VIII

VIII

Esto sucedió el sábado en la noche. En la tarde del miércoles 13 de septiembre, Bill Cartwright entraba al patio del edificio del Departamento de Guerra.

Realmente no esperaba una contestación formal a la carta que por último había terminado el lunes por la noche y que había echado al correo inmediatamente; esperaba, a lo más un aviso de la recepción de ella. Pero llegó una rápida respuesta el miércoles por la mañana, que le dejó asombrado.

La respuesta no contenía información de ninguna especie; solamente inquiría si le sería posible presentarse en el Departamento de Guerra, en la calle de Los Guardias Montados, mostrar la carta y preguntar por el Capitán Blake.

Con dificultad, tal como lo había pensado, convenció a Mónica de que lo acompañara a Londres.

—¿Quiere acompañarme al Departamento de Guerra? Después de todo, le atañe directamente a usted.

—No, gracias; en todo caso, le advertí que no se molestase por mí.

—Como guste; pero es un espectáculo interesante. ¡El Departamento de Guerra, cerebro de la Policía Secreta Militar! Generales y comandantes indios; decoraciones exóticas, salones de mármol y alfombras profundas. Mensajeros reales partiendo a misiones secretas hacia el Este. En «Deseo» usted hace ir una docena de veces al Capitán Roystead al Departamento de Guerra, de modo que pensé…

—Bueeeno… —dijo Mónica.

Pero el viaje a la ciudad, en un tren que se detenía a echar una siesta cinco o seis veces en un recorrido de catorce millas, no fué en absoluto un éxito; Mónica se sentó en un rincón del vagón y se negó a hablar de otra cosa que no fuesen novelas policiales. Parecía que durante las tres semanas que llevaba en Pineham había leído cientos de ellas; él mismo había sido lo suficientemente estúpido como para introducir en una de sus novelas a un clérigo. Lo que Mónica hizo del libro fué algo terrible. A juzgar por el número de errores eclesiásticos que había cometido, parecía que sólo por milagro había escapado de ser quemado en la hoguera de los herejes.

No podía, terminar de comprender a esa muchacha; una vez antes de que le disparasen el tiro aquel, habría jurado que había visto en el rostro de ella algo que era lo que más deseaba en este mundo.

Luego, súbitamente, eso desapareció; no sólo había, desaparecido, sino que la atmósfera de hielo con que ella se rodeaba había tomado proporciones árticas.

Pero más tarde, en el camino hacia el Departamento de Guerra, ella se ablandó algo. El embriagador aire de septiembre hacía sus efectos; el cielo, de intenso azul, estaba bordado con las formas blancas de los globos cautivos protectores de bombardeos; poco había cambiado por efecto de la guerra, excepto por los sacos de arena a la entrada de los edificios y por las máscaras de gases que casi toda la gente llevaba en bolsas terciadas al hombro. Pero eran llevadas con el aire de quien lleva su vianda, lo que daba la impresión más bien de paseo que de guerra.

—Bill —le dijo Mónica en el taxi que los conducía desude la estación dé Marylebone hasta el Departamento de Guerra. Era la primera vez en dos días que le llamaba por su nombre de pila.

—¿Qué?

—Vamos a ver a Sir Henry Merrivale, el cerebro de todo el Departamento, ¿no es así?

—Así es.

Mónica dió un tiritoncito.

Descendieron del taxi en el patio, cerrado por tres costados por altas paredes grises y pavimentado con desnivelados ladrillos, lo que le trajo a Mónica el desagradable recuerdo del escenario 1882. Varios autos estaban estacionados allí. Se dirigieron en la misma dirección que parecía ir todo el mundo, hacia una gran puerta al lado izquierdo.

Dentro, el recibo ancho y mal iluminado estaba repleto. No había señales de salones de mármol, ni tampoco de uniformes, excepto algunos oficiales con una banda roja al brazo. Bill se abrió camino a través de la multitud hacia un escritorio, tras el cual un oficial de aire eficiente y bigote erizado atendía a cien asuntos al mismo tiempo.

—¿Señor? ¿Tiene una entrevista?

Bill le entregó la carta.

—Está bien, señor —le contestó el otro—. Siéntese ahí y llene uno de esos cuestionarios.

Mientras Mónica se entretenía en imaginar fantásticas escenas tras las murallas grises, Bill llenó el cuestionario. A todos les llega su turno: el Departamento de Guerra ejercía sobre Cartwright el mismo efecto que el estudio de cine sobre Mónica. Su mano temblaba tanto al llenar el cuestionario que casi no podía escribir. Ahora que se encontraba aquí, con una inminente entrevista con Sir Henry Merrivale, ¿qué no podría suceder? ¿Por qué no que le diesen un puesto en la Policía Secreta Militar? Esto, el mayor sueño de su vida, le hizo jurarse a sí mismo que nunca sería más lógico y más dueño de sí mismo que durante la entrevista que se aproximaba.

Devolvió el cuestionario una vez lleno.

—Está bien, señor —dijo el oficial—. Cap. Blake, oficina 171. Pero, ¿a qué se refiere esto de «Señorita Stanton»?

—Es esta señorita. Viene conmigo.

El oficial lo miró asombrado. Bill tuvo el presentimiento de que algo malo iba a pasar.

—Pero la señorita no puede subir, señor.

—¿No puede?

—No, señor.

Le dió una mirada a Mónica. Esta tenía la vista fija en el techo, con aire pensativo.

—¿Pero por qué no? Mi asunto se refiere a esta señorita. Ella es el testigo más importante que; tengo; además, sólo debido a ella se me concedió esta entrevista. Ella…

—Lo siento, señor —contestó el oficial con firmeza, y trazó una raya sobre el nombre de Mónica—. La carta dice que es usted y nadie más. ¿No sabía eso cuando trajo a la señorita?

—Mónica, ¡le juro que no lo sabía!

—Pero, Bill, si estoy segura de que no lo sabía —le dió unas palmaditas en el brazo que lo intranquilizaron. Rió—. Lo comprendo perfectamente. De todas maneras, éste no es mi puesto, ¿no es así?

—Mire, no me demoraré nada. ¿No le importa esperarme aquí?

—No, por supuesto que no; no me importa nada.

—¿Está segura?

—¡Dios mío, por supuesto que no! (¡Miserable, bajo, mezquino, vil!).

—Mire, Mónica, lo dice sinceramente, ¿no es así? ¿Me esperará aquí? ¿Me jura que no se volverá a Pineham?

—Vaya, Bill, ¿qué lo hace pensar tal cosa? Por supuesto que lo esperaré. Vaya no más y que lo pase bien.

—Venga por aquí, señor —intervino el oficial, paciente pero con apuro—. Conserve el formulario. Lo necesitará, para salir.

Sujetando con fuerza el maletín que había traído, Bill se alejó.

Debido a ciertas informaciones que había recibido del inspector Masters, Bill Cartwright estaba preparado para, ciertas cosas. Sabía que el trato de Henry Merrivale era rara vez agradable. No esperaba ser recibido con palmaditas en la espalda, o con la pulida educación propia de la mayoría de los departamentos gubernamentales. Sabía también que el hombre podía gruñir y hasta morder de vez en cuando.

Pero, de todas maneras, no estaba preparado para la expresión de extraordinaria y calmada malignidad de Henry Merrivale. Este estaba sentado sobre una crujiente silla giratoria, con los pulgares cruzados sobre el abdomen. Su gran calva brillaba a la luz que entraba por una ventana. Los anteojos los tenía colocados casi en la punta de la ancha nariz y las comisuras de la boca le llegaban casi hasta la barbilla; todo su rostro tenía una expresión que habría estado a tono con la Cámara de Los Horrores de Madame Tussaud.

Bill ya había corrido aventuras. El Cap. Blake no se encontraba en la oficina 171, ni en la oficina 346. Bill y su guía atravesaron largos corredores, muy concurridos y entablados con gastadas tablas. Subieron varios pisos por una escalera de piedra de anchos peldaños. Pasaron al lado de montones de madera vieja en los corredores, ficheros, mesas, sillas destruidas. Por último encontraron al Cap. Blake en la oficina 6 y algo más, en la puerta de la cual se leían las iniciales P. S. M. (Policía Secreta Militar).

Aquí, en una oficina que parecía la pieza de un trabajador, el Cap. Blake le saludó. Llevaba uniforme, y parecía estar a cargo de varios hombres vestidos de civil, que se encontraban sentados escribiendo sobre mesas desnudas, al parecer nada muy secreto.

—Por aquí —le dijo el Cap. Blake, conduciéndole a través de más oficinas—. Cuidado con esas sillas. Estamos haciendo algunos cambios aquí. Sir Henry ha sido trasladado de su antigua oficina y no le gusta mucho que digamos.

—¿Quiere decir que está de malas?

El otro vaciló.

—No, no es eso —dijo mirando a Bill con fijeza—. Sólo que pensé que debía prevenir a usted. Le daré un consejo: cualquier cosa que pase, no nombre la Cámara de los Lores.

No hubo tiempo para preguntar la causa de la antipatía de Henry Merrivale por la Cámara de los Lores. El Cap. Blake abrió la puerta de una desordenada oficina, con dos ventanas que miraban al patio de entrada y detrás del escritorio estaba sentado Sir Henry Merrivale jugando con sus pulgares y mirándoles con fijeza.

—Le estaba esperando —dijo—. Siéntese.

—Gracias, señor.

—¿Quiere un cigarro?

—Gracias; pero prefiero la pipa.

Bill Cartwright estaba preparado para enfrentarse con el mismo demonio si era necesario; pero esto era diferente de lo que se había imaginado. Mientras llenaba la pipa, una atrocidad en la opinión de Mónica, dos ojos como de reptil le miraban por encima de los anteojos.

—Tengo aquí —dijo el bulto con abrigo de alpaca, animándose súbitamente y extendiendo unos papeles sobre el escritorio— una carta suya muy extraña. También tengo lo que usted llama un resumen de acontecimientos. Mire, hijo. —Su voz tuvo un ligero cambio—. ¿Qué es lo que realmente quiere usted?

Bill tragó saliva.

—Creo, que se trata de asesinato. Durante las tres últimas semanas ha habido dos intentos de asesinato en Pineham; uno ejecutado de una manera tan brutal, que sugiere la idea de la obra de un loco, y ambos dirigidos contra la misma persona, una muchacha llamada Mónica. Stanton.

—Uh-huh. ¿Qué más?

—La muchacha no tiene ni un solo enemigo en el mundo; parece no haber ninguna razón para que alguien tenga interés en asesinarla. Quisiera que usted encontrara el motivo y la prueba necesaria para poner a ese maldito donde le corresponde. Yo no he podido conseguir esa, evidencia; el individuo o es muy inteligente o tiene mucha suerte. Escribe tranquilamente en una pizarra y envía dos cartas de su puño y letra, pero ni aún así lo he podido descubrir. Grita al lado fuera de una ventana, y sin embargo ninguno de nosotros ha podido identificar la voz. Lo que me desconcierta es que estoy casi seguro de saber de quién se trata.

—Uh-huh. ¿Quién cree usted que es?

—Un individuo llamado Kurt von Gagern.

—Uh-huh. ¿Motivos?

—Pero, señor, si le escribí…

—Hum. Pero no se preocupe de eso, hijo. Solamente déme los motivos que tiene.

Esta era su oportunidad.

—Si usted me lo permite, quisiera comenzar por el primer incidente, que ocurrió hace exactamente tres semanas. Estaban filmando una escena de una película llamada. «Espías del Mar», cuyo escenario era un camarote a bordo de un transatlántico de lujo. Howard Fisk, al parecer por accidente, botó la botella que se encontraba sobre la mesita de noche, la que resultó estar llena de ácido sulfúrico en vez de agua. Se explicó después que este escenario se había reproducido exactamente de fotos del «Brunilda», un transatlántico alemán; el trabajo había sido dirigido por Gagern, que es famoso por el realismo de sus detalles… Sir Henry, ¿ha viajado usted a bordo de un transatlántico de lujo?

—Seguro, hijo. ¿Porqué?

—Bueno —dijo Cartwright—. ¿Vió alguna vez una botella de vidrio en las mesitas de noche? —Luego de una pausa continuó—: No creo que haya visto eso. En los camarotes de lujo, o en cualquier camarote de primera, hay sólo dos clases de botellas. Una es de cristal grueso, que es colocada cuidadosamente de modo que no se caiga en un soporte encima del lavatorio; el otro tipo es de termos, con una cubierta gruesa de baquelita o de cromo, los cuales contienen agua helada para beber. La razón de esto es evidente. Si pusiesen botellas de cristal corriente, cómo las que hay en todas las casas, en las mesitas de noche de los camarotes de los transatlánticos, sería una estupidez: caerían y se destrozarían con el primer movimiento del barco.

»Ninguna compañía de navegación haría eso. Gagern, que dice haber cruzado el Atlántico infinidad de veces, debería saberlo; aún suponiendo que no lo supiese, estaban las fotos del «Brunilda» para demostrárselo. No. Sostengo que la puso allí deliberadamente, sobre una mesa de la cual podía ser derribada con facilidad, e intencionalmente se preocupó de que fuese derribada.

»Lea lo que dice Howard Fisk acerca de eso. Howard dice: «Gagern y yo estábamos conversando; yo iba retrocediendo, cuando él me dijo: ¡Cuidado! Tropecé con la medita de noche…», y así sigue. Otra vez aparece Gagern, ya lo ve.

»Ahora bien, la torpeza de movimientos dé Howard es reconocida. Si yo quisiese enredarlo en una conversación, de modo que tropezase y cayese sobre algo, le hago una apuesta que ni Howard ni nadie sospecharía nunca que lo hice con intención. Eso, señor, es lo que sucedió. Gagern fué el hombre del ácido, lo cual es la clave del asunto; lo juraría así hasta el día de mi muerte, que fué él. Pero lo que no puedo comprender es la razón por la cual lo hizo.

Hizo una pausa, chupando la pipa, que se había apagado.

Bill Cartwright en el Departamento de Guerra, lo mismo que Mónica en el estudio de cine, estaba tan impresionado que casi no notaba las cosas exteriores. Hablaba hasta por los codos, antes que nadie lo fuese a interrumpir. Y estaba seguro de que estaba hablando bien. Si alguna vez en su vida había querido impresionar a alguien, era a esta gente.

A lo largo de todo su discurso, Sir Henry no lo había interrumpido ni una sola vez; un experto jugador de póquer hubiese encontrado que leer en su rostro era una empresa totalmente imposible.

—Bueno —dijo, restregándose las manos en la calva—, eso parece tener lógica. ¿Sabe, hijo? Usted me recuerda a Masters. ¿Algo más?

—Sí. El primer atentado contra Mónica Stanton.

—¿Bueno?

—Usted tiene un resumen de la declaración de ella; verá lo que ella dice. Unos minutos antes que se le acercara el mensajero, para comunicarle que el señor Hackett deseaba verla en el escenario 1882, estaba sentada conversando con Frances Fleur; se avinieron mucho; estaban comenzando una entretenida charla, cuando de pronto Frances parece darse cuenta de algo. Interrumpe la conversación, se pone de pie, se excusa apresuradamente y desaparece. Lo que me pregunto es: ¿por qué? ¿Sabe usted por casualidad algo acerca de Frances Fleur?

—Oh, oh —dijo Sir Henry.

Una expresión de placer vampiresco apareció en su rostro. Se restregó las manos, le lanzó a Bill una mirada llena de impudicia y se acarició el estómago.

—La he visto en películas, hijo. ¡Que me maten, pero qué mujer! —Se dió vuelta en dirección al Cap. Blake—: ¿Se acuerda, Kern, la vez que la vimos en «Popea»? ¿Cuando su esposa la llenó de epítetos durante toda la función y por el resto de la tarde?

—Sí, señor —dijo Bill—. Pero ella no es como Popea.

—¿No?

—No. Lo que Frances pide es sólo sentarse y tomarlo todo con tranquilidad. Es el sueño de todo director; sé queda sentada durante horas, mientras se arreglan las luces o se toman planos. Y todo lo que ella pide es conversar durante las esperas; no se esquiva de nadie; no se sobresalta por nada; no se apura por nada de este mundo. —Hizo una pausa—. Es decir, con excepción de una persona: su marido. Es la única persona en el mundo que puede conseguir todas esas cosas. Llevan casados sólo unos pocos meses; le garantizo que es un amor terrible. Y hacen en público unas cosas que dejan sin habla a los espectadores; ella lo toma con toda naturalidad; él, con una insaciable seriedad, como si no hubiese visto nunca una mujer antes.

»Lo que Frances vió mientras conversaba con Mónica, puede estar seguro, fué a Gagern llamándola insistentemente. Luego la envió a alguna parte con alguna razón falsa. De otro modo, comprenderá usted que Frances habría estado conversando hasta el día del Juicio Final. Y Gagern tenía que tener a Mónica sola. Tenía que tenerla sola para poder enviarla al otro escenario, para echarle el ácido en el rostro a través del citófono.

Las palabras que estaba diciendo eran graves y Bill Cartwright lo sabía.

Henry Merrivale le dijo con voz dura:

—¿Tiene pruebas de eso, hijo?

—No, señor. Y le diré por qué. Después del asunto del ácido, nosotros seis, Gagern, Frances, Howard Fisk, Tom Hackett, Mónica y yo, nos reunimos para resolver la cuestión averiguando quién lo había hecho. Howard sugirió que hiciésemos un resumen, cada uno, de lo que estábamos haciendo en el momento del accidente.

—¿La coartada?

—Sí. Tom dió cuenta de sus movimientos, aunque no tenía ningún testigo de ellos; lo mismo Howard, quien había estado dando vueltas por ahí; yo dije los míos. Pero cuando le tocó el turno a Gagern, nos dió la función completa del noble ofendido, dijo que era intolerable, que no soportaría mi impertinencia y mis intromisiones por más tiempo. Se negó a dar ninguna cuenta de sus actos y le ordenó a su mujer que hiciese lo mismo. Por supuesto que Frances le obedeció; como resultado de eso, no le he podido sacar una palabra desde entonces.

—Espere un minuto, hijo —le dijo Henry Merrivale.

Parecía molesto por una mosca invisible. Hizo un gesto.

—Hay una cosa que no entiendo bien —continuó—. Supongamos que todo eso sea cierto. Dije: supongamos. ¿Qué es lo que quiere proponerme? ¿Qué es lo que hace usted aquí? Esto le debería corresponder a la policía, ¿no es así? ¿Por qué se dirige a mí?

—Porque —replicó Cartwright— Gagern es un agente de espionaje nazi, y eso puedo probárselo.

Habían llegado al punto álgido. Aunque trató de actuar con toda naturalidad, como correspondía a un candidato a la Policía Secreta Militar, se encontró con que tenía un desalentador nudo en la garganta.

—Continúe, hijo —le alentó Sir Henry.

—Es curioso, señor, comprobar el hecho de las pocas sospechas que despierta un equipo de cine tomando fotografías en cualquier sitio. Supóngase que yo fuese un espía que quisiera tomar fotos, en tiempo de paz, por supuesto, de las defensas navales. Si tratara de deslizarme en mi objetivo con una pequeña cámara, todos los centinelas del lugar estarían persiguiéndome a los dos segundos. Pero podría hacerlo con toda tranquilidad con cinco grandes camiones, dos equipos de grabación de sonido y las mejores máquinas fotográficas del mundo; hasta los mismos almirantes se pondrían en pose para mí.

»Esto fué lo que hizo Gagern. De alguna misteriosa manera se las arregló para persuadir al Almirantazgo de que le concedieran el permiso para fotografiar en Portsmouth, Gravesend y Scapa Flow, los exteriores para la película «Espías del Mar». Esto fué antes de la guerra, naturalmente. Casi todo lo que fotografió no podría de ninguna manera ser exhibido ahora porque lo requisaría el Ministerio de Información. Pero las fotografías fueron tomadas. Lo que es más, todo fué arreglado por Gagern, aunque ése es normalmente el trabajo del productor, o sea, Tom Hackett. Por último, hay un punto que no supe hasta esta mañana, informado por el mismo Tom Hackett. Se supone que Gagern tenía orden de fotografiar seis mil pies de celuloide de exteriores; pero en realidad tomó ocho mil, de los cuales la mayor parte actualmente ha desaparecido, dejando a todo el estudio en ascuas.

(En la habitación el ambiente había cambiado; Bill Cartwright lo podía sentir).

—Me resta sólo una última cosa que decir, señor, y luego usted puede proceder como le parezca más conveniente. Se lo diré con franqueza: personalmente, estoy más interesado en Mónica Stanton que en cualquier asunto de espionaje. Por más de dos semanas, se ha supuesto que Gagern ha estado en cama, con un ataque de influenza; se dijo que se le había producido por haberse caído al agua mientras dirigía una escena de un submarino. Bueno, no es verdad.

—¿No es verdad?

—No tiene influenza. Está tan sano como usted o yo.

Henry Merrivale abrió un ojo.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabe?

—Porque le he seguido la pista —contestó Bill con satisfacción.

—¿Sí? —dijo Sir Henry pensativamente—. ¿Le ha seguido la pista, ah?

—Sí, señor. No le he quitado de encima a ese caballero un ojo que habría incomodado a Medusa. Él y Frances tienen una florida quinta en el más idílico de los paisajes, y con oscurecimiento o sin él, lo he vigilado. No pretendo que no se me haya escapado una o dos veces, ya que ha podido entregar esas infernales cartas anónimas. Pero en general no ha podido escaparse de la quinta.

—No ha podido escaparse de la quinta —repitió Sir Henry.

—No…, hasta el lunes en la noche. Hacia el fin de la semana, desgraciadamente, aflojé mi vigilancia. Creí que los incidentes no se volverían a repetir, a pesar de que sabía que lo de su enfermedad era falso, ya que lo había sorprendido tratando de salir de la quinta el miércoles recién pasado. Abrió la puerta trasera, y allí estaba yo, sentado en el jardín, fumando mi pipa.

—Es un trabajo realmente bueno, hijo.

—Gracias, señor. Pero desde el momento que aflojé mi vigilancia, se produjo el segundo atentado contra Mónica Stanton. Seré perfectamente justo en lo que sigue. No puedo jurar que fué su voz la que oí afuera de la ventana de Mónica gritando «luces» en la noche del lunes. Era la voz más extraña y poco humana que he oído en mi vida, disfrazada de manera que podría haber sido tanto de un hombre como de una mujer; pero…

—¿Uh-huh?

—Inmediatamente después que disparó el tiro, salí corriendo con una linterna detrás de ese cerdo. Afuera estaba negro como tinta, pero le oí correr. Desgraciadamente le perdí la pista porque me llevaba mucha ventaja. Pero por lo menos tuve la satisfacción de perseguirlo hasta dentro del lago.

—¿Quiere decir que cayó en el agua de nuevo?

Bill Cartwright rió entre dientes.

—Bueno, no podría jurar que fué Gagern, porque no le alcancé a ver; pero, a juzgar por la magnitud de la zambullida, se dió un remojón que valía la pena de ver. Me alegro de comunicarle también que fué hacia el lado sur del lago, donde hay bastante nata sobre el agua. Se arrastró hasta la orilla y escapó.

»Ahora, señor —continuó Bill, de un modo más serio y conveniente—, lo principal es que no tengo idea de cuáles son las intenciones del individuo. Sé que es un agente de espionaje: creo haberle probado eso. Sé, además, que es responsable de los atentados contra Mónica. Pero, ¿por qué?

»No he podido probar nada por medio de su escritura; quiero decir que uno no puede acercarse sencillamente a alguien y decirle: «Déme una muestra de su escritura». Y maneras más sutiles de obtenerla son más difíciles en teoría que en la vida real. No puedo probar nada por medio de su voz. El ácido sulfúrico fué vertido a través del citófono usando una botella de cerveza que yo encontré más tarde en el segundo piso dé la casa del médico; pero no tenía huellas digitales, porque Gagern llevaba guantes. La bala fué disparada con un revólver del calibre 38, pero no he podido encontrar el revólver.

»Por otra parte, no puedo dejar de sentir un modesto orgullo por mis deducciones, las cuales están corroboradas hasta el último detalle por los hechos. Créame que aprecio altamente las palabras de alabanza que usted ha tenido para conmigo. Si he sido de alguna utilidad para su Departamento…

Hizo una pausa.

Henry Merrivale había cerrado ambos ojos.

—Escuche, hijo —le dijo Sir Henry con un amable y poderoso susurro—. Ya no estoy enojado… Me encuentro en un estado de tranquilidad y calma. Pero antes que siga adelante, permítame preguntarle algo. ¿Sabe por qué le pedí que viniese aquí?

—No.

—¿No se le ocurre nada?

—Bueno, pensé…

Henry Merrivale le hizo una seña al Cap. Blake, el cual se dirigió hacia la puerta, la abrió y llamó a alguien.

—Porque parecía no haber ninguna manera legal de detenerlo a usted —dijo Sir Henry—. Quiero que conozca a un individuo, de nombre Kurt von Gagern, el mismo tipo de que usted ha estado hablando. Su verdadero nombre es Joe Collins. Es uno de mis hombres. Entre, Joe; tome asiento; ¿quiere un cigarro?