XIV

XIV

—¿A mí? —dijo Tilly Parsons—. No podrían matarme ni con un hacha de guerra; no pienso en morirme. ¿Tiene alguien un Chester?

Así hablaba Tilly Parsons dos días más tarde, en un agradable atardecer, después que los asuntos habían terminado, tal como habían comenzado, en la oficina de Tom Hackett en Albion Films.

Como buen anfitrión, Hackett había preparado unos cócteles para celebrar tanto el término de la filmación de «Espías del Mar», como de la meteórica carrera de Joe Collins como aspirante a asesino. Era verdad que Tilly estaba aún un poco pálida, pero llevaba un vestido cuyos colores podría haber distinguido un ciego a una distancia de veinte metros, e ingería whisky a una velocidad que casi le hizo saltar a Hackett los ojos fuera de las órbitas.

Ciertamente que el festejo se estaba transformando en una fiesta formal. Era indecoroso, aunque excusable, que cada diez minutos Bill y Mónica se dirigiesen a la habitación contigua para lo que Tilly llamaba lamerse. Fisk estaba con un brazo alrededor de una actriz joven, a la cual cortejaba en varios sentidos. Frances Fleur, cuya desgracia por lo sucedido había durado exactamente veinticuatro horas, bebía, para la desesperación de todos, jugo de naranjas.

Pero en medio de todos, más orgulloso quizás que el día que había acusado de asesinato a James Answell, estaba Sir Henry Merrivale. Nunca se lo habían imaginado; mantenía una maligna y fija mirada que hacía saltar a la artista de Fisk cada vez que la miraba. Pero estaba contento, porque se le iba a tomar una prueba para Ricardo Tercero, y se le habían dado para ella una armadura y un yelmo de verdad.

—Vamos —dijo Tilly—. Ya sabe para qué está aquí, viejo pirata. Y no me asusta aunque mire con esos ojos. Cuéntenos; explíquenos cómo le siguió la pista cuando el resto de nosotros no tenía idea. Desde que todo es culpa mía, en cierto sentido, tengo derecho a saberlo.

—¿Está segura de que quiere saberlo? —le preguntó suavemente Fisk.

Por un instante el rostro de Tilly se contrajo. Si fué por sentimentalismo, o por el alcohol o por una emoción real, ni la misma, Tilly podría haberlo dicho; pero luego de un instante, sacó un pañuelo, se secó los ojos y terminó su vaso con aire desafiante.

—Ya lo creo que quiero saberlo —replicó—. Después de todo, si Frances puede soportarlo, yo también puedo. El hijo de perra ese la trató peor que a mí. —La miró con franca curiosidad—. ¿Cómo se las arregló para engañarla, querida?

Frances Fleur, sorbiendo su jugo de naranja, le devolvió la curiosidad con intereses.

—¿De modo que somos rivales, no es así? —dijo con aire de sorpresa—. ¡Qué divertido! —rió.

Tilly se molestó.

—¿Qué es lo que halla tan divertido? —preguntó.

—Nada, querida.

—¿Quiere decir que soy un esperpento? —dijo Tilly, cándidamente—. Ya lo creo que lo soy; nunca pensé que el fulano se casaba conmigo por mi belleza; pero la viejecita está viva todavía, querida, no lo olvide. Después de todo, yo no soy la traicionada en este asunto. Es usted.

Frances Fleur dejó el vaso.

—¿Está usted insinuando que soy una mujer traicionada?

—Bueno, que es una traicioncita entre amigos —contestó Tilly, bromista hasta el final—. Si eso fuese todo lo que me hubiese sucedido a mí, me consideraría dichosa. Las desgracias comienzan cuando menos se piensa. Lo que me recuerda —se volvió hacia Mónica y Bill— que la manera como ustedes dos se comportan es un escándalo público. ¿Qué diría tu tía Flossie si te viese? ¡Uf! ¡Debiera darte vergüenza! Llénelo de nuevo, Tommy, y no lo escatime.

—¡Viva la tía Flossie! —dijo Bill, sentando a Mónica sobre sus rodillas y besándola.

—Terrible —dijo Tilly, con aire medio ausente—. Chocante. ¿Qué era lo que estaba diciendo? ¡Ah, el viejo pirata! Vamos, querido, cuéntenos eso.

Durante un rato, Henry Merrivale se quedó silencioso, con aire meditativo, mascando la punta de su cigarro; luego se le oyó decir con voz baja:

—Ahora es el invierno de nuestra desgracia, hecho verano por este sol de York. Ahora…

—Muy bien, querido; está magnífico; los dejará tiesos. ¿Pero qué le parece hacerme un poco de caso, para variar?

Lo que siguió fué caótico. En primer lugar, a Sir Henry no le agradaba que se dirigiesen a él como viejo pirata; en segundo lugar, creía que tenía temperamento artístico, por lo cual no debían interrumpirle cuando estaba ensayando. Gritó tanto sobre la ingratitud, que costó bastante calmarlo. Cuando al fin habló, fué con una especie de contenida impaciencia.

—Miren —dijo—. La mejor manera de que se expliquen el asunto es que lo hagan solos, recordando lo que sucedió; entonces rio necesitarán casi mi ayuda.

Fumó en silencio durante un rato. Luego miró por encima de sus anteojos, primero a Mónica y luego a Thomas Hackett.

—Quiero —dijo— que trasladen sus mentes a la tarde del 23 de agosto en esta oficina, donde comenzó todo. Usted —indicó a Mónica— y usted —su dedo mostró a Hackett— están aquí conversando antes de que el joven Cartwright entre. ¿Comprenden?

—Sí —dijo Mónica.

—Sí —dijo el productor.

—Muy bien. Y suena el teléfono, ¿no es así? ¿Y quién está al fono?

—Kurt Gagern —contestó Hackett—. O Joe Collins o como sea su maldito nombre.

Sir Henry miró a Mónica.

—¿Está bien eso? ¿Se recuerda de ello?

—Sí —contestó Mónica—, me acuerdo porque el señor Hackett se dirigió a él como Kurt. ¿Por qué?

—Él le dijo —continuó Sir Henry dirigiéndose a Hackett— lo del ácido en el escenario. Usted le contestó que no podía ir al escenario hasta un minuto después. ¡Ahora piense! ¿Qué más le dijo?

Los ojos del productor se achicaron; miró fijamente el teléfono; luego, como súbitamente iluminado, dijo:

—Le dije: «La nueva escritora acaba de llegar…».

—Exactamente —dijo Henry Merrivale—. La nueva escritora acaba de llegar. Ahora quiero que piensen un instante en el terrible significado de esas palabra para el individuo que las estaba escuchando.

»¿Qué diablos querían decir? Desde mediados del mes estaba decidido que Tilly Parsons, la gran argumentista, vendría desde Hollywood para trabajar en el argumento de Espías del Mar». Nadie sabía con exactitud cuándo llegaría; usted mismo no lo sabía; pero se la esperaba. Los pensamientos de todos ustedes, incluso el de Gagern (llamémosle así), estaban pendientes de «Espías del Mar». Cuando Gagern oyó por el teléfono que la nueva escritora había llegado, ¿qué pensó? ¿Qué habría pensado cualquiera de ustedes?

Hizo una pausa.

—Gagern estaba listo para recibirla; había arreglado la pequeña farsa de la botella de ácido para que pareciese que había un maníaco haciendo sabotaje, para que después, a su llegada, no causara asombro cuando el ácido le quemase los ojos…

Tilly se puso blanca; la misma Mónica se sintió enferma.

—Para cegarla —concluyó Sir Henry—. Había cambiado su voz lo bastante como para que no hubiese peligro de que lo reconociera, siempre que no pudiese verle.

»Creía no tener otra escapatoria; no podía huir. Era misericordioso, no quería matarla. Solamente quería dejarla ciega.

»Como digo, ya tenía preparado el camino para esto mediante su pequeña treta de la botella de agua. Calculó esto una semana antes de su posible llegada. De modo que le sorprendió horriblemente cuando llamó aquí para comunicar lo del ácido y descubrió que Tilly Parsons, así pensó él, ya estaba aquí. Tenía que trabajar rápido ahora, o lo delatarían. Estaba asustado, pero no sorprendido, de que Tilly Parsons hubiese aparecido de repente. ¿Por qué habría de estarlo? Cualquiera que la conozca sabe que aparecer inesperadamente es algo muy característico suyo…

»Entonces, ¿qué más sucedió? Usted —señaló a Tom Hackett— salió hacia el escenario, dejando a Mónica Stanton con Bill Cartwright, ¿no es así?

—Así es —afirmó Hackett.

—Le dijo a Cartwright que la llevase en seguida al estudio, ¿no es así? Luego, en el escenario, ¿sacó a Gagern de su error? ¿Le dijo: Hijo, estás equivocado. La muchacha que viene con Cartwright no es Tilly Parsons, sino que Mónica Stanton? No, no lo hizo. Y se lo probaré.

Esta vez Sir Henry dirigió sus siniestros ojos hacia Howard Fisk, con tal intensidad, que éste quitó el brazo que tenía alrededor de la rubia.

—¿Recuerda —prosiguió Sir Henry— las primeras palabras que dijo cuando le presentaron a Mónica Stanton? Yo las recuerdo, porque tengo la copia de ellas que me entregó el señor Cartwright; ¿pero usted se acuerda?

Fisk dió un silbido; también él pareció recordar súbitamente.

—Dios mío, por supuesto —murmuró dirigiéndole a Mónica una débil sonrisa—. También creí que era Tilly Parsons. Le dije: «Ah, el experto de Hollywood. Hackett me había hablado de usted. Espero que no encuentre demasiado lentas nuestras técnicas inglesas». —Reflexionó—. Tiene usted toda la razón. Hackett nos dijo a Gagern y a mí solamente que la nueva escritora acababa de llegar, y que venía en camino al estudio acompañada de Bill Cartwright. Estábamos demasiado preocupados por el otro asunto para más explicaciones.

El cigarro de Sir Henry Merrivale se había apagado, pero no lo volvió a encender.

—Y ahora —continuó— quiero señalar un hecho que, si ustedes hubiesen tenido el seso despejado, habría aclarado el asunto en ese mismo instante.

»Ustedes establecieron que, a menos que hubiese ocurrido un milagro, el asesino tenía que ser uno de los cinco: Frances Fleur, Thomas Hackett, Howard Fisk, Bill Cartwright o Kurt Gagern. Cuando el asunto del ácido sucedió, nuestro amigo Gagern era el único que aún no había conocido a Mónica Stanton. Era el único que no sabía que no era Tilly Parsons. Era el único que no sabía quién era en realidad y qué era. Era el único que podía haber cometido una equivocación. Naturalmente que se escondió hasta que echó el ácido; y cuando llegó haciéndose el inocente a la ventana, que me maten, ¡pero qué impresión debe haber tenido!

»Pueden apostar que se quitaría de la vista de la que él creía que era Tilly Parsons. Todo lo que tuvo fué una visión de ella en un escenario medio a oscuras; más tarde, vislumbró su cabeza y sus hombros por la ventana del piso superior de la casa del médico en el escenario 1882. Usted —e indicó a Tilly con la punta del cigarro—. ¿Cuál es el color de su cabello?

—Podría hacerme el favor de llamarlo rubio —contestó Tilly.

—Es oxigenado, ¿no es así?

—Por Dios —murmuró Tilly—. ¡Qué lisonjero es usted! Sí, viejo pirata, es oxigenado.

—¿Cómo lo usa?

—Encrespado.

—Sí. Ahora miren con detención a esta muchacha Stanton; fíjense en el color de su cabello y cómo lo usa. También quisiera saber qué clase de vestidos lleva generalmente. No me refiero a ese mamarracho que lleva en este momento —explicó Sir Henry escogiendo cuidadosamente los términos, mientras Tilly se ponía de color púrpura—. Quiero decir la clase de vestidos que usa generalmente. ¿Traje sastre, no es así? Y Mónica Stanton llevaba el 23 de agosto un traje sastre gris.

»Joe Gagern tenía demasiada mala suerte; si hubiese visto de lejos a la Stanton; si le hubiese visto el rostro al resplandor de un fósforo, no la habría confundido con usted, lo mismo que no habría confundido un serafín de Miguel Angel con una avestruz del desierto de Belcher. Pero no tuvo esa oportunidad. Incluso si hubiese podido escuchar su voz, quizás todavía habría podido salir de su error; pero sólo, la escuchó a través de un citófono que habría hecho que la voz de la Patti se pareciese a la del Pato Donald en una tormenta. De esta manera, la equivocación se completó.

—No lo soporto —dijo Tilly—. Las sutiles alabanzas de este hombre me están volviendo loca. Si alguna vez me repongo de este ataque de dolor de cabeza, trataré de ser más amable con mis amistades.

Pero era pura fanfarronería. Súbitamente se estremeció, y hubo como un calofrío en la habitación.

Bill Cartwright no se dió cuenta de esto. Recordando el momento en que Gagern se asomó por la ventana en el escenario 1882, sintió que su pecho se llenaba de amargura.

—Y esta amargura quiero sacarla de mí inmediatamente —declaró—. Dígame: ¿no estaban en lo cierto todas mis teorías acerca de la culpabilidad de Gagern, que usted ridiculizó?

—Es verdad, hijo.

—Entonces, ¿por qué diablos no me lo podía decir?

Henry Merrivale tenía un aire apologético.

—¿Sabe, hijo? Podía haberse tratado de cosas muy importantes. No podía decirle nada. Tenía que asegurarme de que Joe no estaba comprometido en ninguna cuestión de espionaje, y estaba casi seguro de que no lo estaba. En lo que se refería a eso, como se lo dije a Kern Blake, se podía confiar en él; y era la verdad. No hubo jamás nada de espionaje. En lo que se refiere a otras cosas, la culpabilidad de Joe era tan evidente que se notaba a una milla de distancia. Pero tenía que darle soga para saber cuál era su juego.

»Joe pensó que sería terriblemente fácil engañar al pobre viejo que soy. Fíjense en las fechas: mediados de agosto: se decide importar a Tilly Parsons para Albion Films. Mediados de agosto: Joe Gagern me ofrece sus servicios en caso de que estalle la guerra. ¿Razones? Adivínenlas. Pronto, muy pronto, su ex esposa llegaría a Pineham; pero él pensaba impedir que ella revelara su verdadera identidad; y tiene la magnífica ocurrencia de pensar que en caso de que cualquier cosa le estropee sus planes, me tiene a mí para que lo proteja, diciendo que es uno de mis hombres. El…

Hizo una pausa para mirar a Tilly.

—¿Con qué nombre se casó con usted, a propósito? Me lo dijeron cuando hablé por teléfono con la policía de Los Angeles, el miércoles por la noche, pero lo he olvidado.

A pesar de sí misma, las lágrimas se asomaron a los ojos de Tilly nuevamente.

—Fritz von Elbe —dijo, mientras se sonaba violentamente la nariz—. Me dijo que era mayor de Ulanos en la última guerra. Ustedes saben, esos con los sombreros raros.

—¿Y luego?

—Y —prosiguió Tilly— falsificó uno de mis cheques, por quince mil dolares, y se largó. Así fué cómo… No importa. ¡Una vez le dije a Bill Cartwright cómo odio a los farsantes! Y él era de marca mayor.

Henry Merrivale asintió.

—También fué muy curioso y significativo —añadió— que dos días antes de la llegada de Tilly Parsons (la verdadera esta vez) Gagern se cayese al lago y fuese enviado a la cama con influenza. Él mismo me confesó que nunca se la había encontrado frente a frente. Pero nos estamos adelantando. En el momento del asunto del ácido…

—¿Qué pasó con la coartada que él tenía? —preguntó Bill.

—¿Quiere decir —le preguntó Sir Henry con un gesto que en cualquier otro ser hubiese sido malvado— cuando se suponía que estaba hablando conmigo por teléfono?

—¿Sí?

—Su coartada —dijo Sir Henry— era una basura. El fulano no era nada más que un estúpido, compuesto por iguales partes de errores y presunción. Todo lo que hizo fue llamarme y decirme que estaba hablando a las cinco y diez. Cualquier individuo que trate de pasarle ese truco a un hombre que tiene una oficina desde, la cual se oye claramente el Big Ben, merece algo peor de lo que le espera a él.

»En realidad, me telefoneó poco antes de las cinco; pero pensé que sería muy saludable, bueno para su alma, si no le sacaba del error y veía dónde quería ir a parar.

»Entonces creyó que ya tenía todo listo, y escribió el mensaje en la pizarra: «Dígale a la señora…».

—Con mi letra —gruñó Tilly.

—Con su letra, eso es. Joe Collins Gagern pensó que era un golpe de ingenio; iba a cegarla a usted con ácido y el mensaje estaría escrito con su letra.

»Luego ¿qué sucede? ¡Ah! A la distancia, en la penumbra, ¿qué es lo que ve? Ve (él lo creyó así) a sus dos esposas sentadas en sillas de lona, conversando tranquilamente.

—¿Quiere decir —gritó Mónica— que me vió a mí con la señorita Fleur?

—Vió nada más que su espalda; recuerdo perfectamente que en su declaración usted decía que la señorita Fleur miró por encima de su hombro, y luego se disculpó de pronto y la dejó sola.

En este punto Bill Cartwright no se levantó y se disculpó, sino que se puso de pie y bailó de rabia.

—¡Por todos los demonios! —gritó—: ¿De modo que también estaba en lo cierto acerca de eso? ¿Llamó a Frances para darle algún encargo falso y poder tener así a su otra esposa sola?

—Pregúntele a ella, hijo —contestó Henry Merrivale.

Frances Fleur no parecía estar tan afectada como Tilly por este relato. Pero de vez en cuando había una chispa de temor en sus bellos ojos.

—¡Los hombres —se quejó— son tan extraños!

—¡Oh, Dios! —asintió Tilly.

—Pero lo son, ustedes saben. Ahí tienen al pobre Roonie, mi primer marido, poniéndoles cara a las sirvientas y todo lo demás. Casi diría que mientras sea en su propia casa, pase. Pero cuando comienza a hacerlo con las sirvientas de otras gentes, y a través de las ventanas… Bueno…

Tilly la miró espantada.

—Señora, hay algo de que no puede quejarse en toda caso: de la variedad de sus matrimonios. Con un estrangulador o un piromaníaco para su tercera boda, estará lista…

—Tiene razón —dijo Frances pensativa—. Pero na estoy casada al final de cuentas, ¿no es así?

—No, no lo está —dijo Tilly, no sin ironía—. Usted es una mujer traicionada; ha estado viviendo en pecado. ¡Uf!

Frances Fleur lo pensó durante un rato.

—Yo no —respondió—, pero el pobre Kurt, sí. —Vaciló—. ¿Sabe? Me pareció que había algo raro cuando me llamó por encima del hombro de Mónica y me dijo que fuera en seguida a estudiar el escenario del salón de fumar del «Brunilda». Volví un momento después y lo vi escondiendo una botella en el escenario 1882. Cuando se hubo ido, fui a ver la botella y burbujeaba. No supe lo que era, y todavía no lo sé; pero supuse que estaba bien, ya que Kurt lo decía. De modo que dejé la botella en su sitio antes de que viniese y me sorprendiera.

De nuevo vaciló.

—Después de todo, no hay que ser tan severos con él. Me engañaba, pero debo haberle gustado mucho para hacer todo lo que hizo, ¿no es así?

—Eso hay que reconocerlo —dijo Howard Fisk—; quizás sea la única emoción sincera que sintió. Pero, con toda el respeto debido a su… destrozado corazón, dejemos que Sir Henry continúe. Gagern hizo el primer atentado con el ácido, pero fracasó. Luego vió…

—Vió —dijo Sir Henry—, con la clara luz de la inspiración, que le habían dado una ganga.

»Todos en Pineham estaban ahora firmemente convencidos de que alguien trataba de asesinar a Mónica Stanton. ¡Admirable! Dejémosle que lo piensen. Gagern se miraba al espejo y se volvía loco; porque su nueva vida le significaba demasiado y su nueva esposa y su nueva posición. No podía, sencillamente no podía dejar que Tilly Parsons lo echara todo a rodar. Había una sola cosa que podía hacer. De modo que pasó del fraude al vitriolo y así…

—Y así al crimen —completó Bill.

—Y así al crimen, es verdad. Pero se le ofrecía una magnífica oportunidad. Asesinar directamente a Tilly Parsons era peligroso. Muy peligroso. Si alguien comenzaba a investigar los motivos del crimen con cuidado, el pasado podía levantarse de su tumba y descubrirlo. Pero supóngase que Tilly Parsons moría, y todo el mundo pensaba que el atentado había sido contra Mónica Stanton.

»Era totalmente seguro que todo el mundo habría dicho que era una terrible equivocación y habría corrido tras los motivos del atentado contra la muchacha Stanton, y él estaría a salvo.

»De modo que planeó las amenazas contra Mónica Stanton; escribió las cartas anónimas; después se fué a gritar bajo las ventanas de Mónica con una bastante buena imitación de la voz de Tilly, esa noche que Bill Cartwright casi lo agarra.

»Por supuesto que el disparo no estaba destinado a herirla a usted —miró a Mónica—. Ni siquiera cerca de usted. Por el contrario, si tenía la mala suerte de matarla a usted, su plan se acababa para siempre. Y casi lo hace, porque Cartwright, al atraerla cerca de la ventana, la puso justo en el camino de la bala.

—¿De modo que soy el malo de la comedia otra vez? —dijo Cartwright, no sin amargura.

—Usted había molestado a Gagern, hijo —le aseguró Sir Henry—. Durante tres semanas le había seguido la pista; durante tres semanas casi no le había permitido actuar. Tenía que hacer algo para remediarlo.

»De modo que Gagern, listo ahora para la parte seria, jugó su as de triunfos.

»Pensó que podría persuadirme a mí (¡a mí!) de que le llamase a usted a mi oficina y le rogase con lágrimas en los ojos que le dejase tranquilo. ¿Creen ustedes por un minuto, que si yo no hubiese sabido que era un farsante, habría traicionado a un extraño la identidad de uno de mis hombres? —Sir Henry sacudió la cabeza con escepticismo—. Jamás, hijo. Si mis hombres no se las saben arreglar sin un certificado firmado por mí, no me sirven ni a mí ni a nadie más.

»Dé modo que se sentó en mi oficina y nos contó unas historias conmovedoras; todas ellas sonaban a falso desde lejos; era demasiado noble; era demasiado actor.

»Terminó el acto arrojando un poco de sospechas sobre la misma Tilly. No muchas; sólo que no estaba seguro de que la mujer que se encontraba en Pineham era la misma Tilly Parsons que había conocido en Hollywood. De este modo, admitía haber estado allí, si es que el hecho alguna vez salía a luz; pero pensó que sería magnífico si podía mezclar a Tilly Parsons en el asunto de Mónica Stanton… para luego, o por suicidio o bien por equivocación, hacerla desaparecer.

»Hacia el final de la entrevista en mi oficina, estaba claro como el agua que pensaba dar pronto el golpe decisivo. Lo que sucedió antes de lo que yo había pensado, por una razón muy sencilla. Lo que yo no sabía entonces era cómo lo iba a hacer.

Henry Merrivale se echó atrás en su sillón.

—Supongo que ya saben cómo fué el truco del cigarrillo envenenado, ¿no es así?

Hubo un gruñido, proveniente de Tom Hackett.

—¡No, que me maten si lo sé! —exclamó—. Gagern, maldito sea, era el único de nosotros que no podía haberlo hecho. Era el único de nosotros que era imposible que hubiese deslizado el cigarrillo envenenado dentro de la caja.

—Pero, hijo —dijo Sir Henry pacientemente—. Jamás hubo ningún cigarrillo envenenado dentro de la caja. —¿Qué?

—Digo, hijo, que jamás hubo un cigarrillo envenenado dentro de la caja.

—Pero…

—Bueno, resuélvanlo solos —dijo Sir Henry—. Usted —miró a Mónica— compró cincuenta cigarrillos y los puso en una caja vacía. Nadie fumó ninguno de ellos hasta que usted —se dirigió a Tilly— tomó uno a eso de las siete y treinta. ¿Correcto?

—Sí.

—Sí; pero si alguien hubiese colocado un cigarrillo envenenado dentro de la caja, habría habido cincuenta y uno, ¿no es así? De modo que cuando usted sacó uno de la caja, deberían haber quedado cincuenta, ¿no es así? Sí. Pero cuando los contamos sólo había cuarenta y nueve. Lo cual quiere decir que lo que usted sacó de la caja, cabeza vacía, era un cigarrillo Player común y corriente, pero que alguien diestramente lo cambió por uno envenenado una vez que usted volvió a su oficina.

—¡Dios mío! —exclamó Tilly, levantando una mano—. Escuche, viejo pirata: hasta aquí le he creído, pero ya no más. Yo soy la víctima, ¿no es así? De modo que yo sé que el cigarrillo envenenado fué el mismo que saqué de la caja en la otra oficina.

—No, no era el mismo, mocita.

—¡Pero si yo lo estaba fumando! ¿Va a decirme que me lo cambiaron mientras lo estaba fumando?

—Por supuesto. Usted bebe mucho café, ¿no es cierto?

—Así es.

—¿Siempre se olvida de la tetera en el fuego? ¿No la recuerda hasta que comienza a echar nubes de vapor?

—Sí.

—¿Y qué es lo que hace cuando se da cuenta de que la habitación está llena dé vapor?

—Bueno —respondió Tilly—, voy al cuartito y cierro el gas. Pongo el cigarrillo en el cenicero y voy al cuar…

Tilly se detuvo, y abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Por todos los demonios! —gritó.

Sir Henry asintió.

—Dejando el cigarrillo en el borde del cenicero. Supe que lo hacía a menudo por las quemaduras del cenicero; además, esta gente me lo corroboró.

»De modo que el astuto de Joe Collins Gagern, que le ha robado todos los Chesterfields cuando usted acompaña a Hackett y Fisk a la entrada, simplemente entra por la puerta del corredor cuando usted está en la cocinilla; en la mano trae otro cigarrillo encendido. Ese es todo el truco: que un cigarrillo encendido es exactamente igual a otro.

»Cambia los cigarrillos y se va nuevamente. No lo ven en la oficina del lado, porque, como de costumbre, la puerta está cerrada. Tampoco le oyen porque el piso está cubierto con linóleo. Usted regresa, y viendo un cigarrillo encendido, lógicamente, piensa que es el mismo que dejó. Lo hermoso del truco es que la víctima cree que es el mismo cigarrillo que trajo de la otra oficina.

Tilly parecía estar hipnotizada. Nuevamente hizo un gesto de protesta.

—¿Pero todo eso dependía de que yo entrara en la cocinilla?

—Por supuesto.

—¿Dependía, por lo tanto, de que la tetera hirviera? ¿Cómo iba a saber él que la tetera iba a hervir justo cuando yo volviera de la otra habitación con el cigarrillo?

—Porque todo lo que tenía que hacer era pasar la mano por la abertura que da al pasillo y darle todo el gas a la cocinilla.

Sir Henry les miró.

—Supongo que ustedes no habrán olvidado que en la pared del cuartito, justo encima de la cocinilla y dando al corredor, hay una antigua ventana de servicio. —Miró a Mónica, la cual la recordaba perfectamente—. No lo olviden bajo ninguna, circunstancia: es la llave de todo el plan de Gagern. Era su puesto de observación y de escucha. Desde ese ventanillo podía seguir todos los movimientos que hacía su víctima y oír todo lo que decía.

Hubo un silencio, durante el cual Bill juró con tal pasión que Mónica le hizo callar.

—Por supuesto —continuó Sir Henry— que Gagern lo había estado planeando durante días, incluso semanas; había andado por todas partes con el cigarrillo en el bolsillo, esperando el momento propicio.

»El miércoles por la tarde Joe y Cartwright salieron de mi oficina a las cuatro treinta; después le seguimos los movimientos a Joe. Se excusó de Bill diciendo que tenía que encontrarse con su esposa; pero no lo hizo. Le dejó un mensaje en el Excelsior Club y se vino derecho aquí. No había decidido aún que lo haría esa noche. Solamente pensaba espiar a ver si se le presentaba la oportunidad. Pero tuvo que decidirse. ¿Por qué? Espiando descubrió que Tilly se marchaba a América apenas terminara una última escena. Aquí fué donde Joe Gagern von Elbe cometió su error más fundamental. No podía dejarla que se marchara, lo que lo dejaba a salvo; lo tenía obsesionado esta mujer que le robaba la tranquilidad. De modo que el estúpido tuvo que hacerlo; dejó la trampa lista al cambiar los cigarrillos y fué a caer derecho en mis amorosos brazos.

Otra vez hubo un silencio. Automáticamente, Hackett sirvió otra ronda de tragos, y los ánimos de la concurrencia comenzaron a levantarse de nuevo. Tilly Parsons miraba con interés a Sir Henry.

—¿Sabe —le dijo— que es usted un viejo muy astuto, viejo pirata?

—Estoy viejo —respondió Sir Henry, poniéndose de pie lleno de dignidad—, pero cualquiera que crea que pueda engañarme porque estoy chocheando y bueno sólo para la Cámara de los Lores… ¡Demonios! Me masco las uñas de rabia cada vez que pienso en eso… Sin embargo, espero que ustedes se estén sintiendo ahora un poquito más tranquilos.

—Nunca lo había estado más —contestó Mónica con tono ferviente y feliz.

—¿Y usted, hijo?

Por respuesta, Bill sentó nuevamente a Mónica en sus rodillas, aceptó un trago y se preparó a hablar. Durante toda una hora se había visto obligado a guardar silencio, y ahora estaba dispuesto a darle rienda suelta a su elocuencia.

—Aliviado —respondió—. Confieso que es el sentimiento que, después de otro, es el más dominante en mí… Ese primer sentimiento no tengo necesidad de nombrarlo porque resulta evidente para toda mentalidad bien dotada. Pero a pesar de todo, señor, confieso que hay algo qué no me deja totalmente satisfecho.

—¡Bill!

—Luz de mi vida —dijo, poniendo un dedo en la oreja de ella y acariciándosela—, no me interpretes mal; me refiero a que hay un punto que no ha quedado en claro. ¿Qué sucedió con la película extraviada?

—¿Cómo, hijo?

—La película extraviada. Los exteriores que causaron la mitad del alboroto. ¿Dónde están? ¿Quién los tomó? ¿Gagern, para darle más color al asunto?

Hackett se puso de pie.

—Eso —dijo con tono solemne— ha quedado resuelto satisfactoriamente. Los tenemos nuevamente, puedo decirlo con satisfacción.

—Sí, supongo. ¿Pero qué se han hecho? ¿No lo sabe nadie?

—La eficiencia —contestó Hackett— ha sido siempre el lema de Albion Films. Eso es lo que dije al señor Marshlake. Y eso lo sé…

—Vamos, Tom. ¿Qué fué de esa película?

Hackett le contó.

El crepúsculo se levantó sobre Pineham adormecido, mientras el viento murmuraba entre los árboles y la luna se elevaba por encima de los edificios en sombras.

Mónica Stanton y Bill Cartwright, en un restaurante de la ciudad, discutían si Cornwall o Capri sería mejor para pasar la luna de miel. Frances Fleur se encontraba en otra fiesta, bebiendo jugo de naranjas y conversando con un tenor escandinavo, cuyas notas más altas eran capaces de quebrar el cristal. Tom Hackett estaba encantado en el laboratorio del estudio, donde Howard Fisk le explicaba la ciencia de actuar a su nuevo descubrimiento. Tilly Parsons empacaba en el Merefield Country Club y, quizás, es de temer, llorando un poquito.

Pero, aunque tranquilo, Pineham no estaba del todo silencioso. Mientras, la luna se elevaba majestuosamente .por encima del estudio, sus rayos benevolentes iluminaron las cabezas de dos hombres que se encontraban en el sendero principal.

Uno era un hombre gordo que fumaba un cigarro; el otro, up joven alto con anteojos y un acento ultrarrefinado.

—Mire —decía el gordo—, ¡es magnífico! ¡Es estupendo, es colosal! Volverá locos a todos desde aquí hasta South Bend, Indiana.

—Me alegro de oírselo decir, señor Aaronson.

—Muchacho —le contestó el gordo—, no ha oído aún la mitad de ello. ¿Vió las últimas tomas de ayer?

—No, señor Aaronson.

—Mire. Es el final de la batalla de Waterloo, ¿comprende?

—Sí, señor Aaronson.

—El duque de Wellington yace herido en su lecho de campaña. Y Sam MacFiggs nos escribe un poema magnífico. Comienza: «Me he deslizado en el futuro, tanto como el humano ojo puede…».

—Sumergido, señor Aaronson.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Sumergido, señor Aaronson, no deslizado. Y me temo que el señor MacFiggs no es el autor del poema. Es de «Locksley Hall», de Tennyson. Continúa así:

«Me he sumergido en el futuro, tanto como al ojo humano

le es permitido,

he visto las grandezas de este mundo

que será,

he visto el cielo…

—Está bien, está bien, si usted lo dice, así sera. Pero mire. Tenemos al duque de Wellington, ¿comprende? Termina la escena, y se desvanece lentamente la imagen. Creí que era el fin de la película. Sólo que no era así; pues aparece una visión de la base naval de Portsmouth; luego una toma de Winston Churchill, con un sombrero de copa y fumando un cigarro. Todos los que estaban en la sala de proyecciones comenzaron a gritar y a aplaudir…

—Pero, señor Aaronson.

—Espere. Después, una de las mejores fotografías de práctica de tiro naval que he visto: buques en acción; primeros planos de cañones; aviones en picada. Era estupendo…

—Pero, señor Aaronson…

—Estuve mirando durante unos diez minutos y me fui donde el proyector. «Mire, le dije, es estupendo, colosal, pero es demasiado. ¿No puede cortarle un pedazo?». Y me dijo: «Señor Aaronson, no voy a mentirle, pero yo no he tomado esa película, ni tengo idea de por qué está aquí». ¿Se da cuenta?

—Sí, señor Aaronson.

—Luego, en medio de todo esto, aparece Tom Hackett, de Albion Films, y comienza a saltar y a gritar: «¡Me robaron mis exteriores; me robaron mis exteriores!».

—¿Y era verdad, señor Aaronson?

—No, por supuesto que no. Pero que me maten si no resultaron ser de él al final. ¿Comprende?

—Sí, señor Aaronson.

—¿Cree que hubo alguna confusión en alguna parte?

—Lo considero lo más probable, señor Aaronson.

—Bueno, pero nos sirvió, porque nos da la idea, ¿no es así? Tomaremos nuestros propios exteriores, y los pondremos en la película; y quedará magnífica, ¿no cree? Pero, mire, hay algo que no comprendo. ¿Cómo esos exteriores se metieron en medio de nuestra película?

—No me atrevería a imaginarlo, señor Aaronson. Sólo diría que es una de esas cosas que pasan en el cine.

El gordo lanzó un suspiro profundo y feliz, sonriendo a la luna, sonriendo al futuro, sonriéndole al mundo.

—Tiene usted toda la razón —le dijo—. Toda la razón. Es una de esas cosas que sólo ocurren en el cine.

F I N