III
La tentación y la astucia
«Señor Serrano Súñer: usted se casó con la señorita Zita Polo, hermana de doña Carmen Polo. Usted es, pues, concuñado del general Franco. Junto a él, llevó usted una brillante carrera política. Primeramente, como ministro de Gobernación y, a continuación, como ministro de Asuntos Exteriores. Esta actividad se extendió desde la formación en Burgos, el 30 de enero de 1938, del primer gobierno nacionalista, hasta el 3 de septiembre de 1942, fecha en que dejó usted la dirección de los asuntos extranjeros. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, fue usted el hombre fuerte del régimen, su “número dos”. Y, como portavoz de Franco, fueron numerosas sus misiones cerca de Hitler y de Mussolini. Sus discursos eran apasionadamente favorables a las potencias del Eje. ¿Deseaba usted, realmente, su victoria?
—No deseaba su victoria, pero sí creía en ella. ¿Cómo habría podido ponerla en duda, tras la fulminante ofensiva de la Wehrmacht en la primavera de 1940? Los alemanes habían aplastado al ejército francés, considerado hasta entonces como el mejor de Europa. La política amistosa que mantenía España con respecto al Eje, y de la que yo era, en efecto, el responsable, estaba dictada por el interés nacional. Y dictada, también, por la legítima gratitud que debíamos a Alemania e Italia por la ayuda que nos prestara en nuestra guerra, mientras, por el contrario, Francia e Inglaterra se nos habían mostrado hostiles. Y dictada, por último, en razón de ciertos puntos de similitud entre los regímenes del Eje y el nuestro, aunque fuese un absurdo atribuir al nazismo y al fascismo cualquier paternidad en la creación de nuestro propio Estado. En el momento en que comenzó la guerra mundial, nuestra independencia con respecto a nuestros antiguos aliados era absoluta.
—¿Y cuál fue su posición cuando la suerte de las armas comenzó a inclinarse en favor de los aliados: las batallas de Stalingrado y de El Alamein, el desembarco angloamericano en África del Norte…?
—Entonces, yo no era ya ministro de Asuntos Exteriores. Mi difícil misión había terminado. Quizá pueda reprochárseme el haber sido un mal profeta. Pero millones de hombres, centenares de ellos de los más ilustres, habían compartido mi punto de vista.
—Una victoria de Alemania, que habría entrañado el desplazamiento del centro hegemónico europeo, ¿hubiese beneficiado a España?
—Así lo pensaba entonces ella. ¿Y quién podría reprochárselo hoy día?
—¿Usted pensó, pues, que Alemania ganaría la guerra?
—Hasta un momento concreto: el de la rendición, en Stalingrado, del mariscal Von Paulus. Por su parte, Franco creyó, hasta el último momento, en la victoria alemana. Cuando el mariscal Von Rundstedt lanzó, a fines de 1944, su ofensiva en las Ardenas, Franco vio en ella el comienzo de la victoria final de Hitler. Creía firmemente en las armas secretas de los alemanes.
—Usted ha recordado, hace unos instantes, una cierta coincidencia, con Alemania, en cuestiones de orden político.
—Pero tropezaban con un esencial desacuerdo en materia de religión. Recuerdo un almuerzo que me había sido ofrecido por Frick, a la sazón ministro alemán del Interior, y al que asistían Ribbentrop, el mariscal Von Keitel y Rosenberg. Este último, de origen estoniano, era entonces ministro para los territorios ocupados en el Este. Yo hice saber a mi anfitrión y a los invitados que aprobaba, en sus líneas generales, el futuro orden europeo, y que deseaba la victoria de Alemania. Pero que existía un punto sobre el cual nosotros, los españoles, éramos intransigentes: el religioso. Rosenberg sonreía con cierto aire desdeñoso, haciendo profesión de agnosticismo y tildando mis ideas de “mitológicas”. Y yo tuve que decirle: “No sería el sincero amigo que soy de Alemania, si le ocultara lo mucho que me inquieta su racismo. Fieles a los cánones del Concilio de Trento, nosotros creemos en la unidad moral del género humano. Y aunque somos profundamente católicos, no por ello somos antisemitas, ni lo seremos nunca”. Me sentía tan furioso contra el sectarismo de Rosenberg que, antes de regresar a Madrid, me detuve en Roma, donde referí a Mussolini mi discusión con el ministro alemán. Mussolini me escuchó con gesto de estupefacción. Sobre este particular, Mussolini y yo estábamos totalmente de acuerdo, aunque su catolicismo fuese bastante vago. Pero, tanto a él como a mí, los nazis nos aparecían como gentes de otro planeta. A propósito de Rosenberg, Mussolini, levantando los brazos hacia el cielo, exclamó: “Todo eso es una solemne estupidez. Rosenberg es el cretino más grande que he conocido en mi vida[1]”».
***
Ribbentrop, Keitel, Frick y Rosenberg fueron ahorcados en Nuremberg. Mussolini fue colgado, de los pies, a un gancho de carnicero, en una plaza de Milán. Hitler se suicidaría en su búnker de la cancillería del Reich. Antes de ello, había hecho ejecutar a un buen número de sus exfieles, entre ellos el almirante Canaris. Y el conde Ciano sería fusilado por orden de su suegro, Mussolini. De todos los personajes de este drama wagneriano, sólo —en el momento de caer el telón sobre el bosque de patíbulos— Serrano Súñer podía evocar sus recuerdos.
Los tres estadios de la neutralidad
¿Independencia política de España con respecto a las potencias del Eje, como lo ha pretendido Serrano Súñer? En cualquier caso, no totalmente. El 31 de marzo de 1939, la víspera misma del día de la victoria final de Franco, se firmó en Burgos un tratado de amistad hispanogermano. Cuatro días antes, Franco se había adherido al pacto anti-Komintern, formado por Alemania, Italia y Japón. Y, al mismo tiempo, se retiraba de la Sociedad de las Naciones. Así, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, la España franquista era la firmante de un pacto con los tres futuros agresores. Pacto, más que nada, de orden ideológico, redactado en términos bastante vagos y que no implicaba compromisos militares, pero que no dejaba de ser un pacto. Por otra parte, Alemania e Italia eran acreedores de España. Y la deuda, de no escasa cuantía. Tan sólo la contraída con Alemania se cifraba en cuatrocientos millones de marcos. En el curso de una entrevista de Hitler con Ciano, celebrada el 28 de septiembre de 1940, con objeto de examinar el papel que podría desempeñar España en la guerra europea, el Führer se mostraría muy escéptico a causa precisamente de la actitud española respecto a la deuda con Alemania. Durante toda la guerra civil, Hitler había ido contemporizando. Pero ahora que Franco había ya vencido, era llegada también la hora de pagar la ayuda recibida. Hitler exigía solamente el reembolso de lo gastado en sus envíos de material de guerra a Franco, porque no quería «evaluar, económicamente, el tributo de la sangre alemana vertida, ya que esto prefería considerarlo un don deliberado». Ciano estaba de acuerdo con esta posición, y también Mussolini. Ambos tenían todavía presente en la memoria las palabras de Franco a fines de julio de 1936: «Si me envían doce aviones de transporte o de bombardeo, ganaré la guerra en unos cuantos días». Los doce aviones se convertirían en un millar. Seis mil italianos habían muerto en la guerra española. Y la deuda de Franco con Italia alcanzaba la cifra de catorce mil millones de liras. La euforia, manifestada con profusión de abrazos y plácemes, iba pronto a dejar paso a la acritud de los arreglos de cuentas[2].
Sin embargo, Franco se dispone a hacer pública la neutralidad española. Pronto, en efecto, la proclamará solemnemente. El 4 de septiembre de 1939, dos días después de la declaración de guerra de Francia e Inglaterra a Alemania, que ha seguido a la invasión de Polonia por las tropas nazis, Franco prescribe a los españoles «la más estricta neutralidad». Algunos días antes, Mussolini había intentado, en vano, inducir a los beligerantes a solucionar pacíficamente sus diferencias. Franco lo imita, dirigiendo un mensaje a los gobiernos de las potencias beligerantes, en el que les ruega que, cuando menos, se esfuercen por localizar el conflicto. Ni él ni Mussolini serán escuchados. Pero ¿acaso eran ellos los más calificados para jugar el papel de mediadores? Uno y otro acababan, o poco menos, de sostener sendas guerras en las que habían salido vencedores. El primero, en una guerra civil; el segundo, en una guerra colonial. Francia e Inglaterra ponen en duda sus buenas intenciones, que interpretan, más bien, como una maniobra para secundar la «ofensiva de paz» de Hitler… tras su fulgurante victoria sobre Polonia. No obstante, durante la llamada «drôle de guerre» (curiosa, singular guerra), Franco ofrecerá, en diversas ocasiones, sus buenos oficios a Hitler, para tratar de restablecer la paz.
La verdadera guerra comienza en abril de 1940. La victoriosa y rápida campaña de Escandinavia es el prólogo. El 16 de mayo, Franco reafirma la neutralidad de España. Pero como —ante la fulminante ofensiva alemana contra Francia— la victoria de Hitler le parece segura, el 3 de junio le dirige una entusiasta misiva para felicitarlo por sus triunfos militares, al tiempo que se excusa por su neutralidad, obligada por la difícil situación de España, que acaba de salir de una larga guerra civil. Franco termina su misiva con una vaga promesa de ayuda, formulada en condicional, que —prácticamente— no le compromete a nada concreto.
Franco aplaude, pues, los éxitos del Eje, pero se resiste a sus presiones, cada día más acuciantes. Ciertamente, medita sobre la incorporación de la zona internacional de Tánger al Marruecos español, y anuncia a Mussolini su intención de pasar de la «neutralidad vigilante» a la «no beligerancia», pero todo ello no tiene, por el momento, otro alcance que el de una declaración de circunstancias.
En ese mismo mes de mayo, el mariscal Pétain se despedirá de Franco. En efecto, el gobierno francés lo ha llamado. Hasta ese momento, las relaciones entre el jefe de Estado español y el embajador de Francia habían sido más bien frías. Pero en el penoso instante de la despedida, ya no hay más que dos soldados, antaño compañeros de armas. Franco le dijo a Pétain: «No vaya, mariscal. Escúdese en sus muchos años; que los que perdieron la guerra la liquiden y firmen el armisticio. Gracias a Dios estaba usted aquí apartado, sin responsabilidades. Es el soldado victorioso de Verdún; no una su nombre a lo que otros perdieron». «Lo sé, mi general; pero me llama mi patria y a ella me debo —contestó Pétain—. Tal vez sea éste el último servicio que pueda prestarle[3]».
Cuando los franceses abren, el miércoles 19 de junio de 1940, sus periódicos, se quedan consternados al leer este titular: Francia ha solicitado un armisticio. Y, como subtítulo, esta precisión: El gobierno español es el intermediario entre el Reich y Francia. El señor Lequerica se ha puesto en contacto con el mariscal Badoglio, que ha transmitido el mensaje al gobierno francés.
Así, Francia se entera, simultáneamente, del inmediato fin de los combates y de la mediación del gobierno español. En realidad, los primeros contactos entre el gobierno francés y José Félix de Lequerica, embajador de España en París, habían tenido lugar una semana antes, el 10 de junio. A las 17 horas, el embajador de Italia, recibido en el Quai d’Orsay por el ministro Badouin, notifica a éste la declaración de guerra por parte de su país. Y a las 18 horas, Lequerica, a su turno, informa al propio Badouin de la intención española de ocupar Tánger y solicita el asentimiento de Francia.
El ministerio francés está ya procediendo a trasladar sus archivos. Así, pues, tan sólo puede «acusar recepción» de su declaración al representante de Franco. De cualquier modo, el gobierno español esperará a que los alemanes entren en París, antes de proceder a la ocupación de Tánger. Esta acción la llevarán a efecto tropas españolas, bajo el mando del coronel Yuste, el 14 de junio. El periódico madrileño Informaciones publicará este titular: Saludamos la caída de París como un golpe mortal asestado al régimen democrático. Y el día 17, anunciará la capitulación de Francia y rendirá un vibrante homenaje «al Führer del III Reich y jefe supremo de los ejércitos victoriosos de tierra, mar y aire, que ha escrito sobre el mapa de Europa la más asombrosa página de todas las campañas militares del mundo, conquistando seis países en dos meses y siete días». Y una frase de compasión para Pétain, «admirable ejemplo de caballero y de soldado».
A despecho de esta actitud, muy alejada de la neutralidad proclamada por Franco al comienzo de las hostilidades, el mariscal Pétain, convertido en jefe del Estado, solicitará en la noche del 16 de junio, en recuerdo de su reciente embajada en Madrid, la mediación de Lequerica para negociar un armisticio con los alemanes. Y, para la negociación con Italia, se dirigirá al Nuncio, que no hará sino reenviarle a Lequerica.
Berlín y Roma están, pues, de acuerdo sobre la elección del mediador. El 22 de junio, a las 18,55, se firma, en Rethondes, el armisticio. En cuanto a Lequerica, será el embajador cerca del nuevo gobierno de Vichy; más tarde, en 1944, ministro de Asuntos Exteriores y, finalmente, embajador de España en Washington. Más adelante, el gobierno franquista hará valer, para presionar a Pétain, el servicio que le prestara con la mediación de Lequerica.
A partir de este mes de junio de 1940, Franco dejará entender, en el curso de sus contactos con los diplomáticos alemanes e italianos, que estaría dispuesto a «subir un grado», adoptando la «no beligerancia», primer paso hacia la beligerancia. Y expone sus condiciones. Como precio de su entrada en guerra junto a Alemania e Italia, pide un considerable trozo del pastel: Gibraltar, el Marruecos francés, el Oranesado y un aumento territorial de la Guinea española y de Río de Oro. Y solicita, asimismo, una importante ayuda, tanto militar como económica.
Al transmitir esta proposición a su gobierno, Stohrer, el embajador de Alemania en España, hace observar las dificultades de transporte y la cuantía de la contribución solicitada. Anteriormente, el 16 de junio, el general Juan Vigón, jefe del estado mayor del ejército español, había obtenido una audiencia del Führer en el curso de la cual, tras las cortesías de rigor, sugería, a título de compensación por la intervención española, la devolución de Gibraltar.
Dentro de este clima de evidente simpatía, aunque todavía no manifestada oficialmente, de Franco hacia Hitler y Mussolini, tiene lugar, en ese mismo mes de junio, la difícil misión de sir Samuel Hoare, embajador extraordinario de Su Majestad británica, encargado por su gobierno de obtener una neutralidad efectiva de España, a cambio de una neutralidad, igualmente sin reservas, de Inglaterra.
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«Señor Serrano Súñer: ¿conoció usted bien a sir Samuel Hoare?
—En mi calidad de ministro de Asuntos Exteriores, estuve en frecuente y alternado contacto, durante dos años, con sir Samuel y con von Stohrer, embajadores, respectivamente, de Gran Bretaña y del Reich. ¡Imagínese lo difícil de mi situación!
—En su libro Entre Hendaya y Gibraltar, usted describe la presentación de sus cartas credenciales por sir Samuel Hoare, el 8 de junio de 1940: “El cielo estaba cubierto de nubes —escribía usted—; con intermitencias, caía una fina lluvia. Era un día gris y un poco frío, un día desapacible. En el gran patio de honor del palacio de Oriente, una banda militar interpretaba con una solemnidad impresionante, casi lúgubre, el God save the King. Me parece estar oyendo todavía las resonancias de ese himno de un gran Imperio, en aquel momento un Imperio quebrantado y amenazado de derrota. La ceremonia, grave y acompasada, evocaba una estampa fúnebre. Recuerdo la arrogante figura de sir Samuel Hoare, su continente distinguido y su rostro sanguíneo. Mantenía en la mano derecha sus cartas credenciales y apoyaba la izquierda en el puño de su espadín. Pese a nuestras divergencias, nuestras relaciones fueron siempre corteses y francas, tanto por su parte como por la mía. Era un luchador, un patriota y un hombre de talento[4]”».
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«Monseñor Jobit: ¿fue usted el confidente de sir Samuel Hoare?
—En agosto de 1940, lo encontré, por vez primera, en la catedral de Toledo, con ocasión de las exequias del cardenal Gomá y Tomás…
—… el autor de la Carta a los obispos.
—Estábamos sentados uno junto al otro y, al acabar el oficio, nos conocimos. Desde septiembre de 1939, yo trabajaba en el Instituto Francés de Madrid, donde, por orden del mariscal Pétain, desempeñaba la función de observador, misión interesante pero delicada. En 1942, sir Samuel Hoare me hizo saber su deseo de conversar conmigo regularmente. Necesitaba un interlocutor francés. Así, el embajador británico y yo hablábamos sobre toda clase de temas —política y religión, arte y literatura—, pero sobre todo de la guerra. Con la mayor confianza, yo le refería cuanto sabía de Vichy, y él, a mí, cuanto le llegaba de Londres. Tenía una seguridad inquebrantable en el triunfo final de los aliados, que no se debía a una profesión de fe, sino a un conjunto de previsiones razonables. En una ocasión, me dijo: “Las victorias de los alemanes no han sido un triunfo de su estrategia, sino de su superioridad en material. Ahora bien, los norteamericanos y nosotros estamos ya muy cerca de superarlos, particularmente en aviación. Ya lo verá usted”. Y en cuanto a mi presunta: “¿Y Francia?”, me respondió con firmeza: “Nosotros deseamos sinceramente una Francia fuerte, independiente e imperial”. Y añadió, levantando el índice: “Lo principal es no romper la amistad…”[5]».
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El rostro de este mes de junio español presentaba, como el de Jano, dos caras opuestas y mirando alternativamente hacia los aliados y hacia el Eje.
En efecto, los grandes hoteles de Madrid rebosan de consejeros alemanes y la Wehrmacht controla la frontera francoespañola, pero Franco se muestra poco inclinado a complicarse la situación adoptando una postura que lo aislaría estratégica y políticamente de las potencias anglosajonas. Mantiene, ciertamente, la mano en el puño de la espada, pero se guarda bien de sacarla de la vaina. Su principal preocupación es evitar a su país, apenas salido de una atroz y ruinosa guerra civil, la intervención en una guerra mundial, para la que no se halla preparado. Por eso, este hábil danzarín practica, tratando de mostrarse seductor con todos, una política de vals: ora un paso adelante, ora un paso atrás.
¿Pero cuáles eran, realmente, los sentimientos de Franco con respecto a Hitler y Mussolini? En primer lugar, agradecimiento por la decisiva ayuda que le habían prestado. Aprobaba el Orden nuevo preconizado por Alemania y su anticomunismo. Su capacidad militar y su gigantesca máquina de guerra suscitaban su admiración, lo mismo que, en sus tiempos de Marruecos, había admirado a los franceses con talento de colonizador, como Lyautey, y a militares con el temple y la capacidad de Pétain. A la inversa, Hitler despreciaba a Franco, un pequeño latino regordete y lleno de suficiencia. En cuanto a Mussolini, Franco lo consideraba un comediante. No tenía confianza en sus soldados y, en su fuero interno, se había alegrado de la derrota italiana en Guadalajara. ¡Una prueba de que los españoles eran más fuertes que los italianos!
Respecto a la derrota de los franceses, Franco compartía la tesis de Pétain, Francia había sido vencida a causa de la inmoralidad general que reinaba en ella, de la masonería y de su sistema democrático. Tampoco creía en la Resistencia francesa. Para él. De Gaulle era un visionario y un utopista. Un peón del tablero inglés, que sería barrido por los comunistas.
El 16 de junio, Franco se decide a enviar rápidamente al general Vigón a Alemania, para que presente a Hitler las reivindicaciones españolas sobre las posesiones francesas en África. Porque, en ese momento. Franco está ya plenamente convencido de la victoria hitleriana. Por lo demás las pretensiones españolas eran moderadas en comparación con las italianas, que se referían a la flota francesa, Niza, Córcega, Túnez, la Somalia francesa, Argelia y una parte de Marruecos.
Las reivindicaciones territoriales formuladas por Franco eran, sobre todo, de orden táctico. Se trataba, para él, de tomar ya posiciones ante la perspectiva —muy probable— de la victoria de Alemania. La derrota, sin paliativos, del ejército francés, que Franco había considerado hasta entonces como el primero del mundo, le hacía creer que, en efecto, Alemania sería la vencedora final. Pero en sus intenciones no entraba la de intervenir en la guerra, como aliado de Hitler. ¿Con qué medios podría haberlo hecho? Por eso ponía condiciones que él sabía inaceptables. Una gran parte de la opinión española era hostil al nacionalsocialismo. Y, tanto económica como militarmente, España no estaba en condiciones de sostener una guerra. Y, además, en caso de hacerlo, ¿qué beneficios podría obtener? ¿Qué podría corresponderle en la distribución de los territorios coloniales franceses e ingleses, una vez los alemanes y los italianos se hubiesen servido sus respectivos botines?
Por supuesto, España seguía siendo objeto de apremiantes incitaciones por parte de Alemania. El 20 de octubre de 1940, el Reichsführer Himmler llega a España. Franco lo recibe. El pueblo madrileño había sido «invitado» a acoger «afectuosamente» al representante de la gran Alemania, del que toda la prensa reproduce su rostro siniestro y hermético, tras los gruesos cristales de sus gafas, y su saludo mecánico. El periódico Arriba cubre de elogios al personaje cuya primera función es la de descubrir, encarcelar o eliminar a los «agentes provocadores y saboteadores», y que fustiga «una literatura frívola, venal y miserable que, por su odio a una Alemania renacida, se esfuerza en falsear su personalidad». Poco tiempo después, en el curso de un desplazamiento a Berlín, Serrano Súñer visitará las dependencias de Himmler, donde el implacable y omnipotente jefe de los servicios de Seguridad del régimen nazi le explicará, durante casi una hora, el funcionamiento de su nuevo fichero automático. Pero, muy pronto, otras instancias, todavía más altas, intensificarán la presión alemana sobre España.
Nueve horas con Hitler: los “sí…, pero” del general Franco
«Se ha dicho siempre que yo era germanófilo. Eso es falso. Italianófilo, sí. Yo terminé, en Roma y en Bolonia, mis estudios. Soy un católico empapado de latinidad. Por consiguiente, no puedo tener nada de común con el temperamento germánico. Y así se lo hice ver al imbécil de Rosenberg. Pero yo jugué la carta alemana. La única carta posible en aquellos momentos. Nadie, en España, quería la guerra. Pero la guerra era un hecho. Tras desencadenarse sobre una considerable parte de Europa, se había detenido ante nuestras fronteras. En tres días, la Wehrmacht podía llegar a Cádiz. Y nosotros no podíamos oponerle nada. ¿Qué otra cosa cabía, pues, para evitar la invasión y conseguir una posición ventajosa en nuestra relación con Alemania, que no fuera mostrar hacia ella una actitud amistosa y de espera? No existía ninguna razón para que debiéramos morir por unas democracias que, en el curso de nuestra historia, nos habían obsequiado con la invasión napoleónica, la tutela británica en Gibraltar y la francesa en Marruecos. En cambio, ningún litigio nos había enfrentado a Alemania.
—¿Compartía Franco su punto de vista?
—Totalmente. Lo que no le impedía concertar acuerdos comerciales con Gran Bretaña, cuyas exportaciones eran muy necesarias para la economía española.
—¿Negoció usted la entrevista, en Hendaya, de Franco e Hitler?
—Fue precedida por un viaje mío a Alemania, el 13 de septiembre de 1940. Pero yo no era todavía ministro de Asuntos Exteriores[6]».
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Dos días después, Serrano Súñer, acompañado por un séquito numeroso —en el que figuraba Dionisio Ridruejo, a la sazón consejero nacional, miembro de la Junta política y director general de Propaganda—, llega a la estación de Berlín. Lo recibe el ministro alemán de Negocios Extranjeros, von Ribbentrop, acompañado también por un séquito considerable. «Tenía buena figura y, sin embargo, no era distinguido ni elegante». A Serrano Súñer le parece afectado, insensible y vanidoso. ¿Cómo podía tener Hitler confianza en un personaje tan presuntuoso?
La conferencia que mantienen Ribbentrop y Serrano Súñer resulta penosa y difícil. El alemán se muestra irónico e insolente. Interrumpe, con rudeza, las manifestaciones de amistad que le expresa su interlocutor y le hace esta escueta pregunta: “¿Cuándo podrá España entrar en la guerra?”. Serrano Súñer enumera entonces las necesidades de España en los diferentes dominios. Ribbentrop levanta los brazos. Las cifras enunciadas le parecen desmesuradas. Serrano le hace una exposición de los acuerdos que delimitaron, en su día, las zonas de influencia en Marruecos, en perjuicio de España. Ribbentrop guarda silencio. Serrano se da cuenta, ahora, de que no hay que contar demasiado con Alemania para reparar, en favor de España, la injusticia de los tratados. Imagina que los alemanes piensan mantener en Marruecos a los franceses o, en todo caso, ser ellos mismos los que se instalen en la posesión francesa. La hipótesis de Serrano es acertada Una semana más tarde, Hitler confiará a Ciano su opinión sobre el asunto. El Führer estima, como lo mejor, que los franceses permanezcan en Marruecos, para protegerlo contra una eventual agresión inglesa Una contradicción más de la diplomacia italoalemana. Y, también, una razón más para que España reafirme, con fuerza, sus reivindicaciones.
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«Fue mi primer encuentro con Hitler.
—¿Y qué impresión le causó?
—Yo le había visto va, de lejos, en el congreso de Nuremberg, en 1937. Allí, bajo el resplandor de las antorchas y con el impresionante flamear de miles de banderas, podía recordar a un héroe wagneriano Pero, ahora, en su inmenso despacho de la Cancillería, se mostraba tranquilo, sereno, y se expresaba metódicamente. Su aspecto era bastante vulgar, pero impresionaba su mirada penetrante que parecía despedir fulgores unas veces de fanático, y sarcásticos otras. Y había también momentos en que recordaba a un pequeño burgués alemán. Ahora bien, su fe en sí mismo, su maestría dialéctica y el ímpetu de su pensamiento lo convertían en un personaje fuera de serie[7]».
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Hitler se entrega a una de sus largas disertaciones habituales y estudiadas para convencer o impresionar a sus interlocutores Conduce a Serrano hacia una gran mesa cubierta de mapas y de planos, se pone sus gafas de présbita, se deja casi caer sobre el tablero y, cogiendo un compás, mide las distancias entre Europa y África, en relación con el radio de acción de la flota aérea alemana. Justamente, los italianos acababan de llegar a Sidi Barrani, en Egipto. Hitler compara el conjunto formado por las dos Américas, con el de la futura Euroáfrica, que desea convertir en un solo espacio unido. La posición geográfica de España, la sitúa naturalmente dentro de este conjunto. En el curso de su exposición geopolítica, Hitler elude toda alusión directa a lo que él espera de España. A propósito de Gibraltar, una de las posiciones clave del sistema euroafricano, Serrano le hace observar que, para apoderarse de ella, España necesitaría cañones del 35. Pero Alemania no dispone, por el momento, de cañones de ese calibre. En cuanto a Marruecos, podría ser reintegrado a España, a condición de asegurar a los alemanes una parte de sus materias primas. Hitler es un cínico. ¿Hay, pues, que creerle? En determinados momentos, sorprende con sus reacciones inesperadas. En el curso de esta entrevista con Serrano Súñer, le tiende, de pronto, un mapa de la Europa occidental y señala con el dedo el Rosellón. «¡Fíjese en este absurdo!», dice a su interlocutor. Y éste le responde: «Un absurdo que dura seis siglos no lo es ya». He aquí lo que el Führer ofrece a España, a cambio de Marruecos. ¿Ha bromeado Hitler? El único elemento positivo de esta entrevista en la que el Führer ha ocultado sus verdaderas intenciones, y Serrano se ha mantenido en guardia, es el deseo, manifestado por Hitler, de encontrarse, en la frontera española, con Franco[8].
Con Ribbentrop, el tono es distinto. Con el dedo sobre un mapa mural de África, el ministro nazi señala el área de los intereses alemanes: el Camerún, África ecuatorial francesa, el Congo belga y el francés, Kenya y Tanganika. Además, Alemania necesita disponer de bases aéreas en Mogador y Agadir, localidades del Marruecos francés. Y esto no es, aún, todo. Es también indispensable para Alemania la instalación de una base militar en las Canarias. Serrano se sobresalta. «Esas islas —dice— forman parte del territorio nacional. Son una provincia más de nuestra patria». «Las necesidades comunes de la defensa euroafricana contra el imperialismo norteamericano lo exigen. Espero que el generalísimo lo comprenderá». Informado inmediatamente por su concuñado, Franco rechaza con indignación la petición de Ribbentrop, pero acepta entrevistarse con Hitler.
El 18 de septiembre, Hitler envía a Franco un memorándum integrado por ocho apartados. Cuatro días más tarde, Franco le responde. Cada uno de los ocho puntos expuestos por Hitler es objeto, en la respuesta de Franco, de una aprobación total… seguida de una argumentación técnica que imposibilita prácticamente su aplicación. ¿La expulsión, del Mediterráneo, de los ingleses? Perfectamente. Pero comprometerá el abastecimiento español en materias primas. ¿La ocupación de Gibraltar? Muy bien. Pero para llevarla a cabo se necesitan grandes medios militares que España no posee. ¿La importancia estratégica de las Canarias? España ha sido siempre consciente de ello Por eso se hallan fortificadas y dispone de artillería y de aviación. Pero necesitarían también aviones, de bombardeo en picado y aviones torpederos. ¿Tiene Alemania aparatos de esta naturaleza disponibles? En cuanto a la intervención española en el Mediterráneo occidental, sólo sería eficaz en la medida en que los éxitos italianos en Egipto debilitaran el poderío naval inglés. ¿Pueden darse por descontados tales éxitos? La respuesta del Caudillo al Führer es una obra maestra del «sí…, pero…».
Si no se tratase de una coyuntura tan grave —sobre todo para España, que se jugaba su existencia—, cabría decir que todo fue un divertido diálogo de sordos. Serrano Súñer, como un «astuto jesuita», no había prometido nada, pero Hitler se vale de su entrevista con él para escribir a Franco manifestándole su satisfacción al ver que España va a entrar en la guerra, junto a Alemania. Franco responde dándolo por bueno, pero multiplica los pretextos para diferir la intervención española. Ribbentrop comunica a Mussolini la total identidad de los puntos de vista de Franco con los del Eje. Pero… el pacto entre Alemania, Italia y Japón será, en efecto, sólo tripartito, porque España no será su cuarto firmante. Hitler cuenta con Franco para ocupar Gibraltar. Pero Franco insiste sobre su carencia de medios para ello. No acostumbrado a este género de maniobras, Hitler decide saber de una vez a qué atenerse. Definitivamente, la entrevista en Hendaya tendrá lugar[9].
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«Señor Serrano Súñer: usted no sólo preparó la entrevista de Hendaya, sino que participó también en ella. Usted es el último testigo, viviente, de ese encuentro histórico. Podría, pues, ayudarme, con sus recuerdos personales, a poner en claro ciertas cosas.
—No existe ninguna referencia auténtica y directa de esa entrevista. En los archivos alemanes de los que se hizo cargo el ejército de ocupación no se encontró, prácticamente, nada sobre el caso. Se cuenta, sí, con la versión publicada, diez años más tarde, por el doctor Schmidt, el intérprete oficial de Hitler, pero es, evidentemente, tendenciosa. Schmidt no estuvo presente durante toda la entrevista y, además, no sabía castellano. Los intérpretes fueron Antonio Tovar, por parte española, y Gros, por parte alemana. Éste, un mediocre intérprete, por cierto. Schmidt, al hacer de Franco un retrato más bien elogioso, trató de halagarlo[10]».
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El 22 de octubre, en la estación de Montoire, Hitler y Ribbentrop se reúnen con Pierre Laval, para precisar los pormenores de una entrevista con Pétain, a celebrar cuarenta y ocho horas después, el día 24. Para la política de Hitler, estas fechas revestirán gran importancia, ya que espera obtener de Francia y de España su alianza contra Inglaterra. En cualquier caso, está decidido a poner en ejecución la «Operación Félix», es decir, el ataque a Gibraltar.
El 22, a la caída de la tarde, Franco y Serrano Súñer, procedentes de Madrid, se detienen en San Sebastián. Franco necesita una buena noche de sueño, antes de enfrentarse con su temible aliado. Así procedió siempre en la víspera de las grandes batallas militares y diplomáticas. Tratar de encontrarse en buena forma física y moral.
Al día siguiente, a las 14,30 en punto, los trenes de Hitler y de Ribbentrop —el Erika y el Heinrich, respectivamente— llegan a la estación de Hendaya. Hace un tiempo espléndido. Franco no ha dado aún señales de vida. En ese mismo momento, su tren acaba de partir desde San Sebastián. A la espera de Franco, Hitler y su ministro pasean a lo largo del andén. El Führer dice a su acompañante: «No podemos entregar a los españoles ningún compromiso escrito que concierna al destino de las colonias francesas. Si les diésemos el más insignificante papel sobre esta delicada cuestión, con lo charlatanes que son esos latinos, los franceses lo sabrían muy pronto. Pero si consigo poner a Pétain en guerra contra Inglaterra, no puedo pedirle cesiones de territorios. Sin contar que un acuerdo de tal género con los españoles, si trascendiese, haría probablemente que todo el Imperio francés se pasase en bloque a De Gaulle». Los minutos transcurrían, y Franco seguía sin aparecer.
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«Se han contado muchas cosas sobre ese retraso, del que se dice que fue de una hora. Ciertos comentaristas han querido ver en él un deliberado gesto de Franco, deseoso de patentizar así su independencia con respecto a Hitler. Se ha dicho incluso que no había querido sacrificar su habitual siesta, para llegar puntualmente a su cita. Todo eso es completamente falso. ¿Cómo imaginar siquiera que, antes de afrontar uno de los más rudos combates de su carrera, y en el que estaba en juego la supervivencia de su país, Franco provocara deliberadamente la cólera de Hitler? En realidad, aunque lo ocultara, Franco tenía miedo. En cuanto a su retraso, fue exactamente de ocho minutos. Pero un retraso voluntario, por razones de protocolo. Considerando que el Führer era el anfitrión, por expresarlo así, Franco no quería llegar antes que él a la cita, sino, al contrario, presentarse como un invitado, dejando transcurrir un intervalo de algunos minutos. Siendo Hitler, en aquellos momentos, el ocupante de Francia, Hendaya era como su casa.
—En efecto, el dueño de la casa. Y Franco tuvo con él ese tradicional “cuarto de hora de cortesía” que es de rigor en España. ¡Cuánta amabilidad!»[11].
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El tren entra en la estación y se detiene. El torso musculoso de Franco aparece enmarcado por la ventanilla de su compartimiento. Lleva su gorro militar con borlón. En su guerrera, encima de la laureada de San Fernando, Franco ha prendido el Águila alemana. Su sonrisa es tan ancha que induce a sospechar no sea totalmente sincera. Hitler, ceñudo hasta ese momento —nunca se le había hecho esperar—, esboza una sonrisa forzada. Los dos hombres se quitan los guantes y se dan un largo apretón de manos. Franco gesticula, se agita y comienza a hablar rápidamente. Es tal su verbosidad que al intérprete le es muy difícil seguirle. ¿Trata Franco de ocultar así su ansiedad? Hitler no habla casi, pero su gesto se ha hecho más amable.
Ahora, Franco, abombando el pecho y levantando el mentón, avanza sobre una alfombra roja, entre la doble hilera de la guardia de honor y de las banderas con la cruz gamada. Con un paso mecánico, el brazo derecho haciendo el saludo fascista, y levantando mucho y rígidamente las piernas —casi un perfecto «paso de la oca»—, Franco, al lado de Hitler, pasa revista al destacamento que rinde honores. Bajito, rollizo, con la tez tostada y los ojos negros, contrasta cómicamente con los generales del séquito de Hitler, altos, robustos, rubios, con la visera de sus gorras, de copa alta, calada hasta taparles casi los ojos azules. Sugiere la imagen de un gallo bien cebado y empinado sobre sus espolones.
La música militar se extingue y las armas son bajadas. Hitler, Franco, Ribbentrop, Serrano Súñer, el mariscal de campo Keitel, jefe supremo de la Wehrmacht, y Gaus, el director del departamento jurídico del ministerio de Negocios Extranjeros, suben al Erika. Franco observa que Hitler monta con dificultad al estribo, agarrándose al pasamanos. Y observa, igualmente, su gesto de irritación, a menos que se trate de una comedia.
Hitler espera a que su huésped se haya sentado en el butacón que le ha sido preparado, antes de sentarse él mismo. Franco se arrellana sin prisas y espera. «Me puse a pensar que si hubiera vestido un albornoz se le habría tomado por un árabe… Y me sorprendió su manera un tanto confusa e indecisa de hablar. Pero comprendí en seguida que Franco; como negociador prudente, trataba de no comprometerse».
Como de costumbre, Hitler comienza su largo monólogo, estableciendo una petición de principio: Inglaterra está ya vencida, aunque se niegue a reconocerlo. Para rematarla —sigue Hitler—, hace falta expulsarla de África y del Mediterráneo, ocupando Gibraltar. Y ha fijado la fecha de esta operación: el 10 del próximo enero. Las tropas de choque alemanas de la Sturmabteilung Koch, que se habían apoderado, en mayo de 1940, con una rapidez fulminante, del fuerte belga de Eben Emael, cerca de Lieja, repetirán la maniobra, pero esta vez contra Gibraltar. Destacamentos alemanes se entrenan va, sobre un objetivo simulado, en el sur de Francia. El método, basado en el aprovechamiento de los ángulos muertos, ha sido llevado al más alto grado de perfección técnica. Es, realmente, infalible. Una vez liberado, Gibraltar volverá a ser de los españoles, así como ciertos territorios africanos. Cuáles serán éstos es asunto que se estudiará. Ha llegado, pues, el momento de concertar una alianza hispanoalemana y, para España, el de entrar en la guerra contra Inglaterra.
Franco ha permanecido silencioso. Parece como atornillado a su butaca. Ahora comienza a hablar lentamente, con su tono agudo y monótono, «como un muecín en su alminar». Expone una versión, corregida y aumentada, de su famosa «letanía». Ante todo, España necesita cien mil toneladas de trigo. ¿Está dispuesta Alemania a proporcionárselas? Y también le es imprescindible, para atacar con éxito Gibraltar y enfrentarse a la Gran Bretaña, un armamento poderoso: artillería pesada para bombardear el Peñón y baterías antiaéreas para proteger la larga línea costera y los archipiélagos españoles, que la flota inglesa no dejaría de atacar. ¿Puede Alemania cederle todo este armamento? El monólogo con que Franco ha contestado al de Hitler es de un tono muy distinto al de su colocutor. El del Führer ha sido directo y casi brutal; el de Franco, matizado y pródigo en sugerencias y alusiones. El dictador español ha alternado las solicitaciones y los puntos de vista personales. Con respecto a la operación contra Gibraltar, se ha escudado, sobre todo, en el honor español, que no admitiría una reconquista del Peñón llevada a cabo por fuerzas extranjeras. Y luego, con su voz aflautada y monocorde, ha expuesto duras verdades. ¿Partir de Gibraltar para expulsar de África a los ingleses? Eso es olvidar la protección natural que representa un vasto cinturón desértico, una especie de mar de arena que imposibilitaría el empleo de fuerzas blindadas. Franco sabe lo que se dice. No en balde combatió mucho tiempo en Marruecos. Y, por otra parte, Inglaterra no está aún vencida. Alemania no ha conseguido dominar el espacio aéreo británico. Incluso en caso de ocupación del territorio inglés, el gobierno y la flota británica podrían continuar la lucha desde sus vastas posesiones coloniales, con todos los recursos de su Imperio y la poderosa ayuda de Estados Unidos.
Mientras, con su vocecilla tranquila, Franco soltaba su discurso cuidadosamente meditado, Hitler se sentía invadido, simultáneamente, por dos sentimientos: la inquietud y la exasperación. Había pensado comerse de un solo bocado a este españolito rechoncho y moreno, y he aquí que se le escapa la presa. Más aún, este pequeño español se ha permitido darle una lección y poner en duda su victoria. Hitler tamborilea sobre el brazo de su sillón, se levanta de un salto y gruñe: «¿Para qué seguir?». Pero, inmediatamente, recobra su dominio y vuelve a sentarse. A las seis y media, se suspende la reunión. Franco y Serrano Súñer regresan a su tren.
Luego, Ribbentrop y Serrano, a solas, pergeñan trabajosamente un proyecto de acuerdo. Serrano se mantiene firme respecto a las pretensiones territoriales españolas. Se conviene, pues, reservar a España una parte de las colonias británicas. Esto es vender el oso antes de matarlo. Porque… ¿y si Inglaterra acabara ganando?
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«Hitler nos ha invitado a cenar, a las nueve, en su lujoso vagón restaurante, expresamente traído de Alemania. Una iluminación indirecta arrancaba destellos a una vajilla realmente suntuosa. El Führer y Franco presidían la mesa. Franco tenía a su derecha a Ribbentrop, y a su izquierda al mariscal von Keitel. Yo estaba a la derecha de Hitler, que tenía a su izquierda al embajador de España en Berlín, Espinosa de los Monteros. A mi izquierda, se hallaba el general von Bauchitsch, con quien yo conversaba en francés. Se habló poco y de asuntos triviales. La minuta fue excelente. Hitler haría visibles esfuerzos para mostrarse amable, porque la conversación con Franco le había decepcionado. Por lo demás, y ya desde la primera sesión, no había ocultado su disgusto a sus colaboradores. En el momento en que se dirigía, tras la cena, del comedor a la sala de la conferencia, nuestro intérprete le había oído decir a Schmidt: “No hay mucho que hacer con esas gentes[12]”».
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Tras la cena, Hitler y Franco se reúnen de nuevo en el vagón-salón del Erika. Ambos reanudan sucesivamente sus respectivos monólogos. Y no sólo sus puntos de vista no se acercarían, sino que, a partir de ese momento, una sensible frialdad presidiría sus relaciones. Pasada ya la medianoche, Hitler acompaña a Franco hasta el tren español. El Caudillo se asoma a la ventanilla, para expresar su último adiós, y el Führer a su vez, esboza también su última sonrisa. El tren arranca, adquiere velocidad y desaparece en dirección a España.
Pero Ribbentrop y Serrano permanecen reunidos en el tren particular del primero: el Heinrich. Sus respectivos jefes les han encargado la redacción de un proyecto de acuerdo. Y trabajan en él toda la noche. Irritado hasta el borde de la cólera, Ribbentrop se despide de los miembros de la misión española, instándoles a que le remitan lo más rápidamente posible un texto satisfactorio. Finalmente, Espinosa de los Monteros es el encargado de elaborar y enviar a los alemanes, tras haberlo sometido a la aprobación de Franco, un texto que trate de conciliar, en la medida de lo posible, los puntos de vista de ambos países. Todavía encolerizado, Ribbentrop se dirige a Biarritz y allí toma un avión para llegar a tiempo a Montoire, donde Hitler y Pétain deben encontrarse. Durante el trayecto, Ribbentrop no cesa de manifestar su ira contra ese «jesuita» de Serrano y ese «cobarde ingrato» de Franco. Y la cólera de Hitler contra el generalísimo no será menor. En Florencia, confesará a Mussolini que preferiría, antes que tener otra experiencia de tal género, hacerse arrancar tres o cuatro dientes. Como buen comediante que era, Hitler imita ante el Duce la voz y los gestos de Franco, del que reconoce sus cualidades humanas, pero al que niega las capacidades de un auténtico hombre político y de un organizador.
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«Usted se ha mostrado siempre muy reservado con respecto a la entrevista de Hendaya. En cambio, ha sido más comunicativo cuando se ha tratado de su conferencia con Hitler, que tuvo lugar en el mes siguiente, y que ha sido llamada el “Consejo de guerra en Berchtesgaden”.
—Ése es el título con que calificó dicha reunión un compatriota suyo, el periodista Charles Favrel. Ante su insistente deseo de hablar conmigo, le recibí en Lisboa, un poco después de finalizada la guerra. Conversamos sobre el pasado de España y también sobre su presente y su futuro. Era un hombre inteligente, pero opuesto a nuestra política. Sin mi autorización, e incluso sin comunicármelo, utilizó mis manifestaciones informales para publicar, a fines de octubre de 1945, un reportaje en Paris Presse, en el que abundaban los errores. Pero es cierto que aquella terrible velada que pasé con Hitler, en su Berghof, fue realmente un Consejo de Guerra[13]».
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Serrano Súñer se halla de nuevo ante Hitler. Tan conminatoria ha sido la convocatoria del Führer, que el ministro español no ha tenido siquiera tiempo de ver con algún detenimiento la célebre residencia del jefe nazi, ni de admirar el agreste panorama de los Alpes austríacos.
Acompañado por Ribbentrop y el intérprete Schmidt, Hitler preside una mesa en torno a la cual se hallan, también, sentados Serrano y sus colaboradores: el barón de las Torres y Antonio Tovar. Hitler abrevia las formalidades protocolarias y aborda en seguida el tema en cuestión. Se siente muy irritado ante el desafortunado ataque de los italianos a Grecia y tiene la intención de cerrar las dos puertas opuestas del Mediterráneo: primero la de Gibraltar y luego la de Suez. El cierre de la puerta occidental incumbe a España. Es, para ésta, una cuestión de honor y también su deber. Hitler se yergue en su sillón y recalcando sus palabras, dice: «He decidido atacar Gibraltar. He preparado minuciosamente la operación. Sólo queda ya ponerla en práctica y eso es lo que vamos a hacer». Recuerda a los presentes que el ejército alemán cuenta con 230 divisiones, 186 de las cuales pueden ser inmediatamente concentradas en los Pirineos. La amenaza es inequívoca. Comienza entonces un largo intercambio de argumentaciones entre Hitler y Serrano. Ambos exponen sus puntos de vista sobre todos los aspectos de una cooperación militar impuesta, más bien que propuesta, por Hitler, y eludida, más bien que aceptada, por Serrano. Preguntas y respuestas se cruzan. ¿Por qué Alemania no invade Inglaterra? —El tiempo no es favorable—. ¿No sería preferible comenzar con el ataque a Suez? Porque el cierre del estrecho de Gibraltar supondrá para España el cierre, también, del Atlántico, por donde le llega el trigo, que le es imprescindible. Hitler hace un gesto con la mano, como para barrer esta última objeción. «Italia —dice el Führer— ha recibido de Alemania un millón de toneladas de carbón, pero sólo habría recibido doscientas mil si no hubiese entrado en la guerra. Que España declare la guerra a Inglaterra, y Alemania le proporcionará todo lo que necesite». Serrano tiene una inspiración. «El pueblo español —dice— ama apasionadamente su independencia y resistiría a cualquier invasión, como lo hiciera ya otrora contra los ejércitos de Napoleón, y pese a que, en estos momentos, sus posibilidades de defensa sean muy limitadas». Contrariado, en el primer momento, por esta reflexión, Hitler se calma y, en un inesperado tono de comprensión, casi paternal, responde a Serrano: «Comprendo sus razones. Tómese, pues un tiempo para acabar de prepararse y poder cumplir lo convenido». El tiempo, para España, de almacenar reservas de trigo procedente de Canadá, Estados Unidos y Argentina.
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«Cuando Hitler le hablaba de la futura Europa —la Europa hitleriana—, ¿qué papel pensaba asignar en ella a Francia?
—Metía a Pétain, Laval, Weygand y De Gaulle en el mismo saco. Estaba convencido de que, a despecho de sus aparentes disensiones, todos estaban de acuerdo para trabajar en pro de la restauración de su país. Hitler consideraba Francia como un irreconciliable enemigo, desde hacía tres siglos, de Alemania, pero reconocía su importancia y estimaba que había que contar con ella en la Europa del futuro[14]».
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Hitler y Serrano procedieron a un amplio examen del horizonte estratégico y militar. Todos los aspectos de la guerra fueron analizados, particularmente el problema del Mediterráneo. Hitler no se interesaba por Constantinopla, sino por Marsa Matruh, a 250 kilómetros de Alejandría, lo que le permitiría instalar en ese punto una base aérea desde la cual la aviación alemana pudiese atacar a la flota inglesa. En esos momentos estaba haciendo construir aviones cuyo radio de acción alcanzaría los 6250 kilómetros.
Serrano dejaba hablar a Hitler, lo que le evitaba cuestiones embarazosas. Meneaba la cabeza y asentía. Pero era ya tiempo de poner fin a tan larga entrevista. ¿Cómo conseguirlo? Serrano tiene una idea. «A mi regreso a Madrid —dice al Führer—, ¿cómo voy a explicar a los embajadores de Estados Unidos y de Inglaterra mi estancia en Berchtesgaden, sin despertar su desconfianza? A menos de decirles que he venido para solicitar envíos de cereales, lo que, además, tendría como probable efecto la aceleración de sus propios envíos. Y por poco que fuese lo que ustedes nos enviaran también…». Hitler acoge, con gran satisfacción, esta sugerencia. La entrevista, comenzada bajo los más inquietantes auspicios, termina felizmente.
Antes de tomar el té en el gran salón, los invitados se dirigen a la galería meridional, desde la que se divisa el panorama alpino, en ese momento otoñal. El sol atraviesa la bruma. Serrano dice en voz alta: «Cuando el Führer viene a este lugar de meditación y recogimiento, sus enemigos se inquietan porque piensan que algo se trama». Halagado, Hitler sonríe. Ese día, Serrano pernoctará en Berchtesgaden.
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«Otra cuestión, señor Serrano Súñer. En febrero de 1941, usted acompañó a Franco a Bordighera, para entrevistarse con Mussolini, y luego a Montpellier, para encontrarse con el mariscal Pétain.
—Sí. Con el mariscal estaban también el almirante Darían, considerado como el “Delfín”, Peyrouton, ministro del Interior. Du Moulin de Labarthète, jefe del gabinete civil de Pétain, y el general De Lattre de Tassigny, comandante militar de la región, muy en su papel de “ayudante de campo” del mariscal. Cuando nos sentamos a la mesa, lo hice a la derecha de Pétain. La atmósfera era cordial y excelente la comida, sobre todo los vinos. Recuerdo aún cierto moscatel de Frontignan, tan delicioso que hice un caluroso elogio de él al mariscal. “Haré que le envíen una furgoneta”, me prometió. Y la promesa fue cumplida. Pero la conversación fue bastante trivial. Pétain, como le ocurría también a Franco, trataba, ante todo, de no irritar innecesariamente a los alemanes. Y su mayor temor era el de que la guerra se desplazase hacia el Occidente.
—En el momento en que usted se despidió de Pétain, en medio de la multitud congregada en la plaza, parece ser que usted gritó “¡Viva Francia!”. Exclamación que sorprendió a no pocos, ya que le tenían a usted por un francófobo. Especialmente, Du Moulin de Labarthète, quien, al comentar el acontecimiento, dijo que “el grito debía habérsele atragantado”.
—Probablemente, quiso hacerse grato a los hombres de la Resistencia. Mi grito fue totalmente sincero. Tan sincero como mi compasión por el pueblo francés, tan duramente humillado y maltratado por la derrota. La política no tenía nada que ver con esta reacción mía puramente emocional.
—Y la derrota sufrida por Francia ¿significaba, en su opinión, el definitivo final de su papel como gran potencia europea?
—Sí… a menos de un milagro[15]».
Un paso adelante, un paso atrás
Antes de regresar a España, Serrano Súñer se entrevistó, de nuevo, con Ribbentrop. Tras confrontar sus puntos de vista sobre las respectivas estrategias del Eje y de los Aliados, Serrano insiste, una vez más en la forzosa dependencia en que se halla España con respecto a ellos, en lo concerniente a su abastecimiento en víveres. La solución de este problema era, pues, la clave de la intervención española al lado de Alemania. Y Serrano se despide y retorna a Madrid.
En definitiva, los alemanes han considerado un fracaso la entrevista de Hendaya y también las mantenidas por Ribbentrop y Serrano. Pero el 28 de noviembre, Ribbentrop entrega, con aire de triunfo, a Hitler un telegrama de Stohrer, el embajador alemán en España. El telegrama dice: «El ministro español de Asuntos Exteriores acaba de decirme que el generalísimo está de acuerdo en comenzar los preparativos propuestos». Hitler no da crédito a sus ojos. Y, en efecto, al día siguiente llega el texto completo del telegrama, que terminaba así: «… pero no puede precisar una fecha exacta para la declaración de guerra». Hitler comienza a comprender que los españoles se burlan de él, y decide pasar a la acción. El 5 de diciembre, da instrucciones para que la «Operación Félix» se inicie el 10 de enero de 1941. Dos días más tarde, el almirante Canaris se presenta a Franco, para informarle de la decisión del Führer y solicitar el libre paso de sus tropas el 10 de enero. Canaris había sido compañero de armas, del generalísimo, durante la guerra civil. Se trata, pues, de viejos amigos. Sin embargo, la respuesta de Franco es negativa. «¿Por qué motivos?» pregunta Canaris. Y se oye repetir la eterna cantinela: «España no está preparada». Canaris transmite a Berlín la negativa de Franco. Y el mariscal Keitel telegrafía al almirante: «Pregunte al generalísimo cuál es, en su opinión, el mejor momento para atacar Gibraltar». Canaris responde, con la mayor diligencia, que Franco no puede comprometerse a fijar una fecha exacta y que España no entrará en guerra con una Inglaterra en pie.
Cinco años más tarde, poco antes de ser ahorcado, Keitel escribirá: «Actualmente, dudo de que Canaris fuese la persona indicada para aquella misión. Sospecho que no se tomó demasiado trabajo para convencer a Franco, sino que, al contrario, puso en guardia, contra el proyecto, a sus amigos españoles». Sea como fuere, tras esta información de Canaris, del 10 de diciembre, Hitler renunciaría definitivamente a la «Operación Félix». Algunos días más tarde, dictaría un plan de batalla contra la Rusia soviética. El que recibiría el nombre de «Operación Barbarroja».
Las relaciones de Franco con Mussolini eran muy diferentes a las mantenidas con Hitler. Y éste lo sabía. Por eso había presionado al Duce para que utilizase su influencia personal sobre Franco, a fin de hacerle entrar en la guerra. Y éste sería uno de los temas de la entrevista, que tuvo lugar en Bordighera el 12 de febrero de 1941, de Mussolini con Franco, acompañados por sus respectivos ministros de Asuntos Exteriores, Ciano y Serrano Súñer. Los reveses que sufrían en aquellos momentos los italianos preocupaban al Duce. Franco lo sabía, y conocía también la hoja de servicios de bastantes generales italianos, algunos de los cuales habían combatido en España. Por eso pregunta a Mussolini: «¿Dónde está ahora el general Bastico?». —«En el Dodecaneso», responde el Duce—. «Entonces usted perderá el Dodecaneso». Resignadamente, Mussolini alzó los hombros.
La acogida del Duce a Franco fue cordial, casi afectuosa, pero el jefe del gobierno italiano pareció cumplir con cierta indolencia su misión, como si estuviese persuadido, de antemano, de que estaba condenada al fracaso. Franco reafirmó su opinión, bien conocida va: la situación económica impedía a su país entrar en guerra. Mussolini no insistió. En medio de una multitud que lo aclamaba, el Duce parecía desilusionado. Cuando Serrano lo felicita por el entusiasmo que su pueblo le manifiesta, el Duce le responde, negando con la cabeza: «No lo crea. Me detesta». Y a la pregunta de Franco: «Si pudiese salirse de la guerra, ¿lo haría?», Mussolini contesta en castellano: «Claro que sí, hombre, claro que sí». ¿Qué se ha hecho del entusiasmo confiado de no ha mucho, cuando el Duce escribía a Franco que España no podía permanecer al margen del conflicto? En el curso del almuerzo se habla, por supuesto, de Hitler. Por vez primera, la opinión de ambos dictadores no está exenta de reservas al juzgar al Führer, sobre todo por parte de Franco, cuya desconfianza hada sus intenciones puede más que su admiración. Incluso se le escapa una frase, sorprendente en él: «España no está dispuesta a perder su rango, convirtiéndose en una esclava del gobierno de Berlín».
Hitler, puesto al corriente, por el Duce, de la actitud negativa de Franco, se da, definitivamente, cuenta de que España no entrará nunca, voluntariamente, en la guerra. Y no insistirá más. Pero Franco ya puede irse preparando… Porque será él, Hitler, el que entrará en España.
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«Señor Serrano Súñer: usted se reunió, en varias ocasiones, con Mussolini. ¿Cuál es su opinión sobre él?
—Mussolini era un amigo. Siempre me habló con franqueza. En el fondo, el campesino que había sido seguía manifestándose en sus maneras cordiales pero un tanto rudas. Como jefe de gobierno, lo considero un hombre de genio. Estimuló la economía, humanizó las relaciones sociales, insufló a su pueblo el gusto por el trabajo y supo manejar un pasado histórico, para hacer de él el motor del orgullo nacional. Pero con quien yo estuve más relacionado fue con su yerno, el conde Ciano. Caprichoso como un niño mimado, contradictorio, apasionado, inteligente, exuberante… lo mismo podía inspirar simpatía que antipatía. Su ejecución, por orden de su suegro, me anonadó. Yo escribí a Mussolini. Aquí tengo su larga respuesta manuscrita, de fecha 11 de junio de 1944. Mussolini invocaba la “razón de Estado…”[16]».
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Cuando Franco envió a Hitler al general Juan Vigón, puede decirse que fue la hora de la tentación. Para España, parecía haberse presentado, inesperadamente, la ocasión de recuperar Gibraltar, es decir, el dominio del Mediterráneo, de volver a ser, con la posesión de Marruecos y de la costa occidental de África, una potencia colonial Tres días después, en Múnich, Hitler manifestará que «en la Europa reconstituida tras la paz, Alemania e Italia deberán asumir las funciones de gendarme del nuevo Estado europeo que será ya un hecho. Y si a Alemania e Italia se uniera una España satisfecha y también guardián del orden, el futuro statu quo de Europa no podría ser modificado, en ningún caso, durante mucho tiempo». Este «mucho tiempo» era —para Hitler— el milenio de la futura paz germánica.
¿Un milenio? Por el momento, lo que cuentan son los días, las horas… Porque Hitler quiere ganar rápidamente la guerra, antes de que se alcen contra él dos adversarios de talla: Estados Unidos y la Rusia soviética. Pero —en gran parte a causa de las reticencias españolas que retrasaron y, finalmente, anularon la toma de Gibraltar; y a causa, también, de la tenaz resistencia de Inglaterra ante los bombardeos masivos de la Luftwaffe— Hitler acabará viéndose desbordado por los acontecimientos que creía dominar.
En cuanto a Franco, su admiración por la máquina de guerra alemana no ha disminuido. Pero ciertos indicios —las informaciones recibidas de los países ocupados por la Wehrmacht, y la visita a Madrid de expertos alemanes enviados con la intención de ejercer un total control de la economía española— le hacen temer por el destino de España dentro de una Europa hitleriana. No se dejará, pues, «poner las esposas». Resistiendo a las tentaciones del presente, empleando con Hitler todas las astucias posibles —no ciertamente, por amor a los Aliados, sino para salvar de la invasión y de la muerte a su país— habrá contribuido a que las democracias hayan ganado un tiempo precioso para movilizar todos sus recursos.
La Alemania hitleriana ha ganado la «guerra relámpago». Pero perderá la batalla del tiempo.