejercerlo. Después de todo, ¿por qué no?

Durante un período muy breve —el de la ilusión—, la perspectiva de una renovación, por otras vías que las legales, de España e incluso de un cambio de régimen irá tomando cuerpo. Parece evidente que la unión de las Juntas de defensa, de la asamblea parlamentaria y de los sindicatos habría creado una situación difícil al gobierno y al rey. Habría sido digno de ver que, por vez primera, el parlamento, el cuartel y la fábrica se manifestasen de acuerdo. Pero esta imposible alianza no tendría lugar. El ejército no seguiría a las Juntas, y la burguesía acomodada y la clase dirigente permanecerían fieles a la monarquía. En cuanto a la Asamblea, demasiado heterogénea en su composición, no acertaría a inspirar confianza a los movimientos obreros. Diputados y senadores se limitaron, pues, a votar una resolución que exigía reformas y… se dejaron detener por los guardias civiles, para ser, casi inmediatamente, puestos en libertad.

Encontrando, así, el campo libre ante ellas, fueron las grandes centrales sindicales, la U.G.T. y la C.N.T., las que recuperarían la iniciativa del combate. ¿Con qué arma? La huelga. Ésta era legal desde el decreto real del 27 de abril de 1909. Y no iba a ser la primera, pero sí la más dura. Se inició con las reivindicaciones de los ferroviarios, a los que seguirían los tranviarios, los empleados de correos y los mineros. En señal de solidaridad, los obreros de todas las empresas suspenden el trabajo. El 13 de agosto, la U.G.T. y la C.N.T. lanzan sus consignas y la huelga general es una realidad en toda España.

Los habitantes de Oviedo conocen ya bien al oficial que por su esbeltez, su aspecto extremadamente juvenil y su pequeña estatura, ha recibido el sobrenombre —muy a la asturiana— de «comandantín». Franco vive en un hotel. Con resignación mantenida por la esperanza de un próximo retorno a Marruecos, lleva la monótona existencia de los oficiales de guarnición. «Invariablemente, durante las primeras horas de la tarde, deja el hotel de la calle de Uría, en el que vive, y efectúa su paseo a caballo. Las gentes vuelven la cabeza, para ver pasar al “comandantín”, tan serio, tan altivo y tan joven. “¡Pero si es un niño!”. En efecto, es el comandante más joven del ejército español. Cuando entra en el comedor, se produce un siseo admirativo y los huéspedes murmuran su nombre.»[9]

Entre los huéspedes del hotel París, un joven estudiante lo mira fijamente, con un cierto sentimiento de envidia. Este estudiante se llama Joaquín Arrarás Iribarren, a la sazón aprendiz de periodista, uno de los futuros biógrafos de Franco.

***

—«Dígame, señor Arrarás, ¿se sintió usted muy impresionado por la figura del comandantín?

—Sí; pero entonces yo era joven y tímido, y no me atrevía a abordarlo. Comencé a escribir su biografía sin haber hablado nunca con él. Lo encontré, por vez primera, en 1933, en casa del hermano del director del diario de inspiración jesuita, El Debate, uno de los periódicos que prohibió Azaña, por considerarlo demasiado clerical. Estaba también allí Gil Robles, que, con Herrera, era uno de los líderes de “Acción Popular”, movimiento demócrata cristiano que trataba de conquistar una clientela masiva. Visité a Franco varias veces, en el curso de la guerra civil, en Burgos y en Salamanca. En esta última ciudad, le presenté el manuscrito de mi libro, todavía por terminar. Él lo examinó someramente y, como necesitaba informaciones suplementarias, me dijo: “Vea a mi primo Salgado, a Serrano Súñer y, sobre todo, al teniente coronel Aparicio; él sabe todo cuanto me concierne”. Vi a Aparicio, que estaba a punto de partir para el frente. “Nos veremos a mi vuelta”, me dijo. No volvería nunca, porque fue muerto en Toledo. ¡Yo no conocería ya, jamás, los secretos de Franco! Hace cinco años que le vi por última vez. Estuvimos reunidos una hora y diez minutos. Él habló casi todo el tiempo.

—¿De qué? —De cosas ya viejas.»[10]

***

«Señor Maldonado, usted es el presidente de la República española en el exilio. Usted es asturiano y se encontraba en Oviedo, en la época en que Franco residió allí. ¿Lo conoció usted? ¿Habló con él?

—Yo estaba inscrito en la facultad de Derecho. Naturalmente, conocía a Franco de nombre, porque sus proezas en Marruecos lo habían hecho famoso y, más todavía, en una pequeña ciudad de provincia. Oviedo tenía entonces unos cincuenta o sesenta mil habitantes. Y todo el mundo frecuentaba las mismas calles, los mismos lugares, los mismos cafés.

—¿Mantuvo relaciones personales con él?

—En absoluto. Yo era mucho más joven que él. ¿Qué podía haber de común entre un oscuro estudiante como yo y un comandante ya célebre? Pero tuve ocasión de verlo frecuentemente. Siempre orgulloso y distante.»[11]

***

¿En qué empleaba Franco su tiempo? Como su servicio le dejaba horas libres, las ocupaba, ante todo, en mantenerse al corriente de la situación política. Por su mente no había pasado todavía la idea de adherirse a las Juntas, constituidas, en una gran parte, por oficiales metropolitanos. Además, los «peninsulares» y los «africanos» no se entendían bien, ya que los primeros reprochaban a los segundos sus ascensos demasiado rápidos y en detrimento de los suyos. En cuanto a los «africanos», alejados, durante largos períodos, de la metrópoli y con su pensamiento puesto en los duros combates, se interesaban poco por la política. Algunos incluso la despreciaban. Y la mayoría pensaba que no era asunto suyo. Por su parte, Franco seguía con atención las noticias y guardaba para sí sus reflexiones. Se esforzaba, particularmente, en perfeccionar sus conocimientos militares, mediante la lectura de obras especializadas y también por la práctica.

Pronto, sus superiores le confían la inspección de las escuelas regimentales y la instrucción de los oficiales de reserva, lo que le permite entrar en relación con la aristocracia y la alta burguesía asturianas. Tiene entonces ocasión, aun siendo, más bien, poco mundano, de recibir y aceptar algunas invitaciones. Además, las ermitas y las capillas aisladas abundan en Asturias y dan ocasión a buen número de peregrinaciones. Franco, aunque católico bastante tibio, gusta de estas fiestas rústicas, amenizadas con comidas campestres y danzas populares. El brillo colorido de los atavíos y el redoble de los tamboriles le recuerdan las fiestas de su propio terruño. El encuentro, en una de estas romerías, con Carmen Polo decidirá, para siempre, el destino de su corazón. Diez años más tarde, el periodista Mora entrevistará al matrimonio Franco, con respecto a este encuentro:

«—Cuéntenme cómo se conocieron.

—Pues… muy vulgarmente. Yo había salido del colegio de las Salesas, donde me educaba, para pasar las vacaciones del verano, y en una romería le conocí. La verdad, me fue muy simpático —dice un poquito ruborizada—, y como él parecía interesarse por mí con preferencia de todas las otras, y… yo no había tenido todavía novio…

—Sí, el flechazo…

—Eso sería…; pero le advierto que en nuestro país se realizan multitud de matrimonios gracias a él.

—Estábamos por la romería…

—¡Oh, no, ya la habíamos pasado! Como todas las buenas, se fueron aquellas horas prontamente, y con ellas el verano también. Paco quería que fuésemos novios; pero yo pensaba que, siendo él militar, como había venido podría repentinamente marcharse. Y sobre esto, que ya era para mí meditación suficientemente importante, tenía diecisiete años recién cumpliditos y debía volver al colegio. Paco no se conformó con la solución y me escribió al colegio; pero las monjitas guardaron las cartas para entregarlas a mi familia y, naturalmente, no pude contestarle. Figúrese mi asombro y el de mis compañeras cuando una mañanita, en nuestra misa de las siete y media, vemos devotamente en la capilla al “comandantín”, como le nombraban todas las muchachas de Oviedo. No debieron desagradarle nuestros rezos y nuestros cánticos, pues su visita matinal a la capilla del colegio se repitió casi diariamente. Y hasta las monjas lo comentaron edificadas, pues Paco ya disfrutaba por entonces de su poquito de celebridad.

—¿Qué edad tenía en aquel tiempo, mi general?

—Veintitrés años, y acababa de regresar de África, donde, en Regulares de Tetuán, había ascendido a comandante por méritos de guerra.»[12]

Pero los dos esposos no lo contaron todo al periodista. Porque este retablo idílico tuvo también sus nubes. A imagen de unos nuevos Romeo y Julieta, Francisco y Carmen tropezaban con la oposición de los padres, al menos los de ella. Por la rama materna, los Martínez Valdés, Carmen pertenecía a una de las más antiguas familias del principado. En cuanto a la línea paterna —la de los Polo—, intelectuales y universitarios habían marcado siempre la pauta. Padres e hijos mantenían una tradición de liberalismo que no tuvo nunca en particular estima a los militares. Más concretamente, veían con malos ojos los asuntos de Marruecos. Por eso, a los Polo, celosos por asegurar un brillante porvenir a su hija, no gustaba la perspectiva de que Carmen se casase con un oficial sin fortuna y sin futuro. Escocedora lección para el amor propio de Francisco. ¿De qué le servían las distinciones del rey, la estrella que lucía en las bocamangas, las medallas prendidas en su guerrera y el ser el comandante más joven de todo el ejército español? En Melilla se le tenía por un héroe. En Oviedo no era más que un «militarote», un «arrastrasable», como los demás. E incluso, quizás, un cazadotes.

Franco se guarda muy bien de transparentar su despecho porque está sinceramente enamorado de esa muchacha alta, delgada y morena, de mirada lánguida. Sin desalentarse por la actitud de los padres de Carmen, Franco continuará, como un buen táctico, cortejando a su elegida. Durante su estancia en Oviedo, ambos jóvenes recurrirán a todas las estratagemas habituales de los enamorados. Ora una esquela amorosa penetra en casa de los Polo, oculta en la cinta del sombrero que un visitante cuelga, al entrar, en el perchero del vestíbulo, ora una carta depositada en el bolsillo de la prenda que Carmen deja colgada en una percha, cada domingo, cuando acompaña a sus padres al Gran Café, en la calle Uría, distracción ritual para la burguesía ovetense. Todo el mundo se aburre allí, pero hay que ir en familia, porque es el lugar de cita del Oviedo distinguido. Muchachitas con un gran lazo en los cabellos y mocitos con traje marinero degustan, muy seriecitos, sus helados. Los padres beben, a pequeños sorbos, una taza de chocolate o un vaso de insípida horchata. Se ven también señoras con mantilla y caballeros con su pesada capa forrada de rojo y sombrero de anchas alas. Los oficiales hacen crujir sus botas bien lustradas y se retuercen el bigote. El «comandantín» es uno de ellos. Se levanta discretamente, se aleja, por un momento, de su grupo, pasa ante el guardarropa y, con presteza y habilidad, sustrae la misiva. Estratagema ingenua que, sin duda, no pasa inadvertida, ni siquiera para los Polo. Pero, en definitiva, el amor de la pareja es sincero y recíproco y sus fines son irreprochables. Aunque los Martínez Valdés son ricos —el padre de Carmen había emigrado a América y vuelto de ella poseedor de una saneada fortuna—, Francisco no trata de hacer un matrimonio de conveniencia, sino de casarse con la elegida de su corazón. No es un interesado, y no lo será jamás.

***

«Señor Polo: usted es hermano de la señora Franco. Usted es asturiano. Usted vivía en Oviedo cuando el que es hoy su cuñado estaba allí de guarnición. Usted conoció bien, sin duda, al “comandantín”.

—Muy bien. Él cortejaba a mi hermana y yo fui testigo del idilio. Mi padre se oponía al casamiento, ¡pero no por antimilitarismo!, sino porque la vida de un militar es inestable.

—¿Habría preferido un yerno sedentario? ¡Llegó a serlo, más tarde! ¿Y cómo transcurrió, para usted, la guerra?

—Primeramente, como refugiado en la embajada de Cuba, precisamente en compañía de Cortina, el actual ministro de Asuntos Exteriores. Luego, fui autorizado a partir para el extranjero. Me trasladé a Alicante, embarqué para Marsella y me dirigí a San Juan de Luz. Desde allí, pude pasar a la zona nacionalista y presentarme en Salamanca. Nombrado teniente provisional, fui asesor jurídico con Martínez Fuset. Ahora asumo el secretariado particular del general Franco. Pero sólo me ocupo de los asuntos privados. No sé nada de los de carácter político. Mi cuñado no me habla jamás de ellos.

—¿Y su hermana, se ocupa de política?

—En absoluto.»[13]

***

Mientras sigue desarrollándose la inocente intriga amorosa de Francisco y Carmen, estallan graves acontecimientos en España, tras la proclamación de la huelga general. En Madrid, los huelguistas toman por asalto los tranvías e invaden las fábricas, mientras en las tiendas son bajadas sus persianas metálicas. Se producen duros enfrentamientos entre los obreros, de una parte, y los guardias de seguridad y la guardia civil, de la otra. El gobierno se asusta y, por telegramas dirigidos a las diferentes regiones militares, declara el estado de guerra en todo el territorio nacional. El comité central de huelga es detenido. En El Liberal del 16 de agosto puede leerse: «A primeras horas de la pasada noche, el agente de la brigada de investigación criminal, señor Jalón, y su adjunto, se presentaron en el cuarto piso de la casa número 12, en la calle del Desengaño, domicilio de un obrero tipógrafo apellidado Ortega. En una modesta pieza utilizada como comedor se encontraba preparada una mesa con siete cubiertos. Cuando los agentes hicieron acto de presencia, sólo dos personas estaban sentadas a ella. El señor Jalón manifestó su sorpresa ante este hecho y procedió a un registro total del piso. En el fondo de una alcoba y oculto bajo un colchón se encontraba el señor Largo Caballero. Tras el registro de las demás piezas, los señores Aguiano, Besteiro y Saborit, firmantes del manifiesto, fueron detenidos».

Encarcelados en la prisión de Cartagena, serían condenados, al igual que Largo Caballero, a cadena perpetua. Entre los organizadores de la huelga figuraba también Indalecio Prieto, antiguo tipógrafo, convertido en periodista, adversario del comunismo y representante, dentro del partido socialista, de la fracción oportunista, en oposición a la de los «intransigentes», agrupados en torno a Besteiro.

La represión sería implacable. Las tropas regulares vinieron en ayuda de la guardia civil y del cuerpo de seguridad. Intervendrían regimientos de infantería y escuadrones de caballería, que cargarían contra la multitud y dispararían sobre los huelguistas. Las cifras oficiales registraron catorce muertos en Madrid, treinta y siete en Barcelona y veintiséis en Bilbao. Setenta y siete en total, amén de centenares de detenidos. Así fue aplastada la huelga, que el gobierno había considerado como un «crimen de lesa patria». Paulatinamente, los obreros fueron reincorporándose al trabajo. Y volvió también la calma en todas partes. En todas partes, salvo en Asturias. «La Asturias de 1917 era la región española donde el proletariado militante gozaba de mejor organización sindical y política. Tal situación se debía a la capacidad encuadradora del sindicato de obreros mineros de Asturias, más conocido como sindicato minero, fundado con base en Mieres, en 1910, por el líder socialista Manuel Llaneza Zapico. Era también muy fuerte el sindicato ferroviario asturiano, integrado en la organización sindical de la Compañía del Norte, cuyo fundador y alma había sido otro asturiano tonante llamado Teodomiro Menéndez. Los socialistas de Asturias no eran extremistas; formaban una especie de ala laborista del socialismo español, colaboraban cuando era preciso con las organizaciones patronales, sentían auténticas preocupaciones culturales para sus gentes —habían creado, en colaboración con profesores progresistas, un estupendo plan de extensión universitaria durante la primera década del siglo— y mantenían buenas relaciones con políticos de la burguesía astur, sobre todo con el reformista Melquíades Álvarez. Pero obedecían a su partido con mentalidad asturiana, y cuando fueron a la huelga de agosto del 17 decidieron hacerlo en serio. Por eso, cuando la huelga fue ahogada en toda España, Asturias se mantuvo en pie de rebeldía durante unas semanas.»[14]

Rebelión pacífica, ésta es la verdad. Aunque los principales dirigentes fueron neutralizados sin resistencia, los obreros se niegan a reanudar el trabajo antes de haber obtenido satisfacción. Sus reivindicaciones concernían a sus salarios y a las condiciones de trabajo. Tranquilamente, negocian con los patronos. Pero, entretanto y en ejecución de las instrucciones gubernamentales, el ejército se prepara para una intervención. El comandante militar de Asturias, general Ricardo Burguete, ordena que los elementos de la guardia civil apostados en torno a las minas sean reforzados por destacamentos militares. Uno de ellos a las órdenes del comandante Franco. Su destacamento comprende una compañía del regimiento del Rey, una sección de ametralladoras del regimiento del Príncipe y una sección de la guardia civil. «El paso de la columna Franco será recordado después durante mucho tiempo. Sus hombres desalojan a los mineros como en una cacería organizada. Franco no siente escrúpulos. El desprecio por la vida de que él ha alardeado constantemente lo aplica ahora a la vida de los demás y tan fríamente como lo sintió por la suya. Además siempre ha disparado contra moros, siempre ha mandado sobre unidades voluntarias, está acostumbrado a ver morir con indiferencia, y así ordena tranquilamente disparar a estos soldados españoles —obreros también— contra los mineros que para él tienen las mismas características de los cabileños rebeldes del Raisuni.»[15]

¿Es cierto todo esto? Indudablemente, Franco ha recibido la formación de un «oficial colonial», pero no tiene nada del «bruto galoneado» que no conoce otra cosa que no sea el reglamento. Franco se ha instruido mucho, por propia iniciativa, no sólo sobre temas militares sino también sobre numerosos problemas de interés general. Tiene deseos de aprender y curiosidad por saber. Es un gran lector, que anota y retiene lo que lee. Cuando el periodista Mora preguntará a Carmen Polo cuál era el mayor defecto de su marido, responderá: «Ama demasiado a África y estudia libros que yo no entiendo». Nada de sorprendente en esta respuesta. Las damas de las Salesas educaban, sin duda, más que instruían. ¡Cuáles podrían ser los libros no prohibidos a una pensionista de diecisiete años! Pero Franco, desde su llegada a Oviedo ha estudiado, lo mismo que lo hiciera en sus primeros días en Marruecos, la situación local. Y en este tórrido mes de agosto de 1917, se plantea la cuestión: ¿por qué los mineros se sublevan y qué es lo que piden? «Me he preguntado lo que impulsaba a gentes, decentes y normales, a la huelga y a los actos de violencia y he visto, con mis propios ojos, las espantosas condiciones en que los patronos hacían trabajar a sus obreros. Profundizando en la cuestión, he comenzado a darme cuenta que, en este estado de cosas, no existía ninguna solución fácil. Me he puesto, pues, a leer libros sobre temas sociales y sobre teorías políticas y económicas, para encontrar alguna solución. Las que preconizan los socialistas no pueden más que desembocar en el caos y engendrar una situación peor que la que tenemos que esforzarnos en remediar.»[16] Esta última observación es reveladora. Por vez primera, y sin ambigüedad alguna, Franco se manifiesta como un decidido adversario de las doctrinas de izquierda.

El 16 de agosto, Franco recibe la orden de reforzar los puestos de la guardia civil amenazados por los huelguistas. Al frente de su columna, que —aun aumentada, en curso de ruta, por los elementos de tres puestos de guardias civiles— no cuenta con más de ciento cincuenta hombres, se detiene en una colina —las Fayas de los Llobos—, ocupa la posición que le ha sido designada y hace reconocer el valle por una avanzadilla. En el valle no sucede nada. Los hombres se pasean y los niños van a la escuela. Todo está en calma. Franco telegrafía a su jefe, para informarle de la situación. Se intercambian telegramas entre Madrid y Oviedo. «Dos días después, hemos descendido por los cerros de La Colorada y hemos penetrado en el valle de Langreo. Durante los doce días pasados allí, sólo he recibido atenciones por parte de los obreros, de los alcaldes socialistas, de las autoridades y de todo el mundo. En todo ese tiempo no ha habido el menor choque ni la menor fricción entre los obreros y los soldados».

El 29 de agosto, una vez cumplida su misión, Franco estará, de regreso, en su puesto, y no ocultará su simpatía por unos mineros «con los brazos ennegrecidos por su tarea, sus ropas de trabajo y sus frentes quemadas por el sol».

Más tarde, volverá a esos mismos parajes, en una misión de encuesta. «Entonces conocí a fondo la zona minera, y sus casas, y la vida de aquellos hombres, y el triste abandono en que un país tenía a sus clases trabajadoras». ¿Enternecimiento retrospectivo? ¿Necesidad de disculparse de las brutalidades que se le imputaban? «Franco mira a los mineros, incluso sublevados contra la legalidad, con un respeto y una consideración sinceros, pero —sobre todo— con un interés de sociólogo deseoso de conocer sus problemas más conflictivos, para encontrarles soluciones justas.»[17]

Tal es la versión oficial, que —naturalmente— silencia la misión específicamente represiva de la columna Franco. ¿Ordenó, realmente, disparar sobre los mineros y perseguir a latigazos a los campesinos? ¿No hizo distinciones entre los mineros que permanecieron con los brazos cruzados y los que se disponían a tomar las armas?

Sólo un hecho cierto. La misión de Franco fue llevada a cabo durante el período tranquilo de la huelga, su fase pasiva. El 29 de agosto, Franco había regresado ya a Oviedo. El 1 de septiembre —tres días, pues, más tarde— la huelga asturiana entraría en su fase explosiva. Las negociaciones entre los sindicatos obreros y las asociaciones patronales se rompen bruscamente. Y la responsabilidad de esta ruptura corresponde, por entero, al patronato. Los sindicatos habían prometido el mantenimiento, en las minas, de equipos reducidos de trabajo, a fin de que se hallasen en condiciones de funcionar desde el mismo momento en que se reanudase la explotación. Los patronos rechazan tal proposición e imponen una condición previa a la reapertura de las minas: la aceptación, por parte de los mineros, de una disminución general de un 10% de sus salarios. Este cínico ofrecimiento es acogido con risas. Pero ésas cesan casi inmediatamente. Pausados en sus reacciones —la paciencia asturiana es proverbial—, los mineros pasan de la risa a la exasperación. Y, como réplica a esta provocación patronal, los dos líderes sindicalistas —uno desde su prisión y el otro desde su escondite— ordenan la huelga total. Los extremistas están dispuestos, llegado el caso, a responder con las armas a la represión militar, o a la resistencia clandestina, el maquis.

El general Burguete instala su cuartel general en la fábrica de Mieres y, desde allí, dicta su proclama dirigida a los huelguistas. Manda imprimir diez mil octavillas con su texto, y unos aviones las arrojan sobre toda la zona minera. La amenaza a los mineros que han huido a las montañas es feroz: «¡Que Dios se apiade de aquellos que sueñen con jugar a los guerrilleros! Porque los soldados del rey los cazarán como a bestias dañinas». Y, en efecto, así se hará. Los soldados de Burguete persiguen, sin piedad, a los huelguistas y, so pretexto de la presencia de agitadores anarquistas entre ellos, no vacilan en hacer uso de sus armas. El balance confirma la amenaza: setenta muertos, varios centenares de heridos y otros tantos detenidos. Un auténtico cazador de hombres este yugulador de huelgas que es Burguete. Bien que lo ha demostrado haciendo correr pródigamente la sangre.

Abandonados por los reformistas y por la burguesía liberal, los mineros resisten todavía, durante tres semanas, con la energía de la desesperación. En cuanto al patronato, se siente tranquilo al abrigo de las bayonetas. Ya no tiene miedo. Deja que la huelga se pudra por sí sola. Y que la hulla se pierda en la mina. ¡Qué importa! Su vida no va a cambiar por eso. «Cuando se mueran de hambre, volverán a la mina», dicen. Y, en efecto, el 20 de septiembre, sin haber obtenido nada de lo que solicitaran, los mineros, enflaquecidos y con los estómagos vacíos, descienden de nuevo, con el pico al hombro, a las galerías de la mina. Y un espeso silencio envuelve toda la cuenca.

Tras su regreso a Oviedo, Franco reemprende su tranquila existencia de guarnición. El 9 de octubre, es nombrado comandante-mayor, interino, del regimiento del Príncipe. Conoce así las austeras satisfacciones de la administración. El 27 de enero de 1918, vuelve junto a sus tropas, como comandante segundo del primer batallón.

Las Juntas de defensa no han renunciado a sus objetivos, pero la brutalidad de los oficiales que han intervenido en la represión de las huelgas ha cavado un foso entre el ejército y el proletariado. No cabe ya pensar en una alianza, ni siquiera táctica, entre los militares y los sindicatos.

Con cierto desprecio, Franco observa los acontecimientos de la política española. El eterno vals de los gobiernos: un paso adelante, un paso atrás. Las elecciones acaban de dar la victoria a los extremistas de derecha y de izquierda. Ayer condenados, hoy amnistiados, los cuatro jefes socialistas de las revueltas de 1917 hacen su entrada en el Parlamento. Luego, he aquí, bajo la presidencia del conservador Maura, un «ministerio de los notables» al que sucederá, el 11 de noviembre de 1918, un «ministerio del armisticio». Porque, mientras Franco se aburría en Oviedo, los Aliados, pese a la ofensiva de Ludendorff y gracias a la contraofensiva de Foch y al desembarco del ejército norteamericano del general Pershing, han ganado la Primera Guerra mundial.

Ante toda esta gloria que no es para él ni para su país, ¿qué puede hacer Franco sino perfeccionarse en el oficio de la armas? Solicita su admisión en la Escuela de Guerra, donde se forman los oficiales de estado mayor, pero sólo está abierta a los oficiales subalternos —capitanes y tenientes—, y él, Franco, es comandante. Por consiguiente, se rechaza su petición. Helo, pues, penalizado ¡por ser el más joven comandante de España! A título de consuelo, se le ofrece asistir al curso sobre tiro que va a tener lugar, muy pronto, en Valdemoro, curso reservado a los comandantes. Y el 28 de septiembre de 1918, Franco, sin entusiasmo, acude a Valdemoro, cuando es África lo que desea. Pero conseguirá volver a ella, y gracias precisamente a su estancia en Valdemoro, donde se encuentra con José Millán Astray, comandante como él, aunque más antiguo. «Le conocí —escribe Millán Astray el 23 de febrero de 1939— por vez primera en el año 1919 (sic, por 1918), en el pueblo de Pinto (sic, por Valdemoro), de la provincia de Madrid, con motivo de asistir juntos a un curso de información de la Escuela Central de Tiro de Infantería, para comandantes del arma. El curso se componía de conferencias técnicas, profesionales y de ejercicios de tiro de infantería en el campo. Para estos ejercicios se nombraba como interventores a determinados asistentes, que gozaran de buen nombre por su aplicación y sus antecedentes militares. Fuimos elegidos Franco, otros dos y yo. Con ese motivo trabamos íntimo contacto, y esta mutua simpatía, que nació en el momento mismo de conocernos y estrecharnos la mano, se aumentó rapidísimamente. Entonces Franco tenía 27 años de edad (sic), yo 40. Él era muy moderno en su empleo y yo bastante antiguo.

Era reglamentario en aquellos cursos que los alumnos elevasen sendas memorias en las que dieran cuenta de las enseñanzas que habían adquirido y de sus observaciones personales. Pero la realidad era que, por motivos fáciles de suponer, en lugar de hacer cada uno su memoria, se elegía a uno o varios, para que ellos se encargaran de recopilarlas en una sola. Fuimos elegidos Franco, yo y otros dos. A mí me correspondió la dirección por ser el más antiguo. En lugar de una simple memoria como se había hecho hasta entonces, la nuestra se convirtió en un libro que fue editado por la Escuela de Tiro, del que, y sin ruin adulación… diré que tuvo un gran éxito, debido principalmente a Franco, manifestándose de una manera clara su inteligencia, su enorme capacidad de trabajo, su gran cultura técnica, a pesar de sus pocos años, y sus variadas aptitudes, entre otras que irán apareciendo, una que hasta ahora me parece que está inédita, y es: que Franco lleva también dentro sí un gran ingeniero, proyectista en sus variados aspectos, y dentro de esta facultad se destaca la de ingeniero arquitecto urbanizador, o sea, constructor de ciudades.»[18]

Es cierto que, más adelante, Franco, ante la sorpresa de sus allegados, se descubrirá una vocación de arquitecto. «Se estaban construyendo algunas barriadas de las llamadas “casas baratas” y al presentársele el proyecto premiado por una Comisión de los mejores arquitectos nacionales, parece que, sonriendo con suficiencia, lo examinó un instante y, rápido, trazó a lápiz ciertas modificaciones en el mismo. “Y veréis —terminó el feliz asistente a escena tan extraordinaria— cada casa tenía así una habitación más y su presupuesto de construcción disminuía de dieciséis mil a seis mil pesetas[19]».

Pero lo que en Franco sedujo a Millán Astray fue menos su afición de constructor que sus talentos militares. Desde hacía tiempo, aunque todavía de un modo vago, Millán Astray intuía la utilidad de un nuevo cuerpo de combate que se adaptara a la guerra africana. Su idea no estaba aún totalmente madura. Pero, en todo caso, para ponerla en práctica necesitaría hombres excepcionales. Cuando el comandante Millán Astray se despide, con un abrazo, de su joven camarada, su elección ya está hecha. Porque está seguro de haber encontrado a su hombre.

Franco ha perdido ya su timidez. Es correcto con sus superiores, leal con sus camaradas y severo con sus soldados. Es valiente y no teme a la muerte. Y ya, en lo más íntimo de sí, ha nacido una ambición fría y resuelta. No retrocede ante nada, cuando se trata de su carrera. Antes de él, ningún oficial se había atrevido a escribir directamente al rey solicitando un ascenso. Por contraste con sus camaradas, más aptos para el combate que para el estudio, Franco se ha granjeado una reputación de trabajador infatigable y de conocedor, a fondo, de su oficio. Y es también un hombre de suerte. Una primera vez, una bala se le deslizó entre los dedos, sin herirle. En una segunda ocasión, otra bala le hirió en pleno vientre, pero salió bien librado. Dos primeras manifestaciones de la excepcional buena estrella que presidirá toda su carrera. Buena estrella también que haya, muy joven todavía, encontrado la mujer de su vida. Y quizá, y más que nada, una coincidencia decisiva: el período culminante de la revuelta asturiana coincide, en efecto, con la proclamación de la primera República soviética. Y entre Petrogrado y la cuenca minera de Mieres hay menos distancia de lo que pueda pensarse. De ese momento data el anticomunismo de Franco. Un Franco triplemente herido. En su carne, en su corazón y en su conciencia.