IV

IV

—¿Ácido sulfúrico? —repitió Cartwright.

Se quitó de la boca la pipa vacía. Había en su rostro una expresión que Mónica no pudo descifrar.

—Aclaremos el punto —dijo—. ¿Tú crees que esto se debió a un error de parte del departamento de utilería?

—Por supuesto.

—Claro. Un empleado dice al otro: «Oye, Bert, esta botella. Como no hay agua a mano, llénala con ácido sulfúrico, que es del mismo color». ¡Así, con toda naturalidad!

—Es que tú no conoces los hechos.

—Dímelos, entonces.

—Sh —murmuró el director, esforzándose por hacer su voz más fuerte y burlona, soltó la mano de Mónica y se dirigió a ella con aire confidencial—. Esta es la manía de los escritores, señorita Stanton. Especialmente de este Cartwright. Todos —hizo un gesto como si inflara un globo en el aire—. Cartwright es capaz de ver un ingenioso plan de asesinato por envenenamiento en un cólico producido por una manzana verde. Sin embargo, debemos ser caritativos; es su oficio.

Miró con tolerancia a su interlocutor.

—¿Qué es lo que quieres decir, muchacho? ¿Que fué deliberado?

—¿Qué es lo que crees tú?

Fisk lo miró con ojos burlones.

—Ya lo sé, ya lo sé. Estás justo en el borde de la solución del misterio. Todo fué preparado. Alguien, durante la filmación, iba a tomarse un vaso de ácido sulfúrico, creyendo que era agua. O alguien lo iba a derramar sobre la cara de otro. ¿Eso es lo que piensas?

Frances Fleur tuvo un leve estremecimiento. Fuera de esto no se había movido ni una sola vez; parecía que sus ojos estuviesen vueltos dentro de sí misma. Levantó una mano y se la pasó por su cabello delgado y abundante, partido al medio y que caía en amplias ondas a lo largo de sus mejillas. Luego, con las yemas de los dedos, se tocó delicadamente el rostro.

Fué un gesto sugestivo. Se estremeció nuevamente.

Howard Fisk rió.

—Ahora escucha la verdad de los hechos, muchacho —dijo con firmeza—. ¡Esa botella de agua no figuraba para nada en la escena!

—¿Y eso qué?

—Eso significa que nadie iba a beber un vaso de agua. Ni siquiera nadie iba a llenar un vaso con agua. Lo que es más, nadie iba a tocar esa botella o acercarse a la mesa donde se encontraba. ¿Me entiendes?

—Hum.

—La botella era sólo una pieza del amoblado. Si las cosas se hubiesen desarrollado normalmente, la botella hubiera sido retirada cuando se hubiese desarmado el escenario, hubiese sido vaciada y guardada. Había una oportunidad en un millón, que yo con mi torpeza, a la cual reconozco, diera vuelta el velador con la botella. ¡Muy bien! Sé que tienes imaginación, camarada. Te admiro por ella. Pero, vamos, vamos; suponte que alguien hiciera la cosa con mala intención. Suponte que alguien intentara hacer realmente perjuicio. ¿Qué sentido tenía colocar el ácido sulfúrico en un sitio donde era imposible que le hiciera daño a nadie?

Hubo un silencio.

Howard Fisk, más que nunca, parecía un médico distinguido explicando algo. Pequeñas arrugas se formaban en los ojos, detrás de sus espejuelos. Puso una mano sobre el hombro de Mónica y ésta sintió un suave perfume que se desprendía de su traje de tweed.

—Pero, cuando hubo pasado, ¿qué hiciste?

—¿Qué hice? Bueno, cambiamos la cama y seguimos adelante.

—No, lo que quiero decir es si nadie demostró la menor curiosidad por saber cómo el ácido había ido a parar allí. ¿No preguntaste a nadie?

—Ah, respecto a eso, creo que Gagern estaba tratando de hacer algo. —Se rascó el cuello—. Gagern estaba preocupado. No he sabido lo que averiguó. Y cuando Hackett llegó aquí, ya traía ideas muy concretas al respecto. Es una veleta, eso es lo que es. Cree que fué sabotaje.

—¿Sabotaje?

—Sí. «Espías del Mar» es un fuerte, y espero que efectivo, ataque antinazi. Parece que Hackett cree que algún partidario ha tratado de detenernos. ¡Vamos, vamos! Esa no es manera de hacer sabotaje. En lo que a mí me toca, preferiría que no se preocuparan. Por lo demás, no podemos alarmar a las damas, ¿no es así? —le hizo un guiño a Frances Fleur—. Lento pero seguro. Suave, suave. Paso por paso. Esa es la manera de hacer las cosas. Puedo asegurarles que no hay ninguna dificultad…

Se oyó una voz aguda.

—¡Howard! ¡Bill! ¿Quieren venir un momento, por favor?

La voz era de Hackett. Estaba parado cerca del set. Tenía sudorosa la amplia frente y su espeso cabello negro estaba desordenado.

—De modo —exclamó Cartwright— que tú dices que una botella del ácido más mortífero que conoce la química anda por ahí pasando por agua, todo debido a una simple equivocación del departamento de utilería. Sin embargo, te hago una pequeña apuesta. Te apuesto que hay algo realmente serio ahora y que Tom Hackett conoce la causa. Yen. ¿Nos perdonan un momento? Frances, te dejo encargada a la señorita Stanton.

Mónica los miró alejarse. La voz de Frances Fleur la sobresaltó.

—¿No le agrada Bill Cartwright, querida?

—¿Perdón?

—Por su expresión; era positivamente asesina —dijo Frances, realmente interesada—. ¿No le agrada?

—Le odio.

—¿Pero por qué?

—No hablemos de él. Yo… Yo… ¿Es verdad que va usted a hacer el papel de Eva D’Aubray?

—Así espero, si no se lo dan a otra.

—¿Si no se lo dan a otra?

—Bueno, mi marido dice que si hay guerra, será malo para el negocio del cine. Dice que Hitler acaba de hacer una alianza con los rusos y que eso es muy malo también. Y no le haga caso a Howard; entre nosotras, aquí pasa algo muy raro.

—¿El asunto ese del ácido?

—Eso y otras cosas.

—¿Pero no se puso nerviosa usted cuando el ácido se derramó?

—Querida —contestó Frances—, una vez me dispararon desde un cañón en escena; ésa es la clase de cosas que los hombres esperan que una haga y se quedan estupefactos si una no las hace. De modo que es mejor hacerlas. En uno de los espectáculos de Blenkinsop me hacían sumergirme en un tanque de vidrio de treinta pies de profundidad, totalmente desnuda. Estaba cansada al final. Pero ya vitriolo… ¡ugh! ¡No!

—Le gusta el papel, ¿no es así? Eva D’Aubray, quiero decir.

—¡Es magnífico! Páseme un espejo, por favor, Eleanor.

—Le diré, lo escribí para usted.

Frances Fleur se detuvo en el examen cuidadoso de la pintura de sus labios.

—Vea usted, pensé que sería lo justo para usted.

Frances le devolvió el espejo a su criada. Sus ojos, de un color ámbar oscuro bajo los párpados de cera y las cejas, bajo las cuales las pestañas eran tupidas y delgadas, tenían ahora una curiosa expresión.

—Se parece en realidad a mí —concedió, después de reflexionar un instante—. ¡Curioso que usted se lo imaginara! Y es curioso que usted supiera también… ¿Qué edad tiene usted? ¿Diecinueve?

—¡Tengo veintidós!

La otra mujer bajó la voz.

—Bueno, le diré algo… Yo…

No continuó. Frances Fleur, inclinándose por encima del hombro de Mónica, miró hacia el otro extremo del estudio. Su expresión no se alteró, ni tampoco su voz; se deslizó tan suavemente hacia otro tema, que pareció no haberlo cambiado en absoluto.

—Por favor, no crea que soy mal educada, pero debo irme. Debo averiguar algo inmediatamente. Comprende, ¿no es así? Me ha gustado mucho nuestra conversación, y debemos seguirla en otra oportunidad. Hay varias cosas que me muero por preguntarle; usted sabe a qué me refiero. Pero, usted comprende, ahora debo irme. ¡Eleanor, venga conmigo, por favor!

Se puso de pie, magnífica con su vestido dorado, quedando en el aire un leve perfume al levantarse. Dejando a Mónica con la incómoda sensación de haber dicho en alguna forma lo que no debía, Frances Fleur, sonriendo con infinita dulzura, como si hubiese todo un auditorio, hizo una seña a su criada y se alejó.

De modo que parecía tener diecinueve años, ¿no?

Empujó otra silla con la punta del pie, encajó los talones en el travesaño de ella, apoyó las mejillas en sus puños y meditó.

Por sobre todas las cosas, habría querido impresionar a Frances Fleur como una mujer mundana, sutil y desenvuelta, capaz de haber adornado los bancos de mármol de la antigua Roma. Se había esforzado para conseguir ese efecto, hasta tal punto que sólo vagamente oía lo que se decía acerca de ella; y como resultado se le achacaban diecinueve años en vez de los veintidós que tenía y de los veintiocho que creía representar.

Todos los ruidos de la sombría barraca se estaban apagando. Un empleado pasó frente a ella cargando un espejo. Mónica vió su propia imagen; sus talones encajados en el travesaño de la silla, su mentón apoyado en los puños y en la boca un gesto mohíno. Vió su cabello hermoso, que llevaba recogido en un moño; los grandes ojos separados, de un color gris y azul; la nariz corta y el labio inferior lleno; el traje sastre gris y la blusa blanca; todo en contraste con el amplio encanto de Lady Thunder. Como resultado de este examen, Mónica le hizo una mueca tan amarga y odiosa a su cara en el espejo, a la cual vagamente asociaba con una frambuesa de pantomima, que el empleado que en ese momento la estaba mirando y que había trabajado duro todo el día, se indignó no sin razón.

Frances Fleur debió haber pensado que era una estúpida.

Sin embargo, débilmente, una voz le decía en su interior que algo en Frances Fleur andaba mal.

Vaciló ante esta conclusión. No era que estuviese desilusionada. No era eso exactamente. ¡No! Frances Fleur era indudablemente hermosa. Y muy agradable. Nadie podía dejar de gustar de ella. Sin embargo, a Mónica le parecía (su mente trabajaba aún en medio de la niebla de su deslumbramiento) que no era muy inteligente.

También le parecía, siendo como era tan aficionada a la Roma antigua, que Frances Fleur, por algún motivo, no habría quedado bien allí. Esa frase: «Mi marido dice…» se deslizaba por su lengua con la facilidad que da el largo uso. Mónica tenía el oído muy aguzado para percibir estas cosas, ya que la señorita Flosie Stanton basaba su conversación casi exclusivamente en frases tales como; «Mi hermano dijo…» o «yo le dije a mi hermano…». Para ser justa, no era que esperara que en su vida privada Frances Fleur fuera brillante y llena de epigramas, reclinada entre galanes y cortesanos, pidiendo la exterminación de los cristianos, los cuales, como todo cineasta sabe, eran odiados por todos en la antigua Roma. Pero en estas cosas hay corazonadas. Hay instinto fuera del saber positivo. Y a ella se le ocurría que Frances Fleur no tenía el verdadero espíritu romano.

Respecto al intratable Cartwright, por otra parte…

—¡Señorita! —dijo una voz al lado de ella—. ¡Señorita Stanton!

Pero ella no la oyó.

Vió una imagen mental de Cartwright vestido con una toga romana, con su pipa de Sherlock Holmes en la boca y la mano levantada en un gesto de entereza. Se echó hacia atrás y se estremeció de risa; era la primera vez que se reía en todo el día.

Aunque malo, había que darle al hombre su merecido: Cartwright, como un romano antiguo, no habría estado del todo mal. Les habría llenado los oídos de discusiones a los quirites y habría pasado noches enteras discutiendo la razón por la cual un poema épico de alguien era una basura. ¡Si sólo se hubiese afeitado esa barba llena de reflejos, ese plumón, esa supercómica barba!

Oyó una voz por debajo de su codo que decía:

—¡Por favor, señorita!

Mónica descendió desde la Colina Palatina para encontrarse con un mensajero, con la cara brillante y botones brillantes, que tiraba de su mano. Habiendo conseguido llamar su atención, el mensajero sacó el pecho, y recitó:

—El señor Hackett dice que venga conmigo, por favor.

—Sí, por supuesto. ¿Dónde?

—El señor Hackett dice —exclamó el niño, con aire de un sargento mayor en miniatura— que venga a la casa 1882 y que lo encuentre en el dormitorio trasero.

—¿Dónde?

—Es un escenario, señorita; yo la conduciré.

Echó a caminar adelante, con el pecho saliente y los brazos cimbreantes. Mónica miró a su alrededor. No vió ni a Cartwright, ni a Hackett, ni a Fisk ni nadie que conociera. Los empleados de las cámaras y de los grabadores estaban arreglando sus cosas y se iban; esto le dió a Mónica una desagradable sensación de intranquilidad. Hubiese deseado que no se fueran todos.

Corrió detrás del niño, al cual habría podido jurar que había visto antes. Pero no podía precisar dónde. La llevó a lo largo de un pasillo, entre extensas filas de malolientes sillas de lona, en dirección a la puerta del estudio. Todo estaba oscuro, a excepción de un reloj luminoso que había sobre la pared, cuyas manecillas indicaban unos minutos pasadas las cinco. Dos hombres se encontraban parados bajo él.

Débilmente, el reloj iluminaba las cabezas de los dos hombres. Uno era gordo y bajo, y fumaba un cigarro; el otro era un joven alto con anteojos y ultrarrefinado acento.

Mónica oyó sus voces al pasar.

—Mire —decía el hombre gordo— estas escenas de la batalla que vamos a filmar.

—Sí, señor Aaronson.

—Son pésimas. No hay ningún interés femenino en ellas. Le diré lo que quiero que hagan. Quiero que ponga a la Duquesa de Richmond en la batalla, al lado del Duque de Wellington.

—Pero la Duquesa de Richmond seguramente no debió encontrarse entre el estado mayor, señor Aaronson.

—Vaya, como si no lo supiera; pero tenemos que hacerlo parecer probable, de otra manera el público no lo creerá. De modo que esto es lo que haremos: los otros oficiales se emborrachan.

—¿Quienes, señor Aaronson?

—El estado mayor del Duque de Wellington; han tenido una fiesta con una cantidad de damas francesas, ¿comprende? (tome algunas escenas de eso), y están todos tan borrachos, tan borrachos, que parecen lechuzas.

—Pero, señor Aaronson…

—Bueno, la Duquesa de Richmond llega y los encuentra tendidos en el suelo, ¿comprende?, tan borrachos que no se pueden ni mover. Y ella se asusta, porque uno de ellos es su hermano, ¿comprende?, el cual es un oficial del ejército de Lanceros Bengalíes, ¿entiende? Teme que el Duque de Wellington se enoje si llega a saber que su hermano se ha pescado una borrachera en la mañana de la batalla de Waterloo. Esta bien, ¿no cree? Armaría un escándalo, ¿no es así?

—Sí, señor Aaronson.

—Seguro. Y la Duquesa de Richmond tiene que salvar el honor de la familia, ¿comprende? De modo que se coloca el uniforme de su hermano, se sube arriba de un caballo, y como hay mucho humo, nadie se da cuenta del cambio. ¿Qué le parece? Yaya, si es una idea que vale plata, ¿no lo cree así?

—No, señor Aaronson.

—¿No le gusta?

—No, señor Aaronson.

—¿Encuentra que apesta?

—Sí, señor Aaronson.

—Bueno, pero es lo que vamos a hacer en la película. Ahora mire: la Duquesa de Richmond…

—Con permiso —dijo Mónica, pasando entre ellos rápidamente.

Tratando de controlarse, siguió al niño a lo largo del pasillo, pero la vista de los dos hombres le dió la certeza de haber visto al mensajero antes, en alguna parte y relacionado con ellos.

El niño, haciendo un ademán, propio de un motorista que va a torcer, torció bruscamente hacia la izquierda y la guió hacia una especie de caverna. Lejos, cerca de la entrada, Mónica pudo distinguir un pequeño número de obreros que salían y oyó el ruido del reloj de control, cuando marcaban sus tarjetas. Deseó con cierta intranquilidad que no se fuesen todos, dejándola sola.

Alcanzó al niño.

—Escúcheme, por favor —le dijo con firmeza—. ¿Dónde está el señor Hackett?

—No lo sé, señorita —contestó el niño, volviendo la cabeza sobre la marcha y enderezándola nuevamente.

—Pero, ¿no dijo que le había dado un mensaje para mí?

—Mensaje de la pizarra, señorita.

—¿Qué cosa?

—Mensaje de la pizarra, señorita.

—¿Y dónde me dijo que vamos? Casa mil ochocientos o algo así.

—La llaman mil ochocientos ochenta y dos —contestó el niño— porque ésa es la fecha en que se supone vivía el protagonista. Es un tema corriente, acerca de un médico asesino. Aquí estamos, señorita. Servicio de Albion Films. Buenos días.

En ese momento Mónica reconoció el mal alumbrado y largo escenario en que se encontraban.

Era la imitación de una calle suburbana, que había sido construida para la filmación de una historia de William Cartwright. Este se lo había explicado así hacía sólo media hora. Vista de cerca, era muy real y siniestra. La calle, con casas a los dos lados, estaba hecha de adoquines de una substancia plástica de color gris; aunque todas las casas eran sólo de telones, una de ellas, la del médico, había sido construida y amoblada completamente.

Luces distantes daban un pálido reflejo sobre la calle y reflejos azulados sobre los vidrios de las ventanas del piso alto. Abajo estaba tan oscuro, que Mónica tenía que caminar a tientas. No se veía a nadie. La casa 1882, según parecía, era la del médico. Era pequeña, con una fachada de piedra gris y ventanas redondas arriba y abajo. Las cortinas verdosas estaban correctamente corridas sobre las ventanas. Al lado de la puerta colgaba una anticuada campanilla, y dos peldaños conducían hasta la puerta, donde una placa de cobre rezaba: «Dr. Rodman Teriss, M. D.».

De todos los lugares extraños que podía haber elegido Hackett para encontrarla, éste era sin duda el más extraño. Mónica se volvió hacia el niño.

—Pero como…

Mas el mensajero ya se había ido.

Subió los dos escalones hasta la casa del médico. Con un impulso súbito, tiró del cordón de la campanilla, e instantáneamente sonó un largo y estridente campanillazo que le hizo estremecer los nervios.

La misma puerta era también muy realista. La tocó y se abrió completamente.

Dentro había un pequeño vestíbulo, con la atmósfera tan pesada, que se hacía difícil respirar. En la penumbra divisó una escalera que subía a la derecha pegada a la pared, y a la izquierda, las puertas de dos dormitorios del piso bajo.

—¡Hola! —gritó.

No hubo respuesta. Mónica, vacilando en la entrada de la casa, sintió una vaga sensación de alarma, una irrazonada agitación en sus nervios. Sabía que no tenía motivo para ello. Se hallaba en un escenario pintado, construido en medio de una barraca donde había gente moviéndose, conversando y riendo por todas partes.

Entró en el vestíbulo, y dos pasos más allá se encontró en el dormitorio delantero; se golpeó un tobillo contra una silla. No estaba asustada, pero súbitamente se sintió furiosa contra Tom Hackett por todas estas tonterías. ¿Por qué no podían decir lo que querían? ¿Por qué tenían que hacer cosas como ésta?

Tenía una caja de fósforos en la cartera. La sacó y encendió uno. La breve llama le permitió ver una habitación totalmente amoblada y tan realísticamente acomodada que casi la desagradó: era como si hubiese entrado furtivamente en una casa verdadera.

Había casas muy parecidas en East Roystead. Se respiraba allí dentro la atmósfera del siglo diecinueve. Lensworth, el dentista de Ridley, tenía una sala de espera muy parecida a aquella pieza. Había un grueso mantel rojo en el centro de la mesa y fundas en los respaldos de las sillas. El cuadro que había sobre la carpeta, «El Tocador de Banjo», lo había visto infinidad de veces en el salón de la casa de sus abuelos. El fósforo se apagó. Entonces se dió cuenta de que había una puerta en el fondo de la habitación y que bajo esta puerta se estremecía una delgada raya de luz.

En la habitación posterior, había dicho Hackett. Se abalanzó hacia la puerta y la abrió.

Había prendida una verdadera lámpara de gas, de llama amarillo-azulada dentro de una pantalla de vidrio. Estaba colocada sobre un soporte encima de un escritorio de cortina y la llama se agitó al abrir la puerta. La habitación era pequeña y lúgubre, con un linóleo resquebrajado en el suelo. Un estetoscopio y una caja de instrumentos se hallaban sobre la mesa. La repisa de un enorme armario negro estaba repleta de balas de algodón, vendas de gasa, objetos de vidrio, termómetros y jeringas. En una de las paredes sobresalía la boca de metal de un citófono mediante el cual, presumía, la esposa del médico se podría comunicar con él desde la habitación del pisó superior. Al lado había repisas que contenían botellas y libros. Había también un par de sillas de felpa y un grueso volumen de anatomía.

Pero no había nadie.

La mortecina luz se reflejaba sobre las botellas, sobre la mesa de madera de arce y sobre el metal del citófono.

Tratando de tranquilizarse, miró a través de la amplia ventana, polvorienta pero sin cortinas, hacia la triste penumbra del estudio. Todo esto era irreal, reflexionó, alegrándose la mitad de su mente de haber mirado por la ventana; pero la otra mitad se sentía llena de supersticioso terror. Ese día había pasado por una serie de crisis emocionales y, además, no probaba bocado desde el desayuno. La imaginación, siempre alerta, comenzó a relacionar detalles con recuerdos de su niñez; le parecía que la casa se comenzaba a llenar de gente. Se preguntaba qué sería lo que el Dr. Rodman Teriss habría hecho. Pensó con un calofrío qué haría si la puerta del armario se abría y alguien o algo salía de él.

Encima de ella, una tabla del cielo raso crujió levemente, y luego volvió a crujir.

Alguien caminaba en la habitación inmediatamente encima de ella.

Si era una broma de cualquier especie, alguien pagada por ella, se juró Mónica a sí misma. Después de todo, ¿habría sido Tom Hackett quien había mandado aquel mensaje? ¿O sería que el detestable Cartwright estaba bramando algo, con la idea de aparecer como gracioso?

En medio de su enojo y de su nerviosismo y el sofocante calor de la habitación, sintió un helado sudor en todo el cuerpo. Su corazón latía apresuradamente, y (lo peor de todo) para completar el asunto, se dió cuenta de que tos ojos de puros nervios se le llenaban de lágrimas.

—¡Hola! —gritó, forzando sus pulmones para hacer sonar las sílabas—. ¿Quién está ahí? ¿Quién es usted?

Al otro lado de la habitación, el citófono silbó.

De modo que era una broma. Una detestable bufonada de parte de alguien.

—¡Sé que está allá arriba! —gritó—. ¡Baje! ¡Ya sé que está ahí!

El citófono silbó nuevamente.

Era imposible no sentirlo, tanto como no sentir la campanilla de un teléfono. Esto le produjo una especie de curiosidad mezclada de ira. Se acercó al citófono.

—Si cree que lo que está haciendo es divertido —dijo en la boca del tubo—, baje y yo le daré una opinión diferente. ¿Quién es usted? ¿Qué es lo que desea?

Acercó la mejilla a la boca del tubo para esperar la respuesta. Y al mismo tiempo se dio cuenta de dos cosas. Parada al lado de la boca del tubo, podía mirar oblicuamente a través de la ventana que daba a la espalda de la casa. Incluso a la débil claridad que proyectaba la lámpara de gas, pudo ver a William Cartwright en el exterior. Estaba inmóvil, mirándola fijamente desde una distancia, de quince pies, y en su rostro había una expresión de horror. En ese mismo instante, animándose súbitamente, Cartwright echó atrás el brazo y arrojó algo directamente contra la cara de Mónica.

La reacción de Mónica fué instintiva. Se echó atrás, esquivándose y dando un grito; una bola de masilla, que pesaría por lo menos un cuarto de libra, destrozó el vidrio de la ventana con un fuerte crujido, rebotó contra la muralla y cayó entre las botellas. Pero mientras Mónica saltaba hacia atrás, algo le sucedió al citófono.

Algo parecido al agua, pero que no era agua, brotó en un chorro de la boca del tubo y pasó exactamente por el mismo punto donde la mejilla y los ojos de Mónica se encontraban un segundo antes. El primer chorro se extendió por sobre el linóleo, y hubo un sonido burbujeante, chirriante, tal como si una media pinta de vitriolo, vertida por el tubo del citófono como por una larga pipa, hubiese comenzado a corroer la superficie del piso.

Los pasos en el dormitorio de arriba se transformaron, en carrera.

Mónica no se desmayó.

Creyó que se iba a desmayar, pero no fué así. Fué quizás veinte segundos después cuando se dió cuenta de lo que había pasado, y entonces Cartwright ya estaba a su lado.

Cartwright, con el rostro blanco como el papel, pasó en brazo por el vidrio quebrado, abrió el picaporte y levantó la ventana. Su mano temblaba tanto que se la cortó con la punta de un vidrio, pero no se dió cuenta de ello. Izándose con agilidad, penetró en el cuarto, resbaló y casi cae dentro de la humeante poza.

—¿La tocó? —oyó ella que decía. Parecía que su voz venía de muy lejos—. ¿Nada? ¿Ni una gota siquiera?

Mónica negó con la cabeza.

—¿Está segura? ¿Ni una gota? ¡Cuidado! ¡No pise ahí! ¿Está segura?

Mónica negó violentamente.

—Venga aquí. ¡Por Dios que mataré a alguien por esto! Calma ahora. ¿Qué sucedió?

—A… arriba —dijo Mónica—. Alguien echó…

—Ya lo sé.

—¿Ya lo sabe? ¡No, no suba allí! —Le tiró de la manga. Sintió que sus uñas se resbalaban sobre el áspero género. Aunque le había dicho que nada del ácido la había tocado, estaba aterrorizada con la idea de que en realidad la hubiese tocado algo; por un momento esperó sentir la mordedura y la quemadura de aquello en su cuerpo—. ¡Por favor, no suba! ¡Por favor!

Él se sacudió de la mano de ella y atravesó corriendo la puerta que conducía a través de la oficina hacia el vestíbulo. Se oyeron pisadas que, en puntillas y rápidamente, comenzaban a bajar furtivamente la escalera que conducía al vestíbulo. Afuera, sólo a algunos metros de distancia, corría la persona que había vertido el ácido por el tubo. Y la puerta de la oficina estaba cerrada por fuera.

Cartwright se dió vuelta y se precipitó hacia la oscura habitación delantera; pero mientras lo hacía la puerta principal de la casa del médico se cerró suavemente. Con Mónica pegada a sus talones, ya en un estado muy próximo a un ataque de histeria, alcanzó la puerta principal y miró en ambas direcciones de la calle de ficción.

Estaba vacía.