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Eran cerca de las tres cuando Mónica Stanton abandonó el Departamento de Guerra.

Una vez más debemos decir la verdad. En ese momento no tenía ninguna intención de volver a Pineham; no estaba en humor de trabajar. Lo que pensaba era, primero, dirigirse a Bond Street y comprar una cantidad de vestidos nuevos como bálsamo para su alma enfurecida; en segundo lugar, ir al Café Royal y dejarse abordar por el primer hombre atractivo que encontrase.

Por qué pensó en el Café Royal, sería algo difícil de explicar. La misma Lady Astor se habría visto en dificultades para encontrarle algo de perverso al inocente y sin duda ejemplar lugar. Pero Mónica recordaba que su tía Flossie había hablado una vez de él con palabras no muy claras; y por lo menos se encuentra allí una clase de gente que tiene decencia, lo que no sucedería si uno se dirige al Soho.

«Eh», se dijo a sí misma Mónica, llena de furia.

En otras palabras, había llegado al estado de ánimo en el cual una muchacha, por muy buen carácter que tenga, no debe ser dejada sola.

Alquiló un taxi en Whitehall. Por supuesto que Bill Cartwright lo había hecho intencionalmente, para humillarla. Todo eh tiempo había sabido que no le permitirían a ella entrar al Departamento de Guerra.

Su mente imaginaba con odio a Bill en esos momentos. Estaría sentado en una oficina toda de caoba y con mullidas alfombras, con bustos de bronce sobre los armarios, frente a una chimenea encendida. Estaría bebiendo un whisky con soda (ella, cuando llegara al Café Royal, iba a ordenar un ajenjo) y escuchando una emocionante anécdota del Servicio Secretó, que se la contaba un hombre alto de cabellos grises y voz profunda, sentado en un sillón de espaldas a la chimenea.

Todo entusiasta del cine sabe que ésa es la verdadera imagen del Servicio Secreto, y Mónica la construyó con lujo de detalles.

Por unos instantes pensó golpear el vidrio y decirle al conductor que la llevase a algún lugar verdaderamente bajo. Había oído que los conductores de taxi sabían sobre estas cosas; pero no lo hizo. Y esto no se debió a la educación impartida por el Rev. Stanton, sino que a un incómodo presentimiento de que las tres de la tarde no era la hora más apropiada para ello. No era romántico; lo que ella deseaba eran luces suaves, sillones de felpa y una atmósfera sensual.

¿Y Bill Cartwright?

En Pineham, por ejemplo…

En este momento, al volver su pensamiento a Pineham por la primera vez en muchas horas, se sentó con un sentimiento de horror. Era miércoles por la tarde.

Hacía días, incluso semanas, que tenía un compromiso para este miércoles por la tarde. Hacía días, incluso semanas, que se había comprometido para encontrarse con Hackett y Fisk en su oficina, para mostrarles todo lo que había escrito del guión que tenía encomendado. Había hablado sobre eso con Fisk el lunes por la noche; el recuerdo de esto la llenó de pánico. Bajo las traicioneras lisonjas de Bill Cartwright y la deslumbrante gloria del Servicio Secreto, se había olvidado completamente de ello.

Mónica levantó el cristal que la separaba del conductor.

—Estación de Marylebone, rápido —le dijo.

Por supuesto que no había ningún tren hasta las cuatro y quince.

Mónica se paseó por el andén. Pasó tantas veces por delante del puesto de revistas, que se preguntó si el dueño pensaría que quería robarse alguna. Mientras las manecillas del reloj se arrastraban desde las tres hasta las tres y treinta, se imaginó a los señores Hackett y Fisk sentados en Pineham con los relojes en la mano, enojándose más y más y decidiendo por último despedirla.

Tomó una taza de té en el restaurante de la estación; se pesó; por último se acordó de que la caja victoriana de cuero rojo en su oficina estaba vacía, y (un hecho que más tarde sería de la mayor importancia) compró cigarrillos.

Mónica compró una caja de cincuenta cigarrillos marca Players en la cigarrería de la estación, y, sin abrirla, la guardó en su cartera.

Las tres y treinta. Las tres y cuarenta y cinco; se trepó al tren apenas lo colocaron; pasaron diez mortales minutos más antes que éste partiese, y a las cinco de la tarde se bajaba en la solitaria y helada estación de Pineham, con el corazón oprimido.

—La puntualidad —le había dicho una vez Thomas Hackett— ha sido llamada la educación de los reyes; y es más que eso: es la única manera de hacer negocios. Pues bien, yo soy siempre puntual y no puedo tolerar la impuntualidad en otra gente. Cuando eso sucede…

El taxi que corrientemente le lleva a uno a Pineham Estudios había desaparecido. Mónica echó a andar por el sendero a través de los prados.

Cuando llegó a la vista de los edificios, ya iba corriendo; calculó que la manera más corta de llegar al Edificio Viejo era pasando por detrás del edificio principal y atravesando el prado; iba corriendo por este camino, que tenía a los edificios de filmación a la izquierda y una línea de un trencito a la derecha, cuando bruscamente resolvió uno de los pequeños misterios que la habían estado preocupando desde el comienzo.

Sobre la línea del trencito se hallaba sentado un venerable anciano, con patillas grises y un sombrero de copa; llevaba el traje rojo y dorado de la corte en los primeros años del siglo pasado y fumaba una pipa; a su lado se encontraba el Arzobispo de Canterbury, leyendo el «Daily Express»; tres o cuatro oficiales de los Guardias Escoceses estaban a una respetuosa distancia de ellos y de otros dos hombres que estaban de pie en medio del camino.

Uno era un hombre gordo con un cigarro y el otro un joven con anteojos y un acento ultrarrefinado.

—Mire —decía el hombre gordo—. No me pueden hacer esto. ¿Qué quiere decir con eso de que no podemos filmar la batalla de Waterloo? ¡Tenemos que filmar la batalla de Waterloo! ¡Es todo lo que necesitamos para terminar la película!

—Lo siento, señor Aaronson, pero me temo que va a ser imposible; el ejército inglés ha sido llamado a las filas.

—Todavía no le entiendo. ¿Qué quiere decir con eso?

—El ejército inglés estaba compuesto de soldados de verdad, señor Aaronson. Han sido llamados para el servicio activo.

—¿Y qué pasa con el ejército Frances?

—El ejército Frances se ha enlistado para la Defensa Civil, señor Aaronson. Napoleón es ahora un guarda de bombardeos.

—¡Bueno, pero qué diablos, tenemos que hacer algo! Consígase extras que lo hagan.

—Sería difícil entrenarlos en tan poco tiempo, señor Aaronson.

—No quiero que estén entrenados; sólo quiero que hagan la batalla de Waterloo. Espere un minuto; tengo una idea: ¿qué le parece si terminamos la película y no ponemos nada de la batalla de Waterloo?

—Creo que sería imposible, señor Aaronson.

—Mire, así es como lo haremos —dijo el gordo—. Lo hacemos simbólicamente, ¿comprende? El Duque de Wellington está tendido herido en su lecho de campaña, ¿comprende? Oye los cañones: ¡Biff! ¡Bam!

—Sí, señor Aaronson.

—Las lágrimas le corren por el rostro, ¿comprende? Dice: «Allí están esos bravos muchachos luchando y yo no les puedo ayudar». Quizás en medio de su delirio tenga una visión del futuro, ¿comprende? ¡Esto será terriblemente artístico! El Duque de Wellington…

Mónica Stanton se detuvo estupefacta.

Oyó sólo en parte las inspiradas palabras del gordo, ya que no le vió sino en conexión con otra persona. A lo largo del sendero venía el mensajero Jimmy, que cuidaba la entrada del escenario número tres. Había terminado su trabajo y comía una barra de chocolate. Mónica recordaba ahora dónde le había visto antes.

Le detuvo y le condujo a un rincón.

—Jim —le dijo.

—¿Sí, señorita?

—Jimmy, ¿sabes mi nombre?

—Claro, señorita. Usted es la señorita Stanton.

—Sí. Jimmy; ¿pero cómo lo supiste hace tres semanas, cuando vine aquí por primera vez? Se suponía que le debías dar aquel recado a la señora que había entrado con el señor Cartwright; eso era lo que decía en la pizarra; ¿cómo sabías que yo era la señora que había entrado con el señor Cartwright?

—Porque la vi entrar en el estudio con el señor Cartwright, señorita.

—No, Jim, no me viste.

—¿Señorita?

—No estabas en el estudio en ese momento; ya sé dónde te vi; cuando el señor Cartwright y yo entramos en el edificio principal, tú venías saliendo del restaurante, comiendo una barra de chocolate.

—No sé qué es lo que quiere decir, señorita. Se lo juro que no.

—Sí que lo sabes. Ya me acuerdo; tú no nos viste, porque estabas de espaldas a nosotros y en ese momento entramos en el estudio número tres. ¿De modo que cómo supiste que yo era la señora que había entrado con el señor Cartwright, y cómo supiste cuál era mi nombre?

—Le juro, señorita.

Jimmy levantó las manos al cielo con un gesto tan apasionado que la barra de chocolate saltó lejos. La miró con aire de consternación, se agachó y le quitó el polvo. Esto, pensó, era la injusticia misma; traer a colación algo que había sucedido hacía tres semanas, que estaba a la distancia de tres mil años en el nebuloso pasado y que él ya había olvidado; era la típica jugarreta que los adultos siempre le están jugando a uno.

—Jimmy, no te voy a acusar —le dijo Mónica—. Sé que no tienes permiso para abandonar la puerta del estudio, pero no te voy a acusar.

—Ya le dije al señor Cartwright al día siguiente…

—No te preocupes de lo que le dijiste al señor Cartwright. Vamos, Jimmy, dímelo; no te voy a acusar.

—¿Me lo jura?

—Te lo juro.

—Bueno —dijo Jimmy, limpiando una punta del chocolate—. Le pregunté a la señorita Fleur. Le prometo, señorita, que iba a volver en un minuto; cuando lo hice, allí estaba el mensaje en la pizarra, ¿y cómo iba a saber quién era usted? De modo que le pregunté a la señorita Fleur; la encontré cerca del escenario 1882 y le pregunté; ella estaba bebiendo cerveza.

—¿Estaba bebiendo qué?

—Bueno, tenía una botella de cerveza en la mano —se defendió Jimmy— y tenía un aspecto raro. Le pregunté a Corky O’Brien si creía que ella era una bebedora a escondidas; me contestó que le parecía que tomaba drogas, más bien. El padre de él es un borracho, de modo que él debe saber.

—¡Jimmy!

—Muy bien, señorita; perdóneme.

El Rev. Stanton había una vez hecho un sermón sobre las perversas influencias del cine americano sobre la juventud británica. Evidentemente, Mónica no estaba de acuerdo con estas ideas porque le llenó la mano de monedas a Jimmy.

Sin duda que había perdido a los señores Hackett y Fisk a estas horas. Se detuvo en la punta de la colina, mirando hacia el Edificio Viejo en medio del vallecito en penumbras, y sus sentimientos eran amargos. No comprendía por qué le había parecido tan importante antes acordarse dónde había visto al recadero; le había parecido así; en todo momento la idea se encontraba en su subconsciente. Después de todo, no sospechaba que Jimmy… le hubiese echado ácido al rostro, o le hubiese disparado desde una distancia de dos metros.

Eran las cinco y veinte; aunque el cielo estaba claro y despejado aún hacia el Oeste, el Edificio Viejo se hallaba en sombras. Era la primera vez, pensó Mónica, qué se encontraba en Pineham sin que Bill Cartwright estuviese al alcance de su voz en caso de necesitar ayuda.

Pero estaba Tilly; Tilly era toda una compañía.

Mónica descendió de la colina y penetró en el Edificio Viejo. Las oficinas de los escritores estaban a la derecha, en un corredor a la entrada del edificio. Se subían tres peldaños y se encontraba el corredor de linóleo café y paredes blancas, con una ventana al fondo. Primero estaba la oficina de Tilly, luego la de Mónica y por último la de Bill.

Mónica no se topó con nadie; el portero de servicio en el vestíbulo se había marchado. Al pasar golpeó la puerta de Tilly, pero no recibió respuesta.

Su propia oficina estaba vacía también. Aparecía ordenada y limpia, pero sombría a la luz de la tarde, con el brillo del lago tras las ventanas; la máquina de escribir estaba cubierta con su funda; un borrador estaba en un montón sujeto por un libro.

Instintivamente Mónica miró hacia el agujero de la bala en la pared, que había cubierto con un calendario; pero sus ojos, casi inmediatamente, se vieron atraídos por algo que había encima de la máquina de escribir.

Estaba colocado encima de la cubierta de ésta. Era un sobre cuadrado de color rosado, escrito con tinta azul y con una escritura que le era demasiado familiar. Perversa, respirando maldad, como si alguien hubiese hablado en voz baja dentro de la habitación, se encontraba otra carta anónima.

Si le hubiesen preguntado a Mónica lo que sentía por la persecución de que era objeto desde las tres últimas semanas, habría contestado que prefería no pensar en ello. En cierto sentido, esto era verdad; prefería no pensar en el asunto, sino solamente luchar contra ello. Del mismo modo que la señorita Flossie Stanton no había podido impedir que escribiese el libro que quería escribir, su anónimo amigo de Pineham no podría alejarla de allí.

Pero en su interior le temía a la señorita Flossie y le temía cien veces más a la persona que se servía del ácido sulfúrico.

Se acercó al escritorio, rasgó el sobre y leyó la carta.

¿Quién le enviaba estas cartas? ¿Qué más daba? Alguien se las enviaba; el sólo tocar la carta le producía una sensación de desagrado. Esta última no era ni mejor ni peor que las dos anteriores, excepto por las dos últimas líneas.

«Todo está listo ya. Me conocerás pronto en persona, Ojos Brillantes. ¿Te sorprenderás?».

Durante unos momentos Mónica se quedó inmóvil. Sentía las mejillas ardiendo y el corazón que le latía pesadamente.

—¡Tilly! —llamó.

No hubo respuesta.

—¡Tilly! —volvió a gritar Mónica.

Sujetando todavía su cartera bajo el brazo, se dirigió a la puerta de comunicación, golpeó y la abrió. La otra oficina estaba vacía, pero Tilly no podía estar lejos.

Un sibilante sonido de vapor proveniente de una tetera que estaba en la cocinilla en el rincón del cuarto de Tilly se dejó oír; ésta, como de costumbre, había dejado agua en el fuego calentándose para una de sus eternas tazas de café. Como de costumbre también, la había olvidado, lo que sucedía unas doce veces al día; hasta que una densa y acre nube de vapor le avisaba que se estaba fundiendo el fondo de la tetera.

Mónica corrió a la cocinilla y apagó el gas; el fondo de la tetera no se había fundido aún, aunque estaba al rojo vivo y se notaba cubierto de un polvillo blanco.

—¡Tilly! —volvió a llamar Mónica en medio del humo.

Se quemó los dedos con la tetera al empujarla a un lado; en la pared encima de la cocinilla había una abertura, que había sido ventana cuando el edificio era una casa de campo. Mónica creyó sentir un ruido de pasos a través de ella. Abrió el postigo de madera y miró al exterior, pero no había nada más que el corredor en penumbra.

Salió del pequeño cuarto. Tenía que hacer algo acerca de lo que sucedía. Iría a la oficina de Hackett, que estaba en el piso superior —si es que éste estaba aún allí—, y le pediría disculpas. Así se sentiría más acompañada. Al pasar junto al escritorio de Tilly, tropezó con el cenicero de pie que había al lado del escritorio. El cenicero se tambaleó y cayó, y el recipiente de metal se desprendió, pero Mónica lo alcanzó a sujetar en el aire; y en el momento de inclinarse, vió algo que casi le hizo saltar el corazón por la boca.

Su vista había tropezado con un cajón medio abierto en el escritorio de Tilly. Al enderezar el cenicero, Mónica dió una rápida mirada a su alrededor y luego abrió completamente el cajón. Dentro había en desorden unas hojas escritas a máquina, corregidas a mano con un lápiz azul. Una línea de escritura corría claramente a lo largo del papel.

Mónica la miró con fijeza.

Luego cogió la hoja y corrió hacia su oficina. Lanzando su cartera encima del escritorio, colocó la hoja de papel encima de la máquina de escribir, al lado de la carta anónima.

Eran iguales.

La letra era de Tilly.

Cuidadosamente, como cansada, Mónica acercó la silla y se sentó. Sintió que tenía que hacer algo, actuar de alguna manera en contra de la pesadilla que la rodeaba. Actuó mecánicamente para evitar pensar. Al abrir la cartera para sacar un pañuelo, sus dedos rozaron la envoltura de celofán de los cigarrillos que había comprado en la estación.

Abrió la caja de cuero rojo en la cual guardaba los cigarrillos. Estaba vacía y la dió vuelta para botar unas hebras de tabaco que habían quedado sueltas; rasgó el celofán que envolvía a los cincuenta Players, los yació en la caja y los ordenó en filas con dedos que temblaban.

Tilly Parsons.

Sintió un ligero pánico, la sensación que debe sentirse al caminar alguien por encima de nuestra tumba. Podría haber sido una tumba de verdad; quizás todavía podía ser. No se le habría ocurrido nunca sospechar de Tilly; tampoco, pensó con satisfacción, se le había ocurrido a Bill Cartwright. Aunque buscaba muestras de la escritura de todo el mundo en Pineham, jamás se le había ocurrido mirar la de Tilly.

La habitación se estaba oscureciendo totalmente. Debía salir de allí; debía irse a cualquier parte.

—Hola, querida —gritó Tilly en persona, abriendo bruscamente la puerta y entrando en la habitación—. ¿Lo pasaste bien en Londres?

Tilly, alegre y ágil como de costumbre, daba muestras evidentes de haberse hecho encrespar el cabello esa tarde; su arrugado rostro miró a Mónica con aire de inocencia.

—Iré de una carrera a mi cuarto —dijo—. Creo que puse la tetera en el fuego antes de salir, pero que me maten si me acuerdo bien. He estado… —Se detuvo—. Pero, querida, ¿qué es lo que te pasa? Estás más blanca que una sábana.

—Andate —le contestó Mónica—. No te acerques a mí.

Se puso de pie, volteando la silla con un ruido que sonó mucho más fuerte en sus oídos de lo que era en realidad. La voz de Tilly se hizo más aguda.

—¿Qué te pasa, querida? ¿Qué es lo que ha sucedido?

—Tú sabes muy bien lo que ha sucedido.

—¡Te juro que no lo sé, querida! Déjame…

—¡Andate!

Mónica había retrocedido lentamente, hasta que quedó de espaldas apoyada en la ventana. La ronquera de la voz de Tilly había alcanzado un tono que le parecía horrible. Esta se adelantó y sus ojos tropezaron con las dos hojas de papel que había encima de la máquina. Se detuvo. Miró a Mónica y luego nuevamente a las dos hojas.

Hubo un silencio interminable.

—De modo que te has enterado —dijo Tilly con la cabeza baja—. Temía que pasaría esto.

—Tú… escribiste esas… cartas.

—Por Dios que me está mirando —contestó Tilly, levantando súbitamente la cabeza, y mirando a Mónica a los ojos—, yo no lo he hecho.

—No te acerques —le dijo Mónica con firmeza—. No te tengo miedo. Sólo que… ¿por qué lo hiciste? Nunca te hice nada. Te tenía cariño. ¿Por qué lo hiciste?

Incluso ahora estaba impresionada por la apasionada sinceridad de Tilly. Esta había llegado a ese tono de exaltación y melodrama que es el signo más verdadero de la buena fe; hinchando su amplio seno, levantó su mano derecha como si fuese a tomar un juramento; la carne fofa formaba rollos en su muñeca.

—Del mismo modo que tengo que vivir y morir, y del mismo modo que tengo que darle cuenta a Dios en el cielo, te juro que nunca escribí esas cartas. Sé que se parece a mi escritura; ¡vaya si lo sé! ¿Qué crees que era lo que me preocupaba desde que comenzaste a recibirlas? He estado medio loca; no puedo comer, no puedo dormir…, no puedo…

Se puso la mano en la garganta.

—Pensando que reconocerías la letra y creerías que era yo; no me atrevía a preguntarte; tuve que mostrarle una de las cartas a Bill Cartwright; ¡tuve que hacerlo! Tenía que saber qué era lo que estaba pasando, ¿no comprendes? Si me hubiese preguntado, se lo habría dicho; pero no me atreví a decírselo por temor a que pensaras que en realidad era yo; no fui yo, querida. ¡Te lo juro por Dios que no fui yo! Escucha.

Tilly, respirando pesadamente, se acercó unos pasos. Mónica retrocedió y Tilly se detuvo. Toda emoción, tanto de pasión como de desesperación, desaparecieron de ella, dejándola desinflada y arrugada como un balón de juguete; su voz se convirtió en un débil ronquido.

—Bueno, eso es todo —dijo—. Si no me crees, allá tú. ¿Qué es lo que vas a hacer ahora?

Miró la habitación con aire ausente.

Contra toda lógica, Mónica sintió la sombra de una duda.

—¡Pero si es tu letra! ¡Mírala! ¿Negarás que es tu letra?

—Lo niego, querida —contestó Tilly—, porque no es mi letra.

—Incluso suenan parecido a ti. Todo el tiempo he estado tratando de recordar el modo de hablar de quién me sugerían, y es el tuyo.

—Ya lo esperaba, querida —dijo con indiferencia Tilly, mientras continuaba mirando la habitación, como si la discusión ya no le interesase—. Esperaba que trataran de conseguir eso.

—¿Conseguir qué?

—Lo que te dije, querida.

—Pero, ¿conoces a alguien que pueda imitar tu escritura? ¿O que quisiera hacerlo?

—Sí —contestó Tilly con amargura—, pero esa persona…

Ruido de pasos, leves y ligeros, como los de una mujer que sabe caminar, se escucharon en el corredor. Llegaron hasta la puerta de la oficina, se detuvieron y continuaron; alguien, como ejercitando una voz de contralto, entonaba una estrofa o dos de una canción.

—¡Esconde esos papeles! —exclamó Tilly, haciendo un movimiento propio de una serpiente. Era de nuevo toda acción. Cogió las dos hojas de papel y las guardó en el cajón del escritorio de Mónica; lo cerró con brusquedad en el mismo instante que se oían unos golpecitos en la puerta.

—Hola —sonrió Frances Fleur, avanzando la cabeza por el marco de la puerta; en la penumbra pareció asombrada y un poco molesta cuando vió a Tilly—. ¿Me permite entrar, Mónica? Tengo un mensaje importante para usted.